Lo que se conoce como “arte del retrato” supone una serie de chantajes a los cuales conviene resistirse desde el comienzo. ¿Hay que seguir aceptando el antiguo precepto de que la cara es el espejo del alma? ¿Es el rostro una síntesis de la personalidad, el pozo insondable a partir del cual se resuelven todos los misterios de la vida?
Mejor sería preguntar, como hacen casi siempre Nora Lezano y Sebastián Arpesella (N/S): “Tu mamá qué es, ¿un paisaje o una cara? ¿Una cara o una fábrica?”. Porque se trata de descomponer el retrato y, al hacerlo, oponer las fuerzas de la carne y de la luz que nos atraviesan a la dichosa calma de lo que se pretende saber sobre sí y sobre los otros. No hay cara que no englobe un paisaje inexplorado; y, al contrario, no hay paisaje que no se pueble con un rostro amado o soñado, que no desarrolle un rostro futuro o ya pasado. La cara no es el espacio privilegiado para un ejercicio de poder por parte del artista del retrato sino todo lo contrario: el embudo que aspira todas las fuerzas del cosmos (incluso las del fotógrafo) y las redistribuye en un plano diferente. Ni el plano de la expresión, ni el plano de la significación, sino la fuga hacia lo desconocido.
Por eso, en las fotos de N/S (quienes sostienen, cada vez que se lo preguntan, que todo es un retrato), siempre hay como mínimo dos términos: boca-seno, cara-paisaje, carne y luz, y cada término atraviesa al otro para constituir esa máquina automática de invención de mundos que llamamos fotografía. ¿Acaso Antonella no se nos aparece después del experimento fotográfico de N/S con una belleza angélica o alienígena (en todo caso, más allá de lo humano) precisamente por la relación que el retrato plantea entre los labios y el seno? O: ¿en qué animal está a punto de convertirse Miuki (carne y luz)? Jamás lo sabremos. Porque el ojo de N/S solo quiere decirnos que hay algo ahí y que no se sabe bien qué es.
El modelo que ha posado para un verdadero artista del retrato sabe que saldrá de la sesión transformado. Y no en el sentido trivial de que él mismo ignoraba la verdad que el fotógrafo ha sabido capturar, sino en el sentido de que el fotógrafo se ha dejado seducir por una sombra de verdad desconocida para todos (el artista, el espectador, el modelo). Los grandes artistas del retrato desprecian la estética del reconocimiento (¡es verdad, así soy yo!) en favor de una estética de la ascesis y la re-construcción (yo no era así y ahora ya no sé qué soy). Cuando vemos las fotografías de Richard Avedon, de Helmut Newton o de N/S sabemos que ellos (en fin, los grandes fotógrafos) no exigen el sometimiento a su mirada (el ojo de Dios o la Verdad del Arte), sino que esperan más bien un juego cómplice: hagamos algo juntos, relacionémonos.
Sería difícil decidir si las mejores fotos de N/S son las que aparecen en los medios para los que colaboran regularmente en la Argentina y América Latina, las tapas de discos con las que intervienen en el universo del rock vernáculo o las fotos que salen de sesiones de publicidad o modas. Difícil y, además, inútil, porque no se trata de géneros, situaciones fotográficas (en estudio, al aire libre, etc.) o demandas industriales. No es que el artista venga a proveer la luz y el modelo, la carne. La luz y la carne son el cosmos (el salto hacia la nada de una mujer embarazada). El artista y el modelo salen juntos a recorrer el cosmos como una patrulla mundana de exploración o de cartografía. Vamos a ver qué hay o que podría haber entre la carne (finita) y la luz (infinita): ahí, precisamente ahí, está tu cara.
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El director alemán Oliver Pietsch hizo dos cortos que recorrieron los Festivales de Cine del mundo, Toned y Drugged (2004).
Las dos películas parecen recurrir a la lógica de la colección: lo que muestran es una sucesión de primeros planos de personas en trance de utilizar alguna droga recreativa (desde marihuana hasta heroína). Es como si lo que pretendiera Pietsch, que ha montado las imágenes siguiendo el ritmo de la música que funciona como banda sonora, fuera agotar la colección (imposible) de figuraciones de la cara del drogado.
Por supuesto, la película estimula el costado más vil de los cinéfilos, que no tardarán en entablar competencias para la identificación de todos y cada uno de los planos y, aun, para proponer un catálogo diferente, más adecuado. En rápida sucesión, circulan en los cortos de Pietsch imágenes de La naranja mecánica, Pulp fiction, Trainspotting, Naked Lunch, Existenz, ¿Quieres ser John Malkovich?, etc. Lo obvio, podría decirse. Y, aun: lo más obvio. ¿Qué quieren decir esas imágenes, puestas en sucesión más o menos libre? Dicho de otro modo: ¿cuál es la razón de la serie?
Si hubiera una progresión en el relato, habría que decir que esa progresión es moral: desde el simpático entonamiento de las primeras “caladas” hasta el sueño y el vómito de las últimas tomas habría una progresiva degradación, no solo de la conciencia (después de todo, en esos ejercicios controlados de psicosis se trata de poner la conciencia en suspensión), sino sobre todo de las capacidades perceptivas.
Pero tal vez no haya que mirar las películas de Pietsch sin tener en cuenta la ironía que el director ha querido imprimirle al conjunto. Es más: convendría poner entre paréntesis la dimensión de catálogo de sus cortos. Ninguna colección, parecería decir Pietsch (europeo al fin y, como tal, obsesionado por las colecciones), es posible porque precisamente lo que falta (lo que sus películas muestran como falta) es el principio de clasificación de la colección. Están esos momentos clásicos de la marihuana, la cocaína y la heroína, y la relación entre anestesia (cultural) e hiperestesia (artística) que a partir de esas imágenes podría postularse. Pero están, además, esos primeros planos del cine clásico (por ejemplo, Liz Taylor en ¿Quién le teme a Virginia Woolf?) que resultan inquietantes precisamente porque vienen de otra parte. Esas intrusiones (esa guerrilla semiológica, podría decirse) desbarata el conjunto y señala que no hay principio clasificatorio y, por lo tanto, que no hay colección sino serie (una sucesión, dominada por la coacción y el azar, de intensidades heterogéneas e irreductibles entre si, de predicaciones puras y determinaciones indeterminadas).
No es que Toned y Drugged, entonces, sostengan una posición moral sobre las drogas (y si lo hacen, es lo que menos importa), sino que sostienen una posición cognitiva (podría decirse) sobre las imágenes. Pietsch, al mismo tiempo que insiste en que no hay colección o catálogo posible (porque no hay homogeneidad), parece insinuar que no hay especificidad en la figuración visual (cualquier cara significa cualquier cosa) y que la intensidad de la cara, los rasgos descompuestos, la mirada horadada, el desdibujamiento, bien pueden ser efecto de alguna droga, pero también del amor, o de los celos, o de la explosión sexual (lo que se quiera). No hay manera de decidir (salvo la reposición del contexto del que han sido tomadas) si esas caras están atónitas o desarregladas por efecto de la desesperación erótica o del éxtasis religioso: lo mismo que sucede con la Santa Teresa de Bernini o, todavía más, con el San Sebastián de todos los tiempos, como no ha dejado de señalarse a lo largo del siglo XX. De los personajes que vemos en los planos recopilados por Pietsch también podemos preguntarnos, como de los emblemas por antonomasia del kitsch católico: ¿qué les pasa?
Es una pregunta más radical que la que nos asalta cuando miramos esa abominación que Leonardo nos legó (La Gioconda): ¿qué piensa? Estas imágenes (todas las imágenes), herederas del manierismo y el barroco, no piensan. Son solo el analogon material de una determinada imaginación sobre lo intenso, es decir: sobre lo sentimental. Estas imágenes (todas las imágenes) no dicen, en sí, nada: el sentido se les escapa, como se escapa el pensamiento de una cara desdibujada o desarreglada.
Las imágenes puestas en serie por Pietsch son todas ellas intensas (una intensidad potenciada por el “fuera de contexto”) y postulan no tanto un repertorio (catálogo o colección) del “descontrol” sino una aparición (el fantasma) de esa poderosa máquina sentimental que alguna vez fue el cine.
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Nunca vi a Lola Goldstein, aunque trabajamos juntos durante mucho tiempo. Y aunque nunca vi a Lola, estoy seguro de que ella sí me ha visto a mí, porque Lola es para mí el nombre de una mirada.
Una vez, le pedimos que ilustrara la presentación de Habitaciones, la novela autobiográfica de Emma Barrandeguy[252]. Lola trazó unas pocas líneas, como siempre, pero esas pocas líneas mostraban que ella había visto algo: unos zapatitos de mujer abandonados (dos pares), un vestido sobre la cama, nimiedades. Pero en esas nimiedades quedaba claro que algo había pasado o que algo estaba por pasar.
Los dibujos de Lola funcionan siempre como cuentos o novelas. Su mirada se detiene en pequeños detalles y en el detalle carga toda la tensión del acontecimiento. Nada que ver con la estética naïve. Los artistas naïfs, que nunca están seguros de nada, sobrecargan sus creaciones de banalidades. A lo mejor, piensan, en alguna de esas banalidades alguien encontrará sentido. Pero en la estética naïve el sentido se vive como una ausencia casi angustiante, porque lo naïf depende antes de la imaginación de la catástrofe (dan ganas de quemar esos cuadros y asesinar a sus autores) que de la imaginación pop.
Lo de Lola es otra cosa. Cuando tuvo que dibujar a Virginia Woolf optó por mostrarla mirando a través de una ventana. Detrás de la ventana, lo sabemos gracias a Lola, Virginia mira el río al que, más tarde o más temprano después de ese momento, entregará su aliento final. En el minimalismo de Lola, que sabe que no hay manera de reproducir fielmente la realidad (esa entelequia que solo puede imaginarse), lo poco que se ve (lo poco que ella ha visto) se carga de un dramatismo intenso. No, no es dramatismo: es tensión figurativa. Hay que imaginar todo lo que pudo pasar antes y todo lo que podrá pasar después.
Con las fotos es lo mismo: un cielo cargado de nubes, unos pájaros. ¿Qué vio Lola en ese momento? Por supuesto, la inminencia de una tormenta (algo que, verdaderamente, no estaba allí, una pura potencia). Pero mucho más que eso, vio la historia de esos pájaros, separados por el viento cargado de electricidad: ¿se encontrarán?, ¿conseguirán reunirse? En otra foto, se ve un médano, apenas cubierto de vegetación. Unos días después, según el capricho de la arena, el agua y las tormentas, ese médano puede haber desaparecido. Sabemos, a través de la mirada de Lola, que ese médano es apenas un instante de peligro.
Como todos los artistas, Lola es maniática. Si la dejan, siempre tratará de incluir un muñeco, un oso de peluche, un mundo niño, es decir, un mundo portátil, para llevar encima. Hay una foto de Lola que muestra un micro y, en el micro, esos fetiches, esos ídolos o penates o dioses tutelares, colgados de la ventanilla, vigilando, tal vez, el sueño del que viaja.
No hay mejor arte que el que piensa el mundo de la infancia, porque la infancia es lo poco que todos (quiero decir: todos) alguna vez compartimos y su fantasma nos habita: esa confianza idólatra en lo que ponemos en el lugar del beso de la madre o la caricia del padre. Después, el mundo nos obliga a abandonar esos vicios (nos dicen) de la conciencia. Arrojados al lenguaje y a la historia, al Saber y a la Muerte, perdemos la infancia (la Diversión). Lola ha visto eso y lo ha visto tan bien que ya no podemos prescindir de su mirada.
Le pedimos que dibujara a Pynchon: lo convirtió en dos gigantescas orejas de conejo que sobresalían detrás de un libro enorme (el conejo leía). Le pedimos que dibujara a Pinocho. Eludiendo el chantaje laboral (¡esperábamos un Pinocho!), dibujó un tronco sosteniendo un libro (también el tronco leía). Había que imaginarse el tormento de ese tronco en manos de Gepeto, esa materia tallada a lo largo de los días y las noches, que iba a ser alguna vez un muñeco que deseaba ser un niño. Pero eso, después de la mirada novelesca de Lola.
Cuando Lola dibuja caras (no lo hace casi nunca) el resultado es impresionante: la seriedad de esos rasgos, la concentración en aquello que están haciendo (o que han hecho, o que van a hacer) es total y definitiva. Es el caso de su Virginia Woolf o su Pinocho. Cada uno de ellos, Lola lo ha visto, tiene cosas importantes en la cabeza. Y así, el arte de Lola alcanza las cimas de la exquisitez: es un arte minimalista, es un arte de la infancia y los mundos portátiles, es un arte de la tensión imaginaria (¿y ahora qué, y ahora qué?), esa flor tan delicada que pocos artistas se atreven a tratarla.
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Qué fantasmáticas, podría decirse, y al mismo tiempo, heroicas, qué extrañas nos resultan las imágenes de Sebastián Freire, aun cuando sea fácil describirlas: son imágenes que reproducen fotografías clásicas de figuras célebres del star system. Analía Couceyro como Joan Crawford, Luna Paiva como María Callas, Celeste Cid como Louise Brooks…
No se trata, claro, de un ilusionismo barato que pretendiera confundir la copia con el modelo (Albertina Carri con Katherine Hepburn, por ejemplo), o la mirada de Avedon en la toma de Catherine Denueve con la de Freire en la fotografía de Esmeralda Mitre. No hay disfraz ni semblante, aun cuando haya travestismo (Paloma como Marilyn Monroe, Gaby Bex como Gloria Swanson). No es la imitación lo que importa en estas imágenes (prueba de lo cual es la interpretación de Audrey Hepburn por Nora Lezano), aun cuando lo que se cite sea del orden del gesto, la pose, la iluminación y el encuadre, el registro completo del look (Lisa Kernel como Marlene Dietrich), un tortuoso manierismo formal (que, como siempre en los trabajos de Freire, pone en primer plano a la fotografía como trabajo y no tanto como arte), sino la constatación de que siempre hay un resto o núcleo de vacío que permanece.
Porque estas imágenes también convocan una ética, completamente extraña a la cultura de nuestra época, que ha decidido prescindir de las formas y arrojarse al caos, donde la ética brilla no tanto por su ausencia sino por su imposibilidad. Se trata solo (¿solo?) del amor (en el sentido en que el amor es lo imaginario).
La cultura de la que participamos ha optado por un dispositivo rabiosamente sádico que hace de la mujer (ese misterio) un animal en un corral reproductivo o una tajada de carne. Conocemos esas imágenes que la cultura industrial (citada irónicamente en el título de la colección, “Nueve reinas”, y que Freire conoce con una precisión de entomólogo que más de una vez en este libro he utilizado para mi propio provecho) reproduce maniáticamente: ponen en marcha el dispositivo sádico, cuya función histórica es precisamente volver imposible toda ética. La humillación, en su forma más pura.
Freire, que en trabajos anteriores (Tipos, 2005) no ha titubeado en investigar el alcance de ese dispositivo en relación con el cuerpo masculino, ha renunciado a él en esta serie de retratos de mujeres. Y ha renunciado a él por la vía del dispositivo masoquista, haciendo de cada una de estas “reinas” (que por eso lo son) el objeto del amor cortés, al que vuelve con toda su fuerza colocándose, como fotógrafo, en el lugar del vasallo, y colocándolas a ellas como dóminas, como puntos ciegos y por eso mismo infinitos de lo que no puede y nunca podrá explicarse: el amor como sometimiento puro o como distancia insalvable, el solo deseo del deseo, el ansia de tomar al otro por su alma (dado que lo otro, la cosa, es directamente imposible: no la hay).
De ese brillo de la imposibilidad en la cultura que nos es contemporánea (de una ética, de la posibilidad de alcanzar lo femenino, o la mujer) nos hablan estas fotografías suntuosamente impresas en papel metalizado en las que Sebastián Freire ha venido trabajando durante varios años, tantos que, durante su transcurso, muchas de las mujeres que para él posaron cambiaron de estatuto civil, tuvieron hijos, comenzaron nuevas carreras profesionales o desaparecieron del círculo de la sociabilidad: cambiaron, en suma, de lugar.
Y sin embargo… estas imágenes se obstinan en seguir ocupando un mismo lugar: el cielo, un cierto cielo donde serían arquetipos inmóviles y al mismo tiempo gozosos. ¿Pero de qué serían arquetipo (o cadáver) estas imágenes, y cuál sería ese goce convocado por la potencia de lo imaginario, eso que se resiste al saber de la ciencia y al saber de la muerte? Sebastián Freire (cuya obra siempre ha desdeñado la lógica de la transgresión y ha interrogado el valor de santidad de las imágenes) nos dice: nunca lo sabremos. Para eso, y por eso, están el arte, la poesía, el misterio de la cortesía, el look del cielo.