Doce

DESPUÉS DE SKETCHES OF SPAIN, ni Gil ni yo teníamos ganas de volver a un estudio por algún tiempo. Era a principios de 1960 y Norman Granz nos había contratado a mí y a mi banda para una gira por Europa. Iba a ser una gira bastante larga, que empezaría en marzo y se extendería hasta el mes de abril.

Trane no quería viajar a Europa y se preparaba para dejarnos antes de que partiéramos. Una noche recibí una llamada telefónica de un saxo tenor nuevo en la escena musical, llamado Wayne Shorter, quien me dijo que Trane le había hablado de que yo necesitaba un saxofonista y que Trane lo recomendaba. Me quedé asombrado. Empezaba casi a colgar el teléfono cuando dije algo como: «¡Si necesito un saxofonista, lo buscaré yo mismo!». Y colgué: ¡PUM!

Cuando vi a Trane, le espeté: «No vayas diciendo a la gente que me llame como ha hecho ese tipo, y si quieres despedirte, despídete, pero ¿por qué no lo haces cuando hayamos regresado de Europa?» Si se hubiera despedido en aquellos momentos, me habría dejado realmente colgado, puesto que nadie más conocía nuestro repertorio y la gira era muy importante. Optó por venir con nosotros, pero refunfuñó, se quejó y se mantuvo aparte todo el tiempo que estuvimos fuera. Me anunció que dejaría el grupo tan pronto regresáramos a casa. Pero antes de que se marchara le regalé aquel saxo soprano que he mencionado y empezó a tocarlo. Enseguida adiviné el efecto que tendría sobre su forma de hacer música, cómo la revolucionaría. Siempre bromeé con él a propósito de que, si se hubiera quedado en su casa y no hubiera participado en nuestra gira, no habría tenido aquel saxo, de modo que estaba en deuda conmigo por el resto de su vida. Macho, se reía con aquello hasta que le saltaban las lágrimas, y entonces yo le decía: «Trane, hablo en serio». Él me abrazaba afectuosamente y respondía: «Miles, en eso tienes razón». Pero esto ocurría más adelante, cuando él había formado su propio grupo y con sus paridas dejaba a todos fuera de juego.

En mayo, inmediatamente después de nuestro regreso a Estados Unidos, Trane abandonó la banda y debutó en el Jazz Gallery. La persona que contraté para sustituirlo cuando volví a tocar con mi grupo, en el verano de 1960, era mi antiguo amigo Jimmy Heath, que acababa de cumplir una condena por cuestión de drogas.

Trane había estado en la gran banda que Jimmy tenía en Filadelfia allá por el año 1948, año en que ambos actuaron también en la banda de Dizzy. Es decir, que se conocían hacía mucho tiempo. De 1955 a 1959, Jimmy estuvo en prisión y, en consecuencia, completamente apartado de la escena musical. Cuando Trane dijo que se marchaba definitivamente, me informó de que Jimmy acababa de salir de chirona y de que probablemente necesitaba trabajo. También dijo que Jimmy conocía buena parte de la música que estábamos tocando.

Sin embargo, mi música había recorrido mucho trecho desde que Jimmy la tocó por primera vez, allá por 1953, en mi álbum Miles Davis All Stars, y supuse que le sería difícil desprenderse de aquella cosa bebop en que anduvo metido. Pero calculé que disponíamos de un margen de tiempo y quería darle a Jimmy una oportunidad. Trane elogiaba siempre su forma de tocar, que a mí también me había gustado. Además era un tipo que daba gusto tener al lado: sofisticado, divertido, pulcro y muy inteligente.

Estábamos en California, así que lo llamé y le pedí que se uniera a la banda. Dijo que sí. Le mandé, pues, un billete de avión para que acudiera.

El primer local donde tocamos fue el Jazz Serville Club, en Hollywood. Cuando Jimmy llegó, me dediqué a mostrarle lo que estábamos haciendo y pudo ver enseguida que no sabía de qué coño le hablaba. Es decir, sabía de qué iba lo de la música modal, pero saltaba a la vista que nunca la había tocado, que era nueva para él. Siempre tocó canciones con muchos cambios de acordes que resuelven de modo que todo termina en una dirección. Pero nosotros tocábamos escalas y en forma modal. Por alguna razón, recuerdo que Cannonball estaba en aquellas actuaciones con nosotros, y que Jimmy batallaba al principio con las melodías, tratando de adaptarse a la línea tonal que todos los demás seguíamos. Al cabo de un tiempo, sin embargo, pude oír que se distendía e iba entrando en la música. Luego regresamos hacia el este y tocamos en French Lick, Indiana (una pequeña población rural de la que es oriundo el jugador de baloncesto Larry Bird), en el Regal Theatre de Chicago y en un par de sitios más.

Ya en el este, Cannonball se marchó definitivamente y Jimmy se fue a Filadelfia para ver a su familia antes de que saliéramos a tocar en el Playboy Festival de Chicago. Fue entonces cuando el funcionario encargado de supervisar su situación de libertad condicional le exigió como condición que no se alejara más de sesenta millas de Filadelfia. Aquello arruinó por varios años la carrera musical de Jimmy. No podía siquiera ir a tocar a Nueva York, pese a que estuvo limpio como una patena todo el tiempo que duró nuestra gira, cuando lo único que cada día hacía era venir a tocar con la banda y volver directamente a su cuarto del hotel. En aquellos momentos ganaba más dinero que en cualquier otra época de su vida, y aquel funcionario, un sujeto de origen italiano, se lo cortó por las buenas. Macho, la vida está llena de cabronadas, especialmente si eres negro.

Cuando Jimmy me contó aquella mierda, llamé a unos cuantos amigos de Filadelfia para ver lo que podían intentar, pero no pudieron hacer nada. Me fastidió que Jimmy dejase la banda de aquella manera, porque ya estaba integrándose en la música modal y habría sido un buen elemento. Sé que a él le dolió, pero a mí también.

Pensé entonces en aquel otro tipo que Trane me había recomendado, Wayne Shorter. Lo llamé y le pregunté si podía incorporarse a la banda. Pero estaba tocando con Art Blakey y los Jazz Messengers y le fue imposible. De modo que recurrí a Sonny Stitt, que podía tocar lo mismo el saxo tenor que el alto. Se nos unió por los días en que me disponía a salir con destino a Europa, para otra gira que debía empezar en Londres.

Por las mismas fechas recibí otra fuerte impresión al enterarme de que mi madre padecía cáncer. Vivía en East St. Louis desde el año anterior, 1959, con su esposo, James Robinson. Los médicos descubrieron el cáncer al operarla, aquel mismo año, y el hecho preocupó a todos. No obstante, cuando hablé por teléfono con ella, la noté fuerte y animosa, y su aspecto era bueno cuando la vi.

La gira europea de 1960 me llevó a Londres por primera vez, según creo, y los conciertos allí estuvieron atestados de público cada noche: de tres a ocho mil espectadores, según las salas. Frances vino conmigo y, sencillamente, deslumbró a cuantos pusieron los ojos en ella. Macho, cada día los periódicos británicos hablaban de lo bonita que era. Algo extraordinario. Hablaban de ella casi tanto como de mí; de ella en términos elogiosos, mientras que a mí se me echaron encima. Al principio no lo entendí. Me llamaban arrogante, decían que no me gustaba la forma de hablar de los ingleses, que llevaba guardaespaldas para protegerme, cuando, de hecho, las únicas personas que venían conmigo, aparte de los componentes de la banda, eran Frances y Harold Lovett. Dijeron que no me gustaban los blancos; en fin, basura a granel. Luego, alguien me explicó que, si eres famoso, aquélla es la forma en que la prensa inglesa te trata, cosa que me tranquilizó. Después de Inglaterra fuimos a Suecia; a continuación, a París; y finalmente volvimos a Estados Unidos para completar la gira.

Recuerdo especialmente haber tocado en Filadelfia por un incidente que Jimmy Heath y yo tuvimos con la policía. Mira, Jimmy era, como yo, aficionado a los coches y creo que tenía un Triumph deportivo. Sea como fuere, yo viajé a Filadelfia en mi Ferrari, que solía utilizar en toda ocasión; lo llevaba a todas mis actuaciones, salvo a las de la costa Oeste (más adelante, incluso a las actuaciones allí fui en alguno de mis Ferrari). Jimmy estaba conmigo en el coche y circulábamos sin rumbo fijo, hablando de música y esas cosas, y probablemente yo me quejaba de que Sonny Stitt tocaba mal en «So What», pues siempre jodía aquel tema y yo se lo comentaba a Jimmy cada vez que lo veía. Bien, pues paseábamos en mi Ferrari y yo le mostraba lo rápido que corría en Broad Street, una calle cuyo límite de velocidad debe de ser unos cuarenta kilómetros por hora. Le dije a Jimmy que el coche podía cruzar todos los semáforos de la calle antes de que pasaran al rojo o al ámbar. Cambié las marchas y el coche se puso a casi noventa y cinco por hora antes de que él pudiera pestañear, ¿vale? A Jimmy se le desorbitaron los ojos cuando empezamos a cruzar semáforos. El coche se deslizaba rapidísimo, produciendo apenas un silbido. A aquella velocidad nos acercamos a un semáforo que estaba cambiando, y era evidente que tendría que frenar. Pero sabía lo que tenía entre manos, sabía que los frenos responderían y pararíamos en menos de un palmo. A Jimmy, convencido de que nos saltaríamos el semáforo, se le caían los ojos de la cara. Entonces reduje marchas desde los casi noventa kilómetros hora, paré el coche en un palmo, como sabía que ocurriría, y Jimmy apenas podía creerlo. Cuando nos paramos, había dos agentes de Narcóticos, de paisano y en un coche sin distintivos. Blancos, por supuesto. Nuestro coche se detuvo justo a su lado. Ambos nos miraron, y uno dijo: «En ese jodido coche están el jodido Miles Davis y el jodido Jimmy Heath». En consecuencia, nos ordenaron aparcar a un lado de la calle, sacaron sus placas y toda la historia, y nos dijeron que entráramos en su coche. Obedecimos, porque yo no quería meter a Jimmy en un lío, estando como estaba en libertad condicional. En su coche hicieron las comprobaciones de costumbre, ya sabes, nos registraron a fondo; no encontraron absolutamente nada y nos dejaron marchar. Menudo incordio, tío.

En 1960 estaban ocurriendo muchas cosas, entre ellas la presencia en Nueva York de un nuevo saxo alto negro llamado Ornette Coleman que ponía cabeza abajo el mundo del jazz. Fue aparecer y jodió a todos. Al poco tiempo no podías encontrar un asiento libre en el Five Spot, donde cada noche actuaba con Don Cherry, quien tocaba con una trompeta de bolsillo, de plástico (Ornette tenía también un saxo alto de plástico, según creo); con Charlie Haden al bajo y Billy Higgins a la batería. Interpretaban la música en un estilo que la gente llamaba «free jazz» o «de vanguardia» o «nuevo», o lo que fuera. Muchas de las «estrellas» que venían a oírme, como Dorothy Kilgallen y Leonard Bernstein (quien, según me dijeron, una noche se levantó de un salto y exclamó: «¡Esto es lo más grande que le haya ocurrido al jazz!»), iban ahora a escuchar a Ornette. El grupo de éste actuó en el Five Spots durante cinco o seis meses, y cuando estaba en la ciudad, yo solía ir a verificar cómo funcionaban, e incluso toqué con ellos un par de veces.

Yo podía tocar con cualquiera y en cualquier estilo (si tú tocas de un determinado modo, allá voy yo), porque a aquellas alturas ya había aprendido todos los estilos de trompeta. Lo que Don Cherry hacía era sólo un estilo más. Pero Ornette, en aquella época, podía tocar de una manera, y basta. Lo vi claro después de escucharlos unas cuantas veces, de modo que me añadí al grupo y toqué lo que tocaban. He olvidado el título de la pieza que interpretamos juntos en aquella ocasión, pero se trataba solamente de un cierto tempo. Don me pidió que tocara, y lo hice. Don me apreciaba mucho y era un gran tipo.

Pero Ornette, macho, es de la raza de los celosos. Tiene celos del éxito de los otros músicos. Siendo un saxofonista, que por las buenas cogiese una trompeta o un violín y creyese que podía tocarlos sin el debido aprendizaje es una falta de respeto a las personas que los tocan bien. Y luego pontificar sobre aquellos instrumentos sin tener ni puñetera idea de lo que decía, eso no era prudente. Ya sabes, de todos modos, que la música no es más que sonido. El violín es un buen instrumento y supongo que uno puede salir bien parado tocándolo como relleno en determinados lugares, si realmente no lo sabes tocar. No hablo de solos ni nada parecido, sino de soltar unas pocas notas acá y allá. Pero si no sabes tocarla, la trompeta suena horrible. Las personas que saben tocarla son capaces de hacerlo incluso con el instrumento obstruido. Mientras que toques acorde con el ritmo, incluso con una trompeta completamente jodida, si cuadra, puedes hacerlo. Te basta con tocar un estilo. Si tocas una balada, tocas una balada. Pero Ornette era incapaz de hacer esto con una trompeta porque no sabía nada del instrumento. A pesar de todo, Ornette es sensato; sólo me gustaría que no fuera tan celoso.

Ornette y Don me gustaban como personas y consideraba que el primero tocaba mejor que el segundo. Pero no vi ni oí nada en su música que fuese en absoluto revolucionario, y así lo dije. Trane fue a escucharlos muchas más veces que yo; los estudiaba, pero, a diferencia de mí, no dijo nada. Un batallón de músicos jóvenes y de críticos pidió a gritos mi cabeza por haber desairado a Ornette, me llamaron «anticuado» y cosas así. Pero qué iba yo a hacer, no me gustó lo que aquella gente tocaba, especialmente Don Cherry con aquella trompetita suya. A mí me parecía, simplemente, que soltaba muchísimas notas y ponía cara seria, y que la gente se pirraba por ello como se pirra siempre por todo lo que no entiende si contiene suficientes estímulos. La gente quiere ser sofisticada, quiere estar constantemente a la última, que nadie piense que ha perdido la onda. Los blancos especialmente, y en particular cuando quien hace algo que no entienden es una persona de raza negra. No quieren tener que admitir que un negro ha hecho algo de lo que ellos no están al corriente. O que un negro pueda ser un poco más inteligente que ellos. O incluso mucho más. No echarán mierda sobre su propia cabeza, sino que correrán de acá para allá proclamando lo bueno que es aquello, hasta que la siguiente «novedad» aparece, y luego la siguiente y la siguiente y la siguiente. Esto es lo que yo pensé que ocurría cuando Ornette sedujo a la ciudad.

Ahora bien, lo que Ornette hizo pocos años después fue de lo más refinado, y así se lo dije. Pero lo que él y su grupo hacían al principio era sólo tocar con espontaneidad, con libertad de formas, utilizando como trampolín lo que los demás tocaban. Eso es sensato, pero ya se había hecho antes, con la diferencia de que ellos lo hacían sin ninguna clase de forma o estructura: ahí radicaba la importancia de su trabajo, no en su manera de tocar.

Si no me equivoco, Cecil Taylor salió a escena más o menos al mismo tiempo que Ornette, quizás un poco después. Él hacía al piano lo que Ornette y Don, con dos instrumentos. Pensé lo mismo que había pensado al oírlos a ellos. Cecil tenía una formación clásica y tocaba el piano técnicamente, pero a pesar de todo no me gustaron sus planteamientos. Era sólo un montón de notas tocadas por las notas mismas, es decir, porque sí: un tipo que demostraba cuánta técnica poseía. Recuerdo una noche en que alguien nos llevó a Dizzy, a Sarah Vaughan y a mí al Birdland para oír tocar a Cecil Taylor. Yo me marché después de escuchar una mínima parte de lo que estaba haciendo. No porque lo detestara ni nada parecido, como tampoco lo detesto hoy: no me gustó lo que tocaba, eso es todo. (Alguien me contó que cuando le preguntaron qué le parecía mi forma de tocar, Cecil dijo: «Para ser millonario no lo hace mal». Bien, esto tiene gracia; hasta que me lo contaron desconocía su sentido del humor.)

Sonny Stitt dejó la banda hacia principios de 1961. Lo sustituí por Hank Mobley y fuimos al estudio a grabar Someday My Prince Will Come en marzo de aquel año. Llevé conmigo a Coltrane para que interviniese en tres o cuatro piezas, y a Philly Joe que intervino en una. Pero el resto de la banda fue el mismo: Wynton Kelly, Paul Chambers, Jimmy Cobb y Hank Mobley en dos o tres temas. Teo Macero, mi productor, había empezado a empalmar grabaciones en Porgy and Bess, luego en Sketches of Spain, y también lo hizo en aquel álbum. En aquellos álbumes grabamos solos en play back para los que Trane y yo, con nuestros instrumentos, hicimos un poco de trabajo extra. Era un proceso interesante, que después se repitió con frecuencia.

Fue para Someday My Prince Will Come cuando primero exigí a Columbia que utilizara mujeres negras en las fotos que ilustraban las fundas de mis álbumes. Esto me permitió poner a Frances en Someday My Prince Will Come. (Con posterioridad apareció en las cubiertas en dos álbumes más, luego fue Betty Mabry en Filles de Kilimanjaro, Cicely Tyson en Sorcerer, y Marguerite Eskridge en Miles Davis at the Fillmore.) O sea, era mi álbum y yo era el príncipe de Frances, y «Pfrancing», una de las piezas del álbum, fue escrita para ella. Mi siguiente paso fue eliminar todos aquellos estúpidos comentarios impresos en las fundas, cosa que deseaba hacer desde mucho tiempo atrás. Mira, siempre he pensado que nadie debe decir nada por anticipado con referencia a un álbum mío. Sólo quiero que todos escuchen la música y se formen su propia opinión. Jamás me ha gustado que alguien escriba sobre lo que toco en el álbum, bajo pretexto de explicar lo que he intentado hacer. La música habla por sí misma.

Aquella primavera de 1961 (creo que fue en abril) decidí marcharme en coche a California para actuar en el Blackhawk de San Francisco. Había estado tocando en el Village Vanguard mientras me encontraba en Nueva York, pero la música empezaba a aburrirme porque no me gustaba lo que Hank Mobley tocaba en la banda. Gil y yo trabajábamos intermitentemente en otro álbum que queríamos hacer para Columbia. Pero, aparte esto, las cosas se movían muy despacio.

Tocar con Hank no me divertía nada: no estimulaba mi imaginación. Aproximadamente entonces comencé a interpretar solos muy cortos y a retirarme enseguida del escenario. El público se quejaba porque venía a verme tocar a mí, o a verme hacer lo que se pensaba que yo hacía. Ya me había convertido en «estrella» y la gente acudía simplemente a mirarme, a ver con qué la sorprendía, cómo vestía, si diría algo o insultaría a alguien, como si yo fuera una especie de monstruo en una jaula de cristal del puñetero zoo. Macho, aquella mierda se hacía deprimente. Y por entonces yo sufría constantes dolores a causa de lo que descubrí era una anemia falciforme8 que me producía artrosis, especialmente en mi cadera izquierda. Aquello me irritaba, y realizar ejercicios gimnásticos no parecía aliviarme. Por lo tanto, pensé que conducir hasta California me distraería y tranquilizaría; pasaría por Chicago y St. Louis y seguiría hasta la costa, para llegar antes que la banda. Podía ser divertido. Notaba que necesitaba un cambio.

Columbia nos grabó tocando en el Blackhawk, pero todo aquel equipo técnico metido en el club fue un estorbo para los músicos de la banda, y no digamos para mí. Todo el mundo andaba comprobando los niveles acústicos y mierdas así, cosa que puede arruinarte la concentración y alterarte el ritmo. Pero había allí un tipo llamado Ralph J. Gleason, un escritor, a quien yo apreciaba mucho. Siempre era grato verlo y conversar con él. Gleason, Leonard Feather y Nat Hentoff eran los únicos críticos musicales que no escribían estupideces; los demás, puedes quedártelos.

Cuando volvimos a Nueva York, después de haber estado en el Blackhawk en abril de 1961, teníamos una cita en el Carnegie Hall, que yo esperaba con interés. No sólo actuaríamos como pequeño conjunto, sino que Gil Evans dirigiría una gran orquesta, que tocaría mucha de la música de Sketches of Spain.

Fue una noche histórica para la música. Lo único que, para mí, la jodió fue que Max Roach compareció con un piquete de manifestantes que se sentaron en el escenario. Aquello me incomodó tanto que ni siquiera pude tocar. El concierto era en favor de la African Relief Foundation, pero Max y sus amigos consideraban que beneficiaba a un grupo al que ellos acusaban de ser un instrumento de la CIA o algo parecido, dedicado a perpetuar el colonialismo en África. No me importaba que Max pensase que aquella organización era un títere de Estados Unidos, puesto que estaba compuesta principalmente por blancos, ¿entiendes? Lo que sí me importaba era que él manipulase de aquella manera la música, irrumpiendo en el escenario en el momento justo en que nos disponíamos a tocar, para exhibir sus condenadas pancartas. Yo apenas empezaba cuando lo hizo, y me jodió de veras. No sé lo que le impulsaría a actuar de aquel modo. Pero Max era como mi hermano, y más tarde me dijo que sólo pretendía que yo tomara conciencia de la mierda en que me metía. Le repliqué entonces que pudo haber buscado otra manera de decírmelo; terminó por darme la razón. Bien, el caso es que alguien consiguió que él y sus amigos se retiraran del escenario, después de lo cual regresé y terminé de tocar.

Max y yo tuvimos otro encontronazo antes de que pasara mucho tiempo desde aquel incidente. Como anteriormente he dicho, Max había asimilado muy mal la muerte de Clifford Brown en 1956 y había empezado a beber, con todas sus consecuencias. Se había casado con la cantante Abbey Lincoln. Por una u otra razón, pensó que yo me había liado con ella y se propuso tomarse la revancha intentando cepillarse a Frances. Aparecía por casa cuando yo estaba ausente y llamaba a la puerta pidiendo entrar. Una noche trató de derribar la puerta, cosa que terminó por asustar a Frances y ella me lo dijo. Al principio no podía creer lo que oía, pero finalmente me di cuenta de que era verdad. Subí al coche y salí en busca de Max. Lo encontré en Harlem, en el club de Sugar Ray. Quise explicarle que lo único que en mi vida había hecho a Abbey Lincoln fue, en cierta ocasión, cortarle el cabello. Alguien le dijo a Max que yo la había jodido. Cuando empezó a chillarme y me echó las manos al cuello, le solté simplemente un gancho que lo dejó fuera de combate. Cayó redondo. Me había gritado como un loco, y aunque intenté un par de veces marcharme, me había retenido a la fuerza. Mira, ya sabes que los baterías suelen ser fuertes como toros, macho, y concretamente Max no aguantaba que nadie le plantase cara. Yo lo conocía de sobra. Frances estaba allí, y la gente nos miraba a todos como si hubiéramos perdido el juicio.

Macho, la situación fue de lo más triste. Porque quien en aquel club me gritaba desaforadamente no era el auténtico Max Roach, como no fue el auténtico Miles Davis aquel yonqui que se agarró a las drogas durante tantos años. Fueron las drogas las que hablaron a través de Max, y por ello, cuando le pegué, no tuve la sensación de pegar al Max que yo conocía y amaba. Pero aquella sucia historia me dolía muchísimo, muchísimo, y al llegar a casa lloré durante toda la noche entre los brazos de Frances, como un niño. Aquél fue uno de los momentos más duros y emocionalmente más dolorosos por el que he pasado. Claro que, con el tiempo, las cosas volvieron a ser como habían sido siempre. Max y yo nunca mencionamos el asunto después de aquella noche.

En 1961, mis relaciones con Frances eran maravillosas. Poco antes la había sorprendido en el Birdland regalándole un anillo con un gran zafiro, envuelto en una servilleta de papel. Eso la conmovió, porque no lo esperaba. Creo recordar que en el Birdland cantaba aquella noche Dinah Washington. Además, yo pasaba mucho tiempo en casa enseñándole a Frances a cocinar. Me había aficionado a la cocina. Me gustaba comer bien y, en cambio, detestaba ir siempre a restaurantes, de modo que aprendí a cocinar leyendo libros y practicando, como se hace cuando se aprende a tocar un instrumento. Podía cocinar la mayoría de los grandes platos franceses (la cocina francesa es mi predilecta) y todos los platos de la cocina negra estadounidense. Mi favorito era un plato de chile que yo llamaba «Miles’s South Side Chicago Chili Mack». Lo servía con espaguetis, queso rallado y galletas saladas. Enseñé a Frances la forma de hacerlo y no tardó mucho en cocinarlo todo mejor que yo.

En un determinado momento, en el transcurso de ese período, nos trasladamos al 312 de la calle Setenta y siete Oeste, que era una iglesia ortodoxa rusa reconvertida, un edificio de cinco plantas que yo había comprado en 1960, pero al cual no nos habíamos mudado aún en espera de que terminase la renovación.

La casa se alzaba junto al río Hudson, entre Riverside Drive y la West End Avenue. Tenía un sótano, donde instalé un gimnasio para hacer ejercicio y una sala de música donde poder ensayar sin molestar a nadie. En el primer piso había una gran zona de estar y una cocina, también grande. Una escalera conducía a los dormitorios. Los dos pisos superiores estaban divididos en apartamentos, que alquilábamos. También teníamos un pequeño jardín en la parte trasera. Allí vivimos muy confortablemente. Yo ganaba unos doscientos mil dólares al año. Había invertido parte de mi dinero en valores; solía consultar a menudo los periódicos para ver cómo andábamos en cuestión de cotizaciones.

Necesitábamos la casa porque Frances y yo teníamos entonces a todos los chicos viviendo con nosotros: mi hija, Cheryl, mis hijos Miles IV y Gregory y el hijo de Frances, Jean-Pierre. Mi hermano Vernon venía de vez en cuando y se alojaba en casa, lo mismo que mi hermana y mi madre. Mi padre vino en una o dos ocasiones.

No había visto a mi madre con excesiva frecuencia, pero cuando la veía, macho, era una mujer de armas tomar. Jamás se mordía la lengua. Recuerdo una vez en que un tipo llamado Marc Crawford estaba preparando un gran reportaje sobre mí para la revista Ebony y yo me encontraba en Chicago actuando en el Sutherland Lounge. Marc se había sentado a la mesa conmigo y con mi madre, mi hermana Dorothy y su esposo, Vincent. Mi madre me dijo: «Miles, podrías por lo menos sonreír al público cuando te aplauden con tanto entusiasmo. Te aplauden porque te quieren, porque les gusta lo que tocas, porque es hermoso».

Yo le respondí: «¿Qué quieres? ¿Que sea un Tío Tom?».

Ella me miró con dureza un minuto y luego replicó: «Si alguna vez oigo decir que andas por ahí haciendo el Tío Tom, iré y te mataré con mis propias manos». Bien, todos cuantos estábamos a la mesa nos quedamos tan frescos, pues sabíamos cómo era mi madre. Pero a Marc Crawford se le pusieron los ojos como platos. No supo si escribir aquello o no. Así era mi madre, absolutamente franca.

En 1961 gané en otra encuesta de Down Beat la designación de Mejor Trompeta y la de líder del Mejor Combo. El nuevo grupo de Trane, con Elvin Jones, McCoy Tyner y Jimmy Garrison, fue designado Mejor Combo Nuevo, y Trane fue Mejor Saxo Tenor y Mejor Estrella Nueva en Saxo Soprano. Así que todo parecía funcionar a la perfección, excepto que yo seguía con mi anemia. La enfermedad no me mataría, pero era lo bastante seria como para deprimirme. Todo lo demás iba estupendamente.

Muchos actores famosos acudían a oírme cuando tocaba. Marlon Brando iba cada noche al Birdland a escuchar la música y a ponerle ojos tiernos a Frances. Le recuerdo sentado a su mesa toda la noche, hablando con ella y sonriendo como un colegial mientras yo tocaba en el escenario. Ava Gardner era cliente habitual del Birdland, y también venían Elizabeth Taylor y Richard Burton. Paul Newman frecuentaba mucho el Birdland, no sólo para escuchar sino para estudiar mi actitud con vistas a una película sobre músicos que estaba haciendo, titulada Paris Blues. Allá en Los Ángeles, cuando yo tocaba, quien venía siempre era Laurence Harvey: dejaba aparcado frente al club su Rolls Royce blanco (con la tapicería de color púrpura). El club creo que era el It Club, propiedad de un negro llamado John T. McClain (su hijo, que también se llama John T. McClain, es hoy uno de los mayores productores de discos de la industria y lleva a artistas como Janet Jackson para la A & M Records), a quien solíamos llamar John T. Yo disfrutaba, ya digo, de mi nueva casa en Nueva York. Coltrane venía y tocábamos un poco en el sótano. Venía, asimismo, Cannonball. Yo oía comentar que Bill Evans estaba hundido en la heroína y, macho, aquello me ponía francamente enfermo, porque había hablado muy en serio con Bill cuando él empezaba a experimentar con la droga, y supongo que no me prestó la menor atención. Me inquietaba de verdad, pues Bill era un músico maravilloso que estaba degradándose precisamente cuando todos los demás, incluidos Sonny Rollins y Jackie McLean, habían dejado o dejaban la adicción.

A la influencia de Bill se debía, según creo, que yo tuviera siempre en casa música clásica. Era sedante escucharla mientras uno pensaba o trabajaba. Supongo que las personas que me visitaban esperaban oír en mi casa mucho jazz, pero yo no estaba entonces en esa línea y a muchos les chocaba que escuchase música clásica constantemente, ya sabes, Stravinsky, Arturo Michelangeli, Rachmaninoff, Isaac Stern. También a Frances le gustaba la música clásica, y me parece que se sorprendió un poco al ver hasta qué punto me gustaba a mí.

Frances y yo habíamos terminado por casarnos, el 21 de diciembre de 1960. Ella fue a comprarse un anillo de boda de cinco aros. Como yo no era partidario de llevar anillo, prescindí de él. Era la primera vez que me casaba oficialmente. Eso hizo extremadamente felices a los padres de Frances, y yo me alegré por ellos. Mi padre y mi madre lo consideraron, asimismo, una buena cosa, porque a ambos les gustaba mucho Frances, como a todo el mundo, por otra parte.

Sin embargo, por muy dichosa que fuera mi vida doméstica, en aquel período la música no marchaba para mí demasiado bien. Hank Mobley dejó la banda en 1961 y lo reemplacé brevemente por un tipo llamado Rocky Boyd, que no resultó. Como he dicho, por entonces yo era para mucha gente una «estrella». En enero de 1961, Ebony me había dedicado siete páginas completas, con abundantes fotografías mías y de mi familia y amigos, en mi nueva casa; y fotos de mi madre y mi padre, a él mostrándolo en su granja, con aspecto de hombre rico y todo eso. Fue algo grande, que realmente me situó muy arriba entre la gente de color. Pero aquella popularidad no me importaba porque, en contrapartida, la música no se nos daba bien, cosa que me ponía a parir. Empecé a beber más de lo que lo hacía en los últimos tiempos, aparte de que tomaba calmantes por causa de la anemia. Empecé también a tomar más coca, supongo que debido a la depresión.

En 1962, J. J. Johnson estaba disponible, y Sonny Rollins regresó y tuvo unas buenas actuaciones, de manera que conseguí reunir un sexteto notable con ellos y con Wynton Kelly, Paul Chambers, Jimmy Cobb y yo mismo, y salimos de gira. Tocamos en Chicago (era a mediados de mayo) y seguimos hacia East St. Louis para ver a mi padre, que no se sentía demasiado bien. Frances nos había acompañado para ver a sus padres en Chicago y también vino con nosotros.

A mi padre, yendo en coche, lo había arrollado un tren hacía un par de años (creo que en 1960) cuando cruzaba uno de esos pasos a nivel rurales sin barreras. Quedó bien jodido, porque en el lugar del accidente las ambulancias blancas se negaron a trasladar a una persona de color y tuvo que esperar a que lo llevara al hospital una ambulancia negra. Nadie me informó de lo que había ocurrido, pues pensaron que no era grave. Además, yo me encontraba de gira y no quisieron alarmarme sin necesidad. Cuando llamé por azar a mi padre, una semana o así después del suceso, le pregunté cómo estaba y él contestó: «Oh, me ha arrollado un tren». Lo dijo tal cual, por las buenas, como si no fuera nada, ¿entiendes?

Yo exclamé: «¿Cómo? ¿Qué ha pasado?».

Y él me contestó: «Nada. Simplemente, me ha arrollado un tren. Mi mujer me llevó a que me examinaran y dicen que estoy perfectamente».

Después de aquello, el pobre no podía coger nada sin que le temblaran las manos. Quería alcanzar cualquier objeto y se inclinaba hacia delante para cogerlo, pero no podía. Su esposa me había dicho que empeoraba, por lo cual me lo llevé a Nueva York e hice que lo examinara un neurocirujano. El médico, sin embargo, no supo decir lo que le ocurría. Mi padre estaba entonces como un boxeador «chiflado» y se empeñaba en no aceptar ayuda de nadie. En cierta ocasión, encontrándome a su lado, pretendí darle algo que él quería coger y me lo impidió diciendo: «¿No sabes ver cuándo las personas no necesitan tu ayuda?».

Ya no podía andar derecho, ya no podía trabajar. Cuando lo visité en 1962, tenía el mismo aspecto que la vez anterior: tembloroso, hecho una mierda, todavía empeñado en que nadie lo auxiliase. No podía hacer muchas cosas por sí mismo, pero continuaba intentándolo y protestando siempre que alguien le prestaba ayuda, porque era muy orgulloso. Me decía constantemente que superaría lo que fuere que lo tenía en aquella situación y que volvería al trabajo antes de que nadie se diera cuenta.

Pero justo cuando nos disponíamos a partir hacia Kansas City me entregaron una carta. Yo se la pasé a Frances, la abracé y me marché. Olvidé la carta. Luego, unos tres días después, estábamos tocando en Kansas City cuando J. J. se me acercó y dijo: «Mejor será que te sientes».

Lo miré y pregunté: «¿Para qué coño he de sentarme? ¿Qué estás diciendo?». Pero noté algo raro en su forma de mirarme, con gran tristeza. De modo que me senté, sintiéndome un poco atemorizado. «Tu padre acaba de morir, macho. Han llamado al club y se lo han dicho al dueño: tu padre acaba de morir.» Yo le sostuve la mirada, pasmado, hasta que exclamé: «¡No, mierda!». No sé lo que me ocurrió, no lloré ni nada parecido. Sólo estaba como idiotizado, probablemente por la incredulidad.

Entonces recordé la carta. Fui directamente a la habitación del hotel y se la pedí a Frances. La carta decía: «Pocos días después de que leas esto habré muerto, así que cuídate bien, Miles. Te he amado de veras, y tú has hecho que me sintiera orgulloso». Macho, aquello sí que me jodió. Lloré, lloré con fuerza, macho, con mucha fuerza y durante mucho tiempo. Estaba furioso conmigo mismo por haberme olvidado hasta aquel momento de leer la carta. Me sentía muy mal, lleno de remordimientos; frustrado (tan jodidamente frustrado que no lo creerías) por no haber sido capaz de ayudar a mi padre en su enfermedad después de las incontables veces que él me ayudó a mí. Lo muy enfermo que había estado podía verlo en su caligrafía, tan temblorosa e irregular. Leí y releí la carta, volví a leerla y releerla, hasta que la guardé. Mi padre tenía sesenta años cuando murió. Yo pensaba que iba a vivir siempre, porque siempre lo había tenido a mi disposición. Supe que había tenido un gran padre, es decir, había tenido por padre a un gran hombre, y tuvo que ser un tremendo hijoputa para anunciarme, como me anunció, que iba a morirse. Su aspecto me pareció malo cuando lo vi, y al pensar después en aquella última visita (revisando una por una las imágenes que pude recordar de él), he recordado que tenía aquella mirada que a ciertas personas, gente espiritual, gente del campo, les asoma a los ojos cuando alguna cosa va muy mal. Tenía aquella mirada cuando yo me estaba despidiendo, aquella mirada triste de «probablemente nunca volveré a verte» asomando a sus ojos, pero yo no la capté. Y al darme cuenta me sentí todavía más triste, todavía más culpable, porque había abandonado a mi padre precisamente en el momento en que más me necesitaba. ¡Si solamente le hubiera prestado atención…! Yo había visto aquella mirada antes, muchas veces; por ejemplo, en los ojos de Bird la última vez que estuve a su lado.

El entierro de mi padre, en mayo de 1962, fue uno de los más importantes, si no el que más, que en East St. Louis se habían celebrado por un negro. La ceremonia tuvo lugar en el nuevo gimnasio de la Lincoln High School. Estaba atestado, macho, vino gente de todas partes, todos los médicos y dentistas y abogados con los que había estado relacionado, muchas personalidades africanas a quienes había conocido en la universidad, muchas personas blancas y ricas. Vi caras que no había visto en años. Yo estaba en primera fila, con el resto de la familia. Ya había pasado lo peor de la pena, así que no me resultó doloroso, no me resultó triste sentarme allí y mirar a mi padre por última vez. Era, sencillamente, como si durmiera en su ataúd. Mi hermano Vernon, que está más loco de lo que yo estaré nunca, empezó a burlarse del aspecto de algunas mujeres. Decía: «Miles, mira aquella zorra del culo grande cómo trata de disimularlo». Yo miraba y era verdad, y casi estallaba, casi me moría de risa. Macho, aquel negrito está loco. Pero consiguió que todos nos distendiéramos, y yo sólo volví a afligirme cuando se llevaron a mi padre y lo sepultaron en el cementerio. Cuando lo depositaron bajo tierra comprendí realmente que había visto su imagen por última vez en este mundo. Después de aquello sólo lo vería en fotografías o viviendo en mi memoria.

Regresé a Nueva York y procuré trabajar, para no tener tiempo de pensar en mi padre. Tocamos en el Vanguard y en varios lugares de la costa Este. Yo actuaba en los clubes e iba mucho al gimnasio, y luego grabé Quiet Nights con Gil Evans, en julio de aquel año. (Tuvimos otras sesiones de grabación en agosto y noviembre.) Confieso que la música que hicimos en aquel álbum me dejó bastante indiferente. Sabía que lo que hacía no me interesaba como lo habían hecho otras cosas en el pasado. En aquel disco tratábamos de conseguir algo al estilo bossa nova.

A continuación, Columbia tuvo la brillante idea de hacer un álbum para Navidad, y pensaron que resultaría de lo más sofisticado utilizar a aquel cantante tontito que se llamaba Bob Dorough, con arreglos de Gil. Reunimos a Wayne Shorter como saxo tenor, a un tipo llamado Frank Rehak en el trombón y a Willie Bobo en los bongós, y en agosto hicimos el disco. Cuanto menos se hable de este disco, mejor; pero me dio ocasión de tocar por primera vez con Wayne Shorter y me gustó mucho la línea que seguía.

Lo último que Gil y yo hicimos en noviembre para Quiet Nights simplemente no cuajaba. Al parecer habíamos quemado en vano nuestras energías, así que lo dejamos correr. Columbia lo compró, de todos modos, con ánimo de sacarle un poco de dinero; pero si de Gil y de mí hubiera dependido, lo habríamos dejado dormir en el almacén de grabaciones inéditas. Aquella mierda me enojó tanto que después, y por mucho tiempo, no le dirigí a Teo Macero la palabra. En aquel disco lo había jodido todo, había metido la nariz en las partituras, se había interpuesto en nuestro camino, había intentado decirle a cada uno lo que debía hacer y cómo. Debió haberse limitado a no mover el culo de la cabina de grabación y darnos un buen sonido, en lugar de hacernos la puñeta y repartir mierda a granel. Después de aquel disco me propuse echar a la calle al muy cabrón. Llamé a Goddard Lieberson, entonces presidente de Columbia. Pero cuando Goddard me preguntó si quería que despidiera a Teo, bueno, fui incapaz de hacerle al tipo semejante guarrada.

Antes de la última sesión de noviembre para Quiet Nights, accedí finalmente a conceder una entrevista a Playboy. Marc Crawford, que había escrito el reportaje sobre mí en Ebony, me presentó a Alex Haley, que era quien quería entrevistarme. Al principio me negué. Entonces, Alex preguntó: «¿Por qué?».

Le dije: «Es una revista para blancos. Los blancos, por lo general, te hacen preguntas para penetrar en tu mente, para ver qué es lo que piensas, para no reconocer a continuación que piensas lo que has dicho, lo que te han preguntado». Luego le dije que otra razón por la cual me negaba era que Playboy no publicaba fotos de mujeres negras, asiáticas o de cualquier color. «Todas las que aparecen –dije– son rubias con grandes tetas y culos planos, o sin culo. ¿A quién le gusta ver constantemente esas tías? A los negros nos gustan los buenos culos, ya sabes, y nos gusta besar en la boca, y las mujeres blancas no tienen bocas que valga la pena besar.» Alex habló largamente conmigo, vino al gimnasio e incluso subió al ring conmigo y recibió unos cuantos puñetazos. Aquello me impresionó. De manera que le dije: «Oye, macho, si te cuento todas esas cosas, ¿por qué ellos no me dan participación en la empresa a cambio de proporcionarte toda la información que quieren que te proporcione?». Él dijo que no podría conseguir tal cosa. Le respondí entonces que accedería si a él le pagaban 2.500 dólares por la entrevista. Se avinieron a pagarle aquella suma, y así fue como la entrevista se llevó a cabo.

Sin embargo, el trabajo de Alex no me gustó. Aunque la lectura era amena, había inventado algunas cosas. En el reportaje hablaba de cómo el pequeño trompetista de color (yo) era siempre desplazado por el trompetista blanco cuando se trataba de elegir al mejor trompetista de Illinois. Eso ocurrió mientras yo estaba en la escuela superior, en una competición para la All State Music Band. Y Alex escribió que lo ocurrido me había dolido desde entonces. ¡Pura mierda! No era cierto. Pude haber perdido, pero no me dolió porque yo sabía que era un gran hijoputa, y también lo sabía el chico blanco. ¿Qué ha sido hoy en día de él, si no? No me gustó que Alex manipulara los hechos. Alex es un buen escritor, pero muy dramático. Más adelante comprendí su forma de proceder, supe que, simplemente, así era como escribía, pero antes de su trabajo sobre mí lo ignoraba.

Terminamos por tocar en Chicago en diciembre de 1962: Wynton, Paul, J. J., Jimmy Cobb y yo; Jimmy Heath vino para una sola actuación ocupando el lugar de Sonny Rollins, quien de nuevo se marchó para formar su propio grupo y regresar y practicar un poco más en solitario. Me parece que fue por aquella época cuando se habló de que se le oía ensayar en el puente de Brooklyn, subido a las jácenas; por lo menos eso era lo que decían todos. Los demás, con excepción de Jimmy Cobb y de mí, comentaban que querían dejar la banda, bien para ganar más dinero, bien para irse por su cuenta y tocar su propia música. La sección rítmica pretendía trabajar como trío, liderada por Wynton, y J. J. deseaba establecerse en Los Ángeles o sus alrededores porque allí podía ganar mucho dinero con actuaciones de estudio y quedarse en casa con la familia. Lógicamente, Jimmy Cobb y yo, solos, no podíamos formar una banda.

A principios de 1963 tuve que cancelar compromisos en Filadelfia, Detroit y St. Louis. En cada cancelación, los promotores me reclamaron daños y perjuicios y me tocó pagar más de veinticinco mil dólares. Tenía a continuación un contrato para actuar en el Blackhawk de San Francisco, y decidí no llevar a Paul ni a Wynton. Ambos me complicaban la vida por las razones de siempre: ganar más dinero y tocar su propia música. Decían que estaban cansados de tocar según mis pautas, que querían hacer algo nuevo y que en aquellos momentos recibían muchas propuestas. Más que todo eso, creo yo, Wynton aspiraba a ser un líder, a actuar con independencia, y después de cinco años a mi lado se consideraba preparado para asumir aquella responsabilidad. Supongo que tanto él como Paul querían en el fondo desligarse de mí simplemente porque era lo que sus compañeros habían hecho.

Pregunté al Blackhawk si podía aplazar una semana mi presentación, para darme tiempo a reorganizarme, y accedieron. Salí, pues, con un grupo nuevo, en el que Jimmy Cobb era el único superviviente de la banda anterior. E incluso él, a los pocos días, se marchó para unirse a Wynton y Paul, con lo que la banda quedó enteramente renovada.

Dispuesto a partir otra vez de cero, había contratado como saxo a George Coleman. Coltrane me lo había recomendado, y se avino a unirse al nuevo grupo. Le pregunté quiénes eran algunos de los músicos con quienes le gustaría tocar y él me sugirió a Frank Strozier al saxo alto y a Harold Mabern al piano. Todavía necesitaba un bajo. Había conocido a Ron Carter (que era de Detroit) en Rochester, Nueva York, hacia 1958, una vez que vino a los vestuarios después de una actuación. En Detroit, él había, por su parte, conocido a Paul Chambers. Ron estaba entonces en la Escuela de Música Eastman, estudiando el bajo. Volví a verlo en Toronto unos años después, y le recuerdo hablando mucho con Paul sobre lo que nosotros tocábamos; era la época de Kind of Blue y de la música modal. Una vez graduado, Ron vino a Nueva York y trabajó acá y allá, hasta que lo vi con el cuarteto de Art Farmer y Jim Hall.

Paul ya me había dicho que Ron era un hijoputa como bajista. Por lo tanto, cuando Paul estaba a punto de marcharse y me enteré de que Ron tocaba, fui a ver y oír lo que hacía, y me gustó. Inmediatamente le pregunté si quería unirse a la banda. Él estaba comprometido con Art, pero me dijo que si yo se lo pedía a Art y éste accedía, con gusto se vendría con nosotros. Hablé con Art al término de su actuación, y aunque Art no tenía ningunas ganas de dejar marchar a Ron, acabó por ceder.

Antes de dejar Nueva York hice numerosas pruebas para la banda y de ellas saqué a una serie de músicos oriundos de Memphis: Coleman, Strozier y Mabern. (Todos ellos habían ido a la misma escuela que el joven trompetista Booker Little, un gran artista prematuramente muerto de leucemia, y que el pianista Phineas Newborn; siempre me ha intrigado qué pasaría en aquella escuela para que salieran de ella tantos talentos.) A Ron no tuve que probarlo, puesto que ya lo había oído, pero le hice ensayar con nosotros. También había oído a aquel gran batería de sólo diecisiete años que trabajaba con Jackie McLean y se llamaba Tony Williams, quien inflamó mi jodida imaginación con su asombrosa manera de tocar. Apenas lo oí quise que fuera a California conmigo, pero estaba ligado por sus compromisos para actuar con Jackie. Me dijo que tenía el consentimiento de Jackie para unirse a mi banda sólo cuando terminasen aquellas actuaciones. Macho, te aseguro que oír a aquel pequeño hijoputa me había llenado de excitación. Como he dicho anteriormente, a los trompetistas les gusta tocar con buenos baterías, y lo que oí me convenció sin lugar a dudas de que el muchacho iba a ser uno de los mayores hijoputas que jamás se hubieran sentado ante platillos y tambores. Tony fue mi primera elección, y Frank Butler, de Los Ángeles, fue un mero relleno hasta que Tony se incorporase a la banda.

Tocamos en el Blackhawk y todo fue como una seda, teniendo en cuenta que éramos un grupo nuevo, aunque pronto descubrí que Mabern y Strozier no eran los músicos que buscaba. Sí, eran buenos músicos, pero su lugar estaba, sencillamente, en otra clase de banda. A continuación cumplimos un contrato en Los Ángeles, en el It Club de John T., y allí decidí que quería grabar algo de música. Sustituí a Mabern por un excelente pianista inglés llamado Victor Feldman, capaz de tocar hasta perder el culo. Además del piano dominaba el vibráfono y la batería. El día de la grabación interpretamos dos piezas suyas: la que daba título al disco, «Seven Steps to Heaven», y «Joshua». Quise incorporarlo a la banda, pero ganaba una fortuna en Los Ángeles haciendo trabajos de estudio y si se venía conmigo perdería dinero. Regresé, pues, a Nueva York en busca de un pianista. Lo encontré en Herbie Hancock.

Había conocido a Herbie Hancock aproximadamente un año antes, cuando el trompetista Donald Byrd lo trajo a mi casa de la calle Setenta y siete Oeste. Acababa de unirse a la banda de Donald. Le pedí que tocara algo en mi piano y de inmediato comprendí que tenía un gran futuro. Cuando necesité un nuevo pianista pensé en Herbie antes que en cualquier otro, lo llamé y le propuse que viniera. Acudirían, asimismo, Tony Williams y Ron Carter, y quería saber cómo sonaría con ellos.

Vinieron todos y tocaron el día entero durante los dos días siguientes. Yo los escuchaba a través del sistema de intercomunicación que había instalado, partiendo de la sala de música, por toda la casa. Macho, te diría que juntos tocaban demasiado bien. Hacia el tercer o cuarto día bajé al sótano, me uní a ellos y tocamos unas cuantas cosas. Ron y Tony ya estaban en la banda. Le dije a Herbie que se reuniera con nosotros al día siguiente en el estudio de grabación. Estábamos terminando Seven Steps to Heaven. Herbie me preguntó: «¿Significa eso que entro en el grupo?».

«Vas a grabar un disco conmigo, ¿no?», le contesté.

Tenía la seguridad de que el conjunto que nacía sería glorioso. Por primera vez en mucho tiempo sentía una gran tensión interior, pues si en pocos días aquellos músicos habían llegado a tocar tan bien, ¿cómo tocarían al cabo de unos cuantos meses? Macho, ya me parecía oír hasta la explosión del éxito. En cuanto terminamos Seven Steps to Heaven llamé a Jack Whittemore y le dije que nos consiguiera tantas actuaciones como pudiese para el resto del verano, y él las contrató en firme.

Terminamos el nuevo álbum en mayo de 1963 y nos pusimos en camino hacia el Showboat de Filadelfia. Recuerdo que Jimmy Heath estuvo entre el público. Después de tocar mi solo, bajé del escenario y le pregunté qué pensaba de la banda, porque su opinión me inspiraba mucho respeto. «Son increíbles, macho, pero no querría estar ahí arriba tocando con ellos cada noche. ¡Miles, esos tíos van a hacer que ardamos todos!», me dijo. Era exactamente lo mismo que pensaba yo, sólo que a mí sí me gustaba tocar con ellos. Macho, ¡qué rápidos eran en captarlo todo! Y Jimmy tenía razón: eran increíbles. En resumen, que tocamos en Newport, Chicago, St. Louis (donde VGM hizo un disco, Miles Davis Quintet In St. Louis) y en algunos lugares más.

Tras actuar en Estados Unidos durante varias semanas, viajamos a Antibes, en el sur de Francia, a la orilla del Mediterráneo, cerca de Niza, y allí intervenimos en un festival. Macho, te diré únicamente que dejamos a todos pasmados, Tony en particular, porque nadie había oído hablar de él y los franceses se ufanan de estar muy al día en cuanto se refiere al jazz. Y él encendió una especie de hoguera en cada uno de nosotros. A mí me hizo tocar tanto que olvidé por completo el dolor de mis articulaciones, que me había fastidiado mucho. Empezaba a darme cuenta de que Tony y aquel grupo podían tocar lo que les viniera en gana. Tony era siempre el centro en torno al cual evolucionaba el sonido de los demás. Un fuera de serie, palabra.

Fue él quien me indujo a volver a tocar en público «Milestones», porque le gustaba a rabiar. Recién incorporado a la banda ya me había dicho que consideraba el álbum Milestones como «el álbum definitivo de jazz de todos los tiempos» y que contenía «el espíritu de todo aquel que toca jazz». Me dejó tan parado que lo único que pude responder fue: «¡Oh, mierda!». Luego añadió que la primera música de que se «enamoró» había sido mi música. Es lógico, pues, que yo le quisiera como a un hijo. Tony tocaba de acuerdo con el sonido; paridas sofisticadas, llenas de ingenio, según los sonidos que oía. Cambiaba cada noche la forma de tocar y cada noche marcaba tiempos distintos para cada tema. Macho, para tocar con Tony Williams tenías que estar perfectamente alerta y prestar atención a la menor cosa que hiciese, o de lo contrario te desorientabas en un segundo, te quedabas fuera de tiempo, perdías el compás y sonaba horriblemente mal.

Después de tocar en Antibes (la CBS-France grabó aquella actuación como Miles Davis in Europe) regresamos a Estados Unidos y en agosto fuimos a actuar en el Monterrey Jazz Festival, al sur de San Francisco. Mientras estábamos allí, Tony se sentó a tocar con dos músicos veteranos, Elmer Snowden, un guitarrista de cerca de setenta años, y Pops Foster, un bajista que, creo yo, pasaba de los setenta. Su batería no había comparecido. El caso es que tocó con aquellos dos tipos de los que no había oído ni hablar y cuya música desconocía, y se portó como un hijoputa: simplemente, puso a Pops y a Elmer y a todo el festival patas arriba. Así era de bueno aquel jovenzuelo, aquel pequeño hijoputa. Después de haber tocado con ellos continuó con nosotros, y para qué te voy a contar. Todo ello siendo un crío de diecisiete años al que unos meses antes absolutamente nadie conocía, y de quien en aquellos momentos se comentaba ya que iba a ser el mejor batería que jamás existió. Te diré una cosa: tenía el potencial para serlo, y nadie había tocado tan bien conmigo como tocaba Tony. Te aseguro que asustaba. Por otra parte, ni Ron Carter, ni Herbie Hancok, ni George Coleman eran mancos, así que yo estaba convencido de haber puesto en marcha algo que valía la pena.

Permanecí algún tiempo en California, trabajando con Gil Evans en una partitura. Era para una obra teatral titulada Time of the Barracuda, en la que Laurence Harvey sería la estrella. La hacían en Los Ángeles y Gil y yo nos alojábamos en el Château Marmont, en West Hollywood. Laurence venía a escuchar la música que preparábamos. Siempre había sido un gran admirador mío, aparecía dondequiera que yo tocase en Los Ángeles, y quería realmente que hiciera aquel trabajo. A mi vez, yo era también un admirador de su forma de actuar y pensaba que componer aquella música era una buena idea. Terminamos la partitura, pero entonces la obra se fue a paseo por discrepancias entre Laurence y otras personas; nunca supe lo que había ocurrido. Nos pagaron el trabajo realizado y Columbia lo grabó, aunque no lo publicó nunca. Supongo que duerme en algún rincón de su almacén de grabaciones. Quedé satisfecho de los resultados en cuanto a la música, sin embargo; tuvimos una orquesta completa y la grabación fue producida por Irving Townsend. Deduzco que el sindicato de músicos fue probablemente quien quiso que en las representaciones de la obra actuara en el foso una banda en vivo, en lugar de que se utilizase música grabada. Después de aquello, Gil y yo no colaboramos profesionalmente en demasiadas cosas. Continuamos siendo íntimos amigos, pero yo, con mi nueva banda, avanzaba ya en otra dirección.

En agosto de 1963, el marido de mi madre, James Robinson, murió en East St. Louis. No asistí al entierro porque no era asunto de mi incumbencia. Sin embargo, hablé por teléfono con mi madre y no me pareció que se sintiera del todo bien. Como ya he dicho, padecía cáncer y no había mejorado. Las cosas pintaban mal, y la muerte de su esposo las empeoraba más aún. Mi padre había muerto el año anterior, de manera que la pobre mujer estaría pensando en aquellas desdichas cuando hablé con ella. Mi madre era muy fuerte, pero por primera vez me preocupó, hecho raro en mí, puesto que no soy dado a preocupaciones. Procuré alejarla de mi pensamiento, en lo que el curso de los acontecimientos me ayudó. Gané otra de las encuestas de Down Beat como trompetista y mi nueva banda se situó en segundo lugar, detrás de la de Monk, en la categoría de grupos. Dejé por entonces de frecuentar los estudios de grabación, ante todo, porque todavía estaba enojado con Teo Macero por haber jodido Quiet Nights como lo jodió, y también porque empezaba a cansarme de tocar en los estudios y sólo quería actuar en directo. He pensado siempre que los músicos tocan mejor ante un público y el ambiente de los estudios me fastidiaba cada día más. En cambio había programado un concierto en beneficio de los movimientos pro derechos civiles que promocionaban la NAACP, el Congreso de la Igualdad Racial (CORE) y el Comité Coordinador Estudiantil por la No Violencia (SNCC). Estábamos en la cima de la era de los derechos civiles, con la conciencia negra en plena alza. El concierto debía celebrarse en el Philharmonic Hall, en febrero de 1964, y sería grabado por Columbia.

Aquella noche, créelo, hicimos saltar el techo de la sala. ¡Qué putada, la manera en que tocamos todos! Y cuando digo todos, quiero decir todos. Muchas de las piezas que tocamos fueron interpretadas a tempo rápido, y ni una sola vez se perdió el compás. George Coleman tocó mejor que nunca. Se había generado una enorme carga de tensión creativa de la que el público no supo nada. Como banda, habíamos estado un tiempo sin actuar, cada cual haciendo otras cosas. Además se trataba de una gala benéfica y a algunos de los músicos les desagradaba el hecho de no cobrar. Uno, y me reservo su nombre porque tiene un gran prestigio y, por encima de todo, es una excelente persona, vino a decirme: «Mira, macho, dame mi dinero y contribuiré con lo que me parezca; yo no toco gratis. Miles, piensa que no gano tanto dinero como tú». Las discusiones entre unos y otros fueron constantes. Al final todos decidieron que tocarían, pero sólo por aquella vez. Cuando salimos al escenario, cada cual estaba más furioso que un hijoputa con los demás, y supongo que la cólera contenida creó aquel fuego, aquella tensión que salió a relucir en la música; quizás ésta fuera una de las razones por las que todos tocamos con tanta intensidad.

Aproximadamente dos semanas después del concierto, el último día de febrero, mi hermano Vernon llamó en medio de la noche y le dijo a Frances que mi madre acababa de morir en el Barnes Hospital de St. Louis. Frances me lo comunicó cuando llegué a casa, de madrugada. Yo sabía que habían ingresado a mi madre en el hospital y me había propuesto ir a verla, pero no pensé que la situación fuera tan grave. Maldición, había vuelto a hacerlo: no leí la última carta de mi padre cuando me la entregó, y ahora no había ido a ver a mi madre antes de que muriese.

El entierro se celebró a los pocos días, y Frances y yo nos dispusimos a volar a East St. Louis para asistir. El avión se desplazó hasta la pista de despegue y enseguida regresó al punto de partida, porque el piloto quería comprobar no sé qué. Apenas el aparato estuvo de nuevo en la terminal, bajé a tierra y me marché a casa. El piloto decía que tenía problemas de motor, y yo soy supersticioso con ese tipo de mierda. El regreso del avión con problemas mecánicos significaba que no debía emprender el vuelo.

Frances fue sola a la ceremonia fúnebre, que se celebró en la iglesia AME de San Lucas, en East St. Louis. Yo me limité a encerrarme en casa y llorar como un hijoputa toda la noche, llorar hasta sentirme enfermo. Sé que a mucha gente le pareció raro que no asistiera al entierro de mi madre, que algunas personas no lo han entendido nunca, que probablemente pensaron que mi madre no me importaba. Pero la quería y aprendí mucho de ella y la eché de menos. En realidad, no me di cuenta de lo mucho que la quería hasta después de su muerte. En ocasiones, cuando estoy solo en casa, siento su presencia como un soplo cálido que cruza la habitación, que me habla, que viene a ver cómo me encuentro. Era una mujer de gran espíritu y tengo la certeza de que su alma todavía hoy cuida de mí. Ella sabe y comprende por qué no fui a su entierro. La imagen de mi madre que siempre llevaré conmigo es la de cuando era una mujer fuerte y hermosa. Es la única que quiero conservar de ella.

Por aquella época, mis relaciones con Frances habían comenzado a deteriorarse. Ella quería tener un hijo conmigo, y yo no quería más hijos, lo cual era frecuente motivo de discusiones. Pero del tema del hijo pasábamos a otros y terminábamos riñendo. Yo sufría muchos dolores por causa de la anemia falciforme y, en consecuencia, bebía más que de costumbre y esnifaba demasiada cocaína. Esta combinación le hace a uno extremadamente irritable, porque con la coca es difícil dormir, y cuando tratas de remediarlo con alcohol, bien, lo único que se consigue es una mala resaca y continuar tanto o más irritable. Como creo haber dicho, Frances fue la única mujer que me hizo sentir celos. Entre éstos, las drogas y la bebida llegué a dar por sentado que incluso jodía con un homosexual amigo suyo, un bailarín, y la acusé de engañarme. Ella se limitó a mirarme como si estuviera loco, cosa que entonces resultaba cierta. Pero yo no lo sabía: pensaba que me hallaba cuerdo y en la cima del mundo. Me negaba a que fuéramos a ninguna parte, ni siquiera a visitar a personas que conocíamos muy bien, como Julie y Harry Belafonte, que vivían a la vuelta de la esquina. Me negaba a ver a Diahann Carroll; si Frances quería salir, le decía que saliera con Roscoe Lee Browne, el gran actor, o con Harold Melvin, que era un excelente peluquero. Ellos, efectivamente, la llevaban a sitios. Como yo no bailo, no la dejaba bailar con nadie más. Valiente chifladura. Recuerdo que una vez que estábamos en un club nocturno, en París, y un actor teatral francés bailaba con Frances… Bueno, pues la dejé plantada allí y me marché al hotel donde nos alojábamos. Mira, yo soy géminis, y puedo ser un tipo agradable en un determinado momento y algo completamente distinto un minuto después. No sé por qué soy así, pero lo soy y acepto que lo soy. Cuando entre nosotros las cosas se salían de madre, Frances se refugiaba en casa de Harry y Julie Belafonte hasta que yo me calmaba. Encima, estaban todas las mujeres que me llamaban a casa. Si Frances cogía el teléfono mientras yo estaba hablando con alguna, me salía de mis casillas, discutíamos y la pelea estaba armada. Me había convertido en una especie de Fantasma de la Ópera. Solía deslizarme por un túnel que había debajo del edificio, paranoico perdido, hecho una mierda, y generalmente yo mismo me sorprendía al encontrarme allá abajo, como un lunático. Por la casa aparecían extraños personajes que venían a traerme cocaína; a Frances, naturalmente, aquello no le gustaba.

Mis hijos debieron de ver lo que pasaba. Mi hija Cheryl iba a la Universidad de Columbia y Gregory intentaba boxear. Era muy buen boxeador; yo le había enseñado mucho. Había hecho de mí su ídolo y quería ser como yo, incluso tocar la trompeta. Yo solía decirle que debía seguir su propio camino. Aspiraba a ser púgil profesional, pero yo no lo dejaba porque temía que le hicieran daño. El boxeo me gusta para mí; para Gregory quería algo mejor, aunque ninguno de los dos sabía qué coño podía ser. Más tarde se fue a Vietnam. No sé por qué aquel chico hizo tal cosa, sólo dijo que necesitaba someterse a alguna disciplina. Pensaba entonces que no encontraba su objetivo en la vida. El pequeño Miles era aún demasiado joven para notar la tensión que existía entre Frances y yo, pero los demás sabían lo que ocurría y se sentían a disgusto. Pese a que no era su madre natural, Frances había sido muy buena con ellos y la querían mucho. En cuanto a mí, pensaba que las cosas acabarían arreglándose entre ella y yo.

Entonces estalló la crisis en el grupo, porque George Coleman se marchó. A Tony Williams no le había gustado nunca la forma de tocar de George, y la dirección en que la banda se movía giraba precisamente en torno a Tony. George sabía que Tony no aprobaba su estilo. En ocasiones, al terminar yo mi solo y retirarme al fondo del escenario, Tony me había dicho: «Llévate a George contigo». Si a Tony no le gustaba George era porque éste lo tocaba todo casi a la perfección, y a Tony no solía gustarle que los saxofonistas tocasen de aquella manera. Los músicos que le agradaban eran los que cometían errores, como salirse de tono. Pero George respetaba escrupulosamente la armonía. Era un demonio como músico y Tony lo rechazaba sólo por esa razón. Tony quería a alguien que se lanzase en busca de cosas diferentes, como hacía Ornette Coleman. El grupo de Ornette era su banda favorita. Le gustaba, asimismo, Coltrane. Supongo que fue Tony quien trajo una noche a Archie Shepp al Vanguard para que tocase con nosotros; resultó tan horrible que inmediatamente me retiré del escenario. El tipo era incapaz de tocar y yo no iba a quedarme allí con aquel hijoputa completamente inepto.

Otro motivo que indujo a George a marcharse fue que mi cadera me molestaba mucho, hasta el punto de que a veces me impedía actuar y el grupo quedaba reducido a un cuarteto. George solía quejarse de la libertad con que Herbie, Tony y Ron tocaban cuando yo no estaba presente. En mi ausencia no querían tocar a la manera tradicional y consideraban que George representaba para ellos un estorbo. El caso era que George sí podía tocar por libre cuando le venía en gana, sólo que se negaba a hacerlo. Prefería el estilo clásico. Una noche, en San Francisco, tocó con plena libertad, supongo que para darnos una lección a todos y dejó bien jodido a Tony.

Debo aclarar algunos puntos sobre lo que se dijo respecto a que yo quise incorporar a Eric Dolphy a mi banda cuando George se marchó. Eric era un tipo encantador, personalmente hablando, pero nunca me gustó cómo tocaba. Lo hacía bien; simplemente, a mí no me gustaba. A mucha gente le parecía estupendo; por ejemplo, a Trane, a Herbie, a Ron e incluso a Tony. Cuando George nos dejó, Tony sacó a relucir el nombre de Eric, pero yo no llegué a considerarlo en serio. La persona a quien en realidad apoyaba Tony era Sam Rivers, a quien conocía de Boston, y Tony ha sido siempre así, ha procurado siempre promocionar a las personas que conoce. Más tarde, hacia 1964, cuando Eric Dolphy murió, se me criticó mucho porque se citaron unas palabras mías, publicadas en un trabajo de Leonard Feather en Down Beat, según las cuales yo había dicho que Eric tocaba «como si alguien le pisara un pie». La aparición de aquel número de la revista coincidió aproximadamente con la muerte de Eric y todo el mundo me consideró un tipo despiadado. Sin embargo, aquellas palabras correspondían a un comentario que hice varios meses antes.

Mi primer candidato para sustituir a George fue Wayne Shorter, pero Art Blakey lo había nombrado director musical de los Jazz Messengers y no podía dejarlos plantados. En consecuencia, contraté a Sam Rivers.

Viajamos a Tokio para dar allí unos conciertos. Era mi primera visita a Japón; Frances vino conmigo y lo aprendió todo sobre la cocina y la cultura niponas. Por entonces yo tenía un gerente, llamado Ben Shapiro, que me aliviaba de la carga de muchas tareas administrativas, como pagar a la banda, conseguir hoteles y pasajes aéreos, esa clase de mierdas. Aquello me dejaba libertad para distraerme un poco. Tocamos en Tokio y en Osaka. Nunca olvidaré mi llegada a Japón. El vuelo hasta allí es larguísimo, de modo que me proveí de coca y de somníferos, y tomé ambas cosas. Como a pesar de ello no pude dormir, bebí lo mío. Cuando aterrizamos, una asombrosa cantidad de gente había acudido a recibirnos al aeropuerto. Al salir nosotros del avión, gritaban: «¡Bienvenido al Japón, Miles Davis!», y yo me puse a vomitar de la manera más miserable. Pero aquella gente no se inmutó. Me trajeron un medicamento, me ayudaron a recuperarme y me trataron como a un rey. Macho, fue una experiencia maravillosa; desde entonces he amado y respetado al pueblo japonés. Un pueblo exquisito. Los japoneses siempre me han tratado con verdadera grandeza. Y los conciertos fueron un éxito sonado.

A mi regreso a Estados Unidos me habían desaparecido todos los dolores. Me encontraba en Los Ángeles cuando recibí la gran noticia que había estado esperando: Wayne Shorter se separaba de los Jazz Messengers. Llamé a Jack Whittemore y le dije que se pusiera en contacto con Wayne. Mientras tanto, dije a todos los miembros de la banda que lo llamaran también, puesto que su forma de tocar les gustaba a ellos tanto como a mí. En consecuencia, Wayne recibió una lluvia de llamadas rogándole que se uniera a nuestro grupo. Cuando finalmente él me llamó, le dije que viniera inmediatamente. Para asegurarme de que lo hacía y de que viajaría con estilo, envié a aquel hijoputa un billete de avión de primera clase: hasta ese extremo lo necesitaba. En cuanto él llegó, la música empezó a renacer. Nuestra primera actuación, una vez juntos, tendría lugar en el Hollywood Bowl. Contar con Wayne me producía una gran satisfacción, porque estaba seguro de que con su colaboración iban a producirse sorpresas gloriosas. Y se produjeron. Muy pronto.