De cómo descubro que yo no soy yo

(Sueño de una tarde de primavera)

Me he sentado ante mi escritorio lleno de libros, de diccionarios sobre todo, y de papeles. Hace una tarde de primavera luminosa, el cielo aun en lo alto pero sin que el calor abrume. Luminosa y fragante: hasta mí llega el penetrante aroma de la flor de azahar. Hasta el límite cercano del horizonte, antes de las sierras, campos de naranjos con sus blancas canas de azahar, entremezclados con otros de almendros de flores violáceas. Como en otras ocasiones el aroma del azahar despierta con viva punzada mi nostalgia de cuando era un niño toledano allá por los años 30, rayando con los 40, un niño en cuya casa había un naranjo pequeño y raquítico, realmente lamentable, pero que me fascinaba por ser el único del pueblo y, estaba seguro, de toda la provincia, si no de toda Castilla. Aquel endeble naranjito desterrado en frías tierras de pan llevar, lejos de su cálido terruño mediterráneo, daba algunas florecillas de azahar que se amustiaban pronto, aunque yo me imaginaba que perfumaban el pueblo entero, y que, pese a los cuidados que prodigaba al arbolito, con buen estiércol y abundantes riegos, no maduraban nunca en redondos y amarillos frutos. El naranjito — no mediría más de metro y medio— terminó por agostarse, por lo que alguien, no yo, no habría podido, lo arrancó de cuajo y lo tiró al estercolero. Sólo me quedó, me queda aun, la nostalgia imborrable de su tierra soñada, la que ahora tengo presente ante mis ojos y activa en mis células olfatorias con esta vaharada mareante de aroma de azahar que me envuelve como una nubecilla soñolienta. Bajo su efecto, mientras contemplo a través del balcón-terraza los verdes naranjales moteados de blancura y mi vista se alarga perezosamente hasta los serrijones del Maestrazgo, mi ánimo adormecido vuela vertiginoso hacia las tierras secas de Castilla, hacia el pueblo en que vi la primera luz del mundo. Mi imaginación se esfuerza en la búsqueda imposible de un chicuelo de ojos muy azules que debe de andar ahora por la última infancia o la primera adolescencia, moviéndose levemente en la neblinosa región del tiempo, quizá absorto en un instante eternizado por la memoria. Recostado en mi sillón, arrastrado por irresistible duermevela, me voy sumergiendo blandamente en el sueño de una tarde de primavera que me...

I. ALLEGRO APPASIONATO 1

He sacado la foto del fondo de la caja de cartón donde mi madre guardaba los recuerdos familiares. Hace quizá treinta años que no la veía. ¿Qué digo treinta años? Quizá siglos. Parece todo tan remoto. ¿Cómo es posible?

Es un niño de ojos azules, muy azules. Aunque la foto es en blanco y negro, se ve por el resplandor irisado de la mirada. Además, lo sé. Son los míos, no han cambiado. No, no es cierto: han cambiado. ¿Cómo puedo atreverme a decir que son los míos? Da vértigo sólo pensarlo. La insondable sima que media entre los dos y que no puedo franquear se abre ante mí: la siento como unas fauces que quisieran tragarme. Se pierde el sentido en esa región irrespirable.

La verdad es que él los tenía mucho más azules que yo. O acaso sea que su rostro redondo e inocente casaba mejor con su mirada azul que mi rostro duro de barba y áspero de los rasgos de la edad. Esa mirada azul le daba —le da— un aire soñador que iba muy bien, por lo que sé, con su temperamento dado a lo nebuloso y romántico, propicio a las ensoñaciones y a la imaginación solipsista. No hay duda: este rostro tiene un halo. Un halo que traza la mirada. Porque la mirada le da al rostro un toque levemente fosforescente, desdibujando sus límites. (Ya adulto y sin la gracia del niño, esa mirada me ha salvado a veces de cierta ordinariez de mis rasgos faciales, haciendo que el que me mira vea sobre todo mi mirada).

Es una foto que yo diría de carnet, aunque entonces —principios de los años 40 de ese apasionante y desgraciado siglo XX, tal vez el más criminal de la historia humana— no creo que se hicieran diferencias entre fotos de carnet y fotos normales. Lo que sí sé —por el marchamo estampado detrás de la foto— es que se hizo en la ciudad de Toledo, en un estudio fotográfico de su moruna plaza de Zocodover. ¿La razón de la foto era el entonces llamado “examen de ingreso” en el bachillerato? Por la edad del chicuelo, que calculo en los 12, tal vez 13 años, supongo que no. Quizás no hubo un motivo particular para la foto. Simplemente la madre aprovechó un viaje a Toledo para que se la hicieran y así conservar una imagen del hijo a esa edad: en aquel “tiempo de silencio” era muy raro que un fotógrafo se aventurara por un miserable pueblo, toledano o de otra provincia.

Pero observemos al niño. Sobre los ojos azules una frente ancha y despejada. Debajo, en medio del fino óvalo del semblante, una nariz recta (¿quién carajo me la torció después a mí, para tallarme esta cara de boxeador castigado que me sale en mis peores momentos? ¿el dedo índice de mi mano derecha, cochina costumbre de adolescente?). Bajo la boca bien dibujada, pero con un labio superior un poco demasiado delgado, un mentón redondeado. A ambos lados, unas orejas proporcionadas que aun no se han puesto, como las mías, a emular en tamaño a las de su padre, quiero decir de nuestro padre, de él y mío al mismo tiempo. El pelo es todavía castaño claro, tirando muy ligeramente a rubio, lo que le valió el que su abuelo paterno, como testimonia una bella carta de los primeros años 30 dirigida a sus (mis) padres que ha llegado hasta mí, le llamara “el canito”. (Había también una muestra de ese pelo, efectivamente castaño claro, que su madre guardaba en una especie de relicario, hoy perdido).

En toda la expresión del semblante trasparece el carácter introvertido del niño, la hiperestésica intimidad que habrá de acarrearle una de esas pavorosas timideces infantiles que amurallan una vida humana y que se prolongará hasta bien entrada la juventud haciéndole —haciéndonos más bien, a él y a mí— pasar malísimos ratos, entre la angustia y la vergüenza, y creándonos conflictivas situaciones, fuente de errores y de malas (objetivamente) acciones: él aun no sabía lo que yo hube de aprender más tarde, a costa de más de un trastazo y descalabro moral con trabajo y pena asumido: que en este mundo el mal se hace muchas más veces sin querer que queriendo).

Me atrevería a decir que este rostro es muy musical. Yo sé que a esa edad ya había oído el niño con notable placer la Novena (no hace falta decir qué y de quién: en todo caso no la de la iglesia, donde ya no ponía los pies). Su madre contaba que a los dos o tres años balbuceaba absorto no se sabe qué melodía o melopea y que para hacerle comer había que entonar cualquier aire musical: la boca se le abría inmediatamente (de pasmo, no de hambre, supongo). Tiene también este rostro ligeramente deslumbrado un aire de asumida tristeza que debe de venirle de sus experiencias aun muy recientes de la guerra civil, que el niño vivió muy a menudo al ritmo de la cara triste y llorosa de su madre, acongojada por el peligro que corría la vida de su marido a manos de la justicia (?) militar franquista.

Pero a través de este tenue velo de tristeza se adivina una sensualidad muy viva aunque mansa e introvertida. Seguramente ha comenzado ya a practicar eso que los curas tachan ominosamente de “vicio de Onán” (¿por qué vicio una cosa tan natural y agradable?). “Vicio”. que de todos modos alterna, pese a su abrumadora timidez —pero ¿no son los tímidos los al final más audaces?—, con el sobo inexperto a las chicas de su edad —las niñeras mayores no son ya para él objeto de juego erótico y ahora no puede aprovecharse, como cuando tenía cinco o seis años, de su regocijada o ladina complicidad.

Pienso que daría cualquier cosa por que este chicuelo suavemente triste y sensual volviera a encarnar en un cuerpo aéreo. Si consiguiera sacarlo de ese pozo sin fondo del tiempo en el que se ha quedado flotando inmóvil... Si querer fuera poder... La supertecnología moderna aun no ha inventado la máquina de reviviscencia del pasado que algún día inventará, no me cabe la menor duda (inventar por inventar, esa prodigiosa aventura humana inventa todo). Pero yo ya no estaré, ni Azulejo tampoco, para ponerla en marcha. Queda solamente, ¡ay!, la poesía, ese poder de lo imposible que aun le cabe al simple mortal todavía no cibernetizado, ese poder que todo lo puede en el corazón del hombre. Quiera pues el corazón, mi corazón.

En la foto, que he puesto sobre mi mesa de despacho recostada en un diccionario, el rostro del niño parece despertar de repente de su inmóvil sueño de cartulina. Parpadean ligeramente sus ojos azules. Le miro intensamente, sin sorpresa. Me sonríe con todos sus labios y sus ojos. (Es un chicuelo gentil, bien parecido, qué duda cabe, un chicuelo que sabe sonreír con todo el rostro, pero suavemente, sin apenas gestos.) Le miro aun más intensamente, sin extrañeza pero maravillado. Es alguien a quien amo con todo mi ser pero al que tenía olvidado; hacía decenios que no lo veía, ni casi pensaba en él... Si tenía conciencia de él, si lo sentía era más bien como alguien extraño, alejadísimo de mí mismo, una especie de forma vacía con la que no sabía como relacionarme: alguien que me había precedido en el tiempo pero que había terminado desvaneciéndose en el éter transparente del pasado. La supuesta, evanescente o protocolaria identidad del yo no abría camino alguno perceptible, ni siquiera sensitivamente imaginable, entre mi existir de hombre maduro y el existir de un chicuelo que llevaba mi mismo nombre, pero del que sólo tenía recuerdos, no conexiones presentes, palpables, corporales: alguien que estaba dentro de mí pero enterrado, anulado, nulificado por el espesor de todo lo vivido en sesenta años lejos de él, de su viva presencia. Sólo la poesía hace lo imposible, el salto mortal a lo que ya no es. Adelante, Azulejo...

Parece como si el niño, desde el marco plano de la foto, me hablara. Veo moverse sus labios y oigo como un susurro. Me habla, seguro. Pero apenas entiendo. Acerco el rostro a la foto. Ahora sí...

EL NIÑO.— ¡Hola, viejo!

Ríe suavemente. Su voz es clara, bien timbrada. Quizá un poquitín chillona, mucho menos que la mía de adulto irritable y aun más de viejo regañón.

YO.— ¡Hola, chaval! Viejo, claro. ¿Y cómo no? Hace tantos años que no nos vemos... Y el tráfago idiota de la vida le hace a uno olvidarse de sus mejores amigos. Bueno, aunque te haya olvidado con frecuencia, tú eres uno de mis mejores amigos, quizá el mejor. No está mal que lo sepas.

EL NIÑO.— Pues ya podías pensar un poco más en mí.

Habla con una voz finita, casi inaudible, como si lo hiciera desde el fondo de un pozo sin muros. Me acerco aun más a la foto hasta casi rozarla con mi tuerta nariz.

EL NIÑO.— Ya veo que apenas me oyes. Soy una especie de Pulgarcito de papel. Bueno, por ti le voy a pedir al dios del tiempo que haga un esfuerzo y me saque de mi mundo plano. Que me devuelva el cuerpo y pueda pasar al mundo en que tú vives.

YO.— ¿Y cómo? ¿Hay algún medio?

EL NIÑO.— Claro que lo hay. Con tu ayuda, desde luego. Sólo tienes que hacer una cosa. Vuelve a mirarme intensamente, muy intensamente, concentra tu mirada y piensa en mí con todas tus fuerzas. Suéñame, si puedes.

YO.— Bien. Ya lo hago. No es difícil. ¿Tú crees que...?

EL NIÑO.— Espera un instante.

Me concentro, totalmente inmóvil, mi mirada en la suya. Deseando, queriendo con toda el alma.

EL NIÑO.— ¡Ya está!

La fina cartulina de la foto parece que empieza a desvanecerse, a diluirse como una nubecilla. La imagen del niño se diría que flota en el aire, mientras aumenta lentamente de tamaño y adquiere el espesor de la vida. Ahora observo que tiene una cabeza redonda, tirando ligeramente a ancha, con el pelo corto que le deja la frente despejada y luminosa. Pero, al crecer de tamaño y salirse de la foto, la cabeza infantil va recobrando el resto del cuerpo que había quedado fuera. Ahora debe de tener el chicuelo el tamaño de una botella pequeña, lo que le presta un curioso aire de duendecillo de cuento de Grimm. De pie sobre mi mesa de escribir, se sienta sonriendo sobre los dos tomos tumbados del María Moliner.

EL NIÑO.— Es un diccionario, ¿no?

YO.— Sí, el arma absoluta e imprescindible de todos los escritores de lengua castellana. En tus tiempos no existía aun.

EL NIÑO.— Yo, cuando era niño...

YO.— Pues ¿qué eres ahora?

EL NIÑO.— Bueno, si quieres, cuando era un peque. ¿No crees que a los doce años ya no se es un niño? Se es un chico, un chicuelo, un muchacho, como quieras. Pero no un niño.

Lo dice un poco amoscado, como si se sintiera herido en su dignidad de mozalbete onanista y sobador de chicuelas como él. Continúa:

EL NIÑO.— Cuando era un peque, tenía un grueso diccionario ilustrado; creo que había sido de mi tío Valentín, que era maestro como mi padre. Me divertía recorriendo en él el mundo, con sus mapas y sus fotos. Y recorriendo la lengua, de cabo a rabo y palabra por palabra. Todavía hoy lo hago con frecuencia.

YO.— De ahí me viene a mí la afición no desmentida a los diccionarios y enciclopedias. Todavía hoy suelo pasarme horas picoteando en ellos, ahora en varias lenguas. Viajando a salto de mata por las lenguas y por el mundo. Es un viejo vicio de la dispersión y la libertad imaginativas.

EL NIÑO.— Bueno, vicio o no, la verdad es que a mí me ayudan mucho. Mucho más que todos los libros de texto.

YO.— Claro, claro. Si no te lo reprocho. Hablaba por mí. Oye, ¿puedo darte un beso?

EL NIÑO.— Desde luego, hombre. No faltaba más. Al fin y al cabo somos familia cercana, ¿no?

Lo dice con una sonrisa levemente burlona y un guiño de los ojos azules. Me inclino sobre la mesa para darle un beso al duendecillo, que levanta el rostro desde su asiento diccionaril presentándome alternativamente sus dos rosadas mejillas donde empieza a emerger una casi imperceptible pelusa de barba. Pero algo como un temor oscuro me impide rozar siquiera su piel: ¿quizá el temor de que su cuerpecillo sea todo él como una pompa de jabón que estallaría al menor contacto externo?

Ahora observo que está vestido con un ligero jersey de punto de color marrón con rayas azules horizontales, del que sobresale en la parte superior el cuello de una blusa amarilla clara, abotonada hasta arriba. Lleva pantalones cortos de pana, con cinturón de tela. Y calza zapatos ligeros, casi sandalias, de color marrón, con calcetines blancos. El chiquillo se pone en pie y de un salto se instala sobre la paciente María Moliner, a quien no parece importarle servir de estrado o tarima al chico.

YO.— Aunque te subas sobre doña María, no por eso eres más alto. Parece que has dejado de crecer.

EL NIÑO.— Bueno, no depende de mí. Eres tú quien tiene que empujar con fuerza.

YO.— ¿Cómo empujar?

EL NIÑO.— Sí, es que eres tú el que me fuerza a crecer, como me has forzado a salir de la cartulina de la foto. Todo viene de tu ardiente deseo de verme volver a la vida en que tú te mueves, ya que tú no puedes meterte en la mía plana e inmóvil. El dios del tiempo, del que dependo, y tú también, claro, permite esa infracción a la regla.

YO.— O sea, que no eres tú quien lo desea.

EL NIÑO.— Yo lo puedo desear, pero no basta. El salto de mi mundo al tuyo lo doy porque tú lo quieres con todas tus fuerzas. De otro modo, igual que ha ocurrido en los últimos 58 años, sigo viviendo mi vida en el mundo plano del papel. No creas, no se está tan mal. Quizá se pierde en movilidad, lo reconozco, pero uno flota en una especie de felicidad inmóvil, algo así como un limbo de eternidad. Es igual que si un hombre se subiera a una bella nube de primavera y se perdiera flotando en su mundo multicolor y blando como el algodón.

YO.— Oye, ¿sabes que te expresas muy bien? Para tu edad...

EL NIÑO.— Bueno, debes de saber, y si no lo sabes te lo digo, que soy muy leído, como se dice. Desde muy pequeño devoraba la biblioteca de mi abuelo y de mi padre. Me tragaba todo: hasta un libraco de muchísimas páginas de un alemán que se llama algo así como Nathorp, una cosa sobre pedagogía que era de una pesadez... O la Historia de España, del padre Mariana, que es un tostón. Pero, sobre todo, muchos poetas. Y don Benito... Ah, don Benito es mi preferido, tengo toda la colección de los Episodios Nacionales, una que publicaron durante la República, con la bandera republicana en la portada. Hubo que esconderla en el aljibe para que no la cogieran los de Franco. Fíjate, tengo para años de lectura. Don Benito me gusta más que nadie. Ayer terminé de leer uno de sus episodios, La compaña del Maestrazgo. ¿La conoces?

YO.— Claro, la conozco y me apasiona.

EL NIÑO.— Pues yo la he leído hasta de noche, escondiéndome bajo las sábanas con una lamparita de mano para que no me regañe mi madre que dice que ya está bien de leer sin parar, que no es bueno para la salud. Y, sabes, la historia de la monja y del teniente carlista me ha hecho llorar, llorar como no he llorado nunca. Y soy muy llorón, te aseguro, sobre todo con algunos libros muy tristes. Esa historia de la monja y el teniente guerrillero... ¡Qué desastre! Es más triste que Romeo y Julieta y que La muerte del niño Muni.

YO.— Pues sí que sabes ya cosas. A los doce años no se suelen leer muchos libros de literatura.

EL NIÑO.— Oye, doce años no, que tengo ya trece. Bueno, es que tengo muchos libros de esos en la biblioteca de casa: dos grandes armarios de estantes llenos. Pero, no creas, me puedo leer todos. Mi padre y mi abuelo me dejan. Pero mi madre anda con ojo. No me deja leer cosas que ella cree que son malas para los niños. Hace un mes que me quitó de las manos un libro de un italiano que se llama El Decamerón. No he logrado leer ni dos páginas. Ahora lo busco por toda la casa pero no lo encuentro. ¿Tú lo has leído?

YO.— Pues verás, aunque parezca mentira, no te seguí en tu deseo de leer El Decamerón de Giovanni Bocaccio, así se llama su autor. Sólo mucho más tarde, a los sesenta años, ¿te das cuenta?, se me ocurrió hojearlo, en italiano, que ya había aprendido. Y, no sé por qué, no me interesó demasiado. ¡Qué cosas! Verdad que es un poco verde, ¿sabes lo que significa?

EL NIÑO.— Más o menos. Bien, quizá sea mejor que no lo lea. Aunque eso de que el libro sea un poco “verde”, pues me intriga. Pero, en cambio, don Benito, ese sí que lo voy a seguir leyendo. ¡Qué tío!

YO.— Dices muy bien, ¡qué tío! Yo lo leí mucho hasta los 20 o 25 años. Pero después, ¡no lo creerás!, de repente, ya metido en literaturas de vanguardia, quiero decir, tirando a complicadas y superferolíticas, le dejé abandonado a don Benito y hasta di en llamarle tontamente como le llamaban los poetas nuevos de antes de la guerra, “don Benito el garbancero”. ¡Qué error, chico! ¡qué tontería! Don Benito es el segundo después de don Miguel, ya sabes, de Cervantes, y el tercero es don Francisco, de Quevedo, si aun no le conoces. Así que sigue con él y en cuanto puedas lee el Quijote, que es muy divertido y está maravillosamente escrito, ¿entendido?

EL NIÑO.— No sé, es un libro muy gordo. Para mí. Por ahora sigo con los Episodios. Y con todos los demás que hay en la biblioteca de casa, son los únicos de que dispongo. Porque otros muchos se escondieron y no volvieron a aparecer, o también se los llevaron. ¡Vete a saber!

YO.— ¿No puedes adquirir otros libros?

EL NIÑO.— (Alzando los hombros) ¿Cómo quieres que los consiga? Yo no puedo moverme normalmente en tu mundo, que es en el que se venden y se compran libros, y todo lo demás. Sólo cuando tú me llamas con tu deseo más fuerte. Además, no puedo pedirle a mi padre que me compre libros que se hayan publicado después del verano de 1942, que es el de ahora, ¿comprendes?

YO.— Comprendo. Pero tú hablas con un lenguaje que a veces parece de los años 50, o incluso de los 60.

EL NIÑO.— Verás, la explicación está en que, aunque tú no me hayas llamado durante todos estos años, yo no he roto completamente la relación contigo; te he seguido más o menos de lejos en tus andanzas. Y una parte —no sé cuánta— de lo que tu leías y pensabas y sentías y escribías se volvía hasta mí y me enseñaba cosas que no podía alcanzar por mí mismo,

YO.— Pero ¿qué tipo de relación era ésa? ¿En qué existencia vivías?

EL NIÑO.— No podría decirte exactamente. ¿Qué existencia vive uno? ¿Acaso conoces tú realmente la existencia que vives?

El chicuelo hace una pausa, como reflexionando, y continúa:

EL NIÑO.— Si quieres, llamemos a la mía una existencia astral, ideal, extratemporal, cuatridimensional... Elige la palabra que más te cuadre. Pero te advierto que todo esto es aproximativo. Son cosas que me han llegado de ti, de los años en que andabas por Madrid, y también ya habías ido a París, y te interesabas por el existencialismo, ¿no es así? Fíjate que en este año mío, que es el de 1942, lo de existencialismo no creo que se diga aun en España. O, en todo caso, no en un villorrio toledano como el mío. Luego son cosas que tú me has retrocedido, no sé si se puede decir así... Pero dejémoslo, el hecho es que aquí estoy, todo enterito, aunque pequeño... Mira, las orejas... la nariz...

YO.— Por favor, no te metas el dedo en la nariz, que me la tuerces más, puñetero.

Ríe el chiquillo con cierta sorna.

EL NIÑO.— Ya la tienes torcida y bien torcida. No tiene remedio. La culpa la tienes tú, que te metías el dedo hasta el fondo. Yo, por mucho que lo meta, y lo hago con cierta frecuencia, es una manía, pues nada, no me la tuerzo. Pequeña y recta. Nada de lo que yo haga puede ya cambiarte el aspecto. Piensa tú qué hiciste en todos esos años que yo no he vivido para tenerla así, un poco aplastada hacia la derecha. No tanto, ¡eh!, no hay que exagerar. ¿No se te habrá puesto así por algún vicio secreto, como a Pinocho?

YO.— Pinocho no tenía la nariz torcida, la tenía larga. Y era por su mala costumbre de decir mentiras.

El chiquilín me apunta con el dedo, sonriendo burlonamente:

EL NIÑO.— Bueno, mentirosillo lo has sido, y aun mentirosón. Y supongo que lo sigues siendo, ya con un pie en la vejez.

YO.— Oye, peque, más respeto, que yo no te insulto.

EL NIÑO.— ¿Decir que estás entrando en la vejez —y lo digo por tu aspecto— es insultarte? ¿Es que en tu época es vergonzoso ser viejo?

YO.— Algo hay de eso, sí. Pero dejémoslo. Lo que quería decirte es que para mentiroso tú te pintas solo, ¿no te parece?

EL NIÑO.— Bueno, si te parece a ti, que algo sabes de la cuestión, mucho más que yo de tus cosas, quizá tengas razón.

YO.— Digo que eres más mentiroso que yo porque tienes mucha más imaginación. Hasta diría que tu imaginación es pura dinamita. ¿O es que no te acuerdas —y es sólo un ejemplo— de la mentira de las alas?

El niño se queda serio y enrojece ligeramente. Se pone de pie y me mira de hito en hito. El azul de sus ojos se ha vuelto más vago, lo que le da al rostro un aire de cierta confusión.

EL NIÑO.—¿Qué alas?

YO.— ¿De verdad no te acuerdas? Creo que tenías seis o siete años. Quizá un poco antes de aquel curioso mes de julio en que empezó la trapatiesta, lo que yo ahora llamo la Gran Tormenta, la guerra, ya sabes, la guerra civil, o incivil que es más exacto.

EL NIÑO.— ¡Ah! ¡te refieres a las alas de paloma para poder volar! Bueno, era simplemente una broma.

YO.— Caramba con el señorito bromista. Pues, para broma, sus buenas perras chicas de la época les sacaste a tu hermano y a otros chiquillos de la escuela. Les convenciste de que en la troje de tu casa tenías unas alas de paloma que había cortado tu madre para ti, con todas sus plumas, y que te las pegabas a los hombros y echabas a volar tranquilamente cuando te daba la gana, ¿no fue así? Les prometiste que volarías en su presencia si te daban cada uno esa calderilla, que entonces era bastante —en todo caso bastante para comprarte caramelos y cigarrillos de anís. Los hiciste entrar en el corralillo trasero de tu casa, tú te subiste al camaranchón por una ventana diciendo que ibas a ponerte las alas y... ¿te acuerdas, comediante?, desapareciste por otra ventana, mientras los chicos esperaban en vano tu espectacular salida volandera. ¡Qué chasco!

El duendecillo de los hermanos Grimm se ríe con todo su rostro y con todo su cuerpo.

EL NIÑO.— Todavía me estoy riendo. Pero, no creas, la aventura no terminó para mí sólo en risa. ¿No te acuerdas del par de pescozones que me arreó uno de los chicos que era más fuerte que yo? Y además tuve que devolverle la perra chica. Los demás, a rabiar. Aunque mi hermano Federico, Fede como yo le llamo, fue a quejarse a mi padre y, como no le hizo mucho caso, se dedicó a tirarme pellizcos y a rebuscar entre mis cosas para soplarme el dinero.

YO.— Lo que más me sorprende a estas alturas es tu instinto comercial. Te diste el gusto de un bromazo, pero sin olvidar el dinerito, ¡eh! Te lo digo porque yo he carecido siempre de habilidad comerciante.

EL NIÑO.— Bueno, el dinero era lo de menos, y no creo haber hecho en mi vida más negocios —¡ja! ¡ja!— que ése. En realidad, lo importante para mí era imaginar y dar rienda suelta a mi imaginación. Desde mucho antes soñaba con sujetarme unas alas a los hombros y tratar de volar. Estaba convencido de que podría. Hasta le di bastante la lata a mi madre para que me las cosiera a las hombreras del jersey o de la camisa. Un día me arreó un cachete para librarse de tan molesto moscardón que le pedía tozudamente tal insensatez. Intenté sujetármelas yo mismo, pero ¡nanay! Opté por un método más viable: el paraguas de mi padre. Me subí a la leñera, que debía tener unos tres metros de altura, abrí el paraguas y me lancé al aire. Esta vez, solito: sin cobrar ni un céntimo. Es decir, ahora pagué yo. Porque el paraguas se quedó chafado y la rodilla derecha bastante chafada también.

YO.— En esa manía de querer volar se te notaba ya tempranamente la sensualidad.

EL NIÑO.— Oye, ¿qué es eso que dices? No comprendo bien.

YO.— Apuesto a que soñabas mucho con vuelos a voluntad, ¿no es así? Basta con dar un ligero impulso al cuerpo con piernas y brazos, como si nadaras, y ¡hala!... flotando en el air. Y en sueños eso ocurre frecuentemente: te aprietas las nalgas con las manos y... ¡ala, a volar! Eso tiene que ver con la sexualidad, bueno, para que lo entiendas, con la afición a las chicas, a sobarlas...

EL NIÑO.— Pues te confieso que algo me suena de lo que dices. Pero ¿donde lo has aprendido? ¿No será en los libros de ese doctor de Viena que están en la biblioteca de mi padre? He hojeado uno de ellos, La interpretación de los sueños, que a veces es muy divertido, pero no he sacado en limpio gran cosa. Demasiado enrevesado. Por cierto, no sé si lo recuerdas, estos libros, y otros muchos, estuvieron escondidos en sacos colgados dentro del aljibe de casa, como si fueran jamones, hasta después de terminada la guerra. Debían de ser muy peligrosos. Por eso me atraen más que los otros. Pero no es fácil hincarles el diente. Aunque están muy bien traducidos al español. Por un señor que se llama... que se llama... algo así como Ballesteros... Ballesteros...

YO.—... y de Torres—

EL NIÑO.— Eso, Ballesteros y de Torres.

El orgullo de niño sabihondo se le pinta en el semblante; chispean sus ojos azules. Más azules que nunca. Se me ocurre una idea.

YO.— Oye, ¿podría llamarte Azulejo?

EL NIÑO.— ¿Por qué? Me gusta el nombre.

YO.— Te contaré por qué. Sólo a ti puedo contártelo. Suena un poco ridículo. Y más a mi edad. A la tuya, todavía.

EL NIÑO.— Bueno, en todo caso a mí me gusta. Me recuerda...

YO.— Espera que te cuente. Es un recuerdo agradable. Hace ya años, muchos años, había una muchacha muy linda y muy buena que me obsequió con su simpatía y su gracia. Se llamaba Anne... Ya ni me acuerdo de su apellido. Creo que ha cambiado al casarse. Le gustaban mis ojos azules. Tanto que en seguida olvidó mi nombre y empezó a llamarme Azulejo. Nunca nadie me ha bautizado con más gracia. A ella le gustaban mis ojos azules y los azulejos españoles. A mí también me gustan los azulejos. Recuerdo los de los patios de Toledo. Y los de Talavera.

EL NIÑO.— Claro, ya sé, los de la ermita de la Virgen del Prado. Ya lo creo que son bonitos. Una maravilla. Cuando voy con mi padre o con mi madre, lo primero que les pido es que me dejen ir a verlos. ¿Existen todavía en tu época?

YO.— Supongo que sí. Hace siglos que no voy por allí. Espero que los matarifes urbanísticos que tanto abundan en esta España un poco obesa y un poco tonta en que me toca vivir los hayan respetado. Oye, no comprendas mal, lo de obesa y tonta es una manera de decir. Pero es millones de veces mejor que la España cutre e irrespirable de tu época, que todavía me da náuseas sólo con recordarla.

EL NIÑO.— Bueno, sabes muy bien que yo detesto este país de ahora, con su monigote cruel de generalito, si es casi enano... Pero irrespirable, no, no, aquí por lo menos en mi pueblo el aire es muy puro. Seguramente más que el que tú respiras.

YO.— Ni me hables. Ahora que vivo en París, cerca del hermoso bosque de Bolonia, cada vez que vuelvo a Madrid me pongo asmático. ¡Qué porquería de aire! Por lo menos el de Madrid. Bueno, ¿qué?, Azulejo, ¿te gusta el nombre?

EL NIÑO.— Claro, claro... Suena mucho mejor que el mío, que nunca me ha gustado. Y menos aun cuando me ponen el diminutivo. Me parece bastante ridículo.

YO.— Pues tú te lo mereces mucho más que yo. Para ojos azules, los tuyos. Si casi parece que se te salieran de las órbitas, poniéndote la cara un poco azul toda ella. Caramba, rapaz, con esos ojos seguro que te llevas de calle a las chicas...

EL NIÑO.— Pues no lo creas, ni mucho menos. Si te digo la verdad, me parece que, como soy muy tímido, ¿qué muy tímido?, horrorosamente tímido, no soy capaz ni siquiera de darme cuenta. Además, no sé si a veces esos ojos tan azules no me ponen un poco cara de tonto, o quizá de pasmado, ¿no te parece? A menudo, cuando miro intensamente algo, parece como si estuviera papando moscas, bueno, en Babia.

YO.— Eso es por tu carácter soñador e introvertido, que se te ve en seguida. A pesar de que con facilidad te echas a reír a carcajadas. Pero quizá ambas cosas vayan generalmente juntas. Bueno, ¿qué? ¿te llamo Azulejo?

EL NIÑO.— Bueno, si te empeñas. Ya te he dicho que me gusta. Pero que se quede entre tú y yo. No les voy a decir nada a mis padres, y menos a mis hermanos. Me tomarían el pelo.

YO.— Como quieras. Será un secreto entre nosotros dos. Acuerdo sellado, chócala.

Me tiende su mano diminuta como la de un muñeco, pero algo me retiene, como antes cuando quería darle un beso, quizás el miedo a que con el contacto se desvanezca su (no sé si inmaterial) presencia. Prefiero no tocarla. El la retira sonriendo.

AZULEJO.— De acuerdo, pues. Y a propósito, ¿qué ha sido de esa Anne que te llamaba Azulejo? ¿dónde anda?

YO.— Pues la verdad es que no lo sé. Era una muchacha muy frágil, tenía el corazón demasiado tierno. Y la vida la había herido con dureza. Desapareció en la niebla... Bueno, es un decir. Estará en cualquier parte de este puñetero planeta. O, más seguramente, en cualquier lugar del exágono.

AZULEJO.— ¿Qué es el exágono?

YO.— Así llaman los franceses a Francia, por la forma de su territorio. Igual que los españoles hablamos de la piel de toro para referirnos a España.

AZULEJO.— Sabes una cantidad de cosas...

YO.— Ya las sabrás tú, si es que no las sabes aun. Oye, ¿y de dónde te vienen los ojos azules? Porque tú eres el único de la familia que los tenga azules.

AZULEJO.— Mi padre dice que me vienen de su tía Rosalía, una vieja solterona que vivía en Toledo y que era hermana de su madre, o prima hermana de su padre. No recuerdo bien. Pero ¿cómo pueden venirme de ella? Si ni siquiera la he conocido.

YO.— Un pajarito que te los trajo al nacer... Regalo de cuna de la tía Rosalía, Azulejo Liliput.

AZULEJO.— ¿No me tomarás por un crío, eh? Ya no valen cuentos conmigo. Vale como broma. Pero te agradezco lo de Azulejo Liliput. No sé cuantas veces he leído ya Los viajes de Gulliver. Siempre he soñado con ser pequeñito, muy pequeñito, incluso antes de leer el libro. Quizá por la historia de Pulgarcito. No sé. Y también me encanta soñar con cosas pequeñas. Verás, un sueño que tengo de cuando en cuando es con un coche, un Ford T de esos de antes de la guerra. Yo estoy en medio de la carretera, está anocheciendo, veo un objeto muy pequeño que se acerca hacia mí, se acerca, se acerca, y llega hasta donde estoy. No tiene más de 30 o 40 centímetros de altura pero no es un juguete, es ni más ni menos que el Ford T de mi tío Elisafán, un primo de mi madre, en el que yo montaba de pequeño. El está dentro, con otras personas. Como auténticos liliputienses. Y el motor zumba. Y los faros están encendidos... ¿Qué crees que significa éso, tú que has leído mucho al doctor de Viena?

YO.— Como intérprete soy una calamidad; me falta pesquis, sagacidad. Pero ¿no tendrá esa escena algo que ver con la muerte de tu tío Elisafán? Ya sabes, la bomba de la aviación Condor alemana, la de Hitler y Franco, que le mató delante mismo de tu casa, cuando iba a poner una bandera blanca. Reducir a pequeño tamaño a alguien debe ser signo de luto por su muerte, deseo de resucitarlo, ¿qué se yo? A mí me ocurre a menudo soñar con mis padres muertos y...

AZULEJO.— (Me interrumpe; sus ojos fulguran de sorpresa y de enfado) ¿Cómo muertos? Si acabo de verlos en casa ocupados en sus faenas. ¿Qué estás diciendo?

YO.— Cálmate, amiguito, no te sulfures. La explicación es sencilla, bueno, quizá muy complicada. Pero es eso. Mis padres han muerto, hace ya tiempo; los tuyos siguen vivos junto a ti, anclados como tú en el mismo instante de la vida. Para siempre.

El chaval en miniatura se queda callado, con el azul de la mirada ensombrecido por una súbita tristeza. Sentado en su duro diccionario, casi más grande que él, inclina la cabeza hacia el tablero de la mesa y me mira con semblante fatigado.

AZULEJO.— Tengo sueño. Estoy un poco cansado. Tanta charla me fatiga, no estoy acostumbrado. Contigo no es como con mis hermanos, o con los chicos de mi edad. Me obligas a hablar de cosas demasiado serias para mi edad. Y a veces raras y poco agradables. Pero te tengo cariño y me gusta estar contigo. ¿No te importa que me duerma un rato? Una siestecita nada más. Aquí mismo. A veces duermo en duro. Luego continuamos, si quieres. A no ser que me llame mi madre. Y ya verás cómo me dice que qué estoy haciendo en vez de estudiar. Pero es que tener que tragarse esos malditos libros de texto... Tú ya no los tienes que estudiar, ¿no es cierto? Cómo te envidio.

Se tumba Azulejo sobre el duro lecho que le ofrece doña María Moliner. Hago un rollo con mi pañuelo y se lo pongo a modo de almohada debajo de la cabeza, más pequeña que mi puño, aunque la tiene gorda para su tamaño, algunos amigos le toman el pelo llamándole “cabezudo”. Se coloca boca abajo (¡como yo!) y se duerme en un santiamén.

II. MOLTO ADAGIO

Ahora que duerme Azulejo, sería el momento de preguntarme por algunas cosas, sin esperanza desde luego de esclarecerlas. ¿Cuántas veces lo he intentado vanamente? Son algunas de las preguntas sin respuesta sobre el tiempo y la existencia de las que vivimos... o morimos, no sé. En el estado de serena emoción que en mí suscita contemplar a este gnomo que tiene conmigo un parecido lejano y que debiera ser yo... ¿Soy yo realmente? Si digo que sí, ¿quién es entonces este hombre de setenta años que contempla a otro que debiera ser él mismo? No puedo ser los dos al mismo tiempo. ¿Qué sombrío e invisible túnel puede unir al chiquillo sonrosado que duerme sobre el duro lecho diccionaril y su senescente interlocutor canoso y arrugadillo? Al mirarle siento como si me viera en el fondo de un pozo profundísimo, mejor dicho, sin fondo, infinitamente sin fondo. Pero al mismo tiempo es un ser muy real, más real que yo, más pleno de ser, redondamente instalado en un instante que se repite para siempre, mientras yo me debato en el piélago de la existencia llevado por las sucesivas olas de un lado para otro. ¿Qué es lo real: el tiempo o el no-tiempo?

Recuerdo ahora una experiencia de hace ya muchos años, luego repetida de otros modos y en otras circunstancias, pero nunca con tanta intensidad. No le he preguntado a Azulejo si siguen divirtiéndose, él y sus hermanos y amigos, con sus “canteas”, es decir batallas de cantos, pedreas. Peligrosa diversión, bien lo sabe mi cuero cabelludo. La cantea más frecuente era la que llamábamos del alcázar, a saber, el alcázar de Toledo. Una parte de la pandilla se encerraba en una vieja casa medio derruida de los alrededores del pueblo: era el Alcázar, lleno de “franquistas”. El resto de la pandilla se quedaba fuera: eran —éramos— los milicianos republicanos. Unos y otros con nutrida provisión de piedras. Yo... No, Azulejo, era él, no yo; bueno, él se quedaba siempre fuera para participar en el asalto. Cosa natural en quien era hijo de republicano encarcelado, orgulloso además de serlo. No hacía muchos años que la fortaleza de Carlos V había sido teatro de cruentos combates entre republicanos y rebeldes. El recuerdo estaba vivo y los chicos jugábamos con emoción, con pasión incluso, a la guerra civil. Eso sí, mucho menos sangrientamente que nuestros mayores. Pero sangre la había. ¿Y cómo no? Las piedras volaban entre uno y otro bando, de fuera a dentro y de dentro a fuera: alguna tenía que alcanzar la cabeza de algún chicuelo metido irresponsablemente a guerrero. Recuerdo vivamente uno de aquellos asaltos a los que yo, no, no, repito otra vez, Azulejo se lanzaba con arrojo, casi ciego de furor, quizá con el deseo inconsciente de rescatar el honor de los milicianos republicanos, derrotados al final en la historia de verdad. Mi arrojo (el arrojo de Azulejo) aquel día lo detuvo una malhadada piedra lanzada contra mí por algún “traidor franquista” del Alcázar: mi cuero cabelludo se puso a sangrar como un manantial y Azulejo se llevó un susto mortal. La vista de la sangre le horrorizaba, como a mí todavía (¿secuela psicológica de algunas escenas sangrientas de la guerra civil aun próxima?); en particular, le escalofriaba ver la suya, como a todos o casi todos los niños. Se apretó fuertemente el pañuelo contra la herida y echó a correr despavorido. Su madre palideció al ver la sangre, pero se calmó en seguida: el enérgico berrear de Azulejo desmentía la presunta gravedad de la herida. Le lavó con agua fresca el ligero corte, le puso iodo (¡cómo escocía, jolines!) y le ató una venda en torno a la cabeza. Pero la impresión fue terrible para el chaval, tan terrible que llegó hasta mí muchos, muchos años más tarde, fresca aun como si el percance me hubiera ocurrido recientemente a mí.

En efecto, transcurridos más de veinte años, me paseaba yo (ahora era yo solo, Azulejo se había plantado ya hacía tiempo en su región astral) por un suburbio madrileño, no recuerdo exactamente con motivo de qué. En un solar de los que entonces había por docenas (eran los últimos años 50), con restos de viejas construcciones y chabolas que parecían aun más ruinosas, una pandilla de chicuelos, posiblemente transplantados recientemente de pueblos castellanos, andaluces o extremeños, se dedicaban al eterno juego de los civiles y los ladrones, o quizá entonces de los americanos y los coreanos... o vete a saber de qué otra trifulca de la época (la civil nuestra estaba ya muy lejos, si no olvidada). Naturalmente, la piedra seguía siendo el armamento casi único de los belicosos guerrilleros suburbanos. Observaba yo tranquila y nostálgicamente la infantil pelea (poco cruenta, en verdad; mucho menos que en la época de Azulejo y de sus asaltos alcazareños) cuando un guijarro me vino a rozar levemente por detrás en la mismísima coronilla. Mi reacción irritada contra el anónimo apedreador —que naturalmente salió pitando— se vio súbitamente interrumpida por una poderosa impresión que, como rayo caído de las alturas, me fulminó de asombro dejándome como paralizado. De golpe yo no era yo ni estaba en un descampado arrabalero del Madrid de los cincuenta. Yo era el chicuelo de ocho o nueve años que asaltaba el cochambroso alcázar pueblerino o, mejor dicho, él era yo, él me ocupaba e invadía por completo anulando mi existencia posterior. Hice ademán de palparme el cuerpo, dudando de mis setenta y cinco kilos y de mi incipiente calva, como asombrado de encontrarme viviendo en una especie de cascarón impuesto por no sé qué maligna divinidad: ¿dónde estaba mi cuerpo, el auténtico, el que había recibido la pedrada más de veinte años antes? ¿qué era este cuerpo extraño que me recubría de golpe? Por decirlo de alguna manera aproximada —todo el proceso resulta casi inefable— lo que experimentaba era la pavorosa pero al mismo tiempo felicísima impresión de que EL TIEMPO NO EXISTE (lo pongo con mayúsculas para acentuar el abrumador efecto que sobre mi ser entero producía el fenómeno). Impresión, digo, de que el tiempo no existe y de que, por tanto, nada muere, todo permanece, por lo que la finitud se desvanece en el corazón mismo del ser. Era como una fulguración, como un vaciamiento, como un arrebato (en el sentido de ser arrebatado por una fuerza superior que nos transforma). Observo que estoy utilizando expresiones y calificativos propios de la experiencia mística. Soy poco ducho en tales temas, quizá por una tendencia racionalista mal encaminada que durante mucho tiempo me ha apartado de esas regiones esenciales del espíritu. No podría decir pues con seguridad si una y otra experiencia son del mismo género, primas hermanas si no hermanas. Creo más bien que sí. En ambos casos, lo que invade y domina el espíritu es la negación de la existencia y de la historia, tejidas una y otra en esa impalpable trama que es el tiempo. La experiencia de la que hablo niega el tiempo, como lo niega parejamente la experiencia mística. Ambas instalan el ser en el plano de lo que quizá podría llamarse beatitud de la negación. Si no me equivoco, y ahí están las afirmaciones de los grandes místicos que probablemente no me desmentirían, lo que se trata de alcanzar en la experiencia mística es el vacío total que el místico llama Dios, un absoluto que niega por su propia esencia las categorías de la existencia humana y, en primer lugar, el tiempo, el cual sólo existe como materia prima de la conciencia, por lo que negar el tiempo equivale a negar la conciencia y, por tanto, la existencia individual y la historia.

De todos modos, la experiencia de la que hablo, esa subitánea extirpación del fluir temporal en la aprehensión de la existencia y del mundo, tiene un agudo tono “materialista” que parece casar mal, al menos en el plano de los conceptos, con la experiencia de los místicos. En ese punto al que a veces, muy raramente, llega la conciencia el tiempo no existe y sólo queda la materia, inmóvil y eterna. Lo absoluto e intemporal que nos deslumbra es la materia, la materia libre de conciencia y de fluir temporal. Lo que yo sentí en el episodio narrado con el carácter instantáneo de una fulguración era que entre el momento vivido veinte años antes y el vivido ahora, en lugares distintos, no existía separación alguna, ningún acontecer se interponía entre uno y otro: la finitud había quedado abolida, subsumida en la materia que se me aparecía como en una especie de parusía de salvadora indiferencia.

Imagino que esta experiencia tiene algo que ver, aunque en profundidad no mucho, con la “memoria inconsciente” de la Recherche proustiana. Está en cambio mucho más cerca de la angustia ante la materia que el Roquentin de La náusea de Sartre experimenta contemplando la raíz visible de un viejo castaño de Indias. Pero, dado lo propiamente indecible de un sentimiento como el que trato de sugerir, creo que, más que la literatura, es la música la que podría ofrecer a la imaginación cauces de acercamiento al fenómeno por analogía. Pero ¿qué música? Si me limito a la occidental (pero hay otras muchas, y sobremanera ricas expresiva y culturalmente), pienso inmediatamente en el apacible torbellino, en las majestuosas espirales hacia la eternidad de El arte de la fuga de Johann Sebastian Bach, Bach el Divino. Escuchar su interminable movimiento fugado nos levanta en pura levitación fuera del tiempo y de las categorías de la existencia humana. Pero, me digo, la eternidad que esta música sugiere con tanta intensidad de belleza es una eternidad de después del tiempo, la eternidad que el cristianismo le ofrecía al profundo creyente que era el Cantor de Leipzig, una eternidad que concluye y cierra el tiempo humano pero al mismo tiempo lo acoge y rescata. Lo mismo podría decir de otras grandes obras musicales de este siglo, de algún modo herederas en espíritu de El arte de la fuga, como Lux aeterna de Ligeti o la Sinfonía de los salmos de Stravinski, donde el alma flota también en el sereno cielo de la eternidad cristiana.

Pero lo que yo trato de sugerir aquí, por muy paradójico que todo ello parezca, es el sentimiento de una eternidad antes del tiempo (“Busco el semblante que tuve / antes de crearse el mundo”, escribe hermosamente el poeta Yeats, y Borges lo cita en inglés), antes de que la conciencia humana introdujera en el universo ese impalpable fluido canceroso del que vivimos y que nos mata. Busco en mi memoria musical y me pregunto si no habría que tratar de hallar la correspondencia de ese oscuro sentimiento en ciertas creaciones de inspiración “materialista” de la música de nuestro tiempo. Pienso en el Boulez de Domaines o de Eclats, esa música sin tiempo en que los sonidos pugnan por ser pura materia en sí, inexpresiva. Pienso también en ciertos pasajes e incluso en la estructura general de los Cuartetos 5 y 6 de Bela Bartok (pese a su chirriante inarmonía, por lo demás tan enérgicamente bella, pero quizá por ella misma), o en los Cuartetos últimos de Shostakovich, con el opaco mundo desértico que sugieren (aunque su desolado patetismo, hermosísimo, no exalte fácilmente el ánimo como la beatitud de la negación a que antes me refería). Pero es otro músico, profundamente cristiano y espiritualista como Bach, si bien modernísimo como Boulez o Bartok, Olivier Messiaen, quien, un poco paradójicamente, parece ofrecerme el más exacto correlato de ese estado de beatitud negativa, pretemporal o extratemporal, pese a que el título de su Cuarteto para el fin del tiempo hable más bien de una armonía post tempus, la del Apocalipsis. No sé, es cuestión tan subjetiva ésta de dar un contenido de sentimientos e ideas a algo tan impalpable racionalmente como la música... La impresión que me produce el soberbio Cuarteto de Messiaen es ésa, y así trato de expresarlo. Lo que quizá pueda llamar, ya metido en contradicciones y paradojas, su “lirismo terroso”, “ocre” o “ceniciento” —sí, la “ceniza lírica”— me transporta en ocasiones a un mundo que es, para mí, de antes del tiempo, por tanto no cristiano o precristiano, como lo es el Cristo terroso de Unamuno en uno de sus más hermosos poemas. Y que me perdonen los musicólogos por los dislates que pueda cometer: pero entre Dios (quiero decir Bach o Messiaen o Bartok) y yo no admito intermediarios, en particular eruditos.

Añadiré que, aunque con mucha menos energía que la música —que es el arte del tiempo por excelencia—, la pintura moderna puede también ofrecernos vislumbres de ese paisaje pretemporal o extratemporal que estoy intentando evocar. Pienso en algunas telas terrosas, donde la materia impone su reino inmóvil, de pintores como Dubuffet y Tapies.

Contemplo a Azulejo, plácidamente dormido sobre el duro lecho que le ofrece doña María Moliner, y me pregunto qué pensaría él de todas estas disquisiciones metafísico—musicales. Seguro que, de verdad, lo que le interesa son Beethoven y las zarzuelas que suele canturrear su abuelo, gran aficionado al género chico, mientras su padre es un ferviente gustador del género grande y, sobre todo, de Beethoven. (Por cierto que padre e hijo han tenido una ligera trifulca —bueno, muy amistosa— porque al chico se le ocurrió repetir, con cierta fanfarronería, algo leído en alguno de sus libros: que Debussy era superior como músico puro a Beethoven, lo que para el padre era simple blasfemia. O bien ¿fue a mí y no a Azulejo a quien se le ocurrió la infantil bravata? Nebulosa de la memoria...) Además, ¿qué me podría decir el chaval de obras como las de Messiaen, Shostakovich o Boulez que aun no estaban escritas en su tiempo? ¿Y qué puede saber él del Roquentin del bizco Sartre viviendo en un pueblecito toledano de comienzos de los años 40, que es tanto como decir en el puro desierto cultural? Por otro lado, sólo conoce algunas palabras de francés y La náusea sartriana aun no ha sido traducida en esa época al español, ni podría leerse en la España franquista aún traducida.

Pero vuelvo al episodio de la pedrea en un descampado de los suburbios madrileños. La radical impresión de abolición del tiempo que me atenazó como en un arrebato en aquel instante duró sólo eso: un instante, un infinitesimal instante. ¿Y cómo habría podido ser de otra manera? Porque era mi conciencia la que experimentaba ese fenómeno insólito de negación del tiempo, de total extrañeza ante el fluir temporal, lo que equivalía a experimentar su propia negación, sumergirse en su nada: paradoja imposible y suicida. Un instante más y la conciencia —la mía— se hubiera desagregado, hundiéndose en la inconsciencia, en la locura... En el infinitésimo de tiempo que dura una experiencia de ese tipo es como si el tejido de la existencia se desgarrara y a través del desgarrón abierto tuviéramos un vislumbre del fondo último de la condición humana, lo que la conduce a disolverse finalmente en la nada donde todo es mundo físico, de la misma manera que el místico contempla la mismidad de Dios en un instante de arrebato visionario que no puede prolongarse. Así, el ateo puede alcanzar un éxtasis negativo cercano al de la experiencia del creyente místico, lo que no es mala paradoja.

III. ADAGIO MOLTO EXPRESIVO

Ahora que contemplo al duendecillo dormido, se agudiza en mí el sentimiento de extrañeza, de separación que me embarga desde el comienzo de este insólito encuentro. ¿Cómo es posible que yo no sea Azulejo, o que Azulejo no sea yo? Pero, asimismo, ¿cómo es posible que yo sea Azulejo, o que Azulejo sea yo? Tanto se ha hablado en nuestro siglo, sobre todo a partir del existencialismo, de la incomunicabilidad entre el yo y el tú que acaso no se haya prestado atención bastante a algo que me parece previo lógica y vitalmente: la incomunicabilidad entre el yo y el yo, el yo que es y el que fue, el que es y el que será. (Tal vez esto tenga algo que ver con lo que el Abel Martín de Antonio Machado llamaba la “esencial heterogeneidad del ser”). El hecho increíble, pero duro como un mazazo, es ése: Azulejo no es yo, yo no soy Azulejo. Y es absolutamente impensable e inexperimentable el lazo que nos une, en mi caso a través de la memoria (de él no sabría decir cómo sabe de mí). Recuerdo cosas de Azulejo, pero como podría recordar las de mis hermanos: no hay un túnel continuo y hermético por el que yo haya venido directamente de este chicuelo de aspecto soñador y ojos azules. Materialmente vivimos en dos mundos distintos, aunque ahora él, por gracia de mi intenso deseo y con permiso del dios del tiempo, haga acto de presencia en el mío. La distancia que nos separa no es una línea continua: es un salto en el vacío. El tiempo —no el cronológico, claro está, el de los relojes, sino el de la vivencia, el fluir discontinuo y ondulante de la conciencia— no se puede experimentar en el espacio. Pero los objetos y, por tanto, los cuerpos humanos se hallan en el espacio. Para que tuviera sentido, puesto que la razón humana opera en lo extenso, la distancia temporal tendría que contarse en metros o en kilómetros o en años luz, da lo mismo; tantos kilómetros de los doce a los tres años o, hacia delante, a los sesenta. Pero eso es un puro disparate lógico, un sinsentido para explicar otro sinsentido. El círculo del absurdo se cierra sobre sí mismo. Y es curioso que el lenguaje trate a menudo de dar una coloración física o geográfica al fluir del tiempo, por ejemplo, con palabras como lejanía, horizonte, camino, correr, pasos, etc., que indican distancias y movimientos físicos pero también temporales.

Vuelvo al rapaz plácidamente dormido que debería de ser yo. ¿Cómo sentir el cuerpo de Azulejo como mío? ¿Qué identidad material puede unirnos si apenas nos parecemos, o sólo lejanamente? La identidad es un mito del que vivimos, pero es un mito. Lo natural es la extrañeza, el extrañamiento, la deportación, somos deportados de nosotros mismos, el misterioso amo que nos maneja nos ha retirado de nuestro ser, nos hemos vuelto extraños a nosotros mismos. Hay un par de versos de Federico García Lorca que, creo, se suelen citar poco y que a mi juicio sugieren admirablemente esa extrañeza: “Entre los juncos y la baja-tarde / ¡qué raro que me llame Federico!” Cualquiera de nosotros puede decir otro tanto de sí mismo: qué raro que me llame Julio o Atanasio o Felisa o Antonio... y que ese nombre sirva de cifra a una identidad que se dice permanente. ¿Quién soy yo? ¿de qué cuerpo o materia vengo? ¿a qué cuerpo voy?... La identidad de que presumimos, en la que creemos que se funda nuestra existencia de seres vivos, tiene un sentido puramente notarial o sociológico: los demás aseguran que yo soy yo, Fulano de Tal y Tal, y yo estoy de acuerdo. Pero como experiencia ontológica no llega a la plenitud nunca: nos contentamos con vislumbres. Sí, “¡qué raro que me llame Federico!” Pero ya antes que Lorca otro gran poeta expresó fulgurantemente esta “esencial heterogeneidad del yo”: “Je est un autre”: yo es otro (Rimbaud dice bien deliberadamente es y no soy, para que quede rotundamente afirmada esa heterogeneidad).

La imposible identidad de... Me interrumpe un breve movimiento del gnomo durmiente. De un salto se endereza y se sienta sobre el doble cuerpo de doña María Moliner, mientras se frota las cuencas de los ojos con el dorso de las manos.

AZULEJO.— ¿He dormido mucho?

YO.— Quizá un cuarto de hora, media hora como máximo. No sé, estaba un poco absorto.

AZULEJO.— ¿En qué pensabas?

YO.— Oh, cuestiones bastante abstrusas y acaso más bien inútiles e insolubles. Te aburrirían. No son cosas de tu edad.

AZULEJO.— Si son cuestiones de filosofía, me interesan, no creas. Algo sé sobre eso. En la biblioteca de mi padre he encontrado algunos libros con cosas que me gusta leer, aunque no siempre comprendo.

YO.— ¿Qué libros?

AZULEJO.— ¿Conoces a don Miguel de Unamuno?

YO.— Claro.

AZULEJO.— Pues he hojeado un librote suyo, demasiado largo para mí, El sentimiento trágico de la vida. ¿Lo has leído?

YO.— Sí, pero hace muchísimo tiempo. Tengo que volver a leerlo. Don Miguel es un escritor con toda la barba, aunque a veces insoportable. Lo de la barba lo digo porque, además, la tiene, bueno, la tenía de verdad. A pesar de todos los pesares, ahora pienso que era nada menos que todo un hombre. No quedan muchos, si es que queda alguno, de su talla. En España, desde luego, ninguno. ¿Por qué dices que ese libro es demasiado largo? ¿Es que no te gustan los libros de más de trescientas páginas?

AZULEJO.— No. no, no lo creas. Díselo si no a mi madre que me tuvo que arrancar de las manos un novelón —creo que se dice folletín, ¿no?—, un libraco de más de mil páginas de esos que te hacen llorar mucho por las desgracias del protagonista. Su autor fue alguien de hace mucho tiempo, del siglo XIX, creo. Un tal Ayguals de Izco. Me lo prestó un vecino un poco leído, pero mi madre dice que esos libros me hinchan la cabeza inútilmente con sus bobadas sentimentales. Y que yo ya la tengo bastante gorda.

El chico ríe suavemente, mientras se coge con ambas manos la redonda cabeza.

AZULEJO.— No sé si te has dado cuenta, pero al parecer soy un cabezota. No porque sea muy testarudo, que no lo soy, sino porque tengo la cabeza gorda, como mi padre. De joven le llamaban cabeza de buque, supongo que por su tamaño. Mis hermanos se burlan de mí por eso, como si ellos la tuvieran más chica.

YO.— ¡Mira tú qué casualidad! Este verano me paseaba por un pueblo mediterráneo que tú no conoces, Benicarló, famoso porque un Presidente de la República que tú sí conoces, don Manuel Azaña, pasó allí una velada durante la guerra civil y luego escribió un libro admirable que naturalmente no has leído. Bueno, pues ¿sabes lo que veo en una calle de ese pueblo? Una placa dedicada a tu folletinista, ese Ayguals de Izco, allí nacido. ¿Sabes que es muy malo? Hoy nadie lo conoce. La verdad es que tenía razón tu madre y el vecino te hizo un regalo poco recomendable.

AZULEJO.— Sí, es verdad, es un poco tonto. Pero me dejo llevar por la imaginación. No sé si te parecerá una barbaridad, pero la verdad es que prefiero mis folletines al Quijote. Tengo una edición muy bonita de mi abuelo, del siglo XVIII nada menos. ¿Qué te parece? ¿no soy un bárbaro inculto? Puedes decirme sin reservas lo que piensas.

YO.— Bueno, mi experiencia es que Don Quijote vale más bien para los 30 o 40 años. Es demasiado irónico y divertido para leerlo antes.

AZULEJO.— Además, si he de decirte la verdad, lo que me revienta es esta especie de obligación que quieren que tengamos los chicos de leer ese libro. Si es obligatorio, nadie lo lee, ¿no te parece? Para obligación, ya está bien el catecismo, que es una lata.

YO.— Tienes toda la razón, chico. No lo leas mientras traten de obligarte. Sólo cuando te salga de dentro, de tu deseo.

AZULEJO.— También ando con libros pequeños, no creas. Si son buenos, todos me gustan, gordos o flacos. Fíjate, hace unos días el cura del pueblo, don Eutimio... Estudio inglés con él. Mi padre se ocupa del francés. Bueno, pues me dio un librito muy pequeño...

YO.— Te lo dio ¿quién? ¿el cura o tu padre?

AZULEJO.— Pero, hombre, ¿no te he dicho que don Eutimio?

YO.— No estaba claro, chaval.

AZULEJO.— Bueno, pues como te digo, el libro era como la palma de mi mano, no más grande. Tiene un papel muy bueno, de color un poco rosado, y está encuadernado en un material que parece goma, es la primera vez que lo veo. Es un libro inglés, y escrito en inglés, claro. Para que me entrenara, me dijo. Pero, ¡leches!, ¿cómo voy a leer yo eso? Es un inglés demasiado difícil para mí. Apenas si he conseguido traducir seis u ocho frases. Ese Oscar Wilde...

YO.— (Con viva sorpresa) ¿Has dicho Oscar Wilde?

AZULEJO.— Sí. ¿Qué tiene de particular?

YO.— ¿Y de qué libro se trata?

AZULEJO.— Se titula Salomé, en inglés pero es como en español. Una obra de teatro. Donde hay una chica que se llama así, y un Tetrarca, y Juan el Bautista y otros personajes más.

Ahora recuerdo. No puedo retener la carcajada. ¡Admirable ocurrencia, digna de un Buñuel! Un cura, en plena era franquista, dando a un niño de doce o trece años —“para que se entrene en inglés”— una obra erótica de un pederasta irlandés. Digna de Buñuel, repito. ¡Genial, sencillamente genial! Recuerdo a tan singular pieza de clero; buena pieza, en verdad. Un hombrote fornido, tirando a obeso, sanguíneo, con una gran cara jaspeada de rojo, unos labios sensuales y una frente ancha de intelectual, comilón como pocos y dotado de un vozarrón de sargento tenor y de una carcajada estentórea con los que sabía admirablemente amedrentar a las beatas del pueblo, placer que se permitía a menudo. Había pasado el bueno de don Eutimio gran parte de su vida en el Lejano Oriente, hablaba chino y creo que algo de japonés y no sé cuantas lenguas europeas y tenía una cultura literaria muy variada, como mostraba su nutrida biblioteca. Y con todo ese bagaje intelectual, y pese a ser amigo de no sé qué obispo, se veía “desterrado” —no hay otra palabra— en un villorrio toledano de principios de los años 40, en pleno triunfo de la Santa Madre Iglesia y del nacionalcatolicismo impuesto por el general tirano. ¿Qué cosas gordas debía de haber hecho aquel hombre intelectual y físicamente tan singular para que le mandaran a desasnar cristianos y, sobre todo, a asustar beatas en el poblacho de Azulejo, donde toda miseria e ignorancia tenía su asiento? Que era un rebelde es algo de que no me cabe la menor duda. Un rebelde, desde luego, amansado por la poltronería, la codicia y el conformismo. Pero aquel hombrón tenía sus ideas, muchas y extrañas ideas, en su magín y, aun ocultándolas, no se desdecía de ellas. Lo prueba de manera patente el curioso suceso de la Salomé de Azulejo. Lo prueba igualmente la buena amistad que tenía con el padre de Azulejo, notorio rojo que había purgado sus años de cárceles. A veces me he preguntado si el ventripotente don Eutimio (que en ocasiones, curioso rasgo, utilizaba la barriga para castigar a algún alumno dándole una trompada con ella) no era un personaje similar a aquel cura Meslier de la Francia prerrevolucionaria que no se atrevió a publicar en vida su testamento de ateo total (¿habría podido, de proponérselo?), el cual hubo de ver la luz con gran escándalo después de su muerte. ¿Dejaría al morir don Eutimio entre sus papeles algún testimonio de lo que pensaba en el fondo de su impresionante cabezota? Si tal fuera el caso, alguien debió de quemar a toda prisa tan envenenada literatura. ¡Quién sabe!

Le digo a Azulejo que deje la insólita Salomé para cuando sepa más inglés y que, en cambio, le pida a don Eutimio, aunque quizá no lo tenga, otro libro de otro cura, éste protestante, un libro que lleva el título de Alice in Wonderland, más propio para niños de su edad y que le servirá mejor para aprender inglés.

AZULEJO.— Pero ese libro yo creo que lo tengo. Aunque en español. ¿No es Alicia en el país de las maravillas?

YO.— Sí, sí, ese mismo.

AZULEJO.— Es un libro con dibujos en colores muy bonitos. Y ya me he hartado de leerlo. Es demasiado infantil. (Esto lo dice con un aire gracioso de fatuidad). Vale para mis hermanos, sobre todo para el pequeño. Verás, prefiero a don Benito Pérez Galdós, ya te lo he dicho antes; tengo en la biblioteca de mi padre todos sus Episodios Nacionales y he empezado ya a leerlos. Pero no por el principio. ¿Sabes?, el personaje que más me apasiona es Salvador Monsalud, que es ya de la tercera serie. Monsalud es mi héroe. Cuánto daría por ser como él, guapo, inteligente y poco amigo de los curas y los carcas. Como mi padre.

El chicuelo se pone de pie bruscamente, como si fuera a emprender una de las aventuras del simpático personaje galdosiano.

AZULEJO.— Por cierto, no sé si sabes que hay que andarse con cuidado con esos libros. No hay que mostrarlos mucho. La colección la compró mi abuelo hace ya muchos años, antes de la guerra. Y mira por donde llevan en la portada los colores de la bandera de la República, creo que también te lo he dicho. Estuvieron también en el aljibe con los otros libros peligrosos, en los años de la guerra.

YO.— ¿Tu padre te deja leer todos los libros de la biblioteca?

AZULEJO.— Claro, ¿por qué iba a prohibirme ninguno? Ya te he dicho que sólo mi madre me vigila un poco a ver qué leo. Me quitó El Decamerón. En cambio, no se le ha ocurrido quitarme de las manos las Sonatas. ¿Sabes que le tengo un cariño especial al viejo de “las barbas de chivo”? Esto lo dijo de él el poeta ese que escribió un verso que a mí me gusta mucho, “la libélula vaga de una vaga ilusión”. ¡Qué sonoro, eh! ¿Cómo se llama?

YO.— Rubén Darío.

AZULEJO.— Sí, ése. Pero volviendo a las Sonatas de don Ramón de las barbas de chivo, si supiera mi madre las grandes juergas que me paso con la Niña Chole y hasta con Concha. Pero a don Ramón no hay quien le toque: como es un gran escritor, en mi casa es sagrado.

El rapaz ríe con un aire socarrón que en su abierto rostro infantil parece un poco forzado.

AZULEJO.— ¿Sabes lo que me gustaría? Poder leer los sonetos de Pietro Aretino que don Ramón admira tanto y que a veces cita. Pero ¿dónde voy a encontrarlos en este poblacho?

Si supiera Azulejo que yo he tenido que llegar a los setenta años para leer los sonetos del Aretino. Ahora que ya no me pueden hacer el efecto que él esperaba. Sólo me divierten moderadamente, como un chiste verde. Puesto a ensalzar el grande, el hermoso erotismo clásico, prefiero mil veces La lozana andaluza. Lástima que Azulejo no pudiera leer al Aretino en su época; me habría ahorrado a mí una lectura insulsa.

YO.— Claro, ¿dónde ibas a encontrarlos? Ni en la Biblioteca Nacional. Los habrán quemado, si es que los tenían traducidos. Además, es mucho más interesante don Ramón María. Y más excitante. No te preocupes por Pietro Aretino.

AZULEJO.— Oye, a propósito, perdona la curiosidad, no sé si puedo hacerte una pregunta... ¡Me da un poco de vergüenza! Pero no se la puedo hacer a nadie.

YO.— Bueno, desembucha. ¿Qué se te ocurre?

AZULEJO.— Bueno, ejem, es que... ¿Qué sabes tú de las mujeres?

Me deja estupefacto este chicuelo más maduro de lo que parece. Estupefacto y azorado. ¿Qué carajo le voy a contestar yo a este preguntón indiscreto que me lanza a quemarropa una pregunta imposible? En sus ojos brilla una intensa curiosidad.

YO.— ¿Y para qué quieres saber tú lo que yo pienso de las mujeres? ¿De qué te puede servir?

Azulejo tuerce el gesto, no sé si contrariado por mi reacción negativa o pensando quizá que ha cometido una pifia.

YO.— No creo que saques nada en limpio de lo que pueda pensar y sentir sobre las damas un setentón bastante castigado y ya nada fresco. Además...

Decido cortar por lo sano y poner fin a una cuestión que sólo puede llevarme a balbucear necedades, cosa por lo demás normal entre hombres cuando hablan de mujeres: suelen —solemos— estar en Babia y pensar como toscos patanes.

YO.— Mira, chaval, lo poco que se aprende en tan peliaguda cuestión lo aprenderás por ti mismo. Seguramente mal, como todos. Por mi parte, te lo diré filosóficamente, puesto que te gusta la filosofía: de mujeres sólo sé que no sé nada, como decía Sócrates hablando en general. Sócrates, ¿lo conoces, no? Y cada vez sé menos. No quiero que te arrugues, pero, como no deseo mentirte en cosa tan gorda, te diré que a mí la mujer me parece un pozo sin fondo en el que marea mirarse y en el que en general somos incapaces de ver nada claro. Pero ¿qué sería de nosotros sin ellas? ¡Es un temeroso y fascinante misterio, hijo!

AZULEJO.— Hombre, es curioso, ¿por qué me llamas hijo? Pese a la edad, más bien sería yo tu padre. ¿No dices que tú has salido de mí?

YO.— Bueno, no sé si lo he dicho, pero es verdad... Aunque el tiempo todo lo confunde. Tal vez tú seas mi padre, puesto que no eres yo, o yo no soy tú, y pese a ello sin ti no existiría. En cuanto a tu padre, ya me has hablado de él, aunque no lo he visto, ni lo veré, pero seguro que se parece a mí como un hermano menor. Porque yo ahora sería su hermano mayor.

AZULEJO.— Pues sí que se parece a ti, es cierto. Mucho más que a mí. Tienes la misma cabezota de buque y las grandes orejas de mi padre. Yo me parezco más a mi madre.

YO.— Como yo de joven. Cuando mi padre se murió...

Nuevo sobresalto de Azulejo. Me mira inquisitivo, como si me reprochara algo que le parece descabellado pero que le perturba.

YO.— No, tu padre no, el mío. No los confundo. Cuando llegué a casa y le vi tendido en su lecho de muerte, trastornado como estaba, de lo más profundo me salió un grito, no sé si en alta voz o no, no lo recuerdo. Dije entre sollozos: “¡Hijo mío! ¡hijo mío!” ¿Sabía lo que decía? Comprendía en mi desconsuelo que ésa era mi relación profunda con él y que lo era desde hacía ya tiempo. Vivió hasta muy viejo, ¿sabes?, y aunque era un hombre muy robusto y voluntarioso, en sus últimos años yo era realmente su padre, como él había sido el mío de niño. Yo le guiaba y le respaldaba en la vida y le quería con un vivo amor de padre-hijo agradecido e inquieto. Inquieto por su salud, por lo que pudiera pasarle...

AZULEJO.— Y tu madre ¿vive todavía?

YO.— No, murió también, un poco antes. Pero, curiosamente, esa sensación de paternidad moral fue menos fuerte con ella. Quizá porque ella misma se sentía menos desamparada mientras viviera el hombre protector que era su marido. Y cuando ella se murió, fue como un rayo. Duró muy poco. Una enfermedad fulminante. Me quedé como trastornado. Pero algo me salvó: aun estaba mi padre, que la sobrevivió más de dos años. Eso me calmó, porque mi padre era mi hijo y tenía que poner los cinco sentidos en ocuparme de él. Le acompañé en sus últimos pasos, casi como un lazarillo conduciendo a un ciego...

El chiquilín de ojos azules me interrumpe bruscamente.

AZULEJO.— Ahora que hablas de lazarillo... Se me olvidaba. Tengo que llevar a mi abuelo a la era de José Carrasco. Lo hago todos los días, ahora que es verano. Le llevo cuando baja mucho el sol, con la fresca, y voy a recogerle a las 9 o las 10, para la cena. Está casi ciego, ¿sabes? Allí se pasa las horas muertas con su amigo hablando de historias del tiempo viejo. A veces me quedo a oírlos. Otra vez te contaré cosas de él. Es muy chistoso, y más bueno que el pan. Pero ahora tengo que irme. Estará ya esperándome. Es cosa de media hora.

YO.— ¿Y volverás después?

AZULEJO.— Si tú lo quieres fuertemente, sí. No olvides: quiérelo fuertemente. Ese es el truco, ¿no? Ya te lo he dicho antes. No tienes más que querer y... esperar.

El pequeño gnomo, ligero como un Ariel, se ha puesto de pie sobre doña María Moliner (¡pobre señora, cuánto pisoteo!). Me hace un saludo con la mano. De repente empieza a esfumarse su contorno en el aire. Y hay como una especie de nubecilla blanca que se va reduciendo poco a poco para penetrar por el rectángulo de la foto. El chicuelo de ojos azules ha vuelto a su mundo plano.

IV. ALLEGRO MODERATO

¿Volverá? No lo sé. Ojalá vuelva. Porque me gustaría preguntarle por sucesos que ya no recuerdo bien, o que he olvidado completamente. El los debe tener recientes. De todos modos, atravesando el abismo del tiempo que todo se lo traga, se me vienen aun a las mientes algunos de ellos. Han dejado su huella en mí, a menudo perdurable, a través de no se sabe qué vericuetos de la memoria y el sentimiento. He aquí un caso. Hace tiempo, aun joven, me preguntaba por la razón de mi entusiasmo desbordante por los grandes y redondos senos femeninos, que ahora, con las pilas ya muy descargadas, apenas subsiste. Senos grandes, enormes, protuberantes, fellinianos, como sandías. ¡Como sandías! Justamente. Recuerdo que una de las impresiones más fuertes que recibí de niño —o mejor sería decir que recibió Azulejo—, a los seis o siete años, fue la que me produjo... una sandía. Volvíamos mis padres y mis hermanos de ver a mi abuela paterna, con la que habíamos pasado unos días de vacaciones en el pueblo natal de mi padre. Mi abuelo materno se había quedado en mi pueblo y nos aguardaba con una sorpresa. ¡Y qué sorpresa! Una sandía enorme. No creo haber vuelto a ver jamás una cosa semejante. Pesaría... ¡yo qué sé!: si me dijeran que cincuenta kilos, lo creería. En la Rusia de Stalin se habría dicho que era una sandía del cantamañanas de Lisenko y de su ciencia “socialista”. Aquello no era una sandía: era un globo terráqueo, el planeta Tierra en todo su esplendor redondo, como lo hemos visto después gracias a nuestros astronautas. Era la demostración práctica de la teoría copernicana, una demostración que ojalá Galileo hubiera tenido en su poder para lanzarla a las narices de asnos de sus eclesiásticos jueces. Creo que entonces empecé a comprender concretamente lo que significaba la redondez de la tierra: el globo terráqueo de la escuela, mucho más pequeño, no era capaz de acicatear mi imaginación. Pues aquel mundo de sandía, además de dejarme para siempre una sedienta afición a su roja y refrescante carne, debió de despertar en mí algo latente ya, como en tantos niños: la nostalgia del seno materno y el entusiasmo por las soberbias redondeces femeninas. Y pido perdón a mi admirado don Sigmund si me voy por los cerros de Ubeda y no sigo sus tortuosos pasos en este punto, no sé. El hecho es que durante largo tiempo mis gustos en esta materia, mejor sería decir en esta carne, fueron fellinianos avant-la-lettre: todo por las imponentes sandías mujeriles. Ese fervor montañero mío se iba a mitigar en gran medida cuando una libido más madura no hubo menester de tan rotundos fetiches para portarse como Dios manda. Me gustaría preguntarle a Azulejo qué impresión le ha dejado a él la descomunal sandía del abuelo. ¿No será mi impresión de hoy algo elaborado a posteriori? La memoria inventa sin freno y sin cesar, no hay que olvidarlo. Veremos cuando vuelva.

Hay otra cosa que quisiera que me aclarase. Otra no, otras muchas. Pero ésta me interesa particularmente porque toca a lo que puede llamarse “intermitencias de la memoria”, como Proust hablaba de las “intermitencias del corazón” a propósito del narrador y de Albertine. Lo que casi viene a ser lo mismo puesto que la memoria está muy fuertemente ligada a los sentimientos que la orientan y la mediatizan. Se trata de una escena de mi infancia cuyo contenido tengo la impresión de que ha cambiado con el tiempo. Ya lo he dicho, la memoria inventa.

Debe de ser en los comienzos de la guerra civil. La iglesia del pueblo. Un cura está diciendo misa. ¿Qué cura? No tengo el menor recuerdo y nadie me ha podido dar una pista tras más de medio siglo transcurrido. No podía ser, en todo caso, don José, un curita catalán que era un santo varón rebosante de imaginación y de generosidad juveniles al que los chicos adorábamos (me pregunto si no data de él al cabo de tantos años mi pasión, a veces un poco parcial, por Cataluña y su cultura). No, no podía ser don José el catalán, joven imitador de Jesús de Nazaret tanto más de admirar cuanto que la Iglesia española entera, o casi entera, vivía entonces en plena cruzada, azuzando a unos españoles contra otros (una más, quizá la peor, de sus fechorías). No puedo pues saber de qué cura se trataba: uno más, desde luego, de los curas trabucaires que tanto abundaban en la época (en lo que a mí toca, con las dos felices excepciones de este bendito don José catalán y la del inteligentísimo “topo” que debía de ser seguramente el ya mencionado don Eutimio “el chino”). Pero voy al grano: el cura aquel, fuera quien fuera, estaba diciendo misa. Mediado el acto, se subió al púlpito para predicar. ¿Qué iba a predicar aquel buen señor? Yo era demasiado pequeño para preverlo. A la misa asistíamos, seguramente junto con los chicos de la escuela, mi hermano segundo y yo; mi madre, aunque católica, no iba a la iglesia desde que había estallado la guerra civil y mi padre, que además era “acatólico”, como lindamente se decía entonces, es decir rojo y ateo, estaba en la cárcel, que era el destino natural, umbral a menudo de otro mucho peor, para un maestro socialista. Subióse al púlpito el bendito clérigo e inmediatamente empezó a tronar... ¿Contra qué? ¿Contra qué iba a ser sino contra las “hordas rojas”? Debí de ponerme yo mismo rojo del efecto y saltar de mi banco como un resorte. O eso es lo que creo recordar ahora. Porque yo sabía muy bien que mi padre era un miembro de las tan infamadas “hordas rojas”. Mi recuerdo actual, repito, es que agarré a mi hermano por la mano —debía de tener cinco o seis años— y le conduje, sin que él comprendiera bien mi reacción, hacia el atrio y la puerta, ante la mirada escandalizada y reprobadora del tonante clérigo y, supongo, de la mayoría de sus feligreses. ¿Es así como ocurrió la escena? En todo caso, así es como creo recordarla hoy día. ¿No será simplemente este recuerdo la realización imaginaria de un deseo compulsivo, vehemente, que no llegó a convertirse en realidad? ¿O tomé realmente soleta de aquel curángano energuménico y de su misa policial? La memoria transmuta muy a menudo en realidad lo que no pasó de ser materia de deseo. ¿No os ha ocurrido alguna vez estar convencidos de que, muchos años antes, habíais hecho el amor con una mujer a la que en realidad sólo deseasteis con toda la violencia de una libido excitada y reprimida? Me escapara o no de la iglesia, lo que no tiene vuelta de hoja es que en ese momento en que un niño se pone rojo de indignación porque un cura insulta a su padre empezó a incubarse lo que pocos años después, muy pocos, sería la ruptura total con aquella sombría casta y su institución opresora (¡y cómo había de seguir oprimiéndome, aun estando fuera de ella, como a tantos otros españoles, hasta ya muy entrado en la juventud!). Por eso mismo, me place como pocas cosas de mi infancia recordar a mis dos curas buenos: el don José que nos enseñaba divertidos juegos de todas clases más bien que el aburrido catecismo y el don Eutimio que tenía la insigne ironía de regalar a un chaval de once o doce años la turbadora Salomé del tunante de Oscar Wilde.

Pero, por Cronos, el tiempo pasa y Azulejo no vuelve. Desde esta orilla del Mediterráneo en que ahora escribo contemplo el sol hundiéndose poco a poco tras los serrijones del Maestrazgo. Y evoco un caluroso atardecer de principios de los años 40 en un pueblo toledano abrumado por el sol de agosto. Veo el sendero que llevaba (¿que lleva?) por entre olivos a la era de José Carrasco. ¿Dónde se ha metido Azulejo? Tendría que estar ya de vuelta. Necesito verlo, para decirle adiós al menos. Quizá no volvamos a encontrarnos nunca más. La vida no consiente fácilmente excepciones a las leyes del tiempo y de la naturaleza. Es ésta una ocasión única que puede no repetirse, que no se repetirá seguramente. ¡Vuelve, chaval, vuelve! Ya irás a recoger a tu abuelo ciego más tarde, cuando salga la luna y os ilumine el camino de vuelta a casa. ¡Vuelve, vuelve!

La foto de Azulejo queda envuelta como en un halo de luz blanca y el chicuelo reaparece encima de mi mesa escritorio con su figurilla de liliputiense como si fuera un geniecillo de un relato de Las mil y una noches o de un cuento de Andersen o de los hermanos Grimm. Se queda de pie junto a doña María Moliner, pacientemente tumbada sobre la mesa para servir de duro sofá a Azulejo.

YO.— Empezaba a creer que no volverías.

AZULEJO.— (Coge uno de mis bolígrafos y se apoya en él como si fuera un cayado de pastor) Sí, es verdad. Me he retrasado. Es que en la era habían partido una sandía muy grande y yo me he comido casi la mitad. Oye, qué rica estaba.

YO.— ¿Con que una sandía?

AZULEJO.— ¿Y qué tiene de particular? Con estos calores de agosto comer sandía es casi la única manera de refrescarse, aparte de bañarse en el río o en las albercas.

YO.— No, si no es eso. Es que, mientras estabas ausente, estuve recordando con placer la enorme sandía que mi abuelo, bueno, no, tu abuelo...

AZULEJO.— ¿Qué sandía?

YO.— ¿No te acuerdas? No hace tanto tiempo. Debías de tener seis o siete años.

AZULEJO.— ¿Y de qué tengo que acordarme?

Le repito la historia de la sandía redonda y grande como un mundo y de la fuerte impresión que me causó.

AZULEJO.— Pues yo no recuerdo nada. No sé. He visto muchas sandías muy gordas, con lo que me gustan. Pero de esa en particular de que me hablas no sé, no recuerdo nada. A lo mejor es cierto, pero yo debía de ser muy pequeño y hay cosas que ocurren en esa edad y luego uno no se acuerda.

YO.— Quizás tengas razón. A veces se olvidan las cosas y después vuelven a la memoria, no se sabe por qué. Yo me acuerdo de esa sandía como si el abuelo me la hubiera ofrecido ayer mismo. La estoy viendo tan grande, enormemente redonda, como si fuera a aplastarme con su tamaño. Y, sin embargo, hace más de medio siglo. ¿Te das cuenta?: más de medio siglo.

AZULEJO.— Mira, creo que tienes mucha más imaginación que yo. ¿No te lo habrás inventado todo? Yo, para sandías, la que acabo de comerme con mi abuelo y José Carrasco y su hijo Paco que es amigo mío...

En vista de que el duendecillo desmiente muy tranquilo la realidad de un recuerdo que tanto me ha marcado en la vida —o eso creía yo hasta ahora—, renuncio a preguntarle por la escena de la iglesia y del vandálico curángano. ¿Me quedaré sin saber lo que realmente ocurrió? Pero ¿qué importancia puede tener lo que ocurrió? La vida teje y desteje su trama con olvidos, mentiras, sueños e imaginaciones lo mismo que con percepciones indiscutibles de la realidad. No hace falta tener muchos años para saber tan patente verdad, pero a los setenta se sabe con mayor profundidad, más en carne propia, porque uno ya es casi como un solar arqueológico donde se han ido acumulando sucesivas capas de vida. No le falta pues materia a la exploración que hacemos, cuando la hacemos, de nosotros mismos.

Por otra parte, de este trabucamiento o divergencia de recuerdos y experiencias saco aun más en claro lo que ya sé: que Azulejo no es yo y que yo no soy Azulejo. Verdad ésta de la heterogeneidad intrínseca del yo, del extrañamiento entre los yos sucesivos, que no es fácil de aceptar porque parece oponerse a las convenciones de la identidad social o administrativa pero que emerge en instantes privilegiados en que la conciencia se vuelve sobre sí misma para contemplarse en su heracliteano fluir contradictorio.

Interrumpe mis cavilaciones el rapaz que es mi progenitor —pero no yo mismo— y que podría ser mi hijo.

AZULEJO.— ¿Sabes lo que me decía hace un rato mi abuelo, cuando le llevaba a la era?

YO.— ¿Qué?

AZULEJO.— Que debería ser músico, que tengo muy buen oído. Y, además, me gustan mucho las sinfonías de Beethoven, bueno, las que he oído en la radio de mi abuelo. ¿A ti te gustan las sinfonías de Beethoven?

El alevín de músico que nunca llegará a ser músico me pone en un aprieto: ¿cómo decirle que ya no las oigo, salvo muy de tarde en tarde la Novena, sobre todo el movimiento final con coros, y algo de la Octava, y ya ni siquiera el Allegretto de la Séptima, que tanto me apasionaba de joven? ¿cómo explicarle por qué detesto el chimpún sinfónico, incluido el del más grande de todos los músicos, después de Bach el Divino? Sería absurdo, y vergonzoso, espetarle sin miramiento juicios y negaciones que le herirían seguramente en sus entusiasmos musicales y que él no podría compartir porque hay que pasar por donde hay que pasar antes de llegar a donde hay que llegar —irrisoria manera de no decir nada, por cierto.

YO.— Bueno, la verdad es que las oigo poco. No dispongo de mucho tiempo, y son tan largas, ¿no te parece? ¿Tú conoces la música de cámara de Beethoven?

AZULEJO.— ¿Qué es música de cámara?

YO.— Las sonatas para piano o violín, o los tríos, cuartetos y quintetos, y otras composiciones con pocos o un solo instrumento.

AZULEJO.— He oído una pieza de Beethoven que se llama Para Elisa, un poco tonta, la verdad, para niños (Otra vez su aire petulante.) Pero también la Sonata patética y me gusta mucho. La oí hace dos días en la radio, interpretada por un pianista que se llama Leopoldo Querol. Muy bueno, ¿sabes?

Si le dijera que una de las cosas que más antipático me hicieron antaño a Lenin fue que, de Beethoven, se quedaba con la Patética, o algo por el estilo, menospreciando lo demás...

YO.— No, verás, a mí lo que más me gusta son las cinco últimas sonatas para piano y los cinco últimos cuartetos. Me ayudan muchísimo a vivir, a encontrar un sentido a la vida. Los oigo hasta en sueños. Y los llevo siempre en casetes conmigo.

AZULEJO.— ¿Qué son casetes?

YO.— Unos artilugios sonoros que no existen todavía en tu época.

AZULEJO.— Pues yo tengo que contentarme con el viejo Emerson que le regaló mi padre a mi abuelo y en el que puedo oír la Hora Sinfónica de Radio Nacional de España. Pero oímos también Radio Londres, ¿sabes?, que dice la verdad sobre la guerra contra el bandido de Hitler. Mi abuelo procura que no se oiga en la calle, porque a veces te denuncian diciendo que la BBC es una radio roja.

Me mira fijamente a los ojos y me pregunta con tono vacilante:

AZULEJO.— Y tu abuelo... el tuyo... ¿vive tadavía?

YO.— No te inquietes. ¿No vive el tuyo? Vas a ir a buscarle dentro de un rato, ¿no? Pues el mío también.

AZULEJO.— Porque antes me dijiste, ¿me lo dijiste, no?, que tus padres habían muerto.

YO.— Pero, como viven los tuyos, pues es como si los míos vivieran también, ¿comprendes?

AZULEJO.— Bueno, no lo entiendo muy bien. Pero tú me has dicho que a tu edad podías ser el padre de mi padre... Todo eso me parece muy complicado.

YO.— ¿Quieres que te cuente un sueño? Tú eres muy soñador, me has dicho.

AZULEJO.— Sí, sí que lo soy. No hay noche que no sueñe. Sobre todo sueños en que alguien me persigue sin que yo pueda moverme. Y otros sueños en que vuelo, ya te lo he dicho, creo.

YO.— Bueno, el que te quiero contar puede interesarte. Tiene que ver con eso de que veníamos hablando, de quién es padre de quién y de que los hijos son a veces padres de los padres. Verás, fue después de la muerte de mi padre. Del mío, no del tuyo. Que quede bien claro. Hace ya años. Pero es un sueño que no olvido. Me impresionó profundamente. Es en no sé qué sitio exactamente. Casi nunca se reconocen en sueños los lugares, todo sale a menudo cambiado y confuso. Bueno, yo acompañaba a mi padre. Tenía ya muchos años, muchísimos, más de noventa. Era al final de su vida, aunque en la realidad estaba ya muerto, ya te lo he dicho. Pero el sueño es un formidable resucitador, ya lo sabrás un día, cuando seas mayor como yo. Bueno, como te digo, estaba ya muy viejo y se movía con cierta dificultad, a pesar de su reciedumbre; era tan fuerte como el tuyo, aunque con muchos años más. Ibamos caminando tranquilamente en muy buena compaña y, de golpe, vemos que otro viejo se va acercando hacia nosotros, en dirección contraria; anda con muletas, pero eso no le impide moverse con bastante facilidad. Tiene una gran frente muy despejada, una casi calva reluciente, un macizo bigote, unos ojos profundos y afectuosos y un semblante lleno de viveza, pese a su edad. Es viejo, ya te lo he dicho, pero menos que mi padre. Yo le reconozco en seguida: es mi abuelo Felipe, el padre de mi padre. Le conocí muy bien de niño, iba a verlos, a él y a la abuela, en vacaciones, tenían un patio muy hermoso con todo un muro de yedra que a mí me fascinaba porque al atardecer se llenaba de gorriones y yo me empeñaba en subir a cogerlos. Además, en casa conservo aun retratos de él, sobre todo uno muy grande donde está con mi abuela. ¿Sabes?, era un hombre de gran personalidad, muy afectuoso y de una viva inteligencia “no cultivada”, como decía mi padre, y era verdad. En mi sueño mi padre se acerca sonriente al también sonriente viejo, le coge la mano y le dice, mirándole con curiosidad: “¿Cómo está usted?” El otro viejo le contempla con aire al mismo tiempo divertido y cariñoso: “Pues así, así... Con esta artritis que no me deja servirme de mis piernas.” “Pues yo tengo una artrosis en la cadera que a veces me fastidia un poco. Pero, vaya, puedo caminar todavía. Aunque con alguna dificultad.” Ambos tienen la misma cabeza redonda que es un poco también la mía, pero mucho más enérgica en ellos. Mi padre se inclina suavemente hacia el rostro del abuelo Felipe: “Pero ¿no nos conocemos?” “No sé, hay algo que me recuerda no sé qué.” “¡Pero si yo le he visto a usted hace tiempo, mucho tiempo! Aunque no me acuerdo bien. Como tengo más de noventa años, la memoria me falla.” Los dos viejos, muy juntos el uno al otro, me han olvidado totalmente, absortos en su mutua contemplación afectuosa. Y yo los miro asombrado, como si me descubrieran un mundo misterioso y contradictorio pero al mismo tiempo lleno de luz y de sentido. Me acerco a ellos, le cojo a mi padre del brazo y le susurro casi al oído: “Pero si es el abuelo Felipe, tu padre”. Me vuelvo hacia el anciano de las muletas y le digo sonriendo: “Pero, abuelo, ¿no te acuerdas? Es tu hijo Angel.” Ambos se contemplan con arrobo, como dos hermanos que se encontraran tras una larguísima separación. “Y yo soy el canito’, ¿recuerdas?, tu nieto.” “Sí, el canito’, sí, el que se subía como un gatito a mis piernas cuando estaba sentado en el patio. Y mi hijo Angel. Sí, ya veo, ya veo. ¡Vaya, Angel, vaya!” Un resplandor de felicidad ilumina el rostro de los dos ancianos. Y yo, no sé por qué, pero poniendo en ello toda el alma, cojo a los dos entre mis brazos y los aprieto contra mí, como para protegerlos del mundo y del tiempo. En ese momento me despierto, con los ojos arrasados de lágrimas pero con la jubilosa sensación de haber arrancado para siempre del reino de las sombras a dos seres amados, a dos hijos míos. Eso es todo, Azulejo. Ves, me vuelven las lágrimas...

AZULEJO.— Es muy hermoso tu sueño, me conmueve a mí también, mucho. Pero ¿por qué dices “a dos hijos míos”?

YO.— Porque en ese momento mi padre y mi abuelo son para mí, aunque yo sea más joven, dos hijos a los que deseo ardientemente proteger.

AZULEJO.— ¿Proteger de qué?

YO.— Ya lo he dicho. De la muerte, del reino de las sombras, de la nada. Si son mis hijos y yo sigo viviendo, ellos siguen viviendo también. Porque un hijo no muere antes que su padre. Mientras el padre vive, el hijo tiene garantizada la existencia. Por eso, cuando muere tu padre es cuando realmente sientes que entre ti y la muerte ya no hay nada, ya no hay barrera que te separe de ella. ¿Entiendes?

AZULEJO.— Bueno, no mucho.

YO.— Además, observa que en el sueño los dos viejos no se reconocen el uno al otro, no saben que son padre e hijo. No, porque así puedo sentirlos más fácilmente como a mis hijos, a los dos. ¿Ves lo complicado que es esto de la paternidad y de la filialidad? Nunca se sabe bien de quien se es hijo y de quien se es padre.

Azulejo sonríe y me mira un poco socarronamente, torciendo ligeramente los labios, de soslayo.

AZULEJO.— Ya veo como puedo ser yo tu padre, con trece años. ¿Y quién sería en ese caso tu madre? Dime.

Ahora se ríe francamente; me ha cogido en un renuncio y no sé qué contestar. No le voy a decir que mi madre es también él; seguro que se sentiría ofendido.

De repente, sentado como estaba en la siempre paciente doña María Moliner, se levanta de un salto, y me dice:

AZULEJO.— Oye, ¿tienes hora?

YO.— Sí, pero no creo que te sirva la hora de mi reloj. Marca el tiempo que yo estoy viviendo, sesenta años después. No el tuyo de este día de agosto de mil novecientos cuarenta y tantos.

AZULEJO.— Cuarenta y dos. Eso sí que no lo comprendo. Me pones ante unos enigmas... Pero, bueno, tengo que irme. El sol se ha puesto hace tiempo. Y mira como la luna ya alumbra. Voy a recoger a mi abuelo Paco. Si voy demasiado tarde, me tirará un poco de las orejas. No es la primera vez que ocurre. Jolines, soy tan distraído.

Como yo, pienso. ¿Cuántas cosas habré heredado de este padrecito chiquilín?

AZULEJO.— Es la hora de la cena. Además, tengo hambre. Por hablar contigo me he olvidado de merendar. Seguro que mi madre me ha buscado para darme el bocadillo. Y me has hecho trabajar la cabeza con tus cosas raras y enigmas.

Me asaltan súbitamente el temor y la tristeza. ¿No se acabará para siempre este salto imposible, esta levitación fuera del tiempo? ¿Podré volver a ver de nuevo al elfo de ojos azules, ese yo que no soy yo, que no está vivo pero que tampoco ha muerto?

YO.— Por favor, Azulejo, quédate un rato más. ¡Quisiera hacerte tantas preguntas!

AZULEJO.— No puedo. Tengo que irme, ¿no lo comprendes? Por nada del mundo le haré esperar al abuelo. Aunque ya te he confesado que lo he hecho. Pero era por distracción. Es tan bueno. Y me enseña tantas cosas de música...

YO.— Bien, vete pues corriendo, joven elfo.

AZULEJO.— ¿Qué es eso de elfo?

YO.— Una especie de geniecillo o espíritu del aire que salta con gran ligereza. ¡Como tú vas y vienes y desapareces en el aire sin dejar rastro! Un duendecillo eres, chiquilín.

AZULEJO.— Pues el elfo se va. Pero volveré. Te lo prometo. Hoy ya no. Es demasiado tarde. Será otro día. Ya te lo he dicho: no tienes más que desearlo muy fuertemente, con querer fuerte, con mucho querer fuerte, y volveré a aparecer a tu lado. Pero tienes que poner la foto sobre la mesa, ¡eh!, no olvides.

YO.— Oye, por curiosidad, ¿qué es eso del “querer fuerte”? ¿De dónde lo has sacado? Como eres tan literario, seguro que de alguno de tus libros, ¿no es así?

AZULEJO.— ¿No has leído a don Benito? Está en uno de mis libros con la bandera republicana en la portada. Luchana, si no recuerdo mal. O bien otro de los Episodios Nacionales de esa serie. Hay un joven vasco muy simpático, Zoilo Arratia, que conquista a Aura, la novia de otro, y la hace su novia gracias al “querer fuerte”. Son simpáticos los vascos, ¿no crees? Hasta Zumalacárregui, a pesar de ser requeté, que no es cosa buena. Pero ¿no era navarro? Bueno, lee ese episodio y ya me dirás si te gusta o no la historia de Zoilo Arratia y de Aura. Y ya me voy, que contigo no para uno nunca de hablar.

YO.— Espera un momento, sólo un momento. Quisiera preguntarte por tus hermanos. Y por tus padres. No me has dicho casi nada de ellos. Y de tus estudios. Y de tus bicicletas.

AZULEJO.— ¿Cómo bicicletas? Sólo tengo una, y otra mi hermano Fede. Nos las envió desde Vitoria mi tío Pablo, hermano de mi padre.

YO.— ¿Con cuántas velocidades?

AZULEJO.— Oye, que no es un automóvil. Una y basta: la de mis piernas. ¿Tienen velocidades las bicicletas?

Me río de su ignorancia bicicletera.

YO.— Yo tengo cuatro, y una de ellas con doce velocidades. Casi de profesional.

AZULEJO.— Hombre, exageras, ya serán menos. Bueno, me voy. Adiós.

YO.— Una sola pregunta, espera. Me has contado como jugabais a la guerra civil. Pero no eran todo diversiones, supongo.

AZULEJO.— Bueno, yo me divertí bastante, la verdad. Como los otros chicos de mi edad.

YO.— Pero, de todos modos, debiste darte cuenta en algún momento de lo horrible que era aquella guerra.

Azulejo se pone de súbito serio.

AZULEJO.— Sí, me acuerdo muy bien. Yo era entonces muy pequeño. Mi padre no estaba en el pueblo. No sabía muy bien lo que pasaba. Y nadie me explicaba nada. Pero un día, en la alcoba de mis padres, mi madre rompió de golpe en un torrente de lágrimas. Fue una crisis de nervios tremenda. Lloraba, se retorcía las manos, sacudía violentamente la cabeza, se mesaba el cabello... Yo la abrazaba, trataba de consolarla sin saber cómo, mezclaba con ella mis lágrimas... mientras mis dos hermanos (el pequeño, Angelito, Lito, tenía sólo dos años) nos miraban con los ojos redondos sentados en la cama. Entonces comprendí que algo horrible estaba ocurriendo en casa y en todo el país y que a mi padre le pasaba algo malo. Esa escena no la olvidaré nunca.

El rapaz mira hacia otro lado con ojos apagados de tristeza mientras pronuncia estas frases con un tartamudeo que delata las lágrimas a punto de estallar.

Para apartarle del congojoso recuerdo cambio bruscamente de tema:

YO.— ¿Te gustan las montañas?

Me mira un poco desconcertado.

AZULEJO.— ¿Por qué me lo preguntas?

YO.— Porque yo las amo profundamente y me gustaría saber si tú sientes lo mismo.

AZULEJO.— Desde pequeñito las veo todos los días. Pero de lejos. Son mi horizonte. Las hay más cercanas, pero las que me atraen son las otras: Gredos. Azules por la lejanía. El pico Almanzor. Pero tan lejos...

YO.— Pero ¿las has visto de cerca? ¿Has subido por ellas?

AZULEJO.— No, no, están muy lejos, lo menos cuarenta kilómetros. Mi sueño sería llegar hasta ellas. Son como otro mundo que me llamara. Un sueño. ¿Tú las conoces bien?

YO.— Sí, y me fascinan. Cada vez más. Me puedo pasar horas enteras contemplándolas, de cerca o de lejos.

AZULEJO.— Pues a mí me pasa lo mismo. ¿Podré acercarme a ellas algún día?

YO.— Pues claro. Gredos está cerca, cuarenta kilómetros es poca distancia, ¿no? Y a los Pirineos también podrás subir un día.

AZULEJO.— Ojalá.

YO.— Ves, hay cosas en que somos iguales. ¿Y las nubes?

AZULEJO.— ¿Qué pasa con las nubes?

YO.— Que si te gustan.

AZULEJO.— Pues claro, ¿cómo no me van a gustar? No todas, claro. Las nubes blancas que parecen de lana... A veces son como corderos que pastaran en las praderas del cielo.

YO.— Muy bonito. ¿Quién te ha enseñado eso?

AZULEJO.— No sé, quizá lo he leído en algún libro de poesía. Pero creo que ya decía algo así en una poesía muy corta que escribí para mi padre, cuando tenía ocho años. Mi madre se la llevó a la cárcel.

YO.— Pues yo también amo las nubes. Como el extranjero de Baudelaire.

AZULEJO.— ¿Quién es ese Baudelaire?

YO.— Un poeta francés al que fascinaban las nubes, y no sé si las montañas. Ya lo leerás cuando seas mayor.

AZULEJO.— Pues ahora ni nubes ni montañas. Es de noche. La luna brilla como una bola de oro. ¿Te gusta lo de bola de oro? Y yo me marcho a recoger a mi abuelo, que ya estará esperándome con impaciencia, y tiene razón.

De un salto se pone en pie y echa a andar.

YO.— Espera todavía un momento.

AZULEJO.— Ya me has retenido demasiado tiempo. Me gusta la mar hablar contigo. Me enseñas cosas raras. Pero se acabó. Por hoy en todo caso. Me voy.

YO.— (Nervioso, con una súbita congoja en el pecho) Espera. Al menos déjame tocarte. Nada más un momento.

AZULEJO.— ¿Tocarme? ¿Y para qué?

YO.— Para ver si tienes realmente un cuerpo o no eres más que un juego de la luz en el aire. Un cuerpo duro como el mío y no un fantasma.

AZULEJO.— Fantasma quizá lo seas tú más que yo. Todavía sigo sin saber de qué mundo vienes y de qué materia estás hecho. Claro que tengo un cuerpo, ¿qué te has creído? Pero yo vivo en otro...

Con un rápido movimiento acerco mi mano a su carita ligeramente sonrosada. Voy a tocarle la mejilla con un dedo. El chicuelo hace un brusco ademán de apartarse. Pero ya es tarde. Mi mano llega a su cara. Y...

Hay como un destello fosforescente. Como si estallara una pompa de jabón. Lo último que veo son sus ojos azules, sorprendidos, que me miran con reproche y una tristeza que me parte el corazón. Azulejo ha desaparecido. Sobre mi escritorio, junto a los gruesos tomos de doña María Moliner, queda la cartulina aun brillante de una foto.

V. MAESTOSO

Azulejo ha vuelto a su mundo fuera del tiempo. Yo sigo en el mío. Miles de kilómetros de tiempo nos separan. El milagro del amor, desbaratador de la finitud, se ha roto. El ha vuelto a su mundo soleado y lunar. Yo me quedo en el mío que va cobrando lenta y furtivamente consistencia de ceniza. Pero una inmensa alegría me embarga de que él no sea yo. Como si Azulejo fuera el garante de que mi pesada andadura recobre una ligereza inesperada y de que mi camino hacia el fin no sea una senda sin retorno.

No volveré a llamarle, pese a cualquier veleidad de “querer fuerte” que pueda incitarme a ello. No tengo derecho a penetrar por segunda vez en un universo que no, o ya no, es el mío: terminaría por contaminarlo y reducirlo a escombros. Y no puedo introducir en mi mundo al elfo soñador: se apagaría el azul de sus ojos y se empañaría la hermosa ligereza de su vivir. Pero sé que seguirá viviendo al margen de mí, en la luminosa región que es la suya, me pase lo que me pase. Espero incluso —¡la esperanza es loca!— que, muerto yo, aun continuará llevando de la mano a su abuelo ciego a una perdurable era de José Carrasco que quizá se llame la eternidad, dando feliz noticia de que el tiempo no existe, para el amor y para la inocencia.

Adiós, Azulejo. Quédate en tu mundo de sol y luna perpetuos. Sigue viviendo ligero como el corzo, chiquilín. Tienes aun casi todo por aprender y casi todo por vivir. Ligero de equipaje, puedes saltar por encima de las bardas de este corral en que vivimos encerrados los humanos, de esta “capoeira” evocada por Pessoa desde la que cantamos vanamente al infinito. No nos añores, geniecillo que ha vencido al tiempo, no añores a quienes vivimos en la cresta de la ola que nos lleva hacia la blanquísima playa, seres maltrechos por el pesado lastre de un sinfín de actos que nos abruman y apenas nos dejan resquicio para imaginar y para esperar. Lo irremediable que nos envejece preparándonos para la disolución final. ¡Salud, chaval!

VI. FINAL. GRAN FUGA DIALOGUILLO DE NUBES Y MONTAÑAS

A Azulejo le gustan las montañas, de lejos como las ve. A mí también me gustan, no, me fascinan, de lejos como de cerca. De lejos, como señuelo de nostálgica lontananza teñida de temporalidad. De cerca, como aviso de permanencia. Ellas me apaciguan confirmándome gozosamente en mi medida humana, pequeña pero sabedora de infinito. Ellas me reconcilian con mi finitud. Ellas me obligan a mirar hacia arriba, sursum vitam. Las montañas, las sagradas montañas que los hombres hemos adorado desde siempre como divinidades a menudo maternales. Ellas, guardianas de la eternidad.

Pero ¿y las nubes? A Azulejo le gustan, “corderos que pastan en las praderas del cielo”. Yo las amo, como las amaba el extranjero de Baudelaire: “¿Qué amas, pues, extranjero?” “Amo las nubes... las nubes que pasan... las maravillosas nubes.” Amo su fugacidad, su vagar infatigable, su caprichosa capacidad de transformación. Ellas, las efímeras. Las nubes, hijas del tiempo, aladas imágenes de la existencia humana, andarinas compañeras de exilio terrestre.

Pienso que al extranjero de Baudelaire se le debió de olvidar seguramente otra respuesta, contradictoria con la primera pero en la que hubiera puesto no menos pasión: “Amo las montañas... las montañas que permanecen... las maravillosas montañas.” Aunque Baudelaire, hombre de la gran ciudad y no de la gran naturaleza, se sintiera más cerca de las nubes que de las montañas.

Heme aquí una vez más entre mis madres y amigas, cerca de los picachos que fulgen al sol desafiantes y que las nubes blancas acarician blandamente, bajo las cumbres que Azulejo irá a venerar un día en su mundo fuera del tiempo, inmóvil como las montañas.

Nubes y montañas: ¡soberbio contraste! ¡espléndido combate amistoso! Las que pasan, las que permanecen; las efímeras, las perdurables. Contemplo las altas moles afiladas que parecen alzarse sobre mí casi a plomo. Rebaños de vaporosos corderos blancos pastan en lo alto, pasando siempre, pasando. ¿Imagináis lo que se dirán unas a otras, las nubes y las montañas, al saludarse de paso?:

Las nubes: “Ahí os quedáis, amadas cumbres, centinelas inmóviles del cielo. Nosotras cumplimos con nuestro ser peregrino: pasar, siempre pasar, sin punto de reposo. Pero contamos con vosotras, acogedoras madres. Volveremos a contemplaros en vuestra tranquila eternidad. Saludos, diosas. Las perpetuas peregrinas os dicen adiós.”

Y los picachos que responden: “Adiós, hijas del viento. Buen viaje. Aquí nos tendréis hasta vuestro próximo paso. Muchas cosas para los hombres, que hasta aquí llegan poco.”

Y las nubes:: “Los hombres, los hombres... También ellos pasan como nosotras. Más ligeramente acaso. Y como nosotras cambian de aspecto sin cesar. Otro destino peregrino.”

Las montañas: “Ellos son hijos del tiempo, como vosotras del viento. A veces se nos acercan, apesadumbrados por el continuo cambio, buscando un reposo para su inquieto vivir que es un sinvivir. Y nos adoran como a dioses. Pero no pueden detenerse; como vosotras pasan, incapaces de quedarse en nuestro seno o a nuestra vera.”

Las nubes: “Sí, pero cuando alguna vez deciden quedarse con vosotras, la verdad es que no siempre os mostráis acogedoras. Reconoced que en ocasiones los tratáis despiadadamente.”

Las montañas: “Es que no saben respetarnos, o bien han olvidado el antiguo respeto que nos tenían desde que empezaron a desparramarse por la tierra. Tendrían que aprender a ser inmóviles e impasibles como nosotras.”

Las nubes: “¿Y cómo podrían serlo sin dejar de existir, hijos de Cronos como son?”

Las montañas: “¡Ay de los hombres, amigas nubes! Tenéis razón. No pueden quedarse a nuestro lado, en el seno maternal que les ofrecemos, al abrigo del tiempo. Cronos que los crea los destruye también.”

Las nubes: “Hasta pronto, madres majestuosas. Nuestro padre el viento no nos deja detenernos ni un instante.”

Las montañas: “Buen viaje. Y cuando lleguéis a las llanuras, sed clementes con los humanos. No les hagáis una de las vuestras, que a nosotras nos refrescan y a ellos los matan. Pobrecillos, ya les basta con tener que morirse por sí mismos para que además los matéis vosotras. Serenad vuestros rayos, aplacad vuestros diluvios.”

Las nubes: “Procuraremos ser clementes. Y hasta benéficas. Que lo somos, vaya, que lo somos. Si no, ¿quién riega sus campos? ¿quién aplaca su sed?”

Las montañas: “¡Hasta siempre, lanudas viajeras, criaturas sutiles, maravillosas nubes!”

Las nubes: “¡Hasta siempre, guardianas de la eternidad, piadosas madres, maravillosas montañas!”

Y el hombre que contempla y oye, con su pesadumbre de hijo de Cronos, siente por un instante que quizá hay en algún lugar del universo un rincón en que el tiempo ha sido vencido, un rincón de eternidad que le está prometido.