I
A últimos de invierno, los Scherbazky tuvieron en su casa consulta de médicos, ya que la salud de Kitty inspiraba temores. Se sentía débil y con la proximidad de la primavera su salud no hizo más que empeorar. El médico de la familia le recetó aceite de hígado de bacalao, hierro más adelante y, al fin, nitrato de plata. Pero como ninguno de aquellos remedios dio buen resultado, el médico terminó aconsejando un viaje al extranjero.
En vista de ello, la familia resolvió llamar a un médico muy reputado. Éste, hombre joven aún y de buena presencia, exigió el examen detallado de la enferma. Insistió con una complacencia especial en que el pudor de las doncellas era una reminiscencia bárbara, y que no había nada más natural que el que un hombre aunque fuera joven auscultara a una muchacha a medio vestir.
Él estaba acostumbrado a hacerlo cada día y como no experimentaba, por tanto, emoción alguna, consideraba el pudor femenil no sólo un resto de barbarie, sino también una ofensa personal.
Fue preciso someterse, porque, aunque todos los médicos hubiesen seguido igual número de cursos, estudiado los mismos libros y hubiesen, por consiguiente, practicado la misma ciencia, no se sabe por qué razones, y a pesar de que algunos calificaron a aquel doctor de persona no muy recomendable, se resolvió que sólo él podía salvar a Kitty.
Después de un atento examen de la enferma, confusa y aturdida, el célebre médico se lavó escrupulosamente las manos y salió al salón, donde le esperaba el Príncipe, quien le escuchó tosiendo y con aire grave. El Príncipe, como hombre ya de edad, que no era necio y no había estado nunca enfermo, no creía en la medicina y se sentía irritado ante aquella comedia, ya que era quizá el único que adivinaba la causa de la enfermedad de Kitty.
«Este admirable charlatán sería capaz hasta de espantar la caza», pensaba, expresando con aquellos términos de viejo cazador su opinión sobre el diagnóstico del médico.
Por su parte, el doctor disimulaba con dificultad su desdén hacia el viejo aristócrata. Siendo la Princesa la verdadera dueña de la casa, apenas se dignaba dirigirle a él la palabra, y sólo ante ella se proponía derramar las perlas de sus conocimientos.
La Princesa compareció en breve, seguida por el médico de la familia, y el Príncipe se alejó para no exteriorizar lo que pensaba de toda aquella farsa.
La Princesa, desconcertada, sintiéndose ahora culpable con respecto a Kitty, no sabía qué hacer.
—Bueno, doctor, decida nuestra suerte: díganoslo todo.
Iba a añadir «¿Hay esperanzas?», pero sus labios temblaron y no llegó a formular la pregunta. Limitose a decir:
—¿Así, doctor, que...?
—Primero, Princesa, voy a hablar con mi colega y luego tendré el honor de manifestarle mi opinión.
—¿Debo entonces dejarles solos?
—Como usted guste...
La Princesa salió, exhalando un suspiro.
Al quedar solos los dos profesionales, el médico de familia comenzó tímidamente a exponer su criterio de que se trataba de un proceso de tuberculosis incipiente, pero que...
El médico célebre le escuchaba y en medio de su peroración consultó su voluminoso reloj de oro.
—Bien —dijo—. Pero...
El médico de familia calló respetuosamente en la mitad de su discurso.
—Como usted sabe —dijo la eminencia—, no podemos precisar cuándo comienza un proceso tuberculoso. Hasta que no existen cavernas no sabemos nada en concreto. Sólo caben suposiciones. Aquí existen síntomas: mala nutrición, nerviosismo, etc. La cuestión es ésta: admitido el proceso tuberculoso, ¿qué hacer para ayudar a la nutrición?
—Pero usted no ignora que en esto se suelen mezclar siempre causas de orden moral —se permitió observar el otro médico, con una sutil sonrisa.
—Ya, ya —contestó la celebridad médica, mirando otra vez su reloj—. Perdone: ¿sabe usted si el puente de Yausa está ya terminado o si hay que dar la vuelta todavía? ¿Está concluido ya? Entonces podré llegar en veinte minutos... Pues, como hemos dicho, se trata de mejorar la alimentación y calmar los nervios... Una cosa va ligada con la otra, y es preciso obrar en las dos direcciones de este círculo.
—¿Y un viaje al extranjero? —preguntó el médico de la casa.
—Soy enemigo de los viajes al extranjero. Si el proceso tuberculoso existe, lo que no podemos saber, el viaje nada remediaría. Hemos de emplear un remedio que aumente la nutrición sin perjudicar al organismo.
Y el médico afamado expuso un plan curativo a base de las aguas de Soden, plan cuyo mérito principal, a sus ojos, era evidentemente que las tales aguas no podían en modo alguno hacer ningún daño a la enferma.
—Yo alegaría en pro del viaje al extranjero el cambio de ambiente, el alejamiento de las condiciones que despiertan recuerdos... Además, su madre lo desea...
—En ese caso pueden ir. Esos charlatanes alemanes no le harán más que daño. Sería mejor que no les escuchara. Pero ya que lo quieren así, que vayan.
Volvió a mirar el reloj.
—Tengo que irme ya —dijo, dirigiéndose a la puerta.
El médico famoso, en atención a las conveniencias profesionales, dijo a la Princesa que había de examinar a Kitty una vez más.
—¡Examinarla otra vez! —exclamó la madre, consternada.
—Sólo unos detalles, Princesa.
—Bien; haga el favor de pasar...
Y la madre, acompañada por el médico, entró en el saloncito de Kitty.
Kitty, muy delgada, con las mejillas encendidas y un brillo peculiar en los ojos a causa de la vergüenza que había pasado momentos antes, estaba de pie en medio de la habitación.
Al entrar el médico se ruborizó todavía más y sus ojos se llenaron de lágrimas. Su enfermedad y la curación se le figuraban una cosa estúpida y hasta ridícula. La cura le parecía tan absurda como querer reconstruir un jarro roto reuniendo los trozos quebrados. Su corazón estaba desgarrado. ¿Cómo componerlo con píldoras y drogas?
Pero no se atrevía a contrariar a su madre, que se sentía, por otra parte, culpable con respecto a ella.
—Haga el favor de sentarse, Princesa —dijo el médico famoso.
Se sentó ante Kitty, sonriendo, y de nuevo, mientras le tomaba el pulso, comenzó a preguntarle las cosas más enojosas.
Kitty, al principio, le contestaba, pero, impaciente al fin, se levantó y le contestó irritada:
—Perdone, doctor, mas todo esto no conduce a nada. Ésta es la tercera vez que me pregunta usted la misma cosa.
El médico célebre no se ofendió.
—Excitación nerviosa —dijo a la madre de Kitty cuando ésta hubo salido—. De todos modos, ya había terminado.
Y el médico comenzó a explicar a la Princesa, como si se tratase de una mujer de inteligencia excepcional, el estado de su hija desde el punto de vista científico, y terminó insistiendo en que hiciese aquella cura de aguas, que, a su juicio, de nada había de servir.
Al preguntarle la Princesa si procedía ir al extranjero, el médico se sumió en profundas reflexiones, como meditando sobre un problema muy difícil, y después de pensarlo mucho terminó aconsejando que se hiciera el viaje. Puso, no obstante, por condición que no se hiciese caso de los charlatanes de allí y que se le consultara a él para todo.
Cuando el médico se hubo ido se sintieron todos aliviados, como si hubiese sucedido allí algún feliz acontecimiento. La madre volvió a la habitación de Kitty radiante de alegría y Kitty fingió estar contenta también. Ahora se veía con frecuencia obligada a disimular sus verdaderos sentimientos.
—Es verdad, mamá, estoy muy bien. Pero si usted cree conveniente que vayamos al extranjero, podemos ir —le dijo, y, para demostrar el interés que despertaba en ella aquel viaje, comenzó a hablar de los preparativos.
II
Después de marchar el médico, llegó Dolly.
Sabía que se celebraba aquel día consulta de médicos y, a pesar de que hacía poco que se había levantado de la cama después de su último parto (a finales de invierno había dado a luz a una niña), dejando a la recién nacida y a otra de sus hijas que se hallaba enferma, acudió a interesarse por la salud de Kitty.
—Os veo muy alegres a todos —dijo al entrar en el salón, sin quitarse el sombrero—. ¿Es que está mejor?
Trataron de referirle lo que dijera el médico, pero resultó que, aunque éste había hablado muy bien durante largo rato, eran incapaces de explicar con claridad lo que había dicho. Lo único interesante era que se había resuelto ir al extranjero.
Dolly no pudo reprimir un suspiro. Su mejor amiga, su hermana, se marchaba. Y su propia vida no era nada alegre. Después de la reconciliación, sus relaciones con su marido se habían convertido en humillantes para ella. La soldadura hecha por Ana resultó de escasa consistencia y la felicidad conyugal volvió a romperse por el mismo sitio.
No había nada en concreto, pero Esteban Arkadievich no estaba casi nunca en casa, faltaba siempre el dinero para las atenciones del hogar y las sospechas de las infidelidades de su marido atormentaban a Dolly continuamente, aunque procuraba eludirlas para no caer otra vez en el sufrimiento de los celos. La primera explosión de celos no podía volverse a producir, y ni siquiera el descubrimiento de la infidelidad de su marido habría ya de despertar en ella el dolor de la primera vez.
Semejante descubrimiento sólo le habría impedido atender sus obligaciones familiares; pero prefería dejarse engañar, despreciándole y despreciándose a sí misma por su debilidad. Además, las preocupaciones propias de una casa habitada por una numerosa familia ocupaban todo su tiempo: ya se trataba de que la pequeña no podía lactar bien, ya que de que la niñera se iba, ya, como en la presente ocasión, de que caía enfermo uno de los niños.
—¿Cómo estáis en tu casa? —preguntó la Princesa a Dolly.
—También nosotros tenemos muchas penas, mamá... Ahora está enferma Lilí, y temo que sea la escarlatina. Sólo he salido para preguntar por Kitty. Por eso he venido en seguida, porque si es escarlatina ¡Dios nos libre!, quién sabe cuándo podré venir.
Después de marchar el médico, el Príncipe había salido de su despacho y, tras ofrecer la mejilla a Dolly para que se la besase, se dirigió a su mujer:
—¿Qué habéis decidido? ¿Ir al extranjero? ¿Y qué pensáis hacer conmigo?
—Creo que debes quedarte, Alejandro —respondió su esposa.
—Como queráis.
—Mamá, ¿y por qué no ha de venir papá con nosotras? —preguntó Kitty—. Estaríamos todos mejor.
El Príncipe se levantó y acarició los cabellos de Kitty. Ella alzó el rostro y le miró esforzándose en aparecer sonriente.
Le parecía a Kitty que nadie de la familia la comprendía tan bien como su padre, a pesar de lo poco que hablaba con ella. Por ser la menor de sus hijas, era ella la predilecta del Príncipe y Kitty pensaba que su mismo amor le hacía penetrar más en sus sentimientos.
Cuando su mirada encontró los ojos azules y bondadosos del Príncipe, que la consideraba atentamente, le pareció que aquella mirada la penetraba, descubriendo toda la tristeza que había en su interior.
Kitty se irguió, ruborizándose, y se adelantó hacia su padre esperando que la besara. Pero él se limitó a acariciar sus cabellos diciendo:
—¡Esos estúpidos postizos! Uno no puede ni acariciar a su propia hija. Hay que contentarse con pasar la mano por los cabellos de alguna señora difunta... ¿Qué hace tu «triunfador», Dolliñka? —preguntó a su hija mayor.
—Nada, papá —contestó ella, comprendiendo que se refería a su marido. Y agregó, con sonrisa irónica—: Está siempre fuera de casa. No le veo apenas.
—¿Todavía no ha ido a la finca a vender la madera?
—No... Siempre está preparándose para ir...
—Ya. ¡Preparándose para ir! ¡Habré yo también de hacer lo mismo! ¡Muy bien! —dijo dirigiéndose a su mujer, mientras se sentaba—. ¿Sabes lo que tienes que hacer, Kitty? —agregó, hablando a su hija menor—. Pues cualquier día en que luzca un buen sol te levantas diciendo: «Me siento completamente sana y alegre y voy a salir de paseo con papá, tempranito de mañana y a respirar el aire fresco». ¿Qué te parece?
Lo que había dicho su padre parecía muy sencillo, pero Kitty, al oírle, se turbó como un criminal cogido in fraganti.
«Sí: él lo sabe todo, lo comprende todo, y con esas palabras quiere decirme que, aunque lo pasado sea vergonzoso, hay que sobrevivir a la vergüenza».
Pero no tuvo fuerzas para contestar. Iba a decir algo y, de pronto, estalló en sollozos y salió corriendo de la habitación.
—¿Ves el resultado de tus bromas? —dijo la Princesa, enfadada—. Siempre serás el mismo... —añadió, y le espetó un discurso lleno de reproches.
El Príncipe escuchó durante largo rato las acusaciones de su esposa y callaba, pero su rostro adquiría una expresión cada vez más sombría.
—¡Se siente tan desgraciada la pobre, tan desgraciada! Y tú no comprendes que cualquier alusión a la causa de su sufrimiento la hace padecer. Parece imposible que pueda una equivocarse tanto con los hombres.
Por el cambio de tono de la Princesa, Dolly y el Príncipe adivinaron que se refería a Vronsky.
—No comprendo que no haya leyes que castiguen a las personas que obran de una manera tan innoble, tan bajamente.
—No quisiera ni oírte —dijo el Príncipe con seriedad, levantándose y como si fuera a marcharse, pero deteniéndose en el umbral—. Hay leyes, sí; las hay, mujer. Y si quieres saber quién es el culpable, te lo diré: tú y nadie más que tú. Siempre ha habido leyes contra tales personajes y las hay aún. ¡Sí, señora! Si no hubieran ido las cosas como no debían, si no hubieseis sido vosotras las primeras en introducirle en nuestra casa, yo, un viejo, habría sabido llevar a donde hiciera falta a ese lechuguino. Pero como las cosas fueron como fueron, ahora hay que pensar en curar a Kitty y en enseñarla a todos esos charlatanes.
El Príncipe parecía tener aún muchas cosas más por decir, pero apenas le oyó la Princesa hablar en aquel tono, ella, como hacía siempre tratándose de asuntos serios, se arrepintió y se humilló.
—Alejandro, Alejandro... —murmuró, acercándose a él, sollozante.
En cuanto ella comenzó a llorar, el Príncipe se calmó a su vez. Se aproximó también a su esposa.
—Basta, basta... Ya sé que sufres como yo. Pero ¿qué podemos hacer? No se trata en resumidas cuentas de un grave mal. Dios es misericordioso..., démosle gracias... —continuó sin saber ya lo que decía y contestando al húmedo beso de la Princesa que acababa de sentir en su mano. Luego salió de la habitación.
Cuando Kitty se fue llorando, Dolly comprendió que arreglar aquel asunto era propio de una mujer y se dispuso a entrar en funciones. Se quitó el sombrero y, arremangándose moralmente, si vale la frase, se aprestó a obrar. Mientras su madre había estado increpando a su padre, Dolly trató de contenerla tanto como el respeto se lo permitía. Durante el arrebato del Príncipe, se conmovió después con su padre viendo la bondad demostrada por él en seguida al ver llorar a la Princesa.
Cuando su padre hubo salido, resolvió hacer lo que más urgía: ver a Kitty y tratar de calmarla.
—Mamá: hace tiempo que quería decirle que Levin, cuando estuvo aquí la última vez, se proponía declararse a Kitty. Se lo dijo a Stiva.
—¿Y qué? No comprendo...
—Puede ser que Kitty le rechazara. ¿No te dijo nada ella?
—No, no me dijo nada de uno ni de otro. Es demasiado orgullosa, aunque me consta que todo es por culpa de aquél.
—Pero imagina que haya rechazado a Levin... Yo creo que no lo habría hecho de no haber pasado lo que yo sé. ¡Y luego el otro la engañó tan terriblemente!
La Princesa, asustada al recordar cuán culpable era ella con respecto a Kitty, se irritó.
—No comprendo nada. Hoy día todas quieren vivir según sus propias ideas. No dicen nada a sus madres, y luego...
—Voy a verla, mamá.
—Ve. ¿Acaso te lo prohíbo? —repuso su madre.
III
Al entrar en el saloncito de Kitty, una habitación reducida, exquisita, con muñecas vieux saxe, tan juvenil, rosada y alegre como la propia Kitty sólo dos meses antes, Dolly recordó con cuánto cariño y alegría habían arreglado las dos el año anterior aquel saloncito.
Vio a Kitty sentada en la silla baja más próxima a la puerta, con la mirada inmóvil fija en un punto del tapiz, y el corazón se le oprimió.
Kitty miró a su hermana sin que se alterase la fría y casi severa expresión de su rostro.
—Ahora me voy a casa y no saldré de ella en muchos días; tampoco tú podrás venir a verme —dijo Daria Alejandrovna, sentándose a su lado—. Así que quisiera hablarte.
—¿De qué? —preguntó Kitty inmediatamente, algo alarmada y levantando la cabeza.
—¿De qué quieres que sea, sino del disgusto que pasas?
—No paso ningún disgusto.
—Basta, Kitty. ¿Crees acaso que no lo sé? Lo sé todo. Y créeme que es poca cosa. Todas hemos pasado por eso.
Kitty callaba, conservando la severa expresión de su rostro.
—¡No se merece lo que sufres por él! —continuó Daria Alejandrovna, yendo derecha al asunto.
—¡Me ha despreciado! —dijo Kitty con voz apagada—. No me hables de eso, te ruego que no me hables...
—¿Quién te lo ha dicho? No habrá nadie que lo diga. Estoy segura de que te quería y hasta de que te quiere ahora, pero...
—¡Lo que más me fastidia son estas compasiones! —exclamó Kitty de repente. Se agitó en la silla, se ruborizó y movió irritada los dedos, oprimiendo la hebilla del cinturón que tenía entre las manos.
Dolly conocía aquella costumbre de su hermana de coger la hebilla, ora con una, ora con otra mano, cuando estaba irritada. Sabía que en aquellos momentos Kitty era muy capaz de perder la cabeza y decir cosas superfluas y hasta desagradables, y habría querido calmarla, pero ya era tarde.
—¿Qué es, dime, qué es, lo que quieres hacerme comprender? —dijo Kitty rápidamente—. ¿Que estuve enamorada de un hombre a quien yo le tenía sin cuidado y que ahora me muero de amor por él? ¡Y eso me lo dice mi hermana pensando probarme de este modo su simpatía y su piedad! ¡Para nada necesito esa piedad ni esa simpatía!
—No eres justa, Kitty.
—¿Por qué me atormentas?
—Al contrario: veo que estás afligida, y...
Pero Kitty, en su irritación, ya no la escuchaba.
—No tengo por qué afligirme ni consolarme. Soy lo bastante orgullosa para no permitirme jamás amar a un hombre que no me quiere.
—Pero si no te digo nada de eso —repuso Dolly con suavidad—. Dime sólo una cosa —añadió tomándole la mano—: ¿te habló Levin?
El nombre de Levin pareció hacer perder a Kitty la poca serenidad que le quedaba. Saltó de la silla y, arrojando al suelo el cinturón que tenía en las manos, habló, haciendo rápidos gestos:
—¿Qué tiene que ver Levin con todo esto? No comprendo qué necesidad tienes de martirizarme. He dicho, y lo repito, que soy demasiado orgullosa y que nunca nunca haré lo que tú haces de volver con el hombre que te ha traicionado, que ama a otra mujer. ¡Eso yo no lo comprendo! ¡Tú puedes hacerlo, pero yo no!
Y, al decir estas palabras, Kitty miró a su hermana y, viendo que bajaba la cabeza tristemente, en vez de salir de la habitación, como se proponía, se sentó junto a la puerta y, tapándose el rostro con el pañuelo, inclinó la cabeza.
El silencio se prolongó algunos instantes. Dolly pensaba en sí misma. Su humillación constante se reflejó en su corazón con más fuerza ante las palabras de su hermana. No esperaba de Kitty tanta crueldad y ahora se sentía ofendida.
Pero, de pronto, percibió el roce de un vestido, el rumor de un sollozo reprimido... Unos brazos enlazaron su cuello.
—¡Soy tan desventurada, Dolliñka! —exclamó Kitty, como confesando su culpa.
Y aquel querido rostro, cubierto de lágrimas, se ocultó entre los pliegues del vestido de Daria Alejandrovna.
Como si aquellas lágrimas hubiesen sido el aceite sin el cual no pudiese marchar la máquina de la recíproca comprensión entre las dos hermanas, éstas, después de haber llorado, hablaron no sólo de lo que las preocupaba, sino también de otras cosas, y se comprendieron. Kitty veía que las palabras dichas a su hermana en aquel momento de acaloramiento, sobre las infidelidades de su marido y la humillación que implicaban, la habían herido en lo más profundo, no obstante lo cual la perdonaba.
Y a su vez Dolly comprendió cuanto quería saber: comprendió que sus presunciones estaban justificadas, que la amargura, la incurable amargura de Kitty, consistía en que había rehusado la proposición de Levin para luego ser engañada por Vronsky; y comprendió también que Kitty ahora estaba a punto de odiar a Vronsky y amar a Levin.
Sin embargo, Kitty no había dicho nada de todo ello, sino que se había limitado a referirse a su estado de ánimo.
—No tengo pena alguna —dijo la joven cuando se calmó—. Pero ¿comprendes que todo se ha vuelto monótono y desagradable para mí, que siento repugnancia de todo y que la siento hasta de mí misma? No puedes figurarte las ideas tan horribles que me inspira todo.
—¿Qué ideas horribles pueden ser ésas? —preguntó Dolly con una sonrisa.
—Las peores y más repugnantes. No sé cómo explicártelo. Ya no es aburrimiento ni nostalgia, sino algo peor. Parece que cuanto había en mí de bueno se ha eclipsado y que sólo queda lo malo. ¿Cómo hacértelo comprender? —continuó al ver dibujarse la perplejidad en los ojos de su hermana—. Si papá habla, me parece que quiere darme a entender que lo que debo hacer es casarme. Si mamá me lleva a un baile, se me figura que lo hace pensando en casarme cuanto antes para deshacerse de mí. Y aunque sé que no es así, no puedo apartar de mi mente tales pensamientos... No puedo ni ver a eso que se llama «un pretendiente». Me parece que me examinan para medirme. Antes me era agradable ir a cualquier sitio en traje de noche, me admiraba a mí misma... Pero ahora me siento cohibida y avergonzada. ¿Qué quieres? Con todo me sucede igual... El médico, ¿sabes...?
Y Kitty calló, turbada. Quería seguir hablando y decir que desde que había empezado a experimentar aquel cambio, Esteban Arkadievich le era particularmente desagradable y no podía verle sin que le asaltasen los más bajos pensamientos.
—Todo se me presenta bajo su aspecto más vil y más grosero —continuó—, y ésa es mi enfermedad. Quizá se me pase luego...
—¡No pienses esas cosas!
—No puedo evitarlo. Sólo me siento a gusto entre los niños. Por eso sólo me encuentro bien en tu casa.
—Lamento que no puedas ir a ella por ahora.
—Sí iré. Ya he padecido la escarlatina. Pediré permiso a mamá.
Kitty insistió hasta que logró que su madre la dejara ir a vivir a casa de su hermana. Mientras duró la escarlatina, que efectivamente padecieron los niños, estuvo cuidándoles. Las dos hermanas lograron salvar a los seis niños, pero la salud de Kitty no mejoraba y, por la Cuaresma, los Scherbazky marcharon al extranjero.
IV
La gran sociedad de San Petersburgo es, en rigor, un círculo en el que todos se conocen y se visitan mutuamente. Mas ese amplio círculo posee sus subdivisiones.
Así, Ana Arkadievna tenía relaciones en tres diferentes sectores: uno en el ambiente oficial de su marido, con sus colaboradores y subordinados, unidos y separados de la manera más extraña en el marco de las circunstancias sociales. En la actualidad, Ana difícilmente recordaba aquella especie de religioso respeto que sintiera al principio hacia aquellas personas. Conocía ya a todos como se conoce a la gente en una pequeña ciudad provinciana. Sabía las costumbres y debilidades de cada uno, dónde les apretaba el zapato, cuáles eran sus relaciones mutuas y, con respecto al centro principal, no ignoraba dónde encontraban apoyo, ni cómo ni por qué lo encontraban, ni en qué puntos coincidían o divergían entre ellos.
Pero aquel círculo de intereses políticos y varoniles no la había interesado nunca y a pesar de los consejos de la condesa Lidia Ivanovna procuraba frecuentarlo lo menos posible.
Otro círculo vecino a Ana era aquel a través del cual hiciera su carrera Alexis Alejandrovich. La condesa Lidia Ivanovna era el centro de aquel círculo. Se trataba de una sociedad de mujeres feas, viejas y muy religiosas y de hombres inteligentes, sabios y ambiciosos.
Cierto hombre de talento que pertenecía a aquel círculo lo denominaba «la conciencia de la sociedad de San Petersburgo». Alexis Alejandrovich estimaba mucho aquel ambiente y Ana, que sabía granjearse las simpatías de todos, encontró en tal medio muchos amigos en los primeros tiempos de su vida en la capital. Pero a su regreso de Moscú aquella sociedad se le hizo insoportable. Le parecía que allí todos fingían, como ella, y se sentía tan aburrida y a disgusto en aquel mundillo que procuró visitar lo menos posible a la condesa Lidia Ivanovna.
El tercer círculo en que Ana tenía relaciones era el gran mundo propiamente dicho, el de los bailes, el de los vestidos elegantes, el de los banquetes, mundo que se apoya con una mano en la Corte para no rebajarse hasta ese semimundo que los miembros de aquél pensaban despreciar, pero con el que tenían no ya semejanza, sino identidad de gustos.
Ana mantenía relaciones con este círculo mediante la princesa Betsy Tverskaya, esposa de su primo hermano, mujer con ciento veinte mil rublos de renta y que, desde la primera aparición de Ana en su ambiente, la quiso, la halagó y la arrastró con ella, burlándose del círculo de la condesa Lidia Ivanovna.
—Cuando sea vieja, yo seré como ellas —decía Betsy—, pero usted, que es joven y bonita, no debe ingresar en ese asilo de ancianos.
Al principio, Ana había evitado el ambiente de la Tverskaya, por exigir más gastos de los que podía permitirse y también porque en el fondo daba preferencia al primero de aquellos círculos. Pero desde su viaje a Moscú ocurría lo contrario: huía de sus amigos intelectuales y frecuentaba el gran mundo.
Solía hallar en él a Vronsky y tales encuentros le producían una emocionada alegría. Con frecuencia le veía en casa de Betsy, Vronskaya de nacimiento y prima de Vronsky.
El joven acudía a todos los sitios donde podía encontrar a Ana y le hablaba de su amor siempre que se presentaba ocasión para ello.
Ana no le daba esperanzas, pero en cuanto le veía se encendía en su alma aquel sentimiento vivificador que experimentara en el vagón el día en que le viera por primera vez. Tenía la sensación precisa de que, al verle, la alegría iluminaba su rostro y le dilataba los labios en una sonrisa, y que le era imposible dominar la expresión de aquella alegría.
Al principio, Ana se creía de buena fe molesta por la obstinación de Vronsky en perseguirla. Mas, a poco de volver de Moscú y después de haber asistido a una velada en la que, contando encontrarle, no le encontró, hubo de reconocer, por la tristeza que experimentaba, que se engañaba a sí misma, y que las asiduidades de Vronsky no sólo no le desagradaban, sino que constituían todo el interés de su vida.
*
La célebre artista cantaba por segunda vez y toda la alta sociedad se hallaba reunida en el teatro.
Vronsky, viendo a su prima desde su butaca de primera fila, pasó a su palco sin esperar el entreacto.
—¿Cómo no vino usted a comer? —preguntó Betsy.
Y añadió con una sonrisa, de modo que sólo él la pudiera entender:
—Me admira la clarividencia de los enamorados. Ella no estaba. Pero venga cuando acabe la ópera.
Vronsky la miró, inquisitivo. Ella bajó la cabeza. Agradeciendo su sonrisa, él se sentó junto a Betsy.
—¡Cómo me acuerdo de sus burlas! —continuó la Princesa, que encontraba particular placer en seguir el desarrollo de aquella pasión—. ¿Qué queda de lo que usted decía antes? ¡Le han atrapado, querido!
—No deseo otra cosa que eso —repuso Vronsky, con su sonrisa tranquila y benévola—. Sólo me quejo, a decir verdad, de no estar más atrapado... Empiezo a perder la esperanza.
—¿Qué esperanza puede usted tener? —dijo Betsy, como enojada de aquella ofensa a la virtud de su amiga—. Entendons-nous...
Pero en sus ojos brillaba una luz indicadora de que sabía tan bien como Vronsky la esperanza a que éste se refería.
—Ninguna —repuso él, mostrando, al sonreír, sus magníficos dientes—. Perdón —añadió, tomando los gemelos de su prima y contemplando por encima de sus hombros desnudos la hilera de los palcos de enfrente—.Temo parecer un poco ridículo...
Sabía bien que a los ojos de Betsy y las demás personas del gran mundo no corría el riesgo de parecer ridículo. Le constaba que ante ellos puede ser ridículo el papel de enamorado sin esperanzas de una joven o de una mujer libre. Pero el papel de cortejar a una mujer casada, persiguiendo como fin llevarla al adulterio, aparecía ante todos, y Vronsky no lo ignoraba, como algo magnífico, grandioso, nunca ridículo.
Así, dibujando bajo su bigote una sonrisa orgullosa y alegre, bajó los gemelos y miró a su prima:
—¿Por qué no vino a comer? —preguntó Betsy, mirándole a su vez.
—Me explicaré... Estuve ocupado... ¿Sabe en qué? Le doy cien o mil oportunidades de adivinarlo y estoy seguro de que no acierta. Estaba poniendo paz entre un esposo y su ofensor. Sí, en serio...
—¿Y lo ha conseguido?
—Casi.
—Tiene que contármelo —dijo ella, levantándose—. Venga al otro entreacto.
—Imposible. Me marcho al teatro Francés.
—¿No se queda a oír a la Nilson? —exclamó Betsy, horrorizada, al considerarle incapaz de distinguir a la Nilson de una corista cualquiera.
—¿Y qué voy a hacer, pobre de mí? Tengo una cita allí relacionada con esa pacificación.
—Bienaventurados los pacificadores, porque ellos serán salvados —dijo Betsy, recordando algo parecido dicho por alguien—. Entonces, siéntese y cuénteme ahora. ¿De qué se trata?
Y Betsy, a su vez, se sentó de nuevo.
V
—Aunque es un poco indiscreto, tiene tanta gracia que ardo en deseos de relatarlo —dijo Vronsky, mirándola con ojos sonrientes—. Pero no daré nombres.
—Yo los adivinaré, y será aún mejor.
—Escuche, pues: en un coche iban dos jóvenes caballeros muy alegres.
—Naturalmente, oficiales de su regimiento.
—No hablo de dos oficiales, sino de dos jóvenes que han comido bien.
—Traduzcamos que han bebido bien.
—Quizá. Van a casa de un amigo con el ánimo más optimista. Y ven que una mujer muy bonita les adelanta en un coche de alquiler, vuelve la cabeza y, o así se lo parece al menos, les sonríe y saluda. Como es de suponer, la siguen. Los caballos van a todo correr. Con gran sorpresa suya la joven se apea ante la misma puerta de la casa adonde ellos van. La bella sube corriendo al piso alto. Sólo han visto de ella sus rojos labios bajo el velillo y los piececitos admirables.
—Me lo cuenta usted con tanto entusiasmo que no parece sino que era usted uno de los dos jóvenes.
—¿Olvida usted lo que me ha prometido? Los jóvenes entran en casa de su amigo y asisten a una comida de despedida de soltero. Entonces es seguro que beben, y probablemente demasiado, como siempre sucede en comidas semejantes. En la mesa preguntan por las personas que viven en la misma casa. Pero nadie lo sabe y únicamente el criado del anfitrión, interrogado sobre si habitan arriba mademoiselles, contesta que en la casa hay muchas. Después de comer, los dos jóvenes se dirigen al despacho del anfitrión y escriben allí una carta a la desconocida. Es una carta pasional, una declaración amorosa. Una vez escrita, ellos mismos la llevan arriba a fin de explicar en persona lo que pudiera quedar confuso en el escrito.
—¿Cómo se atreve usted a contarme tales horrores? ¿Y qué pasó?
—Llaman. Sale una muchacha, le entregan la carta y le afirman que están tan enamorados que van a morir allí mismo, ante la puerta. Mientras la chica, que no comprende nada, parlamenta con ellos, sale un señor con patillas en forma de salchichones y rojo como un cangrejo, quien les declara que en la casa no vive nadie más que su mujer y les echa de allí.
—¿Cómo sabe usted que tiene las patillas en forma de salchichones?
—Escúcheme y lo sabrá. Hoy he ido para reconciliarles.
—¿Y qué ha pasado?
—Aquí viene lo más interesante. Resulta que se trata de dos excelentes esposos: un consejero titular y la señora consejera titular. El consejero presenta una denuncia y yo me convierto en conciliador. ¡Y qué conciliador! Le aseguro que el propio Talleyrand quedaba pequeñito a mi lado.
—¿Surgieron dificultades?
—Escuche, escuche... Se pide perdón en toda regla: «Estamos desesperados; le rogamos que perdone la enojosa equivocación...». El consejero titular empieza a ablandarse, trata de expresar sus sentimientos y, apenas comienza a hacerlo, se irrita y empieza a decir groserías. Tengo, pues, que volver a poner en juego mi talento diplomático. «Reconozco que la conducta de esos dos señores no fue correcta, pero le ruego que tenga en cuenta su error, su juventud. No olvide, además, que ambos salían de una opípara comida, y... Ya me comprende usted. Ellos se arrepienten con toda su alma y yo le ruego que les perdone». El consejero vuelve a ablandarse: «Conforme; estoy dispuesto a perdonarles, pero comprenda que mi mujer, una mujer honrada, ha soportado las persecuciones, groserías y audacias de dos estúpidos mozalbetes... ¿Comprende usted? Aquellos mozalbetes estaban allí mismo y yo tenía que reconciliarles. Otra vez empleo mi diplomacia y otra vez, al ir a terminar el asunto, mi consejero titular se irrita, se pone rojo, se le erizan las patillas... y una vez más me veo obligado a recurrir a las sutilezas diplomáticas...».
—¡Tengo que contarle esto! —dice Betsy a una señora que entró en aquel instante en su palco—. Me ha hecho reír mucho. Bonne chance! —le dijo a Vronsky, tendiéndole el único dedo que le dejaba libre el abanico y bajándose el corsé, que se le había subido al sentarse, con un movimiento de hombros, a fin de que éstos quedasen completamente desnudos al acercarse a la barandilla del palco, bajo la luz del gas, a la vista de todos.
Vronsky se fue al teatro Francés, donde estaba citado, en efecto, con el coronel de su regimiento, que jamás dejaba de asistir a las funciones de aquel teatro, y al que debía informar del estado de la reconciliación, que le ocupaba y divertía desde hacía tres días.
En aquel asunto andaban mezclados Petrizky, por quien sentía gran afecto, y otro, un nuevo oficial, buen mozo y buen camarada, el joven príncipe Kedrov; pero, sobre todo, andaba con él comprometido el buen nombre del regimiento. Los dos muchachos pertenecían al escuadrón de Vronsky. Un funcionario llamado Venden, consejero titular, acudió al comandante quejándose de dos oficiales que ofendieron a su mujer. Venden contó que llevaba medio año casado. Su joven esposa se hallaba en la iglesia con su madre y, sintiéndose mal a causa de su estado, no pudo permanecer en pie por más tiempo y se fue a casa en el primer coche de alquiler de lujo que encontró.
Al verla en el coche, dos oficiales jóvenes comenzaron a seguirla. Ella se asustó y, sintiéndose peor aún, subió corriendo la escalera. El mismo Venden, que volvía de su oficina, sintió el timbre y voces; salió y halló a los dos oficiales con una carta en la mano.
Él los echó de su casa y ahora pedía al coronel que les impusiera un castigo ejemplar.
—Diga usted lo que quiera, este Petrizky se está poniendo imposible —había manifestado el coronel a Vronsky—. No pasa una semana sin armarla. Y este empleado no va a dejar las cosas así. Quiere llevar el asunto hasta el fin.
Vronsky comprendía la gravedad del asunto, reconocía que en aquel caso no había lugar a duelo y se daba cuenta de que era preciso poner todo lo posible por su parte para calmar al consejero y liquidar el asunto.
El coronel había llamado a Vronsky precisamente por considerarle hombre inteligente y caballeroso y constarle que estimaba en mucho el honor del regimiento. Después de haber discutido sobre lo que se podía hacer, ambos habían resuelto que Petrizky y Kedrov, acompañados por Vronsky, fueran a presentar sus excusas al consejero titular.
Tanto Vronsky como el coronel habían pensado en que el nombre de Vronsky y su categoría de ayudante de campo, habían de influir mucho en apaciguar al funcionario ofendido. Y, en efecto, aquellos títulos tuvieron su eficacia, pero el resultado de la conciliación había quedado dudoso.
Ya en el teatro Francés, Vronsky salió con el coronel al fumadero y le dio cuenta del resultado de su gestión.
El coronel, después de haber reflexionado, resolvió dejar el asunto sin consecuencias. Luego, para divertirse, comenzó a interrogar a Vronsky sobre los detalles de su entrevista.
Durante largo rato el coronel no pudo contener la risa; pero lo que le hizo reír más fue oír cómo el consejero titular, tras parecer calmado, volvía a irritarse de nuevo al recordar los detalles del incidente, y cómo Vronsky, aprovechando la última palabra de semirreconciliación, emprendió la retirada empujando a Petrizky delante de él.
—Es una historia muy desagradable, pero muy divertida. Kedrov no puede batirse con ese señor. ¿De modo que se enfurecía mucho? —preguntó una vez más.
Y agregó, refiriéndose a la nueva bailarina francesa:
—¿Qué me dice usted de Claire? ¡Es una maravilla! Cada vez que se la ve parece distinta. Sólo los franceses son capaces de eso.
VI
La princesa Betsy salió del teatro sin esperar el fin del último acto.
Apenas hubo entrado en su tocador y empolvado su ovalado y pálido rostro, revisado su vestido y, después de haber ordenado que sirvieran el té en el salón principal, comenzaron a llegar coches a su amplia casa de la calle Bolchaya Morskaya.
Los invitados afluían al ancho portalón y el corpulento portero, que por la mañana leía los periódicos tras la inmensa puerta vidriera para la instrucción de los transeúntes, abría la misma puerta, con el menor ruido posible, para dejar paso franco a los que llegaban.
Casi a la vez entraron por una puerta la dueña de la casa, con el rostro ya arreglado y el peinado compuesto, y por otra sus invitados, en el gran salón de oscuras paredes, con sus espejos y mullidas alfombras y su mesa inundada de luz de bujías, resplandeciente con el blanco mantel, la plata del samovar y la transparente porcelana del servicio de té.
La dueña se instaló ante el samovar y se quitó los guantes. Los invitados, tomando sus sillas con ayuda de los discretos lacayos, se dispusieron en dos grupos: uno al lado de la dueña, junto al samovar; otro en un lugar distinto del salón, junto a la bella esposa de un embajador, vestida de terciopelo negro, con negras cejas muy señaladas.
Como siempre, en los primeros momentos la conversación de ambos grupos era poco animada y frecuentemente interrumpida por los encuentros, saludos y ofrecimientos de té, cual si se buscara el tema en que debía generalizarse la charla.
—Es una magnífica actriz. Se ve que ha seguido bien la escuela de Kaulbach —decía el diplomático a los que estaban en el grupo de su mujer—. ¿Han visto ustedes con qué arte se desplomó?
—¡Por favor, no hablemos de la Nilson! ¡Ya no hay nada nuevo que decir de ella! —exclamó una señora gruesa, colorada, sin cejas ni pestañas, vestida con un traje de seda muy usado.
Era la princesa Miágkaya, muy conocida por su trato brusco y natural y a la que llamaban l’enfant terrible.
La Miágkaya se sentaba entre los dos grupos, escuchando y tomando parte en las conversaciones de ambos.
—Hoy me han repetido tres veces la misma frase referente a Kaulbach, como puestos de acuerdo. No sé por qué les gusta tanto esa frase.
Este comentario interrumpió aquella conversación y hubo de buscarse un nuevo tema.
—Cuéntanos algo gracioso... pero no inmoral —dijo la mujer del embajador, muy experta en esa especie de conversación frívola que los ingleses llaman small-talk, dirigiéndose al diplomático, que tampoco sabía de qué hablar.
—Eso es muy difícil, porque, según dicen, sólo lo inmoral resulta divertido —empezó él, con una sonrisa—. Pero probaré... Denme un tema. El toque está en el tema. Si se encuentra tema, es fácil glosarlo. Pienso a menudo que los célebres conversadores del siglo pasado se verían embarazados ahora para poder hablar con agudeza. Todo lo agudo resulta en nuestros días aburrido.
—Eso ya se ha dicho hace tiempo —interrumpió la mujer del embajador con una sonrisa.
La conversación empezó con mucha corrección, pero precisamente por exceso de corrección se volvió a encallar.
Hubo, pues, que recurrir al remedio seguro, a lo que nunca falla: la maledicencia.
—¿No encuentran ustedes que Tuchkevich tiene cierto «estilo Luis XV»? —preguntó el embajador, mostrando con los ojos a un guapo joven rubio que estaba próximo a la mesa.
—¡Oh, sí! Es del mismo estilo que este salón. Por eso viene tan a menudo.
Esta conversación se sostuvo, pues, porque no consistía sino en alusiones sobre un tema que no podía tratarse alternativamente: las relaciones entre Tuchkevich y la dueña de la casa.
Entre tanto, en torno al samovar, la conversación, que al principio languidecía y sufría interrupciones mientras se trató de temas de actualidad política, teatral y otros semejantes, ahora se había reanimado también al entrar de lleno en el terreno de la murmuración.
—¿No han oído ustedes decir que la Maltischeva —no la hija, sino la madre— se hace un traje diable rose?
—¿Es posible...? ¡Sería muy divertido!
—Me extraña que con su inteligencia —porque no tiene nada de tonta— no se dé cuenta del ridículo que hace.
Todos tenían algo que decir y criticar de la pobre Maltischeva, y la conversación chisporroteaba alegremente como una hoguera encendida.
Al enterarse de que su mujer tenía invitados, el marido de la princesa Betsy, hombre grueso y bondadoso, gran coleccionista de grabados, entró en el salón antes de irse al círculo.
Avanzando sin ruido sobre la espesa alfombra, se acercó a la princesa Miágkaya.
—¿Qué? ¿Le gustó la Nilson? —le preguntó.
—¡Qué modo de acercarse a la gente! ¡Vaya un susto que me ha dado! —contestó ella—. No me hable de la ópera, por favor: no entiende usted nada de música. Será mejor que descienda... yo hasta usted y le hablé de mayólicas y grabados. ¿Qué tesoros ha comprado recientemente en el encante?
—¿Quiere que se los enseñe? ¡Pero usted no entiende nada de esas cosas!
—Enséñemelas, sí. He aprendido con esos..., ¿cómo les llaman?..., esos banqueros que tienen tan hermosos grabados. Me han enseñado a apreciarlos
—¿Ha estado usted en casa de los Chuzburg? —preguntó Betsy, desde su sitio junto al samovar.
—Estuve, ma chère. Nos invitaron a comer a mi marido y a mí. Según me han contado, sólo la salsa de esa comida les costó mil rublos —comentó en alta voz la Miágkaya—. Y por cierto que la salsa —un líquido verduzco— no valía nada. Yo tuve que invitarles a mi vez, hice una salsa que me costó ochenta y cinco copecks1, y todos tan contentos. ¡Yo no puedo aderezar salsas de mil rublos!
—¡Es única en su estilo! —exclamó la dueña, refiriéndose a la Miágkaya.
—Incomparable —convino alguien.
El enorme efecto que producían infaliblemente las palabras de la Miágkaya consistía en que lo que decía, aunque no siempre muy oportuno, como ahora, eran siempre cosas sencillas y llenas de buen sentido.
En el círculo en que se movía, sus palabras producían el efecto del chiste más ingenioso. La princesa Miágkaya no podía comprender la causa de ello, pero conocía el efecto y lo aprovechaba.
Para escucharla, cesó la conversación en el grupo de la mujer del embajador. La dueña de la casa quiso aprovechar la ocasión para unir los dos grupos en uno y se dirigió a la embajadora.
—¿No toma usted el té, por fin? Porque en este caso podría sentarse con nosotros.
—No. Estamos muy bien aquí —repuso, sonriendo, la esposa del diplomático.
Y continuó la conversación iniciada.
Se trataba de una charla muy agradable. Criticaban a los Karenin, mujer y marido.
—Ana ha cambiado mucho desde su viaje a Moscú. Hay algo raro en ella —decía su amiga.
—El cambio esencial consiste en que ha traído a sus talones, como una sombra, a Alexis Vronsky —dijo la esposa del embajador.
—No hay nada de malo en eso. Según una narración de Grimm, cuando un hombre carece de sombra es que se la han quitado en castigo de alguna culpa. Nunca he podido comprender en qué consiste ese castigo. Pero para una mujer debe de ser muy agradable vivir sin sombra.
—Las mujeres con sombra terminan mal generalmente —contestó una amiga de Ana.
—Calle usted la boca —dijo la princesa Miágkaya de repente al oír hablar de Ana—. La Karenina es una excelente mujer y una buena amiga. Su marido no me gusta, pero a ella la quiero mucho.
—¿Y por qué a su marido no? Es un hombre notable —dijo la embajadora—. Según mi esposo, en Europa hay pocos estadistas de tanta capacidad como él.
—Lo mismo dice el mío, pero yo no lo creo —repuso la princesa Miágkaya—. De no haber hablado nuestros maridos, nosotros habríamos visto a Alexis Alejandrovich tal como es. Y en mi opinión no es más que un tonto. Lo digo en voz baja, sí; pero ¿no es verdad que, considerándole de ese modo, ya nos parece todo claro? Antes, cuando me forzaban a considerarle un hombre inteligente, por más que hacía, no lo encontraba, y, no viendo por ninguna parte su inteligencia, terminaba por aceptar que la tonta debía de ser yo. Pero en cuanto me dije: es un tonto —y lo dijo en voz baja—, todo se hizo claro para mí. ¿No es así?
—¡Qué cruel está usted hoy!
—Nada de eso. Pero no hay otro remedio. Uno de los dos, o él o yo, somos tontos. Y ya es sabido que eso no puede una decírselo a sí misma.
—Nadie está contento con lo que tiene y, no obstante, todos están satisfechos de su inteligencia —dijo el diplomático recordando un verso francés.
—Sí, sí, eso es —dijo la princesa Miágkaya, con precipitación—. Pero lo que importa es que no les entrego a Ana para que la despellejen. ¡Es tan simpática, tan agradable! ¿Qué va a hacer si todos se enamoran de ella y la siguen como sombras?
—Yo no me proponía atacarla —se defendió la amiga de Ana.
—Si usted no tiene sombras que la sigan, eso no le da derecho a criticar a los demás.
Y tras esta lección a la amiga de Ana, la princesa Miágkaya se levantó y se dirigió al grupo próximo a la mesa donde estaba la embajadora.
La conversación allí giraba en aquel momento en torno al rey de Prusia.
—¿A quién estaban criticando? —preguntó Betsy.
—A los Karenin. La Princesa ha hecho una definición de Alexis Alejandrovich muy característica —dijo la embajadora sonriendo.
Y se sentó a la mesa.
—Siento no haberles oído —repuso la dueña de la casa, mirando a la puerta—. ¡Vaya: al fin ha venido usted! —dijo dirigiéndose a Vronsky, que llegaba en aquel momento.
Vronsky no sólo conocía a todos los presentes, sino que incluso los veía a diario. Por eso entró con toda naturalidad, como cuando se penetra en un sitio donde hay personas de las cuales se ha despedido uno un momento antes.
—¿Que de dónde vengo? —contestó a la pregunta de la embajadora—. ¡Qué hacer! No hay más remedio que confesar que llego de la ópera bufa. Cien veces he estado allí y siempre vuelvo con placer. Es una maravilla. Sé que es una vergüenza, pero en la ópera me duermo y en la ópera bufa estoy hasta el último momento muy a gusto... Hoy...
Mencionó a la artista francesa e iba a contar algo referente a ella, pero la mujer del embajador le interrumpió con cómico espanto.
—¡Por Dios, no nos cuente horrores!
—Bien; me callo, tanto más cuanto que todos los conocen.
—Y todos hubieran ido allí si fuese una cosa tan admitida como ir a la ópera —afirmó la princesa Miágkaya.
VII
Se oyeron pasos cerca de la puerta de entrada. Betsy, reconociendo a la Karenina, miró a Vronsky.
Él dirigió la vista a la puerta y en su rostro se dibujó una expresión extraña, nueva. Miró fijamente, con alegría y timidez, a la que entraba. Luego se levantó con lentitud.
Ana entró en el salón muy erguida, como siempre, y, sin mirar a los lados, con el paso rápido, firme y ligero que la distinguía de las otras damas del gran mundo, recorrió la distancia que la separaba de la dueña de la casa.
Estrechó la mano a Betsy, sonrió y al sonreír volvió la cabeza hacia Vronsky, quien la saludó en voz muy baja y le ofreció una silla.
Ella contestó con una simple inclinación de cabeza, ruborizándose y arrugando el entrecejo. Luego, estrechando las manos que se le tendían y saludando con la cabeza a los conocidos, se dirigió a la dueña.
—Estuve en casa de la condesa Lidia. Me proponía venir más temprano, pero me quedé allí más tiempo del que quería. Estaba sir John. Es un hombre muy interesante...
—¡Ah, el misionero!
—Contaba cosas interesantísimas sobre la vida de los pieles rojas.
La conversación, interrumpida por la llegada de Ana, renacía otra vez como la llama al soplo del viento.
—¡Sir John! Sí, sir John. Le he visto. Habla muy bien. La Vlasieva está enamorada de él.
—¿Es cierto que la Vlasieva joven se casa con Topar?
—Sí. Dicen que es cosa decidida.
—Me parece extraño por parte de sus padres, pues según las gentes es un matrimonio por amor.
—¿Por amor? ¡Tiene usted ideas antediluvianas! ¿Quién se casa hoy por amor? —dijo la embajadora.
—¿Qué vamos a hacerle? Esta antigua costumbre, por estúpida que sea, sigue aún de moda —repuso Vronsky.
—Peor para los que la siguen... Los únicos matrimonios felices que yo conozco son los de conveniencia.
—Sí; pero la felicidad de los matrimonios de conveniencia queda muchas veces desvanecida como el polvo, precisamente porque aparece esta pasión en la cual no creían —replicó Vronsky.
—Nosotros llamamos matrimonios de conveniencia a aquellos que se celebran cuando el marido y la mujer están ya cansados de la vida. Es como la escarlatina, que todos deben pasar por ella.
—Entonces hay que aprender a hacerse una inoculación artificial de amor, una especie de vacuna...
—Yo, de joven, estuve enamorada del sacristán —dijo la Miágkaya—. No sé si eso me sería útil.
—Bromas aparte, creo que, para conocer bien el amor, hay que equivocarse primero y corregir después la equivocación —dijo la princesa Betsy.
—¿Incluso después del matrimonio? —preguntó la esposa del embajador con un ligero tono de burla.
—Nunca es tarde para arrepentirse —alegó el diplomático recordando el proverbio inglés.
—Precisamente —afirmó Betsy— es así como hay que equivocarse para corregir la equivocación. ¿Qué opina usted de eso? —preguntó a Ana, que con leve pero serena sonrisa escuchaba la conversación.
—Yo pienso —dijo Ana, jugueteando con uno de sus guantes que se había quitado—, yo pienso que hay tantos cerebros como cabezas y tantas clases de amor como corazones.
Vronsky miraba a Ana, esperando sus palabras con el pecho oprimido. Cuando ella hubo hablado, respiró, como si hubiese pasado un gran peligro.
Ana, de improviso, se dirigió a él:
—He recibido carta de Moscú. Me dicen que Kitty Scherbazky está seriamente enferma.
—¿Es posible? —murmuró Vronsky frunciendo las cejas.
Ana le miró con gravedad.
—¿No le interesa la noticia?
—Al contrario, me interesa mucho. ¿Puedo saber concretamente lo que le dicen? —preguntó él.
Ana, levantándose, se acercó a Betsy.
—Deme una taza de té —dijo, parándose tras su silla.
Mientras Betsy vertía el té, Vronsky se acercó a Ana.
—¿Qué le dicen? —repitió.
—Yo creo que los hombres no saben lo que es nobleza, aunque siempre están hablando de ello —comentó Ana sin contestarle—. Hace tiempo que quería decirle esto —añadió.
Y, dando unos pasos, se sentó ante una mesa llena de álbumes que había en un rincón.
—No comprendo bien lo que quieren decir sus palabras —dijo Vronsky, ofreciéndole la taza.
Ella miró el diván que había a su lado y Vronsky se sentó en él inmediatamente.
—Quería decirle —continuó ella sin mirarle— que ha obrado usted mal, muy mal.
—¿Y cree usted que no sé que he obrado mal? Pero ¿cuál ha sido la causa de que haya obrado de esta manera?
—¿Por qué me dice eso? —repuso Ana mirándole con severidad.
—Usted sabe por qué —contestó él, atrevido y alegre, encontrando la mirada de Ana y sin apartar la suya.
No fue él sino ella la confundida.
—Eso demuestra que usted no tiene corazón —dijo Ana.
Pero la expresión de sus ojos daba a entender que sabía bien que él tenía corazón y que precisamente por ello le temía.
—Eso a que usted aludía hace un momento era una equivocación, no era amor.
—Recuerde que le he prohibido pronunciar esta palabra, esta repugnante palabra —dijo Ana, estremeciéndose imperceptiblemente.
Pero comprendió en seguida que con la palabra «prohibido» daba a entender que se reconocía con ciertos derechos sobre él y que, por lo mismo, le animaba a hablarle de amor.
Ana continuó mirándole fijamente a los ojos, con el rostro encendido por la animación:
—Hoy he venido aquí expresamente, sabiendo que le encontraría, para decirle que esto debe terminar. Jamás he tenido que ruborizarme ante nadie y ahora usted me hace sentirme culpable, no sé de qué...
Él la miraba, sorprendido ante la nueva y espiritual belleza de su rostro.
—¿Qué desea usted que haga? —preguntó, con sencillez y gravedad.
—Que se vaya a Moscú y pida perdón a Kitty —dijo Ana.
—No desea usted eso.
Vronsky comprendía que Ana le estaba diciendo lo que consideraba su deber y no lo que ella deseaba que hiciera.
—Si me ama usted como dice —murmuró ella—, hágalo para mi tranquilidad.
El rostro de Vronsky resplandeció de alegría.
—Ya sabe que usted significa para mí la vida; pero no puedo darle la tranquilidad, porque yo mismo no la tengo. Me entrego a usted entero, le doy todo mi amor, eso sí... No puedo pensar por separado en usted y en mí; a mis ojos los dos somos uno. De aquí en adelante, no veo tranquilidad posible para usted ni para mí. Sólo posibilidades de desesperación y desgracia..., o de felicidad. ¡Y de qué felicidad! ¿No es posible esa felicidad? —preguntó él con un simple movimiento de los labios.
Pero ella le entendió.
Reunió todas las fuerzas de su espíritu para contestarle como debía, pero en lugar de ello posó sobre él, en silencio, una mirada de amor.
«¡Oh! —pensaba él, delirante—. En el momento en que yo desesperaba, en que creía no llegar nunca al fin... se produce lo que tanto anhelaba. Ella me ama, me lo confiesa...».
—Bien, hágalo por mí. No me hable más de ese modo y sigamos siendo buenos amigos —murmuró Ana.
Pero su mirada decía lo contrario.
—No podemos ser sólo amigos, esto lo sabe y muy bien. En su mano está que seamos los más dichosos o los más desgraciados del mundo.
Ella iba a contestar, mas Vronsky la interrumpió:
—Una sola cosa le pido: que me dé el derecho de esperar y sufrir como hasta ahora. Si ni aun eso es posible, ordéneme desaparecer y desapareceré. Si mi presencia la hace sufrir, no me verá usted más.
—No deseo que se vaya usted.
—Entonces no cambie las cosas en nada. Déjelo todo como está —dijo él, con voz trémula—. ¡Ah, allí viene su marido!
Efectivamente, Alexis Alejandrovich entraba en aquel momento en el salón con su paso torpe y calmoso.
Después de dirigir una mirada a su mujer y a Vronsky, se acercó a la dueña de la casa y, una vez ante su taza de té, comenzó a hablar con su voz lenta y clara, en su tono irónico habitual, con el que parecía burlarse de alguien:
—Vuestro Rambouillet2 está completo —dijo mirando a los concurrentes—. Se hallan presentes las Gracias y las Musas.
La condesa Betsy no podía soportar aquel tono tan sneering3, como ella decía; y, como corresponde a una prudente dueña de casa, le hizo entrar en seguida en una conversación seria referente al servicio militar obligatorio.
Alexis Alejandrovich se interesó en la conversación inmediatamente y comenzó, en serio, a defender la nueva ley que la princesa Betsy criticaba.
Ana y Vronsky seguían sentados junto a la mesita del rincón.
—Esto empieza ya a pasar de lo conveniente —dijo una señora, mostrando con los ojos a la Karenina, su marido y Vronsky.
—¿Qué decía yo? —repuso la amiga de Ana.
No sólo aquellas señoras, sino casi todos los que estaban en el salón, incluso la princesa Miágkaya y la misma Betsy, miraban a la pareja, separada del círculo de los demás, como si la sociedad de ellos les estorbase.
El único que no miró ni una vez en aquella dirección fue Alexis Alejandrovich, atento a la interesante conversación, de la que no se distrajo un momento.
Observando la desagradable impresión que aquello producía a todos, Betsy se las ingenió para que otra persona la sustituyese en el puesto de oyente de Alexis Alejandrovich y se acercó a Ana.
—Cada vez me asombran más la claridad y precisión de las palabras de su marido —dijo Betsy—. Las ideas más abstractas se hacen claras para mí cuando él las expone.
—¡Oh, sí! —dijo Ana con una sonrisa de felicidad, sin entender nada de lo que Betsy le decía.
Y, acercándose a la mesa, participó en la conversación general.
Alexis Alejandrovich, tras media hora de estar allí, se acercó a su mujer y le propuso volver juntos a casa.
Ella, sin mirarle, contestó que se quedaba a cenar. Alexis Alejandrovich saludó y se fue.
*
El cochero de la Karenina, un tártaro grueso y entrado en años, vestido con un brillante abrigo de cuero, sujetaba con dificultad a uno de los caballos, de color gris, que iba enganchado al lado izquierdo y se encabritaba por el frío y la larga espera ante las puertas de Betsy.
El lacayo abrió la portezuela del coche. El portero esperaba, con la puerta principal abierta.
Ana Arkadievna, con su ágil manecita, desengachaba los encajes de su manga de los corchetes del abrigo y escuchaba animadamente, con la cabeza inclinada, las palabras de Vronsky, que salía acompañándola.
—Supongamos que usted no me ha dicho nada —decía él—. Yo, por otra parte, tampoco pido nada, pero usted sabe que no es amistad lo que necesito. La única felicidad posible para mí en la vida está en esta palabra que no quiere usted oír: en el amor.
—El amor —repitió ella lentamente, con voz profunda.
Y al desenganchar los encajes de la manga, añadió:
—Si rechazo esa palabra es precisamente porque significa para mí mucho más de cuanto usted puede imaginar —y, mirándole a la cara, concluyó—: ¡Hasta la vista!
Le dio la mano y, andando con su paso rápido y elástico, pasó ante el portero y desapareció en el coche.
Su mirada y el contacto de su mano arrebataron a Vronsky. Besó la palma de su propia mano en el sitio que Ana había tocado y marchó a su casa feliz comprendiendo que aquella noche se había acercado más a su objetivo que en el curso de los dos meses anteriores.
VIII
Alexis Alejandrovich no encontró nada de extraño ni de inconveniente en que su mujer estuviese sentada con Vronsky ante una mesita apartada manteniendo una animada conversación. Pero observó que a los otros invitados sí les había parecido extraño tal hecho y hasta incorrecto, y por ello se lo pareció también a él. En consecuencia, Alexis Alejandrovich resolvió hablar de ello a su mujer.
De vuelta a casa, Alexis Alejandrovich pasó a su despacho, como de costumbre, se sentó en su butaca, tomó un libro sobre el Papado, que dejara antes allí, y empuñó la plegadera.
Estuvo leyendo hasta la una de la noche, como acostumbraba, más de vez en cuando se pasaba la mano por su amplia frente y sacudía la cabeza como para apartar un pensamiento.
Ana no había vuelto aún. Él, con el libro bajo el brazo, subió a las habitaciones del piso superior.
Aquella noche no le embargaban pensamientos y preocupaciones del servicio, sino que sus ideas giraban en torno a su mujer y al incidente desagradable que le había sucedido. En vez de acostarse como acostumbraba, comenzó a pasear por las habitaciones con las manos a la espalda, pues le resultaba imposible ir al lecho antes de pensar detenidamente en aquella nueva circunstancia.
En el primer momento, Alexis Alejandrovich encontró fácil y natural hacer aquella observación a su mujer, pero ahora, reflexionando en ello, le pareció que aquel incidente era de una naturaleza harto enojosa.
Alexis Alejandrovich no era celoso. Opinaba que los celos ofenden a la esposa y que es deber del esposo tener confianza en ella. El porqué de que debiera tener confianza, el motivo de que pudiera creer que su joven esposa le había de amar siempre, no se lo preguntaba, pero el caso era que no sentía desconfianza. Al contrario: confiaba y se decía que así tenía que ser.
Mas ahora, aunque sus opiniones de que los celos son un sentimiento despreciable y que es necesario confiar no se hubieran quebrantado, sentía, con todo, que se hallaba ante algo contrario a la lógica, absurdo, ante lo que no sabía cómo reaccionar. Se veía cara a cara con la vida, afrontaba la posibilidad de que su mujer pudiese amar a otro y el hecho le parecía absurdo e incomprensible, porque era la vida misma. Había pasado su existencia moviéndose en el ambiente de su trabajo oficial: es decir, que sólo había tenido que ocuparse de los reflejos de la vida. Pero cada vez que se hallaba con ésta tal como es, Alexis Alejandrovich se apartaba de ella.
Ahora experimentaba la sensación del hombre que, pasando con toda tranquilidad por un puente sobre un precipicio, observara de pronto que el puente estaba a punto de hundirse y el abismo se abría bajo sus pies.
El abismo era la misma vida, y el puente, la existencia artificial que él llevaba.
Pensaba, pues, por primera vez en la posibilidad de que su mujer amase a otro y este pensamiento le horrorizó.
Seguía sin desnudarse, paseando de un lado a otro con su paso igual, ora a lo largo del crujiente entablado del comedor alumbrado con una sola lámpara, ora sobre la alfombra del oscuro salón, en el que la luz se reflejaba únicamente sobre un retrato suyo muy reciente que se hallaba colgado sobre el diván. Paseaba también por el gabinete de Ana, donde había dos velas encendidas iluminando los retratos de la familia y de algunas amigas de su mujer y las elegantes chucherías de la mesa-escritorio de Ana que le eran tan conocidas.
A través del gabinete de su mujer, se acercaba a veces hasta la puerta del dormitorio y después volvía sobre sus pasos para continuar el paseo.
En ocasiones se detenía —casi siempre en el claro entablado del comedor— y se decía:
«Sí; es preciso resolver esto y acabar. Debo explicarle mi modo de entender las cosas y mi decisión».
«Pero ¿cuál es mi decisión? ¿Qué voy a decirle?», se preguntaba reanudando otra vez su paseo, al llegar al salón, y no hallaba respuesta.
«A fin de cuentas», volvía a repetirse antes de regresar a su despacho, «a fin de cuentas, ¿qué ha sucedido? Nada. Ella habló con él largo rato. ¿Pero qué tiene eso de particular, qué? No hay nada de extraordinario en que una mujer hable con todos... Por otra parte, tener celos significa rebajarla y rebajarme», concluía al llegar al gabinete de Ana.
Mas semejante reflexión, generalmente de tanto peso para él, al presente carecía de valor, no significaba nada.
Y desde la puerta de la alcoba volvía a la sala, y apenas entraba en su oscuro recinto una voz interna le decía que aquello no era así, y que si los otros habían observado algo era señal de que algo existía.
Y, ya en el comedor, se decía de nuevo:
«Sí, hay que decidirse y terminar esto; debo decirle lo que pienso de ello». Mas en el salón, antes de dar la vuelta, se preguntaba: «Decidirse sí, pero ¿en qué sentido?». Y al interrogarse: «Al fin y al cabo, ¿qué ha sucedido?», se contestaba: «Nada», recordando una vez más que los celos son un sentimiento ofensivo para la esposa.
Pero al llegar al salón volvía a tener la certeza de que algo había sucedido, y sus pasos y sus pensamientos cambiaban de dirección sin por ello encontrar nada nuevo.
Alexis Alejandrovich lo advirtió, se frotó la frente y se sentó en el gabinete de Ana.
Allí, mientras miraba la mesa, con la carpeta de malaquita en la que había una nota a medio escribir, sus pensamientos se modificaron de repente. Comenzó a pensar en Ana, en lo que podría sentir y pensar.
Por primera vez imaginó la vida personal de su mujer, lo que pensaba, lo que sentía... La idea de que ella debía de tener una vida propia le pareció tan terrible que se apresuró a apartarla de sí. Temía contemplar aquel abismo. Trasladarse en espíritu y sentimiento a la intimidad de otro ser era una operación psicológica completamente ajena a Alexis Alejandrovich, que consideraba una peligrosa fantasía tal acto mental.
«Y lo terrible es que precisamente ahora, cuando toca a su realización mi asunto», pensaba, refiriéndose al proyecto que estaba llevando a cabo, «es decir, cuando necesitaría toda la serenidad de espíritu y todas mis energías morales, precisamente ahora me cae encima esta preocupación. Pero ¿qué puedo hacer? Yo no soy de los que sufren contrariedades y disgustos sin osar mirarlos cara a cara».
«Debo pensarlo bien, resolver algo y librarme en absoluto de esta preocupación», pronunció en voz alta.
«Sus sentimientos y lo que pasa o pueda pasar en su alma no me incumben. Eso es cuestión de su conciencia y materia de la religión más que mía», se dijo, aliviado con la idea de que había encontrado una ley que aplicar a las circunstancias que acababan de producirse.
«De modo», siguió diciéndose, «que las cuestiones de sus sentimientos corresponden a su conciencia y no tienen por qué interesarme. Mi obligación se presenta clara: como jefe de familia tengo el deber de orientarla y soy, pues, en cierto modo, responsable de cuanto pueda suceder. Por tanto, debo advertir a Ana el peligro que veo, amonestarla y, en caso necesario, imponer mi autoridad. Sí, debo explicarle todo esto».
Y en el cerebro de Karenin se formó un plan muy claro de lo que debía decir a su mujer. Al pensar en ello consideró, sin embargo, que era muy lamentable tener que emplear su tiempo y sus energías espirituales en asuntos domésticos y de un modo que no había de granjearle renombre alguno.
Mas, fuere como fuere, en su cerebro se presentaba clara como en un memorial la forma y sucesión de lo que había de decir:
«Debo hablarle así: primero le explicaré la importancia que tienen la opinión ajena y las conveniencias sociales; en segundo lugar le hablaré de la significación religiosa del matrimonio; en tercer término, si es necesario, le mencionaré la desgracia que puede atraer sobre su hijo; y en cuarto lugar le indicaré la posibilidad de su propia desgracia».
Alexis Alejandrovich, intercalando los dedos de una mano con los de la otra y dando un tirón, hizo crujir las articulaciones.
Este ademán, aquella mala costumbre de unir las manos y hacer crujir los dedos, le calmaba, le devolvía el dominio de sí mismo que tan necesario le era en momentos como los presentes.
Próximo al portal, se sintió el ruido de un coche. Alexis Alejandrovich se detuvo en medio del salón.
Se oyeron pasos femeninos subiendo la escalera. Ya preparado para su discurso, Alexis Alejandrovich se apretaba los dedos, probando para ver si crujían en algún punto, hasta que, en efecto, le crujió una articulación.
Al percibir el ruido ya cercano de los ligeros pasos de Ana, Alexis Alejandrovich, aunque muy satisfecho del discurso que meditara, experimentó temor pensando en la explicación que le iba a dar a ella.
IX
Ana entró con la cabeza inclinada y jugueteando con las borlas de su baslik4.
Su rostro resplandecía, pero no de felicidad; la luz que le iluminaba recordaba más bien el siniestro resplandor de un incendio en una noche oscura.
Al ver a su marido, levantó la cabeza y sonrió, como despertando de un sueño.
—¿No estás acostado aún? ¡Qué milagro!
Se quitó la capucha y, sin volver la cabeza, se encaminó al tocador.
—Es hora de acostarse, Alexis Alejandrovich; es tarde ya —dijo desde la puerta.
—Tengo que hablarte, Ana.
—¿Hablarme? —dijo ella extrañada.
Y saliendo del tocador, le miró.
—¿De qué se trata? —preguntó, sentándose—. Hablemos, si es preciso. Pero deberíamos irnos ya a dormir.
Ana decía lo primero que le venía a los labios y ella misma se extrañaba, al escucharse, de oírse mentir con tanta familiaridad, de comprobar lo sencillas y naturales que parecían sus palabras y de la espontaneidad que aparentemente existía en el deseo que expresara de dormir.
Se sentía revestida de una impenetrable coraza de falsedad y le parecía que una fuerza invisible la sostenía y ayudaba.
—Debo advertirte, Ana...
—¿Advertirme qué?
Le miraba con tanta naturalidad, con una expresión tan jovial, que quien no la hubiera conocido como su esposo no habría podido observar fingimiento alguno, ni en el sonido ni en la expresión de sus palabras.
Pero él la conocía, sabía que cuando se iba a dormir cinco minutos más tarde que de costumbre, Ana reparaba en ello y le preguntaba la causa. No ignoraba tampoco que su esposa le contaba siempre sus penas y sus alegrías. Por eso, el hecho de que esta noche no quisiera reparar en su estado de ánimo, ni contarle era para él altamente significativo. Comprendía que la profundidad de aquel alma, antes abierta siempre para él, se había cerrado de repente.
Observaba, por otra parte, que ella no se sentía molesta ni cohibida ante aquel hecho, antes lo manifestaba abiertamente, como si su alma debiera estar cerrada y fuese conveniente que ello ocurriera y debiera seguir ocurriendo en lo sucesivo. Y él experimentaba la impresión de un hombre que, regresando a su casa, se encontrase con la puerta cerrada.
«Quizá encontremos todavía la llave», pensaba Alexis Alejandrovich.
—Quiero advertirte, Ana —le dijo en voz baja—, que con tu imprudencia y ligereza puedes dar motivo a que la gente murmure de ti. Tu conversación de hoy con el príncipe Vronsky —pronunció este nombre lentamente y con firmeza— fue tan indiscreta que llamó la atención general.
Y mientras hablaba miraba a Ana, a los ojos, y los ojos de su esposa le parecían ahora terribles por lo impenetrables, y comprendía la inutilidad de sus palabras.
—Siempre serás el mismo —respondió ella, fingiendo no comprender sino las últimas palabras de su marido—. Unas veces te agrada que esté alegre, otras te molesta que lo esté... Hoy no estaba aburrida. ¿Acaso te ofende eso?
Alexis Alejandrovich se estremeció y se apretó las manos intentando hacer crujir las articulaciones.
—¡Por favor, no hagas eso con los dedos! Ya sabes que me desagrada.
—Ana, ¿eres tú? —le preguntó Alexis Alejandrovich en voz baja; esforzándose suavemente en dominarse y contener el movimiento de sus manos.
—Pero, en fin, ¿qué significa todo eso? —dijo ella con sorpresa a la vez cómica y sincera—. Habla, ¿qué quieres?
Alexis Alejandrovich calló. Se pasó la mano por la frente y los ojos. En lugar de por el motivo por el que se proponía advertir a su mujer de su falta a los ojos del mundo, se sentía inquieto precisamente por lo que se refería a la conciencia de ella y le parecía como si se estrellara contra un muro erigido por él.
—Lo que quiero decirte es esto —continuó, imperturbable y frío—, y ahora te ruego que me escuches. Como sabes, opino que los celos son un sentimiento ofensivo y humillante y jamás me permitiré dejarme llevar de ese sentimiento. Pero existen ciertas leyes, ciertas conveniencias, que no se pueden rebasar impunemente. Hoy, y a juzgar por la impresión que has producido —no fui yo solo en advertirlo, fue todo el mundo—, no te comportaste como debías.
—No comprendo absolutamente nada —contestó Ana encogiéndose de hombros.
«A él le tiene sin cuidado», se decía. «Pero lo que le inquieta es que la gente lo haya notado».
Y añadió en voz alta:
—Me parece que no estás bien, Alexis Alejandrovich.
Y se levantó como para salir de la habitación, mas él se adelantó, proponiéndose, al parecer, detenerla.
El rostro de Alexis Alejandrovich era severo y de una fealdad como Ana no recordaba haberle visto nunca.
Ella se detuvo y, echando la cabeza hacia atrás, comenzó a quitarse, con mano ligera, las horquillas.
—Muy bien, ya dirás lo que quieres —dijo tranquilamente, en tono irónico—. Incluso te escucho con interés, porque deseo saber de qué se trata.
Al hablar, ella misma se sorprendía del tono tranquilo y natural con que brotaban de sus labios las palabras.
—No tengo derecho, y considero incluso inútil y perjudicial el entrar en pormenores sobre tus sentimientos —comenzó Alexis Alejandrovich—. A veces, removiendo en el fondo del alma sacamos a flote lo que pudiera muy bien haber continuado allí. Tus sentimientos son cosa de tu conciencia; pero ante ti, ante mí y ante Dios tengo la obligación de indicarte tus deberes. Nuestras vidas están unidas no por los hombres, sino por Dios. Y este vínculo sólo puede ser roto mediante un crimen, y un crimen de esa índole lleva siempre aparejado el castigo.
—¡No comprendo nada! ¡Y con el sueño que tengo hoy, Dios mío! —dijo ella, hablando muy deprisa, mientras buscaba con la mano las horquillas que aún quedaban entre sus cabellos.
—Por Dios, Ana, no hables así —dijo él, con suavidad—. Tal vez me equivoque, pero créeme que lo que digo ahora lo digo tanto por mi bien como por el tuyo: soy tu marido y te quiero.
Ana bajó la cabeza por un instante y el destello irónico de su mirada se extinguió.
Pero las palabras «te quiero» volvieron a irritarla.
—«¿Me ama?», pensó. «¿Acaso es capaz de amar? Si no hubiera oído decir que existe el amor, jamás habría empleado tal palabra, porque ni siquiera sabe qué es amor».
—Alexis Alejandrovich, la verdad es que no te comprendo —le dijo ella en voz alta—. ¿Quieres decirme claramente lo que encuentras de...?
—Perdón; déjame terminar. Te quiero, sí; pero no se trata de mí. Los personajes principales en este asunto son ahora nuestro hijo y tú misma... Quizá, lo repito, te parecerán inútiles mis palabras o inoportunas; quizá se deban a una equivocación mía. En ese caso, te ruego que me perdones. Pero si tú reconoces que tienen algún fundamento, te suplico que pienses en ello y me digas lo que te dicte el corazón...
Sin darse cuenta, hablaba a su mujer en un sentido completamente distinto del que se había propuesto.
—No tengo nada que decirte. Y además —dijo Ana, muy deprisa, reprimiendo a duras penas una sonrisa—, creo que es hora ya de irse a acostar.
Alexis Alejandrovich suspiró y sin hablar más se dirigió hacia su dormitorio.
Cuando Ana entró a su vez, su marido estaba ya acostado. Tenía muy apretados los labios y sus ojos no la miraban. Ella se acostó esperando a cada instante que él le diría todavía algo. Lo temía y lo deseaba a la vez. Pero su marido callaba. Ana permaneció inmóvil largo rato y después se olvidó de él. Ahora veía otro hombre ante sí y, al pensar en él, su corazón se henchía de emoción y de culpable alegría.
De pronto sintió un suave ronquido nasal, rítmico y tranquilo. Al principio pareció como si el mismo Alexis Alejandrovich se asustase de su ronquido y se detuvo. Los dos contuvieron la respiración. Él respiró dos veces casi sin ruido, para dejar oír nuevamente el ronquido rítmico y reposado de antes.
«Claro», pensó ella con una sonrisa. «Es muy tarde ya...».
Permaneció largo rato inmóvil, con los ojos muy abiertos, cuyo resplandor le parecía ver en la oscuridad.
X
Una vida nueva empezó desde entonces para Alexis Alejandrovich y su mujer.
No es que pasara nada extraordinario. Ana frecuentaba, como siempre, el gran mundo, visitando mucho a la princesa Betsy y encontrándose con Vronsky en todas partes.
Alexis Alejandrovich reparaba en ello, pero no podía hacer nada. A todos sus intentos de provocar una explicación entre los dos, Ana oponía, como un muro impenetrable, una alegre extrañeza.
Exteriormente todo seguía igual, pero las relaciones íntimas entre los esposos experimentaron un cambio radical. Alexis Alejandrovich, tan enérgico en los asuntos del Estado, se sentía impotente en este caso. Como un buey, que abate sumiso la cabeza, esperaba el golpe del hacha que adivinaba suspendida sobre él.
Cada vez que pensaba en ello se decía que cabía probar, una vez más, que restaba la esperanza de salvar a Ana con bondad, persuasión y dulzura, haciéndole comprender la realidad, y cada día se preparaba para hablar con ella, pero al ir a empezar sentía que aquel espíritu de falsedad y de mal que poseía a Ana se apoderaba también de él, y entonces le hablaba no de lo que quería decirle ni de lo que debía hacerse, sino con su tono habitual, con el que parecía burlarse de su interlocutor. Y en este tono era imposible decirle lo que deseaba.
XI
Aquello que constituía el deseo único de la vida de Vronsky desde un año a aquella parte, su ilusión dorada, su felicidad, su anhelo considerado imposible y peligroso —y por ello más atrayente—, aquel deseo, acababa de ser satisfecho.
Vronsky, pálido, con la mandíbula inferior temblorosa, permanecía de pie ante Ana y le rogaba que se calmase, sin que él mismo pudiera decir cómo ni por qué medio.
—¡Ana, Ana, por Dios! —decía con voz trémula.
Pero cuanto más alzaba él la voz, más reclinaba ella la cabeza, antes tan orgullosa y alegre y ahora avergonzada, y resbalaba del diván donde estaba sentada, deslizándose hasta el suelo, a los pies de Vronsky, y habría caído en la alfombra si él no la hubiese sostenido.
—¡Perdóname, perdóname! —decía Ana, sollozando, y oprimiendo la mano de él contra su pecho.
Sentíase tan culpable y criminal que no le quedaba ya más que humillarse ante él y pedirle perdón y sollozar.
Ya no tenía en la vida a nadie sino a él, y por eso era a él a quien se dirigía para que la perdonase. Al mirarle sentía su humillación de un modo físico y no encontraba fuerzas para decir nada más.
Vronsky, contemplándola, experimentaba lo que puede experimentar un asesino al contemplar el cuerpo exánime de su víctima. Aquel cuerpo, al que había quitado la vida, era su amor, el amor de la primera época en que se conocieran.
Había algo de terrible y repugnante en recordar el precio de vergüenza que habían pagado por aquellos momentos. La vergüenza de su desnudez moral oprimía a Ana y se contagiaba a Vronsky. Mas en todo caso, por mucho que sea el horror del asesino ante el cadáver de su víctima, lo que más urge es despedazarlo, ocultarlo y aprovecharse del beneficio que pueda reportar el crimen.
De la misma manera que el asesino se lanza sobre su víctima, la arrastra, la destroza con ferocidad, se diría casi con pasión, así también Vronsky cubría de besos el rostro y los hombros de Ana. Ella apretaba la mano de él entre las suyas y no se movía. Aquellos besos eran el pago de la vergüenza. Y aquella mano, que siempre sería suya, era la mano de su cómplice...
Ana levantó aquella mano y la besó. Él, arrodillándose, trató de mirarla a la cara, pero ella la ocultaba y permanecía silenciosa. Al fin, haciendo un esfuerzo, luchando consigo misma, se levantó y le apartó suavemente. Su rostro era tan bello como siempre y, por ello, inspiraba aún más compasión...
—Todo ha terminado para mí —dijo ella—. Nada me queda sino tú. Recuérdalo.
—No puedo dejar de recordar lo que es mi vida. Por un instante de esta felicidad...
—¿De qué felicidad hablas? —repuso ella, con tal repugnancia y horror que hasta él sintió que se le comunicaba—. Ni una palabra más, por Dios, ni una palabra...
Se levantó rápidamente y se apartó.
—¡Ni una palabra más! —volvió a decir.
Y con una expresión fría y desesperada, que hacía su semblante incomprensible para Vronsky, se despidió de él.
Ana tenía la impresión de que en aquel momento no podía expresar con palabras sus sentimientos de vergüenza, de alegría y de horror ante la nueva vida que comenzaba. Y no quería, por tanto, hablar de ello, no quería rebajar aquel sentimiento empleando palabras vagas. Pero después, ya transcurridos dos o tres días, no sólo no halló palabras con que expresar lo complejo de sus sentimientos, sino que ni siquiera encontraba pensamientos con que poder reflexionar sobre lo que pasaba en su alma.
Se decía:
«No, ahora no puedo pensar en esto. Lo dejaré para más adelante, cuando me encuentre más tranquila».
Pero aquel momento de tranquilidad que había de permitirle reflexionar no llegaba nunca.
Cada vez que pensaba en lo que había hecho, en lo que sería de ella y en lo que debía hacer, el horror se apoderaba de Ana y procuraba alejar aquellas ideas.
«Después, después», se repetía. «Cuando me encuentre más tranquila».
Pero en sueños, cuando ya no era dueña de sus ideas, su situación aparecía ante ella en toda su horrible desnudez. Soñaba casi todas las noches que los dos eran esposos suyos y que los dos le prodigaban sus caricias. Alexis Alejandrovich lloraba, besaba sus manos y decía:
—¡Qué felices somos ahora!
Alexis Vronsky estaba asimismo presente y era también marido suyo. Y ella se asombraba de que fuese un hecho lo que antes parecía imposible y comentaba, riendo, que aquello era muy fácil y que así todos se sentían contentos y felices.
Pero este sueño la oprimía como una pesadilla y despertaba siempre horrorizada.
XII
En los primeros días que siguieron a su regreso de Moscú, Levin se estremecía y se ruborizaba cada vez que recordaba la vergüenza de haber sido rechazado por Kitty, y se decía:
«También me puse rojo y me estremecí y me consideré perdido cuando me suspendieron en Física, y también cuando eché a perder aquel asunto que mi hermana me confiara... ¿Y qué? Luego pasaron los años y al acordarme de aquellas cosas me asombra pensar que me disgustaran tanto. Con lo de ahora sucederá igual: pasarán los años y luego todo eso me producirá sólo indiferencia».
Pero al cabo de tres meses, lejos de ser indiferente a aquel dolor, le afligía tanto como el primer día.
No podía calmarse, porque hacía mucho tiempo que se ilusionaba pensando en el casamiento y considerándose en condiciones para formar un hogar. ¡Y sin embargo aún no estaba casado y el matrimonio se le aparecía más lejano que nunca!
Levin tenía la impresión, y con él todos los que le rodeaban, de que no era lógico que un hombre de su edad viviese solo. Recordaba que, poco antes de marchar a Moscú, había dicho a su vaquero Nicolás, hombre ingenuo con el que le gustaba charlar:
—¿Sabes que quiero casarme, Nicolás?
Y Nicolás le había contestado rápidamente, como sobre un asunto fuera de discusión:
—Ya es hora, Constantino Dmitrievich.
Pero el matrimonio estaba más lejos que nunca. El puesto que soñara ocupar junto a su futura esposa estaba ocupado y, cuando con la imaginación ponía en el lugar de Kitty a una de las jóvenes que conocía, comprendía la imposibilidad de reemplazarla en su corazón.
Además, el recuerdo de la negativa y del papel que hiciera entonces le colmaban de vergüenza. Por mucho que se repitiese que la culpa no era suya, este recuerdo, unido a otros semejantes, que también le avergonzaban, le hacían enrojecer y estremecerse.
Como todos los hombres, tenía en su pasado hechos que reconocía ser vergonzosos y de los cuales podía acusarle su conciencia. Pero los recuerdos de sus actos reprensibles le atormentaban mucho menos que estos recuerdos sin importancia, pero abochornantes. Estas heridas no se curan jamás.
A la vez que en estos recuerdos, pensaba siempre en la negativa de Kitty y en la lamentable situación en que debieron de verle todos los presentes en aquella velada.
No obstante, el tiempo y el trabajo hacían su obra, y los recuerdos iban borrándose, eliminados por los acontecimientos, invisibles para él, pero muy importantes, de la vida del pueblo.
Así, a medida que pasaban los días se acordaba menos de Kitty. Esperaba con impaciencia la noticia de que ésta se hubiese casado o fuese a casarse en breve, confiando en que, como la extracción de una muela, el mismo dolor de la noticia había de curarle.
Entre tanto llegó la primavera. Una primavera hermosa, definitiva, sin anticipos ni retrocesos, una de esas pocas primaveras que alegran a la vez a los hombres, a los animales y a las plantas.
Aquella espléndida primavera animó a Levin, fortaleciéndole en su propósito de prescindir de todo lo pasado y organizar de modo firme e independiente su vida de solitario.
A pesar de que muchos de los planes con que había regresado al pueblo no se habían realizado, uno de ellos —la pureza de vida— lo había conseguido. No sentía la vergüenza que habitualmente se experimenta tras la caída, y así podía mirar a la gente a la cara sin rubor.
En febrero había recibido carta de María Nikolaevna anunciándole que la salud de su hermano Nicolás empeoraba, pero que él no quería curarse. Al recibir la carta, Levin se dirigió a Moscú para ver a su hermano y convencerle de que consultara con un médico y fuera a hacer una cura de aguas en el extranjero. Acertó a convencer a Nicolás y hasta supo darle el dinero para el viaje sin que se irritara, con lo cual Levin quedó muy satisfecho de sí mismo.
Además de la administración de las propiedades, lo que exige mucho tiempo en primavera, y además de la lectura, aún le quedó tiempo para empezar a escribir en invierno una obra sobre economía rural.
La base de la obra consistía en afirmar que el obrero, en la economía agraria, debía ser considerado un valor absoluto, al igual que el clima y la tierra, de modo que los principios de la economía rural debían deducirse no sólo de los factores de clima y terreno, sino también en cierto sentido del carácter del obrero.
Así que, pese a su soledad, o quizá como consecuencia de ella, la vida de Levin estaba muy ocupada.
Rara vez experimentaba la necesidad de transmitir los pensamientos que henchían su cerebro a alguien que no fuera Agafia Mijailovna, con quien tenía frecuentes ocasiones de tratar sobre física, economía agraria y, más que nada, sobre filosofía, ya que la filosofía constituía la materia predilecta de la anciana.
La primavera tardó bastante en llegar. Durante las últimas semanas de Cuaresma, el tiempo era sereno y frío. Por el día los rayos solares provocaban el deshielo, pero por las noches el frío llegaba a siete grados bajo cero. La tierra, pues, estaba tan helada que los vehículos podían andar sin seguir los caminos. Hubo nieve los días de Pascua. Pero el segundo de la semana pascual sopló un viento cálido, se encapotó el cielo y durante tres días y tres noches cayó una lluvia tibia y rumorosa.
El jueves el viento se calmó y sobrevino una niebla densa y gris, como para ocultar el misterio de las transformaciones que se operaban en la naturaleza.
Al amparo de la niebla se deslizaron las aguas, crujieron y se quebraron los hielos, aumentaron la rapidez de su curso los arroyos turbios y cubiertos de espuma, y ya en la Krasnaya Gorka5 se disipó la niebla por la tarde, las grandes nubes se deshicieron en nubecillas en forma de vellones blancos, el tiempo se aclaró y llegó la auténtica primavera.
Al salir el sol matinal, fundió rápidamente el hielo que flotaba sobre las aguas y el aire tibio se impregnó con las emanaciones de la tierra vivificada. Reverdeció la hierba vieja y brotó en pequeñas lenguas la joven; se hincharon los capullos del viburno y de la grosella y florecieron los álamos blancos, mientras sobre las ramas llenas de sol volaban zumbando nubes doradas de alegres abejas, felices al verse libres de su reclusión invernal.
Cantaron invisibles alondras, vocingleras, sobre el aterciopelado verdor de los campos y sobre los rastrojos helados aún; los frailecicos alborotaban en los cañaverales de las orillas bajas, todavía inundadas de agua turbia. Y, muy altos, volaban, lanzando alegres gritos, las grullas y los patos silvestres.
En los prados mugía el ganado menor, con manchas de pelo no mudado aún. Triscaban patizambos corderitos al lado de sus madres, perdidos ya los vellones de su lana, y ágiles chiquillos corrían por los senderos húmedos, dejando en ellos las huellas de sus pies descalzos.
En las albercas se oía el rumor de las voces de las mujeres, muy ocupadas en el lavado de su colada, a la vez que en los patios resonaba el golpe de las hachas de los campesinos, que reparaban sus aperos y sus arados.
Había llegado, pues, la auténtica primavera.
XIII
Levin se calzó las altas botas. Por primera vez no se puso la pelliza, sino una poddevka de paño.
Luego salió para inspeccionar su propiedad, pisando ora finas capas de hielo, ora el barro pegajoso, al seguir las márgenes de los arroyos que brillaban bajo los rayos del sol.
La primavera es la época de los planes y de los propósitos. Al salir del patio, Levin, como un árbol en primavera que no sabe aún cómo y hacia dónde crecerán sus jóvenes tallos y los brotes cautivos en sus capullos, ignoraba aún lo que empezaría ahora en su amada propiedad, pero se sentía henchido de hermosos y grandes propósitos.
Ante todo fue a ver el ganado.
Hicieron salir al cercado las vacas, de reluciente pelaje, que mugían deseando marchar al prado. Una vez examinadas las vacas, que conocía en sus menores detalles, Levin ordenó que las dejasen salir al prado y que pasasen al cercado a los terneros.
El pastor corrió alegremente a prepararse para salir. Tras los becerros mugientes, locos de exaltación por el ambiente primaveral, corrían las vaqueras, empuñando sus varas, para hacerles entrar en el cercado, pisando presurosas el barro con sus pies blancos no quemados aún por el sol.
Una vez examinadas las crías de aquel año (los terneros lechales eran grandes como las vacas de los campesinos, y la becerra de la «Pava», mayor aún), Levin ordenó que se sacaran las gamellas y se pusiera heno detrás de las empalizadas portátiles que les servían de encierro.
Pero sucedió que las empalizadas, que no se habían usado durante el invierno, estaban rotas. Levin mandó llamar al carpintero contratado para construir la trilladora mecánica, mas resultó que éste estaba arreglando los rastrillos que ya debía haber dejado listos para Carnaval.
Levin se sintió contrariado. Le disgustaba no poder salir de aquella desorganización constante del trabajo, contra la cual luchaba desde hacía años con todas sus fuerzas.
Según se informó, las empalizadas, al no ser empleadas en el invierno, habían sido llevadas a la cuadra y, por ser empalizadas ligeras, construidas para los becerros, se estropearon. Para colmo, los rastrillos y aperos, que había ordenado que reparasen antes de terminar el invierno, y para lo cual habían sido contratados tres carpinteros, no estaban arreglados aún, y los rastrillos sólo los reparaban ahora, cuando ya era hora de empezar los trabajos.
Levin envió a buscar al encargado, pero no pudo esperar, y en seguida salió también él en su busca.
El encargado, radiante como todo en aquel día, vestido con una zamarra de piel de cordero, volvía de la era rompiendo una brizna de hierba entre las manos.
—¿Cómo es que el carpintero no está arreglando la trilladora?
—Ayer quería decir al señor que era preciso arreglar los rastrillos, que es ya tiempo de labrar.
—¿Por qué no los han arreglado en invierno?
—¿Para qué quería el señor traer entonces a un carpintero?
—¿Y las empalizadas del corral de los terneros?
—He mandado llevarlas a su sitio. ¡No sabe uno qué hacer con esta gente! —dijo el encargado, gesticulando.
—¡Con quien no se sabe qué hacer es con este encargado y no con esta gente! —observó Levin, irritado. Y gritó—: ¿Para qué le tengo a usted?
Pero, recordando que con aquello no resolvía el asunto, se interrumpió, limitándose a suspirar.
—¿Qué? ¿Podemos sembrar ya? —preguntó tras breve silencio.
—Mañana o pasado podremos sembrar detrás de Turkino.
—¿Y el trébol?
—He enviado a Basilio con Michka, pero no sé si podrán, porque la tierra está todavía muy blanda.
—¿Cuántas deciatinas6 de trébol ha mandado usted sembrar?
—Seis.
—¿Y por qué no todas?
El saber que habían sembrado seis deciatinas y no veinte le disgustaba todavía más. Por teoría y por su propia experiencia, Levin sabía que la siembra de trébol sólo daba buenos resultados cuando se sembraba muy pronto, casi con nieve. Y nunca pudo conseguir que se hiciese así.
—No tenemos gente. ¿Qué quiere que hagamos? Tres de los jornaleros no han acudido hoy al trabajo. Ahora Semen...
—Habríais debido hacerles dejar la paja.
—Ya lo he hecho.
—¿Dónde están, pues, los hombres?
—Cinco están preparando el estiércol; cuatro aventan la avena para que no se estropee, Constantino Dmitrievich.
Levin entendió que aquellas palabras significaban que la avena inglesa preparada para la siembra se había estropeado ya por no haber hecho lo que él ordenara.
—Ya le dije, por la Cuaresma, que aventase la avena —exclamó Levin.
—No se apure; todo se hará a su tiempo.
Levin hizo un gesto de disgusto y se dirigió a los cobertizos para examinar la avena antes de volver a las cuadras.
La avena no estaba estropeada aún. Los jornaleros la cogían con palas en vez de vaciarla directamente en el granero de abajo. Levin dio orden de hacerlo así y tomó dos hombres para encargarles la siembra del trébol, con lo que su irritación contra el encargado se calmó en parte.
Además, en un día tan hermoso resultaba imposible enojarse.
—Ignacio —dijo al cochero, que con los brazos arremangados lavaba la carretela junto al pozo—: ensilla un caballo.
—¿Cuál, señor?
—«Kolpik».
—Bien, señor.
Mientras ensillaban, Levin llamó al encargado, que rondaba por allí, y, para hacer las paces, le habló de sus proyectos y de los trabajos que habían de efectuarse en el campo.
Habría que acarrear pronto el estiércol para que quedase terminado antes de la primera siega. Había que labrar incesantemente el campo más apartado para mantenerlo en buen estado. La siega debía hacerse con la ayuda de jornaleros y a medias con ellos.
El encargado escuchaba atentamente y se le veía esforzarse para aprobar las órdenes del amo. Pero conservaba el aspecto de desesperación y abatimiento, tan conocido por Levin y que tanto le irritaba, con el que parecía significar: «Todo está muy bien; pero al final haremos las cosas como Dios quiera».
Nada disgustaba a Levin tanto como aquella actitud, pero todos los encargados que había tenido habían hecho igual; todos obraban del mismo modo con respecto a sus planes. Por eso Levin no se enfadaba ya, sino que se sentía impotente para luchar con aquella fuerza que dijérase primitiva del «como Dios quiera» que siempre acababa por imponerse a sus propósitos.
—Veremos si puede hacerse, Constantino Dmitrievich —dijo, al fin, el encargado.
—¿Y por qué no ha de poder hacerse?
—Habría que tomar quince jornaleros más, y no vendrán. Hoy han venido, pero piden setenta rublos en el verano.
Levin calló. Allí, frente a él, estaba otra vez aquella fuerza. Ya sabía que, por más que hiciera, nunca lograba hallar más de treinta y ocho a cuarenta jornaleros con salario normal. Hasta cuarenta los conseguía, pero nunca pudo tener más. De todos modos, no podía dejar de luchar.
—Si no vienen, enviad a buscar obreros a Sura y a Chefirovska. Hay que buscar.
—Como enviar, enviaré —dijo tristemente Basilio Fedorich—. Pero los caballos están otra vez muy debilitados.
—Compraremos caballos. Ya sé —añadió Levin, riendo— que ustedes lo hacen todo con lentitud y mal, pero este año no les dejaré hacerlo a su gusto. Lo haré yo mismo.
—No sé cómo lo hará, porque ya ahora apenas duerme. Para nosotros es mejor trabajar bajo el ojo del amo.
—Ha dicho usted que están sembrando el trébol detrás de Beresovy Dol; voy a ver cómo lo hacen —dijo Levin.
Y montó en «Kolpik», el caballito bayo que le llevaba el cochero.
—¡No podrá usted atravesar el arroyo! —le gritó éste.
—Iré por el bosque en ese caso.
Y al rápido paso del caballo, cansado de la larga inmovilidad y de que relinchaba al pasar sobre los charcos, impaciente por galopar, salió del patio cubierto de barro y se halló en pleno campo.
Si en el corral, entre el ganado, se sentía contento, ahora en el campo se sintió más alegre aún.
Al pasar por el bosque, meciéndose suavemente al trote de su caballo, sobre la nieve blanda llena de pisadas que se veía aún aquí y allá, respiraba el aroma a la vez tibio y fresco de la nieve y la tierra; y la vista de cada árbol con el musgo nuevo que cubría la corteza y los botones a punto de abrirse le alegraba el alma. Al salir del bosque se abrió ante él la amplia extensión del campo lleno de un aterciopelado y suave verdor, sin calveros ni pantanos, sólo, en algunos lugares, con restos de nieve en fusión.
No se enojó siquiera al ver la yegua de un aldeano que, con su potro, pastaba en sus campos, limitándose a mandar a un trabajador que los hiciera salir de allí, ni tampoco con la estúpida y burlona respuesta del campesino Ipat, al que encontró por el camino, y que al preguntarle: «¿Qué, Ipat? ¿Sembraremos pronto?», le contestó: «Antes hay que labrar, Constantino Dmitrievich».
Cuanto más se alejaba Levin, más alegre se sentía y sus planes de mejora de la propiedad se le aparecían a cual mejor: plantar estacas en todos los campos, mirando al sur, de modo que la nieve no pudiese amontonarse; dividir el terreno en seis partes cubiertas de estiércol y tres de hierba, construir un corral en la parte más lejana de las tierras, cavar un depósito para el abono y hacer cercas portátiles para el ganado. Con ello habría trescientas deciatinas de trigo candeal, cien de patatas, ciento cincuenta de trébol, sin cansar para nada la tierra.
Embargado por estas ilusiones, Levin, conduciendo cuidadosamente su caballo por los deslindes para no pisar las plantas, se acercó a los jornaleros que sembraban el trébol.
El carro con la simiente no estaba en el prado, sino en la tierra labrada, y el trigo invernizo quedaba aplastado y removido por las ruedas y por las patas del caballo. Los jornaleros permanecían sentados en la linde, probablemente fumando todos una misma pipa. La tierra del carro, con la que se mezclaban las semillas, no estaba bien desmenuzada, y se había convertido en una masa de terrones duros y helados.
Viendo al amo, el jornalero Basilio se dirigió al carro y Michka empezó a sembrar. Aquello le hizo muy mal efecto, pero Levin se enojaba pocas veces contra los jornaleros.
Cuando Basilio se acercó, Levin le ordenó que sacase el caballo del sembrado.
—No hace ningún daño, señor. La semilla brotará igualmente —dijo Basilio.
—Hazme el favor de no replicar y obedece a lo que te digo —repuso Levin.
—Bien, señor —contestó Basilio, tomando el caballo por la cabeza—. ¡Hay una siembra de primera! —dijo, adulador—. Pero no se puede andar por el campo. Parece que lleva uno un pud de tierra en cada pie.
—¿Por qué no está cribada la tierra? —preguntó Levin
—Lo está, lo hacemos sin la criba —contestó Basilio—. Cogemos las semillas y deshacemos la tierra con las manos.
Basilio no tenía la culpa de que le dieran la tierra sin cribar, pero el hecho indignaba a Levin.
En esta ocasión Levin puso en práctica un procedimiento que había ya empleado más de una vez con eficacia, a fin de ahogar en él todo disgusto y convertir en agradable lo ingrato.
Viendo a Michka, que avanzaba arrastrando enormes masas de barro en cada pie, se apeó, cogió la sembradora de manos de Basilio y se dispuso a sembrar.
—¿Dónde te has parado? —preguntó a Basilio.
Éste le indicó con el pie el sitio al que había llegado y Levin comenzó a sembrar, como pudo, la tierra mezclada con las semillas. Era muy difícil andar: la tierra estaba convertida en un barrizal. Levin, tras recorrer un surco, empezó a sudar y devolvió la sembradora a Basilio.
—En verano, señor, no me riña por este surco —dijo Basilio.
—¿Por qué? —preguntó alegremente Levin, sintiendo que el remedio empleado daba el resultado que esperaba.
—En verano lo verá. El surco será diferente de los otros. Mire usted cómo ha crecido lo que yo sembré la primavera pasada. Yo, Constantino Dmitrievich, procuro hacer el trabajo a conciencia como si fuera para mi propio padre. No me gusta trabajar mal, ni permito que otros lo hagan. Así el amo queda contento y nosotros también. ¡Se le ensancha a uno el corazón viendo esa abundancia! —añadió Basilio mostrando el campo.
—¡Qué hermosa primavera!, ¿verdad, Basilio?
—Ni los viejos recuerdan otra parecida. He pasado por mi casa porque el viejo ha sembrado tres octavas de trigo. Dice que crece tan bien que no puede distinguirse del centeno.
—¿Hace mucho que sembráis trigo?
—Desde hace dos años, cuando usted nos enseñó a hacerlo. ¿No se acuerda que nos regaló dos medidas? De ello, vendimos una parte y sembramos el resto.
—Bien, desmenuza con cuidado la tierra —dijo Levin, acercándose al caballo— y vigila a Michka. Si la siembra crece bien, te daré cincuenta copecks por deciatina.
—Muchas gracias. Pero ya estamos contentos de usted sin necesidad de eso.
Levin montó y se dirigió al prado en el que sembraron el trébol el año anterior, y que ahora estaba preparado y arado para sembrar trigo. El trébol, que había crecido mucho en el rastrojo, estaba ya muy alto. Su vivo verdor destacaba entre los secos tallos de trigo del año pasado y la cosecha prometía ser magnífica.
El caballo de Levin se hundía hasta las corvas y, con sus patas, chapoteaba vigorosamente, luchando por salir de la tierra medio helada. Como no se podía pasar por el campo arado, el caballo sólo pisaba fuerte allí donde quedaba algo de hielo, pero en los surcos, ablandados por el deshielo, el animal se hundía hasta los jarretes.
El campo estaba muy bien arado. De allí a dos días se podría trabajar y sembrar. Todo era hermoso y alegre.
Levin regresó vadeando el arroyo. Esperaba que las aguas hubiesen bajado ya y, en efecto, pudo pasar, espantando al hacerlo a una pareja de patos silvestres.
«Seguramente hay también chochas», pensó Levin, y el guardabosque, al que encontró al doblar el camino dirigiéndose a casa, le confirmó su suposición.
Levin se encaminó a casa al trote largo, a fin de tener tiempo de comer y preparar la escopeta para la tarde.
XIV
Al acercarse a su casa en inmejorable disposición de ánimo, Levin oyó un ruido de campanillas por el lado de la puerta principal.
«Ha venido alguien por ferrocarril», pensó. «Es la hora del tren de Moscú. ¿Quién será? ¿Mi hermano Nicolás? Me dijo que iría a tomar las aguas en el extranjero o que vendría a mi casa».
En principio, la idea de la presencia de su hermano le disgustó, sospechando que iba a perturbar su buena disposición de ánimo, tan acorde con la alegría primaveral. Pero, avergonzándose, abrió sus brazos espiritualmente, experimentando una sencilla alegría y deseando de corazón que el llegado fuese Nicolás.
Espoleó al caballo y, al salir de las acacias, vio una troika de alquiler que llegaba de la estación y en la que iba un señor con pelliza.
No era su hermano.
«¡Si fuese al menos alguna persona simpática con la que se pudiese hablar!», pensó Levin.
Y, al reconocer a Esteban Arkadievich, exclamó alegremente, levantando los brazos:
—¡Qué visita más agradable! ¡Cuánto me complace verte!
Y pensaba:
«Ahora sabré con certeza si Kitty se ha casado o cuándo se casa».
Y sintió que en aquel día primaveral el recuerdo de Kitty no le era tan penoso.
—¿No me esperabas? —dijo Esteban Arkadievich, saliendo del trineo.
Llevaba barro en la nariz, en las mejillas y en las cejas, pero iba radiante de salud y alegría.
—Ante todo, he venido para verte —dijo, abrazando y besando a Levin—; después, para cazar con perro y, además, para vender el bosque de Erguchovo.
—¡Muy bien! ¿Has visto qué primavera? ¿Cómo has podido llegar en trineo?
—En coche habría sido más difícil aún —contestó el cochero, que conocía a Levin.
—Estoy contentísimo de verte —dijo Levin sonriendo con toda el alma, infantilmente.
Levin acompañó a su amigo al cuarto reservado para los invitados, donde ya habían llevado los efectos de Esteban Arkadievich: un saco de viaje, una escopeta enfundada, una bolsa de cigarros...
Dejándole lavarse y cambiar de ropa, Levin pasó a su despacho para dar órdenes relativas a la labranza y al trébol.
Agafia Mijailovna, muy preocupada como siempre del honor de la casa, abordó a Levin en el recibidor, mareándole con preguntas sobre la comida.
—Haga lo que quiera, pero pronto —dijo Levin.
Y fue en busca del encargado.
A su regreso, Esteban Arkadievich, peinado y lavado y con una sonrisa deslumbradora en los labios, salía de su cuarto. Subieron los dos juntos.
—¡Cuánto me alegro de haber venido! Ahora podré averiguar las cosas misteriosas que haces aquí. Pero te aseguro que te envidio. ¡Qué bien está todo en esta casa! —decía Esteban Arkadievich, olvidando que no siempre era primavera ni todos los días como aquél—. Tu ama de llaves es un encanto de viejecita... Cierto que sería mejor tener una doncella con delantalito... Pero esa anciana va muy bien con tus costumbres austeras y tu vida monástica.
Esteban Arkadievich contó muchas noticias interesantes y, sobre todo, una interesantísima para Levin: que su hermano Sergio Ivanovich se proponía pasar el verano con él, en el pueblo.
No dijo una palabra de Kitty ni de los Scherbazky, sólo se limitó a transmitirle recuerdos de su mujer.
Levin le agradeció mucho la delicadeza y se sintió feliz de su visita. Como siempre que vivía solo una temporada, había recogido en aquel tiempo gran cantidad de sentimientos e ideas que no podía compartir con los que le rodeaban, y ahora hablaba a su amigo de la alegría que le causaba la primavera, de sus planes futuros con respecto a la propiedad, de sus fracasos, de sus pensamientos; hacía comentarios sobre los libros que había leído y le habló, sobre todo, de la idea de su obra, la base de la cual consistía, aunque él no lo advirtiese, en una crítica de todas las obras antiguas que se habían escrito sobre el mismo tema. Esteban Arkadievich, que era siempre amable y que todo lo comprendía con una palabra, estaba aquel día más amable que nunca, y Levin notó, además, en su amigo una especie de respeto y ternura hacia él que le encantaban.
Las preocupaciones de Agafia Mijailovna y el cocinero respecto a la comida tuvieron por resultado que los dos amigos, que tenían gran apetito, acometieran los entremeses, comiendo mucho pan con mantequilla, caza ahumada y setas saladas. Para colmo, Levin ordenó servir la sopa sin las empanadillas con las que el cocinero quería deslumbrar al invitado.
Aunque acostumbrado a otras comidas, Esteban Arkadievich lo encontraba todo excelente: el vodka de hierbas, el pan con manteca, la caza ahumada, el vino blanco de Crimea. Sí, todo era espléndido y exquisito.
—¡Admirable, admirable! —dijo, encendiendo un grueso cigarro después del asado—. Se dijera que después de viajar en un vapor, entre ruidos y tambaleos, he arribado a una costa tranquila... ¿De modo que, según tú, el factor obrero debe ser estudiado e inspirar el modo de organizar la economía agraria? Aunque profano en estas materias, me parece que esa teoría y su aplicación van a influir sobre el obrero también.
—Sí; pero no olvides que no hablo de economía política, sino de la ciencia de la explotación de la tierra. Esta última debe, como todas las ciencias naturales, estudiar los fenómenos, así como al obrero en los aspectos económico, etnográfico...
Agafia Mijailovna entró con la confitura.
—Agafia Mijailovna —dijo el invitado, haciendo ademán de chuparse los dedos—, ¡qué caza y qué licores tan bien preparados tiene usted! ¿Qué, Kostia? ¿Es hora ya?
Levin miró por la ventana el sol que se ponía entre las desnudas copas de los árboles del bosque.
—Sí lo es. Kusmá, prepara el charabán —dijo Levin.
Y descendieron.
Ya abajo, Esteban Arkadievich quitó él mismo la funda de una caja de laca y, una vez abierta, comenzó a armar su escopeta, un arma cara, último modelo.
Kusmá, presintiendo una buena propina para vodka, no se separaba de Esteban Arkadievich. Le ponía las medias y las botas y él le dejaba hacer de buen grado.
—Kostia, si llega el comerciante Riabinin, a quien he mandado llamar, ordena que le reciban y que espere.
—¿Vendes el bosque a Riabinin?
—Sí. ¿Le conoces?
—Le conozco. Tuve con él asuntos que terminaron «positivamente y definitivamente».
Esteban Arkadievich rió. Aquellas últimas palabras eran las preferidas del comerciante.
—Sí; habla de un modo muy divertido. ¡Veo que has comprendido adónde va tu amo! —añadió, acariciando a «Laska», que ladraba suavemente dando vueltas en torno a Levin y lamiéndole, ya las manos, ya las botas, ya la escopeta.
Cuando salieron, el charabán estaba al pie de la escalera.
—He mandado preparar el charabán, pero no está lejos... ¿Quieres que vayamos a pie?
—No, será mejor que vayamos montados —dijo Esteban Arkadievich, acercándose al coche.
Sentose, se envolvió las piernas en una manta de viaje que imitaba una piel de tigre y encendió un cigarro.
—No puedo comprender cómo no fumas. Un cigarro no es sólo un placer, sino el mejor de los placeres. ¡Esto es vida! ¡Qué bien va aquí todo! ¡Así me gustaría vivir!
—¿Quién te prohíbe hacerlo? —dijo, sonriendo, Levin.
—¡Eres un hombre feliz! Tienes cuanto quieres: si quieres caballos, los tienes; si quieres perros, los tienes; si quieres caza, la tienes; si quieres fincas, las tienes.
—Acaso soy feliz porque me contento con lo que tengo y no me aflijo por lo que me falta —dijo Levin pensando en Kitty.
Esteban Arkadievich le comprendió. Miró a su amigo y no dijo nada.
Levin agradecía a Oblonsky que no le hubiese hablado de los Scherbazky, comprendiendo que no deseaba que lo hiciese. Pero al presente Levin sentía ya impaciencia por saber lo que tanto le atormentaba, aunque no se atrevía a hablar de ello.
—¿Y qué, cómo van tus asuntos? —preguntó Levin, comprendiendo que estaba mal por su parte hablar sólo de sí.
Los ojos de su amigo brillaron de alegría.
—Ya sé que tú no admites que se busquen panecillos cuando se tiene ya una ración de pan corriente y que lo consideras un delito; pero yo no comprendo la vida sin amor —respondió, interpretando a su modo la pregunta de Levin—. ¡Qué le vamos a hacer! Soy así. Esto perjudica poco a los demás y en cambio a mí me proporciona tanto placer...
—¿Hay algo nuevo sobre eso? —preguntó Levin.
—Hay, hay... ¿Conoces ese tipo de mujer de los cuadros de Osián? Esos tipos que se ven en sueños... Pues mujeres así existen en la vida. Y son terribles. La mujer, amigo mío, es un ser que por más que lo estudies te resulta siempre nuevo.
—Entonces vale más no estudiarlo.
—¡No! Un matemático ha dicho que el placer no está en descubrir la verdad, sino en el esfuerzo de buscarla.
Levin escuchaba en silencio, y a pesar de todos sus esfuerzos, no podía comprender el espíritu de su amigo. Le era imposible entender sus sentimientos y el placer que experimentaba estudiando a aquella especie de mujeres.
XV
El lugar indicado para la caza estaba algo más arriba del arroyo, no lejos de allí, en el bosquecillo de pequeños olmos. Al llegar, dejaron el coche y Levin condujo a Oblonsky a la extremidad de un claro pantanoso, cubierto de musgo, donde ya no había nieve. Él se instaló en otro extremo del claro, junto a un álamo blanco igual al de Oblonsky; apoyó la escopeta en una rama seca baja, se quitó el caftán, se ajustó el cinturón y comprobó que podía mover los brazos libremente.
La vieja «Laska», que seguía todos sus pasos, se sentó frente a él con precaución y aguzó el oído. El sol se ponía tras el bosque grande. A la luz crepuscular, los álamos blancos diseminados entre los olmos se destacaban, nítidos, con sus botones prontos a florecer.
En la espesura, donde aún había nieve, corría el agua con leve rumor formando caprichosos arroyuelos. Los pájaros gorjeaban saltando de vez en cuando de un árbol a otro. En los intervalos de silencio absoluto se sentía el ligero crujir de las hojas secas del año pasado, removidas por el deshielo y el crecer de las hierbas.
—¡Qué hermoso es esto! Se siente y hasta se ve crecer la hierba —exclamó Levin, viendo una hoja de color pizarra moverse sobre la hierba nueva.
Escuchaba y miraba ora la tierra mojada cubierta de musgos húmedos, ora a «Laska», atenta a todo rumor, ora el mar de copas de árboles desnudos que tenía delante, ora el cielo que, velado por las blancas vedijas de las nubecillas, se oscurecía lentamente.
Un buitre batiendo las alas muy despacio volaba altísimo sobre el bosque lejano; otro buitre volaba en la misma dirección y desapareció. La algarabía de los pájaros en la espesura era cada vez más fuerte. Se oyó el grito de un búho. «Laska», avanzando con cautela con la cabeza ladeada, comenzó a escuchar con atención. Al otro lado del arroyo se sintió el cantar de un cuclillo. El canto se repitió dos veces, luego se apresuró y se hizo más confuso.
—¡Ya tenemos ahí un cuclillo! —dijo Esteban Arkadievich saliendo de entre los arbustos.
—Ya lo oigo —repuso Levin, enojado al sentir interrumpido el silencio y con una voz que a él mismo le sonó desagradable—. Ahora, pronto...
Esteban Arkadievich desapareció de nuevo en la maleza y Levin no vio más que la llamita de un fósforo y la pequeña brasa de un cigarro con una voluta de humo azul.
Chic-chic, sonaron los gatillos de la escopeta que Esteban Arkadievich levantaba en aquel momento.
—¿Qué es eso? ¿Quién grita? —preguntó Oblonsky, llamando la atención a Levin sobre un ruido sordo y prolongado como el piafar de un potro.
—¿No lo sabes? Es el macho de la liebre. Pero basta de hablar. ¿No oyes? ¡Se oye ya volar! —exclamó Levin alzando a su vez los gatillos.
Se sintió un silbido agudo y lejano y en dos segundos, el espacio de tiempo familiar a los cazadores, sonaron otros dos silbidos y luego el característico cloqueo.
Levin miró a derecha e izquierda, y ante sí, en el cielo azul seminublado, sobre las suaves copas de los arbolillos, divisó un pájaro.
Volaba hacia él directamente. Su cloqueo, tan semejante al rasgar de un tejido recio, se sintió casi en el mismo oído de Levin, quien veía ya su largo pico y su cuello.
En el momento en que se echaba la escopeta a la cara, tras el arbusto que ocultaba a Oblonsky brilló un relámpago rojo. El pájaro bajó, como una flecha, y volvió a remontarse. Surgió un segundo relámpago y se oyó una detonación.
El ave, moviendo las alas como para sostenerse, se detuvo un momento en el aire y luego cayó pesadamente a tierra.
—¿No le he dado? ¿No he hecho blanco? —preguntó Esteban Arkadievich, que no podía ver a través del humo.
—Aquí está —dijo Levin, señalando a «Laska», que, levantando una oreja y agitando la cola, traía a su dueño el pájaro muerto, lentamente, como si quisiera prolongar el placer, se diría que sonriendo...
—¡Me alegro de que hayas acertado! —dijo Levin, sintiendo a la vez cierta envidia de no haber sido él quien matara a la chocha.
—¡Pero erré el tiro del cañón derecho, caramba! —contestó Esteban Arkadievich cargando el arma—. ¡Chist! Ya vuelven.
Se oyeron, en efecto, silbidos penetrantes y seguidos. Dos chochas, jugueteando, tratando de alcanzarse, silbando sin emitir el cloqueo habitual, volaron sobre las mismas cabezas de los cazadores.
Se oyeron cuatro disparos. Las chochas dieron una vuelta, rápidas como golondrinas, y desaparecieron.
*
La caza resultaba espléndida. Esteban Arkadievich mató dos piezas más y Levin otras dos, una de las cuales no pudo encontrarse. Oscurecía. Venus, clara, como de plata, brillaba muy baja, con suave luz, en el cielo de poniente, mientras en levante fulgían las rojizas luces del severo Arturo.
Levin buscaba y perdía de vista sobre su cabeza la constelación de la Osa Mayor. Ya no volaban las chochas. Pero Levin resolvió esperar hasta que Venus, visible para él bajo una rama seca, brillase encima de ella y hasta que se divisasen en el cielo todas las estrellas del Carro.
Venus remontó la rama, fulgía ya en el cielo azul toda la constelación de la Osa, con su carro y su lanza, y Levin continuaba esperando.
—¿Volvemos? —preguntó Esteban Arkadievich.
En el bosque reinaba un silencio absoluto y no se movía ni un pájaro.
—Quedémonos un poco más —dijo Levin.
—Como quieras.
Ahora estaban a unos quince pasos uno de otro.
—Stiva —dijo de pronto Levin—, ¿por qué no me dices si tu cuñada se casa o se ha casado ya? —y al decir esto, se sentía tan firme y sereno que creía que ninguna contestación había de conmoverle.
Pero no esperaba la respuesta de Oblonsky.
—No pensaba ni piensa casarse. Está muy enferma y los médicos la han enviado al extranjero. Hasta se teme por su vida.
—¿Qué dices? —exclamó Levin—. ¿Muy enferma? ¿Qué tiene? ¿Cómo es que...?
Mientras hablaba, «Laska», aguzando los oídos, miraba al cielo y contemplaba a los dos con reproche.
«Ya han encontrado ocasión de hablar», pensaba la perra. «Y mientras tanto el pájaro está aquí, volando. Y no van a verlo».
Pero en aquel momento los dos cazadores oyeron a la vez un silbido penetrante que parecía golpearles las orejas.
Ambos empujaron sus armas, brillaron dos relámpagos y dos detonaciones se confundieron en una.
Una chocha que volaba muy alta plegó las alas instantáneamente y cayó en la espesura, doblando al desplomarse las ramas nuevas.
—¡Magnífico! ¡Es de los dos! —exclamó Levin y corrió con «Laska» en dirección al bosque para buscar la chocha.
«¿No me han dicho ahora algo desagradable?», se preguntó. «¡Ah, sí; que Kitty está enferma! En fin, ¿qué le vamos a hacer? Pero me apena mucho», pensaba.
—¿Ya la has encontrado? ¡Eres un as! —dijo tomando de boca de «Laska» el pájaro palpitante aún y metiéndolo en el morral casi lleno.
Y gritó:
—¡Ya la ha encontrado, Stiva!
XVI
De vuelta a casa, Levin preguntó detalles sobre la dolencia de Kitty y sobre los planes de los Scherbazky, y aunque le avergonzaba confesarlo, hablar de ello le producía satisfacción.
Le satisfacía porque en aquel tema sentía renacer en su alma la esperanza, y también por la secreta satisfacción que le proporcionaba el saber que también sufría la que tanto le había hecho sufrir a él. Pero cuando su amigo quiso informarle de las causas de la enfermedad de Kitty y nombró a Vronsky, Levin le interrumpió:
—No tengo derecho alguno y tampoco, a decir verdad, interés en entrar en detalles familiares.
Esteban Arkadievich sonrió imperceptiblemente al observar el rápido —y tan conocido para él— cambio de expresión del semblante de Levin, tan triste ahora como alegre un momento antes.
—¿Has ultimado con Riabinin lo de la venta del bosque? —preguntó Levin.
—Sí, todo ultimado. El precio es excelente: treinta y ocho mil rublos. Ocho mil al contado y los demás pagaderos en seis años. He esperado mucho tiempo antes de decidirme, pero nadie me daba más.
—Veo que lo das regalado.
—¿Regalado? —dijo Esteban Arkadievich con benévola sonrisa, sabiendo que Levin ahora lo encontraría todo mal.
—Un bosque vale por lo menos quinientos rublos por deciatina —aseveró Levin.
—¡Cómo sois los propietarios rurales! —bromeó Esteban Arkadievich—. ¡Qué tono de desprecio hacia nosotros, los de la ciudad! Pero luego, cuando se trata de arreglar algún asunto, resulta que nosotros lo hacemos mejor. Lo he calculado todo, créeme. Y he vendido el bosque tan bien que sólo temo que Riabinin se vuelva atrás. Ese bosque no es maderable —continuó, tratando de convencer a Levin, diciendo que no era «maderable», de lo equivocado que estaba—. No sirve más que para leña. No se obtienen más de treinta sajeñs7 por deciatina y Riabinin me da doscientos rublos por deciatina.
Levin sonrió despreciativamente.
«Conozco el modo de tratar asuntos que tienen los habitantes de la ciudad. Vienen al pueblo dos veces en diez años, recuerdan dos o tres expresiones populares y las dicen luego sin ton ni son, imaginando que ya han hallado el secreto de todo. ¡“Maderable”! ¡“Levantar treinta sajeñs”! Pronuncia palabras que no entiende», pensó Levin.
—Yo no trato de ir a enseñarte lo que tienes que hacer en tu despacho, y en caso necesario voy a consultarte —dijo en alta voz—. En cambio, tú estás convencido de que entiendes algo de bosques. ¡Y entender de eso es muy difícil! ¿Has contado los árboles?
—¡Contar los árboles! —contestó riendo Esteban Arkadievich, que deseaba que su amigo perdiese su triste disposición de ánimo—. «¡Oh! Contar granos de arena y rayos de estrellas, ¿qué genio lo podría hacer?» —declamó sonriente.
—Cierto; pero el genio de Riabinin es muy capaz de eso. Y ningún comprador compraría sin contar, excepto en el caso concreto de que le regalaran un bosque, como ahora. Yo conozco bien tu bosque. Todos los años voy a cazar allí. Tu bosque vale quinientos rublos por deciatina al contado y Riabinin te paga doscientos a plazos. Eso significa que le has regalado treinta mil rublos.
—Veo que quieres exagerar —contestó Esteban Arkadievich—. ¿Cómo es que nadie me los daba?
—Porque Riabinin se ha puesto de acuerdo con los demás posibles compradores, pagándoles para que se retiren de la competencia. No son compradores, sino revendedores. Riabinin no realiza negocios para ganar el quince o veinte por ciento, sino que compra un rublo por veinte copecks.
—Vamos, vamos; estás de mal humor y...
—No lo creas —dijo Levin con gravedad.
Llegaban ya a casa.
Junto a la escalera se veía un charabán tapizado de piel y con armadura de hierro, y uncido a él un caballo robusto, sujeto con sólidas correas. En el carruaje estaba el encargado de Riabinin, que servía a la vez de cochero. Era un hombre sanguíneo, rojo de cara, y llevaba un cinturón muy ceñido.
Riabinin estaba ya en casa; y los dos amigos le hallaron en el recibidor. Era alto, delgado, de mediana edad, con bigote y con la prominente barbilla afeitada con esmero. Tenía los ojos saltones y turbios. Vestía una larga levita azul, con botones muy bajos en los faldones, y calzaba botas altas, arrugadas en los tobillos y rectas en las piernas, protegidas por grandes chanclos.
Con gesto enérgico se secó el rostro y se arregló la levita, aunque no lo necesitaba. Luego saludó sonriendo a los recién llegados, tendiendo una mano a Esteban Arkadievich como si desease atraparle al vuelo.
—¿Conque ya ha llegado usted? —dijo Esteban Arkadievich—. ¡Muy bien!
—Aunque el camino es muy malo, no osé desobedecer las órdenes de Vuestra Señoría. Tuve que apresurarme mucho, pero llegué a la hora. Tengo el gusto de saludarle, Constantino Dmitrievich.
Y se dirigió a Levin, tratando también de estrechar su mano. Pero Levin, con las cejas fruncidas, fingió no ver su gesto y comenzó a sacar las chochas del morral.
—¿Cómo se llama ese pájaro? —preguntó Riabinin, mirando las chochas con desprecio—. Debe de tener cierto regusto de...
Y movió la cabeza en un gesto de desaprobación, como pensando que las ganancias de la caza no debían de cubrir los gastos.
—¿Quieres pasar a mi despacho? —preguntó Levin a Oblonsky en francés, arrugando aún más el entrecejo—. Sí; pasad al despacho y allí podréis hablar más cómodamente y sin testigos.
—Bien, como usted quiera —dijo Riabinin.
Hablaba con desdeñosa suficiencia, como deseando hacer comprender que si hay quien halla dificultades sobre la manera en que hay que terminar un negocio, él no las conocía nunca.
Al entrar en el despacho, Riabinin miró buscando la santa imagen que se acostumbra colgar en las habitaciones, pero, al no verla, no se persignó. Después miró las estanterías y armarios de libros con la expresión de duda que tuviera ante las chochas, sonrió con desprecio y movió la cabeza, seguro ahora de que aquellos gastos no se cubrían con las ganancias.
—¿Qué?, ¿ha traído el dinero? —preguntó Oblonsky—. Siéntese...
—Sobre el dinero no habrá dificultad. Venía a verle, a hablarle...
—¿Hablar de qué? Siéntese, hombre.
—Bueno; nos sentaremos —dijo Riabinin, haciéndolo y apoyándose en el respaldo de la butaca del modo que le resultaba más molesto—. Es preciso que rebaje el precio, Príncipe. No se puede dar tanto. Yo traigo el dinero preparado, hasta el último copeck. Respecto al dinero no habrá dificultades...
Levin, después de haber puesto la escopeta en el armario, se disponía a salir de la habitación, pero al oír las palabras del comprador, se detuvo.
—Sin eso se lleva ya usted el bosque regalado. Mi amigo me ha hablado demasiado tarde; si no habría fijado el precio yo —dijo Levin.
Riabinin se levantó y, sonriendo en silencio, miró a Levin de pies a cabeza.
—Constantino Dmitrievich es muy avaro —dijo, dirigiéndose a Oblonsky y sin dejar de sonreír—. En definitiva, no se le puede comprar nada. Yo le hubiese adquirido el trigo pagándoselo a buen precio, pero...
—¿Querría acaso que se lo regalara? —repuso Levin—. No me lo encontré en la tierra ni lo robé.
—¡No diga usted eso! En nuestros tiempos es decididamente imposible robar. Hoy, al fin y al cabo, todo se hace a través del juzgado y de los notarios; todo honesta y lealmente... ¿Cómo sería posible robar? Nuestros tratos han sido llevados con honorabilidad. El señor pide demasiado por el bosque, y no podría cubrir los gastos. Por eso le pido que me rebaje algo.
—¿Pero el trato está cerrado o no? Si lo está, sobra todo regateo. Si no lo está, compro yo el bosque —dijo Levin.
La sonrisa desapareció de súbito del rostro de Riabinin y se sustituyó por una expresión dura, de ave de rapiña, de buitre... Con dedos ágiles y decididos, desabrochó su levita, mostrando debajo una amplia camisa, desabrochó los botones de cobre de su chaleco, separó la cadena del reloj y sacó rápidamente una vieja y abultada cartera.
—El bosque es mío, con perdón —dijo, santiguándose a toda prisa, y adelantando la mano—. Tome el dinero, el bosque es mío. Riabinin hace así sus negocios, no se entretiene en menudencias.
—En tu lugar yo no me apresuraría a cogerle el dinero —dijo Levin.
—¿Qué quieres que haga? —repuso Oblonsky con extrañeza—. He dado mi palabra.
Levin salió de la habitación dando un portazo. Riabinin movió la cabeza y miró hacia la puerta sonriente.
—¡Cosas de jóvenes, niñerías! Si lo compro, crea en mi lealtad, lo hago sólo porque se diga que fue Riabinin quien compró el bosque y no otro. ¡Dios sabe cómo me resultará! Puede usted creerme. Y ahora haga el favor: fírmeme usted el contrato.
Una hora después, Riabinin, abrochando su gabán cuidadosamente y cerrando todos los botones de su levita, en cuyo bolsillo llevaba el contrato de venta, se sentaba en el pescante del charabán para volver a su casa.
—¡Oh, lo que son estos señores! —dijo a su encargado—. Siempre los mismos.
—Claro —repuso el empleado entregándole las riendas y ajustando la delantera de cuero del vehículo—. ¿Puedo felicitarle por la compra, Mijail Ignatich?
—¡Arte, arte! —gritó el comprador animando a los caballos.
XVII
Esteban Arkadievich subió al piso alto con el bolsillo henchido del papel moneda que el comerciante le había pagado con tres meses de anticipación.
El asunto del bosque estaba terminado, la caza había sido abundante y Esteban Arkadievich, hallándose muy optimista, deseaba disipar el mal humor de Levin. Quería terminar el día como lo había empezado, y cenar tan agradablemente como había comido.
Levin, en efecto, estaba de mal humor y, pese a su deseo de mostrarse amable y cariñoso con su caro amigo, no lograba dominarse. La embriaguez que le produjo la noticia de que Kitty no se había casado se había ido desvaneciendo en él poco a poco.
Kitty no estaba casada y se hallaba enferma, enferma de amor por un hombre que la despreciaba. Parecíale que en lo sucedido había también como una vaga ofensa para él. Vronsky había desdeñado a quien desdeñara a Levin... Vronsky, pues, tenía derecho a despreciar a Levin. En consecuencia, era enemigo suyo.
Pero Levin no quería razonar sobre ello. Sentía que había algo ofensivo para él y se irritaba no contra la causa, sino contra cuanto tenía delante. La necia venta del bosque, el engaño en que Oblonsky cayera y que se había consumado en su casa, le irritaba.
—¿Terminaste ya? —preguntó a Esteban Arkadievich al encontrarle arriba—. ¿Quieres cenar?
—No me niego. Se me ha despertado en este pueblo un apetito fenomenal. ¿Por qué no has invitado a Riabinin?
—¡Que se vaya al diablo!
—¡Le tratas de un modo! —dijo Oblonsky—. Ni le has dado la mano. ¿Por qué haces eso?
—Porque no doy la mano a mis criados y, sin embargo, valen cien veces más que él.
—Eres, decididamente, un retrógrado. ¿Y la confraternidad de clases? —preguntó Oblonsky.
—Quien desee confraternizar, que lo haga cuanto quiera. A mí lo que me asquea, me asquea.
—Eres un reaccionario cerril.
—Te aseguro que no he pensado nunca en lo que soy. Soy Constantino Levin y nada más.
—Y un Constantino Levin malhumorado —comentó, riendo, Esteban Arkadievich.
—¡Sí: estoy de mal humor! ¿Y sabes por qué? Permíteme que te lo diga: por esa estúpida venta que has hecho.
Esteban Arkadievich arrugó las cejas con benevolencia, como hombre a quien acusan y ofenden injustamente.
—Basta —dijo—. Cuando uno vende algo sin decirlo, todos le aseguran después que lo que vende valía mucho más. Pero cuando uno ofrece algo en venta, nadie le da nada. Veo que tienes ojeriza a ese Riabinin.
—Es posible... ¿Y sabes por qué? Vas a decir de nuevo que soy un reaccionario o alguna cosa peor... Pero no puedo menos de afligirme viendo a la nobleza, esta nobleza a la cual, a pesar de esta monserga de la confraternidad de clases, me honro en pertenecer, va arruinándose de día en día... Y lo malo es que esa ruina no es una consecuencia del lujo. Eso no sería ningún mal, porque vivir de un modo señorial corresponde a la nobleza y sólo la nobleza lo sabe hacer. Que los aldeanos compren tierras al lado de las nuestras no me ofende. El señor no hace nada; el campesino trabaja, justo es que despoje al ocioso. Esto está en el orden natural de las cosas, y a mí me parece muy bien; me satisface incluso. Pero me indigna que la nobleza se arruine por candidez. Hace poco un arrendatario polaco compró una espléndida propiedad por la mitad de su valor a una anciana señora que vive en Niza. Otros arriendan a los comerciantes, a rublo por deciatina, la tierra que vale diez rublos. Ahora tú, sin motivo alguno, has regalado a ese ladrón treinta mil rublos.
—¿Qué querías que hiciera? ¿Contar los árboles?
—¡Claro! Tú no los has contado y Riabinin sí; y después los hijos de Riabinin tendrán dinero para que les eduquen, y acaso a los tuyos les falte.
—Perdona; pero encuentro algo mezquino en eso de contar los árboles. Nosotros tenemos nuestro trabajo, ellos tienen el suyo y es justo que ganen algo. ¡En fin: el asunto está terminado y basta! Ahí veo huevos al plato de la manera que más me gustan. Y Agafia Mijailovna nos traerá sin duda aquel milagroso néctar de vodka con hierbas.
Esteban Arkadievich, sentándose a la mesa, comenzó a bromear con Agafia Mijailovna, asegurándole que hacía tiempo que no había comido y cenado tan bien como aquel día.
—Usted dice algo, siquiera —repuso ella—; pero Constantino Dmitrievich nunca dice nada. Si se le diera una corteza de pan por toda comida, tampoco diría ni una palabra.
Aunque Levin se esforzaba en vencer su mal humor, permaneció todo el tiempo triste y taciturno.
Deseaba preguntar algo a su amigo, pero no halló ocasión ni manera de hacerlo.
Esteban Arkadievich había bajado ya a su cuarto, se había desnudado, lavado, se había puesto el pijama y acostado y, sin embargo, Levin no se resolvía a dejarle, hablando de cosas insignificantes y sin encontrar la fuerza para preguntarle lo que quería.
—¡Qué admirablemente preparan ahora los jabones! —dijo Levin, desenvolviendo el trozo de jabón perfumado que Agafia Mijailovna había dejado allí para el huésped y que éste no había tocado—. Míralo: es una obra de arte.
—Sí, ahora todo es muy perfecto —dijo Oblonsky, bostezando con la boca totalmente abierta—. Por ejemplo, los teatros y demás espectáculos están alumbrados con luz eléctrica. ¡Ah, ah, ah! —y bostezaba más aún—. En todas partes hay electricidad, en todas partes...
—Sí, la electricidad... —respondió Levin—. Sí... ¿Oye?, ¿dónde está Vronsky ahora? —preguntó dejando el jabón.
—¿Vronsky? —dijo Esteban Arkadievich, concluyendo un nuevo bostezo—. Está en San Petersburgo. Marchó poco después que tú y no ha vuelto a Moscú ni una vez. Voy a decirte la verdad, Kostia —continuó Oblonsky, apoyando el brazo en la mesilla de noche junto a su lecho y poniendo el rostro hermoso y rubicundo sobre la mano, mientras a sus ojos bondadosos y cargados de sueños parecían asomar los destellos de miríadas de estrellas—. Tú tuviste la culpa, te asustaste ante tu rival. Y yo, como te dije en aquel momento, aún no sé quién de los dos tenía más probabilidades de triunfar. ¿Por qué no fuiste derechamente hacia el objetivo? Ya te dije entonces que...
Y Esteban Arkadievich bostezó sólo con un movimiento de mandíbulas, sin abrir la boca.
«¿Sabrá o no sabrá que pedí la mano de Kitty?», pensó Levin mirándole. «Sí: se nota una expresión muy astuta, muy diplomática, en su semblante».
Y, advirtiendo que se ruborizaba, Levin miró a Esteban Arkadievich a los ojos.
—Cierto que entonces Kitty se sentía algo atraída hacia Vronsky —continuaba Oblonsky—. ¡Claro: su porte distinguido y su futura situación en la alta sociedad influyeron mucho, no sobre Kitty, sino sobre su madre!
Levin frunció las cejas. La ofensa de la negativa que se le había dado le abrasaba el corazón como una herida reciente, pero ahora estaba en su casa, y sentirse entre los muros propios es cosa que siempre da valor.
—Espera —interrumpió a Oblonsky—. Permíteme que te pregunte: ¿en qué consiste ese porte distinguido de que has hablado, ya sea en Vronsky o en quien sea? Tú consideras que Vronsky es un aristócrata y yo no. El hombre cuyo padre salió de la nada y llegó a la cumbre por saber arrastrarse, el hombre cuya madre ha tenido no se sabe cuántos amantes... Perdona; pero yo me considero aristócrata y considero tales a los que se me parecen por tener tras ellos dos o tres generaciones de familias honorables que alcanzaron el grado máximo de educación (sin hablar de capacidades y de inteligencia, que es otra cosa), que jamás cometieron canalladas con nadie, que no necesitaron de nadie, como mis padres y mis abuelos. Conozco muchos así. A ti te parece mezquino contar los árboles en el bosque, y tú, en cambio, regalas treinta mil rublos a Riabinin; pero tú, claro, recibes un sueldo y no sé cuántas cosas más, mientras que yo no recibo nada, y por eso cuido los bienes familiares y los conseguidos con mi trabajo... Nosotros somos aristócratas y no los que subsisten sólo con las migajas que les echan los poderosos y a los que puede comprarse por veinte copecks.
—¿Por qué me dices todo eso? Estoy de acuerdo contigo —dijo Esteban Arkadievich sincera y jovialmente, aunque sabía que Levin le incluía entre los que se pueden comprar por veinte copecks. Pero la animación de Levin le complacía de verdad—. ¿Contra quién hablas? Aunque te equivocas bastante en lo que dices de Vronsky, no me refiero a eso. Te digo sinceramente que yo en tu lugar habría permanecido en Moscú y...
—No. No sé si lo sabes o no, pero me es igual y voy a decírtelo. Me declaré a Kitty y ella me rechazó. Y ahora Catalina Alejandrovna8 no es para mí sino un recuerdo humillante y doloroso.
—¿Por qué? ¡Qué tontería!
—No hablemos más. Perdóname si me he mostrado un poco rudo contigo —dijo Levin.
Y ahora que lo había dicho todo, volvía ya a sentirse como por la mañana.
—No te enfades conmigo, Stiva. Te lo ruego; no me guardes rencor —terminó Levin.
Y cogió, sonriendo, la mano de su amigo.
—Nada de eso, Kostia. No tengo por qué enfadarme. Me alegro de esta explicación. Y ahora a otra cosa: a veces por las mañanas hay buena caza. ¿Iremos? Podría prescindir de dormir e ir directamente del cazadero a la estación.
—Muy bien.
XVIII
Aunque la vida interior de Vronsky estaba absorbida por su pasión, su vida externa no había cambiado y se deslizaba raudamente por los raíles acostumbrados de las relaciones mundanas, de los intereses sociales, del regimiento.
Los asuntos del regimiento ocupaban importante lugar en la vida de Vronsky, más aún que por el mucho cariño que tenía al cuerpo, por el cariño que en el cuerpo se le tenía. No sólo le querían, sino que le respetaban y se enorgullecían de él, se enorgullecían de que aquel hombre inmensamente rico, instruido e inteligente, con el camino abierto hacia éxitos, honores y pompas de todas clases, despreciara todo aquello, y que de todos los intereses de su vida no diera a ninguno más lugar en su corazón que a los referentes a sus camaradas y a su regimiento.
Vronsky tenía conciencia de la opinión en que le tenían sus compañeros y, aparte de que amaba aquella vida, se consideraba obligado a mantenerles en la opinión que de él se habían formado.
Como es de suponer, no hablaba de su amor con ninguno de sus compañeros, y no dejaba escapar ni una palabra ni aun en los momentos de más alegre embriaguez (aunque desde luego rara vez se emborrachaba hasta el punto de perder el dominio de sí mismo). Por esto podía, pues, cerrar la boca a cualquiera de sus camaradas que intentase hacerle la menor alusión a aquellas relaciones.
No obstante, su amor era conocido en toda la ciudad. Más o menos, todos sospechaban algo de sus relaciones con la Karenina. La mayoría de los jóvenes le envidiaban precisamente por lo que hacía más peligroso su amor: el alto cargo de Karenin, que contribuía a hacer más escandalosas sus relaciones.
La mayoría de las señoras jóvenes que envidiaban a Ana y estaban hartas de oírla calificar de irreprochable, se sentían satisfechas y sólo esperaban la sanción de la opinión pública para dejar caer sobre ella todo el peso de su desprecio. Preparaban ya los puñados de barro que lanzarían sobre Ana cuando fuese llegado el momento. Sin embargo, la mayoría de la gente de edad madura y de posición elevada estaba descontenta del escándalo que se preparaba.
La madre de Vronsky, al enterarse de las relaciones de su hijo, se sintió, en principio, contenta, ya que, según sus ideas, nada podía acabar mejor la formación de un joven como un amor con una dama del gran mundo. Por otra parte, comprobaba, no sin placer, que aquella Karenina, que tanto le había gustado, que le había hablado tanto de su hijo, era al fin y al cabo como todas las mujeres bonitas y honradas, según las consideraba la princesa Vronskaya.
Pero últimamente se informó de que su hijo había rechazado un alto puesto a fin de continuar en el regimiento y poder seguir viendo a la Karenina, y supo que había personajes muy conspicuos que estaban descontentos de la negativa de Vronsky.
Esto la hizo cambiar de opinión tanto como los informes que tuvo de que aquellas relaciones no eran brillantes y agradables, a estilo del gran mundo y tal como ella las aprobaba, sino una pasión a lo Werther, una pasión loca, según le contaban, y que podía conducir a las mayores imprudencias.
No había visto a Vronsky desde la inesperada marcha de éste de Moscú y envió a su hijo mayor para decirle que fuese a verla.
Tampoco el hermano mayor estaba contento. No le importaba qué clase de amor era aquel de su hermano, grande o no, con pasión o sin ella, casto o vicioso (él mismo, aun con hijos, entretenía a una bailarina y por ello miraba el caso con indulgencia, pero sí observaba que las relaciones de su hermano disgustaban a quienes no se puede disgustar, y éste era el motivo de que no aprobase su conducta).
Aparte del servicio y del gran mundo, Vronsky se dedicaba a otra cosa: los caballos, que constituían su pasión.
Aquel año se habían organizado carreras de obstáculos para oficiales y Vronsky se inscribió entre los participantes, después de lo cual compró una yegua inglesa de pura sangre. Estaba muy enamorado, pero ello no le impedía apasionarse por las próximas carreras.
Las dos pasiones no se estorbaban la una a la otra. Al contrario: le convenían ocupaciones y diversiones independientes de su amor que le calmasen e hiciesen descansar de aquellas impresiones que le agitaban con exceso.
XIX
El día de las carreras en Krasnoie Selo, Vronsky entró en el comedor del regimiento más temprano que de costumbre, a fin de comer un bistec.
No tenía que preocuparse mucho de no aumentar el peso, porque pesaba precisamente los cuatro puds y medio requeridos. Pero de todos modos evitaba comer dulces y harinas para no engordar.
Sentado, con el uniforme desabrochado bajo el que se veía el chaleco blanco, con los brazos sobre la mesa en espera del bistec encargado, miraba una novela francesa que había puesto, abierta, ante el plato con el único objeto de no tener que hablar con los oficiales que entraban y salían. Vronsky reflexionaba.
Pensaba en que Ana le había prometido una entrevista para hoy, después de las carreras. No la había visto desde hacía tres días y, como su marido acababa de regresar del extranjero, él ignoraba si la entrevista sería posible o no, y no se le ocurría cómo podría saberlo.
Había visto a Ana la última vez en la casa de veraneo de su prima Betsy. Vronsky evitaba frecuentar la residencia veraniega de los Karenin, pero ahora necesitaba ir y meditaba la manera de hacerlo.
«Bien; puedo decir que Betsy me envía a preguntar a Ana si irá a las carreras o no. Sí, claro que puedo ir», decidió alzando la cabeza del libro.
Y su imaginación le pintó tan vivamente la felicidad de aquella entrevista que su rostro resplandeció de alegría.
—Manda a decir a casa que enganchen en seguida la carretela con tres caballos —ordenó al criado que le servía el bistec en la caliente fuente de plata.
Y acercando la bandeja, empezó a comer.
En la contigua sala de billar se oían golpes de tacos, charlas y risas. Por la puerta entraron dos oficiales: uno un muchacho joven, de rostro dulce y enfermizo, recién salido del Cuerpo de Cadetes, y otro un oficial veterano, grueso, con una pulsera en la muñeca, con los ojos pequeños, casi invisibles, en su rostro lleno.
Al verlos, Vronsky arrugó el entrecejo y, fingiendo no reparar en ellos, hizo como que leía, mientras tomaba el bistec.
—¿Te fortaleces para el trabajo? —dijo el oficial grueso sentándose a su lado.
—Ya lo ves —contestó Vronsky, serio, limpiándose los labios y sin mirarle.
—¿No temes engordar? —insistió aquél, volviendo su silla hacia el oficial joven.
—¿Cómo? —preguntó Vronsky con cierta irritación, haciendo una mueca con la que exhibió la doble fila de sus dientes apretados.
—¿Si no temes engordar?
—¡Mozo! ¡Jerez! —ordenó Vronsky al criado sin contestar.
Y poniendo el libro al otro lado del plato, continuó leyendo.
El oficial grueso tomó la carta de vinos y se dirigió al joven.
—Escoge tú mismo lo que hayamos de beber —dijo, dándole la carta y mirándole.
—Acaso vino del Rin... —indicó el oficial joven, mirando con timidez a Vronsky y tratando de atusarse los bigotillos incipientes.
Viendo que Vronsky no le dirigía la mirada, el oficial joven se levantó.
—Vayamos a la sala de billar —dijo.
El oficial veterano se levantó, obedeciéndole, y ambos se dirigieron hacia la puerta.
En aquel instante entró en la habitación el capitán de caballería Yachvin, hombre alto y de buen porte. Se acercó a Vronsky y saludó despectivamente, con un simple ademán, a los otros dos oficiales.
—¡Ya le tenemos aquí! —gritó, descargándole en la hombrera un fuerte golpe de su manaza.
Vronsky, irritado, volvió la cabeza. Pero en seguida su rostro recuperó su habitual expresión suave, tranquila y firme.
—Haces bien en comer, Alocha —dijo el capitán con su sonora voz de barítono—. Come, come y toma unas copitas.
—Te advierto que no tengo ganas.
—¡Los inseparables! —exclamó Yachvin, mirando burlonamente a los dos oficiales, que en aquel momento entraban en la otra sala.
Y se sentó junto a Vronsky, doblando en ángulo agudo sus piernas, enfundadas en pantalones de montar muy estrechos, y que resultaban demasiado largas para la altura de las sillas.
—¿Por qué no fuiste al teatro Krasninsky? No estuvo mal la Numerova. ¿Dónde estabas?
—Pasé mucho tiempo en casa de los Tversky.
—¡Ah!
Yachvin, jugador y libertino, de quien no podía decirse que fuera un hombre sin principios, porque profesaba principios francamente inmorales, era el mejor amigo que Vronsky tenía en el regimiento.
Vronsky le apreciaba por su extraordinario vigor físico, que demostraba generalmente bebiendo como una cuba, pasando noches sin dormir y permaneciendo inalterable a pesar de todo. Pero también le estimaba Vronsky por su fuerza moral, que demostraba en el trato con jefes y camaradas, a quienes inspiraba respeto y temor. Demostraba también aquella energía en el juego, en el que tallaba por miles y miles, jugando siempre, a pesar de las enormes cantidades de vino bebidas, con tanta destreza y dominio de sí que pasaba por el mejor jugador del Club Inglés. En fin, Vronsky estimaba y quería a Yachvin porque sabía que éste correspondía a su aprecio y afecto, no por su nombre o riquezas, sino por sí mismo.
De todos los conocidos, era Yachvin el único a quien Vronsky habría deseado hablar de su amor. Aunque Yachvin despreciaba todos los sentimientos, Vronsky adivinaba que sólo él sería capaz de comprender aquella pasión que ahora llenaba su vida. Estaba seguro de que Yachvin no encontraría placer en chismorrear sobre aquello, ya que no le agradaban la murmuración ni el escándalo. Seguramente habría comprendido su sentimiento en su justo valor, es decir, entendiendo que el amor no es una broma ni una diversión, sino algo serio e importante.
Vronsky, aunque nunca le hablara de su amor, sabía que Yachvin estaba al corriente de todo y que tenía el concepto que debía tener, y le gustaba leerlo en los ojos de su amigo.
—¡Ah! —exclamó Yachvin cuando Vronsky le hubo dicho que había estado en casa de los Tversky.
Brillaron sus ojos negros, se cogió el extremo izquierdo de su bigote y se lo metió en la boca, según la mala costumbre que tenía.
—Y tú, ¿qué hiciste ayer? ¿Ganaste? —preguntó Vronsky.
—Ocho mil. Pero con tres mil no puedo contar. No van a pagármelos.
—Entonces no importa que pierdas apostando por mí —dijo Vronsky, riendo, pues sabía que su amigo había apostado una fuerte suma a su favor en aquellas carreras.
—No perderé. Tu único enemigo de cuidado es Majotin.
Y la conversación pasó a las carreras, único tema que aquel día podía interesar a Vronsky.
—Bien, ya he terminado —dijo éste.
Y, levantándose, se dirigió a la puerta.
Yachvin se levantó también, estirando sus largas piernas y su ancha espalda.
—Aún es temprano para comer; pero me apetece beber. Espérame, ahora voy. ¡Eh! ¡Venga vino! —gritó con voz sonora que hacía retemblar los cristales, voz célebre por el estruendo con que daba órdenes—. ¡Pero no, no quiero! —gritó otra vez—. Si vuelves a tu casa, voy contigo.
Y salieron juntos.
XX
Vronsky ocupaba en el campamento una isba9 finesa, muy limpia y dividida en dos departamentos. En el campamento, Petrizky vivía también con él. Cuando Vronsky y Yachvin entraron, Petrizky dormía aún.
—Levántate; ya has dormido bastante —dijo Yachvin pasando al otro lado del tabique y sacudiendo por los hombros al desgreñado Petrizky, que dormía con la cabeza hundida en la almohada.
Petrizky se incorporó bruscamente sobre las rodillas y miró a su alrededor.
—Ha estado aquí tu hermano —dijo a Vronsky—. Me despertó. ¡El diablo le lleve! Ha dicho que volvería.
Y atrayendo otra vez la manta hacia sí, apoyó la cabeza en la almohada.
—Déjame en paz, Yachvin —dijo a éste, que insistía en tirar de la manta—. Déjame... —dio media vuelta y abrió los ojos—. Y si no, vale más que digas esto: ¿qué me convendría beber ahora? Tengo en la boca un sabor tan malo que...
—Lo mejor será beber vodka —contestó Yachvin con su voz de bajo—. ¡Tereschenko, trae vodka y pepinos salados para el señor! —gritó al ordenanza.
—¿Crees que lo mejor será vodka? —preguntó Petrizky, haciendo muecas—. ¿Bebes tú? Si bebemos los dos, de acuerdo. Y tú, Vronsky, ¿bebes? —concluyó Petrizky levantándose y envolviéndose hasta el pecho en la manta de rayas.
Salió por la puerta del tabique, levantó los brazos y cantó en francés:
Había en Tule un rey...
—¿Beberás, Vronsky? —insistió.
—Déjame en paz —repuso Vronsky, poniéndose el uniforme que le ofrecía el ordenanza.
—¿Adónde vas? —preguntó Yachvin—. Allí tienes la troika —añadió, viendo acercarse el coche.
—A las cuadras. Además, tengo que ver antes a Briansky para hablarle de los caballos —repuso Vronsky.
Vronsky, en efecto, había prometido visitar a Briansky, que vivía a diez verstas10 de San Petersburgo, para llevarle el dinero de los caballos. Quería aprovechar el tiempo para realizar de paso aquella visita.
Pero sus compañeros comprendieron en seguida que no iba sólo allí.
Petrizky, mientras continuaba cantando, guiñó el ojo y sacó los labios, como diciendo: «Ya sabemos quién es el Briansky que tienes que visitar».
—Procura no volver tarde —dijo únicamente Yachvin.
Y, cambiando de conversación, preguntó mirando a la ventana y refiriéndose al caballo de varas de la troika que él le había vendido:
—¿Y qué? ¿Cómo te va mi bayo?
—Espera —gritó Petrizky, viendo que Vronsky salía ya—. Tu hermano ha dejado para ti una carta y una nota. Pero ¿dónde están?
Vronsky se paró.
—¿Dónde están?
—Claro, ¿dónde están? Ésa es precisamente la cuestión —dijo con solemnidad Petrizky, pasándose el dedo índice por encima de la nariz.
—¡Vamos, contesta! Es una estupidez lo que estás haciendo —dijo, sonriendo, Vronsky.
—No he encendido el fuego con ella. Deben de estar en alguna parte.
—Déjate de mentiras. ¿Dónde está la carta?
—De veras que lo he olvidado. O ¿lo habré soñado quizá? Espera, espera... ¿Por qué te enfadas? Si hubieras bebido, como yo ayer, cuatro botellas (cuatro por persona), habrías olvidado también dónde tenías la carta y estarías ahora descansando... Espera; voy a acordarme ahora mismo.
Petrizky pasó tras el tabique y se acostó.
—¿Ves? Yo estaba así cuando entró tu hermano... Sí, sí, sí... ¡Ahí tienes la carta!
Y la sacó de debajo del colchón, que era donde la había guardado.
Vronsky cogió la carta y la nota de su hermano.
Era lo que esperaba. Su madre le escribía reprochándole que no fuese a verla. La nota de su hermano decía que necesitaba hablarle.
Vronsky sabía que ambas cosas hacían referencia a lo mismo.
«¿Qué tienen que ver ellos con todo esto?», se preguntaba.
Estrujó las cartas y las guardó entre dos botones del uniforme para leerlas más detenidamente por el camino.
A la entrada de su casa halló a dos oficiales, uno de los cuales pertenecía a su regimiento.
—¿Adónde vas? —le preguntaron.
—Tengo que ir a Peterhof.
—¿Ha llegado el caballo de Tsarkoie Selo?
—Sí, pero no le he visto.
—Dicen que el «Gladiador» de Majotin cojea.
—No es cierto. ¡Pero no sé cómo vais a saltar con el barro que hay! —dijo el otro oficial.
—¡Aquí están mis salvadores! —exclamó Petrizky al ver a los oficiales.
El ordenanza estaba ante él trayendo el vodka y los pepinos salados.
—Yachvin me ordena que beba para refrescarme —añadió.
—¡Qué noche nos disteis! —dijo uno de los oficiales—. No me dejasteis dormir ni un momento.
—¡Si supierais cómo terminamos! —refería Petrizky—. Volkov se subió al tejado y decía que estaba triste. Y yo dije entonces: «¡Música! ¡La marcha fúnebre!». Y Volkov se durmió en el tejado al arrullo de la marcha fúnebre...
—Bebe primero vodka y luego agua de Seltz con mucho limón —dijo Yachvin, que permanecía ante Petrizky como una madre que obliga a un niño a tomar una medicina—. Luego puedes tomar ya una botellita de champaña. Pero una sola, ¿eh?
—¡Eso es definitivo! Espera, Vronsky: vamos a beber.
—No. Adiós, señores. Hoy no bebo.
—¿Temes ganar peso? Entonces beberemos solos. Tráeme agua de Seltz y limón —dijo Petrizky al ordenanza.
—¡Vronsky! —dijo uno de ellos al joven cuando salía.
—¿Qué?
—Deberías cortarte el cabello. Pesa demasiado. Sobre todo el de la calva.
Realmente Vronsky se estaba quedando calvo antes de tiempo. Él rió jovialmente, enseñando sus dientes apretados, y, cubriéndose la calva con la gorra, salió y se sentó en el coche.
—¡A la cuadra! —ordenó.
Y sacó las cartas para leerlas, pero cambió de opinión a fin de no distraerse antes de ver el caballo.
«Las leeré después», pensó.
XXI
La cuadra provisional donde habían llevado su yegua el día anterior era una construcción de madera al lado mismo del hipódromo.
Vronsky no la había visto aún. Durante los últimos días no la sacaba a pasear él mismo, sino su entrenador, así que ignoraba en qué estado podía hallarse la cabalgadura.
Apenas descendió del cabriolé, el palafrenero, que había reconocido el coche desde lejos, llamó al entrenador.
Éste apareció. Era un inglés seco, que calzaba botas altas y vestía chaqueta corta, con un mechón de pelo en la barbilla. Andaba con el paso algo torpe de los jockeys, muy separados los codos, y le salió al encuentro balanceándose.
—¿Cómo va «Fru-Fru»? —preguntó Vronsky en inglés.
—All rigth, sir —contestó el inglés con voz gutural y profunda—. Será mejor que no pase a verla —añadió, quitándose el sombrero—. Le he puesto el bocado y está agitada. Es preferible no inquietarla.
—Voy, voy. Quiero verla.
—Vayamos, pues —pronunció el inglés, casi sin abrir la boca.
Y, moviendo los codos, penetró en la cuadra con desgarbado andar.
Penetraron en un pequeño patio que precedía al establo. El mozo de servicio, hombre de buena estatura, vestido con un guardapolvo limpio y empujando una escoba, les siguió.
En la cuadra había cinco caballos en sus respectivos lugares. Vronsky sabía que también estaba allí su competidor más temible, «Gladiador», el caballo rojo de Majotin.
Más que su caballo, interesaba a Vronsky examinar a «Gladiador», al que nunca había visto hasta entonces. Pero la etiqueta vigente entre los aficionados a caballos prohibía no sólo ver los del antagonista, sino ni siquiera preguntar por ellos.
Mientras avanzaba por el pasillo, el mozo abrió la puerta del segundo departamento a la izquierda y Vronsky vio un enorme caballo rojo, de remos blancos.
Sabía que aquél era «Gladiador», pero Vronsky volvió la cabeza con el sentimiento de un hombre educado que vuelve el rostro para no leer la carta abierta de un tercero, aunque su contenido le intrigue.
Luego se acercó al departamento de «Fru-Fru».
—Ahí está el caballo de Mah... Mak... ¡No consigo pronunciar ese nombre! —dijo el inglés, indicando con su pulgar de sucia uña el departamento de «Gladiador».
—¿De Majotin? Sí; es mi competidor más temible —afirmó Vronsky.
—Si usted lo montara, yo apostaría por usted —dijo el inglés.
—«Fru-Fru» es más nerviosa y «Gladiador» más fuerte —repuso Vronsky, correspondiendo con una sonrisa a aquel cumplido que se hacía a su pericia de jinete.
—En las carreras de obstáculos es cuestión de saber montar bien y de pluck11 —dijo el inglés. Y con esta palabra quería significar osadía y arrojo. Vronsky no sólo creía tener el suficiente, sino que estaba persuadido de que nadie en el mundo podía tener más pluck que él.
—¿Cree usted que es precisa mayor sudoración?
—No es necesario. Pero no hable tan alto, por favor —contestó el inglés—. El caballo se inquieta —añadió señalando con la mano el departamento cerrado ante el cual se hallaban y del que salía un ruido de cascos golpeando la pala.
Abrió la puerta y Vronsky entró en el establo, débilmente iluminado por una ventanita. En el establo, agitando las patas sobre la paja fresca, estaba la yegua, baya oscura, con el freno puesto.
Ya acostumbrado a la media luz del establo, Vronsky pudo apreciar una vez más, de una ojeada, las características de su animal preferido.
«Fru-Fru» tenía regular alzada y, al parecer, no carecía de defectos. Sus huesos eran demasiado frágiles y, aunque de tórax saliente, resultaba estrecha de pecho. Tenía la grupa algo hundida y en los remos delanteros, y más aún en los traseros, se notaba una evidente tosquedad. Los músculos de las patas no eran fuertes y en cambio el vientre resultaba muy ancho, lo que sorprendía considerando la dieta y también las enjutas ancas del animal. Los huesos de las patas no parecían, bajo las corvas, más anchos que un dedo si se los miraba de frente, pero resultaban muy sólidos si se examinaban de lado.
La yegua, en conjunto, salvo si se la miraba de flanco, resultaba apretada de lados y prolongada hacia abajo. Pero poseía en grado sumo una cualidad que hacía olvidar sus defectos: la «sangre», como se dice con arreglo a la expresión inglesa. Entre la red de sus nervios, sus prominentes músculos, dibujándose a través de la piel fina, flexible y suave como el raso, parecían tan fuertes como los huesos. La cabeza, flaca, de ojos salientes, alegres y brillantes, se ensanchaba hacia la boca, mostrando en las fosas nasales la membrana rica de sangre.
Toda su figura, y sobre todo su cabeza, tenía una expresión rotunda, enérgica y suave a la vez. Era uno de esos animales que parece que si no hablan es sólo porque la estructura de su boca no lo permite.
Al menos a Vronsky se le figuró que la yegua comprendía todas las impresiones que él experimentaba mirándola.
Al entrar Vronsky, el animal aspiró profundamente y torciendo sus ojos hasta que las órbitas se le enrojecieron de sangre, miró a los que entraban por el lado opuesto dando sacudidas al freno y moviendo ágilmente los pies.
—¡Vea usted que nerviosa está! —dijo el inglés.
—¡Quieta, querida, quieta...! —murmuró Vronsky, acercándose a la yegua y hablándole.
Cuanto más se acercaba Vronsky, más se inquietaba el animal. Al fin, cuando él estuvo a su lado, «Fru-Fru» se calmó y sus músculos temblaron bajo la piel suave y fina.
Vronsky acarició su cuello robusto, arregló un mechón de crines que le caían al lado opuesto y acercó el rostro a las narices del animal, finas y tensas como alas de murciélago.
La yegua hizo una ruidosa aspiración, dejó escapar el aire por las narices trémulas, bajó una oreja y alargó hacia Vronsky el belfo negro y fuerte, como si quisiera coger la manga de su amo. Mas, recordando que llevaba el bocado, comenzó a cambiar de posición sus finos remos.
—Cálmate, querida, cálmate —dijo él, acariciándole la grupa.
Y salió del establo satisfecho de hallar al animal en tan buena disposición.
La excitación de la yegua se había comunicado a Vronsky, el cual sentía que la sangre le afluía al corazón y que, igual que al animal, le agitaba un deseo de moverse, de morder. Era una sensación que infundía temor y alegría a la vez.
—Confío en usted —dijo al inglés—. A las seis y media, en el lugar señalado.
—Todo marchará bien —repuso el inglés—. ¿Adónde va usted ahora, milord? —preguntó de pronto, dando a Vronsky un tratamiento no empleado casi nunca por él hasta entonces.
Vronsky, extrañado, levantó la cabeza y miró, como solía, no a los ojos, sino a la frente del inglés, asombrado de la audacia de su pregunta.
Pero, comprendiendo que al hablar así el entrenador le consideraba no su señor, sino un jinete, contestó:
—Voy a ver a Briansky y dentro de una hora estaré en casa.
«Hoy no hacen más que preguntarme todos lo mismo», pensó sonrojándose, lo que le sucedía en raras ocasiones.
El inglés le miró atentamente y, como si adivinase adónde iba, añadió:
—Es muy esencial estar tranquilo antes de la carrera. No se enoje ni disguste por nada.
—All rigth —repuso Vronsky sonriendo.
Y, saltando a la carretela, ordenó al cochero que le llevase a Peterhorf.
Apenas habían andado algunos pasos, el nublado que desde la mañana amenazaba descargar se resolvió en un aguacero.
«Malo», pensó Vronsky, bajando la capota del carruaje. «Si ya sin esto había barro, ahora el campo será un verdadero cenagal».
Sentado a solas en la carretela cubierta, sacó la carta de su madre y la nota de su hermano y las leyó.
¡Siempre lo mismo! Todos, incluso su madre y su hermano, encontraban necesario mezclarse en los asuntos de su corazón. Aquella intromisión despertaba en él ira, que era un sentimiento que experimentaba raras veces.
«¿Qué tienen que ver con esto? ¿Por qué consideran todos un deber preocuparse por mí? Seguramente porque advierten que se trata de algo incomprensible para ellos. ¡Cuánto me abruman con sus consejos! Si se tratara de relaciones corrientes y triviales, como las habituales en sociedad, me dejarían tranquilo; pero advierten que esto es diferente, que no se trata de una broma y que quiero a esa mujer más que a mi vida. Y, como no comprenden tal sentimiento, se irritan. Pase lo que pase, nosotros nos hemos creado nuestra suerte y no nos quejamos de ella», pensaba, refiriéndose con aquel «nosotros» a Ana y a sí mismo. «Y los demás se empeñan en enseñarnos a vivir. No tienen idea de lo que es la felicidad; ignoran que fuera de este amor no existe ni ventura ni desventura, porque no existe ni siquiera vida», concluyó Vronsky.
Se enojaba tanto contra la intromisión ajena, cuanto, en el fondo, reconocía que todos tenían razón. Sentía que su amor por Ana no era una pasión momentánea, que se disiparía como se disipan las relaciones mundanas, sin dejar en la vida de ambos otras huellas que recuerdos agradables o desagradables.
Reconocía lo terrible de la situación de ambos, la dificultad de ocultar su amor, de mentir y engañar al respecto, hallándose ambos tan a la vista de todos; sí, de mentir y engañar, y estar alerta, pensando siempre en los demás, cuando la pasión que les unía era tan avasalladora que les hacía olvidarse de cuanto no fuera su amor.
Recordaba con claridad la frecuencia con que tenían que hacerlo violentando así su naturaleza, y recordó, sobre todo, con nitidez especial la vergüenza que experimentaba Ana al verse forzada a fingir.
Desde que tenía relaciones con Ana albergaba a menudo un extraño sentimiento de repulsión que llegaba a dominarle por completo. Repulsión hacia Alexis Alejandrovich, hacia sí mismo, hacia todo el mundo. Le habría costado poder precisar aquel sentimiento, pero lo rechazaba siempre lejos de él.
Movió la cabeza y prosiguió pensando:
«Antes ella era desgraciada, pero se sentía orgullosa y tranquila. Ahora, en cambio, no puede tener orgullo ni tranquilidad, aunque lo aparente. Hay que terminar con esto», resolvió.
Por primera vez, pues, experimentaba la necesidad de concluir con aquella farsa, y cuanto antes mejor.
«Es preciso abandonarlo todo y ocultarnos los dos en algún sitio, a solas con nuestro amor», se dijo.
XXII
El aguacero fue de corta duración, y cuando Vronsky llegaba a su destino al trote largo del caballo de varas, que forzaba a correr los laterales sin necesidad de acicate, el sol lucía de nuevo y los tejados de las casas veraniegas y los añosos tilos de los jardines que flanqueaban la calle principal despedían una claridad húmeda, y el agua goteaba de las ramas y se deslizaba por los tejados con alegre rumor.
Vronsky no pensaba ya en que el chaparrón pudiera enlodazar la pista, sino que se regocijaba pensando en que, gracias a la lluvia, encontraría en casa a Ana.
Sabía que su marido, recién llegado de una cura de aguas en el extranjero, no estaba en la casa de verano.
Esperando encontrarla sola, Vronsky, como hacía siempre para atraer menos la atención, dejó el carruaje antes de llegar al puentecillo, avanzó a pie y en vez de entrar por la puerta principal que daba a la calle, entró por la del patio.
—¿Ha llegado el señor? —preguntó al jardinero.
—No, señor. La señora, sí, está en casa. ¡Pero entre por la puerta principal! Allí hay criados y podrán abrirle —repuso el hombre.
—No, pasaré por el jardín.
Y seguro ya de que Ana estaba sola, y deseando sorprenderla, ya que no le había anunciado su visita para hoy y no debía esperar verle antes de las carreras, se dirigió, suspendiendo el sable y pisando con precaución la arena del sendero bordeado de flores, a la terraza que daba al jardín.
Había olvidado cuanto pensara por el camino sobre las dificultades y disgustos de su situación. Sólo sabía que iba a verla y no imaginariamente, sino viva, tal como era.
Ya subía, pisando siempre con cautela, para no hacer ruido, los lisos peldaños de la escalinata, cuando de pronto recordó lo que olvidaba siempre, lo que más penosas hacía sus relaciones con ella: el hijo de Ana, siempre con su mirada interrogativa que tan desagradable le resultaba.
El niño perturbaba sus citas más que nadie. Cuando estaba con ellos, ni Ana ni Vronsky osaban decir nada que no pudiera repetirse ante terceros, ni empleaban alusiones que el niño no pudiera entender.
No lo habían convenido así: la cosa surgió por sí misma.
En su presencia hablaban sólo como si fuesen simples conocidos. Pero, pese a sus precauciones, Vronsky sorprendía a menudo fija en él una mirada atenta y extraña, y comprobaba cierta timidez, cierta desigualdad —ya excesivo afecto, ya despego— en el trato que le dispensaba el niño. Se diría que el pequeño adivinaba que entre aquel hombre y su madre existía una relación profunda, incomprensible para él.
En realidad, el niño no comprendía aquellas relaciones y se esforzaba en concretar los sentimientos que debía inspirarle Vronsky. Su sensibilidad infantil le permitía notar claramente que su padre, su institutriz, el aya, todos en fin, no apreciaban a Vronsky, sino que le miraban con repugnancia y temor, aunque no dijeran nada de él, en tanto que su madre le trataba siempre como a su mejor amigo.
«¿Qué significa esto? ¿Quién es? ¿Debo quererle? No le comprendo y debe de ser culpa mía; debo de ser un niño malo o tonto», pensaba el pequeño. Y ésta era la causa de su expresión interrogativa y un tanto malévola y de la timidez y de la desigualdad de trato que tanto enojaban a Vronsky.
Ver a aquel niño despertaba en él aquel sentimiento de repulsión inmotivada que experimentaba en los últimos tiempos.
En verdad, la presencia del niño inspiraba a Vronsky los sentimientos de un navegante que comprueba, por la brújula, que sigue una ruta equivocada, sin medios para poderla rectificar, sintiéndose cada vez más extraviado y consciente de que el cambio de dirección equivale a su pérdida.
Aquel niño con su ingenua mirada representaba en la vida la brújula que les marcaba a Ana y a él el grado de extravío a que sabían haber llegado, aunque se negaran a reconocerlo.
Sergio no se hallaba en casa. Había salido de paseo, sorprendiéndole la lluvia en pleno campo. Ana había enviado a un criado y a una muchacha a buscarlo y ahora estaba sola, sentada en la terraza, esperándole.
Vestía un traje blanco con anchos bordados y, hallándose en un ángulo de la terraza, tras las flores, no veía a Vronsky. Inclinando la cabeza de oscuros rizos, sostenía una regadera entre sus hermosas manos ensortijadas que él conocía tan bien.
La hermosura de su cabeza, de su garganta, de sus manos, de toda su figura, sorprendía siempre a Vronsky como algo nuevo.
Se detuvo, mirándola arrobado. Pero apenas adelantó un paso, ella presintió su proximidad, soltó la regadera y volvió a él su encendido semblante.
—¿Qué le pasa? ¿Se encuentra mal? —preguntó él en francés, acercándose.
Habría querido precipitarse hacia ella, pero pensando que podía haber alguien que les observara, miró primero hacia las vidrieras del balcón y se sonrojó, como siempre que se veía obligado a mirar en torno suyo.
—No. Estoy bien —repuso ella, levantándose y estrechando la mano que le alargaba Vronsky—. Pero no te esperaba.
—¡Dios mío, qué manos tan frías! —exclamó él.
—Me has asustado —dijo Ana—. Estoy sola, esperando a Sergio, que salió de paseo. Vendrán por ese lado.
A pesar de sus esfuerzos para parecer tranquila, sus labios temblaban.
—Perdóneme que viniera. No me fue posible pasar un día más sin verla —dijo Vronsky, siempre en francés, para eludir el ceremonioso «usted» y el comprometedor «tú» del idioma ruso.
—¿Perdonarte el qué? Estoy muy contenta.
—O se encuentra usted mal o está triste —continuó Vronsky, sin soltar su mano e inclinándose hacia Ana—. ¿En qué pensaba?
—Siempre en lo mismo —repuso ella, sonriendo.
Decía la verdad. En cualquier momento en que le preguntaran podía contestar sin faltar a la verdad: pienso en uno, en su felicidad y en su desgracia.
Ahora mismo, al llegar Vronsky, Ana pensaba precisamente en cómo era posible que a Betsy, por ejemplo (pues estaba enterada de sus relaciones con Tuchskovich), le resultase todo tan fácil, mientras que a ella le era tan penoso.
Y hoy tal pensamiento la atormentaba particularmente por especiales razones.
Preguntó a Vronsky sobre las carreras y él, viendo nerviosa a Ana, a fin de distraería, le contó todo lo relativo a los preparativos para el concurso hípico.
«¿Se lo digo o no?», pensaba ella, contemplando los ojos tranquilos y acariciadores de Vronsky. «Se siente tan feliz, tan ocupado con lo de las carreras, que no lo comprendería en su verdadero sentido, no comprendería la significación que encierra este hecho para nosotros...».
—Aún no me ha dicho usted en qué estaba pensando cuando entré. Dígamelo, se lo ruego —suplicó Vronsky, interrumpiendo su conversación.
Ana no contestó. Inclinando levemente la cabeza, le dirigía, con la frente baja, la mirada de sus brillantes ojos adornados de largas pestañas.
Su mano jugueteaba con una hoja y temblaba. Vronsky reparó en ello y en su rostro se expresó aquella sumisión, aquella obediencia ciega que tanto conmovían a Ana.
—Veo que le pasa algo. ¿Cómo voy a estar tranquilo sabiendo que sufre usted una pena que no comparto? Dígamela, por Dios —insistió.
«No le perdonaría si no comprendiese toda la importancia de... Vale más callar. ¿A qué probarle?», pensaba Ana, mirándole.
Y su mano y la hoja temblaban cada vez más.
—Se lo ruego, por Dios —insistió él.
—¿Se lo digo?
—Sí, sí, sí.
—Estoy embarazada —murmuró Ana lentamente, en voz baja.
La mano, que jugaba con la hoja, tembló más aún, pero ella no separaba la vista de él para ver cómo recibía la noticia.
Vronsky palideció; quiso decir algo, pero se interrumpió, soltó la mano de Ana y bajó la cabeza.
«Sí, ha comprendido toda la importancia de este hecho», pensó Ana con gratitud.
Y le apretó la mano.
Pero se engañaba creyendo que él había comprendido toda la importancia de aquella noticia tal como ella la comprendía.
En efecto, Vronsky, al oírla, experimentó diez veces más fuertemente que de costumbre la sensación de extraña repugnancia que solía poseerle con frecuencia.
Por otro lado, comprendió que la crisis que él anhelaba había llegado, que era imposible ocultar más los hechos al marido y que de un modo u otro se tenía que acabar por fuerza con aquel estado de cosas.
Además, la emoción de Ana se comunicó a él casi físicamente. Le dirigió una mirada acariciadora y sumisa, besó su mano, se incorporó y comenzó a pasear por la terraza en silencio.
—Sí —dijo al cabo, acercándose a ella—. Ni usted ni yo hemos considerado nuestras relaciones como una broma. Y ahora nuestra suerte está decidida. Hay que terminar —dijo, mirando en torno suyo— esta mentira en que vivimos.
—¿Terminar, Alexis? ¿Y cómo? —preguntó Ana, con voz temblorosa, iluminado el rostro por una débil sonrisa.
—Abandonando a tu marido y uniendo nuestras vidas.
—Ya lo están ahora —repuso ella, con voz casi imperceptible.
—Pero no del todo.
—¿Y qué podemos hacer, Alexis? Dímelo —repuso Ana, sonriendo con tristeza al pensar en la delicada situación en que se encontraban—. ¿Cómo salir de todo esto? ¿Acaso no soy la esposa de mi marido?
—Para todo hay salida. Es preciso decidirse —dijo Vronsky—. Cualquier cosa será mejor que vivir de este modo. Yo veo perfectamente cuánto sufres por todo: por el mundo, por tu hijo, por tu marido...
—Por mi marido, no —dijo Ana con ingenua sonrisa—. No le conozco, no pienso en él, no existe para mí.
—No dices la verdad. Te conozco. Sufres por él.
—Además, él no sabe nada —dijo Ana.
Y de pronto sintió que las mejillas, la frente, el cuello, se le cubrían de rubor.
Lágrimas de vergüenza acudieron a sus ojos.
—No hablemos de él —concluyó.
XXIII
Varias veces había probado Vronsky, aunque no tan resueltamente como ahora, a hablar con Ana de su situación. Y cada vez encontraba la misma superficialidad y la misma ligereza de reflexión que ahora demostraba ella al contestar a la proposición que le hacía.
Se diría que existía algo que Ana no quería o no podía aclarar consigo misma, como si cada vez que empezaba a hablar de aquello la verdadera Ana se ensimismara y resultase otra mujer, extraña a él, una mujer a quien no amaba, a la que temía y que le rechazaba.
Pero Vronsky, hoy, estaba resuelto, pasara lo que pasara, a decirlo todo.
—Lo sepa o no su marido —manifestó con su tono habitual, firme y sereno—, a nosotros nos da igual. Pero no podemos continuar así, sobre todo ahora.
—¿Y qué quiere que hagamos? —preguntó ella, con su acostumbrada sonrisa irónica.
Había temido que Vronsky tomara a la ligera su confidencia y ahora se sentía disgustada contra sí misma, al ver que él deducía del hecho la necesidad absoluta de una resolución enérgica.
—Tiene que confesarlo todo a su marido y abandonarle.
—Bien: imagine que se lo confieso —dijo Ana—. ¿Sabe lo qué pasaría? Se lo puedo decir desde ahora —y una luz malévola brilló en sus ojos, tan dulces momentos antes—. «¿Conque ama usted a ese hombre y mantiene con él relaciones ilícitas? —y al imitar a su esposo subrayó la palabra “ilícitas”, como habría hecho Alexis Alejandrovich—. Ya le advertí sus consecuencias en el sentido religioso, familiar y social... Usted no ha escuchado mis consejos. Pero yo no puedo deshonrar mi nombre...». —Ana iba a añadir: «ni el de mi hijo», pero no quiso complicar al niño en su burla, y añadió: «deshonrar mi nombre», y alguna cosa más por el estilo. Continuó aún—: En resumen, con su estilo de estadista y sus palabras precisas y claras, me dirá que no puede dejarme marchar y que tomará cuantas medidas estén a su alcance para evitar el escándalo. Y hará, serena y escrupulosamente, lo que diga. No es un hombre, sino una máquina. Y una máquina perversa cuando se irrita —añadió, recordando a Alexis Alejandrovich con todos los detalles de su figura, con su modo de hablar, acusándolo de todo lo que de malo podía encontrar en él, no perdonándole nada por aquella terrible bajeza de que ella era culpable ante su marido.
—Ana —dijo Vronsky, con voz suave y persuasiva, tratando de calmarla—, de todos modos hay que decírselo y después obrar según lo que él decida.
—¿Y tendremos que huir?
—¿Por qué no? No veo posibilidad de seguir así, y no sólo por mí, sino porque veo cuánto sufre usted.
—Claro: huir... y convertirme en su amante —dijo Ana con malignidad.
—¡Ana! —exclamó él con tierno reproche.
—Sí —continuó ella—: ser su amante y perderlo todo.
Habría querido decir «perder a mi hijo», pero no le fue posible pronunciar la palabra.
Vronsky no podía comprender que Ana, naturaleza enérgica y honrada, pudiera soportar aquella situación de falsedades y no quisiera salir de ella. No sospechaba que la causa principal la concretaba aquella palabra, «hijo», que Ana no se atrevía ahora a pronunciar.
Cuando Ana pensaba en su hijo y en las futuras relaciones que habría de tener con él si se separaba de su esposo, se estremecía pensando en lo que había hecho y entonces no podía reflexionar; mujer al fin, no buscaba más que persuadirse de que todo quedaría igual que en el pasado y olvidar la terrible incógnita de lo que sería de su hijo.
—Te pido, te imploro —dijo Ana de repente, en distinto tono de voz, sincero y dulce, y cogiéndole las manos— que no vuelvas a hablarme de eso.
—Pero Ana...
—¡Jamás! Déjame hacer. Conozco toda la bajeza y todo el horror de mi situación. ¡Pero no es tan fácil de arreglar como te figuras! Déjame y obedéceme. No me hables más de esto. ¿Me lo prometes? ¡No, no: prométemelo!
—Te prometo lo que quieras, pero no puedo quedar tranquilo, sobre todo después de lo que me has dicho. No puedo estar tranquilo cuando tú no lo estás.
—¿Yo? —repuso ella—. Es verdad que a veces padezco. Pero eso pasará si no vuelves a hablarme de... Sólo con hablar de ello me atormentas...
—No comprendo... —dijo Vronsky.
—Pues yo sí comprendo —interrumpió Ana— que te es penoso mentir, porque eres de condición honorable, y te compadezco. Pienso a veces que has estropeado tu vida por mí.
—Lo mismo pensaba yo de ti en este momento —dijo Vronsky—. ¿Cómo has podido sacrificarlo todo por mí? No podré nunca perdonarme el haberte hecho desgraciada.
—¿Desgraciada yo? —dijo Ana, acercándose a él y mirándole con una sonrisa llena de amor y de felicidad—. ¡Si soy como un hambriento al que han dado de comer! Podrá quizá sentir frío, tener el vestido roto y experimentar vergüenza, pero no es desgraciado. ¿Yo desgraciada? No, en esto he hallado precisamente mi felicidad.
Oyó en aquel momento la voz de su hijo que se acercaba y, lanzando una mirada que abarcó toda la terraza, se levantó con apresuramiento.
Sus ojos se iluminaron con un fulgor bien conocido por él, y, con un rápido movimiento, levantó sus manos cubiertas de sortijas, tomó la cabeza de Vronsky, le miró largamente y, acercando su rostro, con los labios abiertos y sonrientes, le besó en la boca y en ambos ojos y luego le apartó.
Quiso marchar de la terraza, pero Vronsky la retuvo.
—¿Hasta cuándo? —murmuró contemplándola enajenado.
—Hasta esta noche a la una —contestó Ana.
Y, suspirando profundamente, se dirigió, con paso rápido y ligero, al encuentro de su hijo.
La lluvia había sorprendido a Sergio en el Parque grande y tuvo que esperar, con el aya, refugiado en el pabellón principal.
—Hasta pronto —dijo Ana a Vronsky—. Dentro de poco tengo que salir para ir a las carreras. Betsy quedó en venir a buscarme.
Vronsky consultó el reloj y salió precipitadamente.
XXIV
Cuando Vronsky había mirado el reloj en la terraza de los Karenin estaba tan perturbado y tan absorto en sus pensamientos que había visto las manecillas, pero no reparó en la hora que era.
Salió a la calle y, con cuidado para no ensuciarse con el barro que cubría el suelo, se dirigió a su coche.
El recuerdo de Ana llenaba hasta tal punto su imaginación que no se daba cuenta de la hora ni de si tenía o no tiempo de ver a Briansky. Como sucede a menudo, no le quedaba sino un sentido instintivo de lo que tenía que hacer, sin que la reflexión entrase en ello para nada.
Se acercó al cochero, que dormitaba a la sombra ya oblicua de un frondoso tilo, miró la nube de mosquitos que volaban sobre los caballos cubiertos de sudor y, después de haber despertado al cochero, saltó al carruaje y le ordenó que se dirigiese a casa de Briansky.
Sólo después de recorrer unas siete verstas se recobró, miró el reloj, vio que eran las cinco y media y se dio cuenta de que iba con retraso.
Había fijadas para aquel día varias carreras: las de los equipos de Su Majestad, las de dos verstas para oficiales, otra de cuatro verstas y al fin la carrera en que él debía tomar parte.
Aún podía llegar a tiempo para la carrera, pero si iba a ver a Briansky muy difícilmente llegaría a tiempo y, desde luego, después de que toda la Corte estuviese ya en el hipódromo. Era algo improcedente. Pero había dado palabra a Briansky y resolvió continuar, ordenando al cochero que no tuviese compasión de los caballos.
Llegó a casa de Briansky, se detuvo cinco minutos en ella y volvió atrás a todo trotar.
La rápida carrera le calmó. Cuanto había de penoso en sus relaciones con Ana, lo indeciso que quedara el asunto después de su conversación, todo se le fue de la memoria y ahora pensaba con placer en la carrera, a la que llegaría a tiempo sin ninguna duda; y, de vez en cuando, la dicha de la entrevista que había de tener con Ana aquella noche pasaba por su imaginación como una luz deslumbradora.
La emoción de la próxima carrera se apoderaba de él cada vez más a medida que se iba adentrando en el ambiente de ella, dejando rezagados los coches de aquellos que, desde San Petersburgo y las casas de veraneo, se dirigían al hipódromo.
En su casa no había nadie: todos estaban en las carreras. El criado le esperaba a la puerta.
Mientras se cambiaba de ropa, el criado le anunció que la segunda carrera había comenzado, que habían estado preguntando por él muchos señores y que el mozo de cuadras había ido ya dos veces a buscarle.
Una vez vestido sin apresurarse, ya que nunca se precipitaba ni perdía su serenidad, Vronsky ordenó al cochero que le condujese a las cuadras.
Se veía desde allí el mar de coches, de peones, de soldados que rodeaban el hipódromo y las tribunas llenas de gente. Debía de estar celebrándose la segunda carrera, porque en el momento en que él entraba en las cuadras se oyó sonar una campana.
Acercándose al establo, vio a «Gladiador», el caballo rojo de piernas blancas de su competidor Majotin, al que llevaban al hipódromo cubierto con gualdrapa de color naranja y azul marino. Sus orejas, merced al adorno azul que llevaba encima, parecían inmensas.
—¿Y Kord? —preguntó al palafranero.
—En la cuadra, ensillando el caballo.
El establo estaba abierto y «Fru-Fru» ensillada. Iban a hacerla salir.
—¿No llego tarde?
—All right, all right! —dijo el inglés—. Todo va bien.
Vronsky miró una vez más las elegantes líneas de su querida yegua, cuyo cuerpo temblaba de pies a cabeza, y salió de la cuadra, costándole separar la vista del animal.
Llegó a las tribunas en el momento oportuno para no atraer la atención sobre sí.
La carrera de dos verstas acababa de terminar y ahora los ojos de todos estaban fijos en un caballero de la Guardia, seguido de un húsar de la escolta imperial que en aquel momento, animando a sus caballos con todas sus fuerzas, alcanzaba la meta.
Desde el centro de la pista y desde el exterior, la multitud se precipitaba hacia la meta. Un grupo de oficiales y soldados expresaba con sonoras aclamaciones su alegría por el triunfo de su oficial y camarada.
Vronsky se mezcló en el grupo, sin atraer la atención, casi a la vez que sonaba la campana anunciando el final de la carrera.
El caballero de la Guardia, alto, cubierto de barro, que había llegado en primer lugar, acomodose con todo su peso en la silla y comenzó a aflojar el bocado de su potro gris, que respiraba ruidosamente, cubierto todo de sudor.
El corcel, moviendo los pies con esfuerzo, refrenó la marcha veloz de su enorme cuerpo. El caballero de la Guardia miró en torno suyo como despertando de una pesadilla y sonrió con esfuerzo. Un grupo de amigos y desconocidos le rodeó.
Vronsky evitaba adrede los grupos de personas distinguidas que se movían pausadamente charlando ante las tribunas. Divisó a la Karenina y a Betsy, así como a la esposa de su hermano. Pero no se acercó para que no le entretuviesen. Mas a cada paso encontraba conocidos que le paraban, a fin de contarle los detalles de las carreras y de preguntarle la causa de que llegara tan tarde.
Los corredores fueron llamados a la tribuna para recibir los premios y todos se dirigieron hacia allí.
El hermano mayor de Vronsky, Alejandro, coronel del ejército, un hombre más bien bajo, pero bien formado, como el propio Alexis, y más guapo, con la nariz y las mejillas encendidas y el rostro de alcohólico, se le acercó.
—¿Recibiste mi nota? —dijo—. No pude encontrarte.
A pesar de la vida de libertinaje y, sobre todo, de embriaguez que llevaba, y que le había hecho célebre, Alexis Vronsky era un perfecto cortesano.
Ahora, al hablar con su hermano de aquel asunto desagradable, sabía que tenían muchos ojos fijos en ellos y, por tanto, afectaba un aspecto sonriente, como si estuviese bromeando con su hermano sobre cosas sin importancia.
—La recibí y no comprendo de qué te preocupas tú —contestó Alexis.
—Me preocupo de que ahora mismo me hayan advertido de que no estabas aquí y de que el lunes se te viera en Peterhof.
—Hay asuntos que sólo deben ser tratados por las personas interesadas en ellos, y el asunto a que te refieres es de esa clase.
—Sí; pero en ese caso no se continúa en el servicio, no...
—Te ruego que no te metas en eso y nada más.
El rostro de Alexis Vronsky palideció y su saliente mandíbula comenzó a temblar, lo que le sucedía raras veces. Hombre de corazón, se enfadaba en pocas ocasiones; pero cuando se enojaba y comenzaba a temblarle la barbilla, era peligroso.
Alexis Vronsky, que lo sabía, sonrió con jovialidad.
—Lo principal era que quería llevarte la carta de mamá. Contéstala y no te preocupes de nada antes de la carrera. Bonne chance! —añadió, sonriendo.
Y se separó.
En seguida un nuevo saludo amistoso detuvo a Vronsky.
—¿Ya no conoces a los amigos? Buenos días, mon cher —dijo Esteban Arkadievich, quien entre la esplendidez petersburguesa brillaba no menos que en Moscú con su semblante encendido y sus patillas lustrosas y bien cuidadas—. He llegado ayer y me encantará asistir a tu triunfo. ¿Cuándo nos vemos?
—Podemos comer juntos mañana —repuso Vronsky, y apretándole el brazo por encima de la manga del abrigo, mientras se excusaba, se dirigió al centro del hipódromo, adonde llevaban ya los caballos para la gran carrera de obstáculos.
Los caballos, cansados y sudorosos, que habían corrido ya, regresaban a sus cuadras conducidos por los palafreneros, y uno tras otro iban apareciendo los que iban a correr ahora. Eran caballos ingleses en su mayoría, embutidos en sus gualdrapas, que les asemejaban a enormes y extraños pajarracos. La esbelta y bella «Fru-Fru» estaba a la derecha y, como en el establo, golpeaba sin cesar el suelo con sus largos y elegantes remos.
No lejos de ella quitaban su gualdrapa a «Gladiador». Las recias, bellas y armoniosas formas del caballo, su magnífica grupa y sus cortos remos llamaron involuntariamente la atención de Vronsky.
Fue a acercarse a su caballo, pero una vez más le entretuvo un conocido.
—Por allí anda Karenin buscando a su mujer —dijo el conocido—. Ella está en el centro de la tribuna. ¿La ha visto?
—No, no la he visto —contestó Vronsky.
Y, sin volverse siquiera hacia la tribuna donde le decían que estaba la Karenina, se dirigió hacia su caballo.
Apenas tuvo Vronsky tiempo de mirar la silla, sobre la cual tenía que dar algunas indicaciones, cuando llamaron a los corredores a la tribuna para darles números e instrucciones sobre la carrera.
Diecisiete oficiales, con los rostros serios y reconcentrados y algunos bastante pálidos, se reunieron junto a la tribuna y recibieron los números.
A Vronsky le correspondió el siete.
Sonó la orden:
—¡A caballo!
Notando que, entre los demás corredores, era el centro en que convergían todas las miradas, Vronsky se acercó a su caballo, sintiéndose algo violento, a pesar de su serenidad habitual.
En honor a la solemnidad de la carrera, Kord había vestido su traje de gala: levita negra abrochada hasta arriba, cuello duro, muy almidonado, que sostenía sus mejillas en alto, sombrero negro y botas de montar.
Tranquilo y con aires de importancia, como siempre, estaba ante el caballo, al que sostenía por las riendas. «Fru-Fru» seguía temblando como si tuviera fiebre. Su ojo lleno de fuego miraba de soslayo a Vronsky, que se acercaba.
Vronsky introdujo el dedo bajo la cincha y la yegua torció el ojo más aún y bajó una oreja.
El inglés hizo una mueca con los labios, queriendo insinuar una sonrisa ante la idea de que pudiese dudarse de su pericia en el arte de ensillar.
—Monte; así no estará usted tan agitado.
Vronsky dirigió la vista hacia atrás, para ver por última vez a sus competidores, pues sabía que no podría ya verles durante toda la carrera.
Dos de ellos estaban ya en el lugar de partida. Galzin, amigo de Vronsky y uno de los antagonistas peligrosos, giraba en torno a su potro bayo, que no se dejaba montar.
Un menudo húsar de la Guardia, con estrechos calzones de montar, trotaba muy encorvado sobre la grupa del caballo queriendo imitar a los ingleses. El príncipe Kuzovlev cabalgaba, muy pálido, su yegua de pura sangre, de la yeguada de Grabovsky, que un inglés llevaba por la brida.
Vronsky y todos sus amigos conocían a Kuzovlev su «debilidad nerviosa» y el terrible amor propio que le caracterizaba.
Sabían que Kuzovlev tenía miedo de todo: miedo incluso de montar un caballo militar corriente. Pero ahora, precisamente porque existía peligro, porque podía uno romperse la cabeza y porque junto a cada obstáculo había médicos, enfermeras y un furgón con una cruz pintada, había resuelto correr.
Las miradas de los dos se encontraron, y Vronsky le guiñó el ojo amistosamente y con aire de aprobación.
Pero en realidad no veía más que a un hombre, su antagonista más terrible: Majotin sobre «Gladiador».
—No se precipite —dijo Kord a Vronsky— ni se acuerde de usted mismo. No contenga a la yegua ante los obstáculos, no la fuerce; déjela obrar como quiera.
—Bien, bien —dijo Vronsky, empuñando las riendas.
—A ser posible, póngase a la cabeza de los corredores, pero si no lo logra, no pierda la esperanza hasta el último momento, aunque quede muy rezagado.
Antes de que el caballo se moviera, Vronsky, con un movimiento ágil y vigoroso, puso el pie en el cincelado estribo de acero y asentó, con firme ligereza, su cuerpo recio en la crujiente silla de cuero.
Su pie derecho buscó el estribo con un movimiento maquinal y acomodó las dobles bridas entre los dedos.
Kord apartó las manos.
Como vacilando sobre el pie con que debía pisar antes, «Fru-Fru» estiró el largo cuello, dejando tensas las riendas, y se movió como sobre resortes, meciendo al jinete sobre su lomo flexible.
Kord les seguía apresurando el paso. El caballo, nervioso, como queriendo desconcertar al jinete, tiraba de las riendas, ora de un lado, ora de otro, y Vronsky trataba en vano de calmarle con la mano y con las palabras.
Se acercaban ya al riachuelo protegido por una barrera donde estaba el lugar de partida.
Muchos de los jinetes iban delante, otros muchos detrás. De improviso, Vronsky sintió tras sí, en el barro del camino, el pisar de un caballo, y Majotin le adelantó sobre su patiblanco «Gladiador» de grandes orejas.
Majotin sonrió mostrando sus grandes dientes, pero Vronsky le miró con seriedad. En general, no sentía ningún aprecio por él. Pero ahora le irritaba, además, el considerarle el más peligroso de los concursantes y el que le hubiese pasado delante.
Excitó a «Fru-Fru», la cual levantó la pata izquierda para trotar y dio dos corvetas. Luego, furiosa contra aquellas bridas tenazmente tensas, trotó con sacudidas que hacían tambalearse en la silla al jinete.
Kord arrugó el entrecejo y echó a correr a grandes zancadas para alcanzar a Vronsky.
XXV
Eran en total diecisiete los oficiales que intervenían en la carrera de obstáculos, la cual se celebraba sobre una enorme elipse de cuatro verstas de longitud.
En aquella elipse había nueve obstáculos: un arroyo, una valla de dos arquinas de alto ante la tribuna, una zanja seca, otra con agua, un montículo de elevada pendiente y un obstáculo de doble salto, consistente en una valla cubierta de ramaje seco tras la cual había una zanja, invisible para el caballo, que debía saltar, valla y zanja de una vez, so pena de matarse. Aquél era el obstáculo más peligroso.
Había dos zanjas más, una con agua y otra sin ella. La meta estaba ante la tribuna.
La carrera no comenzaba en la elipse, sino a unos cien sajens de ella, a un lado. Ya en aquel trayecto se encontraba el primer obstáculo: una valla seguida de un arroyo que los jinetes podían, según quisieran, saltar o vadear.
Por tres veces se alinearon los jinetes, pero siempre se adelantaba algún caballo y era preciso volver a empezar.
El juez de partida, coronel Sestrin, empezaba ya a irritarse.
Al fin, a la cuarta vez, dio la señal y los caballos salieron disparados.
Los ojos de todos, todos los prismáticos, se concentraban en el pequeño grupo de jinetes mientras se alineaban.
—¡Han dado ya la salida! ¡Ya corren! —se oyó gritar por todas partes, tras el silencio que precedió a la señal de partida. Y los grupos de espectadores y los peones aislados comenzaron a correr de un sitio a otro para ver mejor la carrera.
Desde el principio, el grupo de jinetes se dispersó. De dos en dos, de tres en tres, o individualmente, se acercaban al riachuelo.
Para los simples espectadores, todos los caballos corrían a la vez, mas los expertos apreciaban diferencias de segundos que tenían gran importancia para ellos.
«Fru-Fru», nerviosa y demasiado excitada, se retrasó en el primer momento y algunos caballos partieron antes que ella. Pero cuando aún no habían llegado al arroyo, Vronsky, dominando al animal, que tiraba siempre de las bridas, adelantó fácilmente a tres de los jinetes.
«Gladiador», montado por Majotin, le llevaba ventaja. El rojo caballo galopaba, fácil y rítmicamente, ante el propio Vronsky.
Y, delante de todos, la magnífica yegua «Diana» llevaba sobre sus lomos a Kuzovlev, más muerto que vivo.
Al principio, Vronsky no era dueño del caballo ni de sí mismo; hasta llegar al primer obstáculo, el riachuelo, no pudo dirigir los movimientos del animal.
«Gladiador» y «Diana» llegaban a la vez al obstáculo. Casi en el mismo instante se levantaron, saltaron sobre el riachuelo y pasaron sin esfuerzo al otro lado.
Igualmente, «Fru-Fru» saltó tras ellos. Vronsky, apenas se sintió levantado en el aire, vio de pronto, casi bajo las patas de su cabalgadura, a Kuzovlev, que trataba de desembarazarse de «Diana», caída a la otra orilla del arroyo.
Kuzovlev había soltado las riendas después de saltar y el caballo cayó cabeza abajo con él.
Los detalles de la caída no los supo Vronsky hasta más tarde. Ahora sólo veía el peligro de que «Fru-Fru» pusiese los cascos sobre la cabeza o una pata de «Diana».
Pero «Fru-Fru», como una gata al caer, hizo, mientras saltaba, un esfuerzo de remos y grupa y, dejando a «Diana» a un lado, siguió adelante.
«¡Oh, mi cara yegua!», pensó Vronsky.
Tras el salto del riachuelo, Vronsky dominaba ya completamente al animal. Proponíase saltar el obstáculo principal detrás de Majotin, y en la distancia siguiente, libre de obstáculos, de una longitud de doscientos sajens, tratar de pasarle.
La valla más grande estaba ante la tribuna del Zar.
El Emperador, toda la Corte, grandes masas de público, les contemplaban. Él y Majotin avanzaban galopando. Majotin le llevaba un cuerpo de distancia al llegar al «diablo», como llamaban a aquella barrera.
Vronsky sentía los ojos del público puestos en él desde todas partes, pero no veía nada, excepto las orejas y el cuello de su caballo, excepto la tierra que corría a su encuentro, excepto la grupa roja y las piernas blancas de «Gladiador», siempre a la misma distancia delante de él.
«Gladiador» se irguió en el aire, agitó su breve cola y desapareció de los ojos de Vronsky sin haber rozado el obstáculo.
—¡Bravo! —se oyó gritar.
En el mismo instante, las tablas de la barrera pasaron ante los ojos de Vronsky. Sin una sola agitación, el caballo se levantó bajo el jinete, las tablas desaparecieron y sólo sintió detrás de él el ruido de un ligero golpe.
«Fru-Fru», inquieta por ver delante a «Gladiador», había saltado demasiado pronto, tropezando en la barrera con uno de los cascos traseros.
Pero su carrera no se interrumpió. Vronsky recibió en el rostro una pella de barro, comprobando casi a la vez que le separaba de «Gladiador» la misma distancia de antes. Veía otra vez sus ancas ante sí, su cola corta y sus patas blancas, que se movían rápidamente, pero sin agrandar la distancia.
En el instante en que Vronsky pensaba que era preciso adelantar a Majotin, «Fru-Fru», espontáneamente, adivinando su pensamiento sin que él la excitase, aceleró su carrera acercándose a Majotin por el lado de las cuerdas, que era el más favorable. Pero Majotin corría demasiado cerca de las cuerdas impidiéndole pasar. Pensó Vronsky que el único recurso que le quedaba era pasarle por el lado de fuera, y apenas lo hubo pensado, cuando ya «Fru-Fru», cambiando de pata, comenzaba a adelantarle por allí precisamente.
Los flancos de «Fru-Fru», que empezaban a cubrirse de sudor, estaban ya a la altura de la grupa de su rival.
Corrieron un rato muy juntos el uno del otro, pero al llegar al obstáculo, Vronsky, para pasar más cerca de la cuerda, empleó las bridas y, en el mismo montículo, adelantó a Majotin.
Al pasarle, vio el rostro de su competidor manchado de barro y se le figuró que sonreía. Vronsky le había adelantado, pero le sentía a sus talones y oía incesantemente el galope sostenido y la respiración tranquila, sin muestra de fatiga alguna, de las narices de «Gladiador».
Los dos obstáculos siguientes, una zanja y una valla, se salvaron con facilidad; pero Vronsky comenzó a sentir más cercano el galope y la respiración del caballo rival. Acució a la yegua y notó con alegría que aumentaba la velocidad fácilmente. El ruido de los cascos de «Gladiador» volvió a sonar a la distancia de antes.
Vronsky estaba a la cabeza de la carrera, como se proponía y como le aconsejara Kord, y ahora se sentía seguro del triunfo. Su emoción, su alegría y su afecto por «Fru-Fru» crecían en él con aquella seguridad. Habría deseado mirar tras sí, pero no se atrevía y procuraba calmarse y no acuciar a la yegua para que corriese más, a fin de conservar sus fuerzas intactas, como adivinaba que las conservaba «Gladiador».
No quedaba ya más que un obstáculo: el más difícil. Si lo salvaba antes que los demás, llegaría el primero a la meta. Estaba ya cerca de él. Vronsky y «Fru-Fru» lo divisaban desde lejos; y a la vez, su yegua y él experimentaron un instante de vacilación.
Notó la inseguridad de su cabalgadura en un movimiento de sus orejas y levantó la fusta. Pero comprendió en seguida que su temor no tenía ningún fundamento; la yegua sabía lo que tenía que hacer.
«Fru-Fru» adelantó el paso y, con precisión, exactamente como él lo había deseado, se levantó en el aire con gran impulso y se entregó a la fuerza de la inercia, que le lanzó un buen espacio más allá de la zanja. Al mismo paso, sin esfuerzo, sin cambiar de pie, «Fru-Fru» continuó la carrera.
—¡Bravo, Vronsky! —oyó gritar desde un grupo.
Eran los compañeros de su regimiento, que estaban próximos a aquel obstáculo, y entre sus voces Vronsky reconoció la de Yachvin, pero no le vio.
«¡Qué encanto de animal», pensaba Vronsky por «Fru-Fru», mientras aguzaba el oído para saber lo que pasaba detrás.
«También ha saltado», se dijo luego, al sentir cerca de él el galope de «Gladiador».
Quedaba un obstáculo: una zanja con agua, de una anchura de dos arquinas.
Vronsky no la miraba. Para llegar el primero con mucha ventaja sobre los demás, comenzó a mover las bridas de un modo oblicuo a la marcha del caballo, haciéndole levantar y bajar la cabeza.
Notaba que «Fru-Fru» tenía las fuerzas agotadas: no sólo estaba cubierta de sudor por el cuello y el pecho, sino que hasta en la cabeza y en las finas orejas se le veían también algunas gotas, y respiraba con dificultad, de manera entrecortada. Vronsky confiaba, sin embargo, en que para las doscientas sajens que restaban le sobrarían aún energías.
Por la impresión de sentirse más cerca del suelo y por una peculiar suavidad de los movimientos de «Fru-Fru», Vronsky se dio cuenta de que su caballo había aumentado la velocidad. Voló sobre la zanja casi sin notarlo, como un pájaro. Pero, en el mismo instante, el jinete advirtió con terror que, al no haberse apresurado a seguir el impulso del animal, él, sin saber cómo, había hecho un movimiento en falso, un movimiento imperdonable, bajándose con violencia en la silla.
Su situación cambió de repente: comprendió que sucedía algo horrible. Antes de darse cuenta de la velocidad, pasaron a su lado, como un relámpago, las patas blancas del caballo rojo, y Majotin, de un salto, le adelantó. Vronsky tocaba el suelo con un pie y su corcel se inclinaba hacia aquel lado.
Apenas tuvo tiempo de libertar su pierna, cuando «Fru-Fru» cayó de costado, respirando con dificultad y haciendo inútiles esfuerzos para levantarse, irguiendo el fino cuello cubierto de sudor.
Ya en tierra, agitó las patas como un pájaro herido.
El torpe movimiento del jinete le había roto la columna vertebral.
Vronsky no lo supo hasta mucho después. Ahora sólo veía a Majotin alejándose, mientras él, chapoteando en la tierra sucia, permaneció inmóvil junto a la yegua tendida de costado, que respiraba anhelosamente, alargando la cabeza hacia él y mirándole con sus hermosos ojos.
Sin comprender aún lo sucedido, Vronsky tiraba de las bridas del animal.
«Fru-Fru» se agitó de nuevo como un pez fuera del agua, haciendo temblar la silla con la afanosa respiración que henchía sus flancos. Luego levantó las patas delanteras, pero le faltaron fuerzas para erguir las posteriores; vaciló y cayó otra vez de lado.
Con el rostro desfigurado de ira, pálido, temblándole la mandíbula inferior, Vronsky dio un taconazo al animal en el vientre y de nuevo tiró de las riendas. Pero el caballo no se movía. Hundiendo la boca en la tierra miraba a su amo con elocuentes ojos.
—¡Oh! —gimió Vronsky, llevándose las manos a la cabeza—. ¡Oh! ¿Qué he hecho? —gritó—. ¡He perdido la carrera! ¡Y por mi culpa, por mi vergonzosa e imperdonable culpa! ¡Y he perdido mi yegua, mi pobre y querida «Fru-Fru»! ¿Qué he hecho?
La gente, el médico, su ayudante, los oficiales del regimiento de Vronsky corrieron hacia él. Para su desgracia, se sabía ileso.
El caballo tenía rota la columna vertebral y decidieron rematarlo. Vronsky no pudo contestar a las preguntas, no pudo hablar con nadie. Volvió la espalda a todos y, olvidando recoger su gorra, que había caído en tierra, marchó del hipódromo sin saber él mismo adónde iba. Se sentía desesperado. Por primera vez en su vida era víctima de una desgracia, una desgracia irremediable de la que sólo él tenía la culpa.
Yachvin le alcanzó, llevándole su gorra, y le acompañó hasta la casa. Media hora más tarde, Vronsky había reaccionado. Pero el recuerdo de aquella carrera persistió durante mucho tiempo en su memoria como el más terrible y penoso de su vida.