¿Se puede pensar en términos de “la era de la intimidad”, “el giro autobiográfico” y otras fórmulas de moda? ¿No es, toda intimidad, en última instancia, puramente imaginaria y por lo tanto completamente exterior al “yo”?
Siempre me ha resultado particularmente complejo el pronombre “yo”, sobre todo cuando tengo que articularlo con el verbo “ser”, y muchas veces he preferido exponer “mi intimidad” en tercera persona.
*
LO MÁS ÍNTIMO DE MÍ
En las papeletas de los departamentos de inmigración no le importa tanto la verdad de su identidad profesional y contesta siempre esa pregunta según el humor del momento (ha escrito “investigador”, “historiador”, “crítico cultural”, “artista”, “estudiante”, “editor”, “maestro”, “periodista”, “docente”, “trabajador de la cultura” –fue una resolución grupal– y hasta “esquiador” –después de todo, aquel viaje tenía ese propósito).
Esa repugnancia a declararse (o incapacidad para reconocerse) siempre el mismo ante la burocracia migratoria es índice del vago malestar que le provocan los casilleros en blanco. “¿Qué derechos se reconocen los Estados para andar haciéndome preguntas tan íntimas?”, se dice cada vez. Y también: “¿Dónde tendría que detener la especificación?”. Porque no sería mentir a la verdad escribir “teórico de la literatura” o “poeta malo” o “semiólogo” o “crítico de novedades bibliográficas” o “historiador de la literatura del siglo XX” o “investigador especializado en postestructuralismo” (más allá de la pedantería de esas designaciones) si es verdad que a eso se dedica o se ha dedicado, razona.
Pero esta segunda pregunta adquirió su verdadero dramatismo en relación con otras tecnologías del yo (con otros géneros asociados a la profesión, al nombre propio y la vida madura): la solapa de libro o la credencial en los programas de televisión, por ejemplo. Entonces tuvo realmente que decidir su identidad profesional, lo más íntimo de sí. Y comenzó a decirse –para incredulidad y escarnio de los otros– “catedrático y escritor”, dos bellas y envejecidas palabras que describían a la perfección y sin error su vida entera (pasada, presente y futura). Aunque sus amigos le sugirieron “profesor” porque era más modesto, él prefirió “catedrático” porque de ese modo definía con la mayor exactitud sus espacios de intervención pública (la cátedra y la escritura).
“¿Se entenderá?, ¿Se entiende lo que digo?”, piensa. Y con lo que piensa, lo más íntimo de sí, hace frases. ¿Se entiende lo que digo? Hago frases con lo que pienso, lo más íntimo de mí.
*
Los psicoanalistas saben que la intimidad es aquello a lo que hay que renunciar, so pena de quedar presos de una telaraña neurótica. La literatura, así, no sería tanto algo que se vuelca (más, o menos) hacia lo íntimo, sino un éxtimo, la extimidad en su forma más aguda o más disparatada, y eso por su propia lógica de inscripción y aun (si se quiere) por su presupuesto destino: una comunidad de quienes han declinado la propiedad del “yo”.
La literatura es aquello que comienza cuando “yo” cesa de parlotear (no importa cuántas veces se usen las máscaras del “ego”). El horizonte ideológico y vivencial de los “autores” (literarios, cibernéticos, lo que fuere) queda disuelto por el procedimiento (el método), lo cual, una vez más, nos lleva a una de las grandes utopías de la vanguardia: la desaparición del sujeto (que tanto escandalizaba, en su momento, a Sartre, y contra la que se rebelaba Adorno, por citar dos nombres bien dispares). Una vez que esa aniquilación de la conciencia se ha producido (irremediablemente) no habría modo de sostener dialéctica alguna entre el “interior” y el “exterior” de la conciencia (es decir: cualquier dialéctica entre lo público y lo privado).
No es que esto suceda “ahora”, y antes no –ahí están esos impresionantes monumentos como los Diarios de Kafka, la Recherche proustiana o Una excursión a los indios ranqueles de Lucio V. Mansilla (cronista decimonónico) para demostrar lo contrario. Lo que sucede ahora es el dramatismo de la operación: no hay “yo” que pueda sostener “yo no soy eso”: “yo” no soy, por ejemplo, ese listado de palabras combinadas mecánicamente por los buscadores de Internet. Precisamente, “yo” (en la medida en que “yo” es esto que escribo) soy solo un efecto y una experiencia de discurso. Más allá del asombro que “yo” mismo pueda sentir cuando investiga los motores de búsqueda en Internet para saber qué palabras se relacionan con un nombre (o precisamente por eso), algo me liga con los huérfanos y los orfanatos, con las miniaturas y las instrucciones (algunas de esas palabras que se asocian con mi nombre). ¿Qué será? No lo sé, pero intuyo que en esos disturbios que desmoronan lo que sé de mí, me siento interpelado. Lo que sé es el lugar que los huérfanos han tenido, históricamente, en mi vida afectiva, pero no entiendo cómo eso se deja leer tan transparentemente en un “texto” generado por un buscador, y no hay teoría psicoanalítica que sirva en este punto.
Aunque “yo” pretenda ser exterior a ese universo de relaciones, en el fondo no lo es. Puedo ser pesimista al respecto y decir que nada tiene sentido (ya todo ha sido escrito en un libro infinito, la conciencia ha sido aniquilada, etcétera). La mayoría de las veces adopto ese punto de vista. Pero, a veces, como un paranoico, corro tras el sentido y entonces prefiero pensar el modo en que “yo” (como efecto o experiencia de discurso) encaja o no con una fantasmagoría, esta o aquella (en todo caso, un listado de palabras, sustantivos y adjetivos).
*
¿Por qué, sin embargo, se escucha tanto “yo” en la literatura que leemos (en su tradicional formato libresco o en su moderno formato digital)? Cuando leo “yo” (cuando “yo” leo), lo que se lee son referencias a un mundo concreto (existente o no). Esa voracidad por lo concreto es lo que resulta llamativo. Como quien dijera que lo que en este momento nos atraviesa es la necesidad de inscribir el propio cuerpo en relación con todo lo que existe (porque la voracidad por lo concreto es correlativa al terror a la desaparición).
Además, estas equívocas textualidades del yo que merodeamos no reclaman “comentarios”, sino procesos de diferenciación e identificación (diferentificación): como quien dijera, luego de que ha leído, “a veces hay días así”, o “las desgracias nunca vienen solas”, o “cuánta entereza hace falta para…”. De modo que se podría trabajar con la hipótesis de que hay una distancia entre procesos de diferentificación y comentarios, que no son concurrentes en relación con las operaciones que involucran pero, sobre todo, no lo son en relación con el uso de lo escrito que suponen ni las distancias respecto del “yo” que plantean.
¿Por qué comentar lo que otro escribe, como sucede en esas deshilvanadas producciones novelescas llamadas blogs (no lo que hace la crítica, sino comentarlo, lato sensu)? Volvemos al punto de partida: se trata de inscribir el propio cuerpo en relación con todo lo que existe. También esa parece ser una buena definición de la lectura: el comentario sobre lo que los demás escriben. Como si uno pudiera engancharse en un pormenor determinado (en fin, ya ha sido dicho: en un significante de una cadena) para continuar el relato (la argumentación, el poema) en una dirección imprevista, en una comunidad (imposible) de experimentantes.
*
Confieso que confieso. Y cuando lo hago, la mayoría de las veces solo estoy tratando de recuperar una sensación (un bloque de sensaciones). Cuando “confieso” mi “intimidad”, invento, imagino. Lo mismo hace María Moreno (una de las maestras en el arte de confundir al lector). En su libro Banco a la sombra[121] presenta como testimonios de viajes la descripción de episodios en lugares en los que nunca ha estado. Eso no le quita fuerza de verdad al discurso: no hace falta que María Moreno haya viajado a Venecia (donde el sujeto existencial que asociamos a ese seudónimo o nom de guerre nunca estuvo) para que nosotros compartamos la verdad del fantasma de una mujer que come una papa ensartada en una birome, mientras llora. Lo que importa no es tanto el “ego sum”, sino el “ego cum”, nos recuerda Jean-Luc Nancy: “He preferido”, recopila, “venir a concentrar el trabajo en torno al ‘con’: casi indiscernible del ‘co-’ de la comunidad”[122].
“El co- está intrincado en el ex-: nada existe sino con en tanto que nada existe sino ex nihilo”[123], insiste Nancy. “Todo ego sum es un ego cum (o mecum, o nobiscum)”, “‘Existencia común’ es un pleonasmo”, incluso
La comunidad no se le añade al existente. Este no tiene su propia consistencia y subsistencia a partir de sí mismo: sino que las tiene como compartir de la comunidad. Esta (que no es tampoco nada subsistente de por sí, que es el contacto, el codearse, la porosidad, la ósmosis, el frotamiento, la atracción y la repulsión, etc.) es consustancial al existente.[124]
Massimo Cacciari, el extravagante alcalde de Venecia (esa ciudad en la que María Moreno nunca estuvo), ha retomado las ideas de Nancy:
En su singularidad el Ultrahombre no posee nada –ninguna identidad, entonces. Su “articulación” es abierta, hospitalaria, su esencia es co-esencia (ego sum = ego cum)[125] en el sentido, diría, de la com-posibilidad. El Ultrahombre expresa la idea de una dimensión libre del juego de las determinaciones, donde los posibles se participan justamente en el custodiar su distinción. Ninguna comunidad “obligada”, fundada sobre idola insuperables sino comunidad de aquellos “que aman únicamente separase, alejarse”, “comunidad de los que no tienen comunidad” (…). Una comunidad de “amistades estelares” (…). Ultrahombre es “el que” será capaz de esto, los declinantes, los que ya lo “agitan” en sí. Solo declinando toda identidad fija, toda individualidad egoísta, es pensable tal amistad estelar.[126]
Lo que se deja leer en la literatura actual, en los textos que amamos, es un anuncio de esa amistad estelar en la cual “yo” nunca es “yo” pero nosotros somos todos y ninguno. Con gran ligereza, nos hemos acostumbrado a asociar el “yo” al testimonio y hemos asimilado la vivencia y la experiencia, como si se tratara de lo mismo. Tal vez ha llegado la hora de decir no una vez más que “yo es otro” sino que “otro es yo”.