Capítulo 1
El Renacimiento o la suplantación
de la moral por la magia en la política

El humanismo mágico

Desde los albores del Renacimiento europeo, cundió entre muchos eruditos pertenecientes al llamado humanismo (con el explícito apartamiento de Erasmo y Tomás Moro) el anhelo de encontrar, para que fuera manejada por el hombre, una filosofía que, como se decía en la terminología de la época, fuera «poderosa», «potente» y «hacedora de milagros». Esta filosofía convertiría al cristianismo en algo eficaz, o sea, capaz de realizar ciertas reformas de sus sociedades y del mundo, que ellos encaraban como su principal objetivo. Esta intencionalidad entroncaba así con la búsqueda de los bizantinos de una «Teología activa» o «eficaz».

Esta «filosofía natural en acción» era, para Pico della Mirandola, la «magia natural», que según su definición sería: «La ciencia relativa a las virtudes (en el sentido renacentista y no moral) y acciones de las fuerzas naturales […] mediante las cuales se puede saber lo que las fuerzas naturales pueden lograr y no pueden lograr, por su propia virtud». El campo de esta «ciencia» lo cubre todo: «No hay fuerza latente en los cielos y en la tierra que el mago no pueda liberar con los medios adecuados»1. En el caso de las sociedades humanas, la fuerza oculta que está latente en ellas, y que el mago debe despertar y manejar para adquirir el dominio sobre aquellas, radica en la iracundia y la irascibilidad, en el deseo del honor, en el furor, la fuerza y la potencia humanas2. Marsilio Ficino hablaba de la «divina furia», Giordano Bruno titulaba uno de sus libros Degli Eroici Furori, mientras que Pico della Mirandola en el Heptaplus justificaba teológicamente «la iracundia como don divino» y muchos otros humanistas florentinos hablaban detalladamente de «la noble ira», siguiendo en esto a Séneca y Ariosto3.

Toda esta corriente de pensamiento va detectando la irrupción de poderosas fuerzas, de exaltadas pasiones, e introducirán todas estas potencias explosivas en el campo de la política pensando en manejarlas para hacer cumplir sus objetivos. También el romano Lorenzo Valla en su tratado De Voluptate (Del placer) sienta las bases de esta teoría de las pasiones que luego se traspasará al pensamiento político a través de Maquiavelo y sus sucesores modernos.

Esta curiosa reversión de los valores que mantenía tradicionalmente el catolicismo contribuye, con muchas otras más, a ir configurando una ciencia natural de las cosas que se aplicará también a las personas, como un saber sobre el dominio y la manipulación de estas. Marsilio Ficino, Pico della Mirandola, Giordano Bruno, Pablo Ricci, el monje Francesco Giorgi y muchos más en Italia, precedidos por Ramon Llull y Arnaldo de Vilanova en España, junto con los alemanes Juan Reuchlin, el abad Tritemius, Paracelso y Enrique Cornelio Agrippa von Nettesheim (el Herr Trippa de la sátira de Rabelais), se dedican a buscar en la Kabballah hebrea, en el hermetismo del titulado Hermes Trismegisto (el dios Thot de los egipcios) y en el neoplatonismo teúrgico, pistas y caminos para descubrir, suscitar y movilizar poderes y fuerzas de dominación. Lo harán, en ese momento, a través de la numerología, de ciertas palabras dotadas de fuerza, de las combinaciones del alfabeto hebreo, del estudio de los elementos simples que componen el mundo y de los astros que lo dirigen, del estudio de las esferas cósmicas y de las jerarquías y subordinaciones de los ángeles y los espíritus, de las armonías y las proporciones, de las atracciones y las repulsiones. Creen que cada una o todas estas vías darían al hombre que las conociera poderes sobre la naturaleza física y sobre los otros hombres4. Estas búsquedas, como puede verse, conducen fácilmente a ingresar en la magia y la alquimia como artes instrumentales para concretar aquellos intentos. Tales conocimientos y tales artes permitirán al hombre ilustrado que las maneje el dominio del mundo, y poder ser el configurador de la naturaleza y de la historia y el recreador del mundo.

Separándose de los sentidos tradicionales de la moral, para ellos la virtud (virtú) significará la potencia oculta en las cosas que puede ser manipulable para su aprovechamiento. Estos poderes incluso están en las piedras preciosas, como en el berilo, que abre las puertas al conocimiento esotérico tal como nos enseña el cardenal Nicolás de Cues (el Cusano) en su libro de 1458 con ese título. Están también en algunos vegetales como la mandrágora, la raíz en forma de mujer que ayuda al conocimiento de las cosas ocultas, y que dio título a la pieza de Niccolò Machiavelli.

Corresponde a los hombres providenciales el canalizar estas potencias ocultas para controlar y manejar a los pueblos en vista de construir un orden nuevo y un mundo ideal, una nueva Edad de Oro. Estos hombres superiores son los que han adquirido la virtú, entendida aquí como audacia, valor y fuerza personal, que les permite construir a ellos mismos su destino dominando a los demás y que, como decía Maquiavelo, son «virtuosos» inclusive en la perfidia5.

Lo que nosotros denominamos «virtudes morales» son para Maquiavelo solamente una traba, porque solo ayudan a precipitar la caída del gobernante que pretenda ejercitarlas. «Quien prefiera a lo que se hace, lo que debería hacerse, más camina hacia su ruina que a su consolidación… necesitando el príncipe que quiera conservar el poder estar dispuesto a ser bueno o no, según las circunstancias» (El Príncipe, cap. XV y también el cap. XIX). «El reino cuya existencia depende de las virtudes del príncipe que lo rige, pronto desaparece» (Discorsi, l. II, cap. 11).

Este tipo de político del modernismo es, pues, constitutivamente impermeable a las apelaciones morales y religiosas. De esta constatación tenemos que partir.

El Sabio, pertrechado con sus conocimientos mágicos, «según la tradición hermética, bien merece el nombre de Segundo Dios, porque en el caos de los fenómenos, es el único capaz de ordenar todas las cosas ligando las unas a las otras, por un sistema indefinido de relaciones mutuas6».

Una de las cabezas del movimiento era Marsilio Ficino, admirador de la astrología y traductor al latín del Corpus Hermeticum de Hermes Trismegisto por encargo de Cosme de Médici, que a su vez fue traducido a la lengua toscana por Tomasso Benci, lo cual le dio amplia difusión. Posteriormente Ficino publicó la Theologia Platonica siguiendo las enseñanzas del emigrado bizantino Giorgios Gemistos, con el cual fundó la Academia Platónica de Florencia también por encargo de Cosme de Médici, el patriarca de esa familia de banqueros. En los orti oricellai donde se reunía la Academia, presentó Maquiavelo sus escritos políticos.

La otra cabeza era el gran Pico della Mirandola —asiduo visitante de Florencia y su Academia Platónica llevado por su amigo Ficino—, autor de obras como In Astrologiam. En sus Novecientas Tesis, de orientación hermética y cabalística, estaba tan influido por el pensamiento mágico que provocó la prohibición de su lectura bajo pena de excomunión por el papa Inocencio VIII, como parte de su campaña contra la magia y el maleficio en Europa7. La Apología que escribió en su defensa, como lo había hecho en su espléndida Oración sobre la dignidad del hombre, donde distingue cuidadosamente magia natural de magia diabólica, consiguió su rehabilitación por el papa Alejandro VI, aunque en ella se sigue manifestando entusiasta partidario de la magia.

Específicamente, en el campo del manejo de los hombres, que en ese entonces comienza ya a confundirse con la política, lo que se quiere es operar sobre las pasiones individuales desenfrenadas y sin límite, exacerbadas hasta el infinito, permanentemente insatisfechas, pues se piensa que las leyes son impotentes para contenerlas. Para estos autores hermetistas, la sociedad era como una colectividad de fieras que han quebrado las cadenas y los barrotes que las contenían y que están reclamando urgentemente un domador que les imponga el orden con el solo auxilio de su audacia, su razón superior, su arte para manejar a las personas y su látigo. Cuando Maquiavelo habla de los hombres como fieras, comparándolos con los leones, los lobos y los zorros, y de los políticos que pueden manejarlos porque fueron criados por el centauro Quirón, mitad bestia y mitad hombre, nos está transmitiendo alegóricamente esta visión de las cosas (El Príncipe, caps. XVIII y XVII)8.

Que esta situación responda a una concreta realidad social de anarquía e inestabilidad propia de esa época de expansión de la burguesía capitalista y de quiebra de la anterior organización social, a una imaginería tenebrosa de mentes milenaristas o estoicas, o a una presuposición esotérica y gnóstica acerca de la materialidad de los hombres vulgares, el hecho es que todo el pensamiento político florentino de la época vivía bajo la obsesión de una situación agudamente anómica como esta y en desesperada búsqueda de las maneras de remediarla, de dirigirla o de aprovecharla9. Encuadrados por el dilema en el que los encerraba la lógica de las concepciones ocultistas y mágicas, solo pueden pensar en medidas para contener y ordenar desde el exterior a los hombres comunes, partiendo del poder político ejercido por los sabios e iluminados, y no desde el fuero interno de tales despreciables y anárquicos ignorantes.

 

La política como magia
de dominación sobre el pueblo

Es usual, en nuestra cultura modernista, ver los preceptos de Maquiavelo tanto en El Príncipe como en los Discorsi (olvidándonos de La Mandrágora), como recomendaciones técnicas para adquirir y mantener el poder, dirigidas a los «príncipes nuevos», o sea, a los que se apoderan de él sin que les corresponda legítimamente, o como dice con más gracia Voltaire: «vale decir, los usurpadores»10.

La orientación general de los comentaristas es ver estos preceptos como una técnica que algunos consideran consideran desalmada o inmoral mientras que otros la hacen prescindir de la política por considerarla completamente ajena a ella. La línea general de esta última orientación la expresa James Burnham: «El método de Maquiavelo es el método de la ciencia aplicada a la política»11. Esto significa tratar de entender anacrónicamente a Maquiavelo y a los pensadores renacentistas de la política con los cánones tecnocráticos y cientificistas, moralmente asépticos, de la cultura modernista actual.

Hoy en día, el progreso imparcial de los estudios científicos acerca del Renacimiento y de las corrientes herméticas y ocultistas aportados por el famoso Instituto Warburg de Londres, por Eugenio Garin y Oskar Kristeller en Italia, y por los historiadores de las religiones como Mircea Eliade, Frances Yates y muchos otros, permite ubicar a Maquiavelo dentro de la corriente general renacentista de manipulación de las masas y de los individuos, coincidente con el desprecio por el pueblo común, los «hílicos» o materiales que «nacieron para ser mandados» por los Sabios e iluminados, en la peor tradición platónica. El propio Maquiavelo califica al pueblo común como populo minuto (pueblo de baja estofa), y también de «chusma» y de «multitud» que no puede cambiar su condición.

Un aspecto fundamental de esta nueva interpretación de la política renacentista lo aportó Ioan P. Coulianu, discípulo del gran Mircea Eliade (que fue misteriosamente asesinado en la Universidad de Columbia donde enseñaba), al poner de relieve el poco conocido libro de Giordano Bruno De vinculis in genere (Del encadenamiento en general), al que considera un tratado de magia, fundamental en la historia de las ideas y que engloba a El Príncipe de Maquiavelo. «Bruno trata con la manipulación psicológica en general, Maquiavelo con la manipulación política12».

Los procedimientos manipulatorios mágicos son «llamados por Bruno vincire (atar o ligar) y el proceso lleva el nombre genérico de vincula (encadenar)», o sea que encadena a las personas a la voluntad y las intenciones del mago. «El conocimiento de las “cadenas” apropiadas habilita al mago para realizar su sueño de Amo universal: controlar a la naturaleza y la sociedad humana». El dueño absoluto del proceso es el mago, y su voluntad omnímoda. «Bruno muestra poca preocupación por resguardar la dignidad humana, el único derecho que él considera no es ni el de Dios ni el del hombre, sino el del propio manipulador13».

No hay duda de que Bruno cree que estas operaciones de dominación, de «encadenamiento» como dice él, son operaciones mágicas debidas «al extraordinario poder de Eros, el daemon magnus que preside sobre todas las actividades mágicas»14; aunque hoy en día se las vea como operaciones psicológicas sobre el inconsciente y las pasiones de las personas y de los pueblos. Para estos últimos que incluye a los poderosos del mundo que siguen sin saberlo a Giordano Bruno, cambió la explicación pero no el formato de la política y de la dominación amoral mediante la manipulación despectiva de las personas que encontró su justificación en el Renacimiento. Pero quedan todavía en nuestro tiempo los que respaldan y justifican estas pretensiones de manipulación de los pueblos y de dominio universal en la filosofía oculta y la magia.

Bástenos citar, entre muchos similares, al ocultista moderno Julius Évola, apologista del fascismo italiano: «El operador hermético, Señor del Espíritu […] constituido en Señor de este espíritu mineral (el del pueblo común despreciable) para hacer de él algo distinto, o sea un nuevo mundo, con la fuerza del fuego. Tanto los significados como las expresiones convergen una vez más en toda la Tradición». Y agrega sugestivamente al final de su libro, luego de la afirmación de la importancia del mago: «Y aquellos sobre los cuales actúa, tendrán la impresión de ser libres»15.

Para mí no quedan dudas de que esta concepción de la política y de sus fundamentos y presupuestos básicos, sea en su formato mágico o en su formato científico manipulatorio, constituye un giro fundamental con respecto a la concepción democrática ateniense y continúa impregnando la concepción modernista actual.

Con su genio simbolizador, William Shakespeare concentró admirablemente en La tempestad el espíritu informante de este nuevo modo de la política que inauguró el Renacimiento italiano, en la figura de Próspero, el duque de Milán, depuesto por las típicas insidias de la época. Este rige despóticamente la isla en la cual está confinado mediante sus artes mágicas, con las cuales domina a los espíritus rebeldes que representan las pasiones buenas y malas, lo espiritual (Ariel) y lo material (Calibán), y los conjura para que instrumentalicen sus objetivos personales. Como en todos los políticos de la época, estos objetivos son utópicos y consisten en imponer estructuras e instituciones que de por sí harán buenas a las personas, tal como lo enuncia en el mismo drama Gonzalo, el consejero del rey de Nápoles, en lo que representa el fundamento de las numerosas utopías de la época. El objetivo, tal como lo exponen los participantes del diálogo del libro de El Cortesano de Baltasar Castiglione, es volver a la Edad de Oro de la humanidad, reconstruirla mejorada por el esfuerzo del hombre y, si es posible, superarla en «estos tiempos nuevos»16. Vemos aquí condensados los curiosos modos que van a caracterizar la política de la modernidad, radicalmente distintos de lo que fue la política desde su nacimiento histórico con la democracia ateniense.

El problema teórico propio de su época que se plantea Maquiavelo es el de cómo ordenar (recordemos que él llama a los legisladores «ordenadores») a estas sociedades agudamente anómicas, de hombres materialistas que se presentan como movidos por pasiones descontroladas e imposibles de regular si no es desde fuera, desde una autoridad política central y unitaria, para llevar a las ciudades italianas a la unidad al modo de Roma, y de ahí, mediante la renovatio mundi, la universalis mutatio como él propone, llegar a una sociedad universal ordenada y perfecta como la que soñaban las corrientes esotéricas de la época.

La ordenación y el control de los hombres se hará por la manipulación de sus comportamientos, recurriendo a un arte político manipulatorio que aplicará una técnica que tiene todos los aspectos de las artes mágicas17.

Las pasiones y el manejo de los hombres que desde entonces se confunde con la política pasan a ocupar el lugar de la razonabilidad, el diálogo respetuoso y el sentido común. Las técnicas de la magia operatoria permitirán a los magos manejar estas pasiones poniéndolas al servicio de los políticos, y prescindiendo de toda orientación moral.

Desde entonces, la comunidad política dejó de ser una comunidad moral con vida propia para comenzar a verse como un amontonamiento de individuos movidos por sus pasiones, materia vil que necesita ser manejada por los que detentan el poder para transformarla construyendo un «nuevo orden» y un «hombre nuevo», prescindiendo de Dios.

 

El humanismo religioso

Ninguna de estas implicaciones pasaron desapercibidas para los actores principales de la época, que captaron perfectamente lo que se estaba jugando con esto.

La cabeza política y financiera del movimiento del «humanismo mágico», el capitalista y gobernante Cosme de Médici (el Viejo), del que dice Maquiavelo en Historias florentinas que fue «el ciudadano más considerado y renombrado de todos cuantos hombres […] jamás tuviese no ya solamente Florencia, sino ninguna otra ciudad, tan lejos como se pueda recordar. Pues no solamente superó a todos los demás de su tiempo en autoridad y riqueza…»18. Este gobernante cínicamente sintetizó la posición contraria a la suya exagerándola satíricamente: «Con padrenuestros no se manejan los gobiernos».

Por el otro lado, el proceso de defensa del papel de la moral en la política lo encabeza el rey Fernando de Aragón (el Católico), que encarga al hombre más sabio de la época, al humanista Erasmo de Róterdam, la redacción de un tratado para la educación política del príncipe heredero, su nieto Carlos, que será emperador y el gobernante más poderoso de la época.

Erasmo publica su obra en 1516, dos años después de El Príncipe de Maquiavelo, titulándola Institución del Príncipe cristiano. En esta obra, en sus otras obras políticas y en sus numerosas cartas a los gobernantes de la época, Erasmo establece los lineamientos de lo que se denomina en teoría política «humanismo cristiano», que es el reverso del «humanismo mágico».

A mero título informativo para precisar mejor por contraste a este último movimiento, podemos decir que, a diferencia del otro, el humanismo de Erasmo combate las pasiones y enaltece las virtudes en el gobernante hasta llegar a sostener que las virtudes morales del gobernante son las que le dan legitimidad a su gobierno y que su autoridad, para ser tal, debe ser aceptada libremente por sus súbditos si opinan que se ajusta al bien común y trabaja para la paz. Como lo comenta Pierre Mesnard: «La autoridad en definitiva se justifica por su buen modo de proceder […]. Es justa la autoridad del príncipe que solo tiene en vista el interés público; es justa igualmente la autoridad del príncipe que aceptan libremente los sujetos de esta. Es alrededor de estas dos ideas que se organiza el minucioso paralelo que establece entre el príncipe y el tirano»19. En esta posición le siguen los principales tratadistas políticos del Siglo de Oro español, principalmente Juan de Mariana en Del Rey y de la Institución Real (1599), Juan Pablo Mártir Rizo en Norte de Príncipes (1626), fray Alonso de Castrillo en Tratado de la República. Todos sostienen que el pueblo o la República (como llamaban a la comunidad política) tienen legítimos derechos a derrocar al príncipe si se comporta inmoralmente, porque ven la política orientada hacia una finalidad fuera del egocentrismo del poder y de la conveniencia de los «políticos» (como llaman a los maquiavélicos). Al modo aristotélico, entienden por política a la que está orientada hacia el florecimiento de la sociedad y el desarrollo humano de todos los ciudadanos20.

Empleando el vocabulario político actual diríamos que, para ellos, la legitimidad de ejercicio depende del comportamiento moral del gobernante y de su orientación hacia el bien común y hacia la paz, apreciados por el pueblo. En cambio en el «humanismo mágico», representado por Maquiavelo, la legitimidad de ejercicio depende de la eficacia del gobernante para mantenerse en el poder y de su aptitud para contener, acondicionar y ordenar a sus súbditos según sus ideas políticas. Para Erasmo este gobernante sería un tirano.

La influencia del pensamiento político de Erasmo fue muy grande, inclusive entre Lutero y Calvino en sus primeros tiempos. Pero después los separaron diferencias teológicas insalvables. Al final triunfan ellos, continuando algunos aspectos del proceso de modernización iniciado en el Renacimiento italiano, mientras Erasmo y su humanismo religioso y su pacifismo desaparecen en el olvido. Hoy nadie lee ni le interesan a nadie la Institución del Príncipe cristiano ni los tratadistas políticos del Siglo de Oro español.

Comienza así la primacía de una nueva era cultural que ya habían percibido algunos visionarios de la época. El ocultista fray Francesco Giorgi la llama «la tercera época», con reminiscencias de fray Joaquín de Fiore, y Giorgio Vassari, el gran comentarista de su época, le adjudica el título definitivo de «modernismo».

Esto es lo que vamos a analizar en los capítulos siguientes.