Asediado en los últimos años por la historiografía y la teoría del discurso, el testimonio no ha dejado de brindar pruebas de su resistencia a toda forma de reduccionismo. Si es verdad, como ha sugerido Annette Wieviorka, que vivimos en “la era del testigo”, solo podríamos entender aquello que da el tono de la época asociado a una forma de la imaginación, a una ética y a una concepción específica del sujeto (es decir de la historia). El testimonio y el testigo son el indicio de una falla y un resto, el intento (tal vez desesperado) de inscribir el propio cuerpo en relación con todo lo que existe.
Además de señalar que “la guerra de 1914-1918 marca el comienzo del testimonio de masas” [131], Annette Wieviorka interpreta el juicio de Adolf Eichmann (Jerusalén, abril de 1961) como un punto de inflexión a propósito de la construcción de la memoria de la Shoah y su relación con procesos identitarios. Concebido como exemplum historiográfico, el juicio contra Eichman habría hecho de la memoria del genocidio un elemento fundador de la identidad judía e, incluso, habría puesto a la Shoah en el lugar de uno de los relatos fundacionales de Israel.
Como se recordará, el abogado representante de la acusación (Gideon Hauser) decidió apartarse de la lección de Nüremberg (oportunidad en la que el peso de la prueba había descansado sobre todo en lo escrito) y basó su caso en los testimonios de las víctimas (sobrevivientes, “testigos”).
Incluso sus interrogatorios usaron la estrategia de la remisión a “la memoria”. Como en muchas ocasiones a lo largo de su deposición Eichmann habría consultado documentos antes de dar una respuesta, Hauser se impacienta y lo interpela:
FISCAL: Por una vez, ¿es posible hablar sin la ayuda de los documentos, y apelar a su memoria? ¿Es imposible?
A. EICHMANN: Pero yo querría explicarlo, porque…
FISCAL: Sin explicaciones.[132]
La operación de Hauser (que hay que entender en el contexto de una determinada forma de la imaginación) habría liberado, según Wieviorka, las palabras de las víctimas generando, al mismo tiempo que un relato nacionalitario fundacional, una demanda universal de testimonio.
Nacido al calor de las trincheras de la Primera Guerra Mundial (es decir, en el contexto cultural que genera la imaginación de la catástrofe), el “testimonio de masas” encontró recién en la década del sesenta (en relación con una configuración de fuerzas en las que aparece hegemonizando el escenario la imaginación pop) un mercado y una función social: la pedagogía de la catástrofe. “Debemos grabar hasta la más minúscula pieza de evidencia”, dijo Hauser. “El mundo debe estar al tanto de ella”.
¿Se juega, en esas palabras, una cierta relación con la verdad, que deja así de estar bajo la mirada atenta de los guardianes del saber y fuera de los polvorientos archivos que se guardan en los sótanos? Wieviorka parecería creer que sí y tal vez no se equivoque tanto en eso (después de todo, una constatación histórica) como en las alarmas que en relación con esa mutación sostiene.
La periodización propuesta por Wieviorka no deja de tener relevancia historiográfica, sobre todo si se examinan algunos casos ejemplares, como el libro de Primo Levi Si esto es un hombre, hoy una referencia insoslayable en todos los estudios sobre el testimonio, su significado y su función. Primo Levi comenzó ese “testimonio” durante su internación en Auschwitz. Terminado de escribir no bien consiguió regresar a Italia, fue rechazado por Einaudi (en cuyo comité editorial revistaba por entonces Cesare Pavese) y otras tres “grandes editoriales”[133]. El libro fue publicado finalmente en 1947 por De Silva, una pequeña editorial turinesa hasta entonces desconocida. Se hicieron 2500 copias, 600 de las cuales fueron encontradas en 1966 en los sótanos inundados de una librería florentina a donde iban a parar los libros invendibles.
Hay, pues, un ciclo del testimonio que implica una configuración del público (“testimonio de masas”, lo llama Wieviorka) y, por lo tanto, de un mercado. Pero también se trata de una política de la memoria (es decir, de una pedagogía sobre la catástrofe). Ese ciclo debe ponerse en correlación con un ciclo de la experiencia y un ciclo de la subjetividad y, al mismo tiempo, puede pensarse en relación con formas de la imaginación (entendida como una fuerza instituyente[134] y una potencia de negatividad[135]): pienso en la imaginación de la catástrofe y en la imaginación pop, pero también en la imaginación humanista y en la imaginación milenarista o dialéctica.
Hizo falta un cambio en la configuración de las relaciones de fuerza entre esas formas de la imaginación para que la voz de Primo Levi pudiera ser oída. Si esto es un hombre encuentra su lugar en el pasaje de un escenario dominado por la imaginación de la catástrofe (y el penoso dictum adorniano sobre el fin de la poesía después del exterminio), a un escenario dominado por la imaginación pop, con sus identidades móviles y serializadas. Y cuando digo pasaje, quiero decir: falla, grieta y, aun, mutación antropológica. Recuérdese que, paradójicamente, fue necesaria también la conversión existencial de Primo Levi (de mero químico deportado a “escritor”) para que su testimonio (un acto existencial de escritura) fuera leído con toda la atención y la fuerza que, desde un primer momento, merecía.
Así pensada, la periodización queda liberada de cualquier forma de transacción con una moral del discurso (por ejemplo, una determinada dialéctica de lo privado y de lo público de la que Wieviorka y sus seguidores quedan presos) y una determinada ética pedagógica (que concibe los lugares de la pedagogía no tanto como espacios de procesos de desubjetivación sino como espacios de poder). Es en relación con una pedagogía semejante que Wieviorka ha levantado su dedo admonitorio en el mismo sentido en que lo ha hecho, en otro contexto teórico (y, aun, ético), Andreas Huyssen[136].
Annette Wieviorka pone entre signos de pregunta la posibilidad de que los ex deportados, sobrevivientes (testigos) y sus asociaciones dicten a los profesores de colegio y de universidad (colectivo en el cual la autora se incluye) las lecciones sobre la Shoa, y considera que toda decisión discursiva en ese punto debe tomarse en el contexto de un riguroso examen metodológico del corpus testimonial y documental sobre el exterminio[137].
En 1921, Marc Bloch ya había señalado la necesidad de una “crítica metódica” del testimonio:
No existe un buen testigo, ni tampoco hay deposición exacta en todas sus partes. Pero sobre algunos puntos, un testigo sincero y que piensa decir la verdad merece ser creído, cuestión infinitamente delicada a la que no se puede dar de entrada una respuesta inmutable, válida en cualquier caso. Hace falta examinar cuidadosamente cada prueba y decidirse en cada ocasión según las necesidades de la causa.[138]
Ahora bien, Bloch estaba pensando en el testimonio en sede judicial (“deposición”, “prueba”, “causa”, escribe), mientras que Wieviorka se refiere al testimonio en sede pedagógica. No hace falta aclarar que el lugar y el alcance de la verdad, en una y otra sede, es diferente y que su asimilación significaría, una vez más, una confusión entre categorías éticas y categorías jurídicas sobre la que Giorgio Agamben no ha cesado de alertarnos[139].
No importa lo que pensemos sobre la relación entre verdad y (aparato de) justicia, lo cierto es que el proceso judicial conduce a (y sostiene) una (y solo una) verdad: la verdad del proceso[140]. Pretender que una pedagogía (aun la de la catástrofe) funcione del mismo modo, significaría cancelar la dimensión polémica de la memoria y someter la ética a los protocolos burocráticos del derecho.
Además, Bloch podía pensar lo que quisiera en un momento en el cual, todavía, el ciclo del testimonio no había alcanzado su apogeo. Pero Wieviorka parece suponer que la pedagogía establece una relación entre sujetos únicos y plenos y, además, que luego de la serialización de la subjetividad y la desclasificación que supone la imaginación pop[141], el sujeto activo de la pedagogía puede pensarse como un colectivo sin fisuras. Naturalmente, no puede sino compartirse la pertinencia de toda demanda de rigurosidad metodológica, pero nunca a costa de la multiplicidad de puntos de vista y el libre acceso a los archivos documentales y a los testimonios, cuya proliferación puede parecer una marea discursiva tóxica, pero en cuya existencia, y solo en ella, se funda la existencia del pasado.
Para poder sostener una pedagogía así planteada, hay que asociar el testimonio (esa variedad de discurso donde “yo” se inscribe en una doble posición, como sujeto de enunciado y de enunciación) con el ciclo de la experiencia y el ciclo de la subjetividad, para ver qué queda en él de esas dos categorías que el siglo XX no cesó de poner en crisis.
De acuerdo con una costumbre que ha dado bastantes dolores de cabeza a sus interpretadores, Walter Benjamin planteó en dos textos (irreductibles entre sí) el problema de la experiencia: “Experiencia y pobreza” (1933) y “El narrador” (1936)[142]. Por supuesto, la solución benjaminiana a la pregunta por la experiencia debe entenderse en el contexto de la imaginación de la catástrofe, de la que Benjamin sigue siendo uno de sus más lúcidos portaestandartes y con la cual esos dos textos establecen una evidente relación.
El párrafo inicial de “Experiencia y pobreza” no puede ser más elocuente en lo que Benjamin entendía por experiencia:
En nuestros libros de cuentos está la fábula del anciano que en su lecho de muerte hace saber a sus hijos que en su viña hay un tesoro escondido. Solo tienen que cavar. Cavaron, pero ni rastro del tesoro. Sin embargo cuando llega el otoño, la viña aporta como ninguna otra en toda la región. Entonces se dan cuenta de que el padre les legó una experiencia: la bendición no está en el oro, sino en la laboriosidad. Mientras crecíamos nos predicaban experiencias semejantes en son de amenaza o para sosegarnos…
De un lado, la verdad del enunciado (es falso que hubiera un tesoro), del otro, la experiencia, entendida, por lo tanto, como un acto de discurso (“en son de amenaza”, “para sosegarnos”) y no como una vivencia previa al acto de alocución. No hay verdad en la experiencia, pero no porque se la declare no verdadera (es decir: registro no fiel de una vivencia), sino porque la experiencia se construye en el lugar de indecibilidad de lo verdadero y lo falso. De la experiencia ni siquiera se puede decir que sea, sino que la hay (o no) en determinadas circunstancias. Además, la experiencia no equivale a un tesoro escondido ni es algo a alcanzar (como la libertad después de la lucha) sino que existe (la hay) en el proceso mismo de la producción de sentido (como la libertad en la lucha). No se “tiene” una experiencia, sino que una experiencia se hace.
Si, como señalaba Benjamin en 1933, “se pudo constatar que las personas volvían mudas del campo de batalla. No enriquecidas, sino más pobres en cuanto a experiencia comunicable”, la devaluación de la experiencia se explica no en términos de verdad (de adecuación del enunciado a una determinada vivencia) sino en términos de capacidad o no de decir: mudo, el individuo no experimenta. Ciega a la verdad, la experiencia necesita de un acto de discurso para sostenerse como tal.
Además, el obstinado silencio de los ex combatientes de la guerra no es, para Benjamin, en modo alguno producto de sus horrores (como si hubiera un “más allá de lo decible”), sino más bien correlativo de un estado de la técnica, que ha puesto, precisamente, saberes en el lugar de la experiencia. “El reverso de esa pobreza es la sofocante riqueza de ideas que se dio entre la gente”, escribe Benjamin.
El nacimiento del “testimonio de masas”, para volver a la terminología de Wieviorka, coincide, paradójicamente, con un vacío de la experiencia. Si no hay experiencia no es por la superabundancia de testimonio sino todo lo contrario: porque la devaluación de la experiencia todavía no ha desembocado en el intento (tal vez desesperanzado, pero intento al fin) para llenar ese vacío. Como el propio Benjamin lo constataba: “lo que diez años después se derramó en la avalancha de libros sobre la guerra era todo, menos experiencia que mana de boca a oído”. Y no es que se llegue a una tal pobreza de experiencia como a la certeza de una falta, sino todo lo contrario: “Pobreza de la experiencia: no hay que entenderla como si los hombres añorasen una experiencia nueva”, escribe Benjamin. Esos “que lo han ‘devorado’ todo, ‘la cultura’ y ‘el hombre’, y están sobresaturados y cansados” (aquellos, podríamos decir hoy nosotros, que han sobrevivido a los sistemas de categorización de la imaginación humanista) lo que desean es liberarse de las vivencias, lo que desean es “un mundo entorno en el que puedan hacer que su pobreza, la externa y por último también la interna, cobre vigencia tan clara, tan limpiamente, que salga de ella algo decoroso”.
La experiencia no encuentra su posibilidad en la adecuación del discurso a la vivencia. De hecho, de acuerdo con el modelo de la fábula, se constituye en la falla de la verdad (en la verdad como ausencia o como resto), en un acto de discurso que restituye la unidad (perdida, para Benjamin) entre palabras y acciones, pero también entre voz y cuerpo:
Una generación que había ido a la escuela en tranvía tirado por caballos se encontró indefensa en un paisaje en el que todo salvo las nubes había cambiado, y en cuyo centro, en un campo de fuerzas de explosiones y corrientes destructoras, estaba el mínimo, quebradizo cuerpo humano.
Recuperar la experiencia, pues, supone al mismo tiempo un acto de despojamiento (de la viviencia como acto previo al discurso, de los seudosaberes que impone la cultura industrial en el lugar de la experiencia) y, también, un acto de encarnación.
El testimonio es el territorio, por lo tanto, de una ascesis y es por eso que Giorgio Agamben sostiene la necesidad de inventar una nueva ética (es decir: de señalar las limitaciones y las aporías de las éticas hasta ahora conocidas) precisamente a partir del testimonio, y declara que “considerará recompensado sus esfuerzos si, en el intento de identificar el lugar y el sujeto del testimonio, ha logrado por lo menos plantar aquí y allá algunos jalones que puedan orientar eventualmente a los cartógrafos de la nueva tierra ética”[143].
Editor de la obra de Benjamin y uno de sus más agudos intérpretes, no es casual que tampoco para Agamben lo decisivo del testimonio se juegue en el plano epistemológico (quanta de verdad) sino en el plano ético: la subjetividad se constituye (se hace y se deshace) en la experiencia radical de escritura que es el testimonio y no en la adecuación entre una vivencia y un texto que sería su mera transcripción.
No hay que buscar, entonces, en los postulados de la estética el fundamento de una analítica del testimonio sino, más bien, en el testimonio el fundamento ético de la poesía (de la poesía como actividad, no como producto). Agamben es explícito en este punto: “no son el poema y el canto los que pueden intervenir para salvar el imposible testimonio; es, al contrario, el testimonio lo que puede, si acaso, fundar la posibilidad del poema”[144] y por eso insiste, con una persistencia de monomaníaco o de profesor que teme que no se entienda bien lo que está diciendo (y razones no le faltaban para una sospecha semejante), en
que no hay un titular del testimonio, que hablar, testimoniar, significa entrar en un movimiento vertiginoso en el que algo se va a pique, se desubjetiva por completo y calla, y algo se subjetiva y habla sin tener –propiamente– nada que decir… Un movimiento, pues, en el que quien no dispone de palabras hace hablar al hablante y el que habla lleva en su misma palabra la imposibilidad de hablar, de manera que el mudo y el hablante, el no-hombre y el hombre entran, en el testimonio, en una zona de indeterminación en la que es imposible asignar la posición de sujeto, identificar la “sustancia soñada” del yo y, con ella, al verdadero testigo.[145]
La teoría de Agamben, que intenta liberarse de las dicotomías metafísicas de la imaginación humanista, hace del testimonio un espacio lacunar en el cual lo que se deja leer es una falla colosal, un hueco y una ausencia[146]. El testimonio no está del lado de la verdad, sino del lado de la experiencia. Y la experiencia no es previa al acto de discurso en el que se constituye (la narración), como tampoco puede ser previo el sujeto al proceso mismo de subjetivación y de desubjetivación (ascesis) del que paradójicamente depende. Por eso mismo, la fuerza pedagógica del testimonio no se resuelve en sede judicial, epistemológica o estética, sino en sede ética.
El ciclo del testimonio se articula así con el ciclo de la experiencia, el ciclo de la subjetividad y el ciclo de la imaginación. Hizo falta un larga reconfiguración de las relaciones de fuerzas entre formas de la imaginación para poder establecer el lugar del testimonio en el contexto de una pedagogía de la catástrofe. Como el propio Agamben ha señalado:
El testimonio no garantiza la verdad factual del enunciado custodiado en el archivo, sino la imposibilidad misma de que aquel sea archivado, su exterioridad, pues, con respecto al archivo, es decir, su necesaria sustracción –en cuanto existencia de una lengua– tanto a la memoria como al olvido.[147]
Por supuesto, a la hora de leer testimonios, habrá que escuchar sobre todo lo no dicho, porque no se trata de la verificación de las relaciones de adecuación del discurso respecto de tales o cuales vivencias, es decir, respecto de lo preconstruido, sino precisamente de la lectura del testimonio como el lugar de una transformación del “yo” (incluso cuando “yo” utiliza los fatigados y penosos rodeos del “se”): el testimonio como espacio de lo no construido.
¿Cómo sostener, para volver a la legítima pregunta de Wieviorka, una pedagogía de la catástrofe a partir de una masa de testimonios siempre creciente? En principio, sin perder de vista, como ha señalado Giorgio Agamben, que es mucho más difícil entender la mente de un hombre común que comprender la mente de Spinoza o de Dante[148]. En segundo término, serializando la pluralidad de voces y la inestabilidad de los sujetos de acuerdo con las formas de operar de la imaginación de la que actualmente participa el pacto pedagógico, todo lo que bloquearía de manera decisiva las ilusiones de totalitarismo discursivo. Y finalmente, teniendo en cuenta las bases de la crítica del testimonio
que había sentado ya en los albores de la década del setenta, en 1968, Ricardo Piglia[149]:
Exorcismo, narcisismo, en una autobiografía el Yo es todo el espectáculo. Nada alcanza a interrumpir esa zona sagrada de la subjetividad: alguien se cuenta su propia vida, objeto y sujeto de la narración, único narrador y único protagonista, el Yo parece ser también el único testigo.
Sin embargo, por el solo hecho de escribir, el autor prueba que no se habla solamente a sí mismo: si lo hiciera –señala R. Barthes– le bastaría una especie de nomenclatura espontánea de sus sentimientos, puesto que el lenguaje es inmediatamente su propio nombre. Obligado a traducir su vida en lenguaje, a elegir las palabras, ya no se trata de la experiencia vivida, sino de la comunicación de esa experiencia, y la lógica que estructura los hechos no es la de la sinceridad, sino la del lenguaje.
Aceptada esa ambigüedad es posible intentar la tarea de descifrar un texto autobiográfico: se trata, en definitiva, de rescatar las significaciones que una subjetividad ha dejado caer, ha iluminado en el acto de contarse: espejo y máscara, ese hombre habla de sí al hablar del mundo y a la vez nos muestra el mundo al hablar de sí mismo. Es preciso acorralar esas presencias tan esquivas en todos los rincones: saber que ciertos escamoteos, ciertos énfasis, ciertas traiciones del lenguaje son tan relevantes como la “confesión” más explícita.
Como ningún otro texto, la autobiografía necesita del lector para completar el círculo de su expresividad: cerrada en sí mismo esa subjetividad se ciega, es el lector quien rompe el monólogo, quien le otorga sentidos que no estaban visibles.
No se trata de dejarse anonadar por el subjetivismo (después de todo, una mera ilusión del discurso) ni de levantar las armas contra él, refugiándose en no se qué distancia hipotética de la tercera persona (después de todo, otra ilusión del discurso). De lo que se trata es de leer las lagunas, el no-lugar de la articulación en la que el testimonio tiene lugar[150].
Se trate de Los rubios, la ejemplar película documental de Albertina Carri (que no solo reduplica el yo, sino que además brinda testimonio de dos cosas bien distintas), o de Portarretratos, el extraordinario ciclo coordinado por María Moreno en el Canal de la Ciudad (donde el plural del título indica que la serie de doce programas funciona como una sucesión de marcos de un retrato mudo, precisamente el de María Moreno, que acompaña desde el ángulo superior derecho de la pantalla el discurso de aquellos a los que ha convocado para que, al decirse, digan lo que ella no puede decir sobre sí), lo que importa no es tanto la verdad de lo dicho sino la experiencia que se hace en cada uno de esos testimonios. Se trata solo del pase del testigo, aunque el testigo venga a decirnos que nada sabe y ni siquiera (o sobre todo) por qué se ha puesto a hablar ni en nombre de qué causa.
“Así considerado”, concluía Benjamin, cuyas palabras robo sin hacerlo responsable de mis propias conclusiones, “el narrador es admitido junto al maestro y al sabio”[151]. Y no porque los respectivos regímenes de verdad se correspondan, sino porque el régimen de experiencia del testigo (lo que Benjamin llama “narración” en “El narrador”) adquiere idéntico valor ético (si no mayor) que el del historiador o el pedagogo.