“Siempre que hablo ante mucha gente me parece que me he equivocado de puerta. Unas manos amigas”, las de Arturo Carrera, las de Alfredo Prior, en este caso, “me han empujado y me encuentro aquí. La mitad de la gente va perdida entre telones, árboles pintados y fuentes de hojalata y, cuando creen encontrar su cuarto o círculo de tibio sol, se encuentran con un caimán que los traga o… con el público como yo en este momento”[240].
Arturo Carrera y Alfredo Prior han urdido un libro, Niños... que nacieron peinados[241], que a simple vista (la pereza es lo que caracteriza nuestra actualidad) parece sencillo: fragmentos de poemas y retratos de niños. Una antología a cuatro manos de lo ya hecho supone el fatigado paseante perdido entre árboles pintados y fuentes de hojalata.
Pero lo que Arturo Carrera y Alfredo Prior nos ofrecen en Niños que nacieron peinados es precisamente un tratado (filosófico, nos atreveríamos a decir, si la palabra no hubiera sido secuestrada por los hombres de la bolsa del concepto) sobre el surco de ese ya, es decir: un tratado sobre lo viviente y sobre el arte (¿acaso se trata de cosas separadas?) que hace de la infancia, la infancia como déjà fait, su piedra de toque y, al mismo tiempo, su punto de aniquilamiento: sabemos que toda filosofía verdadera sueña con su propia desaparición, y este libro majestuoso que nos entregan Carrera y Prior no es ajeno a esa corriente.
Se trata, en efecto, de un dejarse llevar de un lado al otro. Y es tan cautivante el ritmo de ese ritornello, de ese estribillo, de esa cancioncilla, que a los dos los transforma en todos y en ninguno. La pereza de nuestro tiempo querría que decidiéramos si los poemas de Artedo ilustran o explican los retratos de Alfruro, pero ese pasatiempo aburre al instante: entre los dos (y la clave de todo sería definir el alcance de ese entre) han definido un concepto que crece y se hace más denso a cada vuelta de la cancioncilla.
Sabemos, sobre todo por la obra de Artedo y Alfruro… –he vuelto a los autores figuritas de mi propia fantasmología, autorizado por palabras de Carrera, quien se pregunta (en este libro, en todos sus libros) si “el arte no es tan solo la entrega de esa figura huidiza de la sensación”, si no es solo “‘la figurita’ de lo sentido, la que se escapa de las obras como un ímpetu que hace esplendor”[242], y las de Prior, que incluso pone en el lugar de la figurita de lo sentido al curioso impertinente que se asoma a su universo, cuando dice: “El espectador de mis obras de arte es un hombre con cara de oso y la sonrisa de mi madre”[243].
Sabemos, decía, gracias a Alfruro y Artedo (y no podríamos saberlo sino gracias a la gracia de esos duendecillos un poco endemoniados), que todo pensamiento sobre la infancia escapa a la razón, una contradictio in adjectio: ¿es el niño libre o no?, ¿es el niño un ser humano o no? En el pensamiento sobre la infancia hay algo que desborda el concepto: la “animalidad” de sus inclinaciones, lo “virtual” de su libertad. Así, no son unos niños los que nos regalan los artistas (aun cuando, a veces, esos niños tengan nombres propios) sino un pensamiento sobre la infancia como posibilidad misma del pensamiento: “Un niño me sostiene, un niño es mi pensamiento, un niño es el desposeimiento puro de mi cuerpo de amor”[244] canta uno (adivinen cuál) y hace coro el otro, recordando cómo se le aparecieron unos “niños vacíos”, vacíos porque “cuando los pintaba tenía la certeza de que esas formas coloreadas me atormentaban, incluso me impedían seguir pintando”[245].
Esa mezcla en el niño de responsabilidad e irresponsabilidad, de desposeimiento y tormento, de insistencia y vacío, de humanidad e inhumanidad, es una idea sobre lo viviente de la misma naturaleza que la idea estética.
Los impresionantes retratos de Artedo y la encantatoria cancioncilla de Alfruro son dos ríos de sin-sentido que confluyen en una laguna de “Venecia donde pulpa y reflejo son rozados por la ascensión del cuarzo traspasado por flechas”[246], cuya palinodia alcanza para advertirnos que, como el viajero y como el niño, viviremos atados a las cadenas de la determinación, desde que aceptemos que lo único que existe en el horizonte es la aniquilación (de la infancia).
Miramos los retratos de Prior. Al pintarlos como “niños vacíos”, al retrotraerlos a la infancia (lo callado) de lo que serán, el pintor no quiere decir que el adulto que somos estaba prefigurado en el niño que éramos, sino todo lo contrario: que en el adulto que somos, determinado por el triste teatro de la historia, persiste un otro agazapado, un moriturum que, como el Principito, sabe que va a morir (en tanto infans, en tanto forma sin sustancia), pero que, sin embargo, persiste.
¡Pero claro, replica haciendo coro Artedo! Si “el niño es la insistencia de la materia vocabular de esa risa”, si “hay un niño insistente que no existe que persiste percutiendo y simulando en los ojillos de la noche”, si “no hay drama en la infancia: solo la variación indiferente de una música de insectos y vivísimas alas”[247]. ¿Cómo podía ser de otro modo?
La infancia no es solo lo previo al lenguaje, es también lo previo a la historia, la pre-historia de la humanidad, cuando no había teatrillos del yo y el arte se limitaba al rumor de los insectos, las bandadas de pájaros, la canción de la tierra.
¿Será verdad que “el sueño existencial de la infancia (…) consiste en amurallarse e instalarse”[248]? Si lo fuera, habría que agregar que la infancia se instala, amurallándose contra las intemperies de la historia, y no del tiempo. La infancia es lo indeterminado en lo determinado, la oscilación entre lo animal y lo humano, una oscilación, digamos, natural. Por eso Sarduy asimila los niños de Prior a un banco de pececillos dominado por el pánico[249]. La infancia es ese pánico: eso que ya ha sido, sin llegar a ser la muerte. Y es el juego: mimesis de la naturaleza y por eso: convertirse en oso, conversión en niño del artista, metamorfosis del espectador en madre, devenir juego del arte.
El arte, para Alfredo Prior y Arturo Carrera, es el rastro de una ausencia (lo infans como moriturum), que sin embargo nos gobierna. Uno no canta ni pinta ni traza ni llena las formas con sustancias. Sencillamente oye el ritornello y baila la canción dichosa de lo previo. El arte es un geomorfismo y no un atropomorfismo. El arte anuncia lo que nace. El arte es la partera. Y la partera canta.