El primer ser humano que se encontró con una manzana, ¿se la comió porque le pareció agradable a los sentidos? ¿O porque la juzgó una fuente adecuada de nutrientes? ¿O simplemente se la comió sin pararse a pensar en el porqué?
Si entendemos los criterios estéticos como modos de valorar la realidad a través de la información que obtenemos desde nuestros sentidos, podemos afirmar que el reino animal entero aplica estos criterios en sus decisiones cotidianas, ya sean o no conscientes.
¿Podemos decir que un alimento es bello? Un paseo por las salas de cualquier museo que albergue bodegones nos revela que muchos artistas han respondido con un Sí rotundo. ¿Son bellos el manojo de limones, el racimo de manzanas, el apio y las zanahorias en el Bodegón de caza, hortalizas y frutas de Juan Sánchez Cotán?
Del mismo modo, ¿son bellos un plato de spaghetti a la boloñesa, una paella de verduras? ¿Podemos afirmar que poseen cualidades estéticas?
Juan Sánchez Cotán, Bodegón de caza, hortalizas y frutas, óleo sobre lienzo, 68 × 89 cm, firmado: 1602. © Album.
Son preguntas que nos habremos hecho pocas veces, y sin embargo estamos acostumbrados a las tendencias de la nouvelle cuisine, de los grandes chefs* que a veces parecen más preocupados por saciar nuestra vista que nuestros estómagos. Quizás la sociedad no lo considere como arte, pero el precio que se debe pagar para degustar un menú en ciertos restaurantes estrella es muy superior al de asistir a un concierto de Bach en el auditórium de nuestra ciudad. Y la presentación del plato, la estética meramente visual, juega un importante papel.
Sin embargo, no sólo por la vista entra la belleza; la sensibilidad estética japonesa, por ejemplo, aprecia la disposición de los alimentos, que no se sirven sucesivamente en un orden determinado, sino todos al mismo tiempo sobre la mesa. Ello permitirá al comensal elaborar su propia combinación de experiencias gustativas que exalten los sabores, y proporcionen placer estético al que los disfruta. Efectivamente, hay filósofos que defienden el gusto como un sentido estético; de hecho, del que sabe apreciar la belleza se dice que posee gusto, y bien sabemos que las recetas existen para algo, que hay sabores que casan bien, y otros que están destinados al divorcio. ¿Podríamos considerar una cena como una sinfonía, y las recetas como partituras a interpretar?
Ya hablamos de la importancia del sabor de los alimentos en los procesos culinarios, y de cómo, a lo largo de la historia y con la posible salvedad del tiempo presente, hemos cocinado los alimentos para darles un sabor que nos resulte agradable, placentero... ¿estético? Brillat-Savarin, en el siglo XIX, defendía la experiencia del gourmet como experiencia estética, que permite una actitud contemplativa, reflexiva, análoga a la experimentada ante un estímulo visual.
Pese a que el comer tiene un evidente valor práctico, muchas veces no comemos por hambre, sino por gusto. Pese a que la cantidad de cafeína presente en una taza de café pueda ser idéntica en un espresso bien cargado o un café americano, cualquier napolitano desdeñará el segundo por criterios que podemos llamar estéticos. De hecho, la afirmación de que la cocina es un arte será coreada prácticamente al unísono en culturas cuyo orgullo gastronómico es muy fuerte, como es el caso de Italia.
Pensemos en los sumilleres o sommeliers, catadores de vino profesionales cuya formación conduce a desarrollar una capacidad de discriminación estética del vino, que se extiende a todo el protocolo que rodea su consumo —desde su almacenamiento y servicio, hasta su combinación con los alimentos adecuados—. ¿Podemos considerar el ejercicio de tal profesión como arte? ¿Acaso no se educa el paladar al igual que se educa el gusto por la pintura o la poesía?
De hecho, ni la pintura ni la poesía han despreciado la comida como digna protagonista de sus obras, lo que confirmaría que puede ser apreciada en modo estético. Pero no sólo eso; no sólo se escribe poesía sobre ella (es el caso de algunas de las Odas de Neruda dedicadas a sujetos vegetales como la cebolla o la manzana), sino que se compara ella misma a estilos literarios. Mientras existan aficionados a la cocina que concuerden con la afirmación de que «El trigo, la carne, el arroz y el pescado son la prosa de la alimentación, las hierbas y las especias son su poesía», ¿cómo negar que el vegetal cocinado puede apreciarse desde un punto de vista estético?
La conexión entre la construcción y la estética es mucho más sencilla e inmediata que la de ésta con los alimentos; la arquitectura, al fin y al cabo, se considera una actividad con un importante componente artístico. Como es natural, la estética de los materiales empleados es un factor importante a la hora de realizar cualquier elección.
La arquitectura es una de las disciplinas que se tambalean en el borde entre el «arte por amor al arte», y la creación de obras funcionales que organicen el espacio en que vive una sociedad. El hecho de que un edificio sea o no estéticamente agradable no es un factor baladí: a igual «funcionalidad», en general pagaremos más por tener una casa bonita. Del mismo modo, el turista vagabundeará más asiduamente por aquellas zonas que ofrezcan una mayor satisfacción estética —y seguramente pagará más por el placer de sentarse en una cafetería estratégicamente situada en una plaza con vistas a una catedral, aunque el café sea igual o peor del que sorbería en una callejuela periférica con edificios poco agraciados.
Páginas atrás mencionamos el Japón, y el particular conjunto de características que se aprecian estéticamente en sus construcciones tradicionales: la fugacidad, lo efímero de la realidad. Se trata de un caso interesante, no sólo debido al extenso uso de materiales vegetales, sino por el importante papel que juegan los criterios de belleza en un sinfín de esferas de la vida cotidiana. Si tomamos como ejemplo la arquitectura en las casas de campo tradicionales (minka), además del aspecto de la madera, también se valoran detalles como la curvatura del tronco usado para preparar una viga, que ya no será recta sino suavemente combada como lo fue el árbol de donde salió. Del mismo modo, el amor de la estética japonesa por las vistas ocultas, incompletas, no se refleja únicamente en los poemas escritos a las nubes que ocultan la luna, sino que también aparece en la concepción de las persianas de bambú, los paneles de papel shōji, etc.
La costumbre de vestir nuestras casas y edificios con tejidos, desde cortinas y alfombras hasta tapicerías de sofás y revestimientos de paredes, dirige nuestros pasos hacia las telas: si las miramos con criterios estéticos, ¿qué podemos decir de ellas?
No hay duda de que muchos productos textiles se consideran bellos, verdaderas obras de arte; lo reconoce incluso el mundo del arte occidental, el aparato museístico encargado de confinar las «obras de arte» en vitrinas de cristal. No sólo tenemos museos específicos dedicados al vestido, sino que se encontrarán tapices o bordados codeándose con miniaturas, cuadros, esculturas y demás muestras de las «Bellas Artes» sin ningún complejo de inferioridad.
Pero ¿hasta qué punto podemos decir que son bellos debido a las características intrínsecas del material textil? ¿No son tal vez los colores y la maestría del tintorero, los diseños estampados en la tela los responsables de su mérito estético? Al fin y al cabo, ¿qué puede importar a los sentidos que la tela que vemos tras el cristal sea de uno u otro tipo de fibra vegetal?
La respuesta, como el lector puede imaginar, es que sí importa, y mucho. No todo depende del arte del tintorero, sino que en muchos tejidos el efecto estético final dependerá sobre todo del tejedor. Pero vayamos por partes.
En primer lugar, las características estéticas, entendidas en sentido amplio, no son percibidas exclusivamente a través de la vista o del oído; pueden apreciarse también a través del gusto, así como a través del tacto. Si la percepción es la base de la experiencia estética, el tacto contribuye enormemente en la labor de comunicarnos con el mundo, y por tanto también participaría en esta experiencia estética. Aplicado al caso que nos ocupa, uno de los factores importantes a la hora de decidir el grado de belleza de una pieza de vestir se refiere a sus características táctiles, puramente estéticas. Preferimos que nuestra ropa interior sea de algodón y no de cáñamo, y probablemente esta preferencia se mantendría incluso en igualdad de prestaciones funcionales (idéntica facilidad de limpieza, misma resistencia al uso, etc.).
El tipo de fibras no sólo afectará a la sensación táctil que nos produce un tejido, sino que también va a tener un papel decisivo en sus características visuales y auditivas. Puede parecer una tontería hablar de características auditivas del tejido, y sin embargo en la lengua castellana encontramos una palabra que se refiere explícitamente al sonido «que produce el roce de la seda o de otra tela semejante», frufrú. Remontándonos siglos atrás, a un mundo europeo en que las mujeres requerían ayuda para vestirse y en donde una simple falda concentraba metros y metros de tela, ¿no resulta estéticamente agradable imaginar el frufrú de la tela al bailar, al sentarse, al moverse?
En cuanto a características visuales, que percibimos de inmediato como estéticamente relevantes, la fibra de una tela tendrá enorme importancia en factores como la caída del tejido; una cortina, por ejemplo, provocará un impacto estético muy distinto en función del material de confección —el ondear de sus pliegues con la brisa responderá al tipo de fibra que constituya su tela.
Aunque hayamos defendido la idea de que los colores no son lo único importante en el aprecio estético de un tejido, no podemos negar que tienen un peso considerable. En la sección anterior hemos descrito el papel que tienen las sustancias colorantes vegetales en el mundo textil. Sin embargo, hay una consideración adicional que pone de relieve la importancia del tipo de fibra que vamos a teñir, y cómo ésta tiene, en muchas ocasiones, la última palabra en cuanto a qué colores podremos utilizar.
Debido a sus respectivas composiciones químicas, los tintes encuentran mayores dificultades para fijarse sobre la celulosa de las fibras vegetales que sobre las proteínas de las fibras animales. Si no se combinan adecuadamente con los mordientes (sustancias que cambian la estructura química de la fibra para que se vuelva receptiva al tinte), muchos tejidos vegetales ignoran tranquilamente los esfuerzos de los tintoreros.
En casos como el de la Mesoamérica precolombina, sus tradiciones textiles le deben su desarrollo tanto a los tintes como al tipo de fibras; la creación de tejidos de prestigio vio muy incrementadas sus posibilidades cuando la conquista española favoreció la llegada de abundantes cantidades de lana (y seda). Estas fibras, más receptivas al color, habrían permitido que se expresase todo el potencial de los tintes locales —algo que las fibras vegetales del lugar, por su naturaleza química, habían impedido hasta entonces.
¿Y qué decir del papel? Aunque en nuestra experiencia, éste sea sinónimo de folios blancos uniformes que pasan desapercibidos a nuestro sentido estético, históricamente se ha elogiado su calidad y belleza, y mucho. Un ejemplo extremo es, como de costumbre, el Japón, cuya tradición papelera (washi) se considera un verdadero arte, y cuyos papeles muestran una gran diversidad según la fibra vegetal y el proceso empleados. Sin embargo, no sólo en tierras niponas se ha valorado la estética del papel: en China, los maestros papeleros desarrollaron técnicas decorativas que incluían la tinción (algunos colores fueron preferidos en determinados lugares y momentos históricos), el «marmoleado», o la aplicación o salpicado con oro. El papel marmoleado, que llegó a Occidente gracias al Imperio otomano, fue muy apreciado para la encuadernación de libros.
Dejando a un lado los textiles, existen numerosos ejemplos en los que el uso del color tiene un claro componente estético; si retomamos el ejemplo de los colorantes en la comida, recordaremos los sorprendentes budines y salsas medievales teñidos de azul o naranja. El azul ha sido sugerido como un color universalmente inapropiado para la comida, y sin embargo ahí tenemos a nuestros nobles medievales sirviendo alimentos teñidos de azul en sus mesas.
Quizás el uso por excelencia del color con finalidades estéticas halle su principal escenario en la pintura. Apenas lo hemos citado antes, debido a que la mayoría de los pigmentos utilizados en pintura son de origen inorgánico; sin embargo, los vegetales han intervenido tanto directa como indirectamente ampliando la paleta de los pintores. Ejemplos son su intervención en la preparación de lacas* y tintas (de enorme relevancia en culturas orientales, donde la expresión artística en tinta es fundamental). También debe tenerse en cuenta la importancia del aceite utilizado en las pinturas al óleo —cuya elección se ha basado no sólo en consideraciones prácticas, sino en los efectos estéticos que se logran—. Un caso interesante es el del aceite de linaza, que tiende a amarillear con el tiempo y proporciona un acabado liso y regular al color que se aplica sobre la tela. Durante el siglo XIX empezó a utilizarse aceite de adormidera, que además de permanecer incoloro, confiere un acabado distinto: conserva la huella de la pincelada, creando efectos de relieve y textura muy distintos a los obtenidos con el aceite de linaza. Uno de los movimientos artísticos que aprovecharon al máximo las posibilidades expresivas de esta propiedad fue el impresionismo, con su énfasis inicial sobre la inmediatez del momento, la captura de la luz que revela los colores del mundo.
Hasta el momento ha sido fácil hallar razones a favor de la importancia estética del color, pero quizás sí cueste más encontrarlos en el uso que aún no hemos observado con ojos de esteta: la esfera de la salud y el bienestar. Al fin y al cabo, los compuestos utilizados para curar una enfermedad, o mejorar nuestro estado de salud, son a menudo repugnantes a los sentidos, desde el aceite de ricino hasta muchas tisanas de hierbas cuya palatabilidad deja bastante que desear.
Al respecto pueden realizarse al menos dos objeciones: la primera es que, precisamente por no ser agradables a los sentidos, a menudo endulzamos las infusiones medicinales, con la única finalidad de embellecerlas ante nuestras papilas gustativas. De hecho, recordemos que los primeros pasos del azúcar en Occidente fueron de la mano de la medicina: antes de convertirse en el edulcorante preferido del mundo entero, se utilizó sobre todo como fármaco, como especia o bien como sustancia decorativa.
Una segunda objeción salta a los ojos al tomar un bote de jabón, leer sus ingredientes, y comprobar a menudo que las sustancias activas son relativamente pocas. El resto se añade por un sinfín de razones, muchas de las cuales podemos resumir como estéticas: son sustancias que colorean, dan brillo, o suavidad, o untuosidad, o cremosidad al producto, que mejoran sus características sensoriales, estéticas, sin aportar nada a su efectividad. Los colorantes y los perfumes están a la orden del día, pero otros ingredientes —muchos de ellos, de origen vegetal— se añaden para regular características táctiles. Una simple consulta a la lista de componentes que controlan la viscosidad en la base de datos CosIng da un total de 1.128 resultados.
Pensándolo bien, la estética de los materiales usados en las esferas cosmética y del bienestar no es nada sorprendente: ¿acaso no nos atrae más un potingue que nos promete una mayor belleza si el producto mismo nos parece bello?
Antes de proseguir, quizás convenga matizar un término que utilizamos a la ligera como casi-sinónimo de estética, cuando en realidad no lo es. En cualquier discurso sobre características estéticas es complicado no adentrarse, casi sin quererlo, en el territorio del arte, y hablamos indistintamente de «fenómeno estético» y «fenómeno artístico» como si de sinónimos se tratara. Sin embargo, y pese a que sus respectivos significados a veces se solapen más o menos, la estética, la belleza y el arte no son lo mismo.
Al hablar de criterios estéticos en este capítulo, nos hemos referido a ellos como modos de juzgar la información que nos llega a través de los sentidos; provocando en nosotros sentimientos de placer/atracción, o bien disgusto/repulsión, pueden orientar nuestras decisiones, desde qué fruta comprar en el mercado o cómo decorar nuestro salón, hasta qué pareja sexual elegir. No obedecen a motivos racionales, y aunque exista un amplio acuerdo al definir qué tipo de estímulos encontramos atractivos, pueden ser influenciados a nivel cultural y/o emotivo; por ello encontramos variaciones apreciables entre culturas e individuos.
Uno de los motivos por los que se da cierta «universalidad» en algunos juicios estéticos es que las bases que definen estos criterios se hallan en la biología de nuestra percepción. De ello hablan los biólogos, neurólogos y estudiosos en el campo de la neuroestética cuando afirman que la belleza es una característica objetiva, que puede medirse en los objetos y seres que la poseen.
Tomándolo en sentido estricto, y pese a saber que se trata de una aproximación inexacta incluso en el mejor de los casos, podemos hablar de belleza como el conjunto de características sensoriales que nos atraen.
Sin embargo, en boca humana, el concepto de belleza se colorea de significados adicionales que van más allá; no calificamos algo como bello sólo por sus características objetivas (su índice de simetría, la estructura de sus elementos, la armonía de su composición), sino también por las emotivas y culturales. Del mismo modo en que la percepción es mucho más que recepción pasiva de estímulos sensoriales, la concepción de la belleza la construimos activamente a partir de las herramientas y preferencias que nos lega nuestra biología. El campo de significación se ensancha y se ahonda, pudiendo aplicar el adjetivo de bello a inmateriales que no poseen características apreciables a través de los sentidos, como por ejemplo la bondad, o las teorías científicas. Cuando hablamos de una bella persona (que no de una persona bella), este tipo de belleza no atañe ya únicamente a criterios estéticos, sino que da cabida a consideraciones éticas y morales de fragua cultural.
El arte ha sido un concepto ferozmente debatido durante el siglo XX, tanto su definición como su práctica a través del tiempo y del espacio. Hay quien pone en entredicho el considerar las cuevas de Altamira y familia como arte, del mismo modo en que se vacila al sacar la nariz más allá de las fronteras europeas para husmear en África, en América o en el Extremo Oriente.
Cuando nos encontramos con culturas que han elaborado una semántica propia alrededor de la estética y el arte, como en el caso del Japón, vemos cuán inadecuado resulta nuestro vocabulario para entender conceptos que designan la realidad de forma distinta a la nuestra. Herederos de una larga tradición preocupada con el fenómeno estético (hasta el punto de que algunos autores hablan de un verdadero «culto a la belleza» en la época Heian),* ¿quién va a discutirles que la estética es perfectamente aplicable a tareas como el escribir una carta, empaquetar un regalo o cometer seppuku, el suicidio ritual japonés?
Sin embargo, las cosas cambian cuando nos hallamos ante culturas que no han elaborado un corpus de pensamiento y reflexión alrededor del problema estético y/o artístico, como sucede en numerosas tribus de Sudamérica o África, pese a que la estética pueda ser crucial en la experiencia cultural de tales pueblos. Allí somos libres para imponer nuestras propias jaulas conceptuales, y a veces se dan fenomenales meteduras de pata.
La definición del arte es, pues, asunto espinoso y complicado. Basta decir que no es sinónimo de estética o de belleza, pues numerosas obras de arte no buscan un efecto estético agradable sino todo lo contrario. Entra en juego un concepto nuevo e importantísimo en la arena artística, que es el significado: una de las características que se achacan al arte es la codificación de significados, personales o culturales, a través de un medio sensible.**
En las páginas siguientes enfocaremos el mundo vegetal desde la doble óptica de estética y arte —una más «aséptica» y cercana a criterios neurobiológicos, la otra más amplia y vaga en concepción y alcance.