I
Sergio Ivanovich Kosnichev quiso descansar de su trabajo intelectual y, en vez de marchar al extranjero, según acostumbraba, se fue a finales de mayo al campo para disfrutar de una temporada al lado de su hermano.
Constantino Levin se sintió muy satisfecho recibiéndolo, tanto más cuanto que en aquel verano ya no contaba que llegase su hermano Nicolás.
A pesar del respeto y cariño que sentía hacia Sergio Ivanovich, Constantino Levin experimentaba al lado de su hermano un cierto malestar. La manera que tenía éste de considerar al pueblo le molestaba y le hacían desagradables la mayoría de las horas pasadas allí en su compañía.
Para Constantino Levin el pueblo era el lugar donde se vive, es decir, donde se goza, se sufre y se trabaja.
En cambio, para su hermano, era, de una parte, el lugar de descanso de su labor intelectual, y de otra, como un antídoto contra la corrupción de la ciudad, antídoto que él tomaba con placer comprendiendo su utilidad.
Para Constantino Levin el pueblo era bueno porque constituía un campo de nobles actividades: algo indiscutiblemente útil. Para Sergio Ivanovich era bueno porque allí era posible y hasta recomendable no hacer nada.
Además, Constantino estaba disgustado con su hermano por el modo que tenía éste de considerar a la gente humilde. Sergio Ivanovich decía que él la conocía mucho y la estimaba; a menudo hablaba con los campesinos, lo que sabía hacer muy bien, sin fingir ni adoptar actitudes estudiadas, y en todas sus conversaciones descubría rasgos de carácter que honraban al pueblo y que después se complacía él en generalizar.
Este modo de opinar sobre la gente humilde no placía a Levin, para el cual el pueblo no era más que el principal colaborador en el trabajo común. Era grande su aprecio hacia los campesinos y el entrañable amor que por ellos sentía —amor que sin duda mamó con la leche de su nodriza aldeana, como solía decir él—, y considerábase él mismo como un copartícipe del trabajo común; y a veces se entusiasmaba con la energía, la dulzura y el espíritu de justicia de aquella gente; pero en otras ocasiones, cuando el trabajo requería cualidades distintas, se irritaba contra el pueblo, considerándolo sucio, ebrio y embustero.
Si hubieran preguntado a Constantino Levin si quería al pueblo, no habría sabido qué contestar. Al pueblo en particular, como a la gente en general, la amaba y no la amaba a la vez. Cierto que, por su bondad natural, más tendía a querer que a no querer a los hombres, incluyendo a los de clase humilde.
Pero amar o no a éstos como a algo particular no le era posible, porque no sólo vivía con el pueblo, no sólo sus intereses le eran comunes, sino que se consideraba a sí mismo una parte del pueblo y ni en sí mismo ni en ellos veía defectos o cualidades particulares, y no podía oponerse al pueblo.
Además, vivía con gran frecuencia en íntima relación con el campesino, como señor y como intermediario y principalmente como consejero, ya que los aldeanos confiaban en él y a veces recorrían cuarenta verstas para pedirle consejo.
Pero no tenía sobre el pueblo opinión definida. Si le hubiesen preguntado si conocía al pueblo o no, habríase visto en la misma perplejidad que al contestar si le amaba o no le amaba. Decir si conocía al pueblo era para él como decir si conocía o no a los hombres en general.
En principio estudiaba y sabía conocer a los hombres de todas clases y entre ellos a los campesinos, a los que consideraba buenos e interesantes. A menudo, observándolos, descubría en ellos nuevos rasgos de carácter que le llevaban a modificar su opinión anterior y a formarse nuevas y distintas opiniones.
Sergio Ivanovich hacía lo contrario. Del mismo modo que alababa y amaba la vida del pueblo por contraste con la otra que no amaba, así amaba también a la gente humilde por contraste con otra clase de gente, y de una manera absolutamente idéntica conocía a esta gente como algo distinto y opuesto a los hombres en general.
En su metódico cerebro se habían creado formas definidas de la vida popular, deducidas parcialmente de esta misma vida, pero deducidas también, y en mayor parte, por oposición a la contraria.
Jamás, pues, variaba su opinión sobre el pueblo ni la compasión que le inspiraba. En las discusiones que los hermanos mantenían sobre aquel tema siempre vencía Sergio Ivanovich, por poseer una opinión definida sobre los aldeanos sobre sus caracteres, cualidades e inclinaciones, mientras que Constantino Levin no tenía ideas fijas y firmes sobre la gente del pueblo, por lo que siempre se le cogía en contradicción.
Para Sergio Ivanovich, su hermano menor era un buen muchacho, con «el corazón en su sitio» (lo que solía expresar en francés), de cerebro bastante ágil, pero esclavo de las impresiones del momento y lleno, por ello, de contradicciones. Con la condescendencia de un hermano mayor, Sergio Ivanovich le explicaba a veces la significación de las cosas, pero no experimentaba interés en discutir con él porque le vencía demasiado fácilmente.
Constantino Levin tenía a su hermano por un hombre de inteligencia y cultura, noble en el más elevado sentido de la palabra y dotado de grandes facultades de acción en pro de la sociedad. Pero en el fondo de su alma y a medida que aumentaba en años y conocía mejor a su hermano, tanto más a menudo pensaba que aquella facultad de servir a la sociedad, de la cual Constantino Levin se reconocía privado, quizá, al fin y al cabo, no fuera una cualidad, sino más bien un defecto. No un defecto de algo, no una falta de buenos, nobles y honrados deseos e inclinaciones, sino una carencia de poder de vida efectiva, de ese impulso que obliga al hombre a escoger y desear una determinada línea de vida entre todas las innumerables que se abren ante él.
Cuanto más conocía a su hermano, más observaba que Sergio Ivanovich, como muchos otros hombres que servían al bien común, no se sentían inclinados a ello de corazón, sino porque habían reflexionado y llegado a la conclusión de que aquello estaba bien, y sólo por tal razón se ocupaban de ello.
La suposición de Constantino Levin se confirmaba por la observación de que su hermano no tomaba más a pecho las cuestiones del bien colectivo y de la inmortalidad del alma que las de las combinaciones de ajedrez o la construcción ingeniosa de alguna nueva máquina.
Además, Constantino Levin se sentía a disgusto en el pueblo cuando estaba su hermano allí, sobre todo durante el verano, pues en esta época estaba siempre ocupado en los trabajos de su propiedad y aun en todo el largo día estival le faltaba tiempo para sí mismo, para poder atender a todo, mientras Sergio Ivanovich descansaba. Sin embargo, aunque descansase ahora, es decir, no escribiera obra alguna, estaba tan hecho a la actividad cerebral, que le gustaba explicar en forma breve y elegante los pensamientos que acudían a su mente, y le gustaba tener a alguien que le escuchase.
El oyente más continuo era, naturalmente, su hermano. Por este motivo, a pesar de la sencillez amistosa de sus relaciones, Constantino Levin no sabía cómo arreglárselas cuando tenía que dejar solo a Sergio Ivanovich.
A éste le gustaba tenderse en la hierba bajo el sol y permanecer así, charlando perezosamente.
—No sabes qué placer experimento sumergiéndome en esta pereza ucraniana. Tengo la cabeza completamente vacía de pensamientos. Podría hacerse rodar por ella una pelota.
Pero Constantino Levin se aburría de estar sentado escuchando a su hermano, sobre todo porque sabía que, mientras ellos hablaban, los campesinos debían de estar lavando el estercolero o trabajando en el campo no preparado aún, y que si él no estaba allí, iban a hacerlo de cualquier manera. Pensaba también que seguramente no atornillarían suficientemente las rejas de los arados ingleses y luego las apartarían afirmando que aquellos arados eran invenciones de tontos y que sólo el arado corriente, etcétera.
—¿No has andado ya bastante con este calor? —le decía Sergio Ivanovich.
—No... Tengo que pasar un momento por el despacho... —contestaba Levin.
Y se iba al campo corriendo.
II
A primeros de junio, el aya y ama de llaves Agafia Mijailovna, un día que bajaba al sótano con un tarro de setas recién saladas en las manos, resbaló, cayó y se lastimó la muñeca.
Llegó el joven médico rural, recién salido de la Facultad y muy hablador. Miró la mano, dijo que no estaba dislocada y se apresuró a entablar conversación con el célebre Sergio Ivanovich.
Para mostrarle sus ideas avanzadas, le contó todas las comadrerías de la provincia, quejándose de la mala organización del zemstvo.
Sergio Ivanovich le escuchaba con atención, le preguntaba... Animado por el nuevo auditor, habló y expuso algunas observaciones justas y concretas —que fueron respetuosamente apreciadas por el joven médico—, animándose mucho, como siempre le ocurría después de una conversación agradable y brillante.
Cuando el médico se hubo ido, Sergio Ivanovich quiso ir a pescar con caña; le gustaba la pesca y se mostraba casi orgulloso de que una ocupación tan estúpida pudiera gustarle.
Constantino Levin, que tenía que echar un vistazo a los hombres que estaban arando y también a los prados, ofreció a su hermano llevarle hasta el río en su carretela.
Era la época del año en que el grano llega ya a su madurez, cuando hay que prepararse ya para la siembra de la próxima cosecha; se acerca la siega y el centeno, crecido ya, con su ligero tallo verdegrís y su espiga no acabada aún de llenar, ondea bajo el viento; la época en que las verdes avenas, con las matas de hierba amarillentas que brotan, aisladas entre ellas, se extienden irregularmente en los sembrados tardíos; cuando se abre el alforfón y sus granos cubren la tierra; cuando la barbechera, pisoteada por los animales y endurecida como la piedra, con la que no puede la raspa, se ve ya con sus surcos trazados hasta la mitad; cuando los secos montones de estiércol llevados a los campos al nacer y al ponerse el sol mezclan su olor al perfume de las hierbas, y cuando en las tierras bajas, esperando la guadaña, se extienden como un mar inmenso los prados ribereños con los negreantes montones de tallos de acederas arrancados.
Era, pues, la época en que se produce un corto descanso en los trabajos del campo antes de la recolección anual que reúne todos los esfuerzos del pueblo.
La cosecha era espléndida; los días, claros y calurosos; las noches, cortas y húmedas de rocío.
Los hermanos tenían que pasar por el bosque para llegar a los prados. Sergio Ivanovich iba admirando la belleza del bosque, magnífico de hojas y verdor. Llamaba la atención de su hermano, ora sobre un viejo tilo, oscuro en su parte de sombra, pero rico de colorido con sus amarillos brotes prontos a florecer, ora sobre los tallos nuevos de otros árboles que brillaban como esmeraldas.
A Constantino Levin no le agradaba hablar ni que le hablasen de las bellezas de la naturaleza. Las palabras despojaban de belleza el paisaje.
Respondía, pues, a su hermano con distraídos monosílabos, mientras, contra su voluntad, iba pensando en otras cosas.
Al salir del bosque atrajo su atención el campo en barbecho de una colina: aquí ya cubierto de amarilla hierba, allí labrado en cuadros, más allá salpicado de montones de estiércol y en otros puntos arado.
Pasaba por el campo una fila de carros. Levin los contó y se alegró al ver que llevaban todo lo necesario. Contemplando los prados, sus pensamientos pasaron a la siega. Este momento le producía siempre una intensa emoción.
Al llegar al prado, Levin detuvo el caballo.
El rocío matinal humedecía aún la parte inferior de las hierbas, por lo cual, para no mojarse los pies, Sergio Ivanovich pidió a su hermano que le llevase con la carretela hasta el sauce que se alzaba en el lugar señalado para pescar. Constantino Levin, a pesar del disgusto que le producía aplastar la hierba de su prado, dirigió el coche a través de él.
Las altas hierbas se abatían suavemente bajo las ruedas y las patas del caballo, y en los cubos y radios de las ruedas se desgranaban las semillas.
Sergio Ivanovich se sentó bajo el sauce, arreglando sus útiles de pesca. Levin ató el caballo no lejos de allí y se internó en el enorme mar verde oscuro del prado, inmóvil, no agitado por el menor soplo de viento. La hierba, suave como seda, en el lugar adonde alcanzaba, en primavera, el agua del río al salirse de madre, le llegaba hasta la cintura.
A través del prado, Constantino Levin saltó al camino y encontró a un viejo, con un ojo muy hinchado, que llevaba una colmena con abejas.
—¿Las has cogido, Tomich? —preguntó Levin.
—¡Quia, Constantino Dmitrievich! ¡Gracias si consigo guardar las mías! Ya se me han marchado por segunda vez. Menos mal que sus muchachos las alcanzaron. Los que están trabajando el campo... Desengancharon un caballo y las cogieron.
—Y qué, Tomich: ¿qué te parece? ¿Conviene segar ya o esperar más?
—A mi parecer, habrá que esperar hasta el día de San Pedro. Ésta es la costumbre. Claro que usted siega siempre antes. Si Dios quiere, todo irá bien. La hierba está muy crecida. Los animales quedarán contentos.
—¿Y qué te parece el tiempo?
—Eso ya depende de Dios. Quizá haga buen tiempo.
Levin se acercó otra vez a su hermano, que, con aire distraído, estaba con la caña en las manos.
La pesca era mala, pero Sergio Ivanovich no se aburría y parecía hallarse de excelente buen humor.
Levin notaba que, animado por la charla con el médico, su hermano tenía deseos de hablar más. Pero él quería volver a casa lo antes posible para dar órdenes de que los segadores fueran al campo al día siguiente y resolver las dudas relativas a la siega, que constituían en aquel momento su mayor preocupación.
—Vámonos —dijo.
—¿Para qué apresurarnos? Estemos aquí un rato más. Oye: estás muy mojado. En este sitio no se pesca nada, pero se encuentra uno muy bien. El encanto de estas ocupaciones consiste en que ponen a uno en contacto con la naturaleza. ¡Qué bella es esta agua! ¡Parece de acero! —continuó—. Estas orillas de los ríos cubiertas de hierba me recuerdan siempre aquella adivinanza..., ¿recuerdas?, que dice: «la hierba dice al agua: vamos a forcejear, a forcejear»...
—No conozco esa adivinanza—respondió Constantino Levin con voz opaca.
III
—He estado pensando en ti —dijo Sergio Ivanovich—. ¡Hay que ver lo que sucede en tu provincia! Por lo que me contó el médico veo que... Por cierto que ese muchacho no parece nada tonto... Ya te he dicho, y te lo repito, que no está bien que no asistas a las juntas rurales de la provincia y que te hayas alejado de las actividades del zemstvo. Si la gente de nuestra clase se aparta, claro es que las cosas habrán de ir de cualquier modo... Nosotros pagamos el dinero que ha de destinarse a sueldos, pero no hay escuelas, ni médicos auxiliares, ni comadronas, ni farmacias, ni nada...
—Ya he probado —repuso Levin en voz baja y desganada— y no puedo. ¿Qué quieres que haga?
—¿Por qué no puedes? Confieso que no lo comprendo. No admito que sea por indiferencia o ineptitud. ¿Será por pereza?
—Ninguna de las tres cosas. Es que he probado y visto que no puedo hacer nada —replicó Levin.
Apenas pensaba en lo que le decía su hermano. Tenía la mirada fija en la tierra labrada de la otra orilla, donde distinguía un bulto negro que no podía precisar si era un caballo solo o el caballo de su encargado montado por aquél.
—¿Por qué no puedes? Probaste y no resultó como querías. ¡Y por eso te consideraste vencido! ¿Es que no tienes amor propio?
—No comprendo a qué amor propio te refieres —contestó Levin, picado por las palabras de su hermano—. Si en la Universidad me hubieran dicho que los demás comprendían el cálculo integral y yo no, eso sí que habría sido un caso de amor propio. Pero en este caso tienes que empezar por convencerte de que no careces de facultades para esos asuntos y además, y eso es lo principal, tienes que tener la convicción de que son importantes.
—¿Acaso no lo son? —preguntó Sergio Ivanovich, ofendido de que su hermano no diera importancia a lo que tanto le preocupaba a él y ofendido, también, de que Levin casi no le escuchara.
—No me parecen importantes y no me interesan. ¿Qué quieres? —repuso Levin, advirtiendo ya que la figura que se acercaba era el encargado y que seguramente éste habría hecho retirar a los obreros del campo labrado, ya que éstos regresaban con sus instrumentos de trabajo. «Es posible que hayan terminado ya de arar», pensó.
—Escúchame —dijo su hermano mayor, arrugando las cejas de su rostro hermoso e inteligente—. Todo tiene sus límites. Está muy bien ser un hombre excepcional, un hombre sincero, no soportar falsedades... Ya sé que todo eso está muy bien. Pero lo que tú dices, o no tiene sentido, o lo tiene muy profundo. ¿Cómo puedes no dar importancia a que el pueblo, al que tú amas, según aseguras...
«Jamás lo he asegurado», pensó Levin.
—... muera abandonado? Las comadronas ineptas ahogan a los niños, y el pueblo en general se ahoga en la ignorancia y está a merced del primer funcionario que encuentra. Entre tanto, tú tienes a tu alcance el medio de ayudarles y no lo haces por encontrarlo innecesario.
Sergio Ivanovich le ponía en un dilema: o Levin era tan poco inteligente que no comprendía cuanto le era dable hacer, o no quería sacrificar su tranquilidad, vanidad o lo que fuera para hacerlo.
Levin reconocía que no le quedaba más remedio que someterse o reconocer su falta de interés por el bien común. Aquello le disgustó y le ofendió.
—Ni una cosa ni otra —contestó rotundamente Levin—. No veo la posibilidad de...
—¿Cómo? ¿No es posible, empleando bien el dinero, organizar la asistencia médica al pueblo?
—No me parece posible. En las cuatro mil verstas cuadradas de nuestra circunscripción, con los muchos lugares del río que no se hielan en invierno, con las tempestades, con las épocas de trabajo en el campo, no veo modo de llevar a todas partes la asistencia médica. Además, por principio, no creo en la medicina.
—Permíteme que te diga que eso no es razonable. Te pondría miles de ejemplos. Y luego, las escuelas...
—¿Para qué sirven?
—¿Qué dices? ¿Qué duda puede caber sobre la utilidad de la instrucción? Si es conveniente para ti, es conveniente para todos.
Constantino Levin se sentía moralmente acorralado. Se irritó, pues, más aún e involuntariamente explicó el motivo esencial de su indiferencia por el interés común.
—Bien: todo eso podrá ser muy acertado, pero no sé por qué voy a preocuparme de la instalación de centros sanitarios, cuyos servicios no necesito nunca, y de procurar la instalación de escuelas a las que no voy a mandar a mis hijos jamás. Aparte de que no estoy muy seguro de que convenga enviar a los niños a la escuela —dijo.
Por un momento, Sergio Ivanovich quedó sorprendido ante aquella inesperada objeción, pero en seguida formó un nuevo plan de ataque.
Calló unos instantes, sacó la caña del agua, la cambió de posición y se dirigió, sonriendo, a su hermano.
—Dispensa que te diga: primero, que el auxilio médico lo has necesitado ya. Acabas de enviar a buscar al médico rural para Agafia Mijailovna.
—Pues creo que ésta se quedará con la mano torcida.
—Eso no se sabe aún. Por otra parte, supongo que un campesino no analfabeto, un operario que sepa leer y escribir, te es más útil que los que no saben.
—No. Pregúntaselo a quien quieras —respondió Constantino Levin—. El campesino culto es mucho peor como operario. No saben ni arreglar los caminos... y en cuanto arreglan los puentes los roban...
—De todos modos... —insistió Sergio Ivanovich.
Y frunció las cejas. No le gustaban las contradicciones, y menos las que saltaban de un tema a otro, presentando nuevas demostraciones inconexas, no sabiendo nunca a cuál contestar.
—De todos modos, no se trata de eso. Permíteme... ¿Reconoces que la instrucción es beneficiosa para el pueblo?
—Lo reconozco —dijo Levin impremeditadamente.
Y en seguida comprendió que había dicho una cosa que no pensaba. Reconoció que, admitido aquel postulado, podía replicársele que entonces decía necedades, cosas sin sentido. Cómo se le pudiera demostrar no lo sabía, pero estaba seguro de que iba a demostrársele lógicamente y se dispuso a esperar tal demostración.
Ésta fue mucho más sencilla de lo que aguardaba.
—Si reconoces que es un bien —dijo Sergio Ivanovich—, entonces, como hombre honrado, no puedes dejar de simpatizar con esa obra y no puedes negarte a trabajar para ella.
—No reconozco esa obra como buena —repuso Constantino Levin sonrojándose.
—¿Cómo? ¡Si has dicho que sí ahora mismo!
—Quiero decir que no me parece que sea conveniente ni posible.
—No puedes saberlo, puesto que no has aplicado tus esfuerzos a ello.
—Supongamos —repuso Levin—, aunque yo no lo supongo, supongamos que todo sea como tú dices. Ni aun así veo por qué habría de ocuparme yo de tal cosa.
—¿Cómo que no?
—Acuérdate de que ya una vez hablamos de esto y ya entonces te dije mi opinión. Pero ya que hemos llegado otra vez a esto, explícamelo desde el punto de vista filosófico —dijo Levin.
—No veo qué tiene que ver con esto la filosofía —repuso Sergio Ivanovich.
Y su tono irritó a Levin, porque parecía dar a comprender que él no tenía autoridad para ocuparse de filosofía.
—Ahora te lo diré yo —repuso ya acalorado—. Supongo que el móvil de todos nuestros actos es, en resumen, nuestra felicidad personal. Y en la institución del zemstvo, yo, como noble, no veo nada que pueda favorecer mi bienestar. Por ello los caminos no son mejores ni pueden mejorarse. Además, mis caballos me llevan muy bien por los caminos mal arreglados. No necesito al médico ni al puesto sanitario. Tampoco necesito al juez del distrito, a quien nunca me he dirigido ni dirigiré. No sólo no necesito escuelas, sino que me perjudican, según te he demostrado. Para mí, el zemstvo se reduce a tener que pagar dieciocho copecks por deciatina de tierra, a la obligación de ir a la ciudad a pasar una noche en cuartos con insectos y luego a tener que oír necedades y disparates. Mi interés personal no me aconseja soportar eso.
—Permíteme —interrumpió Sergio Ivanovich, sonriendo—. El interés personal no nos aconsejaba procurar la liberación de los siervos y, sin embargo, lo hemos procurado.
—¡No! —interrumpió Constantino Levin, animándose—. La liberación de los siervos era otra cosa. Allí había un interés personal. Queríamos quitar un yugo que nos oprimía a toda la gente buena. Pero ser vocal de un consejo para deliberar sobre cuántos deshollinadores son necesarios y sobre la necesidad de instalar tuberías en la ciudad en la que no vivo; tener, como vocal, que juzgar a un aldeano que robó un jamón, escuchando durante seis horas las tonterías que sueltan defensores y fiscales, mientras el presidente pregunta, por ejemplo, a mi viejo Alecha el tonto: «¿Reconoce usted, señor acusado, el hecho de haber robado el jamón?», y Alecha el tonto contesta: «¿Qué...?».
Constantino Levin, ya lanzado por este camino, comenzó a imitar al presidente y a Alecha el tonto, como si todo ello tuviera alguna relación con lo que decían.
Sergio Ivanovich se encogió de hombros.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que los derechos que mi..., que son..., que tratan de mis intereses, los defenderé con todas mis fuerzas. Cuando los gendarmes registraban nuestras habitaciones de estudiantes y leían nuestros periódicos, estaba, como estoy ahora, dispuesto a defender mis derechos a la libertad y la cultura. Me intereso por el servicio militar obligatorio, que afecta a mis hijos, a mis hermanos, a mí mismo, y estoy dispuesto a discutir sobre él cuanto haga falta, pero no puedo juzgar sobre cómo han de distribuirse los fondos del zemstvo ni sentenciar a Alecha el tonto. No comprendo todo eso y no puedo hacerlo.
Parecía haberse roto el dique de la elocuencia de Levin. Sergio Ivanovich sonrió.
—Entonces, si mañana tienes un proceso, preferirás que te juzguen por la antigua audiencia de lo criminal.
—No tendré proceso alguno. No cortaré el cuello a nadie y no necesito juzgados. El zemstvo —continuaba Levin, saltando a un asunto que no tenía relación alguna con el tema— se parece a esas ramitas de abedul que poníamos en casa por todas partes el día de la Santísima Trinidad para que imitasen la primitiva selva virgen de Europa. Me es imposible creer que si riego esas ramas de abedul, van a crecer.
Sergio Ivanovich se encogió de hombros, expresando en este gesto su sorpresa porque salieran a relucir en su discusión aquellas ramas de abedul, aunque comprendió en seguida lo que su hermano quería dar a entender.
—Perdóname, pero de este modo no se puede hablar —observó.
Pero Constantino Levin quería disculparse de aquel defecto de su indiferencia hacia el bien común y continuó:
—Creo que ninguna actividad puede ser práctica si no tiene por base el interés personal. Esta verdad es filosófica —dijo con energía, repitiendo la palabra «filosófica» como subrayando que también él, como todos, tenía derecho a hablar de filosofía.
Sergio Ivanovich sonrió otra vez.
«También él tiene una filosofía propia: la de servir sus inclinaciones», pensó.
—Deja la filosofía —dijo en voz alta—. El fin principal de la filosofía de todas las épocas consiste precisamente en encontrar la relación necesaria que debe existir entre el interés personal y el común. Pero no se trata de eso; debo corregir tu comparación. Los abedules que decías no estaban plantados en tierra y éstos sí, aunque, como no están crecidos aún, hay que cuidarlos. Sólo tienen porvenir, sólo pueden figurar en la historia, los pueblos que tienen consciencia de lo que hay de necesario e importante en sus instituciones y las aprecian.
Sergio Ivanovich llevó así el tema a un terreno histórico-filosófico inaccesible para su hermano, demostrándole todo lo injusto de su punto de vista.
—Se trata de que a ti esto no te gusta y ello es, y perdóname, característico de nuestra pereza rusa, de nuestra clase. Mas estoy seguro de que es un error pasajero que no durará.
Levin callaba. Se reconocía batido en toda la línea, pero a la vez comprendía que su hermano no había sabido interpretar su pensamiento. No veía si no había sido comprendido por no saber explicarse mejor y con más claridad o porque el otro no quería comprenderle. Mas no profundizó en aquellos pensamientos y, sin replicar a su hermano, permaneció pensativo, ensimismado en el asunto personal que entonces le preocupaba.
Sergio Ivanovich volteó una vez más el sedal en torno a la caña. Luego desataron el caballo y regresaron a casa.
IV
El asunto personal que preocupaba a Levin durante su conversación con su hermano era el siguiente: cuando el año pasado, habiendo ido Levin a la siega, se enfadó con su encargado, empleó su medio habitual de calmarse: coger una guadaña de manos de un campesino y ponerse a segar.
El trabajo le gustó tanto que algunas veces se puso espontáneamente a guadañar; segó todo el prado de frente de casa, y este año, ya desde la primavera, se había formado el plan de pasar días enteros guadañando con los campesinos.
Desde que había llegado su hermano, Constantino Levin no hacía más que pensar si debía hacer lo proyectado o no. No le parecía bien dejar solo a su hermano durante días enteros y además temía que Sergio Ivanovich se burlara de él.
Pero mientras pasaba por el prado, al recordar el placer que le producía manejar la guadaña, resolvió hacerlo. Y tras la disputa con su hermano volvió a recordar su decisión.
«Necesito ejercicio físico», pensó. «De lo contrario, se me agria el carácter».
Resolvió, pues, tomar parte en la siega, aunque pareciera incorrecto con respecto a su hermano, y miráralo la gente como lo mirara.
Por la tarde se fue al despacho, dio órdenes para el trabajo y envió a buscar segadores en los pueblos cercanos, a fin de segar al día siguiente el prado de Viburno, que era el mayor y el mejor de todos.
—Hagan también el favor de enviar mi guadaña a Tit, para que la afile y me la tenga lista para mañana. Quizá trabaje yo también —dijo, tratando de disimular su turbación.
El encargado, sonriendo, repuso:
—Bien, señor.
Por la noche, durante el té, Levin dijo a su hermano:
—Como el tiempo parece bueno, mañana empiezo a segar.
—Es muy interesante ese trabajo —dijo Sergio Ivanovich.
—A mí me encanta. A veces he segado yo con los aldeanos. Mañana me propongo hacerlo todo el día.
Sergio Ivanovich, levantando la cabeza, miró a su hermano con atención.
—¿Cómo? ¿Con los campesinos? ¿Igual que ellos? ¿Todo el día?
—Sí; es muy agradable —contestó Levin.
—Como ejercicio físico es excelente, pero no sé si podrás resistirlo —dijo Sergio Ivanovich sin ironía alguna.
—Lo he probado. Al principio parece difícil, pero luego se acostumbra uno. Espero no quedarme rezagado.
—¡Vaya, vaya! Pero dime: ¿qué opinan de eso los aldeanos? Seguramente se burlarán de las manías de su señor.
—No lo creo. Ese trabajo es tan atrayente y a la vez tan difícil que no queda tiempo para pensar.
—¿Y cómo vas a comer con ellos? Porque seguramente no irán a llevarte allí el vino Laffite y el pavo asado.
—No. Vendré a casa mientras ellos descansan.
A la mañana siguiente, Levin se levantó más temprano que nunca, pero las órdenes que tuvo que dar le entretuvieron, y cuando llegó al prado, los segadores empezaban ya la segunda hilera.
Desde lo alto de la colina se descubría la parte segada del prado, con los bultos negros de los caftanes que se habían quitado los segadores cerca del lugar adonde llegaran en la siega de la primera hilera.
A medida que Levin se acercaba al prado, aparecían a sus ojos los campesinos, unos con sus caftanes, otros en mangas de camisa, que, formando una larga hilera escalonada, avanzaban moviendo las guadañas cada uno a su manera. Levin los contó y halló que había cuarenta y tres hombres.
Los segadores avanzaban lentamente sobre el terreno desigual del prado, hacia la parte donde estaba la antigua esclusa.
Levin reconoció a algunos de ellos. Allí se veía al viejo Ermil, con una camisa blanca larguísima, manejando la guadaña muy encorvado; luego, el joven Vaska, que servía de cochero a Levin y que guadañaba con amplios movimientos. Allí estaba también Tit, un campesino bajo y delgado que había instruido a Levin en el arte de segar; iba delante y manejaba la guadaña sin inclinarse, sin esfuerzo alguno y como si jugara.
Levin se apeó, ató al caballo junto al camino y se unió a Tit. Éste sacó de entre los matorrales una segunda guadaña y la ofreció a su dueño.
—Ya está preparada, señor. Corta que da gusto —dijo Tit sonriendo y quitándose la gorra mientras entregaba la guadaña a Levin.
Éste la tomó y empezó a guadañar para probarla. Los segadores que ya habían terminado su hilera salían uno tras otro al camino, sudorosos y alegres, y saludaban, riendo, al señor.
Todos le contemplaban, pero nadie osaba hablar, hasta que un viejo alto, con el rostro arrugado y sin barba, que llevaba una chaqueta de piel de cordero, salió al camino y, dirigiéndose a Levin, le dijo:
—Bueno, señor; ya que ha comenzado, no debe quedarse atrás.
Levin oyó una risa ahogada entre los segadores.
—Procuraré no quedarme —repuso Levin, situándose tras Tit y esperando el momento de empezar.
—Muy bien; veremos cómo cumple —repitió el viejo.
Tit dejó sitio y Levin le siguió. La hierba era baja, como sucede siempre con la hierba que crece junto al camino, y Levin, que hacía tiempo no manejaba la guadaña y se sentía turbado bajo las miradas de los segadores fijas en él, guadañaba al principio con alguna torpeza, a pesar de hacerlo con vigor.
Se oyeron exclamaciones a sus espaldas.
—Tiene mal cogida la guadaña, con el mango demasiado arriba... Mire cómo tiene que inclinarse —dijo uno.
—Apriete más con el talón —indicó otro.
—Nada, nada, ya se acostumbrará —repuso el viejo—. ¡Vaya, vaya, cómo se aplica! Hace el corte demasiado ancho y se cansará. Guadaña demasiado aprisa. ¡Se ve bien que trabaja para usted! Pero, ay, ay, ¡qué bordes va dejando! Antes, por cosas así, nos daban de palos a nosotros.
La hierba ahora era más blanda y mejor y Levin, escuchando sin contestar, seguía a Tit, procurando guadañar lo mejor que podía. Adelantaron un centenar de pasos. Tit avanzaba siempre sin pararse, sin mostrar el menor cansancio. Levin, en cambio, se sentía tan fatigado que temía no poder resistirlo.
Movía la guadaña sacando fuerzas de flaqueza e iba ya a pedir a Tit que se parase, cuando el otro lo hizo espontáneamente, se inclinó, cogió un puñado de hierba y después de haber secado con ella la guadaña, comenzó a afilarla.
Levin se irguió, respiró fuerte y miró a su alrededor.
Tras él iba otro aldeano, también cansado al parecer, puesto que, sin llegar hasta donde estaba Levin, empezó a su vez a afilar la guadaña.
Tit afiló la suya y la de Levin, y luego continuaron la labor.
A la segunda vuelta pasó lo mismo. Tit caminaba sin detenerse, sin cansarse, moviendo sin cesar su guadaña. Levin le seguía procurando no retrasarse y sintiéndose más cansado cada vez. Pero cuando llegaba el momento en que le faltaban las fuerzas, Tit se detenía y se ponía a afilar el instrumento.
Así concluyeron la primera hilera. A Levin esta hilera tan larga le pareció muy dura y difícil, pero cuando hubieron llegado al final y Tit, poniéndose la guadaña al hombro, comenzó a caminar sobre las huellas que dejaran en la tierra sus propios talones, y Levin hubo hecho lo propio siguiendo también sus propias huellas, se sintió muy a gusto, a pesar del sudor que le caía en gruesas gotas del rostro y de la nariz y de tener la espalda completamente empapada. Le alegraba, sobre todo, la seguridad que tenía ahora de que podría resistir el trabajo.
Lo único que empañaba su satisfacción era el ver que su hilera no estaba bien segada.
«Moveré menos el brazo y más el conjunto del cuerpo», pensaba Levin, comparando la hilera de Tit, segada como a cordel, con la suya, donde la hierba había quedado desigual.
Según Levin observó, Tit había recorrido muy deprisa la primera hilera, sin duda para probar al dueño. Además, era una hilera más larga que las otras. Las siguientes eran más fáciles, pero, con todo, Levin tenía que poner en juego todas sus fuerzas para no rezagarse.
No pensaba ni deseaba nada, salvo que los campesinos no le dejasen atrás y trabajar lo mejor posible. No oía más que el rumor de las guadañas; y veía ante sí la figura erguida de Tit que se iba alejando; el semicírculo de hierba segada; la hierba que caía lentamente, como en oleadas; las flores que se ofrecían ante el filo de su guadaña, y al fondo y frente a sí, el término de la hilera, donde podría descansar al llegar.
En medio del trabajo, y sin comprender la causa de ello, experimentó de repente una agradable sensación de frescura en sus hombros ardientes y cubiertos de sudor, y luego, mientras afilaban las guadañas, miró al cielo.
Había llegado una nube baja y pesada y caían gruesas gotas de lluvia.
Algunos segadores corrieron hacia sus caftanes. Otros, como Levin, se encogieron de hombros, satisfechos de sentir la agradable frescura del agua.
Hicieron una hilera más, y otra. Unas hileras eran largas, otras cortas, la hierba ora mala, ora buena.
Levin perdió la noción del tiempo y no sabía qué hora era. Su trabajo experimentaba ahora un cambio que le colmaba de placer. En medio de la tarea había momentos en que olvidaba lo que hacía y trabajaba sin esfuerzo; y entonces su hilera resultaba casi tan igual como la de Tit. Pero en cuanto recordaba lo que estaba haciendo y procuraba trabajar con más cuidado, sentía el peso del esfuerzo y todo resultaba peor.
Terminada una hilera más, iba a empezar de nuevo cuando notó que Tit se detenía y, acercándose al viejo, le hablaba en voz baja. Ambos miraron al sol.
«¿De qué hablarán y por qué no siguen trabajando?», pensó Levin, sin darse cuenta de que los campesinos llevaban segando sin cesar lo menos cuatro horas y era ya tiempo de descansar.
—Es hora de almorzar, señor —dijo el viejo.
—¿Ya es hora? Bueno, almorcemos.
Levin entregó la guadaña a Tit y, en grupo con los aldeanos que se acercaban a sus caftanes para coger el pan, se dirigió al lugar donde estaba su caballo, pisando la hierba segada, ligeramente húmeda por la lluvia. Sólo entonces se dio cuenta de que no había previsto bien el tiempo y de que la lluvia estaba mojando el heno.
—La lluvia va a echar a perder el heno —dijo.
—Eso no es nada, señor. Ya dice el refrán que hay que guadañar con lluvia y rastrillar con sol —respondió el viejo.
Levin desató el caballo y se dirigió a su casa para tomar el café.
Sergio Ivanovich se había levantado unos momentos antes.
Después de tomar su café, Levin se fue otra vez a segar antes de que Sergio Ivanovich tuviera tiempo de vestirse y salir al comedor.
V
Después del almuerzo, Levin ocupó otro lugar en la siega, entre un viejo burlón, que le pidió que se pusiera a su lado, y un joven que se había casado en otoño y segaba aquel verano por primera vez.
El viejo, muy erguido, con las piernas abiertas y firmes, manejaba la guadaña como si jugase, con un movimiento recio y acompasado que parecía no costarle mayor esfuerzo que el de mover los brazos al andar, y amontonaba haces altos de hierba y todos iguales. Dijérase que no era él, sino su guadaña sola, la que segaba la jugosa hierba.
Tras Levin seguía el joven Michka. Su rostro juvenil y agradable, con los cabellos ceñidos por hierbas entrelazadas, mostraba el esfuerzo que le costaba la faena. Pero en cuanto le miraban sonreía. Se notaba que habría preferido morir a mostrar debilidad.
Levin iba entre ambos. A la hora de más calor, el trabajo no le pareció tan difícil. El sudor que le bañaba le producía cierto frescor y el sol que le quemaba las espaldas, la cabeza, los brazos, arremangados hasta el codo, le daba más vigor y más tenacidad en el esfuerzo. Cada vez eran más frecuentes los momentos en que trabajaba como sin darse cuenta, y la guadaña parecía entonces que segase por sí sola. Eran momentos de dicha, más dichosos aún cuando, al acercarse al río en el que terminaba el prado, el viejo secaba la guadaña con la hierba espesa y húmeda, lavaba el acero en el río y, llenando de agua su botijo, se lo ofrecía a Levin.
—¿Qué me dice usted de mi kwass1? ¡Es bueno! ¿Eh? —decía el viejo guiñando el ojo.
Y, efectivamente, nunca había tomado Levin bebida más agradable que aquella agua tibia en la que flotaban hierbas y con el regusto del hierro oxidado del botijo.
Luego seguía el agradable y lento paseo, con la guadaña en la mano, durante el cual podía enjugarse el sudor, respirar a pleno pulmón, contemplar la amplia línea de los segadores, mirar el bosque, el campo, cuanto le rodeaba...
Cuanto más trabajaba, más frecuentes eran en él los momentos de olvido total en los cuales no eran los brazos los que llevaban la guadaña, sino que era ésta la que arrastraba tras sí en una especie de inconsciencia todo el cuerpo pletórico de vida. Y, como por arte de magia, sin pensar en él, el trabajo más recio y perfecto se realizaba como por sí solo. Aquellos momentos eran los más felices.
En cambio, cuando se hacía preciso interrumpir aquella actividad inconsciente para segar alguna prominencia o agacharse para arrancar una mata de acedera, el retorno a la realidad se hacía más penoso. El viejo lo hacía sin dificultad. Cuando hallaba algún pequeño ribazo, afirmaba el talón y, de unos cuantos golpes breves, segaba con la punta de la guadaña ambos lados del saliente. Mientras lo hacía así, no apartaba, sin embargo, un momento la atención de lo que había ante él, y ora arrancaba algún fruto silvestre y lo comía o lo ofrecía a Levin, ora separaba una rama con la punta del pie, ora contemplaba un nido del cual, bajo la misma guadaña, salía volando alguna codorniz, o bien cogía con la hoja, como con un tenedor, alguna culebra que encontraba en su camino, la mostraba a Levin y la arrojaba lejos de allí.
Para Levin, así como para el joven que trabajaba a sus espaldas, tales cambios de movimiento se hacían muy difíciles. Los dos, una vez hallada la forma adecuada de moverse, se embebían en el ardor del trabajo y eran incapaces de modificar el ritmo y observar a la vez lo que había ante ellos y segar.
Levin no reparaba en el tiempo que transcurría. Si le hubiesen preguntado cuántas horas llevaba trabajando, habría contestado que apenas media, cuando en realidad había llegado ya la hora de comer.
Volviendo por el lado segado ya, el viejo señaló a Levin varios niños de ambos sexos que, por todas partes, incluso por el sendero, aunque apenas visibles entre las altas hierbas, se acercaban a los segadores llevando saquitos con panes y jarros de kwass sujetos con cintas que apenas podían sostener.
—¡Eh! ¡Ya están aquí los renacuajos! —dijo el viejo, indicando a los niños, mientras, protegiendo sus ojos con la mano, miraba el sol.
Trabajaron un poco más. Luego, el viejo se detuvo.
—¡Ea, señor, ya es hora de comer! —dijo decididamente.
Acercándose al río, los segadores se dirigieron a sus caftanes, junto a los que les esperaban los niños que traían la comida. Los aldeanos que llegaban de más lejos se colocaron bajo los carros, y los de más cerca a la sombra de los sauces, extendiendo antes en el suelo manojos de hierba.
Levin se sentó junto a ellos. No tenía deseos de irse.
El malestar que imponía a los hombres la presencia del amo se había disipado hacía rato. Los aldeanos se preparaban a comer. Algunos se lavaban. Los niños se bañaban en el río. Otros preparaban sitios para descansar, desataban los saquitos de pan, destapaban los jarros de kwass.
El viejo cortó pan, lo echó en su tazón, lo aplastó con el mango de la cuchara, vertió agua del botijo de lata, volvió a cortar pan y, poniéndole sal, oró de cara a oriente.
—¿Quiere probar mi tiuria2, señor? —dijo, sentándose y apoyando el tazón en las rodillas.
La tiuria estaba tan buena que Levin desistió de ir a casa. Comió con el viejo, hablándole de los asuntos que podían interesarle y poniendo en ellos la más viva atención, a la vez que le hablaba también de aquellos asuntos propios que podían interesar a su interlocutor.
Se sentía moralmente más cerca de su hermano y sonreía sin querer, penetrado del sentimiento afectuoso que el viejo le inspiraba.
El anciano se incorporó, rezó y se tendió allí mismo, a la sombra de unas matas, poniendo bajo su cabeza un poco de hierba, y Levin hizo lo propio; y, a pesar de que las fastidiosas moscas y otros insectos que zumbaban bajo el sol le cosquilleaban el rostro sudoroso y el cuerpo, se durmió en seguida y no despertó hasta que el sol, pasando al otro lado de las matas, llegó hasta él.
El viejo, que hacía rato que no dormía, estaba sentado arreglando las guadañas de los mozos.
Levin miró en torno suyo y halló tan cambiado el lugar que apenas lo reconocía. El enorme espacio de prado estaba segado ya y brillaba con una claridad particular, nueva, con hileras de hierbas olorosas a heno bajo los rayos del sol ya en su ocaso. Distinguíanse los arbustos, con la hierba segada en torno, próximos al río; el río mismo, no visible antes y ahora brillante como el acero en sus recodos; la gente que se despertaba y se ponía en movimiento; el alto muro de las hierbas en la parte del prado no segada aún, y los buitres que revoloteaban incesantemente sobre el prado desnudo.
Era un espectáculo completamente nuevo. Viendo lo que había avanzado el trabajo, Levin comenzó a calcular cuánto se habría segado y cuánto se podría segar aún en aquel día. Para cuarenta y tres hombres se había adelantado mucho. El enorme prado, que en los tiempos de la servidumbre exigía treinta hombres durante dos días para segarlo, ya estaba terminado todo, salvo en las extremidades. Pero Levin quería tenerlo acabado lo antes posible y le contrariaba que el sol corriese tan rápidamente.
No sentía cansancio alguno y habría deseado seguir trabajando más y más.
—¿Qué le parece? ¿Tendremos tiempo de segar el Machkin Verj? —preguntó al viejo.
—Sí, si Dios quiere, aunque el sol no está ya muy alto. ¿Por qué no ofrece usted a los mozos un poco de vodka?
Hacia media tarde, cuando los trabajadores volvieron a sentarse para merendar y los que fumaban encendieron sus cigarrillos, el viejo anunció que, si segaban y terminaban en el día Machkin Verj, tendrían vodka.
—¡Pues cómo no! Venga, Tit, empecemos... ¡Hala, de una vez! ¡Ya comeremos por la noche! Muchachos, a vuestros sitios —se oyó gritar.
Los guadañadores, terminando rápidamente de comer el pan, corrieron a sus puestos.
—¡A ver quién siega más —gritó Tit. Y, echando a correr, empezó el trabajo antes que ninguno.
—Corre, corre —decía el viejo, siguiéndole en su velocidad sin esfuerzo—. ¡Cuidado; voy a cortarte!
Jóvenes y viejos segaban en competencia. A pesar de la prisa con que trabajaban, no estropeaban la hierba y ésta iba cayendo con la misma regularidad y precisión. A los cinco minutos habían terminado de segar el rincón que faltaba.
Todavía los últimos guadañadores estaban terminando su tarea cuando los primeros, echándose sus caftanes al hombro, se dirigían, atravesando el camino, hacia Machkin Verj.
Ya rozaba el sol las copas de los árboles cuando los segadores entraron en la barrancada boscosa de Machkin Verj. En el centro de la quebrada, las hierbas llegaban hasta la cintura. Era una hierba suave y blanda, jugosa, con flores silvestres diseminadas aquí y allá.
Tras breve consulta sobre si convenía cortar a lo largo o a lo ancho del prado, Projor Ermilin, conocido también como famoso segador, se puso en el primer puesto para iniciar la faena.
Recorrió una hilera, se volvió atrás y todos le imitaron con decisión; unos segando en las laderas de la barranca, hacia abajo; otros arriba, en el mismo límite del bosque.
Empezaba a caer el rocío; el sol daba ya a los que trabajaban en una de las laderas. En el centro de la barranca comenzaba a extenderse una leve bruma. Los que segaban en la otra pendiente se hallaban a la sombra, húmeda por el fresco recio. El trabajo hervía.
La hierba cortada, que con un sonido blando caía bajo el filo de las guadañas despidiendo un fuerte aroma, quedaba amontonada en grandes haces. Los segadores trabajaban vigorosamente, codo con codo. No se oía más que el ruido de los botijos de lata, el ruido de las guadañas que chocaban, el chirriar de las piedras al afilar en ellas las guadañas y los gritos alegres de los segadores, animándose unos a otros en el trabajo.
Levin trabajaba, como antes, entre el viejo y el mozo. El viejo, que se había puesto su chaqueta de piel de cordero, seguía tan alegre, animado y ágil en sus movimientos como antes.
En el bosque, entre la hierba jugosa, había muchos hongos hinchados que todos cortaban con las guadañas. Pero el viejo, cada vez que encontraba una seta se inclinaba, la cogía y murmuraba, guardándosela en el pecho, entre los pliegues del zamarrón:
—Una golosina para mi vieja.
Resultaba fácil guadañar la hierba aquella, blanda y húmeda, pero resultaba fatigoso subir y bajar las empinadas cuestas de la barranca. Mas ello no incomodaba al viejo. Moviendo la guadaña al paso corto y firme de sus pies calzados con grandes lapti, subía poco a poco la pendiente y, aunque a veces tenía que poner en tensión todo el cuerpo hasta parecer que los calzones iban a escurrírsele de las caderas, no dejaba pasar una brizna de hierba ni una seta, y continuaba bromeando con Levin y con los mozos.
Levin le seguía; y aunque temía muchas veces caer al subir con la guadaña aquella pendiente, difícil de escalar aun sin nada en la mano, con todo, trepaba y hacía lo que debía hacer. Le parecía como si le empujara una fuerza exterior.
VI
Una vez que hubieron terminado de segar Machkin Verj, los campesinos pusiéronse sus caftanes y regresaron alegremente a sus viviendas. Levin montó a caballo, se despidió de ellos con cierta tristeza y regresó a su casa.
Al subir la cuesta, volvió la cabeza hacia atrás para mirar el campo. La niebla que ascendía del río ocultaba ya a los labriegos. Sólo se oían sus broncas voces joviales, sus risas y el ruido de las guadañas al entrechocar.
Sergio Ivanovich había terminado de comer hacía rato y ahora estaba en su habitación bebiendo agua con limón y hielo mientras hojeaba los diarios y revistas que acababa de recibir por correo.
Con los cabellos enmarañados y pegados a la frente por el sudor, con el pecho y la espalda tostados y húmedos y profiriendo alegres exclamaciones, Levin entró corriendo en el cuarto de su hermano.
—¡Ya hemos segado todo el prado! ¡Ha sido una cosa magnífica! ¿Y tú? ¿Cómo estás? —preguntó Levin, completamente olvidado de la ingrata conversación del día antes.
—¡Dios mío, qué aspecto tienes! —exclamó su hermano desagradablemente sorprendido al principio por la apariencia de Levin—. ¡Pero cierra la puerta! —exclamó casi gritando—. De seguro que has hecho entrar por lo menos diez moscas.
Sergio Ivanovich aborrecía las moscas. En su habitación sólo abría las ventanas por las noches y cerraba con cuidado las puertas.
—Te aseguro que no ha entrado ni una. Y si ha entrado la cazaré. ¡No sabes qué placer ocasiona trabajar así! ¿Cómo has pasado tú el día?
—Muy bien. Pero ¿es posible que hayas estado segando todo el día? Me figuro que debes de tener más hambre que un lobo. Kusmá te ha preparado la comida.
—No tengo apetito, pues he comido allí. Lo que haré es lavarme.
—Muy bien, ve a lavarte y luego iré yo a tu cuarto —dijo Sergio Ivanovich, moviendo la cabeza y mirando a su hermano—. Ve a lavarte, ve...
Y, recogiendo sus libros, se dispuso a seguir a su hermano, cuyo aspecto optimista le animaba hasta el punto de que ahora sentía separarse de él.
—¿Y dónde te has metido cuando la lluvia? —preguntó.
—¡Vaya una lluvia! Unas gotas de nada. Ea; vuelvo en seguida. ¿De modo que has pasado bien el día? Me alegro.
Y Levin salió para cambiarse de ropa.
Cinco minutos después los dos hermanos se reunieron en el comedor. Levin creía no sentir apetito y parecíale sentarse a la mesa sólo por no disgustar a Kusmá, pero cuando empezó a comer, los manjares le resultaron muy sabrosos.
Sergio Ivanovich le miraba sonriendo.
—¡Ah! Tienes una carta —dijo—. Kusmá: haga el favor de traerla. ¡Pero cuidado con la puerta, por Dios!
La carta era de Oblonsky, que escribía desde San Petersburgo. Levin la leyó en voz alta:
«He recibido carta de Dolly, que está en Erguechovo, y parece que las cosas no marchan bien allí. Te ruego que vayas a verla y la aconsejes, puesto que tú sabes de todo. Dolly se alegrará de verte. La pobrecilla está muy sola. Mi suegra se halla todavía en el extranjero, con toda su familia».
—Está bien. Iré a verles —dijo Levin—. Podríamos ir los dos. Dolly es muy simpática, ¿verdad?
—¿Está lejos?
—Unas treinta verstas. Quizá cuarenta... Pero el camino es excelente. Será una magnífica excursión.
—Conforme. Me gustará mucho —contestó Sergio Ivanovich, siempre sonriente.
El aspecto de su hermano menor le predisponía a la jovialidad.
—¡Qué apetito tienes! —dijo mirando a Levin, quien, con el rostro y cuello atezados y tostados por el sol, se inclinaba sobre el plato.
—¡Excelente! No sabes lo útil que es este régimen para echar de la cabeza toda clase de tonterías. Me propongo enriquecer la medicina con un término nuevo: la arbeitskur3.
—Creo que tú no la necesitas.
—Sí, pero sería buena contra muchas enfermedades nerviosas.
—Sí. Tal vez conviniera experimentarlo. Pensé ir al prado para verte guadaña en mano, pero hacía un calor insoportable, así que no pasé del bosque. Estuve sentado allí y luego me llegué al arrabal y encontré a tu nodriza. La he sondado un poco para saber lo que opinan los aldeanos de tu ocurrencia. Me ha parecido entender que no la aprueban. La nodriza me dijo: «Ese trabajo no es para señores». En general, creo que el sentir popular define muy estrictamente lo que deben hacer «los señores», como ellos dicen. Y no admiten que éstos se salgan de los límites en que el criterio de ellos ha fijado su actuación.
—Es posible que sea así. Pero he experimentado un placer como nunca en mi vida lo experimenté. Y en ello no hay nada malo, ¿verdad? —dijo Levin—. Si no les gusta, ¿qué le voy a hacer? En todo caso, creo que no hay en ello nada de particular.
—Noto que en general estás muy satisfecho de tu jornada de hoy —continuó Sergio Ivanovich.
—Muy satisfecho. Hemos segado todo el prado. Y he hecho amistad con un viejo admirable. ¡No puedes figurarte lo admirable que es!
—De modo que estás contento, ¿eh? Yo también. En primer término, he resuelto dos problemas de ajedrez, uno de ellos muy divertido. Se inicia con un peón... Ya te lo explicaré. Luego he pensado en nuestra conversación de ayer...
—¿Qué conversación? —preguntó Levin, entornando los ojos y soplando satisfecho, una vez terminada la comida y sin lograr acordarse en modo alguno de la conversación del día antes.
—Me parece que en parte tienes razón. El desacuerdo entre nosotros estriba en que tú pones como principal móvil el interés personal, en tanto que yo pienso que todo hombre que posea cierto grado de instrucción debe tener como móvil el interés común. Acaso tengas razón en decir que el interés material sería más deseable. Eres, en principio, una naturaleza demasiado primesautière, como dicen los franceses. Quieres la actividad impetuosa, enérgica, o nada.
Levin escuchaba a su hermano sin comprenderle y sin querer comprender; y lo único que temía era que su hermano le preguntase algo que le permitiera advertir que Levin no le escuchaba.
—Sí, amiguito; así es —dijo Sergio Ivanovich dándole un golpe en el hombro.
—Sí, claro... Pero, ¿sabes?, no insisto en mi opinión —dijo Levin con sonrisa infantil, como disculpándose.
«¿De qué discutimos?», pensaba, entre tanto. «Se ve que yo tenía razón y él también. De modo que todo va bien. Ahora tengo que ir un momento al despacho para dar órdenes».
Se levantó y se estiró, sonriendo.
Sergio Ivanovich sonrió también.
—Si quieres, salgamos a dar una vuelta juntos —sugirió, no deseando separarse de su hermano, tan animado y lozano en aquel momento—. Vamos. Si quieres, podemos pasar antes al despacho.
—¡Dios mío! —exclamó de pronto Levin, con voz tan fuerte que asustó a Sergio Ivanovich.
—¿Qué te pasa?
—¡La mano de Agafia Mijailovna! —dijo, golpeándose la cabeza—. Me había olvidado de ella.
—Está mucho mejor.
—No obstante, voy en dos saltos a verla. Antes de que te hayas puesto el sombrero estoy de vuelta.
Y bajó corriendo la escalera levantando, con el golpear rápido de los tacones, un ruido como el de una carraca.
VII
Esteban Arkadievich había ido a San Petersburgo para cumplir con una obligación, tan comprensible para los que trabajan como incomprensible para los que no trabajan: obligación esencial, y sin la cual no se puede trabajar, y que consiste en hacerse recordar en el Ministerio.
Una vez cumplido este deber, como se había llevado casi todo el dinero que había en su casa, pasaba el tiempo muy alegre y divertido, asistiendo a las carreras hípicas y visitando las casas veraniegas de sus amistades.
Mientras tanto, Dolly, con sus hijos, se trasladaba al campo para disminuir, en lo posible, los gastos.
Fue, pues, a Erguchevo, la finca que había recibido en dote, la misma de la cual la primavera pasada habían vendido el bosque y que distaba cincuenta verstas de Pokrovskoe, el pueblo de Levin.
La vieja casa señorial de Erguchevo estaba en ruinas hacía tiempo. Siendo dueño de la propiedad el príncipe, padre de Dolly, se había reparado y se amplió el pabellón inmediato a la casona.
Veinte años atrás, cuando Dolly era niña, aquel pabellón era espacioso y cómodo, a pesar de que, como todas las viviendas de este género, estaba construido lateralmente a la avenida principal y mirando al mediodía. Ahora se derrumbaba por todas partes.
Cuando Oblonsky fue al pueblo para vender el bosque, Dolly le pidió que echase una ojeada a la casa y procurase repararla de manera que quedara habitable.
Como todos los maridos que se sienten culpables, Esteban Arkadievich se preocupaba mucho del bienestar de su esposa. Así, hizo lo que ella le había pedido y dio las órdenes que creyó imprescindibles. A su juicio, había que enfundar los muebles con cretona, colgar cortinas, limpiar el jardín, construir un puentecillo sobre el estanque y plantar flores.
Pero olvidó muchas otras cosas necesarias cuya falta constituyó después un tormento para Daria Alejandrovna.
A pesar de todos los esfuerzos de Oblonsky para ser buen padre y buen esposo, nunca conseguía recordar que tenía mujer e hijos. Sus inclinaciones eran las de un soltero y obraba siempre de acuerdo con ellas.
Al volver del pueblo declaró con orgullo a su mujer que todo estaba arreglado, que la casa quedaba preciosa y que le aconsejaba que fuese a vivir allí.
La marcha de su esposa al pueblo satisfacía a Esteban Arkadievich en todos los aspectos: por la salud de los niños, para disminuir los gastos y para tener él más libertad.
Daria Alejandrovna, por su parte, consideraba necesario el viaje al pueblo por la salud de los niños, especialmente de la niña, aún no restablecida del todo desde la escarlatina. Deseaba también huir de Moscú para eludir las humillaciones minúsculas de las deudas al almacenista de leña, al pescadero, al zapatero, etcétera, que la atosigaban; y le placía, en fin, ir al pueblo, porque contaba con recibir allí a su hermana Kitty, que debía volver del extranjero a mediados de verano y a la que habían prescrito baños de río que podría tomar allí.
Kitty le escribía desde la estación termal diciendo que nada le gustaría tanto como poder pasar el verano con ella, en Erguchevo, lleno de recuerdos de la infancia para las dos hermanas.
Los primeros días en el pueblo fueron muy difíciles para Dolly. Había vivido allí siendo niña y conservaba la impresión de que el pueblo era un refugio contra todos los disgustos de la ciudad, y de que la vida rural, aunque no espléndida (en lo que Dolly estaba de acuerdo), era cómoda y barata y saludable para los niños. Allí debía haber de todo, y todo económico y al alcance de la mano.
Pero al llegar al pueblo como ama de casa, comprobó que las cosas eran muy distintas de como las suponía.
Al día siguiente de llegar hubo una fuerte lluvia y por la noche el agua, calando por el techo, cayó en el corredor y en el cuarto de los niños, cuyas camitas hubo que trasladar al salón. No pudo encontrarse cocinera para los criados. De las nueve vacas del establo resultó que, según la vaquera, unas iban a tener crías, otras estaban con el primer ternero, otras eran viejas y las demás difíciles de ordeñar. No había, pues, manteca ni leche para los niños. No se encontraban huevos y era imposible adquirir una gallina. Sólo se cocinaban gallos viejos, de color salmón, todos fibras. Tampoco había modo de conseguir mujeres para fregar el suelo, porque estaban ocupadas en la recolección de las patatas. No se podían dar paseos en coche, pues uno de los caballos se desprendía siempre arrancando las correas de las varas.
Tampoco había manera de bañarse en el río, porque toda la orilla estaba pisoteada por los animales y abierta por el lado del camino. Ni siquiera era posible pasear, ya que los ganados penetraban en el jardín por la cerca rota y había un buey aterrador que bramaba de un modo espantoso y seguramente acometía. No existían armarios para la ropa y los pocos que había no cerraban bien y se abrían cuando uno pasaba ante ellos.
En la cocina faltaban ollas de metal y calderos para la colada en el lavadero, y en el cuarto de las criadas no había ni mesa de planchar.
Los primeros días, Daria Alejandrovna, que en lugar del reposo y la tranquilidad que esperaba se encontraba con tan gran número de dificultades y que ella veía como calamidades terribles, estaba desesperada: luchaba contra todo con todas sus energías, pero tenía la sensación de encontrarse en una situación sin salida y apenas podía contener sus lágrimas.
El encargado, un ex sargento de caballería al que Esteban Arkadievich había apreciado mucho, tomándole de portero en atención a su porte arrogante y respetuoso, no compartía en nada las angustias de Dolly ni la ayudaba en cosa alguna, limitándose a decir, con mucho respeto:
—No puede hacerse nada, señora... ¡Es tan mala la gente!
La situación parecía insoluble. Mas en casa de Oblonsky, como en todas las casas de familia, había un personaje insignificante pero útil e imprescindible: Matrena Filimonovna. Ella calmó a la señora asegurándole que «todo se arreglaría» (tal era su frase, que Mateo había adoptado). Además, Matrena Filimonovna sabía obrar sin precipitarse ni agitarse.
Entabló inmediata amistad con la mujer del encargado, y el mismo día de segar ya tomó el té con ellos en el jardín, bajo las acacias, tratando de los asuntos que le interesaban. En breve se organizó bajo las acacias el club de María Filimonovna, compuesto por la mujer del encargado, del alcalde y del escribiente del despacho. A través de este club comenzaron a solventarse las dificultades y al cabo de una semana todo estaba, efectivamente, «arreglado».
Se reparó el techo, se halló una cocinera, comadre del alcalde, se compraron gallinas, las vacas empezaron a dar leche, se cerró bien el jardín con listones, el carpintero arregló una tabla para planchar, se pusieron en los armarios ganchos que les impedían abrirse solos, y la tabla de planchar, forrada de paño de uniforme militar, se instaló entre el brazo de una butaca y la cómoda, mientras en el cuarto de las criadas se sentía ya el olor de las planchas calientes.
—¿Ve usted cómo no había por qué desesperarse así? —dijo Matrena Filimonovna a Dolly indicando la tabla de planchar.
Incluso les construyeron con paja y maderos una caseta de baño. Lily empezó a bañarse y Dolly a ver realizadas sus esperanzas de una vida, si no tranquila, cómoda al menos, en el pueblo.
Tranquila, con sus seis hijos, no le era posible estarlo en realidad. Uno enfermaba, otro podía enfermar, al tercero le faltaba alguna cosa, el cuarto daba indicios de mal carácter, etcétera.
Los períodos de tranquilidad eran, pues, siempre muy cortos y muy raros.
Pero tales preocupaciones y quehaceres constituían la única felicidad posible para Daria Alejandrovna, ya que, de no ser por ellos, se habría quedado sola con sus pensamientos sobre su marido, que no la amaba. Por otro lado, aparte de las enfermedades y de las preocupaciones que le causaban sus hijos y del disgusto de ver sus malas inclinaciones, los mismos niños la compensaban también de sus pesares con mil pequeñas alegrías.
Cierto que esas alegrías eran tan minúsculas y poco visibles como el oro en la arena y que en algunos momentos ella sólo veía el pesar, sólo la arena; pero en otros, en cambio, veía únicamente la alegría, únicamente el oro.
Ahora, en la soledad del pueblo, reparaba más en tales alegrías. A menudo, mirando a sus hijos, hacía esfuerzos para convencerse de que se equivocaba y de que, como madre, era parcial al apreciar sus cualidades.
Pero, pese a todo, no podía dejar de decirse que tenía unos hijos muy hermosos y que los seis, cada uno en su estilo, eran niños como había pocos. Y Dolly, orgullosa de sus hijos, era feliz.
VIII
A últimos de mayo, cuando bien que mal todo había quedado arreglado, Dolly recibió respuesta de su marido a sus quejas sobre la situación en que encontrara la finca.
Oblonsky le rogaba que le perdonase el no haber pensado en todo y prometía ir al pueblo a la primera oportunidad. Pero la oportunidad tardó largo tiempo en llegar y hasta principios de junio Dolly tuvo que vivir sola en el pueblo.
Un domingo, durante la cuaresma de San Pedro, llevó a sus hijos a la iglesia para que comulgasen.
En sus conversaciones íntimas con su madre, hermana y amigos, Daria Alejandrovna sorprendía a todos por sus ideas avanzadas en materia religiosa. Tenía su propia religión: la metempsicosis, en la que creía firmemente, preocupándose muy poco de los dogmas de la Iglesia.
Pero en la vida familiar, no sólo por dar ejemplo, sino con toda su alma, cumplía todos los mandamientos de la Iglesia. Y a la sazón la inquietaba el hecho de que hiciera casi un año que los niños no hubiesen comulgado. Así pues, con el apoyo y asenso absoluto de Matrena Filimonovna, resolvió que lo hiciesen ahora, en verano.
Desde algunos días antes, Dolly venía pensando en cómo vestir a los niños. Al efecto, cosieron, transformaron y lavaron los vestidos, quitaron las costuras y deshicieron los volantes, pegaron botones y prepararon cintas. La inglesa se encargó de hacer a Tania un vestido, cosa que costó a Dolly muchos disgustos; en efecto: la inglesa dispuso mal las piezas, cortó en exceso las mangas y casi estropeó el vestido, el cual caía sobre los hombros de Tania de tal modo que daba pena; pero Matrena Filimonovna tuvo la idea de añadir algunos pedazos a la cintura para ensancharla y hacer una esclavina, con lo que también esta vez «todo se arregló».
Cierto que hubo un disgusto con la inglesa, pero por la mañana el asunto quedó terminado y a las nueve, hora en que había dicho al sacerdote que acudirían, los niños, radiantes de alegría con sus vestidos de fiesta, estaban en la escalera ante el cabriolé, esperando a su madre.
Engancharon al coche, para la tranquilidad de Matrena Filimonovna, el caballo del encargado, «Pardo», en vez del «Voron», que era menos dócil. Daria Alejandrovna, entretenida largamente con su atavío, apareció al fin en la escalera llevando un vestido blanco de muselina.
Dolly se había peinado y vestido con gran esmero, casi con emoción. Antes lo hacía por sí misma, para parecer más bella y agradar a la gente; luego, a medida que crecía en edad, se arreglaba con menos placer, ya que veía que iba perdiendo la belleza. Ahora se vestía no para su satisfacción, para su propio adorno, sino porque, siendo madre de unos niños tan hermosos, no quería, descuidando su atavío, descomponer el conjunto.
Después de mirarse una vez más al espejo, quedó contenta de sí misma. Estaba muy bien. No bien en el sentido de antes, cuando tenía que estar bella para asistir a un baile, pero sí bien para lo que necesitaba ahora.
En la iglesia no había nadie más que aldeanos, mozos y mujeres del pueblo. Pero Daria Alejandrovna veía o creía ver que ella y sus hijos despertaban en todos admiración.
Los niños no sólo estaban muy hermosos con sus elegantes vestiditos, sino que se hacían también simpáticos por su buen comportamiento.
A decir verdad, Alecha no procedía del todo correctamente. Se volvía sin cesar para examinar por detrás su casaquita, pero de todos modos resultaba muy gracioso. Tania, tan seria como una mujercita, vigilaba a los pequeños. Lily estaba bellísima con su ingenua admiración ante todas las cosas. Fue imposible no sonreír cuando, después de comulgar, dijo:
—Please some more4.
De regreso a casa, los niños, comprendiendo que se había realizado algo solemne, iban muy quietecitos.
En casa marchó todo bien al principio, pero durante el desayuno Gricha comenzó a silbar, desobedeció a la inglesa y hubo que castigarle privándole del postre de dulce. Dolly no habría permitido que se le castigase en un día como aquel de haber estado presente en el desayuno, pero como no podía desautorizar a la inglesa, confirmó el castigo de dejar a Gricha sin dulce, cosa que estropeó un tanto la alegría general.
Gricha lloraba afirmando que también Nicoleñka había silbado, y que si él lloraba no era porque le hubieran dejado sin dulce, lo cual le daba lo mismo, sino porque le disgustaba que se hubiese sido injusto con él.
La escena resultaba demasiado dolorosa, así que Dolly resolvió hablar con la inglesa a fin de perdonar a Gricha. Pero cuando iba a buscarla, al pasar por la sala, Dolly presenció una escena que le llenó el corazón de tal alegría que le asomaron lágrimas a los ojos y perdonó por sí misma al delincuente.
Éste se hallaba en la sala, sentado sobre el alféizar de la ventana del rincón, y a su lado estaba Tania en pie, con un plato en las manos. So pretexto de hacer comida para las muñecas, Tania consiguió que la inglesa le permitiese llevar su trozo de pastel al cuarto de los niños y, en lugar de hacerlo así, lo llevó a la sala y lo dio a su hermano. Sin dejar de llorar por lo injusto de su castigo, el chico comía el dulce, repitiendo, entre sollozos:
—Come tú también... Los dos...
Tania, al principio, permanecía bajo el influjo de la compasión hacia su hermano. Luego, con la consciencia de la buena acción que estaba realizando, le asomaron las lágrimas a los ojos y comenzó a comer también parte del dulce.
Al ver a su madre, los niños se asustaron, pero, fijándose en su rostro, comprendieron que obraban bien y rompieron a reír estrepitosamente, con las bocas llenas de dulce. Trataron inútilmente de limpiarse con la mano, y entre las lágrimas y la confitura se ensuciaron por completo los radiantes rostros.
—¡Dios mío!, ¿qué hacéis? ¡El vestido blanco nuevo! ¡Tania, Gricha, por Dios! —decía su madre, tratando de salvar la integridad del traje nuevo, pero sonriendo entre sus lágrimas de felicidad y alegría.
Les quitaron los vestidos nuevos, ordenaron a las niñas que se pusiesen las blusitas de diario y a los niños las chaquetillas viejas y después se mandó enganchar la lineika5 y otra vez, con gran contrariedad del encargado, se puso en varas al caballo «Pardo» para ir a buscar setas y a bañarse después. Una explosión de gritos de entusiasmo llenó el cuarto de los niños y su ruidosa alegría no se calmó hasta que partieron.
Cogieron una cesta llena de setas. Incluso Lily encontró una magnífica. Ordinariamente era miss Hull quien tenía que indicárselas a Lily, pero ahora ésta la encontró por sí sola, lo que fue acogido con exclamaciones de entusiasmo.
—¡Lily ha encontrado una seta!
Luego se encaminaron al río, dejaron los caballos bajo los álamos y se dirigieron a la caseta de baño.
Una vez atado al árbol el caballo, que se resistía, el cochero Terenty se tendió en la hierba, después de mullirla, a la sombra de un abedul, y comenzó a fumar su tosco cigarrillo mientras oía los alegres gritos que los niños lanzaban en la caseta.
Daba mucho trabajo vigilar a todos los niños y evitar sus travesuras y era difícil no confundir todos aquellos pantaloncitos, medias y zapatos de diferentes piececillos, así como desatarlos, desabotonarlos, volverlos a atar y abotonar. Pero a pesar de todo, Dolly, que era muy amante del baño y lo consideraba también muy saludable para los niños, no conocía placer mayor que el de aquellas excursiones al río para bañarse con todos sus hijos.
Golpear los piececillos desnudos de los pequeños, poner las medias, coger en brazos sus cuerpecitos desnudos, oír sus exclamaciones, ya alegres, ya asustadas, ver sus rostros sofocados, con los ojos muy abiertos, a la vez joviales y como temerosos, al primer contacto con el agua, estrechar contra su pecho a sus querubines, era para ella una inexplicable felicidad.
Cuando la mitad de los niños tenían puestos ya los trajes de baño se acercaron, deteniéndose cerca tímidamente, unas mujeres del pueblo, bien arregladas, que volvían del bosque de buscar borrajas y otras hierbas.
Matrena Filimonovna llamó a una de las mujeres para que pusiera a secar una sábana y una camisa que habían caído al agua, y Daria Alejandrovna se puso a hablar con ellas. Al principio no hacían más que reír, tapándose la boca con la mano y sin comprender lo que les preguntaban. Pero pronto se sintieron más audaces y comenzaron a hablar, cautivando en seguida la simpatía de Dolly por la sincera admiración que mostraban hacia sus hijos.
—¡Hay que ver qué hermosura de niña! ¡Es blanca como el azúcar! —decía una de las mujeres, contemplando a Tania—. Pero está muy delgadita.
—Sí. Ha estado enferma.
—¿También han bañado a ése? —preguntó otra, señalando al menor de todos.
—No. Éste no tiene más que tres meses —contestó Dolly con orgullo.
—¡Caramba!
—Y tú, ¿tienes hijos?
—Tenía cuatro. Me han quedado dos: chico y chica. En la última cuaresma he destetado al niño.
—¿Qué edad tiene?
—Más de un año.
—¿Cómo le has dado el pecho tanto tiempo?
—Es nuestra costumbre: tres cuaresmas.
Y se entabló la conversación que más interesante resultaba para Daria Alejandrovna. ¿Cómo había dado a luz? ¿Qué enfermedades había tenido el niño? ¿Dónde estaba su marido? ¿Iba a casa a menudo?
Dolly no sentía deseo alguno de separarse de aquellas mujeres, tan agradable le resultaba la charla con ellas y tan parecidas eran sus preocupaciones.
Lo que más agradable le resultaba era ver que aquellas mujeres la admiraban por tener tantos hijos y por lo hermosos que eran.
Las mujeres hicieron incluso reír a Daria Alejandrovna ofendiendo a la inglesa, que era la causa de aquellas risas que ella no comprendía.
Una de las mujeres estaba mirando a la inglesa, que se vestía la última de todos, y cuando la vio que se ponía la tercera falda no pudo contener una exclamación:
—Mirad: se pone faldas y más faldas y no acaba nunca de vestirse...
Y todas las mujeres soltaron la carcajada.
IX
Daria Alejandrovna, rodeada de los niños acabados de salir del baño, con los cabellos húmedos y un pañuelo en la cabeza, se acercaba a su casa en la lineika cuando el cochero le dijo:
—Allí viene un señor. Me parece que es el dueño de Pokrovskoe.
Dolly miró el camino que se extendía ante ellos y se alegró al distinguir la bien conocida figura de Levin, vestido con sombrero y abrigo grises, que se dirigía a su encuentro.
Siempre le satisfacía saludarle, pero ahora le satisfacía más, ya que Levin iba a verla rodeada de cuanto constituía su orgullo, orgullo que nadie podía comprender mejor que él.
En efecto, Levin, al distinguirla, se halló ante uno de los cuadros de dicha imaginados por él para su vida futura.
—¡Daria Alejandrovna! ¡Parece usted una gallina rodeada de sus polluelos!
—Celebro mucho verle —dijo ella, sonriendo y alargándole la mano.
—Claro: se siente usted tan feliz que no se le ocurrió ni darme noticias suyas. Ahora está mi hermano conmigo. Y he recibido carta de Esteban Arkadievich diciéndome que está usted aquí.
—¿De Esteban? —preguntó Dolly, extrañada.
—Sí. Me dice que se ha ido usted de la ciudad y supone que me permitirá ayudarla en lo que necesite —habló Levin. Y dicho esto, quedó confuso, se interrumpió y continuó andando al lado del coche, arrancando al pasar hojas de tilo y mordisqueándolas.
Se sentía turbado porque comprendía que a Daria Alejandrovna no había de serle agradable la ayuda de un extraño en las cosas que habría tenido que ocuparse su marido. Y, en efecto, a Dolly le disgustaba que Esteban Arkadievich confiase a otros sus asuntos familiares, y adivinó en seguida que Levin lo consideraba también así. Era precisamente por esta facultad de hacerse cargo de las cosas y por su delicadeza por lo que Dolly le tenía en tanto aprecio.
—Yo he supuesto —siguió Levin— que lo que eso significaba es que a usted no le disgustaría verme. Y ello me place infinitamente. Está claro que usted, señora de ciudad, hallará aquí muchas incomodidades. Ya sabe que, si puedo servirla en algo, estoy a su disposición.
—Gracias —repuso Dolly—. Al principio nos faltaban muchas cosas, pero ahora todo marcha perfectamente merced a mi antigua niñera.
Y señaló a Matrena Filimonovna, que, comprendiendo que hablaban de ella, sonreía alegre y amistosamente a Levin. Le conocía, pensaba que era un buen partido para la señorita Kitty y deseaba que todo terminase según sus deseos.
—Suba, suba. Podemos estrecharnos un poco en el asiento.
—Gracias. Prefiero andar. A ver: ¿cuál de los niños quiere apostar conmigo a correr?
Los niños no conocían apenas a Levin y no le recordaban cuando le veían, pero no experimentaban ante él el sentimiento de timidez y aversión que suelen experimentar los niños ante los adultos que fingen y que frecuentemente les hace sufrir mucho.
La ficción puede engañar a un hombre prudente y perspicaz, pero el niño menos despejado la descubre por hábilmente que se la encubran y experimenta ante ella un sentimiento de repugnancia.
Levin podía tener muchos defectos, pero no el de fingir. Y por ello los niños le mostraron la misma simpatía que leyeron para él en el rostro de su madre.
Al oír su propuesta, los dos mayores saltaron del coche en seguida y se pusieron a correr con él con tanta confianza como habrían corrido con la niñera, con miss Hull o con su madre. Lily quiso también descender y la madre accedió, entregándosela a Levin, quien la acomodó sobre sus hombros y se puso a correr con ella.
—No tenga miedo, Daria Alejandrovna; no la dejaré caer —dijo a la madre sonriendo alegremente.
Y mirando sus movimientos hábiles, vigorosos y prudentes, Dolly se tranquilizó y, contemplándole, sonreía alegre y aprobadora.
En el pueblo, con los niños y Dolly, por la que sentía gran simpatía, Levin encontró aquella disposición de ánimo, infantil y alegre, que tanto gustaba a Daria Alejandrovna. Corría con los niños, les enseñaba gimnasia, hacía reír a la señorita Hull con su inglés chapurreado y hablaba a Dolly de sus ocupaciones en el pueblo.
Después de comer, Dolly a solas con él en el balcón se puso a hablarle de Kitty.
—¿Sabe usted que Kitty va a venir a pasar el verano conmigo?
—¿De veras? —repuso él poniéndose rojo.
Y, para cambiar de conversación, añadió en seguida:
—¿Qué, le mando dos vacas o no? Si se empeña en pagármelas, puede darme cinco rublos al mes por cada vaca, si es que esto no ha de ser motivo de remordimiento.
—No, gracias. Ya nos hemos arreglado.
—Entonces voy a ver las vacas suyas y, si me lo permite, daré instrucciones sobre la manera como hay que alimentarlas. Esto es lo más importante.
Y, para eludir la charla sobre Kitty, Levin explicó a Dolly la teoría de la economía pecuaria, que consiste en que la vaca no es sino una máquina para transformar el pienso en leche, etcétera.
Le estaba hablando de todo aquello, pero interiormente ardía en deseos de oír detalles sobre Kitty y a la vez lo temía. Porque, en el fondo, le horrorizaba perder la tranquilidad conseguida con tanto esfuerzo.
—Ya, ya, pero todo eso exige estar muy atentos a ello. ¿Y quién se encargaría de semejante cosa? —preguntó, con poco interés, Daria Alejandrovna.
A la sazón dirigía la casa según la organización establecida por Matrena Filimonovna y no quería cambiar nada. Tampoco, a decir verdad, confiaba demasiado en los conocimientos de Levin sobre economía doméstica.
Las ideas de que la vaca era una máquina de elaborar leche le resultaban extrañas, le parecían que sólo habrían de servir para crear dificultades.
Ella lo veía todo más simplemente: había que alimentar más a la «Pestruja» y a la «Bielopajaya», que era lo que decía Matrena Filimonovna, y evitar que el cocinero se llevara las sobras de la cocina para darlas a las vacas de la lavandera. Esto era claro.
En cambio, las especulaciones sobre alimento farináceo y vegetal le resultaban dudosas y turbias. Y, además, lo principal de todo era que quería hablar a Levin de Kitty.
X
—Kitty me escribe que no desea sino soledad y silencio —dijo Dolly.
—¿Está mejor de salud? —preguntó Levin con emoción.
—Gracias a Dios se halla completamente bien. Yo no creí nunca que padeciera una afección pulmonar.
—¡Me alegra mucho saberlo! —exclamó Levin.
Y Dolly, mirándole en silencio mientras hablaba, leyó en su rostro una expresión suave y conmovedora.
—Escuche, Constantino Dmitrievich —dijo Daria Alejandrovna, con su sonrisilla bondadosa y un tanto burlona—: ¿está usted disgustado con Kitty?
—¿Yo? No —repuso Levin.
—Pues, si no lo está, ¿cómo no fue a vernos, ni a ellos ni a nosotros, cuando estuvo en Moscú?
—Daria Alejandrovna —dijo Levin, sonrojándose hasta la raíz del pelo—, me extraña que usted, que es tan buena, no comprenda... ¿Cómo no siente usted, por lo menos, compasión de mí, sabiendo que...?
—¿Sabiendo qué?
—Sabiendo que me declaré a Kitty y que ella me rechazó —dijo Levin.
Y la emoción que un instante antes le inspiraba el recuerdo de Kitty se convirtió en irritación al pensar en el desaire sufrido.
—¿Por qué se figura que lo sé?
—Porque todos lo saben.
—Está usted en un error. Yo no lo sabía, aunque lo imaginaba.
—Pues ahora ya lo sabe.
—Yo sólo sabía que había algo que la apenaba, y que Kitty me rogó que no hablara a nadie de su tristeza. Si no me contó a mí lo sucedido, es seguro que no se lo ha contado a nadie. Pero, dígame, ¿qué es lo que pasó entre ustedes?
—Ya se lo he dicho.
—¿Cuándo fue?
—La última vez que estuve en su casa.
—¿Sabe lo que voy a decirle? —repuso Dolly—. Que Kitty me da mucha pena, mucha... En cambio, usted no siente más que el amor propio ofendido.
—Quizá, pero... —empezó Levin.
Dolly le interrumpió:
—En cambio, por la pobre Kitty siento mucha compasión. Ahora lo comprendo todo.
—Sí, sí, Daria Alejandrovna... Pues, nada, usted me dispensará, pero... —indicó Levin, levantándose—. Hasta la vista, ¿eh?
—Espere, espere y siéntese —dijo ella cogiéndole por la manga.
—Le ruego que no hablemos más de eso —indicó Levin sentándose y sintiendo a la vez renacer en su corazón la esperanza que creía enterrada para siempre.
—Si yo no le apreciara y no le conociera como le conozco... —dijo Dolly, con lágrimas en los ojos.
El sentimiento que creyera muerto se adueñaba más cada vez del alma de Levin.
—Sí, ahora lo comprendo todo —repitió Dolly—. Ustedes, los hombres, que son libres y pueden siempre escoger, no pueden comprenderlo... Pero una joven, obligada a esperar, con su pudor femenino, con su recato virginal, una joven que sólo les trata a ustedes de lejos y ha de fiarse de su palabra... Una joven así puede experimentar un sentimiento sin saber explicárselo.
—Pero cuando el corazón habla...
—El corazón puede hablar, piénselo bien: cuando ustedes se interesan por una muchacha, van a su casa, la tratan, la miran, esperan, estudian lo que sienten, analizan sus impresiones y, si están seguros de que aman, entonces piden su mano.
—Las cosas no son precisamente así.
—Es igual. Ustedes se declaran cuando su amor ha madurado lo suficiente o cuando, entre dos que les interesan, su voluntad se inclina por una. Y a ella no se le pregunta nada. Ustedes desean que ella escoja; pero ella no puede escoger: sólo le cabe decir sí o no.
«Sí; la elección entre Vronsky y yo», pensó Levin.
Y el sentimiento que resucitaba en su alma pareció morir de nuevo y atormentar su corazón.
—Mire, Daria Alejandrovna: así se eligen los vestidos, pero no el amor. La elección se hace por sí sola, y una vez hecha, hecha está. Las cosas no se repiten.
—¡Oh, cuánto orgullo! —exclamó Dolly—, ¡cuánto orgullo! —repitió aún, como si despreciara aquel bajo sentimiento que se manifestaba en Levin, comparándolo al otro que sólo las mujeres conocen—. Cuando usted se declaró a Kitty, ella no estaba en situación de poder decirle nada. Dudaba entre usted y Vronsky. A éste le veía a diario, a usted hacía tiempo que no le veía. Si Kitty hubiese tenido más edad, claro que... Yo, por ejemplo, en su lugar, no habría dudado. Vronsky a mí me fue siempre muy antipático. Y así salió.
Levin recordó la respuesta de Kitty. Le había dicho: «No, no puede ser».
—Aprecio en mucho su confianza, pero creo que no acierta usted —expuso Levin con sequedad—. Tenga yo razón o no, este orgullo que tanto censura usted en mí me hace imposible pensar en Catalina Alejandrovna, ¿comprende usted?, imposible del todo.
—Quiero decirle aún una cosa. Hágase cargo de que le hablo de mi hermana, a la que quiero tanto como a mis hijos. No pretendo asegurarle que ella le ama, pero sí que su negativa de entonces no significa nada.
—No sé —repuso Levin casi con ira—. Pero no sabe usted cuánto me hace sufrir con sus palabras. Esto es para mí como si a la madre de un niño muerto le estuvieran diciendo: «¿Ves?, tu niño ahora sería de esta o de aquella manera si no hubiese muerto, y tú serías feliz mirando a tu niño...». ¡Pero el niño ha muerto, ha muerto!
—¡Me hace usted reír! —dijo Dolly, considerando con melancólica ironía la emoción de Levin—. Sí, ahora cada vez voy comprendiéndolo mejor —continuó, pensativa—. ¿Así que no vendrá usted a vernos cuando esté Kitty?
—No. No es que vaya a huir de Catalina Alejandrovna, pero siempre que me sea posible le evitaré el disgusto de mi presencia.
—Es usted el hombre más extraño —dijo Dolly, mirando a Levin, con dulzura, a la cara—. En fin, como si no hubiéramos dicho nada... ¿Qué quieres? —preguntó en francés a la niña, que entraba en aquel momento.
—¿Dónde está mi paleta, mamá?
—Cuando te hable en francés, contéstame en francés.
La niña quería decirlo así, pero había olvidado cómo se llamaba la paleta en francés. La madre se lo recordó y luego le dijo, siempre en francés, dónde tenía que ir a buscarla. A Levin todo esto le disgustó.
Al presente, nada de lo que había en aquella casa, ni siquiera los niños, le gustaba como antes.
«¿Por qué hablará a sus niños en francés?», pensaba. «¡Qué poco natural y qué falso es! Los niños lo presienten. ¡Les hacen aprender el francés y a desaprender la sinceridad!», continuaba pensando, sin saber que Daria Alejandrovna había pensado lo mismo mil veces y había creído necesario enseñar así a sus hijos aun a costa de la sinceridad.
—¿Va a marcharse tan pronto? Quédese un poco más.
Levin se quedó hasta el té, pero toda su alegría se había disipado y sentía cierto malestar.
*
Después del té, Levin salió al portal para mandar que engancharan los caballos y al regresar encontró a Dolly con el rostro descompuesto y llenos de lágrimas los ojos.
En el momento de subir él había sucedido algo que destruyó toda la alegría y el orgullo de sus hijos que había experimentado Dolly aquel día. Gricha y Tania se habían peleado por una pelota. Ella oyó los gritos, corrió al cuarto de los niños y halló un espectáculo lamentable. Tania tenía cogido a Gricha por los cabellos y éste, con el rostro contraído por la cólera, daba a su hermana puñetazos a ciegas.
Al verlo, pareció como si algo se rompiese en el corazón de la madre y las tinieblas ensombrecieran su vida. Comprendió que aquellos niños de los que tan orgullosa se sentía no sólo eran niños como todos, sino hasta de los peores y más mal educados, llenos de inclinaciones brutales y perversas, niños malos...
Dolly ahora era incapaz de hablar ni pensar en otra cosa, y no pudo menos de referir sus desdichas a Levin.
Levin comprendió que Dolly sufría y trató de consolarla, asegurando que aquello no significaba nada, que todos los niños se pegan, pero, mientras lo decía, pensaba: «No, yo no fingiré ante mis hijos, ni les haré hablar en francés; mis hijos no serán así. No hay que forzarlos y echarlos a perder. Y cuando no se hace eso, los niños son excelentes. Si tengo hijos, no serán como éstos».
Levin se despidió para marcharse. Ella no le retuvo más.
XI
A mediados de julio se presentó a Levin el alcalde del pueblo de su hermano, situado a unas veinte verstas de Prokovskoe, para informarle de cómo iban los asuntos de la siega. El principal ingreso de las fincas de su hermano consistía en los prados. Otros años, los aldeanos arrendaban los prados a razón de veinte rublos por deciatina. Cuando Levin asumió la dirección de la propiedad, encontró que valían más y fijó el precio en veinticinco rublos por deciatina.
Los aldeanos no pagaron aquel precio y, como sospechara Levin, procuraron quitarle otros compradores. Entonces Levin fue allí e hizo segar el heno contratando jornaleros y yendo a la parte con otros. Aunque los aldeanos se oponían con todas sus fuerzas a la innovación, la cosa marchó bien y el primer año ya se sacó de los prados casi el doble.
En los años siguientes continuó la oposición de los campesinos, pero la siega se realizó del mismo modo. Este año los aldeanos habían arrendado los prados yendo a la tercera parte en las ganancias, y ahora el alcalde venía a comunicar a Levin que la siega estaba concluida y que él, en previsión de que lloviese, había llamado al encargado, en presencia del cual hizo el reparto y separó los once almiares que pertenecían al propietario.
No obstante, por las respuestas inconcretas a la pregunta de cuánto heno había en el mayor de los prados, por la precipitación con que el alcalde había repartido el heno sin habérselo ordenado y por el acento del campesino en general, Levin comprendió que el reparto del heno no había sido cosa clara y decidió ir personalmente a comprobarlo.
Llegó al pueblo a la hora de comer. Dejó el caballo en casa de un anciano, esposo de la nodriza de su hermano, y pasó al colmenar para informarse de los pormenores de la siega.
El viejo Parmenov, hombre charlatán y de buen aspecto, acogió a Levin con júbilo, le habló de sus abejas y de la enjambrazón de aquel año. Pero a las preguntas sobre la siega respondió vagamente y con desgana.
Ello confirmó a Levin sus suposiciones. Fue al prado y examinó los almiares. En cada uno de ellos no podía haber cincuenta carretadas de heno. Para desenmascarar a los labriegos, mandó llamar a los carros que habían transportado el heno, ordenó que se cargase un almiar y se llevase a la era.
De cada almiar salieron treinta y dos carros. Pese a las afirmaciones del alcalde de que el heno estaba muy hinchado, de que se aplastaba al cargarlo en los carros, pese a sus juramentos de que todo había sido dividido como Dios manda, Levin insistió en que, habiéndose repartido el heno en ausencia suya, no lo aceptaba a razón de cincuenta carretadas por almiar.
Tras largas discusiones, se acordó que los aldeanos recibieran aquellos once almiares para ellos, contando en cada uno cincuenta carretadas, y que se separara de nuevo la parte de Levin.
Entre las discusiones y los trabajos de repartir el heno se llegó al mediodía. Una vez terminada la distribución, Levin, confiando la vigilancia de lo que faltaba por hacer a su encargado, se sentó sobre un almiar construido en torno a una alta pértiga y se hundió en la contemplación del prado y en la animación que ofrecía con las gentes en pleno trabajo.
Ante él, en el recodo que formaba el río tras un pequeño marjal, avanzaba llenando el aire con su alegre vocerío una abigarrada hilera de mujeres, entre el heno removido que se extendía por el rastrojo de un color verde claro en franjas grises y onduladas.
Tras las mujeres seguían hombres con horcas y los montones se convertían en altas y ligeras hacinas. A la izquierda, por el prado ya limpio, sonaba el ruido de los carros, y, uno tras otro, alzados por las grandes horcas, desaparecían los haces, y en vez de ellos se levantaban los enormes y pesados carros, cargados de tal modo de heno oloroso que la hierba desbordaba por las grupas de los caballos.
—Es preciso apresurarse mientras dura el buen tiempo. Si se hace así saldrá un heno excelente —dijo el viejo, que se había sentado junto a Levin—. Mire, mire cómo trabajan los mozos. Lo recogen con tanto interés como si fuera té. ¡No van tan aprisa las aves cuando se les echa el grano, no! —añadió, indicando las gavillas ya cargadas en los carros—. Desde la hora de comer habrán cargado como la mitad.
Y gritó a un mozo que, de pie en la parte delantera de uno de los carros, y con las riendas en la mano, se disponía a marchar.
—¿Es el último?
—El último, padrecito —contestó el mozo, reteniendo el caballo. Y se volvió para mirar, sonriendo, a una mujer muy colorada y también sonriente que iba sentada en la parte trasera del carro, y ambos continuaron su camino.
—¿Es hijo tuyo? —preguntó Levin.
—El más pequeño —contestó el viejo con dulce sonrisa.
—¡Es un bravo mozo!
—No puede decirse mal.
—¿Está casado ya?
—En la cuaresma de san Felipe hizo dos años.
—¿Tiene hijos?
—¡Hijos! ¡Si se me ha pasado un año entero sin saber nada de...! Hasta que nos burlamos de él y... ¡Pero qué heno tan hermoso! ¡Parece verdaderamente té! —continuó el viejo, queriendo cambiar de conversación.
Levin miró con más atención a Vanika Parmenov y a su mujer, que, lejos de él, cargaba otro carro de heno. Iván Parmenov, de pie en el carro, recibía, igualaba y aplastaba los enormes haces de heno que, primero a brazadas y luego con la horca, le pasaba su mujer, que era joven y hermosa, y trabajaba sin esfuerzo, con agilidad y alegría. Primero la joven lo ahuecaba, después hundía en él la horca y, con un movimiento rápido y flexible, cargaba sobre la horca todo el peso de su cuerpo, encorvando el busto, ceñido por un cinturón rojo. Luego se erguía mostrando su pecho lleno bajo el blanco corpiño, y con un hábil ademán empujaba la horca e introducía el heno en el carro.
Rápidamente, para ahorrarle todo esfuerzo superfluo, Iván recogía en sus brazos el haz de heno que le pasaba su mujer y lo arrojaba en el carro.
Una vez que hubo levantado con el rastrillo el heno, la mujer se sacudió las briznas de hierba que le habían penetrado por el cuello de la camiseta, se arregló el pañuelo rojo sobre su blanca frente, no tostada por el sol, y subió al carro para ayudar a su marido a sujetar la carga. Iván le enseñaba el modo de hacerlo, y a una observación de su mujer estalló en una franca carcajada. Sus rostros expresaban un amor intenso y juvenil despertado recientemente.
XII
Una vez sujeto el heno en el carro, Iván bajó de un salto y comenzó a llevar por la brida a su caballo, excelente y bien nutrido.
La mujer echó el rastrillo en el carro y, con vivo paso, moviendo los brazos al andar, se dirigió al encuentro de las otras mujeres, que estaban sentadas en círculo. Iván, al llegar al camino, se unió a la fila de los demás carros. Las mujeres, con los rastrillos al hombro, radiantes en sus vivos colores, hablaban con voz alegre y sonora mientras seguían a los carros. Una voz áspera y ruda de mujer entonó una canción repitiendo el estribillo. Entonces, todos a coro, medio centenar de voces sanas, altas y rudas, iniciaron el mismo cantar y lo concluyeron.
Las mujeres se acercaban, cantando, hacia Levin, que sentía la impresión de que una nube cargada de truenos de alegría se aproximaba a él.
Llegó la nube, le alcanzó y el montón de heno en el que estaba tendido, y los demás montones, y los carros, y el prado y hasta los campos lejanos, todo se agitó y onduló bajo el ritmo de aquel cantar salvaje y atrevido, acompañado de gritos, silbidos y exclamaciones de entusiasmo.
Levin sintió envidia de aquella sana alegría. Le habría gustado participar de aquella expresión del júbilo de vivir.
Pero no podía hacerlo, como lo hacían ellos, y tenía que permanecer allí tendido y mirar y escuchar.
Cuando la gente desapareció de su vista y las canciones no llegaban ya a sus oídos, Levin sintió el pesado dolor de su soledad, de su ociosidad física, de los sentimientos de hostilidad que experimentaba hacia aquel mundo de campesinos.
Algunos de ellos habían discutido con él sobre el asunto del heno, le habían tratado de engañar y él les había increpado. Y, sin embargo, le saludaban, alegres, en voz baja, y se veía que no sentían ni podían sentir rencor hacia él, y que ni siquiera recordaban que habían tratado de engañarle. Todo se había hundido en el mar del alegre trabajo común. Dios ha dado el día, Dios ha dado las fuerzas; y el día y las fuerzas están consagrados al trabajo y en él se halla su propia recompensa.
El objeto que tuviera el trabajo, y cuáles pudieran ser sus frutos, constituían ya cálculos mezquinos y extraños a aquella alegría.
Levin solía admirar esta vida y, con frecuencia, solía experimentar envidia de los que la vivían. Pero especialmente hoy, bajo la impresión de lo que viera en las relaciones de Iván Parmenov con su joven esposa, Levin pensó que de él dependía cambiar su vida de holganza, tan penosa, su vida artificial, por una vida de trabajo pura y alegre como la de los demás.
El viejo que estaba a su lado se había marchado a casa hacía rato. Los aldeanos habían desaparecido también: los que vivían más cerca se habían ido a sus hogares; los que vivían más lejos se habían reunido para comer y pasar la noche en el prado.
Levin, sin que le vieran los labriegos, se tendió sobre el montón de heno, mirando, oyendo, pensando.
Los que quedaron en el prado velaron durante casi toda la corta noche de verano. Primero se sentía su alegre charla y sus risas mientras cenaban. Luego siguieron canciones y otra vez risas.
El largo día de trabajo no había dejado en ellos más huellas que las de la alegría.
Poco antes de rayar el alba, todo calló. Sólo se oían los rumores nocturnos: el continuo croar de las ranas en los charcos y el resoplar de los caballos en la niebla matutina que se deslizaba sobre el prado.
Levin se recobró, se levantó de encima del heno y, mirando las estrellas, comprendió que ya había pasado la noche.
«Bueno, ¿qué haré y cómo lo haré?», se preguntó, tratando de aclarar ante sí mismo cuanto había pasado y sentido de nuevo en aquella noche.
Cuanto pensara y sintiera de nuevo se dividía en tres directrices mentales: una, la renuncia a su vida anterior, a su cultura, que no le servía para nada. Esta renuncia le agradaba y la encontraba fácil y sencilla.
Otra directriz era la de la vida que había de vivir desde ahora. La sencillez, pureza y legitimidad de esta vida las comprendía claramente, y estaba seguro de encontrar en ellas la satisfacción, la paz y la dignidad cuya falta sentía tan dolorosamente.
Pero la tercera directriz de sus pensamientos giraba en torno a la manera como había de cambiar su vida de antes y emprender su nueva vida. Y aquí no imaginaba nada que fuese claro.
«Tener una mujer. Trabajar y sentir la necesidad de hacerlo... Y entonces, ¿abandonar a Pokrovskoe? ¿Comprar tierras? ¿Inscribirse en la comunidad de los campesinos? ¿Casarse con una aldeana? Pero ¿cómo hacerlo?», se preguntaba sin hallar contestación. «No he dormido en toda la noche y no puedo ver las cosas con claridad», se dijo. «Ya lo aclararé todo después. Pero estoy seguro de que esta noche ha decidido mi suerte. Todas mis ilusiones de antes sobre la vida familiar son tonterías. No es aquello lo que necesito. Todo es más sencillo y mucho mejor».
«¡Qué hermoso es esto!, pensó mirando la especie de extraña concha de nácar formada por blancas nubecillas retorcidas que se había detenido en el cielo sobre su cabeza. ¡Qué hermoso es todo en esta noche maravillosa! ¿Cuándo ha podido formarse esa concha de nubes? Hace poco he mirado el cielo y no había nada en él, salvo dos franjas blancas. De igual modo, imperceptiblemente, ha cambiado mi concepción de la vida».
Salió del prado y por el camino real se dirigió al pueblo. Se levantó un vientecillo y todo a su alrededor tomó un aspecto apagado y sombrío. Era el momento oscuro que precede generalmente a la salida del sol, a la victoria definitiva de la luz sobre las tinieblas.
Levin, temblando de frío, avanzaba rápidamente mirando al suelo.
«¿Quién vendrá», pensó al oír ruido de cascabeles. Y alzó la cabeza.
A unos cuarenta pasos de distancia avanzaba a su encuentro por el ancho camino cubierto de hierba que Levin seguía un coche con cuatro caballos, enganchados en doble pareja. Los caballos del exterior se apartaban de las rodadas, apretándose contra las varas, y el hábil cochero, sentado a un lado del pescante, guiaba de modo que las varas quedasen sobre el refleje, con lo que las ruedas giraban sobre el suelo liso.
Levin no reparó más que en este detalle y, sin pensar en quién pudiera ir en el coche, miró distraídamente al interior.
En un rincón del asiento dormitaba una viejecita y, junto a la ventanilla, una joven, que al parecer acababa de despertarse, se anudaba con ambas manos las cintas de su cofia blanca. Radiante y pensativa, rebosante de vida interior, elegante y complicada, muy ajena a Levin, miraba, por encima de él, la naciente aurora.
Y en el momento en que esta visión desaparecía, dos ojos límpidos y sinceros se posaron en él, ella le reconoció, y una alegría llena de sorpresa iluminó su rostro.
Levin no podía equivocarse. Aquellos ojos eran únicos en el mundo. Sólo un ser en la tierra podía concentrar para él toda la luz y todo el sentido de la vida. Era ella. Era Kitty, que, por lo que él comprendió, se dirigía a Erguchevo desde la estación del ferrocarril.
Y todo lo que había agitado a Levin en aquella noche de insomnio, cuantas decisiones tomara, todo desapareció de repente. Recordó con repugnancia sus ideas de casarse con una campesina. Sólo allí, en aquel coche que se alejaba por el otro lado del camino, estaba la posibilidad de solventar el problema de su vida, de hallar aquella solución que hacía tanto tiempo le atormentaba.
Kitty no le miró más. Ya no sonaba el ruido de los muelles del coche y apenas se sentía el rumor de los cascabeles. Por el ladrido de los perros adivinó Levin que el coche pasaba por el pueblo. Y él quedó solo consigo mismo, entre los campos desiertos, cerca del pueblo, ajeno a todo, caminando por un ancho camino abandonado.
Miró al cielo, esperando hallar aquella concha de nubes que despertara su admiración y que simbolizaba sus pensamientos y sentimientos de la pasada noche. En las alturas inaccesibles se había operado un cambio misterioso. Ya no existían ni señales de la concha, sino sólo un tapiz de vellones que cubría la mitad del cielo, vellones que se iban empequeñeciendo a cada instante. El cielo fue volviéndose más claro y más azul; y con la misma ternura, pero también con la misma inaccesibilidad, contestaba a la mirada interrogadora de Levin.
«No», se dijo Levin. «Por hermosa que sea esta vida de trabajo y sencillez, no puedo vivirla. Porque la amo a “ella”...».
XIII
Ni aun los más allegados a Alexis Alejandrovich sabían que aquel hombre de aspecto tan frío, aquel hombre tan razonable, tenía una debilidad: no podía ver llorar a un niño o a una mujer. El espectáculo de las lágrimas le hacía perder por completo el equilibrio y la facultad de razonar.
El jefe de su oficina y el secretario lo sabían y, cuando el caso se presentaba, avisaban a los visitantes de que se abstuvieran en absoluto de llorar ante él si no querían echar a perder su asunto.
—Se enfadará y no querrá escucharles —decían.
Y, en efecto, en tales casos, el desequilibrio moral producido en Karenin por las lágrimas se manifestaba en una irritación que le llevaba a echar sin miramientos a sus visitantes.
—¡No puedo hacer nada! ¡Haga el favor de salir! —gritaba en tales ocasiones.
Cuando, al regreso de las carreras, Ana le confesó sus relaciones con Vronsky e inmediatamente, cubriéndose el rostro con las manos, rompió a llorar, Alexis Alejandrovich, a pesar del enojo que sentía, notó a la vez que le invadía el desequilibrio moral que siempre despertaban en él las lágrimas.
Comprendiéndolo, y comprendiendo también que la exteriorización de sus sentimientos estaría poco en consonancia con la situación que atravesaban, Alexis Alejandrovich procuró reprimir toda manifestación de vida, por lo cual no se movió para nada ni miró a Ana.
Y aquél era el motivo de que ofreciese aquella extraña expresión como de muerto que sorprendiera a su mujer.
Al llegar, la ayudó a apearse y, dominándose, se despidió de ella con su habitual cortesía, pronunciando algunas frases que en nada le comprometían y diciéndole que al día siguiente le comunicaría su decisión.
Las palabras de su mujer al confirmar sus sospechas dañaron profundamente el corazón de Karenin, y el extraño sentimiento de compasión física hacia ella que despertaban en él sus lágrimas aumentaba todavía su dolor.
Mas, al quedar solo en el coche, Alexis Alejandrovich, con gran sorpresa y alegría, se sintió libre en absoluto de aquella compasión y de las dudas y celos que le atormentaban últimamente.
Experimentaba la misma sensación de un hombre a quien arrancan una muela que le hubiese estado atormentando durante mucho tiempo. Tras el terrible sufrimiento y la sensación de haberle arrancado algo enorme, algo más grande que la propia cabeza, el paciente nota de pronto, y le parece increíble tal felicidad, que ya no existe lo que durante tanto tiempo le amargara la vida, lo que absorbía toda su atención, y que ahora puede vivir de nuevo, pensar e interesarse en cosas distintas a su muela.
Tal era el sentimiento de Alexis Alejandrovich. El dolor fue terrible e inmenso, pero ya había pasado, y ahora sentía que podía vivir y pensar de nuevo sin ocuparse sólo de su esposa.
«Es una mujer sin honor, sin corazón, sin religión y sin moral. Lo he sabido y lo he visto siempre, aunque por compasión hacia ella procuraba engañarme», se dijo.
Y, en efecto, le parecía haberlo visto siempre. Recordaba los detalles de su vida con ella, y éstos, aunque antes no le parecieron malos, ahora a su juicio demostraban claramente la perversidad de su esposa.
«Me equivoqué al unir su vida a la mía, pero en mi equivocación no hay nada de indigno y por tal razón no he de ser desgraciado. La culpa no es mía, sino suya», se dijo. «Ella no existe ya para mí».
Lo que pudiera ser de Ana y de su hijo, hacia el que experimentaba iguales sentimientos que hacia su mujer, dejó de interesarle. Lo único que le preocupaba era el modo mejor, más conveniente y más cómodo para él —y como tal, el más justo— de librarse del fango con que ella le contaminara en su caída, a fin de poder continuar su vida activa, honorable y útil.
«No puedo ser desgraciado por el hecho de que una mujer despreciable haya cometido un crimen. Únicamente debo buscar la mejor salida de la situación en que me ha colocado. Y la encontraré», reflexionaba, arrugando el entrecejo cada vez más. «No soy el primero, ni el último...». Y aun prescindiendo de los ejemplos históricos, entre los cuales le venía primero a la memoria el de la bella Elena y Menelao, toda una larga teoría de infidelidades contemporáneas de mujeres de alta sociedad surgieron en la mente de Alexis Alejandrovich.
«Darialov, Poltavky, el príncipe Karibanov, el conde Paskudin, Dram... Sí, también Dram, un hombre tan honrado y laborioso..., Semenov, Chagin, Sigonin... —recordaba—. Cierto que el más necio ridículo cae sobre estos hombres, pero yo nunca he considerado eso más que una desgracia y he tenido compasión de ellos», se decía Alexis Alejandrovich.
Esto no era verdad, pues nunca tuvo compasión de desgracias tales, y tanto más se había apreciado hasta entonces a sí mismo cuantas más traiciones de mujeres habían llegado a sus oídos.
«Es una desgracia que puede suceder a todos, y me ha tocado a mí. Sólo se trata de saber cómo puedo salir mejor de esta situación».
Y comenzó a recordar cómo obraban los hombres que se hallaban en casos como el suyo de ahora.
«Darialov se batió en duelo».
En su juventud el duelo le preocupaba mucho, precisamente porque físicamente era débil y le constaba. Alexis Alejandrovich no podía pensar sin horror en una pistola apuntada a su pecho, y nunca en su vida había usado arma alguna. Tal horror le obligó a pensar en el duelo desde muy temprano y a calcular cómo había que comportarse al ponerse en frente de un peligro mortal. Luego, al alcanzar el éxito y una posición sólida en la vida, hacía tiempo que había olvidado aquel sentimiento. Y como la costumbre de pensar así se había hecho preponderante, el miedo a su cobardía fue ahora tan fuerte que Alexis Alejandrovich, durante largo tiempo, no pensó más que en el duelo, aunque sabía muy bien que en ningún caso se batiría.
«Cierto que nuestra sociedad, bien al contrario de la inglesa, es aún tan bárbara que muchos —y en el número de estos “muchos” figuraban aquellos cuya opinión Karenin apreciaba más— miran el duelo con buenos ojos. Pero ¿a qué conduciría? Supongamos que le desafío», continuaba pensando. E imaginó la noche que pasaría después de desafiarle, imaginó la pistola apuntada a su pecho, y se estremeció, y comprendió que aquello no sucedería nunca. Pero seguía reflexionando: «Supongamos que me dicen lo que tengo que hacer, que me colocan en mi puesto y aprieto el gatillo», se decía, cerrando los ojos. «Supongamos que le mato...».
Alexis Alejandrovich sacudió la cabeza para apartar tan necios pensamientos.
«Pero ¿qué tiene que ver que mate a un hombre con lo que he de hacer con mi mujer y mi hijo? ¿No tendré también entonces que pensar lo que he de decidir referente a ella? En fin: lo más probable, lo que seguramente sucederá, es que yo resulte muerto o herido. Es decir, yo, inocente de todo, seré la víctima. Esto es más absurdo. Pero, por otro lado, provocarle a duelo no sería por mi parte un acto honrado. ¿Acaso ignoro que mis amigos no me lo permitirían, que no consentirían que la vida de un estadista, necesaria a Rusia, se pusiera en peligro? ¿Y qué pasaría entonces? Pues que parecerá que yo, sabiendo bien que el asunto nunca llegará a implicar riesgo para mí, querré darme un inmerecido lustre con este desafío. Esto no es honrado, es falso, es engañar a los otros y a mí mismo. El duelo es inadmisible y nadie espere que yo lo provoque. Mi objeto es asegurar mi reputación, que necesito para continuar mis actividades sin impedimento».
Su trabajo político, que ya antes le parecía muy importante, ahora se le presentaba como de una importancia excepcional.
Una vez descartado el duelo, Karenin estudió la cuestión del divorcio, salida que eligieran otros maridos que él conocía.
Recordando los casos notorios de divorcios (y en la alta sociedad existían muchos que él conocía perfectamente), Alexis Alejandrovich no encontró ninguno en que el fin del divorcio fuera el mismo que él se proponía. En todos aquellos casos, el marido cedía o vendía a la mujer infiel; y la parte que, por ser culpable, no tenía derecho a casarse de nuevo afirmaba falsas relaciones del esposo. En su propio caso, Alexis Alejandrovich veía imposible obtener el divorcio legal de modo que fuera castigada la esposa culpable. Comprendía que las delicadas condiciones de vida en que se movía no hacían posibles las demostraciones demasiado violentas que exigía la ley para probar la culpabilidad de una mujer.
Su vida, muy refinada en cierto sentido, no toleraba pruebas tan crudas, aunque existiesen, ya que el ponerlas en práctica le rebajaría más a él que a ella ante la opinión general.
El intento del divorcio no habría valido más que para provocar un proceso escandaloso que aprovecharían bien sus enemigos a fin de calumniarle y hacerle descender de su posición en el gran mundo. De modo que el objeto esencial, obtener la solución del asunto con las mínimas dificultades, no lo llenaba el divorcio. Además, con el divorcio o su planteamiento se evidenciaba que la mujer rompía sus relaciones con el marido y nada le impedía ya unirse a su amante. Y en el alma de Karenin, pese a la completa indiferencia que hacia su mujer creía experimentar ahora, restaba aún un sentimiento que se expresaba por el deseo de que ella no pudiese unirse libremente con Vronsky, con lo que su delito habría redundado en beneficio de ella.
Tal pensamiento irritaba tanto a Alexis Alejandrovich que sólo al imaginarlo se le escapó un gemido de íntimo dolor. Se irguió, cambió de sitio en el coche y durante un prolongado instante permaneció con el entrecejo fruncido mientras envolvía sus pies huesudos y friolentos en la suave manta de viaje.
En vez del divorcio legal podía, como Karibanov, Paskudin y el buen Dram, separarse de su mujer, siguió pensando Alexis Alejandrovich cuando se sintió un poco calmado. Pero este procedimiento tenía los mismos efectos deshonrosos que el divorcio, y lo peor era que, como el divorcio legal, arrojaba a su mujer en brazos de Vronsky.
«¡No: es imposible, imposible!», dijo en alta voz, mientras comenzaba a desenrollar otra vez la manta de viaje. «Yo no he de ser desgraciado, pero no quiero que ni él ni ella sean dichosos».
El sentimiento de celos que experimentara mientras ignoraba la verdad se disipó en cuanto las palabras de su mujer le arrancaran la muela con dolor. A aquel sentimiento lo sustituía otro: el de que su mujer no sólo no debía triunfar, sino que debía ser castigada por el delito cometido. No reconocía que experimentara tal sentimiento, pero en el fondo de su alma deseaba que ella sufriese, en castigo a haber destruido la tranquilidad y mancillado el honor de su marido. Y, estudiando de nuevo las posibilidades de duelo, divorcio y separación, y rechazándolas todas otra vez, Alexis Alejandrovich concluyó que sólo quedaba una salida: retener a Ana a su lado, ocultar lo sucedido ante la sociedad y procurar por todos los medios poner fin a aquellas relaciones, lo que era el medio más eficaz de castigarla, aunque esto no quería confesárselo.
«Debo decirle que mi decisión es, una vez examinada la posición en que ha puesto a la familia, y considerando que cualquier otra medida sería peor para ambas partes, mantener el exterior statu quo, con el cual estoy conforme, a condición inexcusable de que cumpla enteramente mi voluntad, es decir, suspenda toda relación con su amante».
Y cuando hubo adoptado definitivamente esta resolución, acudió, como un refuerzo de ella, un pensamiento muy importante a la mente de Alexis Alejandrovich:
«Sólo con esta decisión obro de acuerdo con las prescripciones de la Iglesia», se dijo. «Únicamente con esta solución no arrojo de mi lado a la mujer criminal y le doy probabilidades de arrepentirse, e incluso, aunque esto me sea muy penoso, consagro parte de mis fuerzas a su corrección y salvación».
Alexis Alejandrovich sabía que carecía de autoridad moral sobre su mujer y que de aquel intento de corregirla no resultaría más que una farsa, y, a pesar de que en todos aquellos tristes instantes no había pensado ni una sola vez en buscar orientaciones en la religión, ahora, cuando la resolución tomada le parecía coincidir con los mandatos de la Iglesia, esta sanción religiosa de lo que había decidido le satisfacía plenamente y, en parte, le calmaba.
Le era agradable pensar que, en una decisión tan importante para su vida, nadie podría decir que había prescindido de los mandatos de la religión, cuya bandera él había sostenido muy alta en medio de la indiferencia y frialdad generales.
Reflexionando acerca de los demás detalles, Alexis Alejandrovich no veía motivo para que sus relaciones con su mujer no pudiesen continuar como antes. Cierto que jamás podría volver a respetarla, pero no había ni podía haber motivo alguno para que él destrozara su vida y sufriese porque ella fuera mala e infiel.
«Sí; pasará el tiempo, que arregla todas las cosas, y nuestras relaciones volverán a ser las de antes», se dijo Alexis Alejandrovich.
Y añadió:
«Es decir, esas relaciones se reorganizarán de tal modo que no experimentaré desorden alguno en el curso de mi vida. Ella debe ser desgraciada, pero yo no soy culpable y no tengo por qué ser desgraciado a mi vez».
XIV
Al acercarse a San Petersburgo, no sólo Karenin había adoptado su decisión de una manera definitiva, sino que hasta redactó mentalmente la carta que iba a escribir a su mujer.
Entró en la portería, vio las cartas y documentos que le habían llegado del Ministerio y ordenó que los llevarán a su gabinete.
—Apaguen y no reciban a nadie —contestó a la pregunta del portero, con satisfacción que denotaba su buen humor, acentuando la frase «no reciban».
Ya en su gabinete, Karenin paseó recorriéndolo dos veces en toda su longitud y se detuvo ante su gran mesa escritorio, en la que había seis velas encendidas que había puesto allí su ayuda de cámara.
Luego hizo crujir las articulaciones de sus dedos, se sentó y comenzó a arreglar los objetos que había en el escritorio. Con los codos sobre la mesa y la cabeza inclinada de lado, reflexionó un momento y luego escribió sin detenerse ni un segundo. Escribía en francés, sin dirigirse directamente a ella, y empleando el «usted», que no posee en aquel idioma la frialdad que posee en el ruso:
En nuestra última entrevista le indiqué mi intención de comunicarle lo que he decidido respecto a lo que hablamos. Después de reflexionar detenidamente, le escribo como le prometí. Mi decisión es ésta: sea cual sea su proceder, no me considero autorizado a romper lazos con los que nos ha unido un poder superior. La familia no puede ser deshecha por el capricho, el deseo o incluso el crimen de uno de los cónyuges. Nuestra vida, pues, debe seguir como antes. Eso es necesario para usted, para mí y para nuestro hijo. Estoy seguro de que usted se arrepiente de lo que motiva la presente carta y que me ayudará a arrancar de raíz la causa de nuestra discordia y a olvidar el pasado. En caso contrario, puede suponer lo que le espera a usted y a su hijo. De todo ello espero hablarle en nuestra próxima entrevista. Como termina la temporada veraniega, le pido que vuelva a San Petersburgo lo antes posible, el martes a más tardar. Se darán las órdenes necesarias para su regreso. Le ruego que tenga en cuenta que doy una especial importancia al cumplimiento de este deseo mío.
A. Karenin.
P. S. Acompaño el dinero que pueda necesitar para sus gastos.
Releyó la carta y se sintió contento, sobre todo por haberse acordado de enviar dinero; no había un reproche ni una palabra dura, pero tampoco ninguna condescendencia. Lo principal era que en ella había como un puente dorado para que pudiese volver.
Plegó y alisó la carta con la grande y pesada plegadera de marfil, la puso en un sobre, en el que metió el dinero, y llamó con la particular satisfacción que le producía el adecuado empleo de sus bien ordenados útiles de escritorio.
—Llévala al ordenanza para que la entregue mañana a Ana Arkadievna en la casa de verano —dijo, levantándose.
—Bien. ¿Tomará vuecencia el té en el gabinete?
Alexis Alejandrovich ordenó que llevasen el té allí y, jugueteando con la plegadera, se dirigió a la butaca junto a la que había una lámpara y a su lado el libro francés que había empezado a leer, relativo a inscripciones antiguas.
Sobre la butaca, en un marco dorado, pendía el magnífico retrato de Ana hecho por un célebre pintor.
Alexis Alejandrovich lo miró. Los ojos impenetrables le miraban burlones, insolentes, como en aquella última noche en la que habían tenido la explicación.
Todo en aquel retrato le parecía impertinente y provocador: desde los encajes de la cabeza, con los cabellos negros, excelentemente pintados, hasta la hermosa mano blanca, cuyo dedo anular estaba cubierto de sortijas, todo le causaba la misma desagradable impresión. Después de mirarlo durante un instante, Karenin se estremeció de tal modo que sus labios temblaron y hasta emitieron un sonido casi imperceptible:
—¡Brrr!
Volvió la cabeza, se sentó precipitado en la butaca y abrió el libro. Trató de leer, pero en modo alguno consiguió que despertara en él su anterior interés por las inscripciones antiguas. Mientras miraba el libro, pensaba en otra cosa. No en su mujer, sino en una complicación de su actividad gubernamental que surgiera últimamente y en la que radicaba el interés principal de su trabajo del momento.
Ahora le parecía penetrar más profundamente que nunca en aquella complicación y parecíale que en su cerebro surgía la idea capital —lo podía decir sin presunción—, el pensamiento que debía aclarar todo el asunto, haciéndole ascender en su carrera, abatiendo a sus enemigos, convirtiéndole más útil aún al Estado.
En cuanto el criado, después de llevarle el té, hubo salido del aposento, Alexis Alejandrovich se levantó y se dirigió a la mesa escritorio.
Apartó a un lado la cartera que contenía los asuntos corrientes y, con una sonrisa de satisfacción apenas perceptible, sacó el lápiz y se sumió en la lectura de los documentos relativos a aquella complicación.
El rasgo característico de Alexis Alejandrovich como alto funcionario del Estado, el que le distinguía especialmente y el que, unido a su moderación, su probidad, su confianza en sí mismo y su amor propio excesivo, había contribuido más a encumbrarle, era su absoluto desprecio del papeleo oficial, su firme voluntad de suprimir en lo posible los escritos inútiles y tratar los asuntos directamente, solucionándolos con la mayor rapidez y con la máxima economía.
Ocurrió, con esto, que en la célebre Comisión del 2 de junio se expuso el asunto de la fertilización de la provincia de Zaraisk, asunto perteneciente al Ministerio de Karenin y que constituía un claro ejemplo de los gastos estériles que se hacían y de los inconvenientes de resolver los asuntos sólo en el papel. Alexis Alejandrovich sabía que eso era justo.
El asunto de la fertilización de Zaraisk había sido iniciado por el antecesor de Karenin. Y en él se habían gastado y gastaban muchos fondos totalmente en balde, ya que estaba fuera de duda que todo ello no había de conducir a nada.
Al ocupar aquel cargo, Alexis Alejandrovich lo comprendió en seguida y pensó en ocuparse de ello. Pero hacerlo al principio, cuando se sentía aún poco seguro, no era razonable, teniendo en cuenta que con ello lastimaba muchos intereses. Luego, absorbido ya por otros asuntos, simplemente se había olvidado de aquél, que, como tantos otros, seguía su camino por fuerza de inercia. Mucha gente comía en torno a él, y en especial una familia muy honrada y distinguida por sus dotes musicales, ya que todas las hijas tocaban algún instrumento de cuerda. (Alexis Alejandrovich no sólo les conocía, sino que incluso era padrino de boda de una de las hijas mayores).
Los enemigos del Ministerio se ocuparon del asunto y se lo reprocharon, con tanta menos justicia cuanto que en todos los Ministerios los había mucho más graves y que nadie tocaba por no faltar a las conveniencias en las relaciones interministeriales.
Pero, puesto que ahora le lanzaban aquel guante, él lo recogería gallardamente y pediría una comisión especial que estudiase el asunto de la fertilización de Zaraisk. No quería, sin embargo, que la cosa quedase en manos de aquellos señores, por lo cual exigió ante todo el nombramiento de otra comisión especial para estudiar el asunto de la organización de la población autóctona.
Aquel asunto se había planteado también ante la Comisión del 2 de junio, y Alexis Alejandrovich lo presentaba con energía como muy urgente por el deplorable estado de la citada población.
En la Comisión, el asunto motivó discusiones de varios Ministerios entre sí. El Ministerio enemigo de Karenin demostraba que el estado de los autóctonos era excelente y que los cambios propuestos podían resultar funestos para la prosperidad de aquellas poblaciones; que si algo iba mal, se debía a que el Ministerio de Alexis Alejandrovich no cumplía las disposiciones legales. Y ahora Karenin se proponía exigir: primero, que se nombrara otra comisión que estudiara sobre el terreno la situación de las poblaciones autóctonas; segundo, que si se demostraba que su situación era efectivamente la que se desprendía de los datos oficiales que poseía la Comisión, se formara un nuevo comité técnico que estudiara las causas de aquella situación desde el punto de vista político, administrativo, económico, etnográfico, material y religioso; tercero, que el Ministerio adversario presentase datos de las medidas adoptadas durante los últimos años para evitar las malas condiciones en que ahora se encontraban los autóctonos, y cuarto, que se pidiera a dicho Ministerio explicaciones sobre por qué —según informes presentados a la Comisión con los números 17017 y 18308, fechas 5 de diciembre de 1863 y 7 de junio de 1864— procedía abiertamente contra la ley orgánica, artículo 18, y observación en el 36.
Un animado color cubrió las mejillas de Alexis Alejandrovich mientras anotaba rápidamente aquellas ideas. Una vez escrita la primera hoja de papel, se levantó, llamó y mandó una nota al jefe de su despacho para que le enviasen los informes necesarios.
Y tras levantarse y pasear por la habitación, volvió a mirar el retrato, arrugó las cejas y sonrió con desprecio. Leyó de nuevo el libro sobre inscripciones antiguas y a las once se fue a dormir. Cuando, una vez en la cama, recordó lo sucedido con su mujer, ya no le pareció tan terrible.
XV
Aunque Ana contradecía a Vronsky con terca irritación cuando él le aseguraba que la situación presente era imposible de sostener, en el fondo de su alma también ella la consideraba falsa y deshonrosa, y de todo corazón deseaba modificarla.
Al volver de las carreras con su marido, en un momento de excitación se lo había dicho todo, y, pese al dolor que experimentara al hacerlo, se sintió aliviada. Cuando Karenin se hubo ido, Ana se repetía que estaba contenta; que ahora todo quedaba aclarado, y que ya no tendría necesidad de engañar y fingir. Le parecía indudable que su posición quedaría ya, a partir de ahora, definida para siempre; podría ser mala, pero era definida, y en ella no habría ya sombras ni engaños.
El daño que se había causado a sí misma y el que causara a su marido al decirle aquellas palabras sería recompensado por la mayor claridad en que habían quedado sus relaciones.
Cuando, aquella misma noche, se vio con Vronsky, no le contó lo sucedido entre ella y su marido, aunque habría debido decírselo para definir la situación.
Al despertar a la mañana siguiente, pensó antes que nada en lo que había dicho a su marido, y le parecieron de tal manera duras y terribles sus palabras que no podía comprender cómo se había decidido a pronunciarlas.
Pero ahora estaban ya dichas y era imposible adivinar lo que podría resultar de aquello, ya que Alexis Alejandrovich se había ido sin decirle nada.
«He visto a Vronsky y no le he contado lo ocurrido», reflexionaba.
«Incluso cuando se disponía a marchar estuve a punto de llamarle y decírselo todo, pero no lo hice porque pensé que encontraría extraño que no se lo hubiese explicado en el primer momento. ¿Por qué no se lo dije?».
Y al tratar de contestar a tal pregunta, el rubor encendió sus mejillas. Comprendió lo que se lo impedía, comprendió que sentía vergüenza. La situación, que le había parecido aclarada la tarde anterior, se le presentaba de repente no sólo como sin aclarar, sino, además, sin salida. Quedó aterrada ante el deshonor en que se veía hundida, cosa en la cual ni siquiera había pensado. Y al detenerse a reflexionar sobre lo que haría su marido, se le ocurrían las más terribles ideas.
Imaginaba que iba a llegar ahora el administrador para echarla de casa, y que su deshonra iba a ser publicada ante todos. Se preguntaba adónde iría cuando la echaran de allí y no encontraba contestación.
Al recordar a Vronsky, se figuraba que él no la quería, que empezaba a sentirse cansado, que ella no podía ofrecérsele, y esto le hacía experimentar animosidad contra él. Le parecía como si las palabras dichas a su marido, que continuamente acudían a su imaginación, las hubiera dicho a todos y todos las hubiesen oído.
No se atrevía a mirar a los ojos a quienes vivían con ella. No osaba llamar a la criada ni bajar a la planta baja para ver a la institutriz y a su hijo.
La muchacha, que esperaba hacía tiempo en la puerta, escuchando, decidió entrar en la alcoba.
Ana la miró interrogativamente a los ojos y, sintiéndose cohibida, se ruborizó. La criada pidió perdón, diciendo que creía que la señora la había llamado.
Traía la ropa y un billete de Betsy, quien recordaba a Ana que aquel día irían a su casa por la mañana Lisa Merkalova y la baronesa Stalz con sus admiradores: Kaluchsky y el viejo Stremov, para jugar una partida de cricket.
«Venga, aunque sea sólo para aprender algo de nuestras costumbres. La espero», concluía el billete.
Ana leyó y suspiró dolorosamente.
—No necesito nada, nada —dijo a la muchacha, que colocaba frascos y cepillos en la mesita del tocador—. Váyase. Voy a vestirme y salir. No necesito nada, nada...
Anuchka salió de la alcoba, pero Ana, sin vestirse, continuó sentada en la misma posición, con la cabeza baja y los brazos caídos, estremeciéndose de vez en cuando de pies a cabeza como si fuese a hacer o decir algo y se sintiera incapaz de ello. Repetía sin cesar, para sí: «¡Dios mío, Dios mío!».
Pero tales palabras nada significaban para ella. La idea de buscar consuelo en la religión le resultaba tan extraña como la de buscar consuelo en su propio marido, aunque no dudaba de la religión en que la habían educado.
Sabía bien que el consuelo de la religión sólo era posible a base de prescindir de aquello que era el único objeto de su vida. Y no sólo sentía dolor, sino que comenzaba a experimentar miedo ante aquel terrible estado de ánimo que nunca hasta entonces experimentara. Le parecía que todo en su alma comenzaba a desdoblarse, como a veces se desdoblan los objetos ante una vista cansada. A ratos no sabía ya lo que deseaba ni lo que temía, ni si temía o deseaba lo que era o más bien lo que había de ser después. Y no podía precisar qué era concretamente lo que deseaba.
«¿Qué hacer?», se dijo al fin, sintiendo que le dolían las sienes. Y al recobrarse se dio cuenta de que se había cogido con las dos manos sus cabellos cercanos a las sienes y tiraba de ellos.
Se levantó de un salto y empezó a pasear por la habitación.
—El café está servido y mademoiselle y Sergio esperan —dijo Anuchka, que había entrado de nuevo, hallando a Ana en la misma posición.
—¿Sergio? ¿Qué hace Sergio? —preguntó Ana, animándose de repente y recordando, por primera vez durante la mañana, la existencia de su hijo.
—Parece que ha cometido una falta —dijo Anuchka sonriendo.
—¿Qué falta?
—Pues ha cogido uno de los melocotones que había en la despensa y se lo ha comido a escondidas.
El recuerdo de su hijo hizo que Ana saliese de aquella situación desesperada en que se encontraba. Se acordó del papel, en parte sincero, aunque más bien exagerado, de madre consagrada por completo a su hijo que viviera en aquellos últimos años, y notó con alegría que en el estado en que se encontraba aún poseía una fuerza independiente de la posición en que se hallara respecto a su marido y a Vronsky, y esta fuerza era su hijo. Fuera la que fuera la situación en que hubiera de encontrarse no podría dejar a su hijo; aun cuando su marido la cubriese de oprobio, y aunque Vronsky continuara viviendo independiente de ella —y de nuevo le recordó con amargura y reproche—, Ana no podría separarse de su Sergio. Tenía un objetivo en la vida. Debía obrar, obrar para asegurar su posición con su hijo, para que no se lo quitasen. Y había de actuar inmediatamente si quería evitarlo. Debía coger a su hijo y marchar. No le cabía hacer otra cosa. Tenía que calmarse y salir de tan penosa situación. El pensamiento de que urgía hacer algo, que tenía que tomar a su hijo inmediatamente y marchar con él a cualquier sitio, le proporcionó la calma que necesitaba.
Se vistió deprisa, bajó y con paso seguro entró en el salón, donde, como de costumbre, le esperaban el café y Sergio con la institutriz.
Sergio, vestido de blanco, estaba de pie ante la consola del espejo, con la espalda y cabeza inclinadas, expresando aquella atención concentrada que ella conocía y que señalaba más su semejanza con su padre, manipulando unas flores que había llevado del jardín.
La institutriz presentaba un aspecto severo. Sergio exclamó, chillando como solía:
—¡Mamá!
Y se interrumpió, indeciso. ¿Debía saludar primero a su madre, dejando las flores, o terminar la corona antes y acercarse a su madre ya con las flores en la mano?
Después de saludar, la institutriz comenzó a relatar, lenta y detalladamente, la falta cometida por el niño. Pero Ana no la escuchaba y pensaba si convendría o no llevársela consigo.
«No, no la llevaré», decidió. «Me iré sola, con mi hijo».
—Sí, eso está muy mal —dijo Ana, tomando al niño por el hombro y mirándole no con severidad, sino con timidez, lo que confundió al pequeño y le llenó de alegría.
Ana le dio un beso.
—Déjele conmigo —indicó a la extrañada institutriz.
Y, sin soltar las manos de Sergio, se sentó a la mesa en que estaba servido el café.
—Yo, mamá..., no, no... —murmuró el niño, pensando en lo que podría esperarle por haber cogido sin permiso el melocotón.
—Sergio —dijo Ana, cuando la institutriz hubo salido del aposento—. Eso está muy mal, pero no lo harás más, ¿verdad? ¿Me quieres?
Sentía que le acudían las lágrimas a los ojos. «¿Cómo puedo dejar de quererle?», pensó, sorprendiendo la mirada, asustada y al mismo tiempo jubilosa, de su hijo. «¿Es posible que se una a su padre para martirizarme? ¿Es posible que no me compadezca?».
Las lágrimas corrían ya por su rostro, y para disimularlas se levantó bruscamente y salió a la terraza.
Después de las lluvias y tempestades de los últimos días, el tiempo era claro y frío. Bajo el sol radiante que iluminaba las hojas húmedas de los árboles, se sentía la frescura del aire.
Al contacto con el exterior, el frío y el terror se adueñaron de ella con fuerza nueva y la hicieron estremecer.
—Ve, ve con Mariette —dijo a Sergio, que la seguía.
Y comenzó a pasear arriba y abajo por la estera de paja que cubría el suelo de la terraza.
«¿Será posible que no me perdonen? ¿No comprenderán que esto no podía ser de otro modo?», se dijo.
Se detuvo, miró las copas de los olmos agitadas por el viento, con sus hojas frescas y brillantes bajo la fría luz del sol, y le pareció que en ningún lugar del mundo hallaría piedad para ella, que todo había de ser duro y sin compasión, como aquel cielo frío y aquellos árboles... Y de nuevo sintió que su alma se desdoblaba.
«No, no pensemos en ello», se dijo. «He de preparar mi viaje: tengo que irme. ¿Adónde? ¿Y cuándo? ¿Quién me acompañará? Sí; me iré a Moscú en el tren de la noche, llevándome a Anuchka y a Sergio y las cosas más necesarias. Pero antes debo escribirles a los dos».
Entró en casa precipitadamente, pasó a su gabinete, se sentó a la mesa y escribió a su marido:
Después de lo sucedido, no puedo continuar en casa. Me marcho llevándome al niño. Ignoro las leyes y no sé si el hijo debe quedarse con el padre o con la madre. Pero le llevo conmigo porque no puedo vivir sin él. Sea generoso y déjemelo.
Hasta llegar aquí escribió rápidamente y con naturalidad, pero la apelación a una generosidad que Ana no reconocía a su marido y la necesidad de terminar la carta con algo conmovedor la interrumpieron.
No puedo hablarle de mi culpa y de mi arrepentimiento, porque...
Se detuvo otra vez, no hallando conexión en sus pensamientos.
«No», se dijo, «no es preciso escribir nada de esto».
Y rompiendo la hoja, la redactó de nuevo, excluyendo la alusión a la generosidad, y cerró la carta.
Tenía que escribir otra a Vronsky.
«He dicho a mi marido...», empezó, y permaneció un rato sentada sin hallar fuerzas para continuar. ¡Aquello era tan indelicado, tan poco femenino...!
«Además, ¿qué puedo escribirle?», se preguntó. Y otra vez la vergüenza cubrió de rubor sus mejillas. Recordó la tranquilidad de Vronsky y un sentimiento de irritación contra él le hizo romper en pequeños pedazos la hoja con la frase ya escrita.
«No hay necesidad de escribir nada», se dijo. Y cerrando la carpeta, subió a anunciar a la institutriz y a la servidumbre que salía aquella noche para Moscú. Y comenzó a hacer los preparativos del viaje.
XVI
En todas las habitaciones de la casa de verano se movían lacayos, jardineros y porteros, llevando cosas de un lado a otro. Armarios y cómodas estaban abiertos y dos veces hubo que ir corriendo a la tienda a comprar cordel. Por el suelo se veían pedazos de periódicos esparcidos, dos baúles, sacos y mantas de viaje plegadas habían sido bajados al recibidor. El coche propio y dos de alquiler esperaban a la puerta.
Ana, olvidando con los preparativos del viaje su inquietud interna, estaba en pie ante la mesa de su gabinete, preparando su saco de viaje, cuando Anuchka llamó su atención sobre el ruido de un coche que se acercaba.
Ana miró por la ventana y vio junto a la escalera al ordenanza de Alexis Alejandrovich, que tocaba la campanilla de la puerta.
—Ve a ver de qué se trata —ordenó Ana.
Y serenamente dispuesta a todo, se sentó en la butaca, con las manos plegadas sobre las rodillas.
El lacayo llevó un abultado sobre con la dirección escrita de mano de Karenin.
—El ordenanza espera la contestación —dijo el lacayo.
—Bien —repuso Ana.
Y en cuanto hubo salido el criado, abrió el sobre con trémulos dedos y un paquete de billetes sin doblar, sujetos por una cinta, cayó al suelo.
Ana separó la carta y la leyó empezando por el final.
«Se darán las órdenes necesarias para su regreso. Le ruego que tenga en cuenta que doy especial importancia al cumplimiento de mi deseo...», leyó.
Siguió leyéndola al revés, y volvió después a empezar la lectura desde el principio. Al terminar, se sintió helada, y tuvo la impresión de que una gran desgracia mucho mayor de lo que esperaba se abatía sobre ella.
Por la mañana estaba arrepentida de lo que había confesado a su marido y deseaba no haber pronunciado aquellas palabras. Y ahora la carta daba las palabras por no dichas: le concedía lo que ella deseaba. Pero ahora esta carta le parecía a Ana lo más terrible que podía imaginar.
«¡Tiene razón, tiene razón!», pronunció para sí. «¡Siempre, siempre tiene razón! Es cristiano, es generoso... Pero ¡cuán vil y despreciable! ¡Y nadie lo comprende, excepto yo! Jamás podrán comprenderlo, ni yo explicarlo. Para los demás es un hombre religioso, moral, honrado, inteligente... Pero no ven lo que yo he visto. No saben que durante ocho años ese hombre ha ahogado mi vida, cuanto en mí había de vivo, sin pensar jamás que soy una mujer de carne y hueso que necesita amor. No saben que me ofendía constantemente y se sentía satisfecho de sí mismo. ¿No he procurado con todas mis fuerzas hallar la justificación de mi vida? ¿No he tratado de amarle y luego de amar a mi hijo cuando ya no podía amarle a él? Pero llegó el momento en que comprendí que no podía seguir engañándome, que vivo, que no tengo la culpa de que Dios me haya hecho así, que necesito vida y amor. Si me hubiera matado, si hubiera matado a Vronsky, yo lo habría soportado todo, le habría perdonado... Pero él no es así...
»¿Cómo no adiviné lo que iba a decidir? Hace lo que es propio de su ruin carácter. Seguirá viviendo conmigo ya caída. Él se quedará con la razón y a mí me hará sucumbir, me humillará cada vez más... —y recordó las palabras de la carta: “puede suponer lo que la espera a usted y a su hijo”—. Ésta es la amenaza por la que me va a quitar el niño, y seguramente su ley estúpida lo hace posible. ¿Acaso no sé por qué me lo dice? No cree en mi amor a mi hijo, o más bien lo desprecia. Siempre se burlaba de este amor. Sí, desprecia este sentimiento, pero sabe que no he de abandonar a mi hijo, porque sin él no me es posible vivir, ni siquiera con el hombre a quien amo; y, en todo caso, si le dejara y huyera, había de obrar como una mujer más baja y más deshonrada aún. Sí, lo sabe y le consta que no tendré fuerzas para hacerlo.
»Nuestra vida debe seguir como antes —continuó pensando, al recordar otra frase de la carta—. ¡Pero esa vida, antes, era penosa y, últimamente, horrible! ¿Cómo será, pues, de ahora en adelante? Y él no lo ignora, sabe que no puedo arrepentirme de lo que siento, de lo que he hecho por amor. Sabe que nada puede resultar de esto sino mentira y engaño, pero él necesita continuar martirizándome. Le conozco: sé que goza y nada en la mentira como un pez en el agua. Pero no le proporcionaré ese placer. Romperé la red de mentiras en que quiere envolverme y será lo que Dios quiera... Todo antes que la ficción y el engaño.
»¿Pero ¿cómo lo podré hacer? ¡Dios mío, Dios mío! ¿Habrá habido nunca en el mundo mujer tan desgraciada como yo?».
—¡Pero, basta: voy a romper con todo! —exclamó, levantándose de un salto y conteniendo las lágrimas.
Y se acercó a la mesa para escribirle otra carta. Pero presentía, en el fondo, que no tendría fuerzas ya para romper nada, que no tendría fuerzas para salir de su situación anterior por falsa y deshonrosa que fuera.
Se sentó a la mesa, mas en vez de escribir apoyó los brazos en ella, ocultó la cabeza entre las manos y lloró, con sollozos y temblores que agitaban todo su pecho, como lloran los niños. Lloraba al pensar que su ilusión de que las cosas habían quedado aclaradas estaba destruida para siempre. Sabía de antemano que todo continuaría como antes o peor. Comprendía que la posición que ocupaba en el mundo aristocrático, y que por la mañana le parecía tan despreciable, le era muy preciosa, y que no tendría fuerzas para cambiarla por la despreciable de una mujer que ha abandonado a su hijo y a su esposo para unirse a su amante. Y comprendía también que, por más que quisiera, no podría ser más fuerte de lo que era en realidad.
Jamás tendría libertad para amar y viviría eternamente como una mujer culpable, bajo la amenaza de ser descubierta a cada momento, una mujer que engaña a su marido a fin de continuar sus relaciones deshonrosas con un extraño, un hombre libre, cuya vida no podía ella compartir. Sabía que todo marcharía así, pero le parecía terrible y no imaginaba de qué modo podría terminar. Y Ana lloraba, sin contenerse, como llora un niño al que se castiga.
Oyó los pasos del lacayo y se recobró y, ocultando el rostro, fingió que escribía.
—El ordenanza pide la contestación —anunció el lacayo.
—¿La contestación? —dijo Ana—. ¡Ah, sí! Que espere. Ya avisaré.
«¿Qué escribiré?», pensaba. «¿Qué puedo decidir por mí misma? ¿Sé yo acaso lo que quiero ni lo que deseo?».
Otra vez le pareció que su alma se desdoblaba. Asustada de aquel sentimiento, se aferró al primer pretexto de actividad que se le ofrecía para no pensar en sí misma.
«Debo ver a Alexis», se dijo mentalmente, refiriéndose a Vronsky, al que siempre llamaba así, «él podrá decirme lo que conviene hacer. Iré a casa de Betsy. Quizá le vea allí».
Olvidaba en absoluto que el día antes había dicho a Vronsky que no iría a casa de la princesa Tverskaya y que él había contestado que en tal caso no iría tampoco.
Se acercó a la mesa y escribió a su marido.
«He recibido su carta—. A».
Y llamando al lacayo, le dio la carta.
—Ya no nos vamos —dijo a Anuchka cuando ésta entró.
—¿Definitivamente?
—No; no deshagan los paquetes hasta mañana, y que me reserven el coche ahora. Voy a casa de la Princesa.
—¿Qué vestido debo preparar?
XVII
La reunión que iba a jugar la partida de cricket a la que la princesa Tverskaya había invitado a Ana consistía en dos señoras con sus admiradores.
Aquellas dos señoras representaban un nuevo y muy selecto círculo que se autodenominaba, a imitación de no se sabía qué, Les sept merveilles du monde6. A decir verdad, tales señoras pertenecían a una capa muy elevada de la sociedad, pero muy diferente a la que frecuentaba Ana. Además, el viejo Stremov, admirador de Lisa Merkalova y uno de los hombres más influyentes de San Petersburgo, era, ministerialmente, enemigo de Karenin. Por todas esas consideraciones, Ana no deseaba ir, y a esas consideraciones aludían las indirectas de la carta de la Princesa. Pero ahora se resolvió a acudir con la esperanza de encontrar a Vronsky.
Llegó a casa de la Tverskaya antes que los otros invitados.
En el momento en que entraba lo hacía también el lacayo de Vronsky, que, con sus patillas muy bien peinadas, casi parecía un caballero.
El criado se detuvo junto a la puerta y, quitándose su gorra de visera, le cedió el paso. Ana le reconoció y sólo entonces recordó que Vronsky le había dicho que no iría. Probablemente enviaba aviso de ello.
Mientras se quitaba el abrigo en el recibidor, Ana oyó que el lacayo decía, pronunciando las erres a la manera de las personas distinguidas:
—Para la señora Princesa, de parte del señor.
Ella habría querido preguntarle dónde estaba ahora su señor; habría querido volverse y darle una carta pidiendo a Vronsky que fuese a su casa o bien ir Ana misma a casa de él. Pero nada de lo que pensaba podía hacerse, porque ya sonaba la campanilla anunciando su llegada y ya el criado de la Princesa se colocaba, de pie, junto a la puerta abierta, esperando que Ana entrase en las habitaciones interiores.
—La Princesa está en el jardín. Ahora mismo la avisan. ¿Acaso la señora desea pasar al jardín? —dijo otro lacayo en la siguiente estancia.
Sentía la misma impresión de inseguridad y vaguedad que sintiera en su casa. Era imposible ver a Vronsky; había que continuar aquí, en esta sociedad tan ajena y distante de su estado de ánimo.
Ana llevaba el vestido que sabía que le sentaba mejor; no estaba sola; la rodeaba ese ambiente de ociosidad suntuosa que le era habitual, y en ella se sentía más a gusto que en su casa, pues aquí no tenía que discurrir sobre lo que había de hacer. Aquí todo se hacía solo.
Cuando Betsy salió a recibirla, vestida de blanco y con una elegancia que la sorprendió, Ana le sonrió como siempre. A la princesa Tverskaya la acompañaban Tuchkevich y una señorita pariente suya que, con gran satisfacción de sus provincianos padres, pasaba el verano en casa de la célebre princesa.
Ana debía de tener un aspecto especial, porque Betsy manifestó notarlo en seguida.
—He dormido mal —repuso Ana, mientras miraba al lacayo que se les acercaba y que, como ella supusiera, traía la carta de Vronsky.
—¡Cuánto me alegro de que haya venido usted! —dijo Betsy—. Me siento fatigada. Quiero tomarme una taza de té mientras llegan los demás. Usted —dijo a Tuchkevich— podría ir con Macha a ver cómo está el campo de cricket, ahí, donde han cortado la hierba. Entre tanto, nosotras podremos hacernos confidencias durante el té. We’ll have a cosy chat7, ¿verdad? —sonrió a Ana, mientras le apretaba la mano con que ésta sujetaba la sombrilla.
—Pero no puedo quedarme mucho rato. Tengo que visitar a la vieja Vrede. Hace un siglo que se lo tengo prometido.
La mentira, tan ajena a su carácter, le resultaba ahora tan sencilla y natural en sociedad que hasta le daba placer. No habría podido explicarse por qué lo había dicho, ya que un segundo antes ni siquiera pensaba en ello. En realidad, sólo la movía el pensamiento de que, como Vronsky no estaba allí, debía asegurarse su libertad para poder verle. Pero decir por qué precisamente había nombrado a la vieja dama de honor, a la que no tenía más motivo de visitar que a muchas otras, era imposible para Ana. Sin embargo, resultó después que, por muchos medios que hubiese imaginado para ver a Vronsky, no habría podido dar con ninguno mejor.
—De ningún modo le dejaré marchar —repuso Betsy, escrutando el rostro de Ana—. Le aseguro que me molestaría con usted si no fuera por lo que la quiero. Parece que teme usted que el trato conmigo pueda comprometerla. Hagan el favor de servirnos el té en el saloncito —ordenó, entornando los ojos, como hacía siempre que hablaba a los criados.
Y tomando la carta la leyó.
—Alexis nos ha jugado una mala partida —dijo en francés—. Me escribe que no puede venir —añadió con un acento tan natural como si no pensara ni remotamente en que el cricket pudiera tener para Vronsky otro significado que el de ver a Ana.
Ana sabía que Betsy estaba enterada de todo, pero al oírla hablar así de Vronsky en presencia suya quiso persuadirse por un momento de que Betsy no sabía nada.
—¡Oh! —dijo Ana, con indiferencia, sonriendo y como si ello le interesara poco—. ¿Cómo puede su trato comprometer a nadie?
Aquel juego de palabras, aquel ocultamiento de secretos, tenía para Ana, como para todas las mujeres, muchos atractivos. No era la necesidad de ocultar ni el fin para el que se fingía, sino el proceso del fingimiento en sí lo que le agradaba.
—Yo no puedo ser más papista que el Papa —agregó—. Lisa Merkalova y Stremov son la crema de la sociedad. Además, a ellos los reciben en todas partes, y yo —y subrayó el yo— nunca he sido intolerante y severa. No me ha quedado tiempo para ello.
—¿Acaso no quiere usted encontrarse con Stremov? Déjele que rompa lanzas con su marido en la comisión. A nosotras no nos importa eso. Como hombre de mundo, es el más amable que conozco y un apasionado jugador de cricket, ya lo verá. Y a pesar de su ridícula situación de viejo galanteador de Lisa, hay que ver lo bien que afronta la situación. ¡Es un hombre simpatiquísimo! ¿No conoce usted a Safo Stolz? Es de un estilo nuevo, nuevo completamente.
Mientras Betsy hablaba así, Ana comprendía, por su mirada alegre e inteligente, que su amiga adivinaba en parte su situación y estaba tratando de inventar algo para ayudarla. Ahora se hallaban en el saloncito.
—Entre tanto escribiré a Alexis —dijo Betsy.
Se sentó ante una mesa, escribió unas líneas en un papel y lo puso en un sobre.
—Le digo que venga a comer; si no, una de las señoras se quedará sin caballero. Espere, verá usted cómo le convenzo. Perdone que la deje sola un instante. Le suplico que me cierre la carta —dijo desde la puerta—. Yo tengo que dar algunas órdenes...
Ana, sin un instante de vacilación, se sentó a la mesa y escribió al pie de la carta de Betsy, sin leerla:
Necesito verle. Espéreme al lado del jardín de Vrede. Estaré allí a las seis.
Cerró la carta y Betsy, al volver, la entregó en presencia suya para que la llevasen.
Efectivamente, durante el té que sirvieron en una mesa bandeja en el saloncito, muy fresco entonces, entre las dos mujeres medió a cosy chat que había prometido la Tverskaya antes de que llegaran los invitados. Comenzaron a pasar revista a los que esperaban y la conversación se detuvo en Lisa Merkalova.
—Es muy agradable; siempre he simpatizado con ella —decía Ana.
—Hace usted bien en apreciarla. Lisa también la quiere mucho a usted. Ayer se me acercó después de las carreras, desesperada porque no la pudo ver. Dice que es usted una verdadera heroína de novela y que si ella fuera hombre habría cometido por usted mil locuras. Stremov le contesta siempre que ya las comete sin necesidad de serlo.
—Dígame, se lo ruego, porque no lo he comprendido nunca... —insinuó Ana, tras un corto silencio, con acento que indicaba claramente que lo que preguntaba era más importante para ella de lo que parecía—. Dígame, se lo ruego: ¿qué clase de relaciones hay entre Lisa y el príncipe Kaluchsky? Ese a quien llaman Michka... ¡Apenas les he visto nunca juntos! ¿Qué hay entre ellos?
Betsy, sonriendo con los ojos, miró atentamente a Ana.
—Es un nuevo estilo —dijo—. Todas lo han adoptado... Se han liado la manta a la cabeza. Ahora, que hay muchos modos de liársela...
—Sí, ya; pero ¿qué relaciones mantiene con el príncipe Kaluchsky?
Betsy, súbitamente, rompió a reír con jovialidad y sin contenerse, lo que le acontecía muy contadas veces.
—Invade usted los dominios de la princesa Miágkaya. ¡Vaya una pregunta de niño travieso! —y Betsy, a pesar de sus esfuerzos, no pudo contenerse y estalló al fin en una risa contagiosa propia de la gente que ríe poco.
—¡Habría que preguntárselo a ellos! —añadió a través de las lágrimas que la risa arrancaba a sus ojos.
—Usted ríe —dijo Ana, contagiada contra su voluntad por aquella risa—, pero yo no he podido comprenderlo nunca. No comprendo el papel del marido...
—¿El marido? El marido de Lisa Merkalova lleva a su esposa la manta de viaje y se desvive por atenderla. En cuanto a lo demás, nadie quiere darse por enterado. ¿Usted sabe? En la sociedad selecta no se habla, ni se piensa siquiera, en ciertos detalles de tocador... En esto sucede lo mismo...
—¿Asistirá usted a la fiesta de Rolandaky? —preguntó Ana para cambiar de conversación.
—Creo que no —repuso Betsy sin mirar a su amiga.
Y comenzó a llenar de té aromático las pequeñas tazas transparentes. Luego acercó una taza a Ana, sacó un cigarrillo y, ajustándolo a una boquilla de plata, empezó a fumar.
—¿Ve usted? Yo soy feliz —dijo, sin reír ya, sosteniendo su taza en la mano—. La comprendo a usted y comprendo a Lisa. Lisa es una de esas naturalezas ingenuas que no distinguen el bien del mal. Al menos, no lo comprenden mientras son jóvenes. Además, ahora sabe que esa ignorancia le conviene y tal vez ponga en ello alguna intención... —agregó Betsy, con fina sonrisa—. Sea lo que sea, le interesa no comprenderlo. Vera usted: una misma cosa se puede mirar desde un punto de vista trágico, convirtiéndola en un tormento, como cabe mirarla con sencillez y hasta con alegría. Acaso usted se incline a considerar las cosas demasiado trágicamente...
—Quisiera conocer a los demás como a mí misma —dijo Ana, seria y reconcentrada—. ¿Seré peor o mejor que las demás? Yo creo que peor...
—¡Es usted una niña! ¡Una verdadera niña! —exclamó Betsy—. ¡Mire: ya vienen!
XVIII
Se oyeron pasos, una voz de hombre, luego otra femenina y risas, y a continuación entraron los invitados que se esperaban: Safo Stolz y un joven llamado Vaska, radiante, rebosando salud, y en quien se advertía que le aprovechaba la nutrición de carne cruda, trufas y vino de Borgoña.
Vaska saludó a las señoras y las miró, pero sólo por un momento. Entró en el salón siguiendo a Safo y ya en él la siguió constantemente, sin apartar de ella sus brillantes ojos, como si quisiera comérsela.
Safo Stolz era una rubia de ojos negros. Entró andando a pasos rápidos y menudos sobre sus pies calzados con zapatitos de altos tacones y estrechó fuertemente, como un hombre, las manos de las señoras.
Ana no había visto nunca hasta entonces a esta nueva celebridad y le sorprendían tanto su belleza como la exageración de su vestido y el atrevimiento de sus modales. Con sus cabellos propios y los postizos, de un color suavemente dorado, se había levantado un monumento tal de peinados sobre su cabeza que ésta había adquirido un volumen casi mayor que el del busto, bien modelado y firme y bastante escotado por delante. Sus movimientos, al caminar, eran tan impetuosos que a cada uno de ellos se dibujaban bajo su vestido las formas de sus rodillas y de la parte superior de sus piernas. Involuntariamente, el que la veía se preguntaba dónde, en aquella mole artificial, empezaba y terminaba su lindo cuerpo, menudo y bien formado, de movimientos vivos, tan descubierto por delante y tan disimulado y envuelto por debajo y por detrás.
Betsy se apresuró a presentarlas.
—¿No sabe? Casi hemos aplastado a dos soldados —empezó Safo a contar en seguida, haciendo guiños con los ojos, sonriendo y echando hacia atrás la cola de su vestido, que había quedado algo torcida—. He venido con Vaska... ¡Ah, sí!, es verdad que no se conocen. Se me olvidaba.
Y, después de nombrar a la familia del joven, le presentó. Ruborizándose de su indiscreción al llamarle Vaska ante una señora desconocida, rió sonoramente.
Vaska saludó a Ana una vez más, pero ella, sin decirle nada, se dirigió a Safo:
—Ha perdido usted la apuesta. Hemos llegado antes. Págueme —dijo, sonriendo.
Safo rió con más júbilo aún.
—Supongo que no pretenderá que lo haga ahora —dijo.
—Es igual... Lo recibiré luego...
—Bueno, bueno... ¡Ah! —dijo Safo, dirigiéndose a Betsy—. Se me olvidaba decirle que le he traído un invitado: mírelo.
El inesperado y joven invitado al que Safo había traído y olvidara presentar, era, sin embargo, un huésped tan importante que, a pesar de su juventud, ambas señoras se levantaron para saludarle.
Era el nuevo admirador de Safo y, como Vaska, la cortejaba también.
Llegaron luego el príncipe Kaluchsky y Lisa Merkalova con Stremov. Lisa era una morena delgada, de tipo y rostro orientales, indolente, de hermosos ojos enigmáticos, según todos decían. Su oscuro vestido armonizaba con su belleza, como Ana notó con agrado en seguida. Todo lo que Safo tenía de brusca y viva, lo tenía Lisa de suave y negligente. Pero para el gusto de Ana, Lisa resultaba mucho más atractiva,
Betsy aseguraba a Ana que Lisa era como un niño ignorante, pero Ana al verla comprendió que Betsy no decía verdad. Lisa era en efecto una mujer viciosa e ignorante, pero suave y resignada. Su estilo, eso sí, era el de Safo: como a Safo, la seguían, cual cosidos a ella, dos admiradores devorándola con los ojos, uno joven y otro viejo; pero había en Lisa algo superior a lo que la rodeaba; algo que era como el resplandor brillante de aguas puras entre un montón de vidrios vulgares.
Aquel resplandor brotaba de sus hermosos ojos, verdaderamente enigmáticos. La mirada cansada y al mismo tiempo llena de pasión de aquellos ojos rodeados de un círculo oscuro sorprendía por su absoluta sinceridad. Mirando sus ojos, sentíase la impresión de conocerla toda y, una vez conocida, parecía imposible no amarla.
Al ver a Ana, su rostro se iluminó con una clara sonrisa.
—Celebro mucho conocerla —dijo, acercándose a ella—. Ayer, en las carreras, intenté acercarme hasta usted, pero ya se había ido. Tenía mucho interés en verla, y precisamente ayer. ¿Verdad que fue una cosa terrible? —dijo mirando a Ana con una expresión que parecía descubrir toda su alma.
—Sí. Nunca me imaginé que una cosa así pudiera ser tan emocionante —contestó Ana ruborizándose.
Los invitados se levantaron en aquel momento para salir al jardín.
—Yo no voy —dijo Lisa, sonriendo y sentándose al lado de Ana—. ¿Usted no va tampoco? ¡Mire que gustarles jugar al cricket!
—A mí me gusta —aseguró Ana.
—¿Cómo se arregla para no aburrirse? Sólo con mirarla a usted, ya se siente uno alegre. Usted vive y yo me aburro.
—¿Se aburre usted, que pertenece a la sociedad más animada de la capital? —preguntó Ana.
—Acaso los que no son de nuestro círculo se aburran aún más, pero nosotros, y desde luego yo, nos aburrimos... Me aburro horriblemente...
Safo encendió un cigarrillo y salió al jardín con dos de los jóvenes. Betsy y Stremov quedaron ante las tazas de té.
—Sí: ¡qué aburrido es todo! —dijo Betsy—. Pero Safo dice que ayer se divirtieron mucho en su casa.
—¡Pero si fue aburridísimo! —afirmó Lisa Merkalova—. Fuimos todos a mi casa después de las carreras. ¡Y siempre la misma gente, la misma, y siempre lo mismo!... Pasamos el tiempo tendidos en los divanes. ¿Hay alguna diversión en eso? No. ¿Qué hace usted para no aburrirse? —siguió, dirigiéndose a Ana de nuevo—. Basta mirarla para comprender que es usted una mujer que puede ser feliz o desgraciada, pero que no se aburre. Dígame, ¿cómo se arregla para ello?
—No hago nada —contestó Ana ruborizándose ante preguntas tan llenas de equívoco.
—Es el mejor modo de no aburrirse —intervino Stremov.
Stremov era un hombre de unos cincuenta años, entrecano, lozano aún, muy feo, pero de rostro inteligente y de fuerte personalidad.
Lisa Merkalova era sobrina de su mujer y él pasaba con ella todas sus horas libres.
Ahora, al hallar a Ana Karenina, la esposa de su enemigo ministerial Alexis Alejandrovich, procuró, como hombre de mundo e inteligente, mostrarse especialmente amable con la mujer de su adversario.
—No hacer nada es el mejor remedio para no aburrirse —continuó sonriendo cortésmente—. Hace tiempo que le digo —añadió dirigiéndose a Lisa Merkalova— que para no sentir el aburrimiento lo mejor es no pensar que va a aburrirse. Es como cuando uno teme sufrir de insomnio: lo mejor es no pensar en que no va a dormir. Es esto precisamente lo que ha dicho Ana Arkadievna...
—Me habría gustado decirlo, porque no sólo es muy ingenioso, sino también la pura verdad —repuso Ana, sonriendo.
—Le ruego que me diga cómo ha de hacerse para dormir cuando se tiene sueño y para no aburrirse constantemente.
—Para dormir, lo mejor es haber trabajado, y para no aburrirse, también.
—¿Y para qué voy a trabajar si nadie necesita mi trabajo? Por eso finjo, a propósito, que no sé ni quiero trabajar.
—¡Es usted incorregible! —dijo Stremov, sin mirarla, volviéndose hacia Ana de nuevo.
Como veía pocas veces a Ana Karenina, no podía decirle más que vulgaridades, y ahora se las decía a propósito de su vuelta a San Petersburgo, preguntándole cuándo sería y hablándole del aprecio en que la tenía la condesa Lidia Ivanovna; pero se lo decía de un modo que demostraba el interés que tenía en hacérsele agradable y más aún en mostrarle su respeto.
Entró Tuchkevich anunciando que la reunión aguardaba a los jugadores para el cricket.
—¡No se vaya, por favor! —dijo Lisa, al enterarse de que Ana se iba.
Stremov unió su súplica a la de Lisa.
—Es un contraste demasiado vivo —dijo— pasar de esta reunión a casa de la vieja Vrede. Además, usted allí no será sino un motivo de murmuración, mientras que aquí inspira usted sentimientos mucho mejores. Es decir, completamente opuestos —concluyó Stremov.
Ana, indecisa, reflexionó un momento.
Las palabras lisonjeras de aquel hombre tan inteligente, la simpatía ingenua e infantil que le mostraba Lisa Merkalova, todo este ambiente habitual del gran mundo resultaba tan agradable en comparación con las terribles dificultades que la esperaban, que por un momento vaciló. ¿No sería mejor quedarse, alejando más, así, el espinoso instante de las explicaciones?
Pero recordando lo que la aguardaba luego, a solas en su casa, si no adoptaba una decisión, recordando aquel gesto, terrible para ella, con que se había asido los cabellos con las manos, se despidió y se fue.
XIX
Vronsky, a pesar de su vida en el gran mundo, aparentemente superficial, era un hombre que odiaba el desorden. En su primera juventud, estando todavía en el Cuerpo de Pajes, experimentó la humillación de una negativa cuando, habiéndose endeudado, pidió prestado dinero. Desde entonces procuró no colocarse nunca en una situación como aquélla.
Para ello, con cierta frecuencia, variable según las circunstancias, aunque generalmente unas cinco veces al año, se apartaba de la sociedad y ponía orden en todas sus cosas.
A esto lo llamaba hacer cuentas o faire la lessive8.
Al día siguiente de la cita se despertó tarde. Sin afeitarse ni bañarse, se vistió la guerrera blanca del uniforme de verano, puso sobre la mesa dinero, cartas y cuentas, y comenzó a ocuparse en ello.
Petrizky, que sabía que mientras efectuaba tal operación su amigo solía estar irritado, viéndole al despertar ocupado en el escritorio se vistió sin hacer ruido y se fue para no estorbarle.
Todo hombre sabe con detalle las complicaciones que le rodean y supone, sin querer, que esas complicadas condiciones y su aclaración son una particularidad personal suya, sin sospechar que los demás viven también entre condiciones personales tan complicadas como las propias.
Así le sucedía a Vronsky. Y, no sin orgullo íntimo y tampoco sin motivo, pensaba que cualquier otro, de haberse encontrado con tantas y tan grandes dificultades, se habría visto perdido y obligado a obrar del peor modo.
Vronsky, en cambio, comprendía que precisamente ahora debía estudiar el estado de sus asuntos y su situación para no complicar las cosas. Primero, y como más fácil, estudió los asuntos de dinero.
Con su letra menuda apuntó lo que debía sobre un pliego de papel de escribir. Sumó y halló que sus deudas alcanzaban diecisiete mil rublos y algunos centenares, de los que prescindió para más claridad. Luego contó su dinero y examinó las notas del banco, y halló que sólo poseía mil ochocientos rublos y que no tendría ingreso alguno hasta año nuevo.
Volvió a leer la lista de deudas y la copió, dividiéndola en tres categorías. A la primera categoría pertenecían las que había de pagar en seguida o para las cuales, por lo menos, había de tener el dinero preparado por no permitir su pago ni un minuto de dilación.
Estas deudas ascendían a unos cuatro mil rublos. Mil quinientos por el caballo y dos mil quinientos de una fianza por su joven compañero Venevsky, que en presencia suya los había perdido jugando con un tramposo. Vronsky había querido pagar el dinero en el momento, puesto que lo llevaba encima, pero Venevsky y Jachvin insistieron en que pagarían ellos y no Vronsky, que no jugaba.
Todo ello estaba muy bien, pero Vronsky sabía que con motivo de aquel sucio negocio, y a pesar de no haber tenido en él otra participación que el responder de palabra por Venevsky, tenía que tener preparados dos mil quinientos rublos para echárselos al rostro al fullero y no discutir más con él.
De modo que para esta primera y principal clase de deudas necesitaba disponer de cuatro mil rublos. Otro grupo, de ocho mil, comprendía deudas también importantes, en su mayoría relativas a su cuadra de carreras: el proveedor de heno y avena, el inglés, el guarnicionero, etc. De éstas, necesitaba pagar al menos dos mil rublos si quería quedar tranquilo. Y quedaba la última clase de débitos —tiendas, hoteles, sastre, etcétera— de los que no tenía que preocuparse.
Necesitaba, de todos modos, un mínimo de seis mil rublos para los gastos corrientes y sólo poseía mil ochocientos. Para un hombre con cien mil de renta, como todos le atribuían, parecía que no había de tener importancia. Pero en realidad no poseía los cien mil rublos. Los inmensos bienes de su padre, que representaban por sí solos doscientos mil, eran propiedad indivisa de los dos hermanos. Cuando su hermano mayor, cargado de deudas, se casó con la princesa Varia Chirkova, hija de un decembrista9, sin dinero alguno, Alexis le cedió todas las rentas de la propiedad de su padre, reservándose únicamente veinticinco mil rublos al año. Vronsky dijo entonces a su hermano que le bastaría con este dinero mientras no se casara, lo que probablemente no haría nunca. Y su hermano, comandante, por aquellos días, de uno de los regimientos de lanceros más caros para un aristócrata y recién casado, no pudo rechazar aquel regalo.
Su madre, que poseía un capital propio, daba a Alexis anualmente veinte mil rublos más, que, añadidos a aquellos veinticinco mil, no bastaban aún para sus gastos. Últimamente, habiendo su madre discutido con él por su marcha de Moscú y sus relaciones con Ana, dejó de enviarle dinero. Como consecuencia, estando Vronsky acostumbrado a gastar cuarenta y cinco mil rublos anuales y no habiendo recibido este año más que veinticinco mil, se encontraba en una situación algo apurada. No había que pensar en recurrir a su madre. La última carta de ella, recibida el día antes, le irritó aún más, porque contenía la insinuación de que estaba dispuesta a ayudarle para que obtuviera éxitos en el mundo y en su carrera, pero no para que llevase aquella vida que escandalizaba a toda la buena sociedad.
Aquella tentativa de su madre para comprarle le ofendió hasta lo más profundo de su alma y enfrió todavía más el poco afecto que sentía por ella.
No podía, sin embargo, desdecirse de su generosidad hacia su hermano, a pesar de presentir ahora vagamente, previendo alguna posibilidad de nuevos gastos en sus relaciones con la Karenina, que aquella generosidad había sido concedida demasiado irreflexivamente; y que él, aun soltero, podía tener muy bien necesidad de los cien mil rublos de renta.
Era imposible, sin embargo, retirar la palabra dada. Le bastaba recordar a la mujer de su hermano, la dulce y simpática Varia, que le hacía presente siempre que venía al caso cuánto estimaba su generosidad y cuánto le apreciaba, para que Vronsky se sintiera en la imposibilidad de dar el menor paso en aquel sentido. Hacerlo le parecía entonces tan imposible como pegar a una mujer, robar o mentir.
Lo que sí podía y debía hacer, y así lo decidió Vronsky inmediatamente, sin ninguna vacilación, era pedir diez mil rublos a un usurero, cosa que encontraría sin dificultad, disminuir sus gastos generales y vender su cuadra de carreras. Esto resuelto, envió en seguida una carta a Rolandaky, que le había ofrecido más de una vez comprarle los caballos, mandó buscar al inglés y a un usurero e hizo cuentas sobre el dinero que tenía. Terminados todos estos asuntos escribió a su madre dándole una respuesta áspera y fría. Sacó al fin de la cartera tres notas de Ana, las quemó y quedó pensativo al recordar la conversación sostenida el día anterior con ella.
XX
La vida de Vronsky era tanto más feliz cuanto que poseía un código particular de reglas que definían lo que debía y no debía hacer.
Este código contenía las reglas en un número muy limitado, y Vronsky, dentro de ese círculo, no vacilaba un momento en hacer lo que debía.
Sus reglas definían claramente que debía pagar a los fulleros y no al sastre; que no debía mentir a los hombres, aunque sí podía mentir a las mujeres; que no era lícito engañar a nadie, mas sí a los maridos; que era imposible perdonar las ofensas y que estaba permitido ofender, etc. Tales reglas podían ser ilógicas y malas, pero eran concretas, y Vronsky, cumpliéndolas, se sentía tranquilo y con derecho a llevar la cabeza muy alta.
Pero últimamente, a causa de sus relaciones con Ana, Vronsky empezaba a notar que el código de sus reglas de vida no preveía todas las posibilidades y que se le presentaban en el futuro complicaciones y dudas, y que para vencerlas no hallaba el hilo conductor que le guiara.
Sus relaciones del momento con Ana y su marido se le aparecían sencillas y claras, y el código que le servía de norma las definía con precisión.
Ella era una mujer honrada que le había hecho presente de su amor y que, por tanto, puesto que él, además, la amaba, merecía su máximo respeto: tanto, si no más, como habría merecido su mujer legal. Antes se habría dejado cortar una mano que permitirse, ni siquiera a sí mismo, ni aun con una palabra, no sólo ofenderla, sino no guardarle todo el respeto que puede exigir una mujer.
Sus relaciones con la sociedad también eran claras. Todos podían sospechar y saberlo, pero nadie debía atreverse a decírselo. De lo contrario, estaba dispuesto a hacer callar a los que hablasen y a obligarles a respetar el inexistente honor de la mujer a quien amaba.
Sus relaciones con el marido eran más claras aún. Puesto que Ana quería a Vronsky, él consideraba su derecho a ella indiscutible. El marido no era más que un personaje engorroso que estaba de sobra. Cierto que se hallaba en una situación lamentable, pero ¿qué podía hacerse? A lo único que el marido tenía derecho era a exigirle una satisfacción con las armas, a lo que Vronsky se había sentido siempre dispuesto.
Últimamente habían surgido, sin embargo, entre él y Ana relaciones nuevas que le asustaban por su aspecto indefinido.
Hasta ayer, ella no le había dicho que estaba embarazada. Y Vronsky comprendió que esta noticia, y lo que Ana esperase de él, exigían algo que no estaba previsto en el código que regulaba su vida. La noticia, en efecto, le había cogido desprevenido. Al principio de anunciarle ella su estado, el corazón de Vronsky le dictó que Ana debía abandonar a su marido, y así se lo había manifestado. Pero ahora, al reflexionar, comprendió que era preferible no hacerlo, sin dejar de temer obrar mal al pensarlo.
«Si le he dicho que deje a su marido, ello significa que ha de unirse a mí. ¿Y estoy en condiciones de hacerlo? ¿Cómo puedo mantenerla si no tengo dinero? Pero supongamos que arreglo esa cuestión material. ¿Cómo llevármela si tengo que ocuparme de mi carrera? Para decirle eso tenía que haber estado preparado antes: es decir, tener dinero y pedir el retiro».
Quedó pensativo. La cuestión de si debía o no pedir el retiro le hizo meditar en otro interés secreto de su vida, sólo conocido para él, pero que era el principal estímulo que le guiaba: la ambición, ilusión acariciada desde su infancia y su juventud. Y su ambición, que ni a sí mismo se confesaba, era tan fuerte que aun ahora mismo luchaba con su amor. Sus primeros pasos en el mundo y en su carrera habían sido afortunados; pero dos años antes había cometido un gran error: queriendo demostrar su independencia y ascender más, renunció a un cargo que le ofrecían, esperando que la negativa le daría más valor aún.
Pero resultó que había sido demasiado audaz y le dejaron de lado; y comoquiera que, a pesar suyo, se había creado con ello la posición de un hombre independiente, la soportaba lo mejor que podía, con inteligencia y sagacidad, procediendo como si no se sintiera ofendido por nadie y no deseara otra cosa que vivir tranquilo su alegre existencia.
Pero la verdad era que desde que el año pasado había vuelto de Moscú ya no se sentía alegre. Notaba que aquella posición independiente de hombre que lo ha podido tener todo y no quiere nada perdía mérito y que muchos empezaban ya a pensar que nunca habría conseguido otra cosa que ser un joven bueno y honorable.
Sus relaciones con la Karenina, que habían provocado tantos comentarios, atrajeron sobre él la atención general y le dieron un nuevo brillo, en que se calmó por algún tiempo el gusano de la ambición que le roía.
Mas, desde hacía una semana, aquel gusano despertaba con nuevo brío. Un amigo de la infancia, hombre de su misma sociedad y círculo, camarada suyo en el cuerpo de cadetes, y oficial de la misma promoción, Serpujovskoy, con el que Vronsky rivalizara en las clases, en el gimnasio, en las diabluras y en las ilusiones ambiciosas, aquel amigo había vuelto en aquellos días del Asia central, habiendo logrado allí dos ascensos seguidos, distinción pocas veces obtenida por los militares tan jóvenes.
En cuanto Serpujovskoy llegó a San Petersburgo, empezó a hablarse de él como de una estrella de primera magnitud en curso ascendente.
De la misma edad de Vronsky y perteneciente a la misma promoción, Serpujovskoy era ya general y esperaba un nombramiento que le diese autoridad en los asuntos públicos, mientras que Vronsky, aunque independiente, brillante y amado por una admirable mujer, no era más que un simple capitán de caballería al que se le dejaba ser tan libre como quisiera.
«Por supuesto, no envidio ni puedo envidiar a Serpujovskoy», pensó, «pero su elevación me demuestra que hay que moverse y que entonces la carrera de un hombre como yo puede ser muy rápida. Hace años, él estaba en mi misma situación. Si pido el retiro, quemo mis naves. Quedándome en el servicio, no pierdo nada. Ana misma me ha dicho que no quiere alterar mi situación. Y yo, poseyendo su amor, no tengo nada que envidiar a Serpujovskoy».
Atusándose lentamente los bigotes, se levantó y comenzó a pasear por la habitación. Sus ojos brillaban vivamente. Se sentía en aquel estado de ánimo fuerte, tranquilo y alegre que tenía siempre después de aclarar su situación. Todo estaba tan neto y despejado como sus deudas después de haberlas revisado. Vronsky se afeitó, tomó un baño frío, se vistió y se fue.