HACIA LA ÉPOCA DE MIS DOCE AÑOS, la música se había convertido en lo más importante de mi vida. Probablemente no me di cuenta entonces de su verdadera importancia, pero mirando atrás veo claramente lo que representaba para mí. Todavía jugaba al béisbol y al fútbol, todavía vagabundeaba con mis amigos, como Millard Curtis y Darnell Moore. Pero me tomaba en serio las lecciones de trompeta y sentía por mi instrumento sincero interés.
Recuerdo haber asistido a un campamento de boy scouts cercano a Waterloo, Illinois, cuando tenía doce o trece años. Era el Camp Vanderventer, y el señor Mays, nuestro jefe, supo que yo tocaba la trompeta. Me encomendó la misión de tocar silencio y diana. Recuerdo cuánto me enorgulleció que me lo encargase a mí, eligiéndome entre todos los demás. De lo cual deduzco que por entonces ya empezaba a tocar bien.
Sin embargo, no empecé de verdad a definirme como músico hasta que dejé la Attucks Junior High y pasé a la Lincoln High School. Mi primer gran maestro, Elwood Buchanan, estaba en ella. La Lincoln era a la vez una escuela media y superior; ingresé en la media y continué allí hasta graduarme. Cuando comencé a tocar en la banda era el más joven de todos. Después de mi padre, el señor Buchanan fue quien hasta aquel momento ejerció mayor influencia en mi vida; fue, definitivamente, la persona que me introdujo de lleno en la música. Con él supe que quería ser músico, músico y nada más.
El señor Buchanan era uno de los pacientes y compañeros de copas de mi padre. Éste le dijo cuánto me interesaba yo por la música y, concretamente, por tocar la trompeta, así que él se ofreció a darme lecciones, y de ahí vino todo. Yo asistía aún a la Attucks cuando recibí las primeras lecciones del señor Buchanan. Luego, tras haber ingresado en la Lincoln High School, él continuó ocupándose de mí para de un modo u otro llevarme por el buen camino.
Al cumplir trece años, mi padre me compró una trompeta nueva. Mi madre quería que tuviese un violín, pero el criterio de mi padre se impuso. Esto provocó entre ambos una gran disputa, de la cual mi madre, sin embargo, se rehízo pronto. Pero en el fondo fue el señor Buchanan el instigador de que yo recibiese una trompeta nueva, pues él sabía hasta qué punto deseaba tocar.
Más o menos por aquel tiempo se iniciaron mis serias divergencias con mi madre. Hasta entonces se habían producido en torno a pequeñeces. Pero, de pronto, parecieron precipitarse cuesta abajo. No sé realmente cuál era mi problema con mi madre, aunque sospecho que tenía algo que ver con el hecho de que no me hablara con franqueza. Seguía empeñada en tratarme como si yo fuera todavía un niño pequeño, que era la forma en que trataba a mi hermano Vernon. Pienso incluso que esto guarda relación con que Vernon terminase siendo homosexual. Las mujeres, mi madre, mi hermana y mi abuela, siempre trataron a Vernon como si fuera una chica. En cambio, yo no admitía de ellas ni una gota de aquella mierda. Conmigo, era una cuestión de hablarme claro o no hablarme en absoluto. Mi padre le dijo a mi madre que me dejara en paz cuando empezábamos a tener problemas. Y ella así lo hizo casi siempre, a pesar de lo cual sostuvimos serias disputas; que no impidieron, sin embargo, que mi madre me comprase dos discos, uno de Duke Ellington y otro de Art Tatum. Estos discos solía escucharlos constantemente y me ayudaron mucho, más adelante, en mi comprensión del jazz.
Debido a que el señor Buchanan ya me había dado lecciones de trompeta en la Attucks, antes de que ingresara en la Lincoln, yo iba adelantado en el manejo del instrumento. Tocaba ya bastante bien. Después, en la escuela superior, empecé también a estudiar con un gran profesor alemán llamado Gustav, que vivía en St. Louis y era primer trompeta en la St. Louis Symphony Orchestra. Era un auténtico hijoputa. Además hacía para las trompetas estupendas boquillas: incluso hoy sigo utilizando uno de sus diseños.
En la Lincoln, la banda, bajo la dirección del señor Buchanan, era verdaderamente la hostia. Teníamos una sección de cornetas y trompetas sensacional. La formábamos yo, Ralaigh McDaniels, Red Bonner, Duck McWaters y Frank Gully, que era el primer trompeta y un perfecto hijoputa. Tenía unos tres años más que yo. Como yo era el más bajito y el más joven de la banda, algunos de los chicos se metían conmigo. Pero también era travieso y hacía a los demás algunas jugarretas de mierda: cuando los tíos no miraban les disparaba bolitas de papel mascado, o les pegaba un pescozón y escondía la mano, cosas así; ya sabes, niñerías, gilipolleces de adolescentes, nada serio.
A todo el mundo parecía siempre gustarle mi tono, que en cierto modo había tomado de la forma en que entonces tocaba el señor Buchanan. Esto por lo que se refiere a la corneta. De hecho, Red y Frank y todos los demás que tocaban la corneta o la trompeta en la banda se pasaban de uno a otro el instrumento del señor Buchanan; si no me equivoco, yo era el único en la sección que tenía instrumento propio. Pero, aun siendo todos ellos mayores que yo, y teniendo yo mucho que aprender aún, me daban ánimo, aprobaban mi sonido y la forma en que enfocaba la interpretación. Constantemente me decían que tenía mucha imaginación musical.
El señor Buchanan nos hacía tocar estrictamente pasacalles y mierdas así: oberturas, música de fondo bien acreditada, las marchas de John Philip Sousa. No nos dejaba tocar jazz cuando él estaba presente, pero en cuanto salía un rato del local de la banda intentábamos tocar alguna otra cosa, a ver qué. Uno de los consejos más sofisticados que el señor Buchanan me dio fue no introducir vibratos en mi tono. Al principio me gustaba tocar con vibrato porque era la forma en que la mayoría de los trompetistas de moda tocaban entonces el instrumento. Un día, cuando estaba tocando con ese estilo, a vibrato pleno, el señor Buchanan hizo parar la banda y me dijo: «Mira, Miles, no nos vengas aquí con ese cuento a lo Harry James, tocando con todo ese vibrato. Basta de trinar y hacer temblar las notas, que ya te temblarán bastante cuando seas viejo. Toca con franqueza, sin artificios, desarrollando tu propio estilo, porque puedes hacerlo. Tienes talento suficiente para ser un trompetista distinto».
Tío, nunca olvidé aquello, aunque entonces me turbase y me doliera. A mí me entusiasmaba el estilo de Harry James, pero después de la advertencia del señor Buchanan empecé a olvidarme de James y comprendí que mi maestro tenía razón. Por lo menos con respecto a mí.
Por la época en que estaba en la escuela superior empecé también a tomarme en serio mi forma de vestir. Empecé a cuidar mi apariencia, procurando que fuera mundana, a la moda y todo eso, porque por entonces las chicas empezaban, asimismo, a prestarme atención, a pesar de que a los catorce años ellas todavía no me interesaban de verdad. Así pues, comencé a vestir con elegancia, dedicando mucho tiempo a seleccionar la ropa que me ponía y con la que asistía a la escuela. Yo y un par de amigos míos, también preocupados por el vestir, comparábamos nuestras observaciones sobre lo que estaba al día y lo que no. A mí me gustaban los trajes, entonces, al estilo Fred Astaire y Cary Grant, de manera que adopté un aire sofisticado, entre inglés y negro: trajes de Brooks Brothers, zapatos de suela gruesa, pantalones de cintura alta, camisas de cuello alto y tan almidonado que a duras penas podía mover la cabeza.
Una de las cosas más importantes que me ocurrieron en la escuela superior, aparte de estudiar con el señor Buchanan, fue que en cierta ocasión la banda fue a tocar a Carbondale, Illinois, y allí conocí a Clark Terry, el trompetista. Se convirtió en mi ídolo, con el instrumento, claro. Era mayor que yo, compañero de copas del señor Buchanan. En resumidas cuentas, fuimos a Carbondale a tocar, y yo vi a un tipo singular y me fui directo a él y le pregunté si tocaba la trompeta. Él se volvió y me preguntó cómo había adivinado que tocaba la trompeta. Le dije que se notaba en la forma de sus labios. Yo vestía el uniforme de la banda de la escuela y Clark, una chaqueta dandi con un bonito pañuelo en el cuello. Calzaba zapatos de suela gruesa, dandis como la chaqueta o más, y en la cabeza llevaba un gran sombrero sesgado. Le dije que, además, podía ver que era un trompetista por la elegante camisa que usaba. Él me sonrió, más o menos, y respondió algo que he olvidado. Después, cuando le hice otras preguntas sobre la trompeta, trató de darse lustre diciendo que «no quería hablar de trompetas con tantas chicas bonitas brincando alrededor». Clark estaba en aquel tiempo muy dedicado a las chicas, y yo no. De modo que me dolió lo que había dicho. La siguiente vez que nos vimos fue una historia completamente distinta. Pero nunca olvidé aquella ocasión en que Clark y yo nos conocimos, ni lo sofisticado que era él. Porque aquel día decidí que yo iba a ser tan sofisticado, o más aún, en cuanto dispusiera de dinero propio.
Empecé a andar por ahí con mi amigo Bobby Danzig. Bobby tenía la misma edad que yo y era un demonio como trompetista. Solíamos deambular escuchando música y tocando si nos dejaban. A todas partes íbamos juntos, los dos muy bien vestidos; incluso diría que nos parecíamos. Pero él era más abierto que yo. Identificaba a un hijoputa en seguida. Macho, íbamos a un club y escuchábamos a una banda, y si el trompetista no tenía una buena postura, o veía al batería con los tambores mal colocados, Bobby decía: «Vámonos de aquí, tú, porque ese hijoputa es incapaz de tocar. Mira cómo ha plantado los trastos el batería, tío: están mal. Y mira cómo se sitúa el trompetista. Jodida posición, fíjate. ¡Se adivina que ese hijoputa no podrá tocar en la vida si continúa exhibiéndose así en el escenario! ¡Mejor será que nos larguemos!».
Tío, Bobby Danzig era un fuera de serie. Un gran trompetista, pero, si cabe, un carterista todavía mejor. Tomaba uno de aquellos tranvías que entonces circulaban por St. Louis, y cuando llegaba al final del trayecto se había agenciado de promedio 300 dólares, bastante más si tenía un buen día. Conocí a Bobby a los dieciséis años y creo que él era de mi misma edad. Nos inscribimos juntos en el sindicato y juntos íbamos a todas partes. Bobby fue mi primer amigo músico, mi compañero constante. Como he dicho, fue él quien me acompañó al Riviera cuando fui allí a mi audición de prueba con la banda de Billy Eckstine, y podía tocar la trompeta como un hijoputa. Más adelante hice buena amistad con Clark Terry, pero Clark era seis años mayor que yo y digamos que escuchábamos la música por auriculares diferentes; en cambio, Bobby estaba de lleno en todo aquello que nos gustaba hacer juntos. Con excepción de robar carteras, que a mí no me gustaba y a él sí. En eso era el mejor que he conocido.
Después de estudiar trompeta con el señor Buchanan empecé a estudiarla con un gran maestro llamado Gustav, a quien ya he mencionado, que tocaba en la St. Louis Symphony Orchestra. Además hacía unas boquillas de trompeta estupendas, y todavía hoy uso yo una boquilla diseñada por él. Por otra parte, Gustav enseñaba a un trompetista llamado Levi Maddison. Levi era su discípulo estrella y, tío, vaya hijoputa. En aquella época, alrededor de 1940, St. Louis era una ciudad privilegiada en cuanto a trompetistas, y Levi era uno de los mejores, si no el mejor. Sin embargo, también era un hijoputa loco que andaba por ahí riéndose constantemente de sí mismo. Si se ponía a reír por lo que fuera no podía parar. Mucha gente decía que se reía de aquel modo porque estaba desesperado. No sé respecto a qué estaría desesperado, pero sí sé con seguridad que sabía tocar la trompeta. Me gustaba contemplarlo. La trompeta era como una prolongación de su persona. Aunque lo cierto es que todos los trompetistas de St. Louis tocaban igual: Harold Shorty Baker, Clark Terry, incluso yo. Todos tocábamos con el mismo estilo, teníamos lo que yo llamaba el «estilo St. Louis».
Levi sonreía siempre, no se apartaba de sus ojos aquella mirada demente. Aquel aire distante. Aquella ausencia. Cada dos por tres le encerraban en el manicomio por unos días. Nunca hizo daño a nadie, no era violento ni cosa parecida. Pero imagino que la gente, en aquella época, no quería correr riesgos. Algún tiempo después, cuando dejé St. Louis para vivir en Nueva York, cada vez que volvía a casa iba a visitar a Levi. Generalmente era difícil encontrarlo. Cuando lo encontraba, sin embargo, le pedía que se llevara la trompeta a la boca, simplemente porque me gustaba su manera de sostenerla. Y él lo hacía, con una amplia sonrisa en el rostro. Luego, una de las veces que regresé a St. Louis, no pude encontrarlo. Me dijeron que un día empezó a reír y no pudo parar. De modo que lo llevaron al manicomio y jamás volvió a salir. O por lo menos nadie volvió a verlo. Pero las cosas que Levi era capaz de hacer con la trompeta te desmontaban, tío: como músico era el demonio. Cuando cogía el instrumento ya presentías su tono, su brillo, ¿entiendes? Nadie más tenía aquella facultad, y hoy es el día en que todavía he de oír un tono comparable al suyo. Era casi como el mío, pero más rotundo; algo entre el de Freddie Webster y el mío. Y Levi tenía un no sé qué cuando cogía la trompeta que sabías que estabas a punto de oír algo que jamás en la vida habías oído antes. Sólo pocas personas tenían aquella aptitud. Dizzy la tenía y yo creo que la tengo. Pero Levi era el hombre. Era un hijoputa. Si no se hubiera vuelto loco y no hubiese desaparecido en el manicomio, todo el mundo hablaría hoy de él.
Gustav me decía que yo era el peor trompetista del mundo. Pero más tarde, cuando Dizzy se hizo una herida en el labio que no se curaba y fue a ver a Gustav para que le cambiara la boquilla, me contó que Gus le había dicho que yo era su mejor alumno. Lo único que sé es que Gus nunca dijo aquello delante de mí.
Quizá Gus pensaba que diciéndome que yo era su peor estudiante me incitaría a esforzarme más en tocar. Quizá pensaba que aquél era el sistema para sacar de mí lo mejor. No lo sé. Pero no me preocupó. Mientras me enseñara durante media hora por los dos dólares y medio que le pagaba, que dijera lo que se le antojase. Gus era un técnico. Podía tocar escalas cromáticas hasta dos veces de un solo aliento. Alguien. Sin embargo, por la época en que recibía lecciones suyas, yo ya tenía cierta confianza en mi forma de tocar. Sabía que quería ser músico, y por ello todo cuanto hacía me conducía en aquella dirección.
Mientras estaba en la escuela superior empecé a tratar a un pianista llamado Emmanuel St. Claire Duke Brooks. (Su sobrino, Richard Brooks, que jugó en la selección nacional de fútbol, es hoy rector de la Escuela Elemental Miles Davis.) Recibió el sobrenombre de Duke porque conocía y podía tocar toda la música de Duke Ellington. Solía actuar con el bajo Jimmy Blanton en un local llamado Red Inn, al otro lado de la calle donde yo vivía. Duke Brooks era dos o tres años mayor que yo, pero tuvo sobre mí gran influencia porque estaba de lleno en la nueva música que surgía entonces.
Duke Brooks era un diablo como pianista. Tío, el muy hijoputa, tocaba como Art Tatum. Solía enseñarme acordes y esas cosas. Vivía en East St. Louis y tenía en casa de sus padres una habitación independiente, con entrada aparte. Yo le oía practicar cuando pasaba por allí a la hora del almuerzo, camino de la Lincoln High School. Estaba a dos o tres manzanas de la escuela. Fumaba porros a pares, y creo que fue la primera persona a quien vi fumarlos. Nunca los fumé con él, sin embargo. Los porros no me decían ni me dicen nada. Por otra parte, en aquella época, yo ni siquiera bebía.
Duke, andando el tiempo, se mató viajando de matute en un tren, en algún lugar de Pennsylvania. Iba en uno de esos vagones que transportan arena y grava. Según oí, toda aquella mierda le cayó encima y murió asfixiado. Creo que fue en 1945. Todavía le echo de menos y pienso en él, incluso hoy. Era un diablo de músico, y si no se hubiese matado se habría convertido en uno de los grandes hijoputas de la escena musical.
Yo empezaba a tocar la trompeta en el estilo corrido que entonces se oía en St. Louis. Duke, yo y un batería llamado Nick Haywood, que era jorobado, formamos un pequeño conjunto. Procurábamos generalmente tocar como los negros que Benny Goodman tenía en su banda. Benny tenía un pianista negro que se llamaba Teddy Wilson. Pero Duke tocaba de una manera más sofisticada que Teddy Wilson. Duke tocaba entonces el piano como Nat King Cole. Así era de refinado Duke.
Los únicos discos que compramos en aquel período eran principalmente los que retiraban de los jukebox y te vendían por cinco céntimos. Y si no tenías el dinero para comprarlos, no te quedaba más remedio que ir y aprenderlos a fuerza de oírlos en la máquina. En aquel tiempo yo tocaba de oído, puramente de memoria. En todo caso, nuestro pequeño conjunto interpretaba piezas como «Airmail Special». Siempre con aquellos acentos sofisticados. Duke era tan hijoputa al piano que me hacía tocar en el mismo estilo corrido que él.
Por entonces yo empezaba a tener un poco de fama en los medios de East St. Louis como trompetista prometedor. La gente, quiero decir, los músicos, pensaban que podía tocar, pero yo no era tan vanidoso como para admitirlo abiertamente. Aunque, sí, comenzaba a considerar respecto a mí mismo que ya podía tocar tan bien como cualquiera de los hijoputas que andaban por allí. De hecho, probablemente pensaba que podía tocar mejor, porque en lo que concernía a leer música y recordar las partes tenía una memoria fotográfica. Nada se me olvidaba. Asimismo, gracias a mi trabajo con el señor Buchanan y a haber frecuentado a tipos como Duke Brooks y Levi Maddison estaba mejorando como solista. De modo que muchas cosas empezaban a encajar. Algunos de los mejores músicos de East St. Louis querían que tocara con ellos. Comenzaba a creerme el tipo más en la onda de todo el cotarro.
Quizás una de las razones de que no me vanagloriase de ello era que el señor Buchanan, en la Lincoln High School, seguía apremiándome a que mejorase. Aunque en la banda se inclinaba por mí después de haberse graduado Frank Gully (yo tocaba la mayoría de las primeras partes), continuaba tratándome con dureza en muchas ocasiones. Me decía que mi sonido era demasiado pobre, o que a veces no me oía. Pero él siempre había sido así: duro contigo, especialmente si creía que llegarías a tocar bien. Cierto día, cuando era pequeño y todos pensaban que estudiaría para dentista, el señor Buchanan le dijo a mi padre: «Doc, Miles no será dentista. Será músico». Por lo tanto, ya entonces había visto algo en mí. Más tarde me confesó que había sido mi curiosidad, mi afán de saberlo todo sobre la música. Aquél era mi estímulo; aquello era lo que constantemente me empujaba hacia delante.
Duke Brooks y Nick Haywood, otros tipos, y yo mismo, tocábamos con frecuencia en un local llamado Huff’s Beer Garden. Algunas veces, también Frank Gully tocaba allí con nosotros. Ganábamos un poco de calderilla los sábados. Pero ni de lejos podía considerarse aquello una meta: eran sesiones informales por simple diversión. Algo parecido hacíamos por todo East St. Louis: clubes y centros sociales, centros religiosos, cualquier lugar donde pudiéramos tocar. Con suerte, ganábamos hasta seis dólares por noche. Generalmente ensayábamos en el sótano de mi casa. Tío, y vaya si tocábamos fuerte. Recuerdo que una vez mi padre fue a Huff’s para oírnos tocar. Cuando al día siguiente me lo contó, dijo que lo único que pudo oír había sido la batería. Por lo demás, intentábamos tocar todo lo de Harry James. Y algún tiempo después yo dejé la banda, pues, salvo porque Duke tocaba en ella, ya no me despertaba el menor interés.
El no pensar en otra cosa que la música me apartó de las guerras entre pandillas y de toda aquella mierda, y limitó el tiempo que antes había dedicado al deporte. Aprovechaba para practicar con mi trompeta en todas las ocasiones que se me presentaban; deambulaba de un lado a otro, tratando incluso de aprender a tocar el piano. Supe pronto cómo improvisar y profundicé realmente en el jazz. Quería ser capaz de tocar las cosas que oía tocar a Harry James. En consecuencia, no tardé en cansarme de escuchar a los vulgares hijoputas que no podían tocar con sofisticación. Algunos de aquellos tíos, que estaban muy poco avanzados en música, empezaron a burlarse de mí por intentar tocar la música nueva. Pero a mí me importaba una mierda lo que pensaran: sabía que estaba en el buen camino.
Tenía unos dieciséis años cuando se me presentó la ocasión de hacer algunos bolos fuera de la ciudad: en Belleville, Illinois, y sitios así. Mi madre dijo que podía tocar los fines de semana. Me acompañaba un tipo llamado Pickett. Generalmente tocábamos cosas como «Intermezzo», «Honeysuckle Rose» y «Body and Soul». Yo me limitaba a la melodía, porque no cabía ni pensar en mayores complicaciones. Ganábamos cuatro perras. Pero aprendía constantemente. Pickett interpretaba el tipo de música adecuado a los paradores de carretera, lo que algunos llaman música de tasca o de taberna. Ya me entiendes. Lo que se tocaba en los clubes negros «del balde de sangre». El «balde de sangre» se refería a las peleas que normalmente se producían en aquellos clubes. Pero al cabo de un tiempo me cansé de preguntar cuándo iba a poder despegarme y tocar las cosas sofisticadas a que me había aficionado. Poco después abandoné la banda de Pickett.
Por aquella época, a mis quince o dieciséis años, aprendí a tocar escalas cromáticas. El día que empecé con aquello, todos en la banda de la Lincoln pararon y me preguntaron qué demonios hacía. A partir de entonces me miraron de forma diferente. Además, Duke y yo comenzábamos a participar en jam sessions en Brooklyn, Illinois, que está a poca distancia por la carretera de East St. Louis. Uno de los mejores amigos de mi padre era el alcalde de Brooklyn, por lo cual me dejaba tocar a pesar de que yo no tenía aún edad para actuar en los clubs. Un puñado de músicos realmente buenos tocaba en los barcos fluviales que recorrían el Mississippi entre Nueva Orleans y St. Louis. Se les podía encontrar casi siempre en aquellos locales de Brooklyn que no cerraban en toda la noche. Tío, esos sitios hervían, especialmente los fines de semana.
East St. Louis y St. Louis eran poblaciones rurales llenas de gente del campo. Las dos ciudades eran y son extremadamente conservadoras, en particular los blancos de los alrededores: auténticos campesinos, racistas hasta la médula. Los negros de East St. Louis y St. Louis también eran campesinos, pero, a su modo, refinados en su ambiente rural. Formaban una comunidad relativamente progresista y sofisticada. En mis tiempos, gran parte de la gente de por allí tenía muchísimo estilo, y probablemente sigue teniéndolo. Los negros de la zona son, en cierto modo, diferentes de los negros de otros lugares. Y supongo que, cuando yo era niño, ello se debía a que la gente, especialmente los músicos negros, iban y venían con frecuencia de Nueva Orleans. St. Louis, por otra parte, está cerca de Chicago y Kansas City, de modo que quienes viajaban traían a su regreso a East St. Louis los diferentes estilos surgidos en aquellas ciudades, la última moda, las nuevas ideas.
Había entonces grandes inquietudes entre los negros. Cuando terminaba la vida nocturna de St. Louis, la gente de allí se trasladaba a Brooklyn para escuchar música y andar de parranda hasta el día siguiente. Los habitantes de East St. Louis y St. Louis se hinchaban a trabajar en los mataderos y en los almacenes de los asentadores. Comprenderás que cuando salían del trabajo estaban como locos. No aguantaban estupideces de nadie, habrían dejado seco en el acto a cualquiera que les fastidiase con alguna gilipollez. Por ello se tomaban tan en serio el ir de parranda y escuchar música. Por eso me gustaba a mí tanto tocar en Brooklyn. La gente acudía realmente a escuchar lo que tocabas. Si lo que tocabas no les interesaba, la gente de Brooklyn te lo hacía saber rápidamente. Siempre he apreciado la honestidad y no soporto que las personas sean de otra manera.
Por aquella época empezaba a ganar un poco de dinero, no mucho. Mis profesores de la Lincoln sabían que mis intenciones de ser músico eran auténticas. Varios de ellos me habían oído en Brooklyn los fines de semana o en una que otra jam session. Pero yo tenía buen cuidado de no fallar en los estudios, a sabiendas de que ni mi madre ni mi padre me dejarían tocar si los descuidaba. En consecuencia, estudiaba todavía más.
A los dieciséis años conocí a Irene Birth, que iba a la Lincoln conmigo. Tenía unos pies verdaderamente preciosos. Yo he sentido siempre una gran atracción por los pies bien formados. Irene medía aproximadamente metro sesenta y ocho y pesaría unos cuarenta y siete kilos escasos. Una mujer esbelta, de figura realmente bonita: me recordaba el cuerpo de una bailarina. Su color era semiamarillento; ya sabes, esa especie de piel clara más bien vulgar. Aparte de su belleza y su sofisticación, y su magnífico cuerpo, lo que de veras me atraían eran sus pies. Era un poco mayor que yo, creo que nació el 12 de mayo de 1923, y en la escuela estaba un par de cursos más avanzada. Pero me gustaba y yo le gustaba, y fue la primera novia auténtica que tuve.
Vivía en la zona alta de Goose Hill, que es la parte de East St. Louis situada al otro lado de los almacenes de los asentadores y de los corrales donde éstos solían encerrar vacas y cerdos cuando los descargaban de los trenes. Era un barrio pobre y negro. Había en el aire un mal olor permanente, a carne y pelo quemados. El olor del estiércol de vaca se mezclaba con aquel olor de muerte. Qué olor tan raro, tan fétido. En todo caso, desde allí a donde yo vivía había mucha distancia, a pesar de lo cual solía desplazarme a pie para ver a Irene. Unas veces solo, otras con mi amigo Millard Curtis, quien por entonces era una estrella del fútbol y del baloncesto; capitán, creo, del equipo de fútbol, o algo así.
Yo estaba completamente colado por Irene. Con ella tuve mi primer orgasmo. Recuerdo que la primera vez que me corrí pensé que tenía que mear y me levanté de un salto y volé al cuarto de baño. Ya antes me había corrido durmiendo, pero, tío, nunca había experimentado nada comparable a aquella primera descarga. Los fines de semana, Irene y yo tomábamos generalmente el tranvía que cruzaba el Mississippi por el puente y llevaba a St. Louis. Íbamos hasta Sarah y Finney, entonces el barrio negro más rico, y al Comet Theatre, también el mejor cine negro de la ciudad. El trayecto completo de los dos costaba unos cuarenta centavos. Yo tenía la costumbre de llevarme la trompeta adondequiera que fuéramos, porque pensaba que podía surgir la ocasión de tocar. Quería estar siempre a punto por si la ocasión se presentaba, y alguna se presentó.
Irene solía bailar en uno de aquellos grupos que había por East St. Louis. Bailaba de verdad. Yo nunca he sido un gran bailarín. Pero podía bailar con Irene por una razón: ella parecía capaz de sacarme de dentro toda la mierda, y no hacerme andar de acá para allá dando traspiés como un idiota. Efectivamente, conseguía que yo aparentase saber lo que estaba haciendo. Pero Irene era una de las poquísimas chicas, además de mi hermana Dorothy, con quien podía bailar. No me gustaba bailar porque en aquella época era demasiado tímido.
Irene vivía con su madre, que era una buena mujer, fuerte y bella como la propia Irene. Su padre, Fred Birth, era un gran jugador, un tipo alto y presumido. Irene tenía un hermanastro menor que ella llamado Freddie, a quien yo había dado lecciones de trompeta. Era un principiante bastante bueno, pero yo lo trataba con dureza, igual que el señor Buchanan me trataba a mí. Cuando dejé la Lincoln, Freddie fue primer trompeta en la banda de la escuela. Hoy es rector de otra escuela en East St. Louis. Freddie Jr. se convirtió en un hombre fino y enterado.
También tenía Irene un hermano pequeño llamado William, de unos cinco o seis años, diría yo, que me gustaba mucho. William era un chico realmente estupendo, pero flaco y que siempre tosía. Había enfermado gravemente de neumonía o algo así. El caso es que el médico fue a visitar a William. Debido a que Irene sabía que yo había pensado ser médico, siguiendo los pasos de mi padre, pero en el campo de la medicina general, no en cosas de muelas y dientes (algo que muy pocas personas saben de mí), me llamó para que viese lo que el doctor hacía. Llegó el médico, echó una mirada a William y dijo llanamente, sin la menor emoción, que él no podía hacer nada. Dijo que William moriría antes de la mañana. Tío, aquello me puso como loco, ¿sabes? Durante mucho tiempo no logré comprender cómo el médico podía decir algo semejante y mostrarse tan frío al respecto. Simplemente, tío, me revolvió el estómago. William, efectivamente, murió al día siguiente, temprano, en los brazos de su madre, en casa, sin que el médico le llevase al hospital, y aquella putada me hirió en lo más hondo.
Después de ocurrir aquello fui a ver a mi padre y le pregunté cómo un médico podía visitar a William y decir a su familia que moriría antes de la mañana y no hacer nada al respecto. Es médico, ¿no? ¿Es porque ellos no tienen dinero, o por qué? Mi padre, sabiendo que le hacía aquellas preguntas como consecuencia de mi interés por la medicina, dijo: «Si vas a según qué médicos con un brazo roto, te lo cortarán, sencillamente, en lugar de curártelo, porque curártelo les daría demasiado trabajo. Se necesitaría demasiado esfuerzo. Así que les resulta más fácil cortarlo. Tu médico es de esa clase, Miles. El mundo está lleno de ellos. Esa gente, Miles, practica la medicina sólo por el prestigio y el dinero que le proporciona. No la ama como la amo yo, o como la aman algunos de mis amigos. Tú no acudes a ellos si estás realmente enfermo. Las únicas personas que recurren a ellos son los negros pobres. A esos médicos los pobres no les importan, no les preocupan. Por eso él fue tan frío con William y su familia. No le importan en absoluto, ¿entiendes?».
Asentí y dije que lo entendía. Pero, tío, aquella historia me trastornó, me afectó hasta las mismas entrañas. Más tarde supe que aquel médico tenía una casa magnífica, que era un ricachón y volaba en su propio avión. Todo aquello se lo había chupado a la gente, a la pobre gente negra que le importaba una jodida mierda. Aquella cabronada me dio náuseas. Reflexioné, pues, sobre la muerte de William y sobre lo que mi padre me había contado a propósito de cómo eran ciertos médicos. Simplemente no podía entender cómo alguien podía mirar a otro ser humano cuyo corazón todavía latía y limitarse a decir que moriría a la mañana siguiente y no intentar hacer algo, aunque sólo fuera para aliviar el dolor. A mí me parecía entonces que si el corazón de una persona todavía late, esa persona tiene una posibilidad de vivir. Y decidí que quería ser médico para intentarlo y salvar la vida de personas como William.
Pero ya sabes cómo son las cosas. Tú dices que quieres ser esto, que quieres ser aquello. Finalmente, surge otra cosa y se te mete en la cabeza y borra lo demás, especialmente cuando eres joven. La música surgió y borró de mi mente la medicina. Es decir, suponiendo que ésta hubiera estado allí de verdad. Yo había pensado que si no conseguía situarme como músico a los veinticuatro años me dedicaría a otros menesteres. Esos menesteres, en mi mente, eran la medicina.
Sea como fuere, volviendo a Irene, creo que la muerte de William en cierto modo nos unió más, a Irene y a mí. Después de aquello fuimos realmente íntimos. Ella iba siempre conmigo a todas partes. Sin embargo, Irene nunca le gustó a mi padre. A mi madre sí. No sé exactamente por qué a él no le gustaba, pero así era. Quizá pensó que no era lo bastante buena para mí. Quizá pensó que era mayor que yo y que me echaría a perder. No sé lo que sería, pero no cambió mis sentimientos hacia ella. Estaba totalmente prendado.
Irene fue la persona que, cuando yo tenía diecisiete años, me retó a que llamase a Eddie Randle y le pidiese un empleo en su banda. Los Blue Devils, la banda de Eddie Randle, era hot, tío; unos hijoputas capaces de perder el culo tocando. Yo estaba en casa de Irene cuando ella me desafió como digo; mi respuesta fue que me diera el teléfono, y llamé. Cuando Eddie contestó, le dije: «Señor Randle, he oído que necesita usted un trompetista; me llamo Miles Davis».
Él dijo: «Sí, necesito un trompetista. Venga por aquí y deje que le oiga».
De manera que me fui al Elks Club, en el centro de St. Louis, donde estaba alojado a su vez el Rhumboogie Club, en un edificio aislado, segundo piso, tras un largo y estrecho tramo de escaleras. Aquello se encontraba en plena comunidad negra, así que pensé que el local estaría siempre atestado de negros que apreciaban de veras la música. Allí era donde tocaba Eddie Randle, cuya banda se presentaba también como la Rhumboogie Orchestra. Me hizo una prueba junto con otro trompetista y obtuve el puesto.
Los Blue Devils tocaban música de baile hot también, y había tan buenos músicos en la banda que todos los colegas venían a oírnos, no importaba la clase de música que ellos tocaran. Duke Ellington venía con frecuencia, y oyó a Jimmy Blanton, el gran bajista, actuando con nosotros una noche, y lo contrató en el acto.
Había en los Blue Devils un saxo alto llamado Clyde Higgins que era uno de los mayores hijoputas que yo haya oído. Su mujer, Mabel, tocaba el piano con los Blue Devils. Era una gran artista y una gran mujer; más gorda que una hijaputa, sin embargo, mientras que Clyde era más flaco que un hijoputa. Pero Mabel era algo más: una excelente persona. Dediqué mucho tiempo a aprender de ella. Me enseñó miles de cosas sobre el piano, que me ayudaron a madurar todavía más deprisa como músico.
Otro tipo genial con el saxo alto era Eugene Porter. Casi tan bueno como Clyde, más joven y que no estaba en la banda, aunque actuaba con ella frecuentemente. El propio Eddie Randle tocaba una trompeta perversa. Pero Clyde Higgins era tan puñeteramente bueno que cuando él y Eugene Porter se presentaron un día a Jimmie Lunceford con vistas a un contrato en su banda, Clyde los dejó a todos sin aliento. Mira, Clyde era menudo, auténticamente negro, y parecía un mono. Por aquellos días, muchas de las bandas que actuaban para los blancos preferían contratar músicos de piel clara, y en consecuencia Clyde les resultaba demasiado negro. Eugene contaba que cuando Clyde se presentó a la prueba y dijo a Lunceford que tocaba el saxo todos se echaron a reír y empezaron a llamarlo el Mico. Le dieron a tocar la música más difícil que tenían. Clyde, gran músico como era, la tocó sin pestañear. Esto, por lo menos, es lo que Eugene decía. Cuando Clyde terminó de tocar, todos los músicos de la banda de Lunceford estaban con la boca abierta. Lunceford les preguntó: «Bien, ¿qué os ha parecido?». Nadie dijo nada. Y, sin embargo, Clyde no consiguió el puesto. Lo consiguió Eugene, porque era más guapo y tenía la piel más clara, además de ser también un saxo alto realmente bueno, aunque no estaba ni de lejos a la altura de Clyde Higgins. Dijo a todo el mundo que era Clyde quien, por méritos, debía ocupar su lugar, pero así eran las cosas en aquella época.
Tocar con Eddie Randle iba a representar uno de los pasos más importantes de mi carrera. Fue en la banda de Eddie donde empecé de veras a ampliar el campo de mis posibilidades como músico, donde realmente empecé a escribir música y a hacer arreglos. Me convertí en el director musical de la banda, debido a que la mayoría de los otros tipos que tocaban conmigo tenían durante el día actuaciones fijas, sesiones regulares, y no les quedaba tiempo para ocuparse de preparar y organizar nuestro repertorio. Yo me encargué de disponer los ensayos y de hacer ensayar a la banda. En el Rhumboogie había otras atracciones, como bailarines y comediantes, cantantes, mierdas así. La banda debía a veces acompañar otras actuaciones y yo me cuidaba de tenerla a punto para el caso. Viajamos un poco y tocamos por toda el área de St. Louis y East St. Louis. Conocí a muchos grandes músicos que aparecieron por allí. Aprendí una barbaridad, ya digo, gracias a mi paso por aquella banda, y gané más dinero del que había ganado en la vida, entre 75 y 80 dólares por semana.
Me quedé en la banda de Eddie Randle aproximadamente un año, de 1943 a 1944, creo. A Eddie solía llamarlo Bossman, porque eso era él para mí, el boss, el jefe, el maestro capaz de tener a la banda en un puño. De él aprendí muchísimo sobre cómo regir una banda. Generalmente seguíamos las pautas musicales y los arreglos de Benny Goodman, Lionel Hampton, Duke Ellington y los mejores líderes que triunfaban entonces. Abundaban las grandes bandas en el St. Louis de la época, como la Jeter-Pillars Band y la de George Hudson. Macho, dos bandas de hijoputas, también. Pero lo mismo Ernie Wilkins, que era el arreglista de los Blue Devils cuando yo estuve con ellos, que Jimmy Forrest salieron de la banda de Eddie Randle, así que supongo que podría decirse que él, Eddie Randle, fue un forjador de grandes músicos. Claro que George Hudson era también un puñetero trompetista. St. Louis, como Nueva Orleans, es una ciudad de grandes trompetistas, quizá como fruto de todas aquellas bandas que desfilaban por las calles. Todo lo que sé es que unos cuantos grandes hijoputas de la trompeta salieron de allí, y cuando yo era pequeño era corriente que vinieran trompetistas de todo el país a participar en nuestras jam sessions. Hoy, sin embargo, según he oído, aquello es muy diferente.
Recuerdo la ocasión en que volví a tropezarme con Clark Terry en el Rhumboogie, una historia muy distinta de cuando nos encontramos por primera vez. Bueno, allí estábamos, en el Rhumboogie, y él entró para oírme tocar. Cuando se acercó a decirme lo bueno que yo era, le contesté: «Sí, hijoputa, ahora vienes a decirme esas gilipolleces, y en cambio no me habrías ni dirigido la palabra cuando te vi por primera vez en Carbondale; yo soy el crío a quien allí deslumbraste». Así que, tío, él se echó a reír y desde entonces hemos sido grandes amigos. Pero confieso que el hecho de que Clark me dijese entonces que yo era bueno y podía realmente tocar significó mucho para mí. Yo ya confiaba en mí mismo, pero lo que Clark me dijo me dio más confianza aún. Después de que Clark y yo nos hiciéramos amigos, rodamos mucho juntos por toda el área de St. Louis, asistiendo a jam sessions, participando en ellas, y cuando la gente se enteraba de que Clark y yo íbamos a aparecer una determinada noche, el local se llenaba rápidamente, quedaba atestado de público. Clark Terry fue quien de manera efectiva abrió para mí el mundo del jazz en St. Louis, llevándome consigo siempre que intervenía en alguna reunión. Aprendí mucho oyéndole tocar la trompeta. También me indujo a tocar el fluegelhorn5, cosa que hice durante algún tiempo; llamaba a mi instrumento «la gordita», debido a su forma peculiar.
Pero yo también influí sobre Clark, porque él se acostumbró a tomar prestado mi fluegelhorn y tenerlo dos o tres días, dado que yo prefería tocar la trompeta. Así fue como empezó a tocar aquel instrumento, y todavía lo toca hoy y es uno de los mejores intérpretes del mundo, si no el mejor. A lo largo de todo aquel período sentí por Clark Terry un gran afecto, sigo sintiéndolo ahora, y creo que él siente lo mismo por mí. Cada vez que en aquella época me compraba una trompeta nueva iba en su busca para que me la ajustase, para que afinase las válvulas, cosa que hacía como nadie. Tío, Clark tenía una manera de retorcer los muelles y modificar su acción sobre los pistones, sólo ajustándolos, que parecía convertir tu trompeta en otra cosa. Hacía que tu trompeta sonase como algo mágico, tío. Clark era un mago para aquellas chapuzas. A mí me chiflaba que me preparase los pistones. Y él siempre usaba en su instrumento aquellas boquillas Heim diseñadas por Gustav, que eran muy finas pero muy profundas y daban un sonido grandioso, redondo, cálido. Todos los trompetistas de St. Louis las usaban. En cierta ocasión perdí la mía y Clark me consiguió una nueva. En adelante, cada vez que él encontraba en St. Louis una boquilla extra la compraba para mí.
Mientras estaba con la banda de Eddie Randle, como he dicho, muchos otros músicos solían venir y escuchar cómo tocábamos: gente como Benny Carter y Roy Eldridge, o como el trompetista Kenny Dorham, que hizo el viaje desde Austin, Texas, sólo para oírme tocar. Hasta allí había oído hablar de mí. Y otro, Alonzo Pettiford, también trompetista, hermano del bajista Oscar Pettiford. Era de Oklahoma, uno de los grandes de la trompeta por aquellos días. Tío, qué rápido tocaba el hijoputa: dedos como relámpagos. Tocaba con aquel estilo resbaladizo, veloz, refinado, típico de Oklahoma. Y otro aún, Charlie Young, que tocaba el saxo y la trompeta, los dos realmente bien. También conocí a el Presidente, Lester Young, cuando vino de Kansas City a tocar en St. Louis. En su banda llevaba como trompeta a Shorty McConnell, y a veces yo me iba con la trompeta al lugar donde actuaban y me unía a ellos. Tío, tocar con Prez era algo… Aprendí mucho de la forma en que tocaba el saxo. De hecho, intenté transponer del saxo a mi trompeta algunos de sus licks, sus interpolaciones improvisadas.
Luego estaba «Fats» Navarro, que vino desde Florida o desde Nueva Orleans. Nadie sabía quién era, pero aquel hijoputa podía tocar como yo no había oído antes tocar a nadie. Era joven, como yo, pero muy avanzado en su concepto de cómo había que utilizar el instrumento. Fats estaba en una banda de Andy Kirk y Howard McGhee, que también era un trompetista fantástico. Una noche, él y yo nos metimos en una jam session de trompetas que resultó una parida gigante y puso patas arriba el local entero. Calculo que debió de ser en 1944. Después de oír a aquella banda, Howard se convirtió en mi ídolo, sustituyendo por un tiempo a Clark Terry, hasta que oí a Dizzy.
También conocí a Sonny Stitt, más o menos por entonces. Tocaba en la banda de Tiny Bradshaw, y entre sesiones en el club donde actuaba venía al Rhumboogie para unirse a nosotros. Después de oírnos tocar a la banda y a mí, Sonny Stitt me vino con la proposición de salir de gira con la banda de Tiny Bradshaw. Tío, háblame de excitación: no pude esperar, corrí a casa a preguntar a mis padres si podía ir. Además, Sonny me había dicho que me parecía a Charlie Parker. Todos los cats, los músicos de la banda, llevaban el cabello brillante y peinado hacia atrás, vestían de lo más refinado, esmoquin y camisa blanca, y se comportaban y hablaban como los más consagrados hijoputas del mundo. ¿Entiendes a qué me refiero? Me impresionaron, me dejaron jodido de verdad. Pero cuando llegué a casa y se lo dije a mis padres, respondieron que no, porque no había terminado aún la escuela superior. No habría ganado más que 60 dólares, 25 dólares menos de lo que ganaba con los Blue Devils de Eddie Randle. Supongo que fue la idea de viajar por ahí con una orquesta de alta categoría lo que más me impresionó. Además, ¡parecían tan sofisticados y vestían con tanta elegancia…! Por lo menos, así los veía yo entonces. Tuve otras ofertas de la Jacquet de Illinois, de los Cotton Pickers de McKinney y de A. J. Sullivan para salir de gira tocando en sus respectivas bandas. También tuve que rechazarlas hasta que me graduase en la escuela superior. Macho, ansiaba darme prisa y graduarme de una vez para lanzarme de lleno a tocar y vivir mi vida. Seguía siendo un tipo callado. Seguía sin hablar mucho. Pero, por dentro, estaba cambiando. Y me ocupaba muy en serio de mi forma de vestir: era pulcro como un hijoputa, o como se decía allá en St. Louis, más fino que un perro casero.
Las cosas me iban estupendamente en lo que se refiere a la música, pero en casa no marchaban tan bien. Las relaciones entre mis padres eran peores que nunca y estaban a punto de separarse. Se separaron al fin hacia 1944, he olvidado el año exacto. Mi hermana Dorothy empezaba sus estudios universitarios en Fisk, y por aquella época la gente de St. Louis murmuraba que Vernon iba camino de ser homosexual. Otro género de mierda, en aquellos días.
Mi padre había comprado una granja de trescientos acres en Millstadt, Illinois, antes de que él y mi madre se separasen. Pero a ella no le gustaba estar allí, con todos los caballos, vacas y cerdos de concurso que mi padre criaba. Mi madre no era dada a la vida campestre como mi padre. En cambio, él fue dedicando cada vez más tiempo a su granja, y eso probablemente provocó que se separasen más deprisa de lo que habrían hecho en otras circunstancias. Mi madre no cocinaba ni hacía labores domésticas, así que teníamos una cocinera y una doncella. Pero ni eso parecía contentarla. A mí me ilusionaban las estancias en Millstadt, montar a caballo y esas cosas. Todo era pacífico y hermoso. Siempre me ha atraído. A decir verdad, me recordaba a la finca de mi abuelo, sólo que en más grande. La casa era blanca, con columnas de estilo colonial, y tenía doce o trece habitaciones. Constaba de un edificio de dos pisos, más otra casa para huéspedes. Un lugar muy bonito, realmente, con muchos campos y árboles y flores. Yo adoraba ir allí.
Después de la separación de mis padres, las cosas se pusieron verdaderamente mal entre mi madre y yo. Me quedé con ella cuando se separaron, pero no parecíamos coincidir en nada, y sin mi padre a mi lado para quitármela de encima hubo un montón de discusiones escandalosas. Yo me iba haciendo más independiente, pero pienso que la auténtica causa del problema con mi madre eran entonces las relaciones con mi novia Irene Birth.
A mi madre le gustaba Irene, pero se enfureció cuando Irene se quedó preñada. Tenía planes para mí, me veía en la universidad, y aquello iba a representar una complicación. A mi padre, como ya he dicho, no le gustaba Irene, aunque más tarde le tomó afecto. Así que, en cuanto supe que estaba preñada, fui a contárselo a mi padre, y él dijo: «¿Bien? ¿Y qué? Yo me ocuparé de eso por ti».
En seguida le respondí: «No, papá, no va por ahí la cosa. Me ocuparé yo mismo. Yo he ayudado a hacerlo y he de ser lo bastante hombre para afrontar las consecuencias». Y él guardó silencio un minuto y luego dijo: «Escucha, Miles, el niño puede que ni siquiera sea tuyo, porque conozco a todos los negros que han estado jodiendo a la chica. Por lo tanto, no andes por ahí pensando que eres el único. Hay otros, muchos otros». Yo sabía que Irene se entretenía con otro tipo llamado Wesley, he olvidado su apellido, que era mayor que yo. También sabía que andaba con un baterista llamado James, un tío esmirriado que solía tocar por East St. Louis: de vez en cuando los había visto juntos. Pero aceptaba que Irene era bonita y popular entre los hombres, así que mi padre no me contaba nada que yo no supiera de antemano. Pese a ello, estaba convencido de que el niño era mío y de que obraba correctamente asumiendo la responsabilidad. Mi padre estaba enojado de veras con Irene por haberse quedado preñada. Supongo que fue una de las cosas que se interponían entre ellos e impedían que su relación fuera todo lo buena que debería haber sido. De todos modos, me gradué en la Lincoln en enero de 1944, aunque no me concedieron el grado hasta el mes de junio siguiente. Aquel año tuvimos nuestro primer hijo, una niña, Cheryl.
Mientras tanto, yo ganaba alrededor de ochenta y cinco dólares semanales tocando con la banda de Eddie Randle y con otra gente, y me había comprado algunos trajes elegantes en Brooks Brothers. También tenía una trompeta nueva, así que no me iba del todo mal. Pero los problemas con mi madre se me escapaban de la mano, y sabía que debía hacer algo a ese respecto, además de ocuparme de mi propia familia. No me casé con Irene por lo legal, pero seguíamos siendo como marido y mujer. Entonces empecé a ver otras cosas a propósito de cómo eran las mujeres con los hombres. También empecé a pensar en serio en dejar el área de St. Louis para vivir en Nueva York.
Marghuerite Wendell (más tarde la primera esposa de Willie May) trabajaba como recepcionista en el Rhumboogie. Ella y yo nos hicimos buenos amigos. Era de St. Louis y una de las mujeres más refinadas que he conocido. El caso es que venía con frecuencia a contarme lo guapo que las mujeres, sus amigas, me consideraban. Pero yo no prestaba demasiada atención a aquellos chismorreos. Lo cual parecía aumentar el interés de aquellas zorras en que me fuera a la cama con ellas. ¿Entiendes a qué me refiero? Recuerdo a una mujer llamada Ann Young, que resultó ser sobrina de Billie Holiday, acercárseme una noche para decirme que quería llevarme a Nueva York y comprarme una trompeta nueva. Le dije que ya tenía una trompeta nueva y que no necesitaba que nadie me llevase a Nueva York porque de todos modos iba a marcharme allí. Bueno, la tía se encabritó como una hijaputa y le contó a Marghuerite que yo era marica. Marghuerite se limitó a reír, porque sabía perfectamente cómo era yo.
En otra ocasión, cuando estaba en la banda de Eddie Randle, andaba por allí una bailarina llamada Dorothy Cherry, más bonita que diez hijaputas. Tío, tan bonita era que los tipos le mandaban rosas cada noche. Todos querían joderla. Era una bailarina exótica y nosotros acompañábamos su actuación en el Rhumboogie. Bueno, como sea, una noche en que yo pasaba por delante de su camerino me dijo que entrase. Aquella puta tenía un culo precioso, justo en su sitio, piernas largas, el cabello que le colgaba por la espalda; era realmente una mujer muy bonita, con aspecto de india, morena, un gran cuerpo y un bello rostro. Calculo que yo estaría entonces por los diecisiete y ella por los veintitrés o veinticuatro. El caso es que me dijo que quería que le sostuviera un espejo debajo del coño mientras se afeitaba los pelos del pubis. Eso hice. Sostuve el espejo mientras ella se afeitaba y no pensé que hubiera en el asunto nada de particular. Sonó el timbre anunciando que el intermedio había terminado y era hora de que la banda volviese a su puesto. Conté al batería de la banda lo que había ocurrido, y él me miró francamente divertido y dijo: «Bien, ¿y tú qué has hecho?». Le dije que me había limitado a sostenerle el espejo. Y él insistió: «¿Eso es todo? ¿Eso es todo lo que has hecho?».
Yo dije: «Sí, eso es todo lo que he hecho, ¿qué otra cosa se supone que debía hacer?». El batería, que tenía veintiséis o veintisiete años, se puso a sacudir la cabeza y a reír, y después preguntó: «¿Me estás diciendo que con todas las fieras del sexo que hay en esta banda te ha hecho sostener el espejo a ti? ¡Vaya, tú, menuda puta!». Y a continuación empezó a buscar a alguien a quien contárselo. Después de aquello, durante un tiempo, los tíos de la banda me miraban como desconcertados. Yo había pensado, simplemente, que eran cosas del oficio, sí, del mundo del espectáculo, ¿entiendes?, cada cual ayudando a otro cuando lo necesita.
Pero cuando más tarde volví a pensar en ello, en aquella zorrita haciendo que le sostuviera el espejo, y en mí contemplando aquella preciosidad de coño… ¿Qué sería lo que ella tendría en la mente? Nunca lo averigüé. Pero me miraba de esa manera taimada con que las mujeres miran a los hombres que son, digamos, inocentes. Parece que se pregunten cómo sería enseñarles todo lo que saben. Claro, yo era entonces muy estúpido con las mujeres, salvo por lo que se refiere a Irene, y cuando se me insinuaban ni siquiera me daba cuenta.
Una vez graduado en la escuela superior, me encontré al fin libre de hacer lo que quería, al menos por aproximadamente un año. Había decidido intentar el ingreso en la Escuela de Música Juilliard, en Nueva York, pero no podía hasta septiembre, y, aun así, debía pasar una audición de prueba para que me admitiesen. Por ello resolví dedicarme a tocar y viajar tanto como me fuera posible antes de ir a la Juilliard.
En junio de 1944 tomé la decisión de dejar la banda de Eddie Randle para tocar con un grupo procedente de Nueva Orleans llamado Adam Lambert’s Six Brown Cats. Tenían una especie de estilo swing moderno, y Joe Williams, el gran cantante de jazz (todavía desconocido en aquella época), actuaba con ellos. Su trompeta, Tom Jefferson, había sentido nostalgia de Nueva Orleans mientras la banda tocaba en Springfield, Illinois, y decidió marcharse a casa. Me recomendaron que ocupase su puesto y me pagaron bien. Con ellos fui a Chicago: fue la primera vez que estuve en esa ciudad.
Después de unas semanas con la banda regresé a casa porque lo que tocaban no me gustaba del todo. Fue entonces cuando la banda de Billy Eckstine vino a St. Louis y tuve ocasión de tocar con ellos durante una quincena. Eso me convenció definitivamente de que debía trasladarme a Nueva York y entrar en la Juilliard. Mi madre quería que fuese a Fisk, donde estaba mi hermana Dorothy. Me contaba lo bueno que era el departamento de música de Fisk, me hablaba a cada momento de los Fisk Jubilee Singers. Pero después de haber escuchado y tocado con Charlie Parker, Dizzy Gillespie, Buddy Anderson (el trompetista a quien reemplacé en la banda, en St. Louis: enfermó de tuberculosis, regresó a Oklahoma y nunca más volvió a tocar), Art Blakey, Sarah Vaughan y el propio B, yo sabía que debía estar en Nueva York, que era donde las cosas se movían. Mi padre tuvo que allanar las discrepancias entre mi madre y yo sobre mi elección de escuela, pero, a pesar de que la Juilliard era una escuela de música famosa en todo el mundo, eso siguió sin representar para mi madre ninguna diferencia. Quería que fuera a Fisk, donde probablemente mi hermana podría tenerme bajo vigilancia. Comprenderás que yo no estaba en absoluto dispuesto a soportar semejante cosa.
East St. Louis y St. Louis empezaban a resultarme entonces tan deprimentes que necesitaba escapar a otro sitio, aun a riesgo de equivocarme. Experimenté esa sensación especialmente después de que Clark Terry se marchara para alistarse en la Marina. Por algún tiempo estuve tan hundido que pensé en alistarme también para poder tocar en la formidable banda de música que la Marina tenía en los Grandes Lagos. Tío, allí estaban Clark, Willie Smith, Robert Russell, Ernie Royal y los hermanos Marshall, aparte de otros muchos tipos que habían tocado en la banda de Lionel Hampton o en la de Jimmie Lunceford. Ninguno de ellos hacía guardias, no tenía ningún servicio, nada; su única obligación era tocar música. Habían pasado por el campamento de instrucción, pero eso fue todo. Finalmente, sin embargo, entiéndelo, me dije que a la mierda, que Bird y Dizzy no estaban allí y yo quería estar con ellos. Como entonces estaban en Nueva York, a Nueva York me fui. A pesar de lo que te digo, estuve casi a punto de enrolarme en la Marina en 1944, cuando salí de la escuela superior. A veces me pregunto qué habría ocurrido si lo hubiera hecho, en lugar de trasladarme a Nueva York.
Salí de East St. Louis hacia Nueva York a principios del otoño de 1944. Debía pasar la audición de prueba para ingresar en la Juilliard, y la pasé a banderas desplegadas. Las dos semanas que estuve en la banda de B, en St. Louis, habían sido para mí excelentes, aunque me dolió un poco que B no me llevara con ellos a actuar en el Regal Theatre de Chicago. B había contratado a Marion Hazel para reemplazarme, dado que Buddy Anderson no volvía. Aquello minó un poco mi confianza en mí mismo. Pero tocar de nuevo en East St. Louis y St. Louis antes de marcharme a Nueva York me devolvió aquella confianza, y además Dizzy y Bird me habían dicho que acudiera a ellos si por fin me largaba a la Gran Manzana. Comprendí entonces que ya había aprendido todo lo que tocando en St. Louis podía aprender, comprendí que era el momento de cambiar. Así que a principios del otoño de 1944 hice el equipaje y tomé el tren hacia Nueva York, seguro en el fondo de mi corazón de que iba a tener alguna cosa que mostrarles a los hijoputas que tocaban allí. Nunca me ha asustado hacer cosas nuevas, y la ciudad de Nueva York no me asustaba. Eso sí, sabía que debía tener bien prieta mi mierda si iba a alternar con los grandes. También sabía que alternar con los grandes era precisamente lo que haría. Me creía capaz de tocar la trompeta con quien fuera.