John Griffith London (1876-1916) ocupa un lugar destacado en la historia de la profesionalización de los escritores. Fue el autor mejor pago de su tiempo y uno de los más traducidos. Vivió en la edad de los imperios (la era de la escolarización primaria y la alfabetización obligatoria) y fue su producto más acabado. Escritor autodidacta, dio al exotismo una nueva función: suministrar material de lectura a las masas recién alfabetizadas. Naturalmente, recurrió a las matrices narrativas más encantatorias, todas ellas relacionadas con el viaje y la aventura[299].
London aprovechó cierto saber de mercado respecto de la literatura de evasión (donde ya habían intervenido Salgari, Verne, etc.) y lo correlacionó con esa versión del imaginario infantil según la cual la infancia se caracteriza por un deseo de fuga, es decir: se trata de escapar de la (lenta) velocidad de la familia, de salir a la calle aun con el riesgo de encontrar allí, nuevamente, la tentación paralizante de hacer casa (cultura, barrio, estereotipo, lo que fuere).
La literatura de viajes se remonta a la antigüedad clásica, de donde se deduce un doble modelo: el viaje de aventuras (la Ilíada y la Odisea) y el viaje de conocimiento (los Periplos). Los textos periplográficos refieren viajes (reales o inventados[300]), principalmente por mar, que permiten describir tierras e itinerarios. Más allá de la fantasía en la que solían abundar, los textos periplográficos funcionaban como catálogos de accidentes geográficos, distancias, pueblos y costumbres de la Ecúmene (el mundo conocido, la tierra habitada). Eran los equivalentes de los manuales de navegación y las guías de turismo que, con el tiempo, se convertirían en herramientas indispensables para los viajeros.
El creciente interés por lo exótico va desplazando el carácter enumerativo (una de las características de los textos de viajeros) hacia la descripción y la comparación. Frente a los Periplos, fundamento del saber geográfico y etnográfico de los griegos, encontramos los relatos de aventura, donde el viaje es concebido como una sucesión de pruebas (para Adorno y Horkheimer, es sabido, la Odisea prefigura el imaginario burgués).
El relato de evasión que Jack London cultiva no sería, paradójicamente, sino épica capitalista. El viaje colonial (como el relato de aventuras) se desentiende de la sustancia de la prueba, que solo importa en su carácter formal y abstracto como mero índice del proceso de expansión civilizatorio (de integración operativa de lo disponible): da lo mismo, en esa perspectiva, encontrarse con sirenas, negros, pigmeos o cíclopes (esos fantasmas de lo otro).
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London es un escritor más bien módico en el manejo de dispositivos narrativos. Sin embargo, en “El inevitable blanco”, uno de los relatos incluidos en Nuevos cuentos de los mares del sur (1912)[301], propone un relato en abismo (o relato enmarcado en otro relato) de gran complejidad.
Lo primero que sabemos es que hay tres interlocutores: el capitán Woodward (el más caracterizado), Roberts (el bartender) y el narrador (el menos caracterizado). Entre los tres, proponen una escena propiamente benjaminiana donde la narración y la experiencia están inextricablemente ligadas. No se trata, una vez más, de la verdad del dictum sino de un acto de discurso que se despliega ante nuestros ojos y nuestros oídos (si es que aceptamos la posición de audiencia que la escena reclama). ¿De qué hacen una experiencia los interlocutores de “El inevitable blanco”? Se trata de una experiencia laboral: el colonialismo como carrera (se habla de los momentos de riesgo de esa carrera, de la jubilación final, etc…). Trasladada al presente, esa conversación equivaldría a un happy hour de abogados que comentan las vicisitudes de sus vidas profesionales y solo eso.
Los interlocutores (en particular Woodward y Roberts) hacen una experiencia del capitalismo, de la expansión capitalista, del colonialismo y, podría decirse, del Orientalismo (tal y como Edward Said lo ha definido):
Hagan saber a un blanco que hay ostra perlífera en una laguna infestada por diez mil hambrientos caníbales, y zarpará hacia allá con media docena de buzos kanakas y un despertador por cronómetro, hacinados como sardinas en un cómodo queche de cinco toneladas. Murmuren que se ha encontrado oro en el Polo Norte, y la misma inevitable criatura de piel blanca emprenderá el camino, armado de pala y pico, una penca de tocino ahumado y la perforadora más moderna. Hagan correr la voz de que hay diamantes en los muros incandescentes del infierno, y el señor hombre blanco tomará por asalto esos muros y obligará a Satanás a empuñar una pala[302].
Una experiencia que, como tal, es histórica y sobre la cual los que hablan no tienen un saber sino un imaginario: son testigos y brindan testimonio de ese imaginario. Woodward será el narrador del “relato incluido”, cuyo objetivo es escenificar un problema de eficacia laboral (se trata de un desorden durante una cacería de “negros” de la que participó el temible Saxtorph). No hay, pues, trastabilleo moral en esa charla de borrachos: se matan negros (por necesidad, solamente, dado que son objeto de trabajo) como se matan gatos. En la perspectiva de los interlocutores, el capitalismo (cuyo emblema es el hombre blanco) es inevitable porque es estúpido: es ciego y es necio (no comprende ni quiere saber). Por eso su imaginario es inamovible e inalterable, no importa cuáles sean los fantasmas que convoquen: no porque ellos no puedan pensar en el negro como persona sino porque sus propias conciencias están enajenadas y, como los negros, son engranajes de la máquina capitalista.
El otro que “El inevitable blanco” llama para delimitar una identidad universal es, como se dijo, el negro. Pero como la cacería no sucede en África sino en las islas del Pacífico Sur, queda claro que “negro” es una categoría bajo la cual puede caer cualquiera, y que solo depende de un punto de vista. En el cuento, ese punto de vista es el del narrador Woodward (no del narrador sin nombre, y tampoco de Conrad).
Desde 1915[303] sabemos algo sobre la lógica del fantasma, que se caracteriza por su ubicuidad y es irreductible al registro consciente o al inconsciente porque es precisamente el índice del pasaje de un registro al otro. Las figuras de una fantasmagoría, por eso mismo, tendrán al mismo tiempo la potencia de lo imaginario y la fuerza de lo real. No importa si es verdad o no que “el negro es caníbal” (enunciado fantasmático) sino que la figura revela el terror a ser devorado de quien sostiene el estereotipo (es decir: el terror, genéticamente bien fundado, del blanco ante su desaparición).
Lo que el viaje imperialista (y la literatura que con él se asocia) revela al blanco es la existencia de enormes masas de no-blancos, disponibles como mano de obra de trabajo y, al mismo tiempo, amenazantes (problema de hegemonía racial que llega hasta nuestros días, hasta Obama). ¿Qué es lo que seduce y amenaza en el negro-estereotipo? El relato de London lo dice con todas las letras: “gesticula como un mono” (p. 53), con lo cual se convierte en una suerte de eslabón entre la humanidad (caucásica) y el animal (primate), una fuerza irresistible de atracción hacia la prehistoria de la humanidad. En “Informe para una academia”, como se recordará, Kafka profana el estereotipo, volviendo literal la analogía: el mono se vuelve humano y cuenta cómo y por qué (naturalmente, pasa a través de ese eslabón en el que se detiene London, el negro, y sigue más allá, hasta las academias vienesas).
Ese es el terror que expresa la figura del negro-caníbal: el anonadamiento del Ser. En su relato, Woodward caracteriza a Saxtorph como de baja estatura, de cabello y tez pajiza y de ojos claros y agrega: “no tenía nada de particular”.
El procedimiento es evidente; se propone como universal abstracto (predicado de humanidad) un particular concreto (el gen, recesivo, caucásico) y de ese modo se neutraliza la marca (en sentido lingüístico): “su alma era tan neutra como su colorido”.
Estúpido e inevitable, el hombre (blanco) es una máquina de matar (gatos y negros) con arreglo a una tecnología que explica su superioridad: rifle, revólver, pólvora y disparos. Por eso, “los negros son temibles a poca distancia” (p. 54). Tecnofilia y progreso son así las coartadas de fantasías de exterminio: fundan estereotipos culturales (el árabe que lo rompe todo: Paul Bowles; el latinoamericano perezoso: Allen Ginsberg; el cacique taimado que finge escribir: Lévi-Strauss) y distribuyen jerarquías sociales: el blanco por encima del negro, el joven por encima del viejo, el hombre por encima de la mujer. La tecnofilia es correlativa del terror al otro, de su animalización y su minorización y de la comprensión de la variedad de lo viviente solo como mercado, el otro está allí solo como materia prima disponible para ser operativamente integrada: Odiseo.
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Por supuesto, el sistema de encajamiento de los sistemas enunciativos en “El inevitable hombre blanco” impide identificar el punto de vista del narrador Woodward con el de London, para quien (lector de Marx, Spengler y Nietzsche) la hipótesis historiográfica es pesimista: la expansión capitalista solo es una ampliación del campo de batalla (violencia y destrucción). ¿De qué famtasmagoría participa una hipótesis semejante?
No de la imaginación humanista (que no solo acuña la noción de “progreso” sino que la postula como motor del desarrollo histórico) ni tampoco de la “imaginación dialéctica” (que, porque es teleológica es, necesariamente, optimista, aunque de una manera diferente del optimismo sostenido por la “imaginación humanista”). La perspectiva temporal del cuento de London parece ser bien diferente. El nihilismo de London, podría decirse, se inscribe en la imaginación de la catástrofe y el des-astre es la algarabía que lo arrastra.
Lo que la mirada imperial piensa como nuevo (se trate de los pigmeos de Indika, las sirenas de Odiseo, los negros de London o incluso y sobre todo el Nuevo Mundo colombino) no es sino el investimiento fantasmático (a la vez imaginario y real) de lo colonizable, lo explotable, lo aniquilable, “las sirenas vencidas por el poder de la técnica que siempre pretenderá jugar sin riesgo con las fuerzas irreales (inspiradas)”[304].