EL AÑO 1968 ESTUVO LLENO DE CAMBIOS de todas clases, para mí fueron especialmente excitantes los que se produjeron en mi música, aparte de que la música que estaba surgiendo en aquel momento me parecía increíble. Aquella música que nacía me conducía al futuro y a In a Silent Way.
Muchas cosas, ciertamente, cambiaban en la música por los años 1967 y 1968; las nuevas propuestas se amontonaban. Una de éstas era la música de Charles Lloyd, que se había hecho muy popular. Cuando su banda pegó realmente fuerte tenía consigo a Jack DeJohnette y a un joven pianista llamado Keith Jarrett. Él era el líder, pero eran aquellos dos tipos quienes, de hecho, lograban dar a la música un fuerte carácter. Tocaban una mezcla de jazz y rock, algo muy rítmico. Charles nunca fue excepcional como intérprete, pero su saxo poseía un peculiar sonido, digamos ligero, flotante, que funcionaba bien con lo que Keith y Jack le ponían debajo y en derredor. Su música fue popular durante un par de años y, en consecuencia, mucho público empezó a prestarle atención. Nuestros respectivos grupos coincidieron en unas actuaciones en el Village Gate a finales de 1967 o principios de 1968. Macho, el local estaba atestado. Yo conocía a Jack de cuando éste sustituía a Tony, y si el grupo de Charles tocaba en la ciudad, iba a escucharlos. Te diré incluso que él me acusaba de pretender robarle a sus músicos. Charles no duró mucho en la escena musical, pero ganó un montón de dinero durante el tiempo en que estuvo al rojo. He oído contar que es rico y que hoy se dedica a negocios inmobiliarios, cosa que le habrá hecho, además, poderoso.
Los músicos a quienes de verdad escuchaba yo en 1968 eran James Brown, el estupendo guitarrista Jimi Hendrix y un grupo nuevo que acababa de darse a conocer con un disco de éxito titulado Dance to the Music: Sly y la familia Stone, liderado por Sly Stewart, de San Francisco. Lo que él estaba haciendo era digno del más genial hijoputa, llevaba dentro todo tipo de mierda funky. Pero fue a Jimi Hendrix a quien primero me aficioné, cuando Betty Mabry me llamó la atención sobre él.
Conocí a Jimi porque su representante acudió a mí para pedirme que lo introdujese en mi manera de tocar y de organizar la música. A Jimi le gustaba lo que yo había hecho en Kind of Blue, entre otras cosas, y quería añadir más elementos de jazz a lo que él hacía. Le interesaba la forma de tocar de Coltrane, con todas aquellas capas de sonido: su propio estilo a la guitarra era similar. Además, decía haber oído en mi trompeta el sonido de la guitarra que yo pretendía haber encontrado. Como resultado, empezamos a reunirnos. A Betty le gustaba mucho su música (más tarde descubrí que también le gustaba físicamente él), por lo que vino a nuestra casa con mucha frecuencia.
Era un tipo muy agradable, silencioso pero intenso, completamente distinto de como la gente creía que era; es decir, el extremo opuesto de la imagen salvaje y enloquecida que ofrecía en el escenario. Cuando empezamos a andar juntos y hablar de música, descubrí que no sabía leer una partitura. Betty dio una fiesta en su honor en nuestra casa de la calle Setenta y siete Oeste, un día de 1969. Yo no pude asistir porque aquella noche tenía que grabar en el estudio, y dejé algo de música para que él la leyese y luego comentarla. (Alguien escribió que no asistí a la fiesta porque no me gustaba que en mi casa se diera una fiesta en honor de otro hombre. Eso es sólo un montón de basura.)
Al regresar del estudio para hablar con Jimi de la música que le había dejado, me encontré con que no sabía leerla. Hay muchos buenos músicos que conozco, blancos y negros, incapaces de leer música, personas a quienes respeto y con quienes he tocado. De modo, pues, que no por ello Jimi desmereció a mis ojos. Jimi era sencillamente un músico natural, un excelente autodidacta. Captaba lo que fuera de quienquiera que se encontrase a su alrededor, y lo hacía rápidamente. Una vez que lo oía, lo entendía de inmediato. Cuando hablábamos, yo podía, por ejemplo, explicarle algo técnico, como: «Jimi, ya sabes, cuando tocas el acorde disminuido…». De pronto veía asomar a su cara una cierta mirada perdida. «Está bien, está bien –añadía yo–, lo había olvidado.» Entonces lo tocaba al piano o a la trompeta, y él lo captaba más rápido que un hijoputa. Tenía un oído natural para la música, así que no había problema si le explicabas las cosas tocando. O poniendo un disco, de Trane o mío, y aclarándole lo que habíamos hecho. Así empezó a incorporar a sus álbumes cosas que yo le contaba. Era algo grande. Él influyó en mí y yo influí en él, y ésta es la manera en que la buena música se hace siempre. Cada uno enseña algo a otro, y se parte de ahí.
Por otro lado, Jimi estaba también muy próximo a la música hillbilly, la que tocaban originariamente los campesinos blancos. Éste era el motivo de que tuviera en su banda a dos blancos, y además ingleses, pues muchos músicos ingleses son aficionados al estilo country estadounidense. Cuando mejor sonaba, para mi gusto, era cuando tenía a Buddy Miles en la batería y a Billy Cox en el bajo. Jimi tocaba una especie de cosa india, o unas pequeñas melodías divertidas que doblaba con su guitarra. Me encantaba que doblase las cosas de aquel modo. Solía tocar permanentemente 6/8 cuando estaba con los ingleses, y eso era lo que me producía a mí la impresión de que sonaba a hillbilly; simplemente, el concepto de lo que hacía. Yo considero que llevó su música a las últimas consecuencias cuando empezó a tocar con Buddy y Billy en la Band of Gypsies. Sin embargo, las compañías discográficas y el público blanco le preferían con aquellos ingleses en su propia banda. El motivo era el mismo que inducía a muchos blancos a hablar bien de mí cuando actuaba con mi noneto: la época de Birth of the Cool; o cuando grabé aquellos álbumes con Gil Evans o Bill Evans, porque a los blancos les chifla ver a otros blancos destacando en cosas negras: así pueden decir que ellos tienen algo que ver con la cuestión. Ahora bien, Jimi Hendrix venía del blues, como yo. Nos entendimos uno a otro al instante gracias a ello. Era un gran guitarrista de blues. Lo mismo él que Sly eran buenos músicos por naturaleza: tocaban lo que oían.
En suma, así es como funcionaba mi mente en lo que concierne a la música. Primero debía sentirme cómodo con lo que iba a tocar. Luego tenía que encontrar a los músicos adecuados. El proceso consistía en tocar con diferentes personas y elegir mi futuro camino. Pasaba el tiempo escuchando e intuyendo lo que ciertas personas podían tocar y dar de sí, y lo que no podían, y eligiendo y seleccionando a las que me servirían y eliminando a las que no. La gente se elimina a sí misma cuando no consigue nada, o por lo menos eso es lo que debería hacer.
El grupo se dispersó en algún momento a finales de 1968. Continuamos actuando y ocasionalmente dimos conciertos juntos (por lo menos lo hicimos Herbie, Wayne, Tony y yo), pero a todos los efectos el grupo se rompió cuando Ron decidió marcharse porque no quería tocar el bajo eléctrico. Herbie ya había grabado Watermelon Man y deseaba formar un grupo por su cuenta. Tony aspiraba a lo mismo. Ambos, pues, me dejaron al finalizar el año 1968. Wayne se quedó conmigo un par de años más.
Para todos nosotros la experiencia había sido altamente instructiva. Las bandas no permanecen unidas eternamente, y aunque a mí me resultó duro que mis compañeros se marcharan, había llegado realmente el momento de que cada cual avanzara algo en su camino. Nos dejábamos unos a otros en un lugar positivo, y eso es todo lo que se puede pedir.
Los cambios en mi banda se iniciaron en julio de 1968, cuando reemplacé en el bajo a Ron Carter por Miroslav Vitous, un joven bajista checoslovaco. (Ron hizo todavía conmigo un par de grabaciones de estudio, pero dejó la banda operativa que actuaba en los clubes.) Miroslav era sólo un sustituto temporal, hasta que consiguiera a Dave Holland. Había visto y oído a Dave en junio de 1968, cuando intervine en un concierto en Inglaterra, y me dejó K.O. Como ya sabía que Ron se marcharía pronto, le hablé a Dave de la posibilidad de unirse a mi banda. Tenía entonces otros compromisos, pero cuando los hubo cumplido, a finales de julio, lo llamé por teléfono a Londres y le pedí que viniera. Así lo hizo, y debutó con nosotros cuando tocamos en el club de Count Basie, en Harlem. Lo que me interesaba era encontrar a alguien que tocase el bajo eléctrico, debido al sonido que aportaba a mi banda. Estaba todavía buscando a la persona que pudiera tocarlo permanentemente, de manera fija, porque no sabía si Dave se avendría a cambiar de instrumento. Sin embargo, por el momento, si podía sustituir a Ron en las actuaciones que tenía contratadas, ya cruzaríamos el otro puente cuando llegáramos a él.
Había, asimismo, empezado a usar tanto a Chick Corea como a Joe Zawinul al piano en algunas de las grabaciones de estudio de aquel año. En determinadas sesiones tuve hasta tres pianistas: Herbie, Joe y Chick; en algunas utilicé dos bajistas: Ron y Dave. También empecé a utilizar a Jack DeJohnette en la batería sustituyendo ocasionalmente a Tony Williams. Por último establecí que en la cubierta delantera de mis álbumes apareciera la inscripción: «Directions in Music by Miles Davis» [Dirección musical de Miles Davis], con el fin de que nadie se confundiera acerca de quién ostentaba el control creativo de lo que contenía el álbum. Después de la chapuza de Teo Macero en Quiet Nights, quería ejercer el control incuestionable de cualquier música mía que apareciese en un disco. Me inclinaba cada vez más por utilizar instrumentos electrónicos en la elaboración del sonido que deseaba, y pensé que decir «Directions in Music by Miles Davis» así lo indicaría.
Había oído a Joe Zawinul tocar el piano eléctrico en Mercy, Mercy, Mercy, con Cannonball Adderley: me gustó realmente el sonido del instrumento y me propuse tenerlo en mi banda. Chick Corea comenzó a tocar el piano eléctrico Fender Rhodes cuando actuaba conmigo, y lo mismo hizo Herbie Hancock, quien, desde que lo probó, optó por tocarlo continuamente; claro está que a Herbie le habían seducido siempre los artilugios electrónicos, de modo que con el Rhodes se sentía como pez en el agua. Chick, en cambio, no se decidía aún a tocarlo cuando se vino conmigo, pero lo convencí. Le fastidiaba que alguien le dijera qué instrumento debía tocar, hasta que se entregó de lleno a ello, y a partir de entonces no sólo le gustó, sino que afianzó su prestigio tocándolo.
Mira, el Fender Rhodes tiene un sonido único, un sonido que lo identifica. No tiene otro. Siempre sabes lo que es. Dada mi admiración por la forma en que Gil Evans se expresaba musicalmente, me propuse obtener un sonido a lo Gil Evans de una banda reducida. Eso requería un instrumento como el sintetizador, que puede darte todo un abanico de sonidos distintos. Yo oía que era posible escribir una línea de bajo con las voces que Gil obtenía de su gran orquesta; luego superponías a la línea alguna armonía con el sintetizador y aquello hacía que tu banda sonase mucho más llena. Doblabas el bajo de aquella manera, y, por supuesto, funcionaba mejor que si tocabas con un piano corriente. En cuanto mis ideas sobre esto se aclararon y vi de qué manera el cambio afectaba a la música que yo hacía, ya no necesité para nada el piano. Mucha gente ha dicho que quise pasarme a la electrónica sólo por tener en mi banda unos pocos de los cachivaches que se habían puesto de moda. Pues no, ni mucho menos. Únicamente buscaba el tipo de sonido que un Fender Rhodes podía darme y un piano convencional no podía. Lo mismo digo con respecto al bajo eléctrico: me daba lo que en aquel momento quería oír, en lugar del bajo de siempre. Los músicos deben tocar los instrumentos que mejor reflejan la época en que viven, deben aprovechar la tecnología que les dará lo que quieren oír. Por ahí circula una pandilla de puristas pronosticando que los instrumentos eléctricos arruinarán la música. No señor. Lo que arruinará la música será la música mala, no serán los instrumentos que los músicos elijan para tocar. No veo nada negativo en los instrumentos eléctricos, siempre y cuando uno disponga de grandes músicos que los toquen bien.
Cuando Herbie dejó la banda operativa, en agosto de 1968, Chick Corea ocupó su puesto. Me parece que Tony Williams me alertó sobre él porque ambos eran de Boston y Tony lo conocía de allí. Había trabajado con Stan Getz, y cuando le propuse venirse conmigo estaba tocando con Sarah Vaughan. Hacia principios del año 1969, Jack DeJohnette sustituyó a Tony en la batería, con lo cual tuvimos una banda nueva, exceptuando a Wayne y a mí (aunque Herbie y Tony continuaron participando en nuestras sesiones de grabación).
En febrero de 1969 fuimos al estudio: Wayne, Chick, Herbie, Dave, Tony en lugar de Jack a la batería (porque yo quería el sonido de Tony), Joe Zawinul, y añadí un guitarrista, otro joven inglés, llamado John McLaughlin, que había venido a unirse al nuevo grupo de Tony Williams, Lifetime (en el cual Larry Young tocaba el órgano). Dave Holland nos había puesto en contacto con John, a Tony y a mí, cuando estuvimos en Inglaterra, donde le oímos por primera vez. Luego, Dave prestó a Tony una cinta en la que John tocaba, cinta que yo también escuché. Le oí tocar con Tony en el club de Count Basie y me pareció un hijoputa, así que le pedí que interviniera en la grabación. Él me dijo que llevaba mucho tiempo escuchándome y que quizá le pondría nervioso participar en una sesión con uno de sus ídolos. A esto le repliqué: «Relájate, toca como lo hacías en el club de Count Basie y todo será perfecto». Y eso fue lo que hizo.
La sesión de grabación correspondía a In a Silent Way. Yo había llamado a Joe Zawinul para decirle que trajese alguna música al estudio, puesto que sus composiciones me gustaban. Trajo una pieza titulada «In a Silent Way», que dio a su vez título al álbum. (Las otras dos piezas del álbum son mías.) Yo había grabado ya algunos de los temas de Joe, como «Ascenty Directions», en las sesiones que en noviembre de 1968 hicimos juntos. «Ascent» era un poema tonal muy similar a «In a Silent Way», sólo que no tan preciso. Cuando Joe trajo «In a Silent Way» vi lo que estaba haciendo, aunque esa vez lo había ensamblado mejor. (En los temas que escribí para la sesión de noviembre de 1968, como «Splash», se nota que estaba desplazándome hacia un sonido más rítmico, más blues-funk.)
Cambiamos lo que Joe había escrito en «In a Silent Way», cortamos todos los acordes y utilizamos y destacamos la melodía. Yo quería que el sonido fuera más del estilo rock. En los ensayos lo habíamos tocado como Joe lo había escrito, pero yo no me adaptaba bien a aquello porque tantos acordes me estorbaban. Oía que la melodía escrita por Joe (y oculta por el resto de la baraúnda) sí era absolutamente bella. Cuando grabamos, pues, descarté simplemente las páginas de los acordes y dije a todos que tocaran sólo la melodía, sólo a partir de aquello. Les sorprendió trabajar de semejante forma, pero yo sabía, de cuando llevé para Kind of Blue una música que nadie había oído nunca, que si tienes unos buenos músicos (y los teníamos, lo mismo en aquella ocasión que ahora), resolverían la situación y tocarían mucho más allá de lo que les habías dado y muy por encima de lo que ellos mismos se considerarían capaces. Fue eso lo que hice en In a Silent Way, y aquella música salió fresca y hermosa.
A Joe, sin embargo, no le agradó nunca el tratamiento que di a su composición, y estoy seguro de que continúa desaprobándolo. Pero resultó, y eso es lo que realmente importa. Hoy en día, mucha gente considera un clásico aquel tema de Joe y lo sitúa como inicio de la fusión. Si yo hubiera dejado el tema como Joe lo tenía, dudo que hubiese recibido los elogios que lo envolvieron cuando el álbum se publicó. In a Silent Way fue fruto de una colaboración entre Joe y yo. Algunas personas rechazan mi manera de trabajar. Algunos músicos piensan a veces que no les concedo el reconocimiento debido. Pero siempre he procurado acreditar a quienes han hecho cosas para mí. La gente, por ahí, se indigna porque me atribuí el arreglo de In a Silent Way, pero yo arreglé la música al cambiarla.
Terminado In a Silent Way, me llevé a la banda de gira: Wayne, Dave, Chick y Jack DeJohnette formaban en ese momento mi banda operativa. Macho, desearía que aquella banda hubiera sido grabada en directo, porque era jodidamente genial. Creo que Chick Corea y otras personas grabaron algunas de nuestras actuaciones, pero Columbia lo desaprovechó todo.
Viajamos desde la primavera hasta el mes de agosto, y entonces volvimos al estudio y grabamos Bitches Brew.
Aquel año, 1968, el rock y el funk se vendían como rosquillas, un éxito que de sobra se puso de manifiesto en Woodstock. En aquel sonado concierto hubo más de cuatrocientas mil personas. Tanta gente en un concierto hace que todos se vuelvan locos, especialmente quienes producen discos. Lo único que tienen en mente es: ¿cómo podríamos vender discos sin parar a todas esas personas? Si no lo hemos hecho antes, ¿cómo podríamos hacerlo ahora?
Éste era el ambiente que reinaba en las compañías discográficas. Al mismo tiempo, el público abarrotaba los estudios para oír y ver en persona a sus estrellas favoritas. Y la música de jazz parecía marchitar la parra, por lo que respecta a venta de discos y actuaciones en vivo. Fue la primera vez en mucho tiempo que, dondequiera que yo tocase, no se quedaba gente en la calle sin poder entrar en el local. En Europa siempre se agotaron las entradas, pero en Estados Unidos tocamos en 1969 en muchos clubes medio vacíos. Aquello me enseñó algo nuevo. Si se comparaba lo que mis discos solían venderse con los que vendían Bob Dylan o Sly Stone, realmente no había color. Sus ventas estaban por las nubes. Clive Davis, que era presidente de Columbia Records, contrató a Blood, Sweat and Tears en 1968, y a un grupo llamado Chicago en 1969. Intentaba proyectar a Columbia hacia el futuro y arrastrar a todo aquel público juvenil comprador de discos. Tras un comienzo un tanto peliagudo, él y yo nos entendíamos bien, porque él es un hombre que piensa como artista y no como un estricto comerciante. Tenía un perfecto juicio de lo que estaba pasando; lo considero un gran tipo.
Clive empezó a hablarme de que tratase de ganarme aquel mercado juvenil, empezó a hablarme de cambios. Sugirió que el camino para que yo captase aquella nueva audiencia sería tocar mi música allí donde fueran los jóvenes, lugares como el Fillmore. La primera vez que conversamos sobre ello me enfurecí con él, porque pensé que menospreciaba, no ya mi persona, sino lo mucho que yo había hecho por Columbia. Le colgué el teléfono después de anunciarle que buscaría otra compañía en la cual grabar. Pero Columbia se negaba a dejarme en libertad. Tras un largo tira y afloja, en torno al tema, todo acabó por enfriarse y nuestras relaciones volvieron a ser las de costumbre. Por un momento había pensado en pasarme a Motown Records, dado que me gustaba lo que estaban haciendo y supuse que entenderían mejor cuáles eran mis propósitos artísticos.
Lo que a Clive realmente le molestaba era que mi contrato con Columbia me permitía cobrar anticipos a cuenta de los derechos que devengaba, por lo cual, siempre que necesitaba dinero, los llamaba y cobraba una cantidad. Clive consideraba que yo no ganaba dinero suficiente para que la compañía me diera aquel trato. Quizá tenía razón, visto desde mi posición actual, pero sólo bajo un criterio puramente de negocios, no bajo un criterio artístico. Yo opinaba entonces que Columbia tenía que cumplir lo pactado, y punto. En cambio, ellos pensaban que, si mis ventas eran de unos sesenta mil álbumes cada vez que publicaba un disco (cifra que les parecía suficiente antes de que apareciesen los nuevos fenómenos), dichas ventas no bastaban para que continuasen dándome dinero.
Éste era, pues, el clima que existía entre Columbia y yo justo antes de que entrara en el estudio para grabar Bitches Brew. Lo que ellos no entendían era que yo no estaba todavía preparado para convertirme en un recuerdo, no estaba preparado para figurar únicamente en la lista de Columbia calificada de «clásica». Había vislumbrado la senda del futuro con mi música e iba a seguirla hasta la meta como había hecho siempre. No por Columbia y sus cifras de venta, ni tampoco para hacerme con unos cuantos compradores de discos, blancos y jóvenes. Iba a seguirla por mí mismo, por lo que yo quería y necesitaba que fuera mi propia música. Yo quería cambiar de rumbo, tenía que cambiar de rumbo, pero sólo para continuar amando lo que tocaba y creyendo en ello.
Cuando entré en el estudio aquel agosto de 1969, además de escuchar música rock y funk, había estudiado a Joe Zawinul y a Cannonball tocando cosas como «Country Joe and the Preacher». Y había conocido a otro inglés, llamado Paul Buckmaster, en Londres, a quien pedí que viniera cuando pudiese y me ayudara a preparar un álbum juntos. Me gustó lo que hacía. Yo había estado experimentando con escribir unos pocos cambios de acordes sencillos para tres pianos; una cosa simple, y divertida porque, mientras trabajaba en ella, solía pensar en cómo Stravinsky había retrocedido hacia fórmulas sencillas. Así pues, había escrito aquellas cosas, como un acorde y una línea de bajo, y me encontré con que, por mucho que lo tocara, siempre era diferente. Escribía un acorde, una pausa, quizás otro acorde, y resultaba que cuanto más se tocaba, más seguía diferenciándose. Esto empezó a ocurrir en 1968, cuando reuní a Chick, Joe y Herbie para aquellas sesiones de estudio. Continuó durante las sesiones que dedicamos a In a Silent Way. A continuación me puse a pensar en algo más extenso, el esqueleto de una pieza. Escribiría un acorde sobre dos tiempos y quedarían otros vacíos; eso daría: uno, dos, tres, da-dum, ¿entendido? Entonces puse el acento sobre el cuarto compás. Quizá tenía tres acordes en el primer compás. Sea como fuere, dije a los músicos que podían hacer lo que quisieran, tocar cualquier cosa que les sonara, pero que yo debía tomar lo que hiciesen como un acorde. Bueno, ellos sabían lo que podían hacer, y eso fue lo que hicieron. Descompusieron el acorde, con lo cual sonó lleno de riqueza.
Les dije aquello en los ensayos, y luego les entregué los bocetos musicales que ninguno de ellos había visto, exactamente como había hecho en Kind of Blue y en In a Silent Way. Empezamos a primera hora de la mañana en el estudio de Columbia, en la calle Cincuenta y dos, y grabamos el día entero durante tres días de agosto. Yo había advertido a Teo Macero, que era quien producía el disco, que se limitara a dejar correr las cintas y captar todo lo que tocáramos; insistí en que lo grabase todo y no viniese a interrumpirnos ni a preguntar nada. «Quédate en la cabina y preocúpate de grabar el sonido», fue lo que le dije. Y lo cumplió, no vino a jodernos ni una sola vez y lo registró todo, lo grabó estupendamente bien.
Así pues, cuando empezamos a tocar, yo actuaba como un director de orquesta tradicional, y además escribía alguna partitura para alguien, o le decía que tocara diferentes cosas que oía a medida que la música se desarrollaba y se cohesionaba. Era un proceso al mismo tiempo suelto y bien amarrado. Era informal pero ágil, todos permanecían alerta ante las diversas posibilidades que iban apareciendo en la música. Mientras ésta se desarrollaba yo oía, por ejemplo, algo que me parecía que podía ampliarse, o quizá que convenía cortar. Por lo tanto, la grabación era un despliegue del proceso creativo, una composición viviente. Era una especie de fuga, o de motivo en el que todos irrumpíamos y volvíamos a salir de un salto. Cuando eso había progresado hasta un determinado punto, yo decía a algún músico que entrara y tocase algo diferente, como Benny Maupin al clarinete bajo. Desearía haber pensado en grabar en vídeo la sesión completa, porque habría sido un documento excepcional y me habría gustado poder ver posteriormente y en detalle lo que sucedió, como cuando en un partido televisado de fútbol o de baloncesto se repiten las jugadas. De vez en cuando, en lugar de dejar que la cinta continuara corriendo, yo le decía a Teo que retrocediera y volviera a pasarla, con el fin de oír lo que habíamos tocado. Si en algún punto concreto quería introducir algo más, simplemente tomaba al músico indicado para hacerlo y lo añadíamos.
Fue una sesión estupenda, tío, y que yo recuerde no tuvimos ningún problema. Podríamos compararla a una de aquellas fantásticas jam sessions que solíamos montar en el Minton’s en los viejos tiempos, allá por los días del bebop. Al salir del estudio, cada noche, todos hervíamos de excitación.
Algunas personas han escrito que la idea de hacer Bitches Brew fue de Clive Davis o de Teo Macero. Eso es mentira: ninguno de los dos tuvo nada que ver con el proyecto. Como siempre, es el intento de unos blancos de atribuir a otros blancos un mérito sin justificación, puesto que el disco presentaba un concepto musical rupturista, muy innovador; la conocida intentona de reescribir la historia cuando un hecho importante se ha producido.
Lo que hicimos en Bitches Brew nunca podrá nadie escribirlo para que lo toque una orquesta. Por esta razón precisamente no lo escribí yo, y no porque no supiera lo que quería: sabía que lo que quería saldría de un proceso de creación y no de una partitura escrita y arreglada de antemano. La sesión se basaba en la improvisación, que es lo que hace del jazz algo fabuloso. Cada vez que cambia el tiempo, cambiará su actitud personal respecto a algo, y un músico tocará de forma distinta, especialmente si no lo tiene todo escrito ante las narices. La actitud de un músico es la música que toca. En California, por ejemplo, allá en la playa, encuentras silencio y el rumor de las olas del mar rompiendo contra la orilla. En Nueva York te rodea el estrépito de los coches, de los cláxones impacientes, de la gente que llena las calles hablando sin parar, toda esa mierda. Es muy raro que en California oigas a la gente hablar por la calle. California es suave, es una tierra de sol y ejercicio físico y mujeres bonitas que exhiben en las playas su magnífico cuerpo y sus elegantes y largas piernas. La gente tiene allí la piel tostada porque toma el sol constantemente. En Nueva York, la gente sale, pero es una cosa diferente, es una cosa como interior. California es una cosa exterior y la música que viene de allí refleja los espacios abiertos y las amplias autopistas, cosas que no encuentras en la música que nace en Nueva York, que usualmente es más intensa y energética.
Tras terminar Bitches Brew, Clive Davis me puso en contacto con Bill Graham, propietario del Fillmore de San Francisco y del Fillmore East en el centro de Nueva York. Bill quiso que yo tocase primero en San Francisco, con los Grateful Dead, pero otro grupo actuó antes que nosotros. El lugar estaba repleto de gente más o menos distraída, y también más o menos colocada, que cuando empezamos a tocar paseaba y conversaba. Pero al cabo de un rato todos guardaban silencio y habían entrado de lleno en la música. Toqué un poco de algo como Sketches of Spain y a continuación pasamos a Bitches Brew, y aquello, macho, los dejó patas arriba. Después de aquel concierto, cada vez que tocaba en San Francisco asistían a mis actuaciones multitud de jóvenes blancos.
Luego, Bill nos devolvió a Nueva York para tocar en el Fillmore East con Laura Nyro. Antes, sin embargo, lo hicimos, también por cuenta de Bill, en el Tanglewood, con Carlos Santana y un grupo que se llamaba Voices of East Harlem. Recuerdo aquella actuación porque llegamos con un ligero retraso y yo conducía mi Lamborghini. Se accedía al lugar por un camino lleno de polvo (el concierto era al aire libre) que nos envolvió a mi coche y a mí en una nube. Salí de la nube, y allí estaba Bill esperándome, muy preocupado. Aparecí con mi abrigo de pieles largo hasta los tobillos. Bill me miraba a punto de estallar de cólera, ¿lo imaginas? Así que le dije: «¿Qué pasa, Bill? ¿Esperabas que de ese coche saliera otra persona?». Aquello lo desmontó.
Los conciertos que di para Bill aquella temporada fueron muy útiles para ampliar mi audiencia. Tocábamos para toda clase de públicos. Las multitudes que iban a ver a Laura Nyro y a los Grateful Dead se mezclaban con el público que acudía a oírme a mí, y eso beneficiaba a todos.
Bill y yo nos llevamos bien, pese a que tuvimos nuestras diferencias porque él es un negociante hijoputa y duro y yo tampoco me dejo pisar. Por lo tanto, hubo encontronazos. Recuerdo una vez (o dos, quizás) en el Fillmore East, en 1970, que yo precedía a aquel pobre tipo llamado Steve Miller. Me parece que Crosby, Stills, Nash y Young figuraban en el mismo programa, y eran un poco mejores. Bien, Steve Miller no tenía nada que ofrecer, y yo estaba furioso por servir de introducción a un gilipollas que no sabía tocar y había publicado un par de discos de mierda. De modo que llegué tarde y él tuvo que tocar primero, y luego, cuando nosotros entramos, fue la erupción y empezó el festín, para Bill incluido.
Aquello se repitió, un par de noches, y cada noche llegué tarde, y Bill me decía que era «una falta de respeto a los artistas» y otras frases similares. La última noche hice lo mismo. Cuando llegué vi que Bill estaba furioso, porque no me esperaba dentro, como hacía normalmente, sino plantado fuera del Fillmore. Me acometió con las tonterías de «faltarle el respeto a Steve» y todo lo demás. Me limité a mirarlo, frío como un hijoputa, y le dije: «Eh, nene, esta noche como las otras, y tú sabes el resultado que han dado, ¿verdad?». No tuvo nada que objetar, porque realmente habíamos armado una revolución.
Después de aquellas actuaciones, o aproximadamente por la misma época, empecé a darme cuenta de que la mayoría de los músicos de rock no sabían prácticamente nada de música. No la habían estudiado, eran incapaces de tocar en estilos diferentes, y no hablemos de leer partituras. Pero eran populares y vendían montones de discos porque daban al público un determinado sonido, que era el que querían oír. Pensé, por lo tanto, que si ellos podían hacerlo (llegar a tantas personas y vender tantos discos sin saber realmente lo que hacían) también podía hacerlo yo, sólo que mejor. Además prefería tocar en los grandes locales y los espacios abiertos que actuar continuamente en los clubes nocturnos: no sólo puedes ganar en ellos más dinero y dirigirte a públicos más amplios, sino que te ahorras el barullo que has de soportar en aquellos locales pequeños llenos de humo.
Como he dicho, a través de Bill conocí a los Grateful Dead. Jerry García, su guitarrista, hizo conmigo muy buenas migas, hablando de música, de lo que a él le gustaba y de lo que me gustaba a mí, y creo que ambos aprendimos alguna cosa, crecimos un poco. Jerry García amaba el jazz; descubrí que le gustaba mi música y llevaba mucho tiempo escuchándola. Le gustaban, asimismo, otros músicos, como Ornette Coleman y Bill Evans. En cuanto a Laura Nyro, era una persona muy apacible fuera del escenario, y creo que en cierto modo yo la intimidaba. Mirando atrás, considero que Bill Graham hizo por la música algunas cosas importantes con aquellos conciertos, representó una notable apertura, y gracias a él muchísimas personas de diferente condición oyeron muchísimas clases diferentes de música, las cuales normalmente nunca hubieran oído. No volví a coincidir con Bill hasta que dimos algunos conciertos en favor de Amnistía International en 1986 o 1987.
Por la época de que estoy hablando conocí a un joven actor negro que en algunos de nuestros conciertos hacía una especie de presentación: Richard Pryor. Macho, qué hijoputa tan divertido. Entonces aún no era famoso, pero yo estaba seguro de que se convertiría en una gran estrella. Sencillamente, lo notaba en mis huesos. Cuando el Village Gate contrató de nuevo a nuestra banda, yo contraté a mi vez a Richard para que nos hiciese de telonero. He olvidado dónde lo vi actuar por primera vez, pero quería que el público se enterara de lo bueno que era aquel hijoputa. Le pagué de mi propio bolsillo y actué como productor del espectáculo. Creo que estuvimos allí dos fines de semana, y la banda y Richard, por decirlo así, desmantelaron el local. Richard hacía la obertura, luego teníamos algo de música india a cargo de un intérprete de sitar, y a continuación tocaba mi banda. Fue un verdadero éxito, y encima, para mí, un buen negocio. Richard y yo nos hicimos excelentes amigos después de aquello, salimos juntos por ahí, nos colocamos, lo pasamos en grande. Abundan los cómicos que son un plomo fuera del escenario, pero Richard (como Red Foxx) era tan divertido en privado como en público. Entonces no tenía casa propia y solía dejar a su esposa en la mía cuando se marchaba de gira. Pero, como te digo, era un tipo divertido ya en aquella época, y no necesitaba salir a escena para serlo.
También en la misma época conocí a Bill Cosby, con quien coincidí en el aeropuerto de Chicago. Más adelante nos conocimos mejor mutuamente, intimamos, y él me contó que ya nos habíamos encontrado con anterioridad en Filadelfia, donde asistía a mis actuaciones; pero me dijo incluso que yo había ejercido una fuerte influencia en su vida, pero la verdad es que no recuerdo nada de aquellos encuentros previos. Entonces estaba haciendo I Spy y era una figura famosa. Me gustaba ver su programa, cosa que le dije el día del aeropuerto. Él me respondió: «Gracias, Miles, pero tengo la esperanza de que me den una mujer, aunque sólo sea una, con la que mantener una relación antes de que el programa termine. En la televisión parecen pensar que los negros no nos vamos a la cama, o que no tenemos una vida amorosa como la tienen los blancos. Espero que me den una escena de amor con una mujer, aunque sea por una vez, sólo una única escena de besos». Y eso fue todo. Lo dijo camino de un avión, mientras yo andaba a su lado para tomar otro. Recuerdo haber pensado: «Sí, tiene razón». Pero no creo que consiguiera su deseo.
Las cosas rodaban bien en lo que se refiere a mi música, pero no tan bien en lo concerniente a mi relación con mi esposa, Betty. Betty empezó a mentirme y a intentar hacerse con mi dinero. Empezó a firmar cosas cuando estábamos de gira, quiero decir que llevaba a algunas de sus amistades al hotel y ponía las cuentas a mi nombre. Empezó a causarme muchos problemas. Harold Lovett, mi abogado, bebía demasiado por aquellas fechas, y eso hacía que no estuviéramos tan unidos como antes. Era un incordio, pero yo mantenía mi lealtad hacia él porque me había apoyado cuando nadie más me apoyó. Su comportamiento comenzaba a irritarme, también entonces. A Harold nunca le había gustado Betty y solía decirme que el único motivo de que yo estuviera con ella era que se parecía a Frances. Era cierto, especialmente si la veías desde el otro lado de una habitación. Él opinaba que ésa era la razón de que yo estuviera con ella, y probablemente no se equivocaba. Consideraba que no tenía clase y que, simplemente, estaba utilizándome, y en eso sí que, por lo menos una vez, acertó.
Me acuerdo de que viajamos a Europa, para actuar, a finales del verano de 1969, después de haber terminado Bitches Brew. Allí me tropecé con Bill Cosby y su esposa, Camille. Nosotros tocábamos, creo, en Antibes y Bill estaba de vacaciones. Vino con Camille al concierto y a continuación fuimos todos a un club. Bill y Camille bailaban en la pista, y Betty lo hacía con un tipo francés y estaba muy colocada. Camille vestía una especie de mono de encaje, muy bonito, lleno de orificios como una red de baloncesto. Mientras bailaban, Betty, que se movía a lo loco de acá para allá, enganchó con el tacón de su zapato el borde del mono de Camille y se lo desgarró como una hijaputa. Ni siquiera se dio cuenta de lo que había hecho. Cuando lo descubrió, se excusó y todas esas cosas, y yo le dije a Bill que pagaría el mono, pero Bill y Camille no quisieron ni oír hablar del asunto, y él dijo que había sido una simple casualidad y que lo sentían mucho por Betty. Pero yo sabía que Betty había perdido el control y aquella escena me dejó abochornado como un hijoputa.
Mira, Betty era demasiado joven y demasiado inculta para las cosas que yo esperaba de una mujer. Me había acostumbrado a mujeres sobrias, sofisticadas y elegantes como Frances, o como Cicely, que sabían desenvolverse en toda clase de situaciones. Pero Betty era un espíritu libre (con el talento de una hijaputa), una rockera y una chica de la calle que estaba habituada a otro género de cosas. Era desaliñada, ese tipo de mujer toda sexo, pero yo no lo sabía cuando la conocí, o si lo sabía no le di demasiada importancia. Sin embargo, aquella escena con los Cosby era típica de su manera de comportarse y, unida al resto de las cosas que hacía, terminó por hartarme.
Tras separarnos de Bill y Camille, me marché a Londres a ver a Sammy Davis, Jr., que estaba en Inglaterra para estrenar Golden Boy. También vi a Paul Robeson: procuraba verlo siempre que iba a Londres, hasta que regresó a Estados Unidos. Yo me relacionaba con personas que tenían muchísima clase, pero Betty no se sentía cómoda entre aquel tipo de gente. Sólo le gustaban los rockeros, y esto es razonable, pero yo siempre he tenido un buen puñado de amigos que no son músicos, y Betty era incapaz de tratar con aquellas personas, motivo adicional de que nos fuéramos distanciando progresivamente uno del otro.
Más tarde, en Nueva York, se cruzó en mi camino una hermosa muchacha hispana que quería acostarse conmigo. Fui a su casa y me dijo que Betty salía con su novio. Cuando le pregunté quién era su novio, me dijo: «Jimi Hendrix». Era una hijaputa rubia, una preciosidad, y cuando se desnudó me mostró un cuerpo que, sencillamente, no podía esperar. Le dije: «Si Betty quiere joder con Jimi Hendrix, es asunto suyo, y nada tengo que ver con ello, ni ello tiene tampoco nada que ver contigo y conmigo». Ella me dijo entonces que si Betty jodía con su hombre, ella me jodería a mí.
Yo le dije: «No, yo no juego a esas cosas, yo no jodo con nadie por motivos así. Si jodes conmigo será porque te apetece hacerlo, no porque Betty joda con Jimi».
Volvió a vestirse y nos limitamos a conversar. Macho, aquello que le dije la desmontó. Era tan bonita que estaba acostumbrada a que los hombres pelearan por conseguirla. Pero yo no era de aquella manera ni lo había sido nunca. El que una mujer fuera solamente bonita no significaba nada para mí ni lo había significado nunca: siempre he tenido mujeres bonitas. Para que yo me interese por ellas deben poseer además una mente y pensar en algo más que en su físico.
Después de aquello, mi relación con Betty fue cuesta abajo. Tras contarle lo que sabía de ella y Jimi, le pedí el divorcio; es decir, le anuncié que iba a obtener el divorcio. Ella dijo: «No, no lo harás, bonita como soy, ¡sabes de sobra que no renunciarás a esta golosina!».
«Ah, ¿sí? Muy bien, zorra, no sólo me divorciaré, sino que ya tengo los papeles preparados, ¡y mejor será que los firmes si sabes lo que le conviene a tu culo!», le dije. Los firmó, y así terminó la historia.
Betty y yo, pues, rompimos en 1969, pero dado que las cosas iban ya tan mal entre nosotros, yo había empezado a relacionarme con dos mujeres extraordinarias, muy hermosas y que causaron, las dos, un gran impacto en mi vida: Marguerite Eskridge y Jackie Battle. Ambas eran mujeres muy espirituales, de esas que toman alimentos sanos y cosas así. Ambas muy apacibles, pero muy fuertes, con gran confianza en sí mismas. Además eran dos personas de bien que no se interesaban por mí sólo porque era una estrella, sino que su interés era genuino. Betty, a pesar de ser físicamente tan bella, no tenía ni asomo de confianza en sí misma como persona. Era una groupie de categoría, con mucho talento pero que no creía en su propio talento. Jackie y Marguerite no tenían aquel tipo de problema, de modo que con ellas me sentía muy distendido.
Vi por primera vez a Marguerite entre el público de uno de mis conciertos e hice que alguien le dijera que me gustaría hablar con ella e invitarla a una copa. Era en un club nocturno de Nueva York, quizás el Village Gate o el Village Vanguard. A principios de 1969. Marguerite era una de las mujeres más lindas que yo había visto. Así pues, empecé a salir con ella. Pero me quería para ella sola, quería una relación en exclusiva. Tuve que mantener oculta mi otra relación con Jackie para que no se enterase. Estuvimos juntos intermitentemente durante unos cuatro años. Por un tiempo tuvo un apartamento en el edificio que yo tenía en la calle Setenta y siete Oeste. Sin embargo, le gustaba muy poco la vida de músico, tantos clubes, tanto alcohol, tanta droga. Todo aquello resultaba demasiado agitado para ella, una mujer, ya digo, verdaderamente tranquila, y vegetariana, y, por cierto, oriunda de Pittsburgh, como Betty. Macho, Pittsburgh produce mujeres bonitas de verdad. Tenía veinticuatro años cuando nos conocimos. Una mujer deslumbrantemente bella, ¿sabes?, de piel color castaño, alta, con un cutis, unos ojos y un cabello magníficos. Estuvimos juntos unos cuatro años; ella es la madre de mi hijo menor, Erin.
Estaba conmigo en Brooklyn en octubre de 1969. Allí acabábamos de tocar en el Blue Coronet Club y yo había acompañado a Marguerite a su casa, también en Brooklyn (todavía no se había trasladado al apartamento de mi propiedad). Tenía parado el coche frente a su casa y estábamos sentados hablando y besándonos, ya sabes, lo que los enamorados hacen, cuando otro coche apareció junto al mío, ocupado por tres negros. De momento no les presté atención, pensé vagamente que serían personas que habían asistido al concierto y querían saludarme. Pero de inmediato oí tiros y sentí una punzada en el costado izquierdo. Debieron de dispararme unas cinco balas, y por suerte yo llevaba puesta una chaqueta de cuero de esas anchas. De no ser por ella y por el hecho de que dispararon a través de la puerta de un Ferrari de fabricación sólida, me habrían matado. Me sorprendí tanto que no tuve ni tiempo de asustarme. Ninguna de las balas alcanzó a Marguerite, de lo cual me alegré, pero casi se desmayó de espanto.
Entramos en la casa, llamé a la policía, y vinieron (dos agentes blancos) y registraron mi coche, a pesar de que era el que había recibido los impactos. Entonces dijeron que en el coche habían encontrado un poco de marihuana y nos arrestaron a Marguerite y a mí y nos llevaron al puesto de policía. Pero nos soltaron sin presentar cargos, porque no tenían ninguna prueba.
Ahora bien, en primer lugar, todos los que me conocen saben que nunca me ha gustado la marihuana, que no la he fumado nunca. Por lo tanto, era una estupidez lo que pretendían colgarme. Simplemente debió de fastidiarles que un negro paseara en aquel costoso coche extranjero con una mujer tan hermosa. No supieron qué conclusión sacar. Cuando examinaron mis antecedentes, supongo que encontraron que yo era un músico y que en otro tiempo había tenido problemas de droga; en consecuencia trataron de echarme encima un poco de mierda a ver qué pasaba. Quizá conseguirían un ascenso por arrestar a un negro famoso. Yo era quien los había llamado; de haber tenido alguna droga en mi poder, me habría deshecho de ella antes de que llegaran. No estoy tan loco.
Ofrecí una recompensa de 5.000 dólares por información sobre quienquiera que me hubiese disparado. Pocas semanas después, estaba sentado en un bar de la zona alta cuando un tipo se me acercó y me dijo que al sujeto que me disparó le habían matado, que le había pegado un tiro alguien a quien no gustó lo que había hecho. No sé cómo se llamaba el tipo que me contó aquello, ni él tampoco me dijo el nombre del pistolero que en ese momento se suponía que estaba muerto. Todo lo que sé es lo que el tipo en cuestión me contó, y jamás he vuelto a verlo. Más adelante descubrí que el motivo de que me disparasen era que algunos promotores negros de Brooklyn estaban cabreados por el hecho de que los promotores blancos acaparasen los mejores contratos artísticos. Cuando aquella noche toqué en el Blue Coronet, los negros pensaron que yo era un cabrón por no poner la contratación en sus manos.
Bien, estoy de acuerdo en que los negros tengan siempre su parte del pastel. Pero nadie me había dicho una palabra de aquel asunto, y de pronto salía un tío tratando de matarme por algo de lo que no sabía nada. Macho, la vida es a veces una putada. Durante algún tiempo, después de aquel incidente, dondequiera que fuese llevaba por precaución un puño americano; hasta que un año más tarde me detuvieron en Manhattan, circulando por Central Park South, por no llevar en el coche la pegatina reglamentaria; cuando la policía me registró, el puño americano cayó de mi bolso de mano. Admito que mi coche no llevaba la pegatina, es más, reconozco que no tenía siquiera los papeles en regla. Pero el poli del coche patrulla no podía haberlo visto desde el otro lado de la calzada cuando viraron en redondo para dirigirse hacia mí.
Una vez más, el motivo de que pararan y retrocediesen era que yo conducía un Ferrari rojo e iba ataviado con un turbante, unos pantalones de piel de cobra y una chaqueta de piel de cordero, y que tenía conmigo a una mujer muy bella (creo que de nuevo se trataba de Marguerite), delante del hotel Plaza. Los dos agentes blancos que vieron eso pensaron probablemente que yo era un traficante de drogas y por ello volvieron atrás. No hace falta decir que si al volante del Ferrari se hubiera sentado una persona blanca, los policías habrían pasado de largo.
Jackie Battle era, asimismo, una mujer muy especial. Procedía de Baltimore y tenía diecinueve o veinte años cuando la conocí, más o menos por la misma época en que conocí a Marguerite. Encontré a Jackie en las Naciones Unidas, donde era la secretaria de alguien a quien yo conocía. Solía verla con frecuencia en los conciertos porque era muy aficionada a la música; ella misma era artista, pintaba, grababa y diseñaba. Era una mujer hermosa, con una piel exquisita de color castaño claro, alta, de lindos ojos y linda sonrisa, todos los extras que quieran, más un temple espiritual como no he conocido otro. Empezamos a salir por las buenas. Era muy madura para su edad, una persona ya formada, sabía lo que quería de la vida y no toleraba estupideces de nadie. Era amable y tranquila, hablaba con mucha suavidad, pero bajo esta apariencia era una persona muy fuerte que conocía su propia valía. Cuando superé la atracción inicial de su belleza, fue su inteligencia lo que me hizo amarla y respetarla tanto. Su forma de pensar y su manera de ver el mundo eran sumamente peculiares. Además se preocupaba sinceramente por mí, incluso cuando estaba medio loco por la cocaína. En cierta ocasión, en Phoenix, conseguí un montón de cocaína de un médico. Coca pura, macho. Tomé aquella cocaína a todas horas, y luego salí a tocar en el correspondiente concierto. Cuando volví de tocar aquella noche, Jackie estaba narcotizada con píldoras para dormir, a punto de perder el conocimiento. Bueno, Jackie no toma nunca somníferos, jamás ha probado una droga. Conseguí que se recuperase y le pregunté: «Jackie, ¿por qué has hecho eso, tomarte todas mis píldoras? ¡Podías haberte matado!».
Con lágrimas en los ojos, ella me contestó: «Si tú vas a matarte con toda la coca y las mierdas que has estado tomando, yo quiero morirme antes. Por eso he recurrido a las píldoras. Porque al ritmo que llevas morirás pronto, y no quiero seguir viviendo sin ti».
Macho, aquello sí que me jodió. Me dejó conmocionado. Y entonces me acordé de la coca y fui al cuarto de baño a comprobar mi reserva, y no estaba. Regresé junto a Jackie y le pregunté qué había pasado con la coca, y me dijo que la había tirado al retrete. Aquello me jodió todavía más. Te aseguro, tío, que era una chica fuera de lo corriente.
Su familia vivía en Nueva York y llegué a conocer bien a su madre, Dorothea, y a su hermano, Todd Mickey Merchant, que es también un gran artista y pintó algunos cuadros para mí. Yo llamaba de vez en cuando a su madre y le pedía que me hiciera un gumbo9, porque es una buena cocinera, y me lo hacía y me lo traía a casa. Si no podía traerlo, se lo dejaba a alguien y yo lo iba a recoger. Son una familia muy unida, gente muy especial. Cuando empecé a salir con Jackie, su hermano me preguntó: «Negrito, ¿que es lo que quieres de mi hermana?».
Yo le respondí: «¿Qué coño significa eso de qué quiero de tu hermana? ¿Qué quiere cualquier hombre de una mujer gentil y bonita?».
Y él dijo entonces: «De acuerdo, macho, pero no vayas jodiendo por ahí y engañando a mi hermana y aprovechándote de ella, entérate, porque me importa un huevo lo famoso que seas: hazle daño a mi hermana y tendrás que pasar cuentas conmigo». De este modo, cuando rompí con Betty yo tenía dos hermosas mujeres, jóvenes y espirituales, que me hacían compañía, Jackie y Marguerite. Al mirar atrás pienso que fue probablemente una desdicha que las conociera a las dos al mismo tiempo, como ocurrió, porque si hubiera podido dedicar a una sola de ellas toda mi atención, quién sabe lo que habría pasado. Pero no me gusta perderme en especulaciones.
Yo había establecido en mi grupo la política de que nadie se llevase a su pareja cuando salíamos de gira, porque consideraba que eso distraía a los músicos. Sin embargo, yo sí llevaba a mis chicas, y eso empezaba a causarme problemas con Wayne, Chick y Jack, porque ellos querían llevarse también a sus damas. En mi opinión, aquélla era mi banda y tenía derecho a fijar unas normas. De hecho, no me habría importado que sus mujeres nos acompañaran, siempre y cuando no les impidieran tocar bien, que era lo que normalmente sucedía.
Antes de que saliéramos con destino a California, Jack me llamó y me dijo que iba a llevarse a su mujer, Lydia, que estaba embarazada de ocho meses. Primero intentó convencerme de que cancelara la gira, alegando que Lydia podía tener el niño en cualquier momento y él debía estar cerca cuando naciera. Pero yo le repliqué que me era imposible hacerlo; fue entonces cuando dijo que tendría que llevarse a Lydia con él. El problema en ese caso era que Jack cambiaba su manera de tocar cuando Lydia estaba por los alrededores. Empezaba a meterse en estilizaciones y mierdas y a no tocar como lo hacía habitualmente, porque trataba de parecer original y llamar la atención. Como resultado, discutimos sobre Lydia, y Jack me amenazó con abandonar la gira. Terminé por decirle que podía traer a Lydia y plantarla delante de su puñetera batería si lo deseaba, a condición de que tocase la puñetera batería como se debía tocar. La discusión continuó a bordo del avión que nos llevaba a California. Mi novia, Jackie, intervino a favor de Jack y Lydia, y la amenacé con despacharla de culo a casa. Pero Jackie se puso terca, insistió, no cedió, porque no la asustaba nada. Finalmente, lo dejé correr.
Llegamos a Los Ángeles después de detenernos primero en Monterrey, para intervenir en el Festival de Jazz, y luego en San Francisco. En Los Ángeles tocamos en el Shelly’s Manne-Hole. Por entonces, Anna Maria, la chica de Wayne, ya se había unido a nosotros como habían hecho Lydia y Jackie. Y a continuación vino otra mujer, Jane Mandy, la novia de Chick. Jack, como era de suponer, se deshacía en sonrisas y gilipolleces, por lo que comprendí que no iba a hacer otra cosa que intentar lucirse. Me gusta la forma de tocar de Jack, pero cuando hay mujeres en las cercanías el muy hijoputa se dedica sólo a mostrarse original y a tocar para la gente en lugar de para la banda. Ay de ti, sin embargo, que se lo digas.
Las dos primeras noches que estuvimos allí, Lydia vino a los camerinos. Es también artista, y buena, y una persona encantadora. A mí me gusta mucho. Pero cuando vino, Jack empezó a reaccionar de una manera poco prometedora y acabó tocando mierdas. La tercera noche vi a Lydia instalada junto al escenario. Bajé a mezclarme con el público y envié una nota a Jack, a través de Shelly, el empresario del local, que decía: «Si Lydia no se retira, no tocaremos».
Bueno, mira, en la calle había colas que rodeaban la manzana esperando entrar en el club y Shelly no podía menos que pensar en su negocio. Pero yo pensaba en la música que no oiríamos porque Lydia estaba allí y haría que Jack presumiera de virtuoso en vez de limitarse a tocar bien. Jack, mientras tanto, se había cabreado como un hijoputa, pensando que yo metía las narices en sus asuntos familiares, y con todo ello la mierda se había hecho cada vez más espesa. Al cabo de unos momentos, sin embargo, todos los demás miembros de la banda se echaron a reír, y lo mismo Shelly, y éste vino y se hincó de rodillas, tal como te digo, y se puso a suplicarme: «Por favor, Miles, por favor, toca». Eso me hizo ver de repente el lado cómico de la situación. Volví al escenario y toqué, y aquella noche Jack tocó hasta perder el culo. Supongo que pretendía demostrarme que me equivocaba respecto a que era incapaz de tocar bien en presencia de su esposa. Después de este incidente renuncié a la norma de que mis músicos no llevaran de gira a sus mujeres, a condición de que ello no perjudicara su forma de tocar. Más adelante, Keith Jarret mostró el mismo defecto cuando estuvo en mi banda: si su mujer venía de gira, él se dedicaba a tocar una mierda que le parecía el colmo de la sofisticación, y mientras actuaba intercambiaba con ella miradas arrobadas, como si aquella gilipollez fuera lo más bello del mundo. Para mí, por supuesto, lo que Keith tocaba no era sino mierda con adornos, y tuve que decirle que no me causaba la menor impresión. En consecuencia, dejó de hacerlo.
Mi actitud y mi criterio estaban cambiando en relación con un montón de cosas, entre las que se contaba mi manera de vestir. Los clubes en los que solía trabajar estaban llenos de humo que impregnaba la tela de mis trajes. Además, todo el mundo comenzaba a usar en los conciertos ropa informal, o por lo menos la usaban los músicos de rock, y eso pudo haberme afectado. Los estilos negros se imponían, ya sabes, el movimiento negro de concienciación, así que se llevaban cada vez más tejidos indios y africanos. Comencé a vestir dashikis africanas y túnicas y prendas más holgadas y sueltas, además de una serie de blusones indios que vendía un tipo llamado Hernando, un argentino que tenía un local en Greenwich Village. Allí era donde Jimi Hendrix compraba casi toda su ropa. Yo le compré los blusones indios, compré pantalones de ante a un diseñador negro llamado Steven Burrows y zapatos a un establecimiento de Londres, Chelsea Cobblers. (Había allí un tipo llamado Andy que en una noche podía hacerte el par de zapatos más sofisticado que puedas imaginar.) Me había distanciado de la línea sobria de Brook Brothers para pasar a aquella otra cosa, que para mí estaba más de acuerdo con los tiempos. Encima, descubrí que me permitía moverme por el escenario con mayor libertad. Moverme por el escenario era algo que me gustaba; quería tocar en puntos diferentes, porque hay zonas del escenario donde la música y el sonido son mucho mejores que en otras. Había empezado a investigar qué zonas eran aquéllas.