EL PRIMER RECUERDO QUE GUARDO de mi infancia es una llamarada, una llamarada azul brotando de un fogón de gas que alguien había encendido. Pude haberlo hecho yo jugando con el fogón. No recuerdo quién fue. En cualquier caso, recuerdo que me sobresaltó la exhalación de fuego azul que brotaba del quemador, lo súbito, lo repentino del fenómeno. Esto es lo más lejano que puedo recordar; más atrás sólo hay niebla, ya sabes, sólo misterio. Pero en mi mente la llamarada de aquel fogón está tan clara como la música. Yo tenía tres años.
Vi la llama y noté su calor muy cerca de mi cara. Sentí miedo, verdadero miedo, por primera vez en la vida. Pero lo recuerdo también como una especie de aventura; una especie de alegría fantasmagórica, además. Supongo que aquella experiencia me llevó a algún lugar de mi mente donde antes no había estado. A alguna frontera, quizás al filo de las cosas posibles. No lo sé; nunca hasta hoy he intentado analizarlo. El miedo que tuve fue casi como una invitación, un desafío a entrar en algo de lo cual no conocía nada. Allí creo que empezaron mi personal filosofía de la vida y mi compromiso con todo aquello en que tengo fe; en aquel momento preciso. No estoy seguro, pero pienso que debió de ser así. ¿Quién sabe? ¿Qué coño sabía yo de las cosas del mundo entonces? En mi conciencia he creído siempre, y lo pienso desde aquel día, que debo avanzar, ir hacia delante, alejarme del calor de aquella llamarada.
Mirando atrás, no recuerdo mucho de mis primeros años. Lo cierto es que nunca me ha gustado demasiado mirar atrás. Pero una cosa que sé es que un año después de mi nacimiento, un violento tornado azotó St. Louis y lo desmanteló. Diría que de aquello sí recuerdo algo, algo que está en el fondo de mi memoria. Quizá debido a ello tengo a veces tan mal carácter: aquel tornado dejó en mí parte de su violenta creatividad. Quizá dejó alguno de sus ventarrones. Ya sabes que se necesita un buen «soplo» para tocar la trompeta. Yo creo firmemente en el misterio y en lo sobrenatural, y no cabe duda de que un tornado es misterioso y sobrenatural.
Nací el 26 de mayo de 1926, en Alton, Illinois, una pequeña población fluvial a orillas del Mississippi, a unas veinticinco millas al norte de East St. Louis. Me pusieron el nombre de mi padre; a él le habían puesto el del suyo. Eso hacía de mí Miles Dewey Davis III, pero toda mi familia me llamó Junior. Siempre he odiado ese sobrenombre.
Mi padre procedía de Arkansas. Allí creció en una granja que tenía su padre, Miles Dewey Davis I. Mi abuelo era contable, tan bueno en su profesión que la ejerció para los blancos y ganó un montón de dinero con ella. A comienzos de siglo compró en Arkansas quinientos acres de tierra. Cuando compró toda aquella tierra, los blancos de la comarca que le habían empleado para que enderezase sus asuntos financieros y llevara sus libros de contabilidad se volvieron contra él. Lo expulsaron de sus propiedades. Según su manera de pensar, un negro no podía tener toda aquella tierra y todo aquel dinero. Imposible que fuera inteligente, que fuera listo, más listo que cualquiera de ellos. Bien, aquello no ha cambiado mucho; las cosas siguen igual hoy en día.
Mi abuelo pasó la mayor parte de su vida bajo las amenazas de los blancos. Llegó incluso a utilizar a su hijo, mi tío Frank, como guardaespaldas para que le protegiese de sus vecinos. Los Davis cabalgaban siempre en cabeza, me decían mi padre y mi abuelo. Y yo les creía. Me decían que las personas de nuestra familia eran gente especial: artistas, hombres de negocios, profesionales y músicos; músicos que tocaban para los dueños de las plantaciones allá en los viejos tiempos, antes de que se aboliese la esclavitud. Aquellos Davis interpretaban música clásica, según mi abuelo. Ahí está la razón de que mi padre no pudiera escuchar ni tocar música cuando ya había sido abolida la esclavitud, pues mi abuelo aseguraba: «A los negros sólo les dejan tocar en garitos y tabernas». Lo que quería decir era que ellos, los blancos, ya no admitían que los negros tocaran música clásica: únicamente les escuchaban cuando cantaban espirituales o blues. No sé, de hecho, hasta qué punto es verdad, pero así me lo dijo mi padre.
También me dijo que mi abuelo le había advertido que cualquier dinero que ganase, no importaba de dónde procediera, lo contara y comprobase que la suma que había recibido era correcta. Decía que tratándose de dinero no se puede confiar en nadie, ni siquiera en los miembros de tu propia familia. En cierta ocasión, mi abuelo dio a mi padre lo que dijo eran mil dólares y le envió a ingresarlos en el banco. El banco estaba a treinta millas de donde vivían. La temperatura rondaba los cuarenta grados a la sombra, verano en Arkansas. Mi padre tenía que caminar y cabalgar. Cuando llegó al banco, contó el dinero y vio que sólo había 950 dólares. Volvió a contarlo y le salió la misma cantidad: 950 dólares. Así que emprendió el regreso a casa, tan asustado que le faltaba poco para cagarse en los pantalones. Ya en casa, fue a mi abuelo y le dijo que había perdido 50 dólares. Mi abuelo se lo quedó mirando y dijo: «¿Has contado el dinero antes de marcharte? ¿Has comprobado si estaba todo?». Mi padre dijo que no, que no había contado el dinero antes de marcharse. «Evidentemente –repuso mi abuelo–, porque sólo te he dado 950. No has perdido nada. Pero ¿no te advertí que contaras siempre el dinero, viniera de quien viniese, aunque fuera de mí? Aquí tienes 50 dólares. Cuéntalos. Luego vuelve al banco e ingresa el dinero tal como te he dicho.» A propósito de esta historia hay que pensar, primero, que el banco estaba a treinta millas y, segundo, que hacía un calor de mierda. Fue duro por parte de mi abuelo hacer aquello. Pero a veces hay que ser así de duro. Mi padre nunca olvidó la lección y la traspasó a sus hijos. De modo que, hoy, yo siempre cuento todo mi dinero.
Mi padre, al igual que mi madre, Cleota Henry Davis, nació en 1900, en Arkansas. Allí fue a la escuela elemental. Ni mi padre ni sus hermanos y hermanas fueron a la escuela superior, simplemente se la saltaron y pasaron directamente a la universidad. Él se graduó en el Arkansas Baptist College, en la Lincoln University de Pennsylvania y en el College of Dentistry de la Northwestern University; fíjate en que consiguió tres títulos universitarios, y recuerdo que cuando fui algo mayor contemplaba los tres jodidos diplomas colgados de la pared de su despacho y me decía a mí mismo: «Joder, espero que no me pida que haga eso». También recuerdo que en alguna parte había una foto de su promoción, de cuando se graduó en la Northwestern, en la que conté únicamente tres caras negras. Cuando se graduó en la Northwestern University tenía veinticuatro años.
Su hermano, Ferdinand, fue a Harvard y a no sé qué universidad de Berlín. Era un año mayor que mi padre y, como él, se saltó la escuela superior. Fue directamente a la universidad después de pasar el examen de ingreso con calificaciones altas. Era también un tipo brillante, solía hablarme cada dos por tres de César, de Aníbal y de la historia de los negros. Viajó por todo el mundo. Era más intelectual que mi padre, mujeriego y jugador; dirigía una revista llamada Color. Era tan inteligente que me hacía sentir casi idiota; de las personas que conocí en mi infancia fue la única que me hizo sentir de aquella manera. El tío Ferdinand era algo distinto, un tipo aparte. Me gustaba estar cerca de él, oírle hablar y contar historias de sus viajes o sus mujeres. Elegante como un soplapollas, además. Yo merodeaba tanto a su alrededor que mi padre se enfurecía.
Mi padre salió de la Northwestern y se casó con mi madre. Ella tocaba el violín y el piano. Su madre había sido profesora de órgano en Arkansas. Mencionaba poco a su padre, por lo cual no sé mucho acerca de esa rama de la familia; nunca he sabido mucho, ni tampoco lo pregunté. Desconozco el motivo. Por lo que he oído de ellos, sin embargo, y por los que sí he conocido, parecían ser de clase media con actitudes un poco pretenciosas.
Mi madre era una mujer bella. Tenía una gran dosis de estilo, con un cierto aire indio, a lo Carmen McRae, y una piel suave, oscura, de un color como de nogal. Pómulos altos y cabello de india. Grandes y bonitos ojos. Mi hermano Vernon y yo nos parecemos a ella. Llevaba abrigos de visón, diamantes; era una mujer fascinante, aficionada a toda clase de sombreros y cosas, y a mí todas sus amigas me parecían tan fascinantes como ella. Iba siempre emperifollada. Yo he heredado las facciones de mi madre y, asimismo, la afición a la ropa y el sentido del estilo. Supongo que podría decirse que también he heredado de ella el talento artístico que pueda tener.
Pero no me llevaba con ella demasiado bien. Quizá fuera porque los dos teníamos una personalidad fuerte y dominante. Parecíamos estar constantemente discutiendo. Yo quería mucho a mi madre: era una mujer «diferente», no sabía siquiera cocinar. La quería, como digo, incluso a pesar de que no estábamos muy unidos. Ella tenía su idea sobre lo que yo debía hacer, y yo tenía la mía. Ocurrió así desde que era chico. Supongo que podría decirse que yo era más como mi madre que como mi padre. Aunque en mí hay también algo de él.
Mi padre se estableció primeramente en Alton, Illinois, donde nacimos mi hermana Dorothy y yo, luego trasladó la familia a East St. Louis, a la esquina de las calles Catorce y Broadway, donde estableció su consultorio de dentista, encima del Daut’s Drugstore. Al principio vivíamos en la parte de atrás del consultorio.
Otra cosa que pienso sobre East St. Louis es que fue allí, en 1917, donde unos blancos miserables y enloquecidos mataron a muchos negros en una revuelta callejera. Mira, St. Louis y East St. Louis eran, y todavía son, grandes ciudades productoras de carne, ciudades donde se sacrifican vacas y cerdos para suministrar carne a las tiendas de comestibles, los supermercados, los restaurantes y demás. Se embarcan las vacas y los cerdos en Texas, o en el lugar de donde los envíen, y los matan y los preparan en St. Louis y East St. Louis. A esto se supone que se debió la revuelta callejera en 1917: los obreros negros reemplazaban a los obreros blancos en las industrias de la carne. Por ello, los obreros blancos se indignaron, se alborotaron y se lanzaron a la calle a matar a todos los negros. Aquel mismo año los negros luchaban en la Primera Guerra Mundial ayudando a Estados Unidos a salvar al mundo para la democracia. Nos mandaron a la guerra para luchar y morir allí por ellos, y aquí nos mataban como si nada. Todavía hoy ocurre lo mismo. Bueno, yo no me quejo. De todos modos, quizás alguna especie de recuerdo se esconde en mi personalidad y se manifiesta en la manera que tengo de juzgar a los blancos. No a todos, porque hay algunos blancos admirables. Pero la forma en que entonces mataron a tantos negros… Les disparaban, simplemente, como si hubieran salido a matar cerdos o perros descarriados. Los mataban en sus hogares, mataban a niños y mujeres. Quemaban las casas con los habitantes dentro, y colgaron a unos cuantos de las farolas públicas. El caso es que los negros que sobrevivieron solían hablar de la matanza. Cuando yo era niño en East St. Louis, los negros que conocí no habían olvidado ni olvidarían nunca lo que aquellos blancos miserables les hicieron en 1917.
Mi hermano Vernon nació el año en que la Bolsa de Nueva York se hundió y todos los blancos ricos empezaron a tirarse por las ventanas de Wall Street. Fue en 1929. Llevábamos viviendo en East St. Louis unos dos años. Mi hermana mayor, Dorothy, tenía cinco. Éramos sólo tres: Dorothy, Vernon y yo en medio. Hemos estado siempre muy unidos, toda la vida, los tres hermanos, incluso cuando discutíamos.
Nuestro barrio era muy bonito, con hileras de casas como las que tienen en Filadelfia o en Baltimore. East St. Louis era una ciudad pequeña y elegante. Ahora ya no lo es. Pero la recuerdo tal como era entonces. El vecindario, además, estaba integrado por judíos, alemanes, armenios y griegos viviendo a nuestro alrededor. En diagonal con nuestra casa, al otro lado de la calle, se encontraba el Golden Rule’s Grocery Store, propiedad de unos judíos. A un lado, una gasolinera, con ambulancias que llegaban a cada momento haciendo sonar la sirena, para repostar combustible. En la puerta de al lado vivía el mejor amigo de mi padre, el doctor John Eubanks, médico. El doctor Eubanks tenía la piel tan clara que casi parecía blanco. Su esposa, Alma, o Josephine, ya no recuerdo, también era casi blanca; una dama refinada, amarilla, como Lena Horne, con el cabello negro, rizado y brillante. Mi madre me enviaba a casa del doctor a buscar cualquier cosa y allí estaba su esposa sentada, con las piernas cruzadas, más refinada que la puñeta. Tenía unas piernas estupendas y no le importaba exhibirlas, al contrario. En realidad, lo tenía estupendo todo. Por cierto, que el tío Johnny, que era como llamábamos a su marido, el doctor Eubanks, me regaló mi primera trompeta.
Junto al colmado que teníamos debajo, y antes de la casa del tío Johnny, había una taberna propiedad de John Hoskins, un negro a quien todos llamaban tío Johnny Hoskins. Tocaba el saxofón en la trasera de la taberna. Todos los antiguos residentes del vecindario acudían a beber unas copas, charlar y escuchar música. Cuando fui mayor, toqué allí una o dos veces. Más allá, en el mismo bloque, se encontraba un restaurante propiedad de un negro llamado Thigpen. Servía buena comida autóctona, comida soul: un lugar realmente agradable. Su hija Leticia y mi hermana Dorothy eran buenas amigas. Cerca del restaurante, una señora alemana tenía una mercería. Todo esto estaba en Broadway, yendo en dirección al Mississippi. También hay que mencionar el Deluxe Theatre, un cine de barrio que estaba en la calle Quince, hacia la calle Bond, en dirección contraria al río. En la calle Quince, paralelamente al río y hacia Bond, había tiendas de todas clases y establecimientos varios propiedad de negros, judíos, alemanes, griegos o armenios. Estos últimos regentaban la mayoría de las lavanderías.
Después del cruce de la calle Quince y Broadway, una familia griega tenía una pescadería y hacía los mejores sándwiches de salmón de East St. Louis. Yo era amigo del hijo del propietario. Se llamaba Leo. Cuando crecimos, cada vez que nos encontrábamos luchábamos. Entonces teníamos unos seis años. Pero él murió cuando se incendió la casa donde vivía. Recuerdo que lo sacaron en una camilla y que se le desprendía toda la piel. Estaba quemado como una salchicha frita. Era una cosa de aspecto horrible, grotesca, tío. Más tarde, cuando alguien me preguntó sobre aquello y sobre si Leo había dicho algo cuando le sacaron, recuerdo que respondí: «No me dijo: “Hola, Miles, qué tal andas, vamos a luchar”, ni nada parecido». Te aseguro que me impresionó, porque los dos teníamos aproximadamente la misma edad, aunque creo que él era un poco mayor. Un chico como hay pocos. Juntos nos divertíamos que no veas.
El primer colegio al que me llevaron fue el de John Robinson. Estaba en la Quince y Bond. Dorothy, mi hermana, asistió un año a una escuela católica, luego pasó también al John Robinson. El primero de mis mejores amigos lo hice allí, en primer grado. Se llamaba Millard Curtis, y durante varios años, desde que nos conocimos, fuimos casi siempre juntos. Teníamos la misma edad. Más tarde tuve otros buenos amigos en East St. Louis, a medida que me introducía en la música, amigos músicos, porque Millard no tocaba. Pero a él me unió la amistad más larga, e hicimos tantas cosas juntos que llegamos a ser casi como hermanos.
Estoy prácticamente seguro de que Millard acudió a la fiesta de mi sexto cumpleaños. Recuerdo aquella fiesta de cumpleaños porque mis chicos, los chicos con quienes entonces andaba por ahí, me dijeron que fuéramos a subirnos a los anuncios, me refiero a los andamios que sostienen las vallas donde se pegan grandes carteles anunciando cosas. Íbamos allí, trepábamos por los andamios y nos sentábamos arriba con los pies colgando en el aire y comíamos galletas y jamón cocido. Bueno, mis chicos me dijeron que podíamos hacerlo porque más tarde yo iba a celebrar mi cumpleaños y ninguno iría aquel día al colegio. Se suponía que iba a ser una fiesta sorpresa, pero todos estaban enterados y me contaban lo que pasaría. Por cierto, que he dicho que tenía seis años y quizá tenía siete, no sé. Recuerdo que vino a la fiesta una niña monísima que se llamaba Velma Brooks. Vino ella y vinieron un montón de niñas monas con vestiditos cortos, como minifaldas. No tengo idea de que hubieran niñas y niños blancos; pudo haberlos, quizá Leo antes de que muriese, y su hermana, por ejemplo, no lo sé; pero no recuerdo a ninguno en particular que estuviera presente.
La verdadera razón de que recuerde aquella fiesta es que allí recibí el primer beso de una niña. Besé a todas las niñas, pero recuerdo que estuve besando a Velma Brooks mucho más rato. Hasta que mi hermana Dorothy se empeñó en estropearlo todo corriendo a contarle a mi madre el entusiasmo que yo demostraba por Velma Brooks. Mi hermana me hizo cosas así toda la vida: estaba siempre acusándonos de algo a mi hermano Vernon y a mí. Cuando mi madre le dijo a mi padre que interviniera y me impidiese seguir besando a Velma, él replicó: «Si estuviera besando a un chico como Junior Quinn, vaya, habría que hablar del asunto. Pero que bese a Velma Brooks no tiene nada de particular: se supone que es lo que un chico debe hacer. Así que mientras no bese a Junior Quinn, todo está en orden».
Mi hermana se marchó furiosa, poniendo morros, y dijo por encima del hombro: «Pues la está besando como un loco, y alguien tendría que impedírselo antes de que le haga un niño». Más adelante, mi madre me dijo que había sido un mal chico besando de aquella manera a Velma y que no debía hacer aquellas cosas y que, de haberlo imaginado, no habría querido tener un hijo como yo, que era tan malo. Terminó dándome unos azotes.
Nunca olvidé aquel día. A aquella edad, según recuerdo, solía pensar que nadie me quería, porque todos parecían dispuestos a zurrarme por uno u otro motivo. En cambio, nunca zurraban a mi hermano Vernon. Te diré, incluso, que Vernon raramente tocaba el suelo con los pies. Para mi madre, para mi hermana, para todos los demás, era una especie de muñequito negro. Lo mimaban que daba asco. Cada vez que venían a casa las amigas de Dorothy, se entretenían en bañarlo, peinarlo o disfrazarlo, como si fuera un juguete.
Antes de dedicarme a la música hice mucho deporte: béisbol, fútbol americano, baloncesto, natación y boxeo. Yo era un chico pequeño y delgado, tenía las piernas más flacas que haya tenido nadie, y así han seguido hasta hoy. Pero me gustaba tanto el deporte que no me intimidaban ni asustaban los tipos más corpulentos que yo. Nunca he sido medroso, nunca. Y si alguien me gustaba, me gustaba contra viento y marea. Pero si tú no me gustabas, no me gustabas. No sé por qué ocurre así, pero es mi manera de ser. Nunca he sido de otra forma. Para mí, que alguien me guste ha sido siempre una cuestión de vibraciones, una cuestión espiritual. La gente dice que me he vuelto arrogante, pero siempre he sido como soy: no he cambiado apenas.
El caso es que Millard y yo andábamos constantemente en busca de un partido de fútbol o de béisbol en que jugar. También jugábamos a una cosa llamada pelota india, que era una especie de béisbol con tres o cuatro tíos en cada equipo. Si no jugábamos a eso, jugábamos al béisbol normal en algún solar vacío, o en un campo de béisbol si lo encontrábamos. Yo jugaba de shortstop, o sea, entre la segunda y la tercera bases, y realmente perdía el culo. Era bueno. Era igualmente bueno como bateador, aunque no conseguía muchas home runs debido a mi poca estatura. Sin embargo, tío, adoraba el béisbol, la natación, el fútbol americano y el boxeo.
Recuerdo que practicábamos los placajes en las pequeñas parcelas de césped que había entre las aceras y el bordillo. Eso era en la calle Catorce, delante de la casa de Tilford Brooks, quien más tarde obtendría un doctorado en música y ahora vive en St. Louis. Después cambiamos y jugábamos delante de la casa de Millard. Tío, los placajes eran serios, caíamos de cabeza, nos la abríamos cada dos por tres y sangrábamos como cerdos degollados. Nos despellejábamos las piernas y provocábamos ataques de histeria a nuestras madres. Pero nos divertíamos, tío, nos divertíamos mucho.
Me gustaba nadar. Me entusiasmaba el boxeo. Incluso hoy son ésos mis deportes favoritos, los que me gusta practicar. Aprovechaba para nadar cualquier ocasión que se presentase y la sigo aprovechando hoy. Pero el boxeo lo llevaba y lo llevo en el corazón. Simplemente lo adoro. No puedo explicar el motivo. Tío, escuché todos los combates de Joe Louis, y lo mismo hacían los demás. Nos apelotonábamos todos delante de la radio esperando el momento en que el locutor anunciaba que Joe había dejado K.O. a otro de aquellos mamones. Y cuando ocurría, la comunidad negra entera de East St. Louis enloquecía, lo celebraba en las calles, bebiendo, bailando y armando jarana. Pero la jarana era alegre e inofensiva. Lo mismo se hacía, aunque con menos ruido, cuando ganaba Henry Armstrong, porque Henry era de la otra orilla del río, de St. Louis, digamos un negro de casa, un héroe local. Pero Joe Louis era el indiscutible.
Pese a que me gustaba boxear, cuando era joven no me enzarzaba en peleas. Nos atizábamos al cuerpo, ¿entiendes?; nos dábamos en el pecho, pero no íbamos más allá. Éramos como cualquier otra pandilla normal de chicos que crecen y lo pasan bien.
No obstante, había bandas por todas partes en East St. Louis, bandas malignas, como la de los Termitas. Y en St. Louis había algunas realmente perversas. East St. Louis era difícil como lugar donde vivir, porque estabas rodeado de tipos, blancos y negros, que no consentían que nadie les levantara la voz. No me metí en peleas hasta que tuve cerca de veinte años. No me mezclé con las bandas mientras era pequeño porque estaba demasiado entregado a la música. Por causa de la música dejé incluso de practicar deportes. Pero no te confundas. Me liaba a mamporros frecuentemente con mierdas y gilipollas, en especial cuando me llamaban Buckwheat1 porque era pequeño, flaco y negro. No me gustaba aquel mote, de modo que si alguien me lo soltaba tenía que pelear. No me gustaba el nombre de Buckwheat porque detestaba lo que el nombre significaba, lo que representaba, aquella falsa y estúpida imagen a lo Our Gang que los blancos tenían de la gente de color. Sabía que yo no era de aquella manera, que procedía de una familia donde se era alguien y que siempre que un hijoputa me aplicaba aquel mote pretendía burlarse de mí. Sabía ya entonces que se tiene que luchar para proteger lo que uno es. Por lo tanto, mis peleas fueron un buen montón. Pero nunca entré en una banda. Y no me considero arrogante. Creo que confío en mí mismo. Sé lo que quiero y lo he sabido en todo momento, desde que tengo memoria. No se me puede intimidar. Pero en aquella época, cuando era un mocoso, parecía caerle bien a todo el mundo, a pesar de que apenas hablaba. Todavía hoy no me gusta hablar demasiado.
La vida era incluso más difícil en las escuelas que en la calle. No lejos de donde yo vivía había una escuela exclusiva para blancos, creo que se llamaba Irving School, limpia como el agua limpia. Pero allí no podíamos ir los chicos negros; teníamos que alejarnos más para encontrar nuestras escuelas. En ellas había buenos maestros, como las hermanas Turner del John Robinson, al que yo fui. Eran bisnietas de Nat Turner2 y tenían la misma conciencia racial que él. Nos enseñaron a sentirnos orgullosos de nosotros mismos. Los maestros podían ser buenos, pero las escuelas negras estaban hechas una mierda, con retretes que no funcionaban y cosas así. Apestaban a morir, tío, como las letrinas a cielo abierto que se encuentran en África, donde vive la gente pobre. Te aseguro que toda aquella mierda me quitó las ganas de comer mientras fui a la escuela elemental, me hizo enfermar del estómago y todavía me lo revuelve cuando pienso en ella. A los chicos negros nos trataban como si fuéramos un rebaño de bestias. Algunas personas con quienes fui a la escuela dicen que no era tan mala, pero así es como yo la recuerdo.
Por esta razón me gustaba ir a casa de mi abuelo, en Arkansas. Allá en el campo, tío, podías andar descalzo sin pisar una pila de mierda y sentirla corriendo por los pies, blanda y pegajosa, como ocurría en la escuela elemental.
Mi madre estaba siempre, me parece ahora, metiéndonos a mi hermano, a mi hermana y a mí en trenes, cuando éramos todavía muy pequeños, para que fuéramos a visitar al abuelo. Nos prendía unas etiquetas con nuestros nombres, nos daba cajas con pollo frito y nos instalaba en el tren. Aquel pollo, tío, desaparecía apenas salíamos de la estación. Luego pasábamos hambre todo el trayecto hasta el lugar adonde fuéramos. Inevitablemente, nos comíamos el pollo demasiado deprisa. Nunca lo hicimos de otra manera. Nunca aprendimos a comer pollo despacio. Era tan bueno que no podíamos esperar. Llorábamos el resto del camino hasta la casa de mi abuelo, hambrientos y desesperados. En cuanto llegábamos allí me entraban ganas de quedarme. Mi abuelo me regaló mi primer caballo.
Allá en Arkansas tenía un vivero de peces. Pescábamos de la mañana a la noche, baldes de peces, toneles de peces. Tío, comíamos pescado frito todo el día, ¡y no te digo lo bueno que era! Mierda, ese pescado era de puta madre. Y siempre corriendo y jugando sin parar. Montando a caballo. A la cama temprano. Levantarse temprano. Y lo mismo otra vez, y otra vez. Macho, estar en la granja de mi abuelo era la gloria. Mi abuelo medía un metro ochenta, tenía la piel castaña y los ojos grandes; se parecía en cierto modo a mi padre, pero era más alto. Mi abuela se llamaba Ivy, y nosotros la llamábamos señora Ivy.
Recuerdo que hacíamos infinidad de cosas que jamás podrías hacer en una ciudad como East St. Louis. En una ocasión, mi tío Ed y yo, el hermano menor de mi padre, que era un año más pequeño que yo, salimos una mañana a reventar las sandías del abuelo. Casi todas. Íbamos de una parcela de sandías a otra y reventábamos todas las sandías que encontrábamos. Les sacábamos el corazón, el centro; nos comíamos alguno, pero la mayoría los dejábamos por allí tirados. Calculo que yo tenía diez años y Ed, nueve. Más tarde, de regreso a casa, nos partíamos de risa como dos gilipollas. Cuando el abuelo lo descubrió, me dijo: «Estarás una semana sin montar a caballo». Como mi padre, mi abuelo era todo un personaje, nadie le tomaba el pelo.
Cuando cumplí nueve o diez años conseguí una ruta de reparto de periódicos y empecé a trabajar los fines de semana para ganarme algún dinero extra. No porque lo necesitara, pues mi padre ganaba entonces mucho. Sólo pretendía tener dinero propio y no tener que pedirle nada a la familia. Siempre he sido así, siempre he sido independiente, siempre he querido valerme por mí mismo. Lo que sacaba de aquello no eran más de sesenta y cinco centavos a la semana, pero eran míos. Podía comprarme caramelos. Llevaba un bolsillo lleno de caramelos y otro lleno de canicas. Cambiaba caramelos por canicas y canicas por caramelos, gaseosas y chicle. De una u otra manera aprendí entonces que conviene saber hacer negocios; y no recuerdo exactamente quién me lo enseñó, pero, sin duda, fue mi padre. En medio de la Depresión, recuerdo a mucha gente hambrienta y pobre. Pero no a mi familia, porque mi padre se ocupaba de la cuestión del dinero.
Solía llevarle el periódico al tipo que tenía la mejor barbacoa de East St. Louis, que era el viejo Piggease. Su establecimiento estaba situado por la calle Quince y Broadway, donde se encontraba el resto de aquellos locales. El señor Piggease tenía la mejor barbacoa de la ciudad porque recibía la carne fresca directamente de los mayoristas de St. Louis y East St. Louis. Su salsa de barbacoa te ponía bizco. Tío, aquella mierda era tan buena que todavía hoy la saboreo. Nadie hace la salsa de barbacoa como el señor Piggease, nadie, ni entonces ni ahora. No se sabía cómo la hacía, no se sabía lo que ponía en ella. Nunca lo dijo a nadie. Además, le echaba un unte al pan, ¡para derretirse, vaya! ¿Y sus sándwiches de pescado? Te ponían bizco y medio. Los que preparaba de salmón llegaron a ser tan buenos como los del padre de mi amigo Leo.
El señor Piggease no tenía más que un cobertizo, donde despachaba su barbacoa. Allí cabían diez personas al mismo tiempo, y basta. Sostenía la parrilla de la barbacoa con unos ladrillos, él mismo se la había fabricado. También había construido la chimenea, y podías oler el humo del carbón por toda la calle Quince. En consecuencia, antes de terminar la jornada cada quisque se había agenciado un sándwich o una de esas pequeñas porciones de carne asada, por lo menos. A las seis de la mañana ya lo tenía todo a punto, todo asado y listo. Yo me presentaba a las seis en punto y le entregaba su periódico, que era el Defender de Chicago o el Courier de Pittsburgh, ambos periódicos negros. Yo le daba su prensa y él me daba dos morros de cerdo. Los morros de cerdo valían 15 centavos la pieza. Pero, como el señor Piggease me apreciaba, me consideraba un chico listo, me los dejaba por 10 centavos y a veces añadía un morro extra, o un sándwich de oreja de cerdo (de donde le venía el nombre, Mister Pig Ears)3, o una punta de costilla, cualquier cosa que se le antojase regalarme aquel día. Otras veces añadía una porción de batata o de yame confitado y un vaso de leche. Bueno, servía aquellas cosas en un platillo de cartón que absorbía todo aquel grandioso y jodido aroma, entre rebanadas de aquel pan esponjoso y lleno de sabor que conseguía en la panadería. Luego lo envolvía todo en periódicos del día anterior. Aquello era pura delicia, tío. Diez centavos por el salmón, 15 por un morro. Yo cogía mis provisiones y me sentaba y hablaba con él un rato, él detrás del mostrador atendiendo a los clientes. Aprendí una barbaridad del señor Piggease, pero principalmente me enseñó, al igual que mi padre, a evitar mentiras y exageraciones innecesarias.
De quien más aprendí, sin embargo, fue de mi padre. Él era un tipo aparte. Bien parecido, alto más o menos como yo, aunque tirando un poco más a grueso. Al madurar empezó a perder cabello, lo cual hasta cierto punto le afeaba la cabeza, en mi opinión. Era un hombre educado, amante de las cosas bellas, de la ropa y de los coches, igual que mi madre.
Mi padre era pro negros, muy pro negros. En aquella época, a alguien como él se le llamaba «un hombre de raza». Definitivamente, no era un «Tío Tom». Algunos de sus condiscípulos africanos de la Lincoln University, como Nkrumah, de Ghana, llegaron a presidentes de sus países o a ocupar altos cargos en los respectivos gobiernos. Por eso mi padre tenía tantas conexiones en toda África. Prefería a Marcus Garvey frente a los políticos del NAACP4. Consideraba que Garvey era bueno para la raza negra, porque congregó a todos aquellos negros en los años veinte. Mi padre creía que la operación tuvo importancia y rechazaba la forma en que pensaban y se expresaban con respecto a Garvey los tipos de la NAACP como William Pickens. Pickens era pariente de mi madre, creo que tío suyo, y a veces, cuando pasaba por St. Louis, la llamaba y venía. Por entonces pienso que estaba bastante arriba en la NAACP, era secretario o algo así. El caso es que recuerdo que una vez llamó para venir a visitarnos, y cuando mi madre se lo dijo a mi padre, él replicó: «Que se joda William Pickens, porque a ese hijoputa nunca le ha gustado Marcus Garvey, y Marcus Garvey consiguió nada menos que reunir a todos aquellos negros para que hicieran algo en beneficio de sí mismos, y eso es lo máximo que para unir a los negros se ha hecho en este país. Y ese soplapollas se opone a él. Pues que se joda el hijoputa, que se jodan él y sus estúpidas ideas».
Mi madre era distinta: estaba totalmente a favor del progreso de la población negra, pero veía la cuestión como solía enfocarla la gente de la NAACP. Pensaba que mi padre era demasiado radical, especialmente cuando más tarde empezó a intervenir en política. Si yo he heredado de mi madre el sentido del estilo y del vestir, creo que la mayor parte de mi actitud, de mi sentido de ser quien era, de mi confianza y mi orgullo de raza, me vienen de mi padre. No porque mi madre no fuera una persona muy altiva, que sí lo era. Pero la mayor parte, depende de mi modo de juzgar qué cosas, la heredé de mi padre.
No se apocaba ante nadie. Recuerdo una vez en que un hombre blanco se presentó en su despacho para no sé qué. Era el tipo que le vendía oro y otros materiales. El caso es que la sala de espera de mi padre estaba abarrotada cuando aquel hombre blanco entró. Bien, mi padre tenía un rótulo detrás del escritorio de recepción, «Se ruega no molestar», que colocaba siempre que estaba arreglándole la boca a alguien. El rótulo estaba colocado, pero el blanco, después de haber esperado cosa de media hora, me dijo (yo tenía catorce o quince años y aquel día me ocupaba de atender el escritorio de recepción): «No puedo esperar más tiempo. Voy a entrar». Yo le dije: «El rótulo dice “No molestar”, ¿no ve usted lo que dice el rótulo?». El hombre se limitó a ignorarme y entró en el despacho donde mi padre reparaba dentaduras. Fíjate en que la sala estaba llena de negros conscientes de que mi padre no toleraba la menor impertinencia. Así que, sonrientes, se recostaron en sus asientos y se prepararon para lo que iba a ocurrir. Tan pronto como el tipo del oro entró en el despacho, oí que mi padre le decía: «¿Qué coño está usted haciendo aquí? ¿No sabe leer, puñetero? ¡Usted, puñetero blanco! ¡Lárguese inmediatamente!». El hombre salió con grandes prisas, mirándome como si yo estuviera loco o algo parecido. Y yo, cuando aquel soplapollas se encaminaba a la puerta, le dije: «Ya le advertí que no entrase, estúpido». Aquélla fue la primera ocasión en que insulté a un blanco, que además era mucho mayor que yo.
Otro día, mi padre salió en busca de un hombre blanco que se había metido conmigo llamándome nigger. Salió en su busca con una carabina cargada. No lo encontró, pero prefiero no pensar lo que habría ocurrido si lo hubiese encontrado. Mi padre era un tío de alivio. Era un cabronazo de categoría, pero también era muy peculiar en relación con ciertas cosas. Por ejemplo, se negaba a cruzar determinados puentes que iban de East St. Louis a St. Louis porque decía saber quién los había construido, decía que fueron ladrones y que probablemente no levantaron los puentes lo bastante sólidos porque, sin duda, escatimaban el dinero y los materiales de construcción. Creía de veras que aquellos puentes se hundirían algún día en el Mississippi. Y hasta la hora de su muerte estuvo esperando que se hundieran, perplejo ante el hecho de que el desastre no se producía nunca. No era perfecto. Pero era un hombre orgulloso y que posiblemente, como negro, se anticipó a su época. Mierda, por aquellos días le gustaba incluso jugar al golf. Solía servirle de caddie en el campo del Forest Park de St. Louis.
Era uno de los pilares de la comunidad negra de East St. Louis, tanto por su condición de doctor como porque intervino en política; él y su mejor amigo, el doctor Eubanks, así como otros pocos prominentes ciudadanos negros. Mi padre tenía un peso y una influencia considerables en East St. Louis cuando yo era pequeño. En consecuencia, parte de su importancia la traspasó a sus hijos, y de ahí vino probablemente el que muchas personas, gente de raza negra, nos trataran en East St. Louis, a mi hermano, a mi hermana y a mí, como si de alguna manera fuéramos especiales. Bien, no nos lamían el culo, nada de eso. Pero la mayoría de las veces nos consideraban personas diferentes. Esperaban de nosotros que hiciéramos algo importante. Supongo que aquel tipo de tratamiento especial ayudó a que formáramos respecto a nosotros mismos una actitud positiva. Este género de cosas es valioso para los negros, particularmente para los negros jóvenes que lo que más oyen con referencia a su raza son expresiones negativas de toda clase.
Mi padre era un hombre estricto en lo tocante a la disciplina. Nos inculcó a todos la conciencia de que debíamos guardarnos la mierda dentro. Estoy seguro de haber heredado de él también mi mal carácter. Pero nunca, nunca me maltrató físicamente. Cuando más se enfureció conmigo fue cuando yo tenía unos nueve años y me compró una bicicleta. Debió de ser mi primera bici. Dada mi tendencia a las travesuras, me dediqué a circular en bici por las escaleras. Entonces vivíamos aún en la Quince y Broadway, era antes de trasladarnos a la Diecisiete y Kansas. Sea como fuere, yo bajaba un día en bici por unas escaleras realmente empinadas y llevaba en la boca una vara de visillo. Bajaba a tanta velocidad que no pude parar y me estrellé contra la puerta del garaje que había detrás de la casa. La puerta se abrió por el impacto de la vara que yo llevaba en la boca. Pues bien, cuando mi padre descubrió lo ocurrido se encolerizó tanto que temí que me matara.
Otra ocasión en que se enfureció mucho conmigo fue cuando prendí fuego al cobertizo, es decir, al garaje, y casi quemé la casa entera. Mi padre no dijo nada, pero si las miradas matasen, yo me habría caído redondo. Y más adelante, cuando era algo mayor y creía que sabía conducir, lancé el coche marcha atrás a través de la calle y lo incrusté en un poste de teléfono. Algunos amigos me habían enseñado a conducir, pero mi padre no me dejaba practicar porque yo no tenía licencia. Siendo yo testarudo como era, quise averiguar si podía conducir o no. Cuando él se enteró de que había aplastado el coche no hizo más que sacudir la cabeza.
Lo más divertido que recuerdo que ocurriese cuando yo provocaba algún desastre fue un día que me llevó a St. Louis para comprarme ropa nueva. Supongo que yo tendría once o doce años, que era cuando empezaba a preocuparme del vestir. El caso es que estábamos en vísperas de Pascua y mi padre quería que mi hermana, mi hermano y yo tuviéramos en la iglesia buen aspecto. Así pues, me llevó a St. Louis y me compró un traje cruzado gris, unas botas Thom McAn, una camisa listada de amarillo, una sofisticada gorra tipo casquete y un portamonedas de cuero en el que puso 30 centavos. Equipo completo, ¿no?
Cuando regresamos a casa mi padre subió a recoger algo de su despacho. Yo tenía aquellos 30 centavos quemando simbólicamente el nuevo portamonedas que él acababa de comprarme. Tú entiendes, ¿verdad?, que elegante y pulcro como estaba tenía que gastarme aquel dinero. Por lo tanto, fui al Daut’s Drugstore y le dije al señor Dominic, el propietario, que me diese 25 centavos de soldados de chocolate, unos suculentos bombones que eran entonces mis favoritos. Tres soldados de chocolate costaban un centavo, de modo que me vendió setenta y cinco. Con mi gran bolsa de bombones me instalé delante del despacho de mi padre, erguido como un clavo, y me ocupé de engullir soldados de chocolate a una velocidad de vértigo. Comí tantos que me marearon y empecé a escupirlos. Mi hermana, Dorothy, me vio y pensó que escupía sangre, y corrió a decírselo a mi padre. Vino él entonces, y me dijo: «Dewey, ¿qué estás haciendo? Yo trabajo aquí, la gente viene a visitarme y pensará que he matado a alguien, pensará que todo este chocolate es sangre seca, de modo que vete inmediatamente a casa».
Otro día, también en vísperas de Pascua, creo que fue el siguiente año, mi padre me compró un conjunto para ir a la iglesia, un traje azul con pantalones cortos y calcetines. Por el camino, cuando mi hermana y yo nos dirigíamos a los oficios, vi a algunos de mis chicos jugando en el edificio de una antigua fábrica. Me pidieron que me uniera a ellos y yo le dije a mi hermana que siguiera y que ya la alcanzaría. Entré en aquel edificio, y de repente estaba tan oscuro que no vi nada. Tropecé, caí y me puse a arrastrarme a ciegas. Con mi traje de estreno fui a parar a una charca de agua sucia. Y era Pascua. Imagina cómo me sentí. Naturalmente, no fui a la iglesia. Me volví a casa, y mi padre no hizo nada. Pero me dijo que si yo persistía en «dar otros traspiés como aquél, y se suponía que no debía darlos, me patearía el jodido culo». Con eso consiguió que no cometiera más tonterías de aquel tipo. Porque mi padre dijo: «El charco donde has caído podía haber sido de ácido o vete a saber de qué. Podrías haber muerto por meterte en aquel lugar oscuro y que no conocías. Así que no vuelvas a hacerlo». Y no volví a hacerlo.
Así pues, no era precisamente mi traje nuevo lo que le preocupaba. Le tuvo sin cuidado que lo arruinase. Quien le preocupaba era yo. Nunca olvidé eso, que era yo quien le preocupaba, y siempre nos llevamos bien. Me respaldó al cien por cien fuera lo que fuese lo que yo pretendía hacer, y creo que su confianza en mí propició el que yo confiara también en mí mismo.
En cambio, mi madre me sacaba la mierda a palos por cualquier nadería. Era tan partidaria del azote que una vez, cuando no pudo zurrarme personalmente porque estaba enferma o no sé qué, encargó a mi padre que lo hiciera. Él me llevó a una habitación, cerró la puerta y me dijo que gritara como si estuviera pegándome. «Arma un poco de ruido, como si te pegase», recuerdo que fueron sus palabras. Y luego recuerdo que yo berreaba a pleno pulmón y que él, sentado, me miraba con ojos de acero. Fue divertido de veras, tío. Sin embargo, hoy, cuando pienso en ello, casi preferiría que me hubiese zurrado a que me mirase de la manera que solía, no mirándome propiamente, sino mirando a través de mí como si yo no fuera nadie, no fuera nada. Cuando lo hacía, conseguía que yo sintiera que realmente no era nada, y esa sensación era peor de lo que pudo haber sido cualquier azote.
Mi madre y mi padre se llevaban mal. La mayoría de las cosas las veían con diferentes ojos. Habían regañado desde que yo era pequeño. La única cosa que en toda mi vida vi que realmente los uniera fue, después, mi adición a la heroína. Cuando esto ocurrió, ambos parecieron olvidar sus diferencias y se esforzaron juntos por intentar salvarme. Con excepción de aquella época, me dieron siempre la sensación de vivir como perro y gato.
Recuerdo perfectamente a mi madre cogiendo cosas y tirándoselas a mi padre, mientras le gritaba perversidades e insultos varios. En ocasiones, él se enfadaba tanto que también agarraba algo, cualquier cosa de que pudiese echar mano, una radio, la campanilla del comedor, lo que fuere, y se la tiraba a ella a la cabeza. Ella chillaba: «¡Tú quieres matarme, Dewey!». Recuerdo que una vez, tras una discusión, mi padre salió a ventilarse un poco, y al regresar se encontró con que mi madre se negaba a abrirle la puerta y dejarlo entrar. Él había olvidado su llave. Estaba fuera, vociferando para que mi madre le abriese, y ella ni hablar. La puerta era una de esas de cristales por las que se puede ver a través. Mi padre se enfureció tanto que a través del cristal le pegó a mi madre un puñetazo en la boca. Le arrancó un par de dientes. Habrían vivido mejor separados, pero se daban pena uno al otro, hasta que de todos modos terminaron divorciándose.
Supongo que parte de su problema era que tenían distinto temperamento. Pero no era sólo eso. Desarrollaron una típica relación médico–esposa, en la que él raramente estaba en casa. A nosotros, los chicos, no nos preocupaba demasiado, porque constantemente estábamos haciendo una u otra cosa, pero seguro que a mi madre sí le preocupaba, y mucho. Y la situación empeoró cuando mi padre intervino en política, pues entonces todavía pasaba en casa menos tiempo. Por añadidura, parecían estar constantemente riñendo por cuestiones de dinero, a pesar de que a mi padre se le consideraba rico. Y en realidad lo era, para ser negro.
Recuerdo un tiempo en que presentó su candidatura como representante por el estado de Illinois. Concurría a las elecciones porque quería instalar una estación contra incendios en Millstadt, donde tenía una granja. Algunos blancos pretendieron darle dinero a cambio de que no concurriese, pero él siguió con la suya y perdió la elección. Mi madre las tomó con él por no haber aceptado el dinero; decía que pudo haberlo destinado a tomarse unas buenas vacaciones o algo así. Además, estaba enojada con mi padre porque había perdido la mayor parte de su fortuna en las mesas de juego. Cierto, perdió como mínimo un millón de dólares. Y a ella nunca le gustó aquella mierda de política radical en que mi padre se metió. A pesar de todo, después, cuando ya se habían separado, mi madre me dijo que si hubiera podido empezar de nuevo habría tratado a mi padre de manera distinta. Entonces, sin embargo, era ya demasiado tarde.
Ninguno de los problemas de nuestros padres parecían empañar la diversión de que mi hermana, mi hermano y yo disfrutábamos, aunque mirando atrás sospecho que no debe de haber sido exactamente así. De un modo u otro tenía que afectarnos, aunque en realidad no sé cómo. En aquellos días me limitaba a pensar que vaya tabarra era verlos peleándose sin parar. Como he dicho, mi madre y yo no congeniábamos demasiado, así que supongo que le echaba a ella todas las culpas. Sé que la hermana de mi padre, Corrine, sí la culpaba, porque mi madre nunca le gustó.
Mi tía Corrine tenía un montón de dinero y de mierda, y todo el mundo opinaba que era tan rara como puñetera. Yo también. No obstante, mi padre y su hermana estaban muy unidos. Y aunque ella se había opuesto a la boda de él con mi madre, la gente contaba que cuando se casaron mi tía imploró: «Dios mío, ayuda a esa pobre mujer, que no sabe en qué lío se mete».
Mi tía Corrine era doctora en metafísica o en algo parecido. Tenía el despacho junto al de mi padre, anunciado por un rótulo que decía: «Doctora Corrine. Lectora. Sanadora», con una mano abierta de cara a quien miraba. Lo de lectora, por supuesto, significaba que leía el futuro de las personas. Estaba en su despacho con unas velas encendidas y toda la farándula y fumando cigarrillos. Tío, estaba allí, detrás de nubes de humo, hablando de mierdas raras. A la gente le daba un cierto miedo; algunos pensaban que era una bruja o alguna clase de reina vudú. A mí me quería. Pero debía de pensar que el raro era yo, porque en cuanto entraba en su despacho empezaba a encender las velas y a fumar cigarrillos. Yo no era raro: eso lo creía ella.
A nosotros, los chicos (mi hermana, mi hermano y yo), nos gustaban las actividades artísticas desde que éramos pequeños, especialmente a Vernon y a mí, pero también a Dorothy. Siendo adolescentes, antes incluso, solíamos montar nuestros propios espectáculos. Empezamos cuando todavía vivíamos en la Quince y Broadway; calculo, pues, que yo debía de tener nueve o diez años. Sea como fuere, empezaba apenas a tocar la trompeta, solamente empezaba. Como creo haber dicho, me la había regalado el tío Johnny. Bien, pues yo tocaba la trompeta, lo poco que entonces podía tocar, y Dorothy tocaba el piano. Vernon bailaba. Lo pasábamos estupendamente. Dorothy sabía tocar unas pocas canciones de iglesia; aparte de eso, nada. Lo que más hacíamos eran cosas de risa, imitaciones, números cómicos, o juicios de camelo en los que yo era el juez. Tío, un juez duro y exigente. Vernon siempre bailaba, dibujaba o cantaba. Por ejemplo, él cantaba y Dorothy bailaba. Por aquella época, mi madre la enviaba a una escuela de danza, pero aunque no hubiera sido así habría bailado igualmente. Confieso, sin embargo, que cuando me hice un poco mayor me tomé las cosas mucho más en serio, sobre todo en lo concerniente a mi relación con la música.
A la música, en realidad, le presté atención por primera vez escuchando un programa de radio titulado Harlem Rhythms. Tenía siete u ocho años. El programa lo daban cada día a las nueve menos cuarto, y por escucharlo llegaba tarde a la escuela incontables veces. Pero tenía que escucharlo, tío, tenía que escucharlo por fuerza. La mayoría de las bandas que tocaban eran negras, y si en alguna ocasión la banda era blanca, tú, apagaba la radio, a no ser que actuaran Harry James o Bobby Hackett. Aquel programa era realmente importante. Todas las grandes bandas negras pasaban por él, y recuerdo cómo me fascinaron los discos de Louis Armstrong, Jimmie Lunceford, Lionel Hampton, Count Basie, Bessie Smith, Duke Ellington y el lote completo de los otros geniales hijoputas que ofrecía el programa. Poco después, cuando cumplí nueve o diez años, empecé a recibir clases particulares de música.
Pero antes de las lecciones recuerdo también cómo sonaba la música allá en Arkansas, cuando iba a visitar a mi abuelo; especialmente en los oficios religiosos del sábado por la noche. Tío, aquella mierda sí te jodía. Yo debía de tener seis o siete años. Caminábamos por aquellos caminos rurales en la oscuridad de la noche, y de repente nos llegaba la música dirías que de ninguna parte, de los árboles fantasmales donde todos murmuraban que vivían los espíritus. En fin, estábamos a un lado del camino, yo y quienquiera que viniese conmigo, uno de mis tíos o mi primo James, y recuerdo que alguien tocaba la guitarra al estilo de B. B. King. Y recuerdo que un hombre y una mujer cantaban ¡y hablaban de echar un polvo! Mierda, aquella música era algo, especialmente la mujer que cantaba. Estoy seguro de que la esencia de todo aquello quedó dentro de mí, ¿entiendes a lo que me refiero? Aquella clase de sonido, aquellos blues, la iglesia, aquella especie de temor en los caminos solitarios, y aquel ritmo campesinos, tan del Sur, tan del Medio Oeste. Creo que empezaron a metérseme en la sangre en aquellos caminos solitarios de Arkansas, llenos de espectros después de anochecer, cuando las lechuzas salen a ulular. Por ello, cuando empecé a tomar lecciones de música debía de tener ya, supongo, alguna idea de cómo quería que sonase mi propia música.
La música es una cosa curiosa cuando te pones a pensar en ella en serio. Porque, si es difícil precisar dónde empezó todo para mí, creo que algo tuvo que haber empezado en aquel camino de Arkansas, y algo en aquel programa de radio titulado Harlem Rhythms. Cuando entré en la música, continué en ella hasta llegar al fondo; no tuve tiempo para nada más.