Solo si somos capaces de entrar en relación con la irrealidad y con lo inapropiable en cuanto tal, es posible apropiarse de la realidad y de lo positivo.
GIORGIO AGAMBEN
Nos han acostumbrado a pensar de acuerdo con determinados ritmos: fatalmente, después de Clases y de Fantasmas habrá otro libro. Sin embargo, lo que la cronología presenta según un orden armónico creciente (1, 2, 3) no debe entenderse necesariamente de ese modo (ordinales y cardinales no se identifican) y es muy probable que Clases sea solo una parte de Fantasmas (el primero no tiene por qué ser princeps ni conviene poner como razón de la serie la primera de sus manifestaciones). Clases, en su obsesión por los dispositivos de clasificación y sus efectos colaterales (la normalización, la determinación del Ser, en todo caso), presuponía el problema de las cualidades, porque en algún sentido clases y atributos (clasificación y cualificación) bailan la misma ronda tomados de la mano.
Que en Clases se dejara oír una oscura protesta en contra de esos dispositivos de normalización que la cultura lentamente ha amasado para nosotros (objetos de un dativo de interés) y que, al mismo tiempo, se planteara en ese libro una pregunta sobre la negatividad (¿en qué legalidad fundar alguna, cualquiera, negación del mundo?) ya implicaba una indagación de las armas que la imaginación nos ofrece para sostener aquella protesta (el lugar de lo imaginario en lo político, si se quiere) y de la posible articulación entre tipos de negación, universos temporales y formas de la imaginación (esa fuerza de arrastre). Clases (una teratología) interrogaba el límite y el poder. Fantasmas (una fantasmalogía) examina los umbrales y la potencia.
Se trata, pues, de la imaginación (y de la sociedad: sostengo la articulación no tanto como ironía –por supuesto, lo es–, sino más bien como capricho), del modo en que lo real rebota sin cesar en superficies no siempre planas para producir lo deforme o lo informe. En Clases se trataba de la luz y la mirada (Sebastiano, que entonces fue mi Virgilio en los infernales círculos de la teoría), en Fantasmas, del sonido y de sus ecos (es decir: de la voz y no el lenguaje), de la potencia del canto. Por eso esta vez son las sirenas mis terribles compañeras de escritura. Imaginación, imaginario: imágenes. He preferido abstenerme de la imaginería (tan ligada al dispositivo óptico) y, en cambio, usar las nociones de figura y de fantasma: no hace falta detenerse en la descripción de cómo se nos aparecen, sino en el discurso que sostienen (en su potencia).
Fantasmas tiene tres partes: la primera parte, “Método”, traza un mapa de imaginarios (o formas de la imaginación), teniendo en cuenta dos o tres variables. Esas fuerzas son solo cuatro (o cinco) y si no son más es porque metodológicamente nunca necesité ninguna otra. Al mismo tiempo, se intenta en esa primera parte definir esas peculiares unidades de una fantasmagoría: los fantasmas como entidades al mismo tiempo desclasificadas y calificadas, tal y como se deduce de la figura de las sirenas (ya desde su cambiante morfología[1]).
Como no podía ser de otro modo, además de textos literarios, a lo largo del libro se proponen lecturas de “imágenes” (películas y programas de televisión, preponderantemente, y con total prescindencia de la institución artística). La segunda parte, “Figuras”, examina algunas unidades fantasmáticas –el adentro (la familia) y el exterior (la ciudad como intemperie), hombres, mujeres, infancia, niños y niñas– y las coloca en relación con las fuerzas definidas previamente. Los animales (que deberían formar parte del mismo compuesto) ya habían encontrado su (no) lugar en Clases.
La tercera parte, “Nuevo Mundo”, sistematiza hipótesis de política cultural que en las páginas anteriores se insinúan. El enunciado fantasmático “hay guerra” se plantea, a veces, en contextos de intervención más bien graves y otras, en relación con trivialidades. Como las sirenas, los fantasmas están allí para la felicidad y para la muerte: la diversión es su potencia y, dirán algunos, su condena.
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Llamo fantasma a “una figura difícil de asir”:
Una figura que permanece sin interpelar, incluso más allá de la interpelación, no solo porque la interpelación nunca la alcanza, sino porque esta marca el propio límite de la interpelación. En la primera imagen, es la figura que debe vivir, dentro del lugar, en temor y temblor –en temor y temblor de la interpelación, porque sabe que la interpelación dice su muerte: el instante de la interpelación es también el instante donde esta cesa de existir–. La segunda imagen es la figura que llega absolutamente, sin considerar las expectativas, un visitante más que un invitado, un acontecimiento que podría o no podría producir temor y temblor, que podría o no podría producir interpelación, pero cuya condición de posibilidad, cuya inmanencia, es precisamente un desplazamiento desde la interpelación, un acceso a ella.
Estas dos imágenes son los dos lados, o más bien dos de los lados, de una figura que es muchas figuras, una figura que, precisamente, no será contada como una: la figura que yo llamaría el no-sujeto de lo político: no un extraño, ni un enemigo, ni siquiera un amigo; antes bien un no-amigo absoluto, una forma misteriosa e inquietante de presencia política, hasta el punto que esta mantiene, en y a través de su llegada, un resto duro, un resto de lo que siempre ha estado ahí, más allá de la sujeción, más allá de la comprensión, más allá de la compensación; forma ni siquiera obscena, ni siquiera abyecta, simplemente, una facticidad tenue más allá de la facticidad, un invisible punctum de materialidad ineluctable, intratable, siempre en el otro lado de la pertenencia, de cualquier pertenencia.[2]
El fantasma es el no-sujeto (y, por eso mismo, político), lo que queda como resto de la clase (o lo que estaba antes de la clase). La clase es el dispositivo de interpelación, el fantasma su resto (tenue facticidad, materialidad intratable más allá de la pertenencia). Como animales predatorios: la clase persigue; el fantasma espera. Las sirenas lo saben. En su reino “sembrado de cadáveres, huesos descarnados y pieles putrefactas: toda una advertencia”[3], aguardan a los visitantes que se acercarán a ellas en busca de un goce que no sabe su nombre. Dicho de otro modo: “La obra es la espera de la obra”, y “Solo en esa espera se concentra la atención impersonal” (Blanchot[4]).
El fantasma tiene su lógica[5], su historia[6], su ritmo (el ritornello). Historia, lógica y ritmo constituyen una política del fantasma (su lugar en relación con una teoría de la seducción, cuyas devastadoras consecuencias conviene hoy, como convino en Viena, seguir mirando con recelo). Dicho esto, toda otra escolástica fantasmológica sobra. Los fantasmas vienen aquí convocados en catatau, en malón, como pueblo de mestizos: unidades que atraviesan lo imaginario (figuras, movimientos, gestos, voces, lo que se quiera salvo imágenes fijadas, por la cultura, el arte o la civilización).
Los fantasmas tienen su potencia y esa potencia es una fuerza de desintegración. Si hay una potencia de de-ser en los fantasmas es porque estos se mueven en el desierto (o páramo) como a través de un espacio agujereado: son la pura potencia del ser (o del no ser), nunca un límite, siempre un umbral. El fantasma está siempre allí como señal de la inconfortabilidad de toda caverna, de cualquier casa, y de lo infinito del mundo.
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Nunca sabremos con certeza si Odiseo realmente quería volver a su palacio, o si por el contrario temía enfrentarse con la terrible tejedora, a la que debería informar de su entrega fatal a la seducción del mundo.
Apenas “se nos mostró la tierra patria, donde vimos a los que encendían fuego cerca del mar” (X: 28-31), el héroe fecundo en ardides se rindió al sueño (a las ensoñaciones), circunstancia que sus “amigos” y “camaradas” aprovecharon para abrir el odre repleto que Eolo había regalado a Odiseo, para mejor distribuir entre ellos el oro y la plata que creían merecer tanto como su capitán. Horrenda codicia: al desatar el cuero, los “amigos” liberaron los vientos, que arrastraron la nave, una vez más, lejos de la patria. La circunstancia no parece haber afligido demasiado a Odiseo (“me quedé en el barco y, cubriéndome, me acosté de nuevo”, X: 51). Los fatigados navegantes volvieron chez Eolo, que los sacó carpiendo (X: 72-74), pasaron por Telépilo de Lamos (X: 80-133), llegaron a Eea, la morada de “Circe, la de lindas trenzas, deidad poderosa, dotada de voz” (X: 135-140), donde los marineros se entregaron a la seducción de las “drogas perniciosas” (X: 233-236), cuyos secretos dominaba la solitaria cantante “de voz sonora” (X: 252-253).
Escudado en otro pharmacon, Odiseo decidió ir a rescatar a sus camaradas y, aconsejado por Hermes (X: 281-301), subió al “magnífico lecho de Circe” (X: 346-347), la dealer de los mares griegos que, ahora transformada en magnífica anfitriona, les exigió que la cortaran ya con el “copioso llanto” y la manía de traer “de continuo a la memoria la peregrinación molesta” (X: 456-465). Odiseo y sus amigos se dejaron seducir por Circe y se quedaron más de un año en su palacio (X: 466-468).
Pasado ese tiempo, vinieron los “fieles compañeros” (X: 471-474) a ver si se volvían de una vez por todas a la patria. Odiseo, una vez más, “se dejó persuadir” (X: 475) y después de un último “banquete”, subió “a la magnífica cama de Circe” (X: 480) y, entre una cosa y la otra, le dijo: “–¡Oh, Circe! Cumplime la promesa que me hiciste de mandarme a casa. Ya mi ánimo me incita a partir, y también el de los compañeros, que apuran mi corazón, rodeándome llorosos, cuando estás lejos” (X: 483-486). Ella, naturalmente, le contestó que no se quedara ni un segundo más de mala gana en su palacio, y lo mandó al infierno (X: 489-575).
Vuelta la turba de marineros, para sorpresa de Circe, del Hades (XII), “nuestro ánimo generoso se dejó persuadir” (XII: 28), celebraron un nuevo banquete y Odiseo recibió instrucciones de la diosa para sobrevivir al encantamiento de esos monstruos, las sirenas (XII: 37-54), y a otros tantos peligros marítimos en los que, por el momento, no hace falta detenerse.
Circe es tajante: para volver a casa hay que cuidarse del encantamiento del mundo, del poder irresistible de la seducción. Las sirenas, cuyo canto no promete sensualidad alguna, ofrecen puro (des) conocimiento (de sí)[7]:
¿Acaso las sirenas, como la costumbre nos ha intentado persuadir, eran únicamente las voces falsas que no había que oír, el engaño de la seducción a la que solo resistían los seres desleales y astutos?
Siempre ha existido en los hombres un esfuerzo poco noble por desacreditar a las Sirenas acusándolas simple y llanamente de mentira: mentirosas cuando cantaban, engañosas cuando suspiraban, ficticias cuando se las tocaba: inexistentes en todo, con una inexistencia pueril que el sentido común de Odiseo bastó para exterminar.[8]
Singular ofrecimiento, el canto no es más que la atracción del canto, y no promete al héroe más que la repetición de aquello que ya ha vivido, conocido, sufrido, pura y simplemente aquello que es él mismo. Promesa a la vez falaz y verídica. Miente, puesto que todos aquellos que se dejarán seducir y dirigirán sus navíos hacia las playas, no encontrarán más que la muerte. Pero dice la verdad, puesto que es a través de la muerte como el canto podrá elevarse y contar al infinito la aventura de los héroes. Y, sin embargo, este canto puro –tan puro que no dice otra cosa que su recelo insaciable– hay que renunciar a escucharlo, taponarse los oídos, atravesarlo como si se estuviera sordo, para continuar viviendo y poder así comenzar a cantar; o mejor aún, para que nazca el relato que no morirá nunca, hay que estar a la escucha, pero permanecer al pie del mástil, atado de pies y manos, vencer todo deseo mediante una astucia que se violenta a sí misma, sufrir todo sufrimiento permaneciendo en el umbral del atrayente abismo, y volverse a encontrar finalmente más allá del canto, como si se hubiera atravesado vivo la muerte.[9]
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Me limito a la tradición griega[10]. Ni Homero, ni Circe, ni Odiseo dicen nada sobre la morfología corporal de las sirenas (en griego antiguo Σειρήν Seirến, “encadenado”, seguramente inspirado en el sánscrito Kimera, “quimera”), porque lo único que de ellas importa es el canto[11] y porque, naturalmente, la época sabía que las sirenas eran mujeres-pájaro[12], aladas y con garras, sacerdotisas del mediodía, la hora de los fantasmas paganos, cuando el sol cenital borra las sombras y comienza a caer hacia la nada[13]. Las sirenas cantadas por Homero no tenían jerarquías, cantaban como ofrenda y su canto era un pliegue (como en Rilke, himno y elegía al mismo tiempo). A diferencia de las Musas (y de los serafines de los cielos católicos), el canto sirenaico[14] no constituye modelo alguno y está vacío de toda presencia (no representa, por lo tanto, nada o presenta, precisamente, la nada):
Las sirenas son la forma inasequible y prohibida de la voz atrayente. Ellas no son más que canto. Simple estela plateada sobre el mar, cresta de la ola, gruta abierta en los acantilados, playa de blancura inmaculada, ¿qué otra cosa pueden ser, en su ser mismo, sino la pura llamada, el grato vacío de la escucha, de la atención, de la invitación al descanso? Su música es todo lo contrario de un himno: ninguna presencia brilla en sus palabras inmortales; solo la promesa de un canto futuro recorre su melodía. Y seducen no tanto por lo que dejan oír, cuanto por lo que brilla en la lejanía de sus palabras, el porvenir de lo que están diciendo. Su fascinación no nace de su canto actual, sino de lo que promete que será ese canto. Ahora bien, lo que las sirenas prometen cantar a Odiseo es el pasado de sus propias hazañas, trasformadas para el futuro en poema: “Conocemos las penalidades, todas las penalidades que los dioses en los campos de Tróade infligieron a los pueblos de Argos y de Troya”.[15]
Las sirenas formaban parte de un culto preolímpico (ctónico), y por eso la tradición quiere que hayan sido vencidas en un certamen por las hijas de Zeus y la titana Mnemosine, las Musas (en la mitología, la poiesis vence sobre la potencia de la autoctonía). Apolodoro (Epitome, VII, 19) cuenta que Pisinoe (Parténope), Aglaope y Telxiepea, las tres sirenas hijas de Aqueloo y Melpómene, tocaban la cítara, cantaban y tocaban la flauta, respectivamente. Lo que triunfa en los certámenes olímpicos es el canto que provee de memoria, porque permite a sus oyentes olvidar los traumas de la vida (es decir, el goce), mientras que las sirenas ponen a sus oyentes frente a lo que ha dado en llamarse el saber en lo real, ese saber sobre el cual los oyentes nada quieren escuchar.
Después de ese torneo injusto (porque los dioses olímpicos no iban a considerar siquiera la posibilidad de la derrota de sus propias entenadas), las sirenas perdieron sus alas (con sus plumas hicieron las Musas sus coronas). En algunas tradiciones intentaron, también sin éxito, vencer a Orfeo en el terreno del canto (o robarle su lira)[16].
Condenadas a perder todos los combates (porque son el más allá de la interpelación), había en el canto de las sirenas algo defectuoso[17], como Blanchot ha notado en “El encuentro con lo imaginario”:
Las Sirenas: parece efectivamente que cantaban, pero de un modo que no satisfacía, que únicamente permitía oír en qué dirección se abrían las verdaderas fuentes y la verdadera dicha del canto. No obstante, con sus cantos imperfectos que solo eran un canto por venir, conducían al navegante hacia ese espacio en donde cantar comenzaría verdaderamente. Por consiguiente, no se equivocaban, conducían realmente a la meta. Pero, una vez alcanzado el lugar, ¿qué ocurría? ¿Cuál era ese lugar? Aquel donde ya solo quedaba desaparecer porque la música misma, en esa región de fuente y de origen, había desaparecido más rotundamente que en ningún otro lugar del mundo: mar donde, con los oídos cerrados, se hundían los seres vivos y donde las Sirenas –prueba de su buena voluntad– tuvieron también a su vez que desaparecer un día.
¿Cuál era la naturaleza del canto de las Sirenas?, ¿en qué consistía su defecto?, ¿por qué dicho defecto tornaba aquel tan poderoso? Algunos siempre respondieron: era un canto inhumano –un ruido natural sin duda (¿acaso hay otros?), pero al margen de la naturaleza, en cualquier caso ajeno al hombre, muy bajo, y que despertaba en este ese extremo placer de sucumbir que el hombre no puede satisfacer en las condiciones normales de la vida. Ahora bien, dicen otros, más extraño era el encantamiento: (…) tornaban el canto tan insólito que hacían nacer, en quien lo oía, la sospecha de la inhumanidad de todo canto humano (…), canto del abismo que, una vez oído, abría en cada palabra un abismo e invitaba poderosamente a desaparecer en este.[18]
Servio[19] las presenta como meretrices que hacían naufragar a los desprevenidos paseantes a los que seducían, hipótesis a la que Isidoro de Sevilla (últimamente propuesto como patrono de Internet) adhiere en 620:
A las sirenas, que eran tres, se las imagina con un cuerpo mitad doncella, mitad pájaro, dotadas de alas y uñas; una de ellas cantaba con su voz, otra con su flauta, y la tercera con la lira, con su canto atraían a los navegantes fascinados, que eran arrastrados al naufragio. Pero lo cierto es que fueron unas meretrices que llevaban a la ruina a quienes pasaban, y estos se veían después en la necesidad de simular que habían naufragado. Se dice que tenían alas y uñas, porque el amor vuela y causa heridas; y que vivían en las olas, porque precisamente las olas crearon a Venus.[20]
Se las asoció muchas veces con divinidades tales como las Musas[21] (Servio dice que Calíope fue su madre, pero es mentira), las Nereidas[22] (las cincuenta hijas de Nereo y Doris[23]) y, en menor medida, con los Tritones[24] (ya porque a veces se las describió con barbas[25], ya porque cantaban con voces masculinas).
Las primeras representaciones de las sirenas las muestran con garras y apariencia de buitre o aguilucho (siempre como criaturas hostiles). Para Higino tenían aspecto de gallináceas: “Tum ad Sirenas Melpomenes Musae et Acheloi filias venit, quae partem superiorem muliebrem habebant, inferiorem autem gallinaceam” (Fab. 125)[26].
Para algunos historiadores y comentaristas, las Sirenas eran hijas de Forcis, padre al mismo tiempo de las Gracias y de las Gorgonas, de donde la confusión en la genealogía y también en los atributos. En todo caso, hay una fuerza poderosa que relaciona a las sirenas con las Gracias y Flora (la ninfa melancólica de Boticelli):
Eurínome, madre de las Gracias, según el testimonio de Pausanias, poseía forma híbrida, de mujer hasta los muslos y el resto de pez. Esta figura, que es la que las Sirenas tienen a partir del siglo VI de nuestra era[27], y que parece haber sido adscrita alguna vez (nunca en la literatura) a las Nereidas y a los Tritónides, es propia solo de divinidades marinas masculinas, los Tritónides y Glauco; Eurínome es, pues, el único precedente casi seguro de esa figura híbrida en divinidad femenina, nada menos que en una imagen del culto y venerada en un templo famoso”.[28]
La serpiente del ritual al que Aby Warburg dedicará su atención paranoica es pariente muda de las sirenas clásicas. Quetzalcóatl, la serpiente emplumada de México, encarna el dualismo intolerable (memoria jurásica) entre el ave y el reptil. Sin llegar tan lejos en indentificaciones imaginarias[29], las sirenas chapotean en algunas lagunas y ríos de los Andes[30] y, naturalmente, en el Amazonas, donde se llaman yakurunas[31].
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El encuentro del antipático Odiseo[32] con las sirenas (Odisea, XII: 165-200) es suficientemente conocido y no es necesario glosarlo. Ha recibido, además, numerosas interpretaciones, muchas de las cuales contradicen el candor con el que Karl Marx supo alguna vez referirse a la seducción que sigue ejerciendo sobre nosotros la literatura griega: no es, como él pensaba, que lo griego constituyera la infancia de la humanidad (a la que no podemos mirar sin el candor del caso), sino que en los textos de la antigüedad sobreviven los fantasmas (con esa particular manera de hablar, repleta de usos figurados, tan característica de “lo griego”) que nos acosan y que interpelan nuestra propia actualidad (lo que se llama un “clásico” es esa potencia de futuro).
El comentario de Adorno, por ejemplo, ha sido esgrimido más de una vez como ejemplo de la actualidad de la Odisea:
El pensamiento de Odiseo, igualmente hostil a la propia muerte y a la propia felicidad (…), conoce solo dos posibilidades de escapar. Una es la que prescribe a sus compañeros: les tapa los oídos con cera y les ordena remar con todas sus energías. Quien quiera subsistir no debe prestar oídos a la seducción de lo irrevocable, y puede hacerlo solo en la medida en que no sea capaz de escucharla. De ello se ha encargado siempre la sociedad. Frescos y concentrados, los trabajadores deben mirar hacia delante y despreocuparse de lo que está a los costados. El impulso que los empuja a desviarse deben sublimarlo obstinadamente en esfuerzo adicional. De este modo se hacen prácticos. La otra posibilidad es la que elige el mismo Odiseo, el señor terrateniente, que hace trabajar a los demás para sí. Él oye, pero impotente, atado al mástil de la nave, y cuanto más fuerte resulta la seducción más fuerte se hace atar, lo mismo que más tarde también los burgueses se negarán la felicidad con tanta mayor tenacidad cuanto más se les acerca al incrementarse su poder. Lo que ha oído no tiene consecuencias para él; solo puede hacer señas con la cabeza para que lo desaten, pero ya es demasiado tarde: sus compañeros, que no oyen nada, conocen solo el peligro del canto y no su belleza, y lo dejan atado al mástil para salvarlo y salvarse con él. Reproducen con su propia vida la vida del opresor, que ya no puede salir de su papel social. Los lazos con los que se ha ligado irrevocablemente a la praxis mantienen, a su vez, a las sirenas lejos de la praxis: su seducción es convertida y neutralizada en mero objeto de contemplación, en arte [ihre Lockung wird zum bloßen Gegenstand der Kontemplation neutralisiert, zur Kunst][33].
Como se recordará, Adorno y Horkheimer leen el canto XII de la Odisea como una alegoría premonitoria (ahnungsvolle Allegorie) de la dialéctica de la Aufklärung. La contemplación desinteresada solo ha podido existir como tal porque es la cara que dialécticamente se opone a la apropiación interesada. Odiseo, en esa perspectiva, puede aparecer como espectador desinteresado del canto de las sirenas porque sabe muy bien lo que le interesa: el dominio de lo natural y el dominio sobre los demás hombres (aunque sea discutible, el razonamiento es tan límpido que puede aceptarse provisoriamente).
Pero las sirenas no son naturales ni tampoco sociales. Es más: el canto de las sirenas viene de un más allá que no conviene identificar totalmente con “lo imaginario”. No están ni en lo Real (lo Natural) ni en lo Imaginario (los delirios narcisistas de identificación) ni en lo Simbólico (la estructura social entendida como sistema de clasificación o como dispositivo de interpelación): son monstruos[34]. La modernidad normalizadora y clasificadora (la modernidad Ghostbuster, podría decirse) no pudo lidiar con alegría con ese “entre-lugar” de lo imaginario, por lo que procedió a tapar ese nido de fantasmas o a despoblarlo[35].
¿De dónde viene ese odio o pánico a lo imaginario, a las fantasmagorías, imágenes, figuras? Tal vez de la convicción de que la unidad imaginaria está en el lugar de otra cosa, “la cosa” (Das Ding). Lo imaginario, en esas perspectivas, responde a la lógica de la representación. Es lo que se deja leer en el fragmento de la Dialéctica: las figuras de los guerreros (Odiseo y sus muchachos, esa banda de bribones que no titubearon en intentar robar a su capitán en cuanto lo vieron dormido) aparecen en el lugar de obreros y patrones; la lógica que domina la relación entre ellos (contra todo lo que la Odisea señala) se interpreta en términos de dominio (político) y de explotación (económica). La figura del arte aparece (por una pirueta de prestidigitador de montaña) en el lugar de lo imaginario, solo que despojado de su potencia (que es una potencia de muerte y de felicidad), etcétera.
Pero no es el dominio (el poder) el tema que el fragmento homérico problematiza, sino la “seducción de lo irevocable” (la potencia) y los medios para sustraerse a ella. La Dialéctica (y aquí dialéctica significa tanto el título de un libro como un método) analiza un dispositivo fatal de seducción y encantamiento, sostenido en figuras o fantasmas (monstruos, inclasificables o desclasificados)[36] que, ahora sí, no puede sino definir, atravesándolo, lo imaginario. La seducción es, pues, su lógica[37]. Dicho de otro modo: la capacidad de seducción (y no otra cosa) constituye la potencia de lo imaginario y eso lo sabe desde la cantante solitaria de bonita trenza que solo es capaz de someter a los que la visitan poniéndoles alguna droga en la bebida, hasta la Dialéctica, que una vez constatada la potencia irrevocable de lo imaginario, se precipita no tanto a la contemplación interesada de esos fantasmas potentes (o de la potencia de esos fantasmas) sino a analizar los procesos de depuración (Entzauberung) o vías de sustracción a la seducción de las fantasmagorías: los trabajadores son llevados a la sordera (“de este modo, se hacen prácticos”) y los patrones (terratenientes, burgueses) son llevados al esteticismo (de este modo, se hacen coleccionistas).
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El esteticismo separa y jerarquiza. Al hacerlo, asigna y desasigna propiedades: el arte, dominado por la fuerza de la seducción (pero sin la potencia de muerte o de felicidad de las fantasmagorías) sería el límite exterior del pensamiento, apenas su demostración.
Pero hay un más allá de la Dialéctica donde las relaciones aparecen de otro modo y lo que era un límite de hierro (una interdicción) se transforma en un umbral, la espuma de las olas:
Tan pronto como se lo mira, el rostro de la ley se da media vuelta y entra en la sombra; en cuanto uno quiere oír sus palabras, no consigue oír más que un canto que no es otra cosa que la mortal promesa de un canto futuro.[38]
El canto de las sirenas es “pura llamada”, “el grato vacío de la escucha”, la indiferencia entre interior y exterior, entre el ser y la nada, entre llamada y relato[39], entre creencia y deseo, entre fuga y encierro: un umbral de seducción, nunca un límite de comprensión.
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Kafka no pensaba como Adorno y Horkheimer. En “El silencio de las sirenas”, leemos:
Prueba de que también medios insuficientes y hasta pueriles pueden servir para la salvación:
Para guardarse de las sirenas, Odiseo se tapó los oídos con cera y se hizo encadenar al mástil. Algo semejante podrían, naturalmente, haber hecho desde tiempo antiguo los viajeros, con excepción de aquellos a quienes las sirenas atraían desde lejos, pero en el mundo entero se reconocía que ese recurso no podía servir para nada. El canto de las sirenas lo traspasaba todo, y la pasión de los seducidos habría hecho saltar prisiones más fuertes que mástiles y cadenas. Pero Odiseo no pensó en ello, si bien quizá algo habría llegado ya a sus oídos. Confiaba por completo en los trocitos de cera y en la atadura de las cadenas y con la inocente alegría que le ocasionaba su estratagema marchó al encuentro de las sirenas.
Pero estas tienen un arma más terrible aún que el canto: su silencio. Aunque no ha sucedido, es quizá imaginable la posibilidad de que alguien se haya salvado de su canto, pero de su silencio ciertamente no. Ningún poder terreno puede resistir a la soberbia arrolladora generada por el sentimiento de haberlas vencido con las propias fuerzas.
Y, en efecto, al llegar Odiseo, no cantaron las cantantes poderosas; fuera porque creyesen que a aquel adversario solo podía vencérselo con el silencio, o porque la contemplación de la felicidad reflejada en el rostro de Odiseo, que no pensaba sino en cera y cadenas, les hiciera olvidar todo canto.
Pero Odiseo, para expresarlo así, no oía su silencio, creía que cantaban y que solo él se hallaba exento de oírlas. Fugazmente vio primero las curvas de sus cuellos, la respiración profunda, los ojos arrasados en lágrimas, los labios entreabiertos, pero creyó que esto pertenecía a las melodías que se alzaban, inaudibles, en torno de él. Mas pronto todo se deslizó fuera del campo de sus miradas puestas en la lejanía, las sirenas desaparecieron ante su resolución, y, precisamente cuando más próximo estaba, ya no supo de esos seres nada más.
Ellas, empero –más hermosas que nunca–, se erguían y contoneaban, las chorreantes cabelleras ondulando libremente al viento y las garras abiertas sobre las rocas. No querían ya seducir, sino solo apresar, mientras fuese posible, el fulgor de los grandes ojos de Odiseo.
De haber tenido conciencia, las sirenas habrían sido destruidas aquel día. Pero allí quedaron y solo ocurrió que Odiseo escapó de entre sus manos.
Aquí, por lo demás, se transmitió un agregado. Se dice que Odiseo era tan rico en astucias, y tan zorruno, que las mismas deidades del destino no podían penetrar en lo más íntimo de su fuero interno. Aunque ello no sea ya concebible para el entendimiento humano, quizá notó realmente que las sirenas callaron, y opuso a sirenas y dioses, en cierta manera como escudo, el simulacro mencionado más arriba.[40]
Kafka sospechaba que si Odiseo era (es) fecundo en ardides, admirable y odioso al mismo tiempo, no podía serlo por la estupidez (kindische Mittel) de haberse tapado con cera los oídos y los de sus remeros[41]. Si ese método de resistencia a la seducción hubiera servido para algo, ya lo habrían aplicado otros viajeros. Inútilmente, porque el canto de las sirenas lo traspasaba todo. “En eso, sin embargo, no pensó Odiseo, aunque a lo mejor había oído algo”. Con certeza, podríamos decir, dada la irresistible capacidad del inventor del “presente griego” para aceptar todos los regalos (caramelos del engaño que hemos enseñado a nuestros hijos a rechazar con énfasis), a su natural tendencia a entregarse a todas las ensoñaciones, y a escuchar cuanto canto seductor (el de los camaradas, el de la dealer solitaria) o consejo divino se le cruzara en el camino: si en todo el mundo antiguo hubo alguien sensible a las habladurías y a las cosas dichas, ese sin dudas fue Odiseo.
El señalamiento de Kafka es de capital importancia porque asocia la sordera, la seducción, la audición y la cultura (la transmisión oral) y nos lleva a pensar en el papel que las fantasmagorías cumplen en relación con la memoria y la cultura, en la articulación entre pasado y presente. Odiseo no pensó, sin embargo (como no pensarán, luego, las sirenas). La relación de seducción está en un más allá del pensamiento o es otra forma de pensamiento. Se sale de los límites de la cultura (esos límites que, lo sabemos, son la locura y la ciencia), a los que toca por fuera (punto de juntura, etcétera).
Por no haber pensado, Odiseo se aferra a sus medios pueriles, “mediecitos” (Mittelchen), con alegría inocente (unschuldiger Freude). Hasta aquí, Kafka presenta a Odiseo como un tarado que pretende vencer a las poderosas cantantes, por consejo de una hechicera despechada, con taponcitos de cera: ¡pero ese canto lo atraviesa todo! ¿Por qué habrían de ser temibles, de otro modo, las sirenas? Kafka se ríe de la tecnofilia y desprecia la posibilidad de que a la potencia de seducción de lo irrevocable podamos oponer una técnica, un paredro de la ciencia o un ardid de la razón (porque eso implicaría caer en las mismas aporías de la razón instrumental[42]).
Supongamos, dice Kafka, que alguien haya sido capaz de salvarse de la seducción del canto. Sea. Pero las sirenas tienen un arma todavía más poderosa: el silencio. Y de eso, de la seducción del vacío, de la seducción de la nada, no se salva nadie. No es que las fantasmagorías chillen en ese “entre-lugar”, entre Naturaleza y Cultura, que les reconocemos. La potencia de esos monstruos es diferente de la espera de la tejedora patriótica o de la generosidad de la cantante embriagadora, porque está en otra parte sin estar en ninguna. Y esos monstruos, las sirenas, no están en el lugar de algo, de otra cosa, de la Cosa (el tejido matrimonial o las altas camas). Lo más terrible es que están en el lugar de nada, la nada es su lugar, son nada, lo que queda confirmado en su silencio.
Ahora bien, ¿por qué no cantaron las sirenas? Habría dos respuestas posibles. O porque quisieron usar un arma todavía más poderosa (eine noch schrecklichere Waffe), el silencio, contra ese soberbio tecnócrata que pensaba que podía resistir (¡tan luego él, víctima de cuanto canto, risa o demanda se le cruzó por el camino!) a la seducción de lo irrevocable (hipótesis dialéctica), o porque quedaron estupefactas ante la estupidez tecnofílica de Odiseo: se olvidaron de cantar (hipótesis pop, que liga bien con “Josefina, la cantante”).
Lo que sucede, entonces, es que el canto encanta. Y el silencio más todavía. El canto es autónomo del sujeto. No es una producción de la conciencia sino que a seducirla se dirige, como las ondas mnemónicas de Aby Warburg (que también osciló entre la ciencia, la cultura y la locura) o las ondas de implantación del mito de Roland Barthes[43]. El Odiseo de Kafka está totalmente perdido: es insensible al canto (al goce ilimitado de los monstruos, a diese gewaltigen Sängerinnen, esas cantantes poderosas) pero también al vacío de habla, al silencio, a los terremotos (y al satori).
Por eso las sirenas callan: se olvidan de cantar y a punto están incluso ya de no gozar (no habiendo seducción posible, ¿por qué habría de haber goce?). No es, en esta perspectiva, que los remeros se vuelvan prácticos; es Odiseo el que se vuelve práctico y arrastra a los demás consigo. Y es esa practicidad, ese pragmatismo, ese considerarse más allá (como quien dijera, de vuelta) del silencio implacable, lo que enmudece a las atónitas sirenas: “¿A estos tarados que lo confunden todo, que creen que chillamos cuando en verdad callamos, deberíamos, se supone, seducir?”.
Odiseo, si hay que creerle a Kafka, no oye el silencio de las sirenas y cree que cantan, y cree que él ha triunfado sobre el canto de las sirenas, que el proceso de salvación se ha cumplido gracias a esas tecnologías de zorrito (fecundo en ardides) recomendadas por la zorra, “divina entre las diosas” (O, X: 503), gracias a una pequeña astucia de la razón, gracias a la transmisión de una experiencia (imposible). Si las sirenas hubieran tenido conciencia, habrían sido exterminadas (sie wären damals vernichtet worden[44]). Si Odiseo hubiera pensado, jamás habría acatado la recomendación de la hechicera. Por fortuna, las sirenas son solo fantasmas y, como tales, sobreviven a todas los taponcitos y las cadenitas (lo que podríamos identificar, sin miedo a equivocarnos, con “cultura”) y, por desgracia, Odiseo es el héroe que nos regala el presente griego de la mistificación que supone identificar fantasmagoría (seducción) y cultura (normalización), uno de cuyos elementos, pero solo uno, es el esteticismo burgués (la pretendida autonomía del arte).
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Hay una coda, claro, que vuelve sobre la astucia de Odiseo: él habría notado, propone Kafka, que las sirenas callaban (y que callaban para él, que lo habían abandonado, que habían renunciado a seducirlo y ya solo querían interceptar su mirada, “mientras fuese posible”). Humillado en su “soberbia arrolladora”, sabiendo que no había sido transformado ni por el canto ni por el silencio (porque no había habido seducción, y él no merecía que la hubiera), urdió un simulacro para hacer creer (a las sirenas y a los dioses) que había vencido “con sus propias fuerzas”. Opuso al instante de vacilación de su conciencia y de la fantasmagoría (que, si hubiera sido otra cosa que el punto de juntura entre la res cogitans y la res extensa, habría sido aniquilada de tristeza) un trazo de cultura (de memoria) nuevo: el héroe es capaz de triunfar sobre la seducción de los monstruos.
Hay, en efecto, un conflicto, un combate entre los hombres y los monstruos. Están, esos todavía-no-cadáveres (morituri perpetuos), en lugar de nada, en un umbral entre naturaleza y cultura. Hay un conflicto entre dominio y seducción. La seducción es la seducción de la muerte, del vacío, del silencio, de la nada. La fuerza de seducción de los fantasmas es real (el goce) y su potencia, ilimitada.
Más penoso que haber abandonado a los fantasmas a su suerte (que ya ni callando consiguen lo que quieren de los tarados que se les aproximan) es todavía el simulacro, la adulteración narrativa de la que Kafka culpa a Odiseo al final de su relato: haber decidido el “entre-lugar” de la fantasmagoría en favor del mito y la cultura, haberse condenado a salvarse de una seducción que nunca sucedió realmente, haberse puesto en el lugar de la pequeña astucia de la razón para mejor preparar su regreso a la cápsula patriótica, a los cultivos nativos, al tejido…
Odiseo, lo quiera o no, no puede sino volver a su casa y a sus medios pueriles de supervivencia. Nosotros, tal vez, “podemos preferir el señuelo al duelo, o al menos podemos reconocer que hay un tiempo del señuelo”[45].
General Rodríguez, diciembre de 2008