EL GRUPO QUE TUVE CON COLTRANE hizo de mí y de él una leyenda. Me situó definitivamente en el mundo musical mediante aquellos álbumes formidables que hicimos para Prestige y, más tarde, para Columbia Records (George Avakian terminó por salirse con la suya). El grupo no sólo me hizo famoso, sino que, además, me puso en camino de ganar montones de dinero; más dinero, se ha dicho, del que cualquier otro músico de jazz había ganado nunca. De esto no sé nada, pero es lo que dicen. También me atrajo grandes elogios de la crítica, pues a la mayoría de los plumíferos les gustó de verdad la banda. En general, les gustaba mi forma de tocar, y también la de Trane, e hicieron estrellas a todos los miembros de la banda: Philly Joe, Red, Paul; todos.
Dondequiera que tocásemos, los clubes se llenaban, la gente desbordaba las calles, se formaban largas colas de personas que esperaban aguantando la lluvia, la nieve, el frío o el calor. Fabuloso, macho. Puñados de personajes famosos venían cada noche a oírnos tocar. Gente como Frank Sinatra, Dorothy Kilgallen, Tony Bennett (que subió al escenario una noche y cantó con la banda), Ava Gardner, Dorothy Dandridge, Lena Horne, Elizabeth Taylor, Marlon Brando, James Dean, Richard Burton y Sugar Ray Robinson, por mencionar sólo unos pocos.
Al mismo tiempo que nuestro grupo recibía aquel aplauso crítico, parecía como si el país cambiara de talante, como si entre el pueblo, negro o blanco, brotaran nuevos sentimientos. Martin Luther King encabezaba el boicot a los autobuses, allá en Montgomery, Alabama, y todos los negros le prestaban su apoyo. Marian Anderson fue la primera persona de raza negra que cantó en el Metropolitan. Arthur Mitchell fue el primer negro que bailó con una gran compañía de baile blanca, el New York City Ballet. Marlon Brando y James Dean eran los nuevos astros del cine y ambos daban aquella imagen de rebeldía juvenil, de «jóvenes airados», inseparable de su identidad. Rebelde sin causa fue entonces una gran película. Los blancos y los negros empezaban a unirse y, en el mundo de la música, los tipos Tío Tom estaban desapareciendo. De repente, todos parecían exigir ira, frialdad, estilo y una sofisticación intencionada y totalmente limpia. El «rebelde» se había puesto de moda, y como entonces yo lo era, supongo que el hecho contribuyó a que los medios de comunicación me asignasen un papel estelar. Sin mencionar que yo era joven, guapo y, además, vestía bien.
Rebelde y negro, inconformista, frío y con estilo, airado, sofisticado y ultralimpio, añade el rasgo que quieras: yo era todas esas cosas y más. Pero extraía de mi trompeta una música gloriosa y tenía un gran grupo, así que mi popularidad no se basaba sólo en la imagen del rebelde. Yo tocaba la trompeta y lideraba la mejor banda en nuestra especialidad, una banda creativa, imaginativa, artística y de una suprema cohesión. A aquello se debía, para mí, la aceptación de que gozaba.
En nuestra primera gira después de que Coltrane se uniera al grupo, a finales de septiembre de 1955, nos divertíamos mucho juntos, deambulando por ahí, reuniéndonos para comer, paseando por Detroit. Paul Chambers era de Detroit y yo había vivido allí, por lo que para ambos era como encontrarse en casa. Mi antiguo conocido Clarence, el hombre de las apuestas, llevaba cada noche a sus muchachos a presenciar nuestra actuación. Detroit era excitante. Luego nos trasladamos a Chicago para tocar en el Sutherland Lounge, en el South Side. Tampoco allí faltaba excitación, porque yo conocía a mucha gente, incluida mi hermana Dorothy, que vivía en la ciudad y era profesora de un colegio. Ella nos trajo, asimismo, mucho público.
Lo único que me jodió en todo el curso de aquel primer viaje, realmente lo único, fue que Paul Chambers compartía con la ex mujer de Bird, Doris Sydnor, una habitación en el hotel Sutherland. Le dije a Paul que no me acercara a aquella zorra; que era libre de hacer lo que quisiera menos mezclarme a mí con ella, porque yo no podía soportarla. En consecuencia, la guardó para sí mientras estuvimos en Chicago. Supongo, sin embargo, que le decepcionó un poco que a mí no me gustase Doris. Probablemente se figuraba que, como ex mujer de Bird, era una buena presa, una pluma que lucir en el sombrero. Pero, macho, era fea, y nunca entendí lo que Bird había visto en ella, ni menos lo que veía en ella un tipo grande y apuesto como Paul. Trato de suponer que tenía algo que uno no veía en la superficie. Imagino que debía de ser una hijaputa en la cama.
Desde Chicago fuimos a tocar al Peacock Alley, en St. Louis. Ya puedes suponer que allí lo pasé en grande, y lo pasamos en grande todos. Se habría dicho que todo East St. Louis fue a St. Louis a oírme tocar aquella semana a mediados de octubre. Todos mis antiguos compañeros de estudios comparecieron, así que fue emocionante.
Me llenó de dicha que mi familia me viera en perfectas condiciones, libre de la droga, limpio, al frente de una banda y con dinero. Pude notar que mi padre y mi madre se sentían orgullosos de mí, especialmente después de contarles cuántos contratos tenía para grabar con Columbia y una serie de cosas similares. Columbia significaba para ellos la grandeza; también lo significaba para mí. Sea como fuere, todo marchó de maravilla en St. Louis mientras permanecí allí, así como durante el resto de la gira.
Creo que muchas personas habían esperado que Sonny Rollins estuviera en la banda. Nadie en St. Louis había oído hablar de Trane, por lo que muchos se sintieron defraudados hasta que tocó. Luego, él los jodió a todos, aunque sospecho que a algunos siguió por el momento sin gustarles.
Por la época en que Sonny Rollins regresó de Lexington a Nueva York, Trane era veterano en la banda y había ocupado el puesto que estuvo reservado para Sonny. La forma de tocar de Trane era entonces tan exquisita que incluso indujo a Sonny a retirarse y a cambiar su estilo (un magnífico estilo), volviendo a practicar con el instrumento. Parece que fue unas cuantas veces al puente de Brooklyn (por lo menos eso me dijeron) en busca de un lugar solitario donde poder realizar sus prácticas en privado.
Cuando debutamos en el café Bohemia de Nueva York, un club que, como he dicho, estaba en el Village, en la calle Barrow, la banda tocaba de pura gloria y Trane perdía el culo soplando. George Avakian, de Columbia Records, venía a oírnos casi cada noche. Le gustaba la banda, la consideraba un gran grupo, pero lo que le entusiasmaba, sobre todo, era la forma en que Coltrane tocaba entonces. Recuerdo que una noche me dijo que Trane «parecía aumentar de estatura y de volumen con cada nota que tocaba», que «parecía impulsar cada acorde hasta sus límites extremos, hasta lanzarlo al espacio».
Pero, por muy bien que Trane sonase, Philly Joe era el fuego que hacía que ocurrieran muchas cosas. Mira, él sabía todo lo que yo iba a hacer, todo lo que iba a tocar; se anticipaba a mí, adivinaba lo que estaba pensando. En ocasiones le decía que no hiciera conmigo aquellos licks suyos, sino después de mí. De este modo, las improvisaciones interpoladas que solía tocar después de que yo hubiera interpretado algo, digamos las acotaciones al margen, fueron conocidas como «el lick de Philly», lo hicieron famoso y lo elevaron a la cima del mundo de la batería. Después de que empezase a practicar aquello conmigo, los músicos de otras bandas decían a sus baterías: «Tío, dame el lick de Philly cuando acabe». Pero, en la música, yo dejé a Philly mucho espacio que llenar. Philly Joe fue la clase de batería que yo sabía que mi música debía tener. (Incluso después de que se marchara, yo buscaba algo de Philly Joe en todos los baterías que le sucedieron a mi lado.)
Philly Joe y Red Garland tenían la misma edad, unos tres años más que yo. Coltrane y yo nacimos el mismo año, yo un poco más tarde que él. Paul Chambers era el bebé, tenía sólo veinte años, pero tocaba como si hubiera vivido siempre. Lo mismo cabría decir de Red, quien me daba aquel toque ligero de Ahmad Jamal y una punta de Erroll Garner, además de sus propias paridas, que lo dominaban todo. Con aquella gente, cualquier cosa era posible.
Aquel año, lo más resonante fue que Columbia me concedió un anticipo de 4.000 dólares por mi primer disco con su sello, más 300.000 dólares anuales. Sin embargo, Prestige no quería perderme en beneficio de Columbia; lógico, puesto que la casa me había apoyado cuando nadie me quería. Con Prestige me quedaba un año de contrato. Columbia quería empezar a grabar con nosotros inmediatamente, y de alguna manera, aunque ignoro cuál sería el trato, George Avakian convenció a Bob Weinstock de que le dejara empezar a grabar al cabo de seis meses, con la condición de que Columbia no publicaría ningún disco hasta que hubieran terminado mis obligaciones contractuales con Prestige. Mientras tanto, yo debía a Prestige cuatro álbumes que le entregaría durante el año siguiente (al final, la música que grabé para Prestige llenó cinco álbumes y medio). Nuestras grabaciones para Columbia se iniciaron a finales de octubre de 1955, cuando todavía tocábamos en el café Bohemia, pero aquellos temas no se dieron a conocer hasta más adelante, después del acuerdo de mayo de 1956. George creía que Prestige iba a liberarme de mi compromiso con ellos, pero Bob ni siquiera lo había pensado.
Yo quería dejar Prestige porque no me pagaban lo que consideraba que valía. Había firmado por cuatro dólares cuando era un yonqui, y apenas me habían dado ningún extra. Cuando circuló el rumor de que yo dejaba a Bob, muchos tipos consideraron que tenía hielo en las venas si lo abandonaba de aquella forma después de haberme grabado él tantos discos cuando nadie más estaba dispuesto a hacerlo. Pero yo tenía que mirar hacia delante y empezar a preocuparme de mi futuro y, a mi manera de ver, no podía despreciar el dinero que Columbia me ofrecía. O sea, despreciarlo habría sido propio de un imbécil. Además, todo procedía de los blancos, y entonces, ¿por qué dudar entre hacer una cosa u otra? ¿Por qué tener remordimientos? Yo apreciaba lo que Bob Weinstock y Prestige habían hecho por mí hasta aquel momento. Pero con todo el dinero y las oportunidades que Columbia me ofrecía, era hora de cambiar.
En noviembre entré en el estudio para cumplir mis obligaciones con Prestige. En aquella sesión grabamos «There Is No Greater Love», «Just Squeeze Me», «How I Am to Know?», «Stablemates», «The Theme» y «S’posin», todas ellas estándar; la colección se tituló Miles. Durante mucho tiempo se creyó que aquélla era la primera grabación para Columbia. El disco de Prestige fue bonito, pero nada comparable con lo que haríamos para ellos en las siguientes sesiones.
A principios de 1956, yo disfrutaba de veras tocando con aquel grupo y oyéndolos tocar individualmente. Pero los empresarios de los clubes pretendían seguir pagando el mismo escaso dinero que siempre habían pagado a los músicos de jazz. Por ello, y dada la cantidad de gente que acudía a sus locales, dije a Jack Whittemore que queríamos cobrar más. Los empresarios se resistieron al principio, pero acabaron por ceder. También le dije a Jack que no tocaría más en aquellos turnos de «cuarenta-veinte» que los empresarios de los clubes pretendían. Querían que uno empezara su turno veinte minutos después de la hora y tocase hasta la hora siguiente, para volver veinte minutos después y volver a hacerlo en otro turno de cuarenta minutos. Con frecuencia terminabas tocando cuatro o cinco turnos de aquellos cada noche y te cansabas como un hijoputa. Ésta es una de las razones de que se tomaran drogas, especialmente cocaína, porque tocar con aquel sistema de turnos resultaba agotador. Una vez, en Filadelfia, dije al propietario de un club que yo iba a tocar tres turnos, y basta. El empresario replicó que no lo consentiría, y yo que no había trato. Cambió de idea cuando vio las colas de público que se formaban a la entrada del club.
Luego hubo una historia referente a un concierto que dimos en aquel período, cuando yo cobraba unos mil dólares por concierto. El promotor fue un tipo llamado Robert Reisner (a quien en cierta ocasión cobré 25 dólares como músico suplente, pues me convocó para intervenir en una cosa que hacía que se llamaba «Open Session» y me pasé el día sentado sin tocar). Más adelante escribió un libro de mentiras sobre Bird. Bueno, Reisner quiso montar un segundo concierto, ya que las entradas para el primero se habían agotado rápidamente. Por ese segundo concierto ofreció a Jack Whittemore 500 dólares. Dije a Jack que no contara conmigo, porque el local estaría lleno, ¿y cuál era el motivo por el que yo tenía que aparecer allí y tocar la trompeta por la mitad de lo que había cobrado en el primer concierto? Añadí que le dijera a aquel tipo que acordonara la mitad del espacio del Town Hall, que era donde tocábamos, si no quería pagarme la otra mitad del precio. Cuando esto llegó a oídos de los promotores, el resto del dinero apareció rápidamente.
Pero la historia es un ejemplo de las putadas que promotores y empresarios de clubes hacían en aquel tiempo a los músicos de jazz, especialmente si eran negros. En cuanto vieron que podían ganar dinero allá dónde tocáramos, cedieron a nuestras peticiones. Por ello tenía yo fama de ser muy difícil de manejar. Defendía mis intereses y no dejaba que me jodieran. Contaba con Harold Lovett para que resolviese muchos de esos asuntos en mi nombre, y él era frío, macho, auténticamente frío. Todos los propietarios de los clubes le temían. Harold eliminó por mí montones de mierda, y gracias a él aprendí lo importante que es tener un buen abogado en quien puedas confiar y a quien puedas recurrir en cualquier momento. Desde entonces siempre lo he tenido.
Cierta vez dejé K.O. a un promotor llamado Don Friedman (era a finales de 1959), porque tuvimos una agarrada a propósito de una sanción de cien dólares que pretendía imponerme por haberme retrasado, a pesar de que aún no era mi hora de actuar. Después de dejar fuera de combate a Don, llamé a Harold. A Harold le sobraban tanto palabrería como vociferaciones, así que pensé que arreglaría las cosas, y efectivamente lo hizo. En otra ocasión cancelé una actuación en Toronto porque el empresario del club, a quien no gustaba como tocaba Philly Joe Jones, quiso que le despidiera. Trane y Paul Chambers estaban ya camino de la ciudad y cuando llegaron se encontraron que no tenían dónde tocar. Macho, se enfurecieron conmigo. Pero les expuse mis razones y las comprendieron.
Justo después del incidente de Toronto, en febrero o marzo de 1956, sufrí mi primera operación de garganta y tuve que deshacer el grupo mientras me restablecía. Se trataba de extirparme una cosa no cancerosa que me había crecido en la laringe. Llevaba algún tiempo molestándome. Cuando salí del hospital encontré a un tipo de la industria del disco que trataba de convencerme para que firmáramos un contrato. En el curso de la conversación alcé la voz para hacer hincapié en algo y casi me quedé mudo. Se suponía que debía estar sin hablar por lo menos diez días, y allí estaba no sólo hablando, sino hablando a gritos. Después de este episodio mi voz fue una especie de susurro, y lo ha sido desde entonces. Al principio me cohibía, pero con el tiempo me distendí y me acostumbré.
En mayo debía grabar otra vez para Prestige, pero, mientras tanto, me dediqué a descansar, cosa que no había hecho en mucho tiempo. Me había comprado un Mercedes-Benz blanco, me había trasladado al 881 de la Décima Avenida, hacia la calle Cincuenta y siete. Era un apartamento muy agradable, especialmente para un hombre solo. Tenía una gran habitación y una cocina. John Lewis vivía entonces en el mismo edificio; Diahann Carroll y Monte Kay vivían justo al otro lado del vestíbulo. Yo ganaba entonces algo de dinero, aunque no tanto como pensaba que debía ganar. Dave Brubeck, por ejemplo, ganaba mucho más que yo. Pero volvía a vestir muy bien: trajes de Brook Brothers y trajes italianos hechos a medida. Recuerdo una noche en que estaba tan pulcro que me entretuve admirándome en el espejo. Harold Lovett se hallaba presente. Yo tenía aquella noche una actuación y él se disponía a acompañarme. Entonces le dije: «Macho, con este traje azul estoy más pulcro que un hijoputa». Harold asintió con la cabeza y me sentí tan satisfecho que me dirigí hacia la puerta olvidándome de la trompeta. Ya había salido, con la cabeza en las nubes, cuando Harold gritó detrás de mí: «¡Eh, Miles! ¿Crees que lo que quieren en el Bohemia es verte pulcro, pero sin trompeta?». Macho, no pude menos que echarme a reír.
Iba en aquel tiempo con Susan y aproximadamente con otro centenar de mujeres, o por lo menos parecían un centenar. Pero todavía no había conseguido quitarme a Frances Taylor (la bailarina que conocí en Los Ángeles en 1953) de la cabeza. La veía de vez en cuando, por más que siempre andaba de un lado a otro a consecuencia de sus compromisos artísticos. Sabía que me gustaba mucho, pero nunca la tenía cerca un tiempo razonable. Me limitaba a armarme de paciencia en espera de que se instalase en Nueva York, cosa que según ella era su deseo.
Grabé un disco en la primavera de 1956 con Sonny Rollins, Tommy Flanagan (era el cumpleaños de Tommy), Paul Chambers y Art Taylor. Fue la media sesión que debía a Prestige. Luego, en mayo, reorganicé mi banda normal con Trane, Red, Philly Joe y Paul y grabamos de nuevo para Prestige, en el estudio de Rudy Van Gelder, en Hackensack, Nueva Jersey. Recuerdo bien aquella sesión porque fue larga y la música, excelente. No hicimos segundas tomas. Grabamos sencillamente como si estuviéramos tocando en el turno de un club. En el disco se puede oír a Trane diciendo: «¿Puedes pasarme el abridor de cervezas?», y preguntando a Bob Weinstock: «¿Cómo ha salido esto, Bob?» y «¿Por qué?», después de que Bob nos hubiera dicho que debíamos repetir un tema. El mes siguiente volvimos al estudio de grabación para Columbia e hicimos para ellos tres o cuatro caras más, que luego aparecieron en ’Round About Midnight, mi primer álbum con el sello Columbia.
Tras haber reorganizado la banda, reaparecimos en el café Bohemia y actuamos desde principios de primavera hasta fines de otoño, con lleno cada noche. El dinero que ahora ganaba me permitía enviar a Irene una cantidad para la manutención de nuestros tres hijos, con lo cual me la quité de encima. Tocar en el café Bohemia, allá en el Village, me situó entre gente de otro ámbito social. En lugar de tener alrededor un batallón de chorizos, buscavidas y macarras, me encontré rodeado de artistas: poetas, pintores, actores, diseñadores, cineastas, bailarines. Oí hablar familiarmente de personas como Allen Ginsberg, LeRoi Jones (hoy Amiri Baraka), William Burroughs (que escribiría Naked Lunch, una novela sobre un yonqui) y Jack Kerouac.
En junio de 1956, Clifford Brown se mató en un accidente de coche, juntamente con Richie Powell, el pianista, hermano menor de Bud Powell. Macho, qué triste suceso, Brownie y Richie morir de aquel modo, siendo tan jodidamente jóvenes. Brownie no había cumplido aún veintiséis años. A todo el mundo le había entusiasmado aquel joven trompetista que actuaba en Filadelfia y sus alrededores y tocaba hasta perder el culo. Me parece que la primera vez que le oí fue cuando estaba en la banda de Lionel Hampton, y supe al instante que iba a destacar. Tenía su estilo propio, y si hubiese vivido habría sido extraordinario. He leído en alguna parte que Brownie y yo no congeniábamos debido a la competencia entre nosotros. No es cierto. Ambos éramos trompetistas e intentábamos tocar lo mejor que podíamos. Brownie era un tipo excelente, amable, sofisticado, a quien inevitablemente te gustaba tener cerca; un chico de vida limpia, muy poco dado a la parranda. Siempre que nos veíamos había entre nosotros buena relación; él me respetaba a mí, y yo le respetaba mucho a él. No éramos compañeros de juerga ni nada parecido, pero no nos desagradábamos uno a otro. La muerte de Brownie jodió completamente a Max Roach, porque éste y Brownie, en colaboración, habían reunido un buen grupo, que al morir Brownie y Richie, Max disolvió. Algo serio debió de ocurrirle a Max, pues yo diría que a partir de entonces nunca volvió a tocar como tocaba. Él y Brownie estaban hechos uno para el otro, debido a la forma en que ambos tocaban: muy rápido, estimulándose mutuamente. Siempre he pensado que los grandes trompetistas necesitan de grandes baterías para rendir al máximo; sé por lo menos que en mi caso personal ha sido así. Max solía decirme constantemente cuánto le gustaba tocar con Brownie. Su muerte le afectó mucho y tardó tiempo en reaccionar.
Estábamos a punto de terminar nuestra estancia de todo el verano en el café Bohemia. A finales de septiembre volvimos al estudio y grabamos para Columbia «’Round Midnight» y «Sweet Sue» (esta última arreglada por Teo Macero, quien más tarde sería mi productor en Columbia). Teo había conseguido «Sweet Sue» de Leonard Bernstein, quien estuvo tratando de grabar un álbum de jazz, What is Jazz?, tomándola de una interpretación que Bix Beiderbecke había hecho. En aquella sesión grabé también «All of You». Por lo tanto, teníamos en reserva dos grandes baladas, «All of You» y «’Round Midnight», destinadas al álbum ’Round About Midnight. «Sweet Sue» fue al álbum titulado Basic Miles.
Luego interpreté un par de temas incorporado a un grupo que se llamaba a sí mismo The Brass Ensemble of the Jazz and Classical Music Society. En aquel álbum fui el solista principal; Columbia fue el sello para el cual grabamos las piezas. Unos días después de aquella sesión llevé de nuevo al estudio a Trane, Red, Philly Joe y Paul para cumplir mis últimos compromisos con Prestige. Como de costumbre, recurrimos al estudio de grabación de Rudy Van Gelder, en Hackensack. Aquél fue el momento en que, en el curso de una larga sesión, grabamos «My Funny Valentine», «If I Were a Bell» y todas las demás piezas que aparecieron en aquellos álbumes de Prestige titulados Steamin’, Cookin’, Workin’, y Relaxin’. Esos álbumes se publicaron todos a finales de octubre de 1956. Fue magnífica la música que hicimos en ambas sesiones, y hoy me siento profundamente orgulloso de ella. Pero así terminó mi contrato con Prestige. Yo estaba libre para seguir adelante.
Al cabo de algún tiempo de moverme por la escena musical me di cuenta de lo que les ocurría a otros buenos músicos, como Bird. Uno de los hechos básicos que aprendí fue que el éxito en este oficio depende siempre del número de discos que vendas, de la cantidad de dinero que contigo ganen las personas que controlan la industria. Tú puedes ser un gran músico, un artista importante e innovador, pero a nadie le importarás un huevo si no das dinero a los hombres blancos que tienen en su mano el control. El dinero auténtico estaba en incorporarse a la corriente principal de los gustos estadounidenses, en sumarse a esa corriente, y Columbia Records servía a la línea principal. Prestige no; ellos hacían excelentes discos, pero estaban al margen.
Como músico y como artista, siempre he querido llegar a través de la música al mayor número de personas posible. Y nunca me he avergonzado de ello. Nunca he creído que la música llamada «jazz» estuviera destinada sólo a un reducido número de personas o a convertirse en una pieza de museo guardada bajo cristal como otras cosas muertas que en algún momento se consideraron artísticas. Siempre he pensado que debería llegar a tantas personas como pudiera, igual que la llamada música popular, ¿por qué no? Nunca he sido de aquellos que opinan que cuanto menos, mejor; cuantas menos personas te escuchen, mejor eres, porque lo que tú haces es demasiado complicado para que lo entiendan muchos. Abundan los músicos de jazz que declaran en público que ellos piensan así, que tendrían que comprometer, si no degradar su arte si se dirigieran a un público más amplio. Pero en secreto aspiran también a llegar a la mayor cantidad de gente posible. Bueno, no diré sus nombres. El detalle no importa. Sin embargo, siempre he defendido que la música no tiene fronteras, que no hay límites para ir en la dirección en que quiera ir ni al lugar en que quiera crecer, ni restricciones a su creatividad. La buena música es buena, no importa la clase de música que sea. Porque otra cosa que he detestado siempre son las categorías. Siempre. Considero que en la música no tienen sentido.
Así pues, jamás me molestó que a mucha gente comenzara a gustarle lo que yo hacía. Jamás pensé que el hecho de que la música que yo tocaba se estuviera popularizando significase que mi música fuera menos complicada que otra menos popular que la mía. La popularidad no hacía mi música ni menos buena ni menos valiosa. En 1955, Columbia representaba para mí una puerta que mi música debía cruzar para alcanzar audiencias más amplias, y crucé aquella puerta cuando se abrió y nunca miré atrás. Lo único que quería hacer era soplar mi trompeta y crear música y arte, comunicar a través de la música lo que sentía.
Ciertamente, marcharse a Columbia significaba más dinero, pero, ¿qué hay de malo en que te paguen por lo que haces, y en que te paguen bien? Nunca vi nada atractivo en la pobreza, en la melancolía y en la dureza de la vida. Nunca quise para mí tales cosas. Había visto lo que realmente eran cuando estuve enganchado a la heroína, y no quería volver a verlo. Mientras pudiera conseguir lo que necesitaba del mundo de los blancos de acuerdo con mis propias condiciones, sin venderme a toda aquella gente que ansiaba explotarme, seguiría adelante en pos de lo que yo entendía y entiendo como realidad. Cuando tú estás creando tu propia mierda, macho, ni el cielo es el límite.
Por aquella época conocí a una mujer blanca a quien llamaré Nancy. Era tejana, una prostituta de alta categoría que vivía en Manhattan, en un magnífico ático con vistas a Central Park, a la altura de la calle Ochenta Oeste. La conocí a través de un presentador negro llamado Carl Lee que trabajaba en el café Bohemia. Se enamoró de mí. Era bella como una hijaputa, franca en todos los aspectos, y no se dejaba pisar por nadie, cosa que me incluía a mí (a pesar de que casi siempre me daba cuanto quería). Era una muñequita preciosa, de cabello negro, extremadamente sensual. Era una mujer estupenda y fue una de las personas que más me ayudaron a mantenerme alejado de las drogas.
Nancy nunca hizo la calle; sus clientes procedían de los más altos niveles de la sociedad, eran hombres importantes, blancos la mayoría, cuyos nombres no voy a mencionar. Digamos solamente que eran algunos de los personajes más importantes, poderosos y ricos de este país. La quería mucho, sin embargo, y cuando llegué a conocerla comprendí la razón. Era una persona cálida, solícita y muy inteligente, y muy, muy refinada, muy sexy; el tipo de mujer que los hombres anhelan alguna vez en su vida. En la cama era una hijaputa, tan buena, tan apasionada que casi te daban ganas de gritar. Me amaba de veras y nunca tuve que darle ni un centavo por estar con ella. Era una buena amiga, entendía exactamente lo que estaba pasando y lo que quería hacer. Me apoyó al ciento cincuenta por ciento.
Durante el tiempo que estuvimos juntos me sacó de muchas situaciones apuradas. Si andaba por ahí de gira improvisando actuaciones y embarrancaba en alguna parte, llamaba a Nancy y se lo contaba, y ella decía: «¡Bien, sal de ahí enseguida! ¿Cuánto dinero necesitas?». Y fuera cual fuese la cantidad, me la enviaba de inmediato.
Después de grabar aquellas últimas grabaciones para Prestige en octubre de 1956, volví con mi grupo al café Bohemia y fue allí donde un montón de mierda se interpuso entre Coltrane y yo. Las cosas se habían ido deteriorando desde hacía algún tiempo. Macho, era una lata ver lo mal que Trane se trataba a sí mismo; por entonces estaba ya completamente enganchado a la heroína, aparte de beber sin parar. Llegaba tarde, daba visibles cabezadas en el escenario. Una noche me enfadé tanto con él que, en el camerino, le pegué una torta en la cabeza y un puñetazo en el estómago. Thelonious Monk se encontraba presente aquella noche; había ido al camerino a saludarnos y vio lo que le hacía a Trane. Cuando notó, además, que Trane no hacía nada, sino que se quedaba sentado con aire de niño grande, reaccionó con furia y le dijo: «Tío, mientras toques el saxo como lo tocas no tienes que aguantar esas putadas; vente a tocar conmigo en el momento que quieras. Y tú, Miles, no deberías pegarle de ese modo».
Yo estaba tan rabioso que poco me importó lo que Monk dijera, porque, en primer lugar, aquello no era asunto suyo. Despedí a Trane aquella misma noche y se marchó a Filadelfia con intención de terminar con su adicción. Lamenté dejarlo partir, pero no se me ocurrió qué otra cosa podía hacer dadas las circunstancias.
Sustituí a Coltrane por Sonny Rollins y terminé la semana en el Bohemia. Apenas concluidas las actuaciones disolví la banda, tomé un avión y volé directamente a París, donde había sido invitado a encabezar, juntamente con Lester Young, un grupo de estrellas que incluía al Modern Jazz Quartet (Percy Heath, John Lewis, Connie Kay y Milt Jackson) y a gran número de músicos franceses y alemanes. Tocamos en Amsterdam, en Zúrich, en Friburgo y en París. En esta última ciudad me reuní de nuevo con Juliette Greco, que entonces era una gran figura del cine y del cabaret. Al principio, ella mostró cierta aprensión al verme (debido a mi forma de comportarme cuando nos vimos por última vez en Nueva York), pero le expliqué por qué había hecho aquello, me perdonó y nuestras relaciones marcharon estupendamente bien, tan bien como en tiempos pasados. Y por supuesto, reencontré, asimismo, a Jean-Paul Sartre y pasamos muy buenos ratos, simplemente charlando en su casa, en la de Juliette o en la terraza de un café. Nos comunicábamos con una mezcla de francés chapurreado, inglés chapurreado y lenguaje de signos. Tras haber dado nuestro concierto en París, muchos de los músicos se trasladaron al club St. Germain, un local de moda en la Rive Gauche. Llevé a Juliette conmigo y fuimos a ver a Don Byas, el gran saxo negro estadounidense, que tocaba allí aquella noche. Creo que todos los miembros del MJQ venían con nosotros y también estaba Kenny Clarke. Sea como fuere, Bud Powell y su esposa, Buttercup, aparecieron y se unieron a nuestro grupo. Todos nos alegramos de ver a Bud. En aquella época residía permanentemente en París. Bud y yo nos sentimos realmente felices al volver a vernos, nos abrazamos, charlamos como dos hermanos que, separados durante mucho tiempo, volvían a encontrarse. Después de unas cuantas copas y abundante conversación, alguien dijo que Bud iba a tocar. Recuerdo mi sincera alegría, puesto que hacía siglos que no había oído tocar a Bud. De modo que se dirigió al piano y empezó a tocar «Nice Work If You Can Get It».
Sin embargo, después de un comienzo realmente brillante, rápido, muy bueno, algo ocurrió y su interpretación, sencillamente, se vino abajo. Fue terrible. Me quedé helado, y como yo cuantos se encontraban presentes aquella noche. Nadie decía nada, sólo nos mirábamos unos a otros como si no pudiéramos creer lo que oíamos. Cuando Bud terminó, en el club reinó un incómodo silencio. Bud se puso en pie, se secó el sudor de la cara con un pañuelo blanco e hizo una especie de reverencia. En respuesta a su saludo todos aplaudimos, puesto que no sabíamos qué otra cosa hacer. Macho, era absolutamente penoso haberle oído de aquella manera. Al bajar Bud del escenario, Buttercup fue a felicitarlo, lo abrazó y hablaron unos momentos. Él parecía sumamente triste, como si se diera cuenta de lo que en realidad había ocurrido. Mira, a aquellas alturas de su vida estaba muy enfermo, padecía esquizofrenia, era sólo la envoltura de la persona que había sido. Su mujer lo trajo hacia donde estábamos sentados los demás. Macho, todos nos sentíamos cohibidos, era un infierno verlo en aquellas condiciones; demasiado cohibidos incluso para decirle alguna palabra, forzando unas débiles sonrisas que querían ocultar lo que sentíamos en nuestro interior. El silencio era completo. Completo, digo. Habrías oído el vuelo de una mosca.
Finalmente, yo me levanté de un salto, me dirigí a Bud, lo abracé y le dije: «Vamos, Bud, ya sabes que no deberías tocar después de beber como has bebido; porque lo sabes, ¿no?». Le miré fijamente a los ojos y alcé la voz para que lo oyeran todos. Él se limitó a mover la cabeza como afirmando, esbozó aquella sonrisa secreta y lejana propia de las personas dementes y tomó asiento. Buttercup se quedó de pie, casi llorando, agradecida por mi intervención. Luego, súbitamente, todos rompieron a hablar y las cosas volvieron a ser como eran antes de que Bud tocara. Pero ¿sabes?, yo no había podido contenerme y no decir nada. Macho, él era mi amigo y uno de los mejores pianistas de la historia, hasta que se derrumbó y fue enviado a Bellevue. Ahora estaba allí, en París, en un país extranjero, entre personas que probablemente no entendían lo que le había pasado (y a quienes, sin duda, tenía sin cuidado) o que pensaban que era simplemente un pobre borracho más. Fue tristísimo, macho, ver y oír a Bud en aquella situación. No lo olvidaré mientras viva. Regresé a Nueva York en diciembre de 1956, volví a reunir la banda y emprendimos una gira de dos meses. Fuimos a Filadelfia, Chicago, St. Louis, Los Ángeles y San Francisco, donde durante dos semanas actuamos en el Blackhawk.
Hacia el otoño de aquel año, Trane (que volvió a la banda) y Philly Joe empezaban ya a hartarme con sus gilipolleces de yonquis. Unas veces llegaban tarde, otras ni siquiera se presentaban. A Trane podías verlo con frecuencia en el escenario, completamente colgado, flipado, dando cabezadas, trufado de heroína. Por entonces, Trane y su mujer, Naima, se habían trasladado de Filadelfia a Nueva York, lugar donde él conseguía una droga mucho más fuerte que la que en Filadelfia podía encontrar. Ya en Nueva York, su adicción empeoró mucho y con gran rapidez. Yo no tenía objeciones morales que poner al hecho de que Trane y tantos otros se inyectasen heroína, puesto que había pasado por ello y sabía que era una enfermedad muy difícil de superar. Por lo tanto, nunca les eché en cara lo que hacían. Pero sí empecé a meterme con ellos por llegar tarde y subir al escenario visiblemente colgados. Les dije que eso no lo toleraría. Estábamos cobrando 1.250 dólares semanales cuando Coltrane se reincorporó a la banda, y no precisamente por exhibir a un puñado de tipos dando cabezadas. No podía consentirlo. El público los vería allí, sosteniéndose en pie a duras penas, y pensaría enseguida que yo también volvía a ser un yonqui; ya sabes, culpable por asociación. Estaba limpio, excepto las raras ocasiones en que esnifaba un poco de coca. Iba al gimnasio, me mantenía en buenas condiciones, no bebía en exceso, me ocupaba de los intereses de la banda. Les hablé, tratando de hacerles comprender el daño que causaban al grupo y se causaban a sí mismos. Conté a Trane que una serie de productores discográficos habían ido en varias ocasiones a oírlo, pensando en ofrecerle un contrato, pero que cuando lo vieron cabecear y comportarse como un fantasma en el escenario desistieron de la idea. Pareció entender de qué le hablaba, pero siguió inyectándose heroína y bebiendo como un pez.
De haberse tratado de otro músico, le habría vuelto a despedir después de las dos primeras advertencias. Pero yo quería a Trane, le quería de veras, aunque nunca hubiéramos parrandeado mucho juntos, como ocurría con Philly Joe. Trane era una buena persona, uno de esos tipos agradables por naturaleza, espiritual, todo. No podías evitar quererlo y preocuparte por él. Calculé que entonces estaba ganando más dinero del que ganó en su vida, de modo que cuando le hablé pensaba que reaccionaría positivamente, pero no fue así. Aquello me dolió. Más tarde descubrí que Philly Joe había ejercido una pésima influencia sobre Trane mientras estuvieron juntos en la banda. Al principio, cuando Trane se drogaba yo prescindía de su conducta porque la música tenía suficiente fuerza y porque tanto él como Philly me prometían cada día que aquello iba a terminar. Pero las cosas empeoraron. A veces, durante la actuación, Philly estaba tan mareado que me susurraba al oído: «Miles, toca una balada, estoy a punto de vomitar, tengo que ir al baño». Dejaba el escenario, iba a vomitar y volvía como si no hubiera pasado nada. Habría tomado cualquier mierda.
Recuerdo una ocasión, cuando Philly Joe y yo íbamos de gira y organizábamos actuaciones sobre la marcha, en 1954 o principios de 1955. Viajábamos los dos solos y buscábamos grupos locales; cobrábamos 1.000 dólares y montábamos el concierto. En aquella época yo estaba limpio. La cosa ocurrió en Cleveland, creo, a punto ya de regresar a Nueva York. Joe se había pinchado dos o tres horas antes, de manera que empezaban a pasarle los efectos. Cuando llegamos al aeropuerto y fui a comprar los pasajes de avión, él ya daba señales de inquietud. Yo estaba contando el dinero ante la preciosa chiquita blanca que vendía los pasajes cuando tropecé con un billete falso (entonces los llamábamos «billetes púrpuras») que, si no lo entregaba, el dinero no nos alcanzaría. Procuré que no se notase mi furia al descubrir que el cerdo del promotor nos había pagado con un billete falso. Miré a Philly Joe; él vio el billete y adivinó lo que yo estaba pensando. Inmediatamente se puso a decirle a la chica lo bonita y graciosa que era, que nosotros éramos músicos y nos gustaría componer una canción dedicada a ella porque era tan guapa, que por favor nos diera su nombre. A la muchacha se le iluminó el rostro con una sonrisa de oreja a oreja y yo le entregué el dinero sin titubear. Ella ni siquiera lo contó, tan ocupada estaba en escribir su nombre a toda prisa.
Cogimos los billetes y mientras nos dirigíamos a tomar el avión, Philly ya estaba calculando cuánto tardaríamos en llegar a Nueva York y en conseguir droga para inyectársela y no acabar de hundirse. Pero, en ruta, el aparato fue desviado a Washington D. C. porque en Nueva York había nevado. En aquellos momentos, Philly ya estaba vomitando en los servicios del avión. Cuando llegamos a Washington, la misma historia: Nueva York cerrado por nieve. Decidí que nos reembolsaran los pasajes y que intentaríamos seguir hasta Nueva York en tren. Sin embargo, Philly conocía a alguien en la ciudad y me suplicó que primero pasáramos por la casa del tipo en cuestión. Yo estaba ya más furioso que un hijoputa. Encima, él llevaba consigo la batería embalada en cajas y se sentía tan mal que ni podía sostenerlas. En consecuencia, tuve que cargar con sus cosas y con las mías y llevarlas al taxi, y al hacerlo me jodí una muñeca. Mientras tanto, él se había refugiado en los lavabos para vomitar otra vez. Tomamos el taxi, fuimos a casa de aquel tipo en medio de la nieve y tuvimos que esperar porque el tío no estaba. Philly volvió a vomitar en el cuarto de baño del traficante; la mujer de éste, que afortunadamente conocía a Philly, nos había dejado entrar. Finalmente regresó el tipo y Philly se despachó. La droga tuve que pagarla yo. A partir de entonces llevé siempre oculta una reserva extra para casos de emergencia, pero nunca dejé que Philly lo supiera para que no intentara quitármela.
Por fin tomamos el tren rumbo a Nueva York, y al llegar yo no estaba ya sólo furioso, sino que la muñeca me dolía como si se me hubiese roto. Cuando nos disponíamos a separarnos, le dije a Philly: «Tío, nunca vuelvas a hacerme una putada como ésta, ¿oyes lo que te digo?». Le puse el puño ante las narices, y me saltaban los ojos, allí, en pie frente a la estación de Pennsylvania, rodeados de nieve por todas partes.
Con una expresión humilde y dolida en el rostro, Philly replicó: «Miles, ¿por qué me hablas de esa manera? Soy tu hermano, macho. Te quiero. ¡Ya sabes lo que pasa cuando alguien cae enfermo! Además, para colmo, no deberías enfadarte conmigo, macho, deberías enfadarte con toda esta nieve, que es lo que primero ha tenido la culpa del lío. Así que, macho, enfádate con Dios en lugar de conmigo, porque yo soy tu hermano que tanto te quiere». Al oír aquello por poco me muero de risa, lo encontré locamente divertido, tan agudo y sofisticado. Pero, a pesar de todo, llegué a casa más indignado que un hijoputa y juré que en adelante procuraría apartarme de aquel tipo de embrollos.
Algún tiempo después, en la época en que íbamos de gira con la banda, ocurrió otra cosa notable. Yo solía ir a recoger a Philly Joe a los hoteles una hora antes de la fijada para marcharnos, sólo para sentarme en el vestíbulo y presenciar cómo saldaba sus cuentas. Siempre discutía con el empleado del mostrador y era muy divertido observarlo. Decía, por ejemplo, que el colchón de la cama estaba quemado y que ya lo estaba cuando él tomó la habitación. A lo cual, el empleado quizá respondía: «Pudiera ser, pero ¿qué me dice de la mujer que tenía usted en su cuarto?».
Joe replicaba entonces: «No se quedó, y, por otra parte, no venía a verme a mí».
«Pero preguntó por usted», insistía el empleado.
«Preguntó por mí para que la pusiera en contacto con el señor Chambers, que ya se ha ido del hotel», argumentaba Philly.
La cosa podía continuar o tener variantes, como: «La ducha ha estado tres días sin funcionar», o bien: «Dos de las cuatro lámparas no funcionaban», o lo que fuere. El caso es que Philly terminaba siempre ahorrándose entre 20 y 40 dólares por cada semana de estancia, dinero que empleaba en comprar droga.
Una vez, creo que en San Francisco, aquel método no funcionó. Yo estaba en un café al otro lado de la calle y vi a Philly Joe arrojando sus maletas y sus trastos por una ventana del hotel que daba a un callejón. Luego bajó al vestíbulo y lo vi hablando con el empleado de la recepción. Fui a colocarme junto a la puerta y oí que el empleado le decía que tendría que pagar de todas maneras, porque ya le había hecho la misma jugada anteriormente, y que subiría a encerrar las pertenencias de Joe en la habitación hasta que pagase. Joe dijo entonces que muy bien, que iría a pedirle el dinero a un amigo que vivía al otro lado de la ciudad. Salió del hotel, con aire entre indignado y ofendido, mientras el empleado subía a cerrar la habitación. En cuanto estuvo en la calle, Joe echó a correr rodeando el hotel, recogió sus cosas del callejón y se marchó riendo como un hijoputa. Philly Joe era un zorro. De haber sido abogado y blanco, habría llegado a presidente de Estados Unidos, puesto que para alcanzar este puesto has de hablar deprisa y disponer de todo un cargamento de camelo. Exactamente sus virtudes.
Con Coltrane, por el contrario, las cosas no eran divertidas. Podías reírte con las ocurrencias de Joe, mientras que las de Trane derivaban hacia lo patético. Salía a tocar vistiendo unas ropas con las que parecía haber dormido durante días: arrugadas, hechas una mierda. En el escenario, cuando no pasaba el tiempo dando cabezadas se hurgaba la nariz, y, a veces, después, se chupaba el dedo. Y no se dedicaba a las mujeres, como Philly y yo. Se dedicaba simplemente a tocar, vivía absorto en la música, y si una mujer se hubiese presentado delante de él completamente desnuda, ni siquiera la habría visto. Por eso estaba tan concentrado cuando tocaba. En cambio, Philly Joe era un mujeriego. Era fogoso, brillante y despierto, y cuando se hallaba en el escenario atraía la atención casi tanto como yo. Era un personaje en cualquier parte; el polo opuesto de Trane, quien sólo vivía para tocar y con la música se le acababa todo. Pero en aquella gira había algo que me deprimía más que el hecho de que Philly Joe y Trane se fliparan. Yo ingresaba 2.500 dólares por semana, cantidad que no bastaba para mantener a la banda y a mí. Para mí retiraba 400 dólares semanales y el resto lo repartía entre el grupo. Las cuentas del bar, astronómicas, superaban en mucho el dinero que entraba. Cuando finalmente despedí a Philly de la banda, creo que debía unos treinta mil dólares.
Yo tocaba y no recibía nada en compensación; nos endeudábamos cada vez más y, en cambio, los clubes estaban atestados, las colas para entrar daban la vuelta a la manzana. Me dije que si no me pagaban lo que quería, no iba a continuar. Llamé a Jack Whittemore y le anuncié que no tocaría más por 1.250 dólares a la semana. Él me dijo: «Muy bien, pero esta vez tienes que tocar porque firmaste el contrato». Tenía razón, aunque ello no me hizo cambiar de idea. Después le precisé que quería 2.500 dólares semanales y él dijo que vería lo que podía hacer. Lo conseguimos. Dos mil quinientos dólares por semana era una tarifa alta para una banda negra. Muchos empresarios de clubes se enfurecieron conmigo por aquello, pero me pagaron lo que pedía.
Cuando se trataba de cuentas del bar, Paul Chambers era el peor. Yo le entregaba el dinero que le correspondía, y luego, cuando le presentaba la cuenta del bar, se negaba a pagarla. Una vez me indignó tanto que tuve que pegarle en la boca. Paul era un buen chico, sólo que muy inmaduro.
En cierta ocasión, en Rochester, Nueva York, el club donde tocábamos no ganaba demasiado dinero. Yo conocía a la mujer que lo regentaba, y era alguien que anteriormente me había tratado bien, de modo que le dije que no tenía que pagarme. Rechacé el dinero porque en aquel momento no estaba en apuros, pero añadí que sí debía pagar a los demás, y lo hizo. No eran raras en mí aquellas tonterías si la casa no ganaba dinero y la persona había sido honesta conmigo. Por cierto que, en aquel viaje a Rochester, Paul bebía zombies6 sin parar. Le pregunté: «¿Por qué bebes esas mierdas? ¿Por qué bebes tanto, Paul». Y él me contestó: «Vamos, hombre, bebo lo que quiero. De éstos podría beberme diez y me quedaría tan fresco». «Bébetelos y yo los pagaré», le dije. Y él respondió: «Vale».
Bebió como cinco o seis zombies y dijo: «Mira, tan fresco». Después de aquello fuimos a comer espaguetis, Paul, Philly y yo. Pedimos nuestras raciones y Paul anegó la suya en salsa picante.
Yo le dije: «Macho, ¿por qué haces eso?».
Él dijo: «Porque me gusta la salsa picante, si quieres saberlo».
Bueno, me puse a hablar con Philly Joe, y de súbito oí un estrépito, miré y vi que Paul se había desplomado de cara sobre el plato de espaguetis y salsa picante. Aquellos zombies se le habían subido a la cabeza. El muy hijoputa estaba inconsciente. Se había pinchado, había bebido todos aquellos zombies y no lo aguantó. (Así fue como murió en 1969: drogas y exceso de alcohol y hacerlo todo sin freno ni medida, y tenía poco más de treinta años.)
En otra ocasión estábamos tocando en Quebec, Canadá, y nos habían incluido en un espectáculo de variedades. Paul, borracho, se dirigió a unas viejas blancas (como suena, eran realmente viejas) y les dijo: «¿Qué hacéis esta noche después del espectáculo, chicas?». Ellas se indignaron y fueron a quejarse al empresario. Yo tuve que ir también y decirle: «Mi compañero es evidente que se ha confundido, y tocar en un lugar como éste, en un espectáculo de variedades, no es exactamente lo que me interesa hacer. ¿Por qué no lo dejamos correr ahora mismo? Usted nos paga lo que nos debe, y nos vamos». Accedió.
De todos modos, a Joe le agarró el mono porque allí no se encontraba heroína por ninguna parte. La suya se le había terminado y nadie más llevaba.
Teníamos pasajes de avión, pero no pudimos marcharnos porque Quebec estaba bloqueado por la nieve y yo no disponía de dinero suficiente para comprarles a todos billetes de tren. En consecuencia, llamé a mi amiga Nancy y ella me envió el dinero que necesitaba.
A nuestra llegada a Nueva York, en marzo de 1957, se consumó la crisis de la banda y tuve que despedir de nuevo a Trane y también a Philly Joe.
Trane se fue a tocar con Monk en el Five Spot, mientras que Philly se dedicó a actuar por ahí como independiente, dado que entonces era ya una «estrella». Sustituí a Trane por Sonny Rollins, lo que no era una novedad, e incorporé a Art Taylor a la batería. Me resultó muy duro volver a despedir a Trane, y más aún dejar marchar a Philly Joe, que era mi mejor amigo y habíamos vivido juntos muchas peripecias. Pero, tal como veía yo las cosas, no tenía otra alternativa.
En el curso de las dos últimas semanas en el café Bohemia, antes de que despidiese a Trane y a Philly Joe, ocurrió algo que recuerdo con claridad. Kenny Dorham, el trompetista, vino una noche y me preguntó si podía tocar un rato con la banda. Kenny era un diablo con la trompeta: magnífico estilo, muy personal. Me gustaban su tono y su timbre. Y era creativo, imaginativo, un artista del instrumento. Nunca alcanzó la fama que merecía. Bien, ya sabes que no permito que un cualquiera toque en mi banda; ha de ser alguien de quien me fíe, o que demuestre su capacidad. Pero Kenny podía tocar hasta perder el culo, y, además, lo conocía desde hacía mucho tiempo. En fin, el local estaba repleto aquella noche, como lo estaba siempre por aquellas fechas. Cuando terminé de tocar, presenté a Kenny, quien subió al escenario y tocó como un hijoputa: en un instante borró de la mente del público todo lo que yo había tocado hasta entonces. Me indigné de mala manera, pues a nadie le gusta en el fondo que otro intervenga en su actuación y se luzca. Jackie McLean estaba entre la concurrencia, así que fui en su busca y le pregunté: «Jackie, ¿qué tal lo he hecho?».
Sabía que Jackie me apreciaba, le gustaba mi modo de tocar, y no me tomaría el pelo. Me miró francamente y dijo: «Miles, esta noche Kenny ha tocado tan maravillosamente bien que tú pareces una imitación de ti mismo».
Macho, me enfadé al oír aquello. Me marché a casa sin decir una palabra más a nadie; era el último turno. Reflexioné sobre aquella mierda de historia, pues por algo soy muy orgulloso. Y cuando había mirado a Kenny, en el momento en que se retiraba del escenario, vi en su cara una sonrisa de lobo, vi que caminaba como si midiese tres metros de altura. Sabía lo que había pasado; incluso si la gente del público no se había dado cuenta, él sabía y yo sabía lo que había pasado.
La siguiente noche volvió, tal como yo suponía que haría, para tratar de repetir su hazaña, porque no ignoraba que yo tocaba ante la audiencia más numerosa, más enterada y más sofisticada de la ciudad. Me preguntó si podía volver a intervenir. Esa vez le permití tocar en primer lugar y después toqué yo y lo dejé planchado. Mira, la noche anterior había procurado tocar de la manera que tocaba él, porque quería que se sintiera cómodo entre nosotros. Kenny supo que era así. Pero la segunda noche lo ataqué sin miramientos y ni siquiera intuyó lo que se le venía encima. (Más adelante, en los años sesenta, en San Francisco, se repitió la situación, y aquella vez, creo, también terminó en tablas.) Así marchaban las cosas en aquellos tiempos, cuando la gente intentaba hacerte picadillo en una jam session. Unas veces ganabas y otras perdías, pero después de enfrentarte a un gran artista como Kenny siempre sacabas algo de provecho. Tenías que aprovecharlo todo; si no era así, significaba que no estabas dispuesto a seguir avanzando en el camino de la música, aunque fuera a costa de meterte de vez en cuando en situaciones embarazosas.
En mayo de 1957, fui de nuevo al estudio con Gil Evans para grabar Miles Ahead. Volver a trabajar con Gil fue una experiencia gratificante. Él y yo sólo nos habíamos visto intermitentemente desde que hicimos Birth of the Cool, pero en nuestros encuentros ocasionales hablamos de reunirnos en otro álbum y definimos el concepto de la música que habría en Miles Ahead. Como de costumbre, disfruté trabajando con Gil por lo meticuloso y creativo que era y por la plena confianza que tenía en sus arreglos musicales. Siempre formamos una buena pareja profesional, y lo comprobé sin la menor duda cuando hacíamos Miles Ahead: Gil y yo juntos éramos musicalmente algo fuera de lo común. Para la grabación reunimos una gran banda, compuesta principalmente por músicos de estudio. Algún tiempo después, ya publicado Miles Ahead, Dizzy vino a verme un día y me pidió un ejemplar del disco porque, según dijo, el que ya tenía lo había escuchado tanto que terminó por desgastarse ¡en tres semanas! Me dijo que era «lo más grande». Macho, aquél fue uno de los mejores elogios que he recibido, que alguien como Dizzy dijese tal cosa de algo que yo había hecho.
Mientras grababa Miles Ahead estuve actuando en el café Bohemia con Sonny Rollins al saxo tenor, Art Taylor a la batería, Paul Chambers al bajo y Red Garland al piano. A continuación tocamos juntos todo el verano, de un extremo a otro de la costa Este y en el Medio Oeste. Pero cuando volvía a Nueva York solía dejarme caer por el Five Spot y escuchar a Trane, Monk y su banda. Por entonces, Trane se había desenganchado a la brava de la adicción, como yo, encerrándose en casa de su madre, en Filadelfia. Y tocaba que era una gloria, macho, sonando perfectamente con Monk (a quien era otra gloria oír). Monk había reunido un grupo muy sólido, con Wilber Ware al bajo y Shadow Wilson a la batería. Trane era el saxofonista ideal para el tipo de música que hacía Monk, debido a los espacios que éste dejaba siempre y que Trane llenaba con los acordes y sonidos que tocaba entonces. Yo me sentía orgulloso de él porque había abandonado las drogas y cumplía puntualmente con sus obligaciones. Sin embargo, por mucho que, como siempre, me complaciera tener a Sonny en mi banda, y también a Art Taylor, para mí no era lo mismo que cuando tocaba con Trane y Philly Joe. Los echaba de menos.
En septiembre volvió a haber cambios en la banda: Sonny se marchó para formar grupo propio y, después de una discusión que tuvimos en el café Bohemia, Art Taylor se marchó también. Art sabía que yo prefería la forma de tocar de Philly. Pero Art es una persona muy sensible, y yo trataba de imaginar de qué manera podría decirle, sin herir sus sentimientos, que cambiase ciertas cosas que harían subir la música un par de peldaños. Iba dando rodeos, hablando de charles de pedal y mierdas diversas, intentando darle a entender lo que quería, y noté que lo estaba poniendo nervioso. Pero apreciaba a Art y por ello era menos directo de lo que suelo ser cuando quiero decirle algo a alguien; de ahí mis rodeos.
El caso es que esto duró un par de días, hasta que la tercera o cuarta noche perdí la paciencia. El local estaba lleno de estrellas de cine; creo que Marlon Brando y Ava Gardner se hallaban presentes; de hecho, venían casi siempre. Además, todos los amigachos de Art en la zona alta habían bajado al Village para oírle tocar. Empezó el turno, y después de terminar mi solo me situé de pie junto a los charles de pedal de Art, con la trompeta bajo el brazo, escuchando, como siempre hacía, y sugiriéndole alguna cosa. Él no me prestaba la menor atención. Estaba más nervioso que de costumbre, con sus amigos allá en la sala. Pero aquello me tenía sin cuidado, porque quería que tocase correctamente, sin darle al pedal de los charles tan fuerte como le daba. Así que añadí un comentario más sobre el pedal. Me lanzó una mirada que decía: «¡A la mierda, Miles, déjame en paz!», y entonces le murmuré: «Vamos, hijoputa, sabes de sobra cómo hace Philly ese maldito break!».
Art se puso tan furioso que paró de tocar justo en medio de la pieza, se levantó del asiento de la batería, dejó el escenario, se fue al fondo del local, y luego, cuando el turno hubo terminado, reapareció para enfundar sus trastos y se marchó. Todos nos quedamos sin habla, yo el primero. Pero la noche siguiente coloqué a Jimmy Cobb en su puesto, y Art y yo, desde entonces, jamás hemos mencionado lo que ocurrió. Nos hemos visto infinidad de veces, pero ni una palabra sobre aquello.
Aquella misma semana, o la siguiente, despedí a Red Garland y puse al piano a Tommy Flanagan. Pedí a Philly que volviera, y volvió, y más tarde reemplacé a Sonny por Bobby Jaspar, un saxofonista belga que estaba casado con mi antigua amiga Blossom Dearie. Había propuesto a Trane regresar a la banda, pero tenía ciertos compromisos con Monk y en aquel momento no podía dejarlo. Había hablado, asimismo, con Cannonball Adderley, que estaba de regreso en Nueva York, sobre la posibilidad de que se nos uniera (había liderado un grupo todo el verano, con su hermano Nat, que tocaba la corneta), pero tampoco le era posible venir entonces, aunque creía que sí podría en octubre. Por lo tanto, tuve que continuar con Bobby Jaspar hasta que consiguiera a Cannonball. Bobby era muy buen músico, sólo que no el adecuado para mí. Cuando Cannonball dijo que estaba disponible, lo contraté en octubre y dejé marchar a Bobby.
Me rondaba por la mente la idea de ampliar el grupo de quinteto a sexteto, con Trane y Cannonball en los saxos. Macho, ya podía oír aquella música dentro de mi cabeza y sabía que si lo conseguía daría el golpe. Las cosas no estaban todavía a punto, pero presentía que lo estarían muy pronto. Mientras tanto, salí de gira con el grupo que tenía, llevando a Cannonball en el saxo alto y dando a nuestras actuaciones el nombre de Jazz for Moderns. Creo que la gira duró cosa de un mes, y terminamos dando un concierto con otros grupos en el Carnegie Hall.
A continuación volví a marcharme a París para tocar como solista invitado durante unas semanas. Fue en el curso de ese viaje cuando conocí, a través de Juliette Greco, al cineasta francés Louis Malle. Me dijo que siempre había admirado mi música y que le gustaría que le escribiese la banda musical de su nueva película, L’ascenseur pour l’échafaud. Accedí a hacerlo y fue una experiencia muy instructiva, pues nunca antes había compuesto música para una película. Miraba las copias de las secuencias y tomaba ideas musicales para luego componer y escribir. Dado que la película trataba de un asesinato y se suponía que era de suspense, hice tocar a los músicos en el interior de un viejo edificio, oscuro y lúgubre. Pensé que eso daría atmósfera a la música, y así fue. Mi trabajo musical gustó a todo el mundo. Más adelante, la banda sonora fue publicada por Columbia en un álbum que contenía «Green Dolphin Street» y se tituló Jazz Track.
Mientras estuve en París escribiendo la música de la película de Malle, tocaba en el club St. Germain con Kenny Clarke a la batería, Pierre Michelot al bajo, Barney Wilen al saxo y René Urtreger al piano. Recuerdo esas actuaciones porque muchos críticos franceses me reprocharon que no hablase desde el escenario y presentase los números, como hacían todos los demás. Yo pensaba, ya sabes, que la música hablaba por sí misma. Ellos me consideraban arrogante, lo interpretaban como un desaire. Estaban acostumbrados a los músicos negros que salían a escena deshaciéndose en sonrisas, rascándose la cabeza y todo eso. Sólo hubo un crítico que comprendió lo que yo hacía y no me atacó, y fue André Hodeir, a quien considero uno de los mejores críticos musicales que he conocido. De todos modos, ninguna de aquellas salpicaduras de mierda me afectó ni me impidió seguir haciendo tranquilamente lo mío. Tampoco parecía disgustar al público que iba a escucharme, pues el club estaba abarrotado cada noche.
Yo veía mucho a Juliette y pienso que fue en aquel viaje cuando decidimos que siempre íbamos a ser, sencillamente, amantes y buenos amigos. Su carrera estaba en Francia y le gustaba vivir allí, mientras que mis cosas ocurrían en Estados Unidos. Y a pesar de que no me atraía estar permanentemente en Norteamérica, tampoco deseaba establecerme en París. Quería mucho a París, pero sólo de visita, porque estaba seguro de que la música allí no se me daría bien. En mi opinión, por otra parte, los músicos que habían emigrado habían perdido algo, una energía, un estímulo que la vida en Estados Unidos les daba. No lo sé, pero supongo que tiene algo que ver con el hecho de estar envuelto por una cultura que conoces, que puedes sentir y de la cual procedes. De haber vivido en París, no podría simplemente salir e ir a escuchar unos buenos blues, o a personas como Monk y Trane y Duke y Satchmo cada noche, como podía hacer en Nueva York. Aunque en París había músicos buenos, de formación clásica, no conseguían oír la música como la oía un músico estadounidense. Yo no podía vivir en París por todas esas razones; Juliette lo comprendió.
Cuando regresé a Nueva York, en diciembre de 1957, estaba dispuesto a dar con mi música otro paso adelante. Propuse a Red que volviera conmigo y aceptó. Al enterarme de que el compromiso de Monk con el Five Spot terminaba, llamé a Trane y le dije que lo necesitaba, y él respondió: «De acuerdo». Macho, cuando esto ocurrió, supe que una grandiosa creación musical iba a producirse. Y se produjo. En toda su dimensión.