El día en que el niño Azulejo, que aun no había cumplido los ocho años, oyó hablar por primera vez del coronel Yagüe fue el 23 de septiembre de aquel funesto y tormentoso 1936. O tal vez fuera en los días inmediatos a esa fecha, la de la ocupación de su pueblo por las tropas facciosas sublevadas contra la República. Debió de oír ese nombre presumiblemente en su casa, o en casa de su tía Asunción, hermana de su abuelo, donde en esos días en que el frente de guerra se acercaba al pueblo la familia se consideraba mejor protegida contra cualquier azar bélico que en la propia casa de Azulejo. Su padre estaba ausente del pueblo desde hacía varios días por haber acudido a su pueblo natal, Chozas de Canales, con la acuciosa idea de que él, conocido republicano y ugetista, podría proteger a su anciana madre viuda contra cualquier atropello en un momento caótico en que los desmanes y crímenes anárquicos eran frecuentes en el bando republicano como lo eran en el bando rebelde, aun más generalizados y, además, fríamente ordenados y organizados por los principales mandos del ejército sublevado A falta del escudo protector que encarnaba la persona del padre, se estimó prudente que la familia, con el abuelo, la madre y los tres niños, se instalaran en el gran caserón de la tía Asunción, donde un día antes del 23 de septiembre se instalaron los cinco y donde en la mañana de ese día fatídico Azulejo pudo oír entre intrigado y atemorizado unos ruidos que parecían de petardos y que luego supo que habían sido tiros disparados por los soldados de una columna facciosa comandada por un coronel sublevado, justamente el coronel Yagüe, el “liberador” del pueblo.
Desde que estallara la guerra civil, dígase incivil, el 18 de julio de aquel año, Azulejo había podido conocer por lo que oía decir a los mayores, y en particular a su padre y su abuelo, los nombres de los cabecillas de la sublevación, empezando por el que aun no era el Caudillo, el general Franco. Era en cambio la primera vez que oía hablar del coronel Yagüe, don Juan Yagüe Serrano, nombre completo del que aun era coronel y como tal jefe de la columna que unos días antes, el 8 de septiembre, había perpetrado la pavorosa “masacre de Badajoz”, el asesinato en masa de miles de republicanos ametrallados por las fuerzas del coronel en la plaza de toros de la ciudad extremeña, uno de los crímenes internacionalmente más sonados del bando franquista. La matanza le valió rápidamente a Yagüe el sobrenombre infamante de “carnicero de Badajoz.” 3
De todos estos detalles bélicos acerca del coronel Yagüe nada sabía Azulejo cuando oyó por primera vez su nombre. Lo único que sí sabía, o supo en seguida, es que eran las tropas de su columna, avanzando “a contrarreloj” hacia el Madrid republicano, las que en la mañana del 23 de septiembre ocuparon sin resistencia, a pesar de los tiros que el niño había oído sin saber bien de qué se trataba, el indefenso pueblo del chicuelo. Sólo hubo, al parecer, unos disparos cuyo único resultado fue herir en una pierna al marido de su tía Asunción, cuñado de su abuelo: un moro —en la columna de Yagüe había muchos— disparó a través de la puerta de la casa que el tío Manolo se negaba a abrir, quizá por miedo de que fueran “rojos” los que llamaban a golpes en la puerta: él era hombre de derecha rabiosa y como tal enemigo de su cuñado el azañista abuelo de Azulejo.
Pero si nada sabía el chicuelo esos días de las “hazañas” bélicas del arriscado e implacable coronel le bastó que fuera él con sus tropas quien ocupara el pueblo para que le dedicara una de sus inquinas más tenaces, que muchos años después iba a tener un final inesperado y lamentable para él. Naturalmente, no llegó a ver en persona al militronche sublevado contra el Gobierno legal; ni siquiera supo si había pasado por las calles del pueblo en su veloz carrera para apoderarse de Madrid... el primero, como deseaba ardientemente. En la mente infantil de Azulejo el coronelito (era bastante bajo de estatura, como pudo ver después en los periódicos y, al final, en persona) era o iba a ser el culpable de todo lo malo que le ocurriera a la familia o a los amigos políticos de su padre, los vilipendiados “rojos” que estaban cayendo ya como moscas en pueblos y ciudades. Un caso que dejó una marca indeleble en el alma del chicuelo: en los días inmediatos a la toma del pueblo por la columna Yagüe un grupito de guardias civiles y de falangistas del pueblo fusilaron sin juicio ni miramiento alguno, manu militari, a cuatro pobres obreros del pueblo, entre ellos el Alcalde y dos miembros del Comité del Frente Popular: ese era su único crimen. A los cuatro inocentes los asesinaron y enterraron en una pequeña vaguada a un kilómetro del pueblo donde, setenta años después, aun yacen sus restos, al parecer ni reconocidos ni exhumados. Nadie del pueblo, ningún cacique ni rico, había sido no ya encarcelado y menos aun fusilado, ni siquiera molestado. Y si se retiraron de la iglesia parroquial varias imágenes y utensilios sagrados fue para guardarlos y así protegerlos de cualquier acto vandálico, como en aquellos revueltos y caóticos días se producían por aquella zona toledana y en general por toda España. En cuanto a don Pedro, el cura del pueblo, aunque allí nadie le amenazaba, el padre de Azulejo por si acaso el peligro venía de fuera lo sacó con urgencia del pueblo para llevarlo a Madrid a casa de un pariente donde pasó a salvo toda la contienda civil hasta la toma de la capital por los sublevados.
Azulejo tuvo noticia del crimen, en el que al parecer había participado algún falangista pariente de uno de los obreros fusilados, aquel mismo día, o tal vez en los días inmediatos. ¿Y quién podía ser el culpable supremo de esa atrocidad? No podía ser otro sino el maldito coronel Yagüe al que con enojada irrisión comenzó a llamar “coronel Yegua”. Y cuando un par de semanas después su padre regresó a casa después de la toma del pueblo de su madre por la misma columna Yagüe y fue inmediatamente detenido y trasladado a la cárcel de Talavera de la Reina, con peligro de fusilamiento inmediato por soberana decisión personal del otro coronel matarife, Planas de Tovar, del que después se dijo que se había jactado de fusilar a tantos “rojos” como pesetas le habían robado a su familia en el lejano Castellón de la Plana, y Azulejo hubo de presenciar aterrado junto a sus dos hermanos el desolador espectáculo de su madre llorando y mesándose los cabellos desesperada ante la idea de que su marido podía ser fusilado de un momento a otro, en el alma del niño volvió a resonar la misma sentencia condenatoria: “Tiene la culpa el coronel Yagüe.”
Su inquina infantil contra el “coronelito” se mantuvo firme durante toda la guerra hasta el punto que para él los principales culpables de las atrocidades que hubo de conocer en la flamante “zona nacional” en que vivía desde casi el comienzo de la guerra no eran Franco, Mola, Queipo y demás mandamases sino el detestado coronelito que había conquistado su pueblo y que pronto sería general gracias a su gran amigo de la Legión Francisco Franco Bahamonde. Y el aborrecimiento que por él sentía el chicuelo hubo de agravarse algún tiempo después de la toma del pueblo cuando las nuevas autoridades, los caciques a veces parientes de su abuelo y abiertos enemigos de éste y de su padre, comenzaron, como era habitual en toda la zona franquista, a bautizar o rebautizar unas cuantas calles del pueblo con los nombres de los cabecillas de la sublevación. Y hubo así calles del general Franco (aun no era el Caudillo), del general Mola, de José Antonio y, ¡maldita sea!, del... coronel Yagüe, justamente la calle donde estaba la casa familiar de Azulejo y que con ese nombre y rótulo iba a continuar hasta que, más de sesenta años después, ya asentada plenamente la democracia en el país, un alcalde socialista del pueblo suprimiese el nombre infamante de la calle y le pusiera el bonito y exacto nombre que hoy tiene: calle de Cerros Albos.
Aquel nuevo nombre dado a su calle fue para Azulejo como un insulto y una bofetada a toda su familia. Y cuando a los pocos días se instalaron un par de placas con el nombre del todavía coronel en los muros de la calle (por fortuna no en los de su misma casa) Azulejo se conjuró con su hermano Fede y hasta con el pequeñín de dos años que era Lito en que no pasarían jamás delante de tales rótulos sin escupir junto al muro o sacándole la lengua; aunque lo viesen los franquistas que ahora eran los amos del cotarro, siendo unos niños seguramente no les harían nada, pero aun en ese caso... El coronel sería aborrecido y escarnecido por Azulejo y sus familiares. Lo del escupitajo o sacada de lengua lo siguió cumpliendo el muchacho durante años hasta terminar al cabo por olvidarlo, junto con el nombre del coronel “carnicero”.
Pero esto no iba a ocurrir antes de que el azar de la vida colocara al chaval, ya convertido en un joven de 22 años que acababa de terminar la carrera de derecho en la Universidad de Madrid, ante una situación insólita que nunca habría podido imaginar el infantil detestador del coronel. Y fue como sigue. Azulejo había hecho durante la carrera los cursillos de la llamada “Milicia Universitaria” en el campamento segoviano de El Robledo, cerca de la Granja de San Ildefonso. Pidió hacer esos cursillos, pese a su nula afición a la oficialidad castrense, para librarse de las rudezas y molestias del servicio militar cuartelero; su solicitud fue aceptada pese a que iba acompañada de un certificado obligatorio del Jefe de Falange de su pueblo en el que se le calificaba, pese a sus dieciseis años, de “desafecto al régimen” y de “estar imbuido de ideas peligrosas”. En dos veranos sucesivos el muchacho de diecisiete y dieciocho años hizo los cursillos primero de sargento, luego de alférez. Y con este grado se despidió del campamento donde, pese a la necedad de la enseñanza y al ambiente franquista de la oficialidad, pasó buenos y provechosos ratos con bastantes de sus compañeros estudiantes, algunos de ellos “rojos” o “rojillos” como él o que estaban ya virando hacia las posiciones democráticas y la crítica política e intelectual del franquismo. Terminada la carrera, al alférez Azulejo le destinaron para cumplir el semestre obligatorio al cuartel de Loyola, en los alrededores de San Sebastián. Viva alegría le causó la atribución de tal destino: San Sebastián, una bella ciudad que iba a conocer, junto al mar que aun no había tenido el placer de contemplar, y la playa de la Concha, y todo el país vasco donde la oposición al régimen franquista aun seguía viva, aunque soterrada. Y además, cuestión esencial, la cercanía de Francia, país que por entonces ejercía ya una atracción poderosa sobre los jóvenes que empezaban a hacer pinitos en el mundo del pensamiento y de la literatura, como era el caso de Azulejo.
Animado de gratas esperanzas, en octubre de 1951 se presentó pues el recién licenciado y crónico antimilitarista alférez de complemento en el cuartel de Loyola, a orillas del río Urumea. Su estadía donostiarra, aparte los engorros y necedades de la vida cuartelera que había de soportar con paciencia pensando en que sólo durarían seis breves meses, resultó con frecuencia sumamente grata e incluso divertida para Azulejo. Le encantó la ciudad, conoció a jóvenes vascos con los que pudo hablar con cierta libertad de las cosas de España y del régimen (a veces rozando la imprudencia: el ambiente militar era berroqueñamente franquista), aprendió a comer y a beber como visitante asiduo de la Parte Vieja y de sus tabernas y restaurantes y tuvo la alegría de atravesar varias veces, vestido de paisano y con la ayuda de un policía amigo, el puente internacional sobre el Bidasoa. Salir del reino carcelario del general Franco, aunque sólo fuera por una tarde, era un regalo del destino que el joven alferecillo de quita y pon aprovechó, entre otras cosas, para comprar en Hendaya dos libros imposibles de adquirir en la España de entonces, mojigata y cavernícola: Le mythe de Sisyphe de Albert Camus y Le diable et le bon Dieu de Jean-Paul Sartre. Un detalle curioso: en Hendaya pudo también hacerse con un “stylobille”, o bolígrafo, por la época muy difícil de encontrar en España.
Todo iba pues sobre ruedas y a pedir de boca, al margen de la aburrida rutina cuartelera, para el joven toledano que ya estaba pensando en cómo arreglárselas para viajar a París y pasar allí una temporada, cosa que iba a lograr en el verano del año siguiente, 1952, ya terminado su semestre cuartelero. Pero he aquí que, de golpe y sin aviso previo alguno, ocurrió algo que iba a trastornar la relativamente placentera estadía donostiarra de Azulejo. La bomba (que bomba fue para él) cayó a sus pies en febrero de 1952, cuando sólo le quedaba poco más de un mes de cuartel. La cosa fue así. Los oficiales de complemento como Azulejo (había otros dos además de él: un economista madrileño “rojillo” y el otro vasco católico y sentimentalmente nacionalista) tenían entre sus funciones la de dirigir durante un día entero la guardia del cuartel, instalada junto al gran portalón de entrada. Los turnos de guardia correspondientes a los oficiales se indicaban en la orden del día para el día siguiente. Pero, en general, cada oficial sabía cuando le tocaba a él el turno de guardia. Un día de febrero el capitán de su compañía, que le era simpático entre otras cosas por llamarse Cervantes, avisó a Azulejo que estaría de guardia dos días después, añadiendo que seguramente tendría que recibir a un jefe militar muy importante, el Capitán General de la Región Militar. Al alferecillo toledano, aquejado de neurótica timidez que le duraría hasta la vejez creándole infinidad de absurdos problemas, se abstuvo de preguntar a su superior quién era ese Capitán General que iba a visitar el cuartel: no tenía la menor idea, ni siquiera sabía cual era la Región Militar a la que pertenecía San Sebastián, Donosti como se había acostumbrado a llamarla cuando hablaba con sus compañero de la Milicia y los amigos que se había hecho en la ciudad. Pero llega al fin la víspera de día de guardias y el teniente coronel le llama a su despacho para comunicarle que al día siguiente deberá recibir en la guardia del cuartel al teniente general don José Yagüe Serrano, capitán general de la IV Región Militar de Burgos, recomendándole que ponga los cinco sentidos para que la ceremonia del recibimiento se desarrolle a la perfección. “No dudo de que recibirá a nuestro capitán general como corresponde a un oficial español. Ya hizo otra guardia en diciembre y estuvo usted muy bien. Aunque ahora el visitante tiene una importancia fundamental para todos nosotros; es nuestro glorioso jefe don Juan Yagüe, un héroe de nuestra guerra. Supongo que le conoce usted, es una de las grandes figuras de nuestro Estado.” “De nombre”, contestó Azulejo con un soplo de voz que parecía salirle asustado del fondo del alma. Debía de estar pálido porque al despedirle el teniente coronel le dio una palmadita en el hombro: “No se preocupe, lo hará usted muy bien”
¡Una bomba! ¡Cómo si a sus pies hubiera estallado una bomba! Desde el fondo de su memoria infantil de hijo de vencido en la guerra asaltaba brutalmente su presente de joven aprendiz de intelectual la imagen, más bien el nombre, del detestado “coronel Yegua”, el sangriento “carnicero de Badajoz” que había tomado su pueblo con las armas robadas a la República y desencadenado así la sucesión de desgracias y calamidades que habían caído sobre su familia, entre ellas la prisión y el peligro de inminente fusilamiento de su padre, del que al fin escapó gracias a la acción diligente de sus parientes y amigos de derechas, pero siendo depurado con pérdida de su carrera y sus derechos civiles. De todo ello el niño había declarado en su ánimo culpable al coronel al que ahora tenía que recibir como capitán general de la región militar. ¡No era posible! ¡no podía ocurrirle esto a punto de licenciarse de su servicio militar! ¡Qué hacer, santo dios, qué hacer! No sería capaz de recibir con el sable desenvainado y en alto, como manda el reglamento, al jerarca franquista al que más había detestado durante su infancia y adolescencia. Pensó que, llegado el momento, se desvanecería de la tensión y del susto. Ciertamente, la inquina contra el “coronel Yegua” se había atenuado mucho con los años. Ya de joven, en el colegio y la universidad, había tenido alguna noticia de ciertas disensiones entre el ya teniente general y su antiguo compañero de la Legión Francisco Franco; había oído incluso en los círculos del antifranquismo que Yagüe, el antiguo falangista germanófilo, había cambiado de bando e incluso conspirado contra el tirano del Pardo en connivencia con el pretendiente don Juan de Borbón. De algún modo había dejado Azulejo de interesarse por el enemigo número uno de su infancia. Pero ¿recibirle ahora con todos los honores de ordenanza, sable en alto, saludándole con un “Sin novedad en la guardia, mi teniente general”. ¡Imposible! Antes hacer cualquier disparate.
Más muerto que vivo se encerró Azulejo en su habitación de la Residencia de Oficiales. Sentía un peso en el estómago como si se hubiera tragado un ladrillo y las piernas flojas y mareada la cabeza. Tenía que consultar a alguien, de otro modo no sabría encontrar una respuesta razonable a la situación, para él insólita y angustiante, que le aguardaba al día siguiente. ¿Y si se declarara enfermo y acudiera a la enfermería del cuartel simulando algún achaque grave? Así tendrían que designar a un sustituto. Pero enfermo ¿de qué? Sin entrar en muchos detalles planteó la cuestión a su compañero el economista “rojillo”. “¿Fingirte enfermo? ¿estás loco? El médico verá en seguida que no lo estás. ¿Te das cuenta? Por menos que eso te enviarían a un castillo militar a pasar unos mesecitos, o quizá unos años, de arresto. Y eso a punto de licenciarte. No, no hagas ese disparate. Apriétate los machos, plántate tranquilo delante del coronel, o teniente general, Yagüe, o Yegua, como tú dices. Y sin abrir el pico, para tus adentros, le pones de hijo de puta y de asesino a placer, que no te oirá. Y tú con cara de cemento. Y, terminada la función, te vuelves al cuarto de banderas y te tomas un par de copas de champán. Y al día siguiente nos vamos a la Parte Vieja y nos atizamos unos cuantos chiquitos con angulas de Aguinaga a la salud de tu coronel Yegua, ¿qué te parece?” Y el economista madrileño rompió en sonoras carcajadas.
Sí, tenía razón su compañero: lo sensato era seguir sus consejos. Pero ¿sería capaz de tener la presencia de espíritu, el temple necesario para hacer frente a la inaudita situación, militar de mentirijillas casi imberbe como era? Tenía que serlo. Y, aparentemente, lo fue. A las once de la mañana siguiente el lujoso coche con banderín de capitán general se acercó lentamente hasta detenerse frente al portalón del cuartel de Loyola. Un ayudante abrió la portezuela y del coche salió con viveza un hombre de escasa estatura, grueso, más bien rechoncho, de ojillos con gafas medio oscuras y aspecto poco saludable, pero enérgico de movimientos: el teniente general don Juan Yagüe Serrano en funciones de capitán general de la Región Militar de Burgos se adelantó con paso firme. A su vez el alférez de complemento Azulejo daba unos pasos hacia el teniente general y se cuadraba firme con un fuerte taconazo y el sable en alto: “A sus órdenes, mi teniente general, sin novedad en la guardia”, dijo con voz firme. “Gracias, alférez”, fue la respuesta del malcarado general. Y ambos pasaron revista a la guardia formada ante la fachada del cuartel mientras la banda del regimiento interpretaba un himno militar. Llegados a la puerta, el alférez de guardia se cuadró de nuevo, sable en alto, ante el militar. Y éste penetró con los mandos del regimiento en el interior del cuartel para la visita de inspección del jefe de la Región Militar. Tres horas después, al despedirse el general Yagüe volvió a repetirse la misma ceremonia de la llegada. Todo había transcurrido sin el menor tropiezo, como un mecanismo bien lubrificado. Y así se lo hizo saber a Azulejo el coronel jefe del regimiento por su capitán ayudante expresándole su entera satisfacción.
En cuanto al bisoño alférez de complemento, no volvía en sí de su asombro. En los pocos minutos que había acompañado al detestado enemigo de su infancia había actuado exactamente como una máquina: un robot que cumpliera cabalmente su cometido, sin sentimiento alguno, como impulsado por un mecanismo interno. ¿Era posible? En vez de alma había tenido en su interior un témpano. Todas las imágenes del pasado se habían desvanecido. ¿Cómo es posible?, se decía tomándose un vino —nada de champán— en el cuarto de banderas; ni siquiera se había acordado de que no hacía muchos años, cuando era un jovencito de 14—16 años, todavía seguía escupiendo en su pueblo al pasar ante la placa de su calle dedicada al mismo personaje al que acababa de saludar y acompañar con toda la corrección debida, sin apartarse ni un punto del reglamento. ¿Y cómo es que ni siquiera hubiese pasado por su aletargado magín la idea, sólo la idea —no estaba loco— de propinarle un mandoble con su sable gritándole: “¡Por los 4.500 republicanos inocentes que fusilaste en la plaza de toros de Badajoz!” No, la realidad es que no había experimentado ni una chispa del viejo odio acumulado desde su infancia. E incluso, no sabía en virtud de qué mecanismo anímico, había sentido incluso un leve impulso de respeto por aquel hombre de rostro adusto pero, imaginaba, cargado ya con los signos de la muerte. En última instancia el sentimiento que prevalecía en su ánimo tras el necio episodio por el que le habían hecho pasar las azarosas circunstancias de la vida era el de la abrumadora, inhumana vacuidad de un sistema de opresión política y moral que se imponía por el miedo y la quiebra de la libre conciencia del individuo humano. El poder absoluto, tiránico que pesaba sobre el país había, una vez más, pesado como una losa sobre su libre conciencia de hombre y ciudadano, dejándole por dentro con una sensación de piedra arrojada en el camino.
Ahora, cuando comprobaba que ciertos fantasmas de su pasado se desvanecían en la brutalidad del presente, lo que tenía que hacer era aprestar lo que le había tocado en suerte de inteligencia para luchar contra la tiranía, la que seguía abrumando a su patria desde el palacio del Pardo. Las brumas de la infancia se irían desvaneciendo para dejar paso a la esperanza de una patria recuperada en la libertad. Adiós, coronel Yagüe: usted y yo nos separamos para siempre. Eso sí, a sus padres les contaría este extraño y lamentable encuentro con un odioso fantasma de su infancia. Al día siguiente Azulejo y sus amigos el economista madrileño y el vasco admirador de Sabino Arana se cogieron una media cogorza en la Parte Vieja de Donostia, brindando silenciosamente por lo que les unía.
Ocho meses después, el 29 de octubre de 1952, moría en Burgos el capitán general de la IV Región Militar, don Juan Yagüe Serrano. Tenía 61 años.