XXI
—No. Pienso que la Princesa está cansada y que los caballos no le interesan —dijo Vronsky a Ana, que propuso ir a las cuadras, pues Sviajsky quería ver el nuevo patio allí habilitado—. Vayan ustedes y yo acompañaré a casa a la Princesa. Así charlaremos por el camino. Digo, si quiere usted —consultó a Dolly.
—No entiendo nada de caballos y con mucho gusto iré con usted —contestó Dolly algo sorprendida porque, por el rostro de Vronsky y su tono, adivinó que quería algo de ella.
No se equivocó. Apenas entraron en el jardín, después de haber atravesado la verja, Vronsky miró hacia donde se habían ido Ana y Sviajsky y, seguro de que aquéllos no podían oírles ni verles, le dijo sonriendo y con mirar animado:
—Habrá usted adivinado ya que quería hablarle reservadamente. No creo equivocarme pensando que es usted una verdadera amiga de Ana.
Se quitó el sombrero y se secó, con el pañuelo, la incipiente calva.
Daria Alejandrovna no le contestó; tan sólo le miró algo asustada. Ahora que se habían quedado solos, los ojos sonrientes y la expresión decidida del rostro de Vronsky sólo despertaban en ella un sentimiento de temor. Las más diferentes suposiciones acerca de lo que él quería decirle pasaron rápidas por su mente. «Va a pedirme que venga aquí a pasar el verano, junto con mis niños, y me veré obligada a negarme... O me dirá que, una vez en Moscú, abra círculo para Ana... O quizá me hable de Vaseñka Veselovsky y de sus relaciones con Ana... O de Kitty... ¿De qué se sentirá culpable?...».
Dolly sólo preveía cosas desagradables, pero no adivinaba aquello de que Vronsky quería realmente hablarle.
—Usted tiene mucha influencia con Ana. Ella la quiere entrañablemente —siguió él—. Deseo que me ayude...
Daria Alejandrovna miró interrogativamente y con timidez el rostro enérgico de Vronsky, el cual en algunos momentos aparecía radiante, iluminado, parcial o totalmente, por los rayos de sol que pasaban entre los tilos, y en otros, de nuevo en la sombra, adquiría tonos duros. Esperaba que el Conde explicara qué era lo que quería de ella, en qué le había de ayudar, pero éste calló y siguió andando en silencio, mientras jugueteaba con el bastón levantando piedrecitas de las que cubrían el paseo.
Al cabo de largo rato, le dijo:
—Usted ha venido a nuestra casa. Usted es la única de entre las antiguas amigas de Ana que lo ha hecho. No cuento a la princesa Bárbara, que lo ha hecho por otros motivos, no: ella ha venido a buscar comodidad, placeres, y usted ha venido, no porque considere normal nuestra situación actual, sino porque quiere a Ana como siempre y desea ayudarla... ¿Lo he comprendido bien? Y miraba interrogativamente a Dolly.
—¡Oh, sí! —dijo Daria Alejandrovna cerrando su sombrilla—, pero...
—No... —le interrumpió Vronsky, y olvidando que, de aquel modo, dejaba en mala situación a su interlocutora, se detuvo y la obligó a detenerse también—. Nadie siente mejor que yo ni más profundamente lo terrible de la situación de Ana... Lo comprenderá usted si me hace el honor de considerarme hombre de corazón. ¡Soy la causa de esta situación y lo siento en el alma!
—Lo comprendo —dijo Daria Alejandrovna, admirando con cuánta sinceridad y firmeza había dicho Vronsky aquellas palabras—. Pero precisamente por ser la causa de todo esto —añadió Dolly— usted exagera sin duda. Temo yo que... Su posición es muy delicada en el mundo, lo comprendo.
—¡El mundo es un infierno! —dijo Vronsky frunciendo las cejas sombrío—. Imposible imaginarse los sufrimientos morales que ha tenido ella que pasar en San Petersburgo en dos semanas. Le pido que me crea...
—Sí, pero desde que están ustedes aquí, y mientras ni usted ni Ana sientan la necesidad de la vida mundana...
—¡La vida mundana! —dijo Vronsky con desdén—. ¿Qué necesidad puedo tener yo de esa vida?
—Entre tanto, ustedes son felices y están tranquilos. Y es muy posible que sea siempre así. En cuanto a Ana, es feliz, completamente feliz. Ha encontrado ya el tiempo de decírmelo.
Y Daria Alejandrovna sonrió involuntariamente porque, al decir aquello, le acudió la duda de si, efectivamente, Ana era feliz.
Vronsky parecía, sin embargo, no dudar de ello.
—Sí, sí —dijo—. Yo sé que después de todos esos sufrimientos se ha animado de nuevo y es feliz. Es feliz en el presente. Pero ¿y yo? Temo lo que nos espera... Perdón, ¿usted quiere ir a algún sitio concreto?
—No... Es igual...
—Entonces, sentémonos aquí.
Daria Alejandrovna se sentó en un banco, en un rincón del paseo. Vronsky se quedó de pie, ante ella.
—Veo que Ana es feliz —dijo—. Pero no sé si podrá continuar así.
La duda de si realmente sería feliz Ana asaltó de nuevo y con más fuerza a Dolly.
Vronsky continuó:
—¿Hemos hecho bien o mal? Ésta es otra cuestión. La suerte está echada —sentenció, hablando parte en ruso y parte en francés—. Estamos unidos para toda la vida. Sí, estamos unidos inseparablemente por los lazos más sagrados para nosotros —los del amor—. Tenemos una niña, podemos tener otros hijos, a los cuales la ley y las condiciones de nuestra situación reservan severidades que Ana, ahora, respirando por todos los sufrimientos, de todas las penas pasadas, no ve, no quiere ver. Y se comprende... Pero yo no puedo cerrar los ojos. Mi hija no es mi hija según la ley: ¡es una Karenina! Y yo no puedo soportar este engaño —terminó Vronsky con gesto enérgico y sombrío. Dirigió una mirada interrogativa a Dolly, que le miró a su vez, pero permaneció callada.
Alexis continuó:
—Mañana podemos tener un hijo. Por la naturaleza será hijo mío; por la ley, será Karenin, y no podrá ser el heredero de mi fortuna. Ni de mi nombre siquiera. Y con cuantos hijos pudiéramos tener, resultaría lo mismo: que entre ellos y yo no habría lazo legal alguno. Ellos serían Karenin. ¡Imagine cuán terrible es esta situación! He probado a exponerle todo esto a Ana, pero oír hablar de ello la irrita. Ella no comprende y yo no puedo explicárselo todo. Ahora no ve más que es feliz. «Soy feliz con tu amor; lo demás no me importa». Así piensa, sin duda. Yo también sería feliz así, pero... Yo debo tener mis ocupaciones. He encontrado una aquí que me gusta y de la que estoy orgulloso, pues considero que mi trabajo es más noble que los empleos de mis compañeros en la Corte o en el servicio militar. Es indudable que no cambiaría mi trabajo por el de ellos. Con esto estoy contento y no necesitamos más para nuestra dicha. Me gusta esta actividad. Cela n’est pas un pis-aller34; al contrario...
Daria Alejandrovna creyó que en este punto de su explicación Vronsky se confundía, se alejaba del tema principal de la conversación. No comprendía bien el sentido de lo que le decía. Vronsky había empezado a hablar de sus más sagrados sentimientos y preocupaciones —de Ana, de sus hijos, de la imposibilidad de hablar de todo esto con ella—; ahora trataba de sus actividades en el pueblo, resultando que esta cuestión formaba parte, también, al igual que las relaciones con Ana, de sus íntimos pensamientos.
Él, recobrándose, continuó:
—Lo principal, trabajando así, es estar convencido de que la obra no va a morir con uno, que tendrá herederos. Y, precisamente, esto es lo que yo no tengo. Imagínese usted la situación del hombre que sabe que los hijos suyos y de la mujer amada legalmente no serán sus hijos, sino que aparecerán como hijos de otro; y hasta en este caso, precisamente de aquel que les odia, que no quiere saber... ¡Es terrible!
Vronsky calló de nuevo, visiblemente conmovido.
—Sí... Claro que lo comprendo. Pero ¿qué puede hacer Ana? —dijo Daria Alejandrovna.
—Bien. Esto precisamente me lleva al fin que persigue esta conversación —contestó Vronsky, calmándose con un esfuerzo—. Esto depende de Ana. El marido de ella estaba conforme con el divorcio; tanto, que el de usted casi nos arregló el asunto. Ahora estoy seguro de que no se negaría, tampoco, a hacerlo. Sólo hace falta que le escriba Ana. En aquel tiempo, él dijo clara y terminantemente que si ella le decía que quería el divorcio, él no se opondría. Se comprende —dijo Vronsky, sombrío—: es una de esas crueldades farisaicas de las cuales sólo es capaz la gente de sus sentimientos. Él sabe lo penoso que es para Ana todo recuerdo suyo y, conociendo esto, le exige una carta. Comprendo que para ella eso ha de ser muy doloroso. Pero los motivos son tan importantes que es preciso passer par dessus toutes ces fineses de sentiments. Il y va du bonheur et de l’existence d’Anne et de ses enfants35. No hablo de mí, aunque sufro, sufro mucho —y Vronsky, con los puños crispados, los ojos centelleantes, hizo un gesto amenazador a alguien causante de tales sufrimientos—. Así, Princesa, me agarro a usted como a un áncora de salvación. Ayúdeme a convencer a Ana para que escriba esa carta a su marido pidiéndole que acceda al divorcio.
—Sí, lo haré de buen grado —balbuceó Daria Alejandrovna, pensativa, recordando su último encuentro con Alexis Alejandrovich—. Sí, está claro —añadió con decisión, recordando a Ana.
—Emplee su influencia en ello, convénzala de que escriba esa carta... Yo no quiero ni casi puedo hablarle de ello.
—Bien. Lo haré, le hablaré. Pero ¿cómo es que ella misma no lo piensa? —preguntó Daria Alejandrovna recordando de repente la extraña costumbre que había adquirido Ana de fruncir las cejas. Y advirtió que este gesto lo había hecho precisamente cuando su conversación tocaba estos temas, tan sagrados para ella. «Dijérase que cierra los ojos», pensó Dolly, «para no ver su propia vida».
—Le hablaré sin falta —prometió firmemente Daria Alejandrovna.
Vronsky, hondamente conmovido, con mirada significativa y un fuerte apretón de manos, le expresó su agradecimiento.
Se levantaron y se dirigieron a la casa.
XXII
Cuando Dolly llegó a la casa, Ana, que estaba ya allí, le miró con atención a los ojos, queriendo averiguar la conversación que había tenido con Vronsky, pero no le preguntó nada.
—Parece que ya es la hora de comer —dijo— y nosotras todavía no hemos hablado de nuestras cosas. Confío en que podremos hacerlo por la noche. Ahora debemos ir a arreglarnos para pasar al comedor. Pienso que también querrás cambiarte de traje. Hemos ensuciado éstos en la construcción...
Dolly se dirigió a su cuarto y sintió deseos de reír: no tenía otro vestido que ponerse. Lo que llevaba era lo mejor de su ropero. A fin de señalar algún cambio en su atavío, pidió a la doncella que le limpiara el traje, cambió los puños y se puso otro lacito y puntillas sobre la cabeza.
—Es todo lo que he podido hacer —dijo Dolly sonriendo a Ana, la cual salió con otro vestido muy sencillo, que, según advirtió Dolly, era el tercero de aquella mañana.
—Sí, nosotros observamos una etiqueta demasiado rígida —comentó Ana, como excusándose por su elegancia—. Alexis está muy contento de tu llegada —dijo luego—. Nunca ni por nada le he visto tan feliz. Decididamente está enamorado de ti —añadió en tono de broma, sonriente—. ¿No estás cansada? —se interesó después.
Comprendieron que antes de la comida no podrían hablar nada.
Al entrar en el salón, ya encontraron allí a la princesa Bárbara y a los hombres, con levitas negras todos, excepto el arquitecto, que iba de frac.
Vronsky presentó a Dolly al encargado de su finca y también al arquitecto, aunque éste ya se lo había presentado durante la visita al hospital.
Deslumbrante con su oronda y afeitada cara, su cuello y su camisa almidonados y el lacito de su corbata blanca, el mayordomo anunció que la comida estaba servida; y todos se dirigieron al comedor.
Vronsky pidió a Sviajsky que diese su brazo a Ana Arkadievna y él se acercó a Dolly. Veselovsky, adelantándose a Tuschkevich, ofreció el brazo a la princesa Bárbara; así que Tuschkevich, el encargado de la finca y el doctor no tuvieron pareja y entraron solos.
La comida, el comedor, vajilla, criados, vino y viandas no solamente estaban en armonía con el tono lujoso general de la casa, sino que aún eran más ricos y nuevos y más costosos los objetos escogidos y abundantes los manjares servidos.
Daria Alejandrovna observaba este lujo, tan nuevo para ella, y, como dueña de casa, aunque no tenía esperanza de aplicar algún día nada de lo que veía a la suya propia —¡aquel lujo estaba tan lejos de su modo de vivir!—, involuntariamente entraba en todos los detalles y se preguntaba quién sería el que lo disponía. Vasenka Veselovsky, su marido, incluso Sviajsky y otros hombres que ella conocía jamás pensaban en estas cosas e incluso procuraban que sus invitados creyeran que todo estaba tan bien arreglado en la casa que no les había costado trabajo alguno organizarlo, que todo se había hecho como por sí mismo. Y Daria Alejandrovna sabía bien que por sí mismas no se hacen ni las más sencillas papillas para los niños; se decía que, por tanto, para que en aquella comida tan complicada estuviera todo tan bien dispuesto, alguien debía de haber puesto en ello muy aplicada atención. Y por la mirada con que Alexis Alejandrovich revisó la mesa e hizo señal al mayordomo para comenzar a servir, y la manera en que la invitó a ella a elegir entre el potaje de verdura y el caldo, Dolly comprendió que todo aquello se hacía y sostenía por los cuidados del mismo dueño. Se veía que Ana no participaba en ello más que Veselovsky, o Sviajsky, o la Princesa, todos los cuales no eran allí más que invitados que, sin preocupación alguna, alegremente, gozaban de lo que otro había preparado para ellos.
Ana sólo era la dueña para llevar la conversación.
Y esta conversación, sumamente difícil de sostener en esta mesa, no muy grande, pero con personas, como el encargado y el arquitecto, que pertenecían a otro ambiente muy distinto y se esforzaban en no mostrarse intimidados ante aquel lujo desacostumbrado, y no se atrevían a tomar parte en la charla ni sostener largo tiempo un diálogo, esta conversación, Ana la llevaba, a pesar de todo, con su tacto habitual, con naturalidad y hasta con placer, como observaba Daria Alejandrovna.
Comentaron jocosamente cuánto se habían aburrido Tuschkevich y Veselovsky paseando los dos solos en la barca; Tuschkevich contó anécdotas e incidencias de los últimos concursos de canoas en el Yacht-Club de San Petersburgo. Ana, aprovechando una pausa, se dirigió al arquitecto para hacerle hablar.
—Nicolás Ivanovich —dijo—. Sviajsky se ha sorprendido de los progresos de la nueva construcción desde que él estuvo aquí la última vez, y hasta a mí, que las veo cada día, me asombra la rapidez con que van las obras.
—¡Se trabaja tan bien con Su Excelencia! —dijo el arquitecto con sonrisa cortés (era un hombre de gran dignidad, respetuoso y tranquilo). Es muy distinto tener asuntos con las autoridades de la provincia. Allí hay que emplear montones de papel, mientras que aquí expongo al señor Conde mis ideas, las estudiamos juntos y en tres palabras todo queda comprendido y resuelto.
—Vamos, al estilo americano —dijo Sviajsky, sonriendo.
—Sí, señor. Allí elevan los edificios de modo racional.
La conversación derivó a los abusos de las autoridades de los Estados Unidos, pero Ana en seguida la llevó a otro tema para interrumpir el silencio del encargado.
—¿Has visto alguna vez las máquinas segadoras? —dijo a Dolly—. Volvíamos de verlas cuando te encontramos. Yo no las había visto hasta entonces.
—¿Y cómo funcionan? —preguntó Daria Alejandrovna.
—Completamente igual que unas tijeras. Hay una plancha y sobre ella muchas tijeras pequeñas. Así:
Y Ana, con sus manos, blancas y hermosas, cubiertas de sortijas, tomó un cuchillo y un tenedor y se puso a hacer una demostración del trabajo de las máquinas. Estaba segura de que su explicación no serviría para adquirir ningún conocimiento sobre el particular, pero, persuadida también de que hablaba de modo agradable y de que eran admiradas sus bellas manos, continuaba explicando.
—Más bien se parece eso a los cortaplumas —dijo provocativamente Veselovsky, que no apartaba sus ojos de Ana.
Ana sonrió imperceptiblemente y no le contestó.
—¿No es verdad, Karl Fedorovich, que se parecen a las tijeras? —preguntó al encargado.
—Ja —contestó el alemán—. Es ist ein ganz einfaches Ding36.
Y se puso a explicar la construcción de la máquina.
—Es lástima que esta máquina no ate también. En la Exposición de Viena vi otras que, además de segar, ataban las gavillas con alambre —dijo Sviajsky—. Aquéllas serían aún más provechosas.
—Es kommt drauf an... Der Preis vom Draht muss ausgerechnet werden37.
Y el alemán, alterado ya su silencio, se dirigió a Vronsky:
—Das lässt sich ausrechnen, Erlaucht38.
Karl Fedorovich quiso sacar de su bolsillo una libreta con un lápiz, en la cual hacía todos sus cálculos, pero, recordando que estaba en la mesa y observando la fría mirada de Vronsky, se abstuvo.
—Zu kompliziert, macht zu viel Klopot39 —concluyó.
—Wünscht man Dochods so hat man auch Klopots40 —dijo Vaseñka Veselovsky haciendo burla del alemán—. Adoro el alemán —añadió con su acostumbrada risita y dirigiendo una mirada a Ana.
—Cessez41 —le impuso ella medio serio medio en broma.
—Nosotros pensábamos encontrarle a usted en el campo, Vasili Semenich —dijo luego Ana al doctor, un hombre de aspecto enfermizo—. ¿Estaba usted allí?
—Estuve y desaparecí —contestó el doctor con hosca ironía.
—Entonces ha dado usted un estupendo paseo.
—Estupendo.
—¿Y cómo está la salud de la «vieja»? Espero que no tenga el tifus.
—Aunque no tiene el tifus, no está bien.
—¡Qué lástima! —dijo ella.
Y habiendo cumplido de aquel modo con la gente de fuera de la casa, Ana dirigió su atención a sus amigos.
—De todos modos, Ana Arkadievna, será muy difícil construir la máquina con su explicación —dijo en broma Sviajsky.
—¿Por qué? —replicó Ana con sonrisa que decía claramente que ella sabía que en su explicación había un punto de afectación no desprovista de gracia, observada también por Sviajsky.
Este nuevo rasgo de coquetería en el carácter de Ana sorprendió desagradablemente a Dolly.
—Pero, en cambio, los conocimientos de Ana Arkadievna en arquitectura son sorprendentes —dijo Tuschkevich.
—¡Claro que sí! Ayer le oí hablar de «colocar el cabrío», y «los plintos» —dijo irónicamente Veselovsky—. ¿Es así como se pronuncia?
—No hay nada de particular en ello cuando tengo que verlo y oírlo tantas veces —dijo Ana—. Y usted —agregó dirigiéndose a Veselovsky—, estoy segura de que no sabe ni siquiera de qué se hacen las casas.
Daria Alejandrovna advertía que, aunque reprobando el tono de coquetería en que le hablaba Veselovsky, Ana, involuntariamente, lo adoptaba a su vez.
En esta ocasión, Vronsky obraba de modo completamente distinto al de Levin. Se veía que no daba ninguna importancia a las charlas de Veselovsky con su mujer y hasta, al contrario, animaba a aquél en sus bromas.
—Sí, díganos, Veselovsky, ¿con qué se unen las piedras? —le preguntó.
—Está claro: con cemento.
—¡Bravo! ¿Y qué es el cemento?
—Algo así como... ¿cómo diré?, una masa líquida y pegajosa —expuso Veselovsky provocando la risa general.
La conversación entre los comensales, excepto el doctor, el arquitecto y el encargado, sumidos de nuevo en un obstinado silencio, no paraba, ora deslizándose placenteramente o punzante, e hiriendo a alguien. En cierto punto, fue Daria Alejandrovna la que se sintió herida en sus sentimientos. Se acaloró de tal modo que llegó a ponerse roja, y hasta un poco después no se le ocurrió que acaso habría proferido alguna palabra inconveniente. Sviajsky había aludido a Levin, refiriendo sus extrañas ideas de que las máquinas son nocivas en la propiedad rusa.
—No tengo el gusto de conocer a ese señor —dijo Vronsky, sonriendo con ironía—, pero seguramente él no ha visto nunca las máquinas que censura. Y si ha visto alguna, seguramente no era una máquina extranjera, sino cualquiera rusa... Pues, ¿qué dudas pueden caber sobre esta cuestión?
—En general, tiene ideas turcas —dijo Veselovsky dirigiéndose, con su eterna sonrisa, a Ana.
—No puedo defender sus ideas porque no sabría —dijo Daria Alejandrovna acalorada, pero con energía—. Lo que sí puedo decir es que es un hombre culto, y que si él estuviera aquí, le contestaría debidamente...
—Le quiero mucho y somos buenos amigos —dijo Sviajsky bonachonamente—. Mais pardon, il est un peu toqué42. Por ejemplo, afirma que el zemstvo y los jueces municipales no son necesarios y no quiere intervenir en nada.
—Es nuestra indiferencia rusa —comentó Vronsky, echando agua helada de una botella en su alta copa. Es no sentir las obligaciones que nos imponen nuestros derechos, es negar esas obligaciones.
—No conozco hombre más severo en el cumplimiento de sus obligaciones —opuso Daria Alejandrovna, irritada por el tono de superioridad con que el Conde había hablado.
—Yo, al contrario —continuó Vronsky, a quien, al parecer interesaba vivamente la conversación—. Yo, por el contrario, digo, estoy muy agradecido por el honor que me han hecho, gracias a Nicolás Ivanovich (indicando a Sviajsky) de haberme elegido juez municipal honorario. Considero para mí muy importante la obligación de ir a la Junta para juzgar las cuestiones de los campesinos, aunque se trate sólo de un caballo. Y consideraré un gran honor que me nombren vocal del zemstvo. Sólo de este modo podré pagar los beneficios de que disfruto como propietario de tierras. Por desgracia, no se comprende la importancia que deben alcanzar en el Estado los grandes terratenientes.
A Daria Alejandrovna le extrañaba que Vronsky hablara en aquella forma de sí mismo, de sus ideas sentado a su mesa, en su propia casa. Era verdad que Levin, cuyas ideas eran completamente opuestas, las defendía también con igual energía y también en su casa, sentado a la mesa... Pero a Levin le quería, y, por eso, lo encontraba natural en él.
—¿Así, Conde, que podremos contar con usted para la próxima sesión? —preguntó Sviajsky—. Pero hay que ir pronto, para estar ya allí el día ocho. Si me hubiera otorgado el honor de venir a mi casa...
—Pues yo estoy en parte conforme con tu cuñado —dijo Ana a Dolly—. Temo que actualmente el número de obligaciones sociales haya aumentado de una manera exagerada, aunque probablemente por motivos diferentes —añadió con una sonrisa—. Como antes había tantos empleados que parecía que se necesitaba uno para cada asunto, así ahora necesitan para todo la actividad de la gente. Alexis sólo lleva aquí seis meses y me parece que es ya miembro de cinco o seis distintas instituciones sociales: la tutoría, juez, vocal, agregado, hasta algo que trata de los caballos. Du train que cela va43, todo el tiempo se le irá en esas obligaciones. Temo, sin embargo, que toda esa cantidad de cargos sea sólo una fórmula. ¿De cuántas sociedades es usted miembro, Nicolás Ivanovich? —preguntó a Sviajsky—. Me parece que de más de veinte, ¿no?
Ana hablaba en broma, pero en su tono se advertía una cierta irritación.
Daria Alejandrovna, que observaba con atención a Ana y a Vronsky, en seguida lo notó. Observó, también, que durante esta conversación el rostro de Vronsky adquiría al punto una expresión severa y obstinada. Al advertirlo y darse también cuenta de que la princesa Bárbara se apresuraba a hablar de los conocidos de San Petersburgo para cambiar de conversación, recordó que Vronsky le había hablado en el jardín muy poco oportunamente de su actividad social, y Dolly comprendió en seguida que en aquella cuestión iba ligada una disensión íntima entre los dos amantes.
La comida, los vinos, la vajilla, el servicio, todo esto estaba muy bien, pero el carácter impersonal y de tirantez que se notaba en ella, Dolly lo había visto ya en las comidas de gala, en los bailes de gran mundo, de los que había perdido ya la costumbre. Verlo, no obstante, en un día corriente, en una sociedad reducida, casi en familia, despertaba en ella una impresión desagradable.
Después de la comida pasaron, a reposar, a la terraza. Luego jugaron una partida de lawn-tennis.
Los jugadores, separados en dos grupos, se pusieron sobre el croquet ground cuidadosamente apisonado y nivelado, a ambos lados de la red tendida entre dos columnitas doradas.
Daria Alejandrovna probó a jugar, pero no pudo en mucho tiempo entender el juego. Cuando acabó de comprenderlo, estaba cansada ya y lo abandonó y se sentó junto a la princesa Bárbara, observando las incidencias de las jugadas. Su compañero de partida tampoco jugó más, pero los otros continuaron.
Sviajsky y Vronsky jugaban bien y seriamente. Vigilaban la pelota que les tiraban sin precipitarse ni perder tiempo, corrían con destreza a su encuentro, se estiraban, saltaban y paraban con habilidad y la devolvían diestramente con la raqueta, al otro lado de la red.
Veselovsky jugaba peor que los demás. Se excitaba demasiado; pero, con su alegría, animaba a los otros jugadores. Sus risas y exclamaciones no cesaban de oírse un momento. Como los otros hombres, tras pedir permiso a las señoras, se había quitado la levita, y su recia y hermosa figura, en mangas de camisa, el rostro colorado y cubierto de sudor y sus movimientos impresionaban de tal modo, que aquella noche Daria Alejandrovna tardó mucho en dormirse recordando la figura de Veselovsky moviéndose sobre la pista.
Durante el juego, Daria Alejandrovna no se sintió alegre: no le agradaba el trato algo libre que observaba entre Veselovsky y Ana; y le desagradaba, también, aquella falta de naturalidad que se nota en las personas mayores cuando se divierten en un juego infantil sin niños. Pero, para no desanimar a los demás y pasar el tiempo de algún modo, después de descansar un rato, de nuevo se unió a los jugadores y fingió divertirse.
Todo aquel día tuvo la impresión de que estaba representando en un teatro con actores mejores que ella y que la torpeza con que desempeñaba su papel estropeaba toda la obra.
Había ido con intención de pasar dos días allí, si se encontraba muy bien; pero, durante la partida de tenis, tomó la resolución de marcharse al día siguiente.
Aquellas mismas preocupaciones de madre que aborreciera tanto durante el camino, ahora, después del día pasado sin sus hijos, se le presentaban bajo otro aspecto y la instaban a volver junto a ellos.
Cuando, después del té de la tarde y el paseo en barca que dieron por la noche, Daria Alejandrovna entró en su habitación, se quitó el vestido y se arregló sus cabellos, ya escasos, para pasar la noche, experimentó un gran alivio.
Hasta le era desagradable pensar que Ana iba a entrar entonces en su habitación. En aquel momento Dolly ansiaba quedar a solas con sus pensamientos.
XXIII
Iba ya a meterse en la cama, cuando entró Ana, en camisón.
Durante el día, en varias ocasiones, había intentado hablar a Dolly de sus cosas íntimas, sobre las cuales quería su opinión, y cada vez, después de pocas palabras, se había interrumpido. «Luego, cuando nos quedemos solas, hablaremos... ¡Tenemos que decirnos tantas cosas!».
Ahora se hallaban solas y Ana no sabía de qué hablar. Estaba sentada cerca de la ventana, mirando a Dolly, y repasaba mentalmente aquellas reservas de conversaciones cordiales, íntimas, que antes le habían parecido inagotables, y no encontraba nada. En este momento le parecía que todo lo que tenían que hablar se lo habían ya dicho.
—¿Y cómo está Kitty? —preguntó, por fin, tras un suspiro profundo y mirando a Dolly con aire culpable.
Y en seguida, precipitadamente, reflejando una gran ansiedad, añadió:
—Dime la verdad. ¿No está enfadada conmigo?
—¿Enfadada? No —contestó Daria Alejandrovna.
—No está enfadada, pero me desprecia.
—¡Oh, no! Pero ya sabes que en estos casos no se perdona.
—Sí, sí —suspiró Ana volviendo el rostro y mirando a la ventana—. Pero no es mía la culpa —siguió—. ¿Y quién tiene la culpa? ¿Qué significa tener la culpa? ¿Cómo podía pasar de otro modo?... Pues, ¿qué piensas? Por ejemplo, ¿acaso podía ocurrir que tú no hubieses sido la mujer de Stiva?
—De verdad, no lo sé... Pero dime...
—Sí, sí. No hemos acabado de hablar de Kitty. ¿Es feliz? Dicen que él es un hombre excelente.
—¡Oh! Es poco decir «es un hombre excelente»: no conozco un hombre mejor que él.
—¡Ah! ¡Cuánto me alegra lo que dices! No sabes lo que me satisface, Dolly. «Es poco decir que es un hombre excelente» —repitió.
Dolly sonrió.
—Pero hablemos de ti —dijo—. Has de tener como castigo una larga y quizá enojosa conversación conmigo. He hablado con..., con...
Dolly no sabía cómo nombrar a Vronsky, porque tan desagradable le era llamarle Conde como Alexis Kirilovich llanamente.
—Con Alexis —le apuntó Ana—. Ya sé que habéis hablado. Pero yo quisiera preguntarte qué te parece mi vida.
—¿Cómo podré decirlo así, de una vez? No sé...
—No, dímelo, a pesar de todo... Ya ves mi vida. Pero no olvides que nos ves viviendo durante el verano y no estamos solos. Nosotros llegamos aquí cuando apenas comenzaba la primavera y vivimos solos, y solos volveremos a vivir, luego, porque no aspiro a nada mejor que esto. Pero imagínate que vivo sola, sin él, lo cual sucederá. Veo, por todos los indicios, que se va a repetir a menudo, que la mitad del tiempo se lo va a pasar fuera de casa —dijo Ana, levantándose y sentándose más cerca de su cuñada—. Naturalmente —siguió, interrumpiendo a Dolly, que quiso replicarle—, naturalmente, yo no le retendré por la fuerza. Y no le retengo. ¿Que hay carreras en las cuales toman parte sus caballos...? Pues tendrá que asistir. Ello me satisface, pero pienso en mí... Pienso en mí, en mi situación... Pero ¿por qué te hablo de todo esto? —y, sonriendo, le preguntó—: ¿De qué te habló, pues, Alexis?
—Me habló de lo mismo que yo quería hablarte y por esto me es fácil ser su abogado. De si hay alguna posibilidad, de si es posible... —Daria Alejandrovna se paró buscando las palabras—, de si cabe arreglar mejor tu situación... Ya sabes cómo considero las cosas... Pero de todos modos, si es posible, hay que casarse...
—Es decir, ¿el divorcio? —dijo Ana—. ¿Sabes que la única mujer que vino a verme en San Petersburgo fue Betsy Tverskaya? ¿La conoces? Au fond c’est la femme la plus dépravée qui existe44. Estaba en relaciones con Tuschkevich, más que nada por placer de engaitar a su marido. Y ella me dijo que no volvería a verme más hasta que mi situación estuviera regularizada. ¡Ella me dijo eso! No pienses que te comparo. Te conozco, querida Dolly. Pero, involuntariamente, he recordado... Entonces, ¿qué te ha dicho Alexis? —insistió.
—Ha dicho que sufre por ti y por él... Puede ser que digas que esto es egoísmo, pero ¡es un egoísmo tan legítimo, tan noble! Antes que nada, quiere legalizar a su hija y ser tu marido, tener sus derechos sobre ti.
—¿Qué esposa puede ser esclava hasta el grado en que lo soy yo por mi situación? —le interrumpió Ana sombríamente.
—Y lo que quiere sobre todo es que tú dejes de sufrir.
—Esto es imposible... ¿Y qué más?
—Pues lo más legítimo: quiere que vuestros hijos lleven su nombre.
—¿Qué hijos? —dijo Ana, sin mirar a Dolly y frunciendo los ojos.
—Any y los que vengan.
—Por lo que se refiere a lo último, puede estar tranquilo: no tendré más hijos.
—¿Cómo lo puedes decir?
—No tendré hijos porque no quiero.
A pesar de su agitación, Ana no pudo menos de sonreír al ver las expresiones ingenuas de sorpresa, interés y espanto que se dibujaron sucesivamente en el rostro de Dolly.
—El doctor me dijo, después de mi enfermedad...
*
—¡No puede ser! —exclamó Dolly con los ojos desmesuradamente abiertos.
Para ella, aquél era uno de esos descubrimientos cuyos efectos y consecuencias son tan enormes que en el primer momento nos dejan anonadados, sintiendo solamente que es imposible comprenderlos bien y que será preciso pensar en ellos detenidamente.
Este descubrimiento, que le explicaba de súbito lo que hasta entonces le había resultado incomprensible, cómo en muchas familias había sólo uno o dos niños, despertó en ella tantos pensamientos, ideas y sentimientos contrapuestos que, de momento, no pudo decir nada a Ana, y sí mirarla con sus grandes ojos abiertos enormemente, con una expresión de profunda extrañeza.
Era eso mismo lo que ella había deseado, pero ahora, al enterarse de cómo era posible, estaba horrorizada. Sentía que era una solución demasiado sencilla para una cuestión tan complicada.
—N’est-ce pas immoral?45 —pudo decir, al fin, después de un largo silencio.
—¿Por qué? Piensa que tengo para escoger dos cosas: o estar embarazada, es decir, como enferma inútil, o ser la amiga, la compañera de mi marido —dijo Ana pronunciando las últimas palabras en tono intencionadamente superficial y ligero.
«Sí, está claro, está claro», se decía Daria Alejandrovna.
Eran los mismos argumentos que ella se había hecho, pero ahora no encontraba en ellos ninguna persuasión.
—Para ti, para otras, puede haber dudas aún, pero para mí... —dijo Ana, adivinando los pensamientos de Dolly—. ¿No comprendes? No soy su esposa, me ama, sí, y me amará... mientras me ame. ¿Y cómo podré retener su amor? ¿Con esto? —y Ana adelantó sus blancos brazos ante su vientre.
Con la rapidez extraordinaria con que sucede en los momentos de emoción, los pensamientos y recuerdos pasaban en torbellino por la mente de Daria Alejandrovna.
«Yo», pensaba, «no atraía a Stiva y, claro, se fue con otra, y asimismo, como aquella primera mujer con quien me traicionó no supo retenerle, y estar siempre hermosa y alegre, la dejó y tomó otra. ¿Y es posible que Ana pueda atraer y retener con esto al conde Vronsky? Desde luego, si él busca esto, encontrará maneras y vestidos más atractivos y alegres; y por blancos, por magníficos que sean sus brazos desnudos, por hermoso que sea su cuerpo, su rostro animado bajo la negra cabellera, él encontrará siempre algo mejor, como lo busca y encuentra mi marido, mi repugnante, miserable y querido marido».
Dolly no contestó y suspiró profundamente.
Ana advirtió que suspiraba, y se afirmó en su idea de que Dolly, aun estando conforme con sus argumentos, no aprobaría su decisión.
—Dices que esto no está bien —continuó, creyendo que lo que iba a exponer era tan firme que no admitía réplica alguna—. Hay que reflexionar, que pensar en mi situación. ¿Cómo puedo desear niños? No hablo de los sufrimientos, que no los temo. Pero pienso, «¿qué serán mis hijos?». Unos desgraciados que llevarán un apellido ajeno. Por su estado ilegal, serán puestos en trance de tener que avergonzarse de su madre, de su padre, y hasta de haber nacido...
—Pero precisamente por esto —insinuó Dolly— te es conveniente, necesario, el divorcio y vuestro casamiento.
Ana no la escuchaba: pensaba exponerle los mismos argumentos con que tantas veces había querido persuadirse a sí misma.
—¿Para qué me servirá la razón, si no la empleo en no traer desgraciados al mundo?
Miró a Dolly y, sin esperar contestación, continuó:
—Me sentiría siempre culpable ante estas criaturas desdichadas. Si no vienen al mundo, no hay desventura, pero si naciesen y fuesen desgraciados, solamente yo sería la culpable.
También estos argumentos se los había hecho Dolly a sí misma; y, no obstante, ahora no los entendía.
«¿Cómo se puede ser culpable ante seres que no existen?», pensaba.
De repente, le acudió este pensamiento:
«¿Podría haber sido mejor en algún sentido, para mi querido Gricha, que no hubiese venido al mundo?».
Esto le pareció tan extraño, tan terrible, que sacudió su cabeza para disipar la confusión de sus pensamientos.
—No sé... No lo sé... Esto no está bien —sólo pudo decir Dolly, con expresión de repugnancia en su rostro.
—Sí... Pero no olvides lo principal: que ahora no me encuentro en la misma situación que tú. Para ti la cuestión es «si quieres todavía tener hijos», para mí es «si me está permitido tenerlos». Hay, pues, entre ambos casos, una gran diferencia. Yo, comprenderás, que en mi situación, no puedo desearlos.
Daria Alejandrovna no replicó. Comprendió de repente que se encontraba ya tan alejada de Ana, que entre ellas existían cuestiones sobre las cuales no se pondrían nunca de acuerdo, que era mejor no hablar más.
XXIV
—Por esto es aún más necesario normalizar tu situación si es posible —insistió Dolly.
—Sí... Sí es posible... —dijo Ana en un tono completamente distinto, suave y tristemente.
—¿Es acaso imposible el divorcio? Me han dicho que tu marido consiente.
—Dolly, no quiero hablar de esto.
—Bien, no hablemos —se apresuró a decir Daria Alejandrovna, al ver la expresión de sufrimiento del rostro de Ana—. Veo —añadió— que tomas las cosas demasiado sombríamente.
—¿Yo? Nada de eso. Estoy muy alegre..., muy contenta... Ya lo has visto. Je fais même des passions46. Veselovsky.
—Sí. Y, si he de decirte la verdad, no me gusta el tono de ese hombre —dijo Daria Alejandrovna, queriendo cambiar de conversación.
—¡Bah! Nada. Esto hace cosquillas a Alexis y nada más... Él es un chiquillo y le tengo absolutamente en mis manos. ¿Sabes? Hago de él lo que quiero. Es igual que tu Gricha...
De repente, Ana volvió al tema del divorcio:
—¡Dolly! Dices que me tomo las cosas demasiado sombríamente... No puedes comprender... Es demasiado terrible... Lo que hago es esforzarme en no ver nada.
—Pues a mí me parece que es preciso mirar. Hay que hacer todo lo que sea posible.
—Pero ¿qué es posible?... Nada... Dices «debes casarte con Alexis» y que yo no pienso en esto. ¡Que yo no pienso en esto! —repitió Ana. La emoción coloreó sus mejillas. Se levantó, enderezó el busto, suspiró profundamente y se puso a pasear por la habitación, deteniéndose de cuando en cuando.
—¿Que yo no pienso? No hay ni un día ni una hora que no piense en ello. Y me irrito contra mí misma al pensarlo, porque estos pensamientos pueden volverme loca. ¡Volverme loca! —repitió Ana exaltadamente—. Cuando lo pienso, ya no puedo dormir sin morfina... Pero está bien: hablemos de ello con la mayor tranquilidad posible. Me dicen «el divorcio». Primero, él no accederá. «Él» está ahora bajo la influencia de la condesa Lidia Ivanovna.
Recostada sobre el respaldo de la silla, Daria Alejandrovna seguía, volviendo la cabeza y con la mirada, los movimientos de Ana con ojos llenos de comprensión.
—Hay que probar —dijo con voz débil.
—Supongamos que hemos probado —siguió Ana—. ¿Qué significa esto? —dijo, repitiendo una idea sobre la cual había, evidentemente, meditado mil veces y que se sabía de memoria—. Esto significa que yo, aunque le odio, reconozco, no obstante, mi culpa, que le considero un hombre generoso y debo rebajarme para escribirle... Supongamos que, haciendo un esfuerzo, me decido a hacerlo. O bien recibiré una contestación humillante o su consentimiento... Pues bien, he recibido su consentimiento...
Ana estaba en este momento en el rincón más lejano de la habitación y se había detenido allí jugando distraídamente con la cortina.
—Hemos supuesto que recibo el consentimiento. ¿Y mi hijo? No me lo darán. Y crecerá, despreciándome, en la casa de su padre, al cual he abandonado. ¿Comprendes que quiero a dos seres, a Sergio y a Alexis igualmente, más que a mí misma?
Ana volvió al centro de la habitación y se paró ante Dolly, oprimiéndose el pecho con las manos. Dentro del blanco salto de cama su figura resaltaba particularmente alta y ancha. Bajó la cabeza y, con los ojos brillantes de lágrimas, miraba de arriba abajo la figura pequeña, delgadita, miserable de Dolly, que se encontraba ante ella con su blusita escocesa y su cofia de dormir, temblorosa toda de emoción.
—Amo sólo a estos dos seres —siguió— y uno de ellos excluye al otro. No puedo unirlos, y esto es lo único que necesito. Y si no lo tengo, todo me da igual. Todo, todo, me da igual... Se terminará de uno u otro modo, pero de esto no quiero ni hablar. Así que no me reproches nada, no me critiques. Con tu pureza no puedes comprender lo que sufro...
Ana se acercó a Dolly, se sentó a su lado, y, mirándola con ojos que expresaban un hondo sufrimiento, un inmenso pesar por su culpa, tomó la mano de su cuñada.
—¿Qué piensas? ¿Qué piensas de mí? No me desprecies... No merezco desprecio... Soy muy desgraciada. Si hay en el mundo un ser desgraciado, ése soy yo —dijo, y, volviendo el rostro, lloró amargamente.
Cuando Dolly se quedó sola, rezó sus oraciones y se metió en la cama.
Mientras había oído hablar a Ana, la había compadecido con toda su alma; pero ahora le era imposible pensar en ella: los recuerdos de su casa, de sus hijos, se presentaron en su imaginación con un nuevo encanto, con una luz nueva y radiante.
Aquel mundo suyo le pareció ahora tan querido, que se propuso no pasar por nada fuera de él ni un día más, y decidió partir al siguiente, sin falta.
Mientras tanto, Ana había vuelto a su habitación, cogió una copita, vertió en ella algunas gotas de una medicina cuya parte principal era morfina y, habiéndola bebido, se sentó y permaneció así inmóvil algún tiempo, y se dirigió a la cama con el ánimo calmado y alegre.
Cuando entró en el dormitorio, Vronsky la miró atentamente, buscando en su rostro las huellas de la larga conversación que suponía había tenido con Dolly. Pero en la expresión del rostro de Ana, que ocultaba su emoción, no encontró nada fuera de su belleza, que, aunque acostumbrada, ofrecía siempre un nuevo atractivo para él. Fuese simplemente por quedar admirado, absorto, ante la belleza de su amada o porque ésta despertara en él deseos que absorbieron sus pensamientos, Vronsky nada preguntó. Esperó a que ella misma le hablara.
Pero Ana se limitó a decir:
—Estoy muy contenta de que te haya agradado Dolly... ¿No es verdad?
—La conozco desde hace mucho tiempo. Parece que es muy buena, mais excessivement terre-à-terre47. De todos modos, me place mucho que haya venido.
Tomó la mano de Ana y le miró interrogativamente a los ojos.
Ana, interpretando en otro sentido esta mirada, le sonrió.
*
A la mañana siguiente, no obstante los ruegos de los dueños de la casa, Daria Alejandrovna partió.
Con su caftán ya viejo, su gorra parecida a las de los cocheros de alquiler, sobre los desaparejados caballos enganchados al landolé de aletas remendadas, con aire sombrío, llegó Filip de mañana, a la entrada, cubierta de arena, de la casa de los Vronsky.
La despedida de la princesa Bárbara y los hombres resultó a Daria Alejandrovna desagradable.
Después de haber pasado juntos un día, tanto ella como ellos sentían claramente que no se comprendían, no congeniaban, y que lo mejor para unos y otros era mantenerse alejados.
Sólo Ana estaba triste.
Sabía que ahora, tras la marcha de Dolly, nunca más iban a despertar en su alma la emoción, la alegría que había despertado en ella la llegada de aquella amiga. Había sido doloroso remover ciertos sentimientos, pero, de todos modos, Ana sabía que éstos eran la mejor parte de su alma y que rápidamente se cubriría con los sufrimientos, el pesar, la tristeza, de aquella vida de lucha que llevaba.
Al salir al campo, Daria Alejandrovna experimentó en su alma una agradable sensación de alivio. Sentía deseos de preguntar si les había gustado la estancia en la casa de Vronsky, cuando, de repente, el cochero Filip, dijo, hablando el primero:
—Son ricos, pero sólo nos dieron tres medidas de avena... Los caballos se la habían comido ya antes de que despertaran los gallos. ¡Claro! Con tres medidas no hay para nada... Hoy día, la avena la venden los guardas por cuarenta y cinco copecks solamente. En nuestra casa, a los que vienen de fuera les damos tanta avena cuanta quieren comer los caballos...
—Es un señor muy avaro —comentó el encargado.
—¿Y sus caballos, te gustaron? —preguntó Dolly.
—Los caballos, a decir verdad, son buenos... Y la comida no es mala... Pero, no sé por qué, me pareció todo muy triste, Daria Alejandrovna... No sé cómo le habrá parecido a usted... —dijo, volviendo a aquélla su rostro bonachón.
—A mí también... ¿Qué, llegaremos para la noche?... Tenemos que llegar.
Al entrar en casa y habiendo encontrado a todos completamente bien y particularmente afectuosos y alegres, Daria Alejandrovna, con gran animación, contó todo su viaje: lo bien que la habían recibido; el lujo y buen gusto de la vida de los Vronsky; sus diversiones... Y no dejó que hiciera nadie la menor observación contra ellos.
—Hay que conocer a Ana y a Vronsky. Ahora les he conocido bien y sé cuán amables y buenos son —decía Dolly, sinceramente, olvidando aquel sentimiento indefinido de disgusto y malestar que había experimentado cuando estaba allí.
XXV
Siempre en las mismas condiciones, sin tomar medidas para el divorcio, Vronsky y Ana pasaron el verano y parte del otoño en el campo.
Habían decidido no ir a ningún otro lugar; pero cuanto más tiempo se quedaban solos, y sobre todo en el otoño, sin invitados, tanto más veían los dos que tendrían que cambiar de vida, que no podrían resistir la que llevaban.
Aparentemente, era tan buena que no cabía otra mejor: había abundancia de todo, salud, tenían una hija en quien mirarse y ocupaciones en que emplearse y distraerse.
Aunque no había invitados a quienes deslumbrar, Ana se ocupaba igualmente de arreglarse y adornarse.
Leía mucho, tanto novelas como otros libros que estaban de moda. Se hacía enviar todas las obras de las cuales se hablaba en la prensa y en las revistas extranjeras, y las leía con aquella atención profunda que se tiene solamente en la soledad. Además, todas las cuestiones en que se ocupaba Vronsky, ella las estudiaba en los libros y revistas de la especialidad; así que sucedía a menudo que aquél se dirigía a ella con preguntas sobre agricultura, arquitectura o asuntos deportivos, e incluso acerca de cuestiones de las yeguadas.
Vronsky se maravillaba de su memoria, de sus conocimientos, que había comprobado más de una vez, pues, incluso, al principio, dudando de ello, le pedía confirmación de sus explicaciones y ella se la daba con gran seguridad, buscándola en los libros correspondientes.
Había tomado también gran interés en la instalación del hospital. No sólo ayudaba, sino que ella misma había concebido y organizado muchas cosas.
Pero, de todos modos, su preocupación principal era ella misma, su persona, el deseo de aparecer siempre hermosa a los ojos de su amado, para que no echara de menos todo lo que él había dejado por ella. El deseo, no sólo de agradarle, sino de servirle, se había convertido en el fin primordial de su vida.
Vronsky se sentía conmovido ante tanta abnegación; pero, al mismo tiempo, le pesaban las redes amorosas con las cuales Ana quería retenerle. Cuanto más tiempo pasaba, más cogido se sentía en ellas y tanto más deseaba librarse o, al menos, probar si estaban estorbando su libertad.
Sin este deseo, que aumentaba constantemente, de ser libre, de no tener escenas desagradables cada vez que había de salir a la ciudad, para las juntas o las carreras, Vronsky habría estado completamente satisfecho de su vida. El papel que había escogido, de rico propietario de tierras, clase social que debía componer el núcleo esencial de la aristocracia rusa, no solamente lo había encontrado de su gusto, sino que al cabo de medio año de estar viviéndolo le procuraba cada vez mayor placer. Sus asuntos, que le atraían más y más, ocupándole continuamente, llevaban una marcha próspera. No obstante las enormes sumas que le costaban el hospital, las máquinas, las vacas que había hecho traer de Suiza y muchas otras cosas, Vronsky estaba seguro de que no disminuiría su fortuna, sino que la vería aumentada.
Cuando se trataba de la venta de las maderas, trigo, lanas, arriendo de tierras, Vronsky sabía mantenerse firme como el pedernal y obtener precios altos, remuneradores. En los asuntos de administración, tanto en aquella finca como en las demás propiedades, empleaba siempre los procedimientos más sencillos, menos peligrosos, y se mostraba económico y calculador hasta en las cosas más insignificantes. No obstante toda la astucia y habilidad del alemán, que le llevaba a hacer compras y le presentaba unas cuentas según las cuales al principio en un negocio había más gastos que ingresos, pero que, obrando con cautela, podía hacerse con menos dinero, en la forma que él indicaba, y obtener mayores y más seguros beneficios, Vronsky no cedía si consideraba que los gastos eran exagerados. Solamente daba su conformidad a tales dispendios cuando lo que iban a traer o tenían que arreglar era nuevo o desconocido en Rusia y destinado a despertar admiración. Por otra parte, no se decidía a grandes gastos más que cuando tenía las sumas necesarias disponibles sin quebranto de otras atenciones, y para decidirse a estos gastos entraba en todos los pormenores, buscando y rebuscando el mejor empleo de su dinero.
Era evidente que con este modo de llevar la propiedad no derrochaba sus bienes, sino que, por el contrario, los hacía crecer.
En el mes de octubre tenían que celebrarse las elecciones de la Nobleza en la provincia de Kachin, donde estaban las propiedades de Vronsky, Sviajsky, Kosnichev, Oblonsky y una pequeña parte de las de Levin.
Por las personas que tomaban parte en ellas y otras circunstancias, estas elecciones atraían la atención general. De ellas se hablaba mucho, y se hacían grandes preparativos, y habitantes de Moscú, San Petersburgo y aun del extranjero, se trasladaron allí para tomar parte en ellas.
Hacía mucho tiempo que Vronsky había prometido a Sviajsky asistir, y diez días antes de las elecciones, éste, que le visitaba con mucha frecuencia, fue a buscarle a sus tierras.
La víspera, entre Vronsky y Ana se había producido una discusión con motivo de este viaje.
Era el de otoño, el tiempo más triste y aburrido para la vida en el campo. Por esto calculaba Vronsky que su ausencia había de ser desagradable a Ana, y, preparado ya para la marcha, se la anunció con una expresión fría y decidida, como nunca empleara hasta entonces con ella.
Pero, con gran sorpresa suya, Ana recibió la noticia con gran tranquilidad; sólo le preguntó cuándo pensaba volver y se limitó a sonreír cuando él la miró con atención y sin comprenderla.
Vronsky sabía que cuando ella se encerraba en sí misma de aquel modo, era señal de que había tomado alguna importante resolución y no quería que le descubriesen lo que meditaba. Temía, pues, que ahora se encontrase en este caso; pero deseaba de tal modo evitar una escena de enojosas explicaciones, que fingió creer, y en parte lo creía sinceramente, que ella le había comprendido.
—Espero que no te aburras— le dijo.
—Eso espero yo —dijo Ana—. Ayer recibí una caja de libros de Gottier. No me aburriré.
—«¿Quiere adoptar ese tono? Tanto mejor», pensó Vronsky. «Si no, siempre estaríamos con las mismas historias».
Vronsky se marchó, pues, a Kachin sin hablar con Ana. Era la primera vez, desde que habían comenzado sus relaciones, que esto sucedía, pero, aunque le inquietaba y le dolía, en el fondo Vronsky se dijo que, a pesar de todo, era lo mejor.
«Al principio será como ahora», pensaba. «Algo indefinido, vago; luego, ella se acostumbrará. De todos modos, puedo dárselo todo, pero no mi independencia de hombre».
XXVI
En septiembre, Levin se trasladó a Moscú para estar presente en el parto de Kitty.
Ya llevaba viviendo allí, sin hacer nada, un mes entero, cuando Sergio Ivanovich, que se ocupaba de la propiedad de su hermano en la provincia de Kachin y que tomaba gran interés en la cuestión de las futuras elecciones, se presentó allí, requiriéndole para ir a votar, ya que tenía derecho a ello en la comarca de Selesnov. A Levin le interesaba ir a Kachin por tener allí pendiente un asunto de una hermana suya que vivía en el extranjero, relacionado con una tutela y la obtención de una cantidad en concepto de indemnización.
Levin estaba indeciso, pero Kitty, que veía que su marido se aburría en Moscú, le aconsejó ir y hasta, sin consultarle, puesto que esperaba una negativa, le encargó el uniforme de la Nobleza. El gasto de ochenta rublos, que costó el uniforme, determinó a Levin a ir a Kachin a intervenir en las elecciones.
Llevaba ya seis días en aquella provincia asistiendo diariamente a la reunión e intentando a la vez arreglar los asuntos de su hermana, que no se enderezaban, sin embargo, de ningún modo. Los representantes de la Nobleza estaban todos muy ocupados en las elecciones y resultaba imposible arreglar un asunto, por sencillo que fuese, como aquel que gestionaba Levin, que dependía del tutelaje. Y para el otro asunto —la indemnización— encontraba también obstáculos. Tras prolongadas gestiones, consiguiose hallar la solución, y estaba ya el dinero preparado, pero el notario, aunque hombre muy amable y servicial, no pudo entregar el talón porque necesitaba la firma del presidente, el cual se hallaba en las sesiones de las elecciones y no había otorgado poderes a nadie.
Todas estas gestiones, el ir de aquí para allá, el hablar con hombres muy amables, que comprendían lo desagradable de la posición del solicitante pero no podían ayudarle, todo esto, que no daba resultado alguno, producía en Levin un sentimiento penoso, parecido al fastidioso estado de debilidad que se siente cuando se quiere emplear la fuerza corporal en un sueño. Lo había experimentado con frecuencia, mientras hablaba con el abogado, el hombre más bondadoso que pudiera hallarse, el cual hacía todo lo posible e imaginable, sin omitir ningún medio que pudiera sacar a Levin del apuro.
—Pruebe esto —decía—. Vaya a tal parte.
Y formulaba un plan tan completo como era posible para salvar el obstáculo fatal que se oponía a la solución. Pero en seguida añadía:
—No creo, sin embargo, que consiga nada, pero pruebe.
Y Levin probaba, iba allí donde le indicaba. Todos eran buenos y amables, pero resultaba que aquel obstáculo, que quería evitar, se levantaba de nuevo desbaratándolo todo.
Lo que sobre todo le molestaba, lo que no podía comprender de ningún modo, era con quién estaba luchando, a quién aprovechaba que aquel asunto no se ultimase. Parecía que nadie, ni siquiera su mismo abogado, lo supiera. Si Levin hubiera podido comprenderlo, como comprendía, por ejemplo, que para llegar a la ventanilla de la estación de ferrocarril es preciso esperar turno, no se habría sentido tan molesto y enojado. Pero nadie sabía o no quería explicarle por qué existían aquellas dificultades que tanta contrariedad le producían.
No obstante, Levin, desde su casamiento, había cambiado mucho de carácter; era paciente, y si no comprendía por qué todo estaba arreglado de aquel modo, se decía con toda tranquilidad que, sin saberlo todo, no se podía juzgar, y que, probablemente, sería, sin duda, necesario que fuera así. Y procuraba no indignarse.
Ahora, estando presente en las elecciones y tomando parte en ellas, Levin tampoco formaba juicio alguno, y, al contrario, procuraba comprender lo mejor posible aquellas cuestiones de las cuales hombres honrados y a quienes respetaba se ocupaban con tanta seriedad e interés.
Desde su casamiento, a Levin se le descubrían muchos nuevos y serios aspectos de la vida que antes, por su manera superficial de considerarlos, le parecían despreciables. Así, suponía ahora también una gran importancia a las elecciones y se esforzaba en descubrirla.
Sergio Ivanovich le explicó su significación y la trascendencia del cambio que esperaban de ellas. El representante provincial de la Nobleza tenía en sus manos, según la Ley, muchos e importantes asuntos (las tutorías —por una de las cuales sufría Levin ahora—; las enormes sumas de los nobles; las escuelas mixtas, femeninas, masculinas y militar; la educación popular para el nuevo orden de cosas; y, por fin, el zemstvo). El entonces presidente de la Nobleza —Snetkov— era un hombre a la antigua, recto y sincero, un hombre que había gastado su fortuna haciendo muchas buenas obras; bondadoso, honrado a su modo, pero que no comprendía las necesidades del nuevo tiempo. En todo y siempre, se ponía de parte de los nobles y obstaculizaba abiertamente la educación popular y daba al zemstvo, que tanta importancia había de tener, un espíritu de casta. Por ello, en el lugar de este representante de la Nobleza, tenían que colocar un hombre moderno, culto, activo, completamente nuevo en aquel ambiente y que llevara las cuestiones en forma de poder sacar de los derechos otorgados a la nobleza, no como tal, sino como elemento del zemstvo, todas las ventajas de autonomía que fuera posible. En la rica provincia de Kachin, que siempre iba delante de las otras en estas cuestiones, estaban las fuerzas necesarias para llevar el asunto con provecho y de modo que sirviera de ejemplo a otras provincias y a toda Rusia. Por esto tenían gran importancia aquellas elecciones, en las que se proponía nombrar presidente, en lugar de a Snetkov, a Sviajsky o, aún mejor, a Nevidovsky, catedrático, hombre extraordinariamente inteligente, gran amigo de Sergio Ivanovich.
La sesión inaugural la abrió el Gobernador con un discurso en el que exhortó a los nobles a que eligieran los funcionarios no por simpatía personal, sino por sus méritos y mirando el bien de la Patria. Añadió que él, el Gobernador, su esposa y la alta nobleza de Kachin, cumplirían, como en otras ocasiones, tan sagrado deber y no traicionarían la honrosa confianza del Monarca.
Al terminar su discurso, el Gobernador se dirigió a la salida y los nobles le siguieron entre gran animación, hasta con entusiasmo, y le rodearon mientras se ponía la pelliza y hablaba amistosamente con el Presidente de la Nobleza.
Levin, que deseaba comprenderlo todo y no dejar que escapase nada a su atención, estuvo allí, entre la gente y así pudo oír cómo el gobernador decía:
—Haga el favor de decir a María Ivanovna que mi mujer siente mucho que tenga que ir al asilo.
Luego, los nobles se pusieron sus abrigos y se dirigieron a la catedral.
En la catedral, levantando el brazo con los demás y repitiendo las palabras del arcipreste, Levin juró firmemente cumplir sus deberes según los deseos del Gobernador.
Las ceremonias religiosas impresionaban siempre a Levin y cuando pronunció las palabras «beso la cruz» y vio que la gente allí reunida, viejos y jóvenes, repetían lo mismo, se sintió conmovido.
Al día siguiente y durante el tercero, se trató de las cuentas de la Nobleza y del colegio femenino. Eran asuntos que, según Sergio Ivanovich, no tenían ninguna importancia, y Levin, ocupado en los propios, dejó de asistir a la reunión.
El cuarto día, en la mesa presidencial se procedió a la revisión de las cuentas de la Nobleza de la provincia. Y entonces, por primera vez, hubo lucha entre el partido nuevo y el viejo. La Comisión a la cual estaba confiado comprobar las cuentas informó que estaban conformes, justas. El presidente de la Nobleza se levantó y, con los ojos humedecidos por las lágrimas, dio las gracias a los nobles por la confianza que le otorgaban. Los nobles le aplaudieron con entusiasmo y le estrecharon la mano... Pero en aquel momento, uno de los del partido de Sergio Ivanovich dijo que él había oído decir que la Comisión no había revisado las cuentas, considerando esto una ofensa al Presidente. Uno de los miembros de la Comisión, imprudentemente, confirmó el hecho. Seguidamente, un señor pequeño y muy joven, en apariencia inofensivo, pero vivo de genio, batallador y dialéctico, dijo que «al Presidente de la Nobleza le habría resultado agradable dar informe de las cuentas, pero que la delicadeza excesiva de los miembros de la Comisión le había privado de esta satisfacción moral». Los miembros de la Comisión renunciaron a su declaración y Sergio Ivanovich comenzó a demostrar lógicamente que era preciso declarar que las cuentas habían sido comprobadas o que no lo habían sido, y desarrolló detalladamente este dilema. A Sergio Ivanovich le replicó un orador muy elocuente, del partido contrario. Luego habló Sviajsky, y de nuevo el joven batallador. La discusión duró largo tiempo y terminó sin que, en resumen, ocurriera nada.
Levin estaba sorprendido de que sobre aquello se discutiera tanto, sobre todo porque, cuando preguntó a su hermano si efectivamente había habido malversación de fondos, Sergio Ivanovich le contestó:
—¡Oh! ¡No! Es un hombre honrado. Pero este modo de obrar, tan antiguo, de gobernar paternalmente, como en familia, los asuntos de la Nobleza, hay que cambiarlo.
Al día siguiente habían de celebrarse las elecciones de los presidentes comarcales, y la jornada, en algunas comarcas, resultó bastante tumultuosa.
En la de Selesnov, Sviajsky fue elegido sin votación y aquel día se dio en su casa una espléndida y alegre comida.
XXVII
Al sexto día debían celebrarse las elecciones de Presidente provincial de la Nobleza. Las salas grandes y las pequeñas estaban llenas de nobles vestidos de diferentes uniformes. Muchos de ellos habían llegado allí aquel mismo día. Conocidos y amigos que no se habían visto desde hacía mucho tiempo, unos venidos de Crimea, otros de San Petersburgo, otros del extranjero, se encontraban en las salas.
Los debates se celebrarían cerca de la mesa presidencial, bajo el retrato del Emperador.
Los nobles se agrupaban en dos partidos.
Por la animosidad y desconfianza de las miradas, por las conversaciones, interrumpidas cuando se aproximaba gente del otro bando, y porque algunos se iban entonces, hablando en voz baja, hasta el pasillo lejano, se veía que cada partido ocultaba secretos al otro.
Por su aspecto exterior, los nobles se dividían en dos clases: los viejos llevaban sus antiguos uniformes de nobleza, con espadas y sombreros, o los uniformes correspondientes a sus empleos en la marina, la caballería o la infantería. Los uniformes de los viejos nobles estaban hechos al estilo antiguo: con pliegues sobre las hombreras. A muchos les estaban pequeños, cortos de talla o estrechos, como si sus portadores hubieran crecido desde que les habían sido confeccionados.
Los jóvenes llevaban uniformes desabrochados con el talle bajo, anchos los hombros, chalecos blancos, o bien los uniformes con cuellos negros y laureles bordados, distintivo del ministerio de Justicia. Los uniformes de la Corte que aquí y allá adornaban la sala pertenecían al partido joven.
Pero la división en jóvenes y viejos no coincidía con la agrupación en partidos. Como observó Levin, algunos de los clasificados como jóvenes por su vestir pertenecían al partido «viejo»; y, al contrario, algunos de los nobles más viejos hablaban en voz baja con Sviajsky y se veía que eran adictos a éste, de los más decididos partidarios del partido nuevo.
Levin había seguido a su hermano hasta una sala pequeña, donde los de su grupo fumaban, bebían, tomaban bocadillos y charlaban. Se había acercado a uno de los corros y escuchaba su conversación, y ponía en tensión todas sus fuerzas tratando de comprender lo que decían.
Sergio Ivanovich estaba en el centro del grupo.
Ahora escuchaba a Sviajsky y a Kliustov, el presidente de otra comarca, que pertenecía, también, a su partido.
Kliustov no quería ir a pedir a Snetkov que se presentara a la elección, y Sviajsky trataba de convencerle, explicándole la conveniencia de hacerlo. Sergio Ivanovich, por su parte, dio su aprobación a aquel plan.
Levin no comprendía para qué querían pedir al partido enemigo que presentase a la elección a aquel a quien querían derrotar.
Esteban Arkadievich, que acababa de tomar un bocadillo y beber, secando su boca con un pañuelo perfumado, de batista con rayas en el borde, y que vestía uniforme de gentilhombre, se acercó a ellos.
—Estamos en nuestro puesto, Sergio Ivanovich —dijo, alisándose las patillas.
Y, escuchando lo que hablaban, apoyó la opinión de Sviajsky.
—Basta tener una comarca: la de Sviajsky, que pertenece abiertamente a la oposición —dijo, en palabras bien comprensibles para todos menos para Levin.
—¿Qué, Kostia? Parece que vas tomando gusto a estas cosas —añadió Sergio Ivanovich, dirigiéndose a Levin y tomándole el brazo.
Levin, en efecto, se habría alegrado de tomar gusto a aquella cuestión, pero no pudo comprender de qué se trataba y, separándose unos pasos de los que hablaban, expresó a Esteban Arkadievich su sorpresa de que pidieran al Presidente provincial que presentase su candidatura.
—Oh, sancta simplicitas! —dijo Esteban Arkadievich. Y explicó a Levin claramente y en pocas palabras de qué se trataba—. ¿No comprendes que con las medidas que hemos tomado es preciso que Snetkov se presente? Si Snetkov renunciara a presentarse, el partido viejo podría escoger otro candidato y desbaratar nuestros propósitos. Si el distrito de Sviajsky es el único que se abstiene de pedir que se presente, habrá empate, y entonces nosotros lo aprovecharemos para proponer un candidato de los nuestros.
Levin no comprendió bien lo que le explicaba su cuñado y quiso pedir algunas aclaraciones.
Pero en aquel momento, entre ruidosas conversaciones, se dirigieron todos a la sala grande.
—¿Qué? —¿Qué pasa? —¿A quién? —¿La confianza? —¿A quién? —¿Qué? —¿Deniegan? —No es confianza; es que niegan a Flerov. —¿Qué es esto de que está juzgado? —Así nadie tendrá derecho. —¡Es una vileza! ¡La ley! —oyó Levin gritar por todas partes y, junto con todos, que se apresuraban no sabía hacia dónde, y que al parecer tenían que oír algo y no sabía qué, se dirigió al gran salón, y, casi llevado en vilo por los otros nobles, se acercó a la mesa de las elecciones provinciales, junto a la cual discutían el Presidente de los nobles, Sviajsky y otros cabecillas.
XXVIII
Levin se hallaba bastante lejos de la mesa electoral. Un noble, que estaba a su lado y respiraba fatigosamente, y otro que metía gran ruido con sus zapatos, le impedían oír lo que se decía.
De lejos le llegaba la voz suave del Presidente. Luego oyó la voz agria del señor batallador y también la de Sviajsky.
Fue cuando Levin pudo comprender que estaban discutiendo sobre el espíritu de un artículo de la ley y sobre la significación que había de darse a las palabras «hacer objeto de una encuesta».
La gente dejó pasar a Sergio Ivanovich, que se dirigía a la mesa.
Éste, después de haber escuchado el discurso del señor batallador, dijo que lo mejor era consultar el artículo de la ley y pidió al secretario que lo buscase.
Sergio Ivanovich lo leyó y se puso a explicar su significación, pero entonces le interrumpió un propietario de tierras alto, grueso, encorvado, con los bigotes teñidos, vestido con un uniforme estrecho que le levantaba el cuello por detrás. Éste se acercó a la mesa y, dando un golpe sobre ella con su sortija, gritó:
—¡A votar! ¡En seguida a votar! No hay por qué hablar más.
De pronto, se levantaron varias voces a la vez.
El noble alto, el de la sortija, gritaba más que ninguno, poniéndose más y más irritado. Era imposible en aquel guirigay apreciar lo que unos y otros decían.
Aquel señor opinaba lo mismo que Sergio Ivanovich, pero, por lo que se veía, odiaba a éste y su partido, y este sentimiento se lo comunicó a los de su bando y despertó en ellos una resistencia muy tenaz, aunque de carácter menos agresivo. Hablaban a gritos, con gran irritación, y por un momento se produjo un terrible alboroto, que obligó al Presidente provincial a gritar también, reclamando orden.
—¡A votar! ¡A votar! El que sea noble lo comprenderá. Nosotros vertimos nuestra sangre... La confianza del Monarca... ¡No hay que escuchar al Presidente!... No puede mandarnos... No se trata de eso. ¡A votar en seguida! ¡Qué asco!... —decían gritos irascibles que sonaban por todas partes. Las miradas y los rostros estaban aún más irritados e inflamados que las palabras y expresaban un odio irreconciliable.
Levin seguía sin comprender de qué se trataba y le pareció imposible que se pusiera tanta pasión en discutir si se debía o no votar la opinión referente a Flerov.
Como después le explicó Sergio Ivanovich, Levin había olvidado aquel silogismo según el cual, para el bien general, era preciso que se destituyera al Presidente; para destituir al Presidente necesitaban la mayoría de votos; para tener mayoría de votos, debían dar el derecho de votar a Flerov; y por otorgar o no a Flerov este derecho a votar se había discutido el artículo de la ley.
—Un voto puede decidirlo todo y, cuando se quiere ser útil a la causa común —dijo Sergio Ivanovich—, hay que ser serio y consecuente.
Pero Levin había olvidado la explicación y estaba apesadumbrado de ver en tal estado de irritación a aquellos hombres, todos simpáticos, buenos y todos respetables. Y para librarse de aquel sentimiento, salió de la sala sin esperar el final, y se dirigió a otra, donde no había más que los camareros cerca de los mostradores.
Al ver a los criados que, con rostros tranquilos y animados, se ocupaban en secar y disponer la vajilla, experimentó un sentimiento de alivio, como si hubiera dejado una habitación de olor sofocante y pestilente para pasar al aire puro.
Levin se puso a pasear por la sala, mirando a todos ellos con placer.
Le divirtió el ver a un criado, de patillas canosas, que, para mostrar desdén a otros que se mofaban de él, les enseñaba de qué forma habían de plegar las servilletas.
Estaba a punto de entablar conversación con el viejo lacayo, cuando el secretario del tutelaje de la Nobleza —un viejecillo que poseía la facultad de conocer completos los nombres de todos los nobles de la provincia— le distrajo de aquella idea.
—Haga el favor de venir, Constantino Dmitrievich —le dijo—. Le está buscando su hermano. Se vota la opinión...
Levin entró otra vez en la sala, recibió una bolita blanca y, siguiendo a su hermano, se acercó a la mesa, cerca de la cual, con rostro significativo, irónico, pasándose continuamente la mano derecha por la barba y oliéndola luego, estaba Sviajsky.
Sergio Ivanovich puso la mano en el cajón y metió su bolita procurando ocultar dónde lo hacía. Hecho esto, dejó paso a Levin, quedándose allí mismo.
—¿Dónde la he de meter?
Lo dijo en voz baja, mientras a su lado estaban hablando y esperaba que su pregunta no fuera oída por los demás; pero los que hablaban callaron de súbito y su pregunta, tan inconveniente, fue oída por los que estaban allí.
Sergio Ivanovich frunció las cejas y le contestó muy serio y secamente:
—Allí donde le dicten sus convicciones.
Algunos sonrieron. Levin se sonrojó y, precipitadamente, metió una mano bajo el paño (la derecha, que eran donde tenía la bolita). Luego recordó que debía meter también la otra mano (la izquierda) y la metió. Pero ya era tarde y, aún más confuso, se alejó, con precipitación, hasta las filas de atrás.
—Ciento veintiséis votos en pro y noventa y ocho en contra —se oyó decir al secretario, que no pronunciaba nunca la erre.
En aquel momento estalló una carcajada general: en el cajón había encontrado un botón y dos nueces.
Estaba otorgado a Flerov el permiso para votar. El partido nuevo había ganado la lucha.
Pero el viejo no se daba por vencido. Levin oyó que pedían a Snetkov que presentara la candidatura; vio cómo los nobles le rodeaban y vio cómo él hablaba con los nobles sin entender lo que decían.
Snetkov les estaba diciendo, en efecto, que les agradecía mucho la confianza y el cariño que le mostraban y que él creía inmerecido, pues todo lo que había hecho era por afecto a la Nobleza, a la cual había consagrado doce años de trabajo. Repitió varias veces estas palabras:
«He trabajado con todas mis fuerzas, con todo mi corazón, y les aprecio y les estoy agradecido», y, de repente, se detuvo porque las lágrimas le sofocaban y salió de la sala.
Aquellas lágrimas provocadas por la conciencia de la injusticia, que con él se cometía, por su amor a la Nobleza, o bien por la tirantez de la situación en la cual se encontraba, sintiéndose rodeado de enemigos, conmovieron a la mayoría de los nobles, y también Levin experimentó hacia Snetkov un sentimiento de afecto y simpatía.
Al salir, el Presidente provincial tropezó con Levin a la puerta.
—Perdón, perdón —le dijo como a un desconocido. Pero, al reconocerle, le sonrió tímidamente. A Levin le pareció que había querido decirle algo, pero no había podido por la emoción que experimentaba. La expresión de su rostro, toda su figura (vestía de uniforme, con medallas y pasamanería y con pantalones blancos), le recordaron a Levin el animal perseguido que ve crecer el peligro en torno a él. Esta expresión del rostro del Presidente era más conmovedora para él porque no más lejos que el día anterior había ido a casa de Snetkov para el asunto del tutelaje y lo había visto con toda su dignidad de hombre honrado, rodeado de toda su familia. Habitaba una casa espaciosa, con muebles antiguos de familia; los lacayos, algo sucios, pero muy correctos, eran antiguos siervos que, aunque liberados, no habían cambiado de señor. Levin vio cómo Snetkov acariciaba dulcemente, con gran cariño, a su nietecita, una niña muy hermosa, hija de su hija. Recordó a la esposa del Presidente, una señora gruesa, bondadosa, que llevaba una cofia con puntillas y se abrigaba con un chal turco; recordó al hijo, un excelente muchacho, estudiante del sexto curso, el cual al volver del colegio, saludó a su padre besándole la mano con respeto y cariño, y las frases afectuosas de aliento que el anciano le dirigió y sus ademanes, que habían despertado en Levin un vivo sentimiento de simpatía hacia Snetkov. Ahora, conmovido por aquellos recuerdos, buscaba decir algo agradable al anciano.
—Así que será usted de nuevo nuestro Presidente —le dijo para animarle.
—Lo dudo —contestó Snetkov mirando de reojo alrededor suyo. Estoy cansado... Ya soy viejo... Hay gente más digna y joven que yo... Que trabajen ellos.
Y el Presidente desapareció por la puerta de al lado.
Llegó el momento más solemne. Iba a empezar la votación. Los cabecillas de uno y otro bando contaban las bolas blancas y negras con los dedos.
Las discusiones por causa de Flerov no sólo dieron al nuevo partido la ventaja del voto de éste, sino que, además, les permitió ganar tiempo y hacer venir a otros tres nobles más, los cuales, por los manejos de los del partido viejo, no habían asistido a la anterior votación. Para ello, los de este partido habían emborrachado a dos de aquellos nobles, que tenían debilidad por el vino, y al tercero le habían quitado el uniforme. Pero los del nuevo partido, al enterarse de esto, tuvieron tiempo, durante las discusiones respecto a Flerov, para mandar vestir al noble dejado sin uniforme, recoger a los que se habían emborrachado y llevarlos a la votación.
—He traído a uno. Le he echado un cubo de agua encima y parece que podrá pasar —dijo el noble al que habían enviado a buscar al borracho, explicando el caso a Sviajsky.
—¿No está demasiado ebrio? ¿No se caerá? —preguntó Sviajsky meneando la cabeza.
—No. Está bastante bien. Sólo temo que aquí puedan darle más de beber. Ya he dado orden en la cantina de que de ningún modo le sirvan más bebida.
XXIX
La estrecha sala en la cual se bebía y tomaban bocadillos estaba llena de nobles. La agitación iba constantemente en aumento y en todos los rostros se leía la inquietud.
Los más animados eran, sin embargo, los cabecillas, que sabían todos los detalles y el número de bolas. Eran los dirigentes del combate en perspectiva. Los demás, como los soldados, se preparaban para la batalla, pero en tanto que comenzaba ésta buscaban pasar el rato divirtiéndose. Unos tomaban algo de pie o sentados a una de las mesitas; otros se paseaban por la sala o charlaban con sus amigos a quienes hacía tiempo que no habían visto.
Levin no tenía ganas de comer; no era fumador. No quería juntarse con los suyos, es decir, con Sergio lvanovich, Esteban Arkadievich, Sviajsky y otros, que mantenían animada conversación, porque con ellos estaba Vronsky, vestido con su uniforme de caballerizo del Emperador. Aun el día antes Levin le había visto en las elecciones y había evitado su encuentro, no queriendo saludarle.
Ahora se acercó a la ventana y se sentó observando a los grupos y escuchando lo que se decía a su alrededor. Le entristecía el ver que todos hablaban animados, preocupados e interesados, y únicamente él y un viejecito de boca sin dientes, con uniforme de la Marina, sentado a su lado, solitario, moviendo con un tic nervioso sus labios, estaban indiferentes, inactivos.
—¡Es un canalla!... Le voy a contar... Pero no. ¿Es decir, que en tres años no ha podido reunir el dinero? —decía un propietario de tierras, bajito, encorvado, de cabellos alisados con pomada y que le caían sobre el cuello bordado del uniforme. Y al mismo tiempo daba golpes en el suelo con los tacones de sus botas nuevas, seguramente compradas para las elecciones. Y después de lanzar una mirada de fuego a Levin dio media vuelta rápidamente y se alejó.
—Sí, es un asunto poco limpio —exclamó con voz débil un pequeño propietario de tierras.
Luego, un grupo de terratenientes, rodeando a un grueso general, se aproximó rápidamente hacia Levin, en busca, evidentemente, de un sitio donde poder hablar sin ser oídos.
—¿Cómo se atreve a decir que ordené que le robasen los pantalones? Presumo que debió de venderlos para beber. Y quiero escupirle por muy príncipe que sea. ¡No tiene derecho a decirlo! ¡Es una porquería!
—Pero, y perdone, ellos se basan en el artículo de la ley. Su mujer debe ser inscrita como noble —hablaban en otro grupo.
—¡Al diablo con el artículo de la ley! Lo digo con el corazón en la mano... Para eso hay nobles... Hay que tener confianza.
—Excelencia, vamos a tomar un fine champagne.
Otro grupo iba tras uno de los nobles a quienes habían emborrachado, que pasaba gritando.
—Y yo le aconsejé siempre a María Semenovna que lo arrendase, porque ella no podría obtener nunca ganancias —decía, con voz agradable, un propietario de tierras, de bigotes canosos, con uniforme de coronel de Estado Mayor.
A aquel propietario Levin le había visto ya otra vez en casa de Sviajsky y en seguida le reconoció. El noble le miró también, y se saludaron afectuosamente.
—Mucho gusto. Le recuerdo muy bien, ¿cómo no? Nos vimos el año pasado en casa del Presidente.
—¿Y cómo van las cosas de su propiedad? —preguntó Levin.
—Como siempre, perdiendo —contestó el hombre poniéndose a su lado y con la sonrisa sumisa y la expresión tranquila y resignada del que está convencido de que las cosas no pueden ir de otra manera. Y usted, ¿cómo es que está en nuestra provincia? ¿Ha venido a tomar parte en nuestro pequeño coup d’État?48 —preguntó a su vez, pronunciando mal, pero con seguridad, las palabras francesas.
—Aquí ha venido toda Rusia. Hasta gentilhombres y casi ministros —siguió el propietario, indicando la figura representativa de Esteban Arkadievich, que, con uniforme de gentilhombre, en pantalones blancos, se paseaba con un general.
—Debo confesarle que comprendo muy poco la importancia de las elecciones de la Nobleza —dijo Levin.
El propietario de tierras le miró.
—¿Y qué tiene que comprender? No tiene ninguna importancia. Es una institución en decadencia, que sigue su movimiento por la fuerza de la inercia. Mire usted los uniformes. Parecen decir: «Es una reunión de jueces, de miembros de comisiones, pero no de nobles».
—¿Y por qué, entonces, viene usted? —preguntó Levin.
—Por la fuerza de la costumbre. Luego, que hay que sostener las relaciones. Es una obligación moral en cierto sentido. Y además, a decir verdad, tengo mi interés: mi yerno quiere presentar su candidatura para los miembros obligatorios de la Comisión. No es rico y quiero ayudarle a pasar. Y estos señores, ¿para qué vienen? —dijo indicando al señor batallador que hablaba ante la mesa electoral.
—Es la nueva generación de la nobleza.
—Que es nueva, conformes..., pero no es nobleza. Son propietarios de tierras por haberlas comprado y nosotros lo somos por haberlas heredado... ¿Pueden ser considerados gentilhombres los que atacan de este modo a la nobleza?
—Pero usted dice que es una institución caduca...
—Caduca o acabada. Pero, sea como sea, hay que tratarla con más respeto. Tenemos el caso de Snetkov... Somos buenos o malos; pero hace miles de años que existimos. ¿Sabe usted? Por ejemplo: nosotros queremos delante de la casa un jardincillo y debemos alisar para ello la tierra y allí tenemos un árbol centenario... Es un árbol todo torcido, viejo; pero por plantar florecillas y hacer un jardín no va usted a cortar el viejo árbol; dispondrá usted la tierra en forma que le permita aprovecharlo. En un año no es posible hacer crecer un árbol igual —dijo el propietario. Y en seguida cambió de tema.
—¿Y cómo van las cosas de su propiedad?
—No van bien. Me producen ¡un cinco por ciento!
—Pero usted no cuenta su trabajo, que también vale algo. Le diré de mí mismo que antes de ocuparme de la propiedad trabajaba y ganaba tres mil rublos. Ahora trabajo más que cuando estaba en el servicio, y, como usted, gano el cinco por ciento y ¡gracias a Dios! Y mi trabajo lo doy de balde.
—Entonces, ¿para qué lo hace? Si es sólo para perder...
—¿Qué quiere que haga? Es costumbre y sé que debo obrar así... Le diré más —continuó el propietario apoyado en la ventana y animado ya—. Mi hijo no tiene inclinación alguna al cultivo de las tierras. Seguramente será un sabio. Entonces no habrá quien lo continúe. Y, de todos modos, sigo trabajando. Ahora he plantado un jardín.
—Sí, sí —repuso Levin—. Es la pura verdad. Siempre digo que no hay verdadera ganancia y sigo cultivando mi hacienda. Siente uno cierta obligación respecto a las tierras.
—Y más le contaré —siguió el propietario—. Un día vino a visitarme un vecino, comerciante. Dimos un paseíto por la propiedad, por el jardín... «No», me dijo, «Esteban Vasilievich, todo lo tiene usted en orden, pero el jardín está abandonado (y conste que yo lo cuido muy bien). Yo en su lugar», siguió diciendo el comerciante, «los tilos los cortaría, naturalmente, cuando hay que cortarlos: cuando tienen savia. Posee usted un millar; de cada uno saldrán dos buenas cestas, y hoy esto representa un capital... También cortaría los troncos de los tilos».
—Y con este dinero compraría vacas o tierras a bajo precio y las arrendaría a los campesinos —terminó Levin, con sonrisa que demostraba que más de una vez había hecho él cálculos semejantes—. Y con ello se haría una fortuna, mientras que usted y yo... Que Dios nos ayude solamente a guardar lo que tenemos y dejarlo así a nuestros hijos.
—He oído que se ha casado usted... —indicó el propietario.
—Sí —contestó Levin con orgullo y placer—. Es muy extraño en el actual estado de cosas, ¿no? Nosotros vivimos sin ganar y somos como las antiguas vestales, puestas solamente para guardar un fuego sagrado.
El propietario sonrió bajo sus bigotes blancos.
—Entre nosotros —siguió la conversación— está también, por ejemplo, nuestro amigo Nicolás Ivanovich Sviajsky o el conde Vronsky, que ahora vive aquí. Éstos quieren organizar la agricultura en mayor escala, pero hasta ahora, fuera de poner el capital, no han obtenido otro resultado.
—¿Y por qué nosotros no hacemos como los comerciantes? ¿Por qué no cortamos los jardines para vender la madera? —preguntó Levin, volviendo al pensamiento que le había asaltado antes.
—Pues por la razón de que, como ha dicho usted muy bien, somos una especie de vestales para guardar el fuego sagrado. Vender la madera no es asunto de nobles. Y nuestra obra de noble se hace no aquí, en las elecciones, pero sí allí, en nuestro rincón. Hay también un instinto nuestro, propio, que nos indica lo que debemos hacer y lo que no. Con los campesinos pasa lo mismo; según vengo observando, cuando el campesino es bueno arrienda cuantas tierras puede... Puede ser mala la tierra, pero él sigue labrándola... También lo hace sin calcular que ha de perder en ella...
—Así somos nosotros —dijo Levin.
Y terminó, al ver que Sviajsky se le acercaba.
—He tenido una gran satisfacción en encontrarle.
—Nos vemos por primera vez desde que nos conocimos en su casa de usted, y estábamos charlando como dos buenos amigos —dijo el noble a Sviajsky.
—¿Qué? ¿Han criticado las nuevas instituciones? —dijo éste humorísticamente, con una sonrisa.
—Algo de eso hemos hecho.
—Nos hemos desahogado.
XXX
Sviajsky cogió por el brazo a Levin y le llevó a su grupo.
Ahora Levin ya no podía rehuir a Vronsky, el cual estaba con Esteban Arkadievich y Sergio Ivanovich y le miraba directamente mientras se aproximaba a ellos.
—Mucho gusto. Me parece que tuve el placer de encontrarle en la casa de la princesa Scherbazky —dijo Vronsky dándole la mano.
—¡Oh, sí! Me acuerdo muy bien de nuestro encuentro —contestó Levin enrojeciendo.
Y en seguida se volvió a su hermano y se puso a hablar con él.
Con ligera sonrisa, Vronsky continuó hablando con Sviajsky, evidentemente sin ningún deseo de proseguir la conversación con Levin; pero éste, mientras charlaba con su hermano, no dejaba de observar a Vronsky con propósito de decirle algo y reparar, con esto, su brusquedad.
—¿Y de qué se trata ahora? —dijo mirando a Vronsky y a Sviajsky.
—De Snetkov: de si se decide o se niega a presentar su candidatura.
—¿Y él está conforme o no?
—Es, precisamente, esto: que no dice que sí ni que no —repuso Vronsky.
—Y si él se niega, ¿quién presentará su candidatura?
—Quien quiera —contestó Sergio Ivanovich.
—Sólo que no seré yo —dijo Vronsky dirigiendo, confundido, una mirada irascible a un señor de aspecto irritado que estaba al lado de Sergio Ivanovich.
—Entonces, ¿quién? ¿Neviedovsky? —preguntó Levin, sintiéndose interesado por la cuestión.
Esta pregunta le resultó aún peor, ya que Neviedovsky y Sviajsky eran los dos que se disputaban la candidatura.
—Por lo que se refiere a mí —afirmó el señor irritado—, de ningún modo.
Era el mismo Neviedovsky. Sviajsky se lo presentó a Levin y se saludaron cortésmente.
—¿Qué? Parece que la cosa también te entusiasma —dijo Esteban Arkadievich a Levin, guiñando al mismo tiempo el ojo a Vronsky—. Esto es una especie de carrera... Se pueden hacer apuestas.
—Sí, esto me exalta —dijo Vronsky—. Y una vez que se empieza hay ganas de ver la terminación. ¡La lucha! —exclamó frunciendo las cejas y apretando sus fuertes mandíbulas.
—Este Sviajsky es un hombre de un gran sentido práctico. Lo ve todo con una claridad...
—¡Oh, sí! —contestó Vronsky distraídamente.
Hubo un silencio durante el cual, por mirar algo, Vronsky dirigió su mirada a Levin, a sus pies, a su uniforme, luego a su rostro, y al ver sus ojos puestos en él, contemplándole sombríamente dijo:
—¿Y cómo es que usted, que habita en su pueblo, no es su juez de paz? Pues no veo que su uniforme sea el que corresponde a este cargo.
—Porque considero que la institución de los jueces de paz es una tontería —contestó Levin, que esperaba ocasión para hablar con Vronsky y corregir la falta de cortesía que había cometido al saludarle.
—Pienso lo contrario —dijo Vronsky con tranquila sorpresa.
—Es un juguete —insistió Levin—. No necesitamos jueces de paz. Durante siete años no he tenido más que un asunto. Y el que tuve fue arreglado de la peor manera. El juez está a cuarenta verstas de mi propiedad. Se está obligado, por un asunto en el que se discuten dos rublos, a mandar a buscar a un abogado que nos cuesta quince.
Y Levin contó cómo un campesino había robado harina al molinero y, cuando éste se lo afeó al labriego, el tal presentó pleito a aquél, acusándole de difamación. Todo esto era inoportuno y ridículo y él mismo se dio cuenta apenas había terminado de contarlo.
—¡Oh, eres un hombre muy original! —le dijo Esteban Arkadievich con su sonrisa más dulce. Pero... Vamos. Parece que ya están votando.
Y los dos se separaron del grupo.
—No comprendo —dijo Sergio Ivanovich, que había observado la brusquedad de Levin en el momento de saludar a Vronsky—, no comprendo cómo se puede estar privado hasta tal punto de tacto político. Esto es lo que nosotros los rusos no tenemos. El Presidente de la Nobleza es nuestro adversario y tú estás con él, ami cochon49, y le pides que presente su candidatura... Mientras que el conde Vronsky... No quiero decir que me haré amigo suyo. Me ha invitado a comer en su casa, pero está claro que no iré. Ahora bien: él es nuestro, de nuestro partido. ¿Por qué, pues, hacer de él un enemigo? Luego has preguntado a Neviedovsky si va a presentar su candidatura. Esto es improcedente.
—¡Ah! No comprendo nada... Todo esto son tonterías —contestó Levin sombrío.
—Dices que todo esto son tonterías, pero cuando empiezas a hacerlas lo confundes todo.
Levin calló y los dos juntos entraron en la sala.
No obstante sentir el ambiente un poco falso y aunque no todos se lo habían pedido, el Presidente de la Nobleza se decidió a presentar su candidatura. Toda la sala estaba en silencio y el Secretario declaró, en voz alta, que se iba a votar para la presidencia de la Nobleza al comandante de caballería de la Guardia, Mijail Stepanovich Snetkov.
Los presidentes comarcales de la Nobleza, con los platitos que contenían las bolas, se pusieron en marcha, yendo desde sus mesas a la del Presidente provincial; y las elecciones comenzaron.
—Pon la bola en la mano derecha —murmuró Esteban Arkadievich a Levin cuando, siguiendo a su presidente y junto con su hermano, se acercaban a la mesa.
Pero Levin había olvidado la explicación que le dieron de la forma en que habían de actuar para ganar las elecciones; y pensó que Esteban Arkadievich quizá se habría equivocado indicándole que pusiera la bola en la mano derecha, ya que Snetkov era el enemigo. Al acercarse a la mesa, tenía la bola en la mano derecha, pero temiendo que, en efecto, Esteban Arkadievich hubiera sufrido un error, delante mismo del cajón la cambió de mano.
El perito puesto al lado de la mesa para inspeccionar la votación y que sólo por el movimiento del codo conocía dónde se ponía la bola, hizo una mueca de descontento. No, no tenía necesidad de desarrollar demasiado su facultad de penetración para conocer dónde la había metido Levin.
Todos callaron y se oyó el ruido de las bolas al moverlas para contarlas.
Luego, una voz proclamó el resultado, el número de bolas en pro y las que había en contra.
El Presidente resultaba elegido por gran mayoría.
Todos, con gran estruendo, tumultuosamente, se dirigieron a las puertas.
Snetkov entró y muchos nobles le rodearon felicitándole.
—Bueno, ¿ya hemos terminado? —preguntó Levin a su hermano.
—No ha hecho sino empezar —le contestó sonriendo Sviajsky en vez de Sergio Ivanovich. El candidato para presidente puede aún obtener más bolas.
Levin se olvidó completamente de estas palabras. Sólo recordó ahora que allí se decidía una cuestión muy delicada, pero no quería averiguar en qué consistía. De pronto, se sintió triste y tuvo deseos de huir de toda aquella gente. Ya que no se le prestaba atención y nadie le necesitaba, se dirigió, procurando pasar inadvertido, a la sala pequeña en que se tomaban los bocadillos. Y cuando vio a los criados, se sintió aliviado. El más anciano de ellos le ofreció algo de comer y él aceptó.
Comió croquetas con alubias y, después de charlar con el lacayo, que le habló de los señores a quienes servía, Levin, no queriendo entrar de nuevo en la sala, donde se sentía tan a disgusto, se dirigió a las tribunas con la intención de ver qué sucedía allí.
Las tribunas estaban llenas de damas muy compuestas, adornadas con ricos vestidos, las cuales se inclinaban sobre las balaustradas y, con gran interés, procuraban no perder ni una palabra de lo que se hablaba abajo, en la sala. Al lado de las señoras estaban, sentados o de pie, profesores de colegios, con sus clásicas levitas, y oficiales.
En todas partes hablaban de las elecciones, de que el Presidente estaba cansado y de la marcha de los debates.
En un grupo, Levin oyó alabar a su hermano. Una señora decía a un abogado:
—¡Qué dichosa me siento de haber oído hablar a Kosnichev! Vale la pena quedarse sin comer. ¡Es maravilloso! ¡Con qué tono habla y con qué claridad! En el Palacio de Justicia ninguno de ustedes habla como él. Sólo Maindel lo hace algo bien, pero ni siquiera él llega a la elocuencia de Kosnichev.
Habiendo encontrado un sitio libre cerca de la balaustrada, Levin se inclinó y se puso a mirar y escuchar.
Todos los personajes estaban sentados, separados, en razón de comarcas, por pequeños tabiques.
En el centro de la sala estaba un hombre de uniforme que, con voz alta y suave, proclamaba:
—Presenta su candidatura para Presidente provincial de la Nobleza el comandante de caballería del Estado Mayor Eugenio Ivanovich Apujtin.
Después de un rato de silencio, se oyó la voz débil de un viejo:
—Rehúsa.
—Candidatura del Consejero de la Corte, Pedro Petrovich —proclamó de nuevo el hombre que estaba en el centro.
—Rehúsa —contestó una voz joven y chillona.
Se oyó el nombre de otro candidato y de nuevo un «rehúsa».
Así pasó cerca de una hora.
Levin, apoyado en la balaustrada, estaba mirando y escuchando.
Primero, la ceremonia le sorprendió y quiso comprender lo que significaba; luego, convencido de que no podría entenderlo nunca, se sintió aburrido. Y, al recordar la emoción e irritación que veía en todos los rostros, se entristeció, decidió marcharse y salió de la tribuna.
Al pasar por la puerta, vio a un colegial de aspecto abatido, con los ojos hinchados por el llanto, que paseaba arriba y abajo. En la escalera encontró a una señora que corría, calzada con zapatitos de altos tacones y seguida del ayudante del Procurador de los Tribunales.
—¡Ya le dije que no llegara usted tarde! —exclamaba el jurista mientras Levin daba paso a la señora.
Levin estaba ya en la escalera de la salida principal y sacaba el número del guardarropa cuando le alcanzó el Secretario y le instó:
—Constantino Dmitrievich, haga el favor de venir. Ya están votando.
Se votaba al mismo Neviedovsky, que tan categóricamente había rehusado.
Levin se dirigió a la sala, que encontró cerrada. El Secretario llamó; abrieron la puerta y, antes de entrar él, salieron dos propietarios de tierras con el rostro encendido, sofocado.
—Ya no puedo más —dijo uno de ellos.
Detrás de los propietarios apareció el rostro descompuesto del Presidente, que reflejaba un gran cansancio y hondo disgusto.
—Te he mandado que no dejaras salir a nadie —dijo el Presidente al ujier.
—He abierto para dejar entrar, Excelencia.
—¡Dios mío! —y con un suspiro profundo, andando penosamente, pausado y con la cabeza inclinada, el Presidente se dirigió a través de la sala a la mesa electoral.
Como daban por seguro sus partidarios, Neviedovsky, habiendo obtenido mayor número de votos que su rival, fue proclamado Presidente provincial de la Nobleza.
Muchos estaban animados, alegres, llenos de entusiasmo; otros muchos se mostraban descontentos y apesadumbrados. El antiguo Presidente era presa de gran desesperación.
Cuando Neviedovsky salía de la sala, la gente le rodeó y le siguió con entusiasmo, del mismo modo como había seguido al Gobernador el primer día, al abrir las elecciones, y del mismo modo en que había seguido a Snetkov cuando éste, en su día, había sido elegido presidente.
XXXI
Aquel día Vronsky ofreció una comida al Presidente provincial elegido y a muchos de los adeptos del partido nuevo.
Vronsky había ido a la ciudad por las elecciones y porque se aburría en el pueblo, por mostrar a Ana su derecho a la libertad, y también porque quería pagar a Sviajsky, con su ayuda, los esfuerzos que había hecho a su favor en las elecciones del zemstvo. Pero más que nada había ido por cumplir con todos sus deberes de noble y agricultor, la posición que había elegido ahora como campo de su actividad. Pero Vronsky no esperaba de ningún modo que las elecciones le hubieran interesado en tal manera. Era un hombre completamente nuevo entre los nobles rurales, mas, a pesar de ello, alcanzaba un éxito indudable y no se equivocaban pensando que había ya adquirido una gran influencia en aquel medio.
Contribuían a ello su riqueza y distinción, su cualidad de noble de alta categoría; el espléndido departamento que en la ciudad había dejado a su disposición su antiguo conocido Schirkov, que ahora se ocupaba de asuntos financieros y había abierto en Kachin un banco que marchaba prósperamente; el estupendo cocinero que Vronsky se había traído de su finca; la amistad con el Gobernador, que era amigo íntimo suyo y además protegido de otro amigo de Vronsky; y, sobre todo, le ayudaba a ello su trato sencillo, afable e igual, que obligó a la mayoría de los nobles a modificar la opinión de soberbio en que casi todos le tenían.
Él mismo sentía que, excepto aquel señor tan raro, casado con Kitty Scherbazky que, à propos de bottes50, le había dicho, con desenfrenada irritación, una porción de tonterías, cada noble que él conocía se convertía en seguida en partidario y amigo suyo.
Vronsky sabía fijamente —y los demás se lo reconocían de buen grado— que Neviedovsky le debía mucho de su éxito. Y ahora, en la mesa de su casa festejando la elección de aquél, experimentaba, por su protegido, el sentimiento agradable de la victoria.
Las mismas elecciones le habían interesado de tal modo que había resuelto que si estaba casado ya cuando se celebraran las próximas, dentro de tres años presentaría su candidatura. Era como si, después de haber ganado el premio en las carreras de caballos por medio del jockey, le entrasen ganas de tomar parte en las pruebas personalmente.
Ahora, celebrando la victoria de su jockey Neviedovsky en la carrera electoral, Vronsky presidía la mesa. A su derecha estaba sentado el joven gobernador, general del séquito del Emperador. El Gobernador era para todos los comensales el amo de la provincia, el hombre que había abierto solemnemente las elecciones pronunciando el discurso y que, como observara Vronsky, había despertado el respeto y hasta el servilismo de la mayoría. Pero para Vronsky era Maslov Kátika51, apodo con el que era conocido en el Cuerpo de Pajes, que ahora se sentía confuso delante de Vronsky, y a quien procuraba éste mettre à son aise52.
A la izquierda, estaba sentado Neviedovsky, con su rostro joven, impasible y como lleno de hiel, a quien Vronsky trataba con naturalidad y respeto.
Sviajsky soportaba su fracaso con buen humor. Para él no era un fracaso —decía, levantando su copa y dirigiéndose a Neviedovsky—. Habría sido imposible —explicaba— encontrar un representante mejor para la nueva dirección que debía seguir la Nobleza. Y por esto estaba de todo corazón al lado del éxito de hoy y lo celebraba sinceramente.
Esteban Arkadievich también se sentía feliz de haber pasado el tiempo de una manera tan agradable y de que todos estuviesen satisfechos.
Durante la comida, que fue espléndida, se recordaron los episodios de las elecciones. Sviajsky imitó cómicamente el discurso lacrimoso del antiguo Presidente y, de paso, dijo a Neviedovsky que «Su Excelencia» tendría que elegir un modo mejor y no tan sencillo como las lágrimas para justificar la inversión de los fondos.
Otro noble, gran humorista, dijo que había hecho venir a sus lacayos calzados de medias para el baile del Presidente, ya que éste tenía la costumbre de dar las fiestas así; y ahora habría de vestirlos de nuevo si el Presidente actual no daba baile con los lacayos calzando medias.
Al dirigirse a Neviedovsky, lo hacían continuamente llamándole «nuestro Presidente provincial» y «Vuestra Excelencia». Y lo decían con el mismo placer con el cual se dirigían a una señora joven llamándola madame o por el apellido de su marido.
Neviedovsky aparentaba que no sólo le era indiferente el nombramiento, sino que hasta tenía en poco este título; pero se veía claramente que le hacía feliz su elección y que hacía esfuerzos para no demostrar un entusiasmo poco conveniente en el medio liberal en que se encontraba.
Durante la comida se enviaron algunos telegramas a la gente conocida que se interesaba por las elecciones, y Esteban Arkadievich, el cual estaba muy animado y alegre, mandó uno a Daria Alejandrovna que decía así: «Neviedovsky elegido por mayoría de diecinueve bolas. Enhorabuena. Lo comunicarás». Esteban Arkadievich, muy ufano, leyó el telegrama en voz alta y dijo: «Quiero alegrarles con esta agradable noticia». Y, en efecto, Daria Alejandrovna, al recibir el telegrama, se limitó a suspirar por el rublo que habían gastado en ello y pensó que su marido lo había mandado después de una comida, ya que Esteban Arkadievich tenía la debilidad de, al final de cada banquete a que asistía, faire jouer le télégraphe53.
Todo, junto con la espléndida comida, y los vinos extranjeros, resultó digno, sencillo y animado. Veinte personas, todas de las mismas ideas, gente liberal, activa, nueva y, al mismo tiempo, espiritual y honrada, habían sido las elegidas por Sviajsky para esta fiesta. Se brindó con alegría «por el nuevo Presidente» y «por el Gobernador» y «por el Director del Banco» y «por nuestro amable anfitrión».
Vronsky estaba contento, porque nunca había imaginado encontrar un ambiente tan agradable en la provincia.
Al final, la alegría se hizo aún más general.
El Gobernador pidió a Vronsky que fuera al concierto que, a beneficio de los «Hermanos Eslavos», había organizado su esposa, la cual, por su parte, deseaba conocer al Conde.
—Habrá un gran baile y verá usted a nuestras bellezas. Será algo extraordinario.
—Not in my line54 —contestó Vronsky, al cual agradaba mucho esta expresión. Pero sonrió y prometió ir.
Un momento antes de levantarse de la mesa, cuando todos reposaban, fumando, el ayuda de cámara de Vronsky se acercó a éste trayéndole una carta sobre una bandeja.
—Acaba de llegar de Vosdvijenskoe con un enviado especial —dijo con expresión significativa.
—Es sorprendente cómo se parece a Sventizky, el vicepresidente de los Tribunales —dijo en francés uno de los invitados refiriéndose al ayuda de cámara, mientras Vronsky leía la carta. A medida que leía, su rostro se iba ensombreciendo.
La carta era de Ana.
Aun antes de haberla leído, Vronsky conocía su contenido. Suponiendo que las elecciones iban a terminar en cinco días, él había prometido a Ana volver a su casa el viernes. Era sábado y Vronsky sabía que la carta estaría llena de reproches por no haber vuelto en el día indicado. Sin duda la nota que él había enviado explicando el retraso no habría llegado aún a poder de ella.
El contenido de la carta era, efectivamente, el que Vronsky había imaginado. Pero, además, le decía algo inesperado y doloroso; Any estaba muy enferma. «El doctor dice que puede tratarse de una pulmonía. Sola, yo pierdo la cabeza. La princesa Bárbara no es una ayuda, sino un estorbo. Te he esperado anteayer y ayer, y ahora mando ésta para saber dónde estás y qué haces. Quise ir yo misma, pero cambié de idea pensando que acaso te desagradara. Dime algo para saber qué debo hacer».
«La niña enferma y Ana queriendo venir. ¡La hija está enferma y ella emplea aún este tono hostil!», pensó Vronsky.
El contraste entre la alegría inocente de las elecciones y el recuerdo de aquel amor sombrío, agobiador, al cual debía volver, hundió a Vronsky en una gran confusión.
Pero debía volver, y aquella misma noche, en el primer tren, regresó a su casa.
XXXII
Antes del viaje de Vronsky para asistir a las elecciones, Ana había reflexionado en que las escenas que se repetían con ocasión de cada viaje que él hacía, en vez de estrechar los lazos que les unían, podían debilitarlos aún más, y decidió hacer todo el esfuerzo posible sobre sí misma para soportar tranquila la separación.
Pero el tono frío y severo que empleó Vronsky aquella vez para anunciarle su viaje y la mirada que le dirigió la ofendieron, y ya antes de su partida Ana había perdido la tranquilidad.
Luego, al quedarse sola, recordando y analizando aquel tono y aquella mirada, que expresaban el deseo de Vronsky de hacer uso de su derecho a la libertad, Ana llegó a la misma conclusión de siempre: a la conciencia de su humillación.
«Tiene, claro está, perfecto derecho a marcharse adonde y cuando quiera. Y no sólo a marcharse, sino, también, a dejarme sola. Él tiene todos los derechos y yo ninguno. Pero, sabiéndolo, no debía hacerlo... De todos modos, ¿qué ha hecho? Me miró con expresión fría y severa. Esto, naturalmente, es una cosa indefinida, impalpable; pero antes esto no ocurría y esta mirada suya significa mucho», pensaba. «Esa mirada dice bien claramente que empieza a enfriarse su pasión». No obstante, a pesar de estar convencida de que Vronsky comenzaba a perderle cariño, no veía cómo podría ella cambiar, modificar su actitud con él, hacer que ésta fuera igual que antes cuando, con sólo su amor y sus atractivos, ella le sabía retener.
Y, como antes, trabajando de día y tomando morfina por la noche, conseguía Ana ahogar sus terribles pensamientos sobre la situación en que quedaría si Vronsky dejara de amarla.
«Es verdad», pensó, «que queda todavía un remedio para retenerle». Ana fuera de su amor no deseaba nada. Este remedio era el divorcio y su casamiento, y Ana empezó a desearlo y se decidió a consentir en la primera ocasión en que Vronsky o su hermano le hablaran de ello.
Con tales pensamientos pasó cinco días, que fueron los que había de durar la ausencia de él.
Los paseos, las conversaciones con la princesa Bárbara, las visitas al hospital y, principalmente, la lectura —un libro tras otro— ocuparon todo su tiempo.
Pero al sexto día, cuando llegó el cochero sin él, Ana sintió que no podía ya ahogar más su pena y su inquietud por lo que Vronsky pudiera estar haciendo allí. En este tiempo enfermó su hija. Ana quiso atenderla y tampoco en esto halló distracción, porque la enfermedad de la niña no era de cuidado. Además, no obstante sus esfuerzos, no llegaba a querer a la niña, y el amor no podía ni sabía fingirlo.
Al anochecer de aquel día, al encontrarse sola, el terror de que él la abandonase se hizo en Ana tan vivo que casi se decidió a ir a la ciudad ella misma, pero, después de pensarlo mucho, se limitó a escribir aquella carta contradictoria que Vronsky había recibido, y que, sin releerla, le fue mandada por un mensajero.
A la mañana siguiente, al recibir la contestación, Ana se arrepintió de haberlo hecho.
Pensaba ahora con terror en la posibilidad de que Vronsky volviese a dirigirle la mirada severa del día de la partida, sobre todo al enterarse de que el estado de la niña no inspiraba ningún cuidado.
Sin embargo, a pesar de todo, estaba contenta por haberle escrito. Él se sentía molesto, renunciaría de mala gana a su libertad para volver a su lado, pero, al fin y al cabo, volvería, que es lo que Ana ansiaba con toda el alma, porque de este modo lo tendría con ella, le vería, podría seguir cada uno de sus movimientos...
Estaba sentada en el salón y, a la luz de la lámpara, leía un nuevo libro de Taine, con el oído atento a los ruidos del exterior, donde soplaba un fuerte viento, esperando a cada punto la llegada del coche. Repetidas veces le había parecido oír el ruido de las ruedas, pero era siempre un engaño; hasta que, al fin, no sólo oyó el ruido de las ruedas, sino también las exclamaciones del cochero y el traqueteo del carruaje, que se detuvo en la entrada cubierta, delante de la casa. Hasta la princesa Bárbara, que disponía su solitario, lo afirmó.
Ana, con el rostro encendido por la emoción, se levantó para dirigirse a su encuentro, como otras veces cuando regresaba Vronsky de viaje, pero, antes de llegar a la puerta, se detuvo y permaneció en la misma habitación.
De repente se sintió avergonzada de su engaño y, más que nada, temerosa, pensando en qué forma le recibiría. Todos sus temores se le habían desvanecido y ya no temía sino el descontento de Vronsky. Recordó que la hija llevaba ya dos días completamente bien y hasta se sintió irritada contra ella de que se hubiera restablecido precisamente cuando había mandado la carta anunciando que se hallaba gravemente enferma.
Al recordar, sin embargo, que él estaba allí, él, con sus brazos, con sus ojos, se olvidó de todo, y al oír su voz corrió a su encuentro alegre, inundada de felicidad.
—¿Y Any? ¿Cómo está? —le preguntó Vronsky, desde abajo, con temor, viendo a Ana que bajaba corriendo las escaleras a su encuentro.
Él estaba sentado en una silla mientras el lacayo le sacaba sus botas forradas.
—Está mejor.
—¿Y tú? —le preguntó él, sacudiéndose el traje.
Ana, con ambas manos, tomó una de las de Vronsky, la pasó por su espalda para que el brazo de él le rodeara el talle y, estrechados así, le miró fijamente, embelesada.
—Bueno, estoy contento —le dijo Vronsky, examinando fríamente su peinado, el vestido, sus adornos, que sabía que se había puesto para él.
Aquellas atenciones le placían; pero ¡lo había visto todo tantas veces!
Y la expresión severa, como de piedra, aquella expresión que Ana temía tanto, se fijó en el rostro de Vronsky.
—Estoy contento —repitió—. ¿Y tú estás bien? —le preguntó, y, después de secarse con el pañuelo su barba mojada, le besó la mano.
«Es igual», pensaba Ana; «lo que yo quería era que estuviera él aquí, porque cuando está aquí no se atreve, no puede no amarme».
El resto de la velada transcurrió animado y alegre, con la presencia también de Bárbara, la cual se lamentó de que, en ausencia de él, Ana tomara morfina.
—¿Qué queréis que haga? No podía dormir. Me estorbaban los pensamientos. Cuando él está aquí, no la tomo nunca... Casi nunca...
Vronsky contó los diversos episodios de las elecciones, y con sus preguntas, Ana supo llevarle a lo que más le gustaba: a hablar de sus éxitos.
Ella le refirió, por su parte, cuanto de interesante había sucedido en la casa, y sus noticias fueron todas felices y alegres.
Pero cuando, ya tarde, los dos quedaron solos, al ver que de nuevo le tenía a su lado, Ana quiso borrar la mala impresión de su carta y le preguntó:
—Confiesa que el recibir mi carta te fue desagradable. ¿Me has creído o no?
Apenas lo hubo dicho, comprendió que, por grande que fuese su cariño, Vronsky no se lo perdonaba.
—Sí, la carta era muy extraña. Me decías que Any estaba grave y que querías venir tú en persona...
—Las dos cosas eran verdad.
—No lo dudo.
—No; sí lo dudas... Veo que estás descontento.
—En modo alguno. Lo que me contraría es que no quieras comprender que uno tiene obligaciones...
—¿Es obligación ir al concierto?
—Bueno, no hablemos más de esto...
—¿Y por qué no hablar? —insistió Ana.
—Sólo quiero decir que se presentarán deberes imperiosos... Ahora mismo, muy pronto, tendré que ir a Moscú por los asuntos de la casa... Ana, ¿por qué te irritas? ¿No sabes que no puedo vivir sin ti?
—Si es así... —dijo Ana, cambiando súbitamente de tono—. Si vienes aquí, estás un día y luego te marchas de nuevo, si estás cansado de esta vida...
—Ana, eres cruel. Ya sabes que estoy pronto a sacrificarlo todo, hasta mi vida...
Pero ella no le escuchaba.
—Si vas a Moscú, iré yo también. No quiero quedarme aquí. Debemos separarnos definitivamente, o vivir juntos.
—Tú sabes que ése es mi único deseo. Pero para esto...
—¿Hay que obtener el divorcio? Voy a escribir en seguida a mi marido. Veo que no puedo vivir así... Pero iré contigo a Moscú.
—Parece que me amenazas... Pues bien: mi más ardiente deseo es separarme de ti —dijo Vronsky sonriendo.
Pero en sus ojos, al pronunciar aquellas dulces palabras, brillaba no sólo una mirada fría, sino irritada, la mirada de un hombre exasperado por aquella obstinación.
Ana vio su mirada y comprendió hasta el fondo su significado: «¡Qué desgracia!», leyó en los ojos de Vronsky.
Fue una impresión que duró un instante, pero Ana no la olvidó nunca más.
Ana escribió la carta a su marido pidiéndole que accediera al divorcio.
Y a fines de noviembre, separándose de la princesa Bárbara, la cual debía ir a San Petersburgo, marchó con Vronsky a Moscú, donde, esperando cada día la contestación de Alexis Alejandrovich y luego el divorcio, se instalaron juntos como marido y mujer.