Capítulo 6
Diferencias culturales
entre la Grecia clásica y el helenismo

En el capítulo 2, cuando mostramos el decisivo aporte de la filosofía-teología bizantina al Renacimiento italiano, se hizo necesario aclarar que esta curiosa filosofía había perdido contacto o deformado a los autores de la Grecia clásica, especialmente a Aristóteles, y que el pensamiento griego que alegaban seguir era el de los filósofos del periodo helenístico mechados de doctrinas místicas, astrológicas, hermetistas y mágicas, muchas de ellas provenientes de Egipto, Siria y Persia. En términos generales, podemos decir que esto era lo que transmitían los bizantinos a los italianos del Renacimiento, con el rótulo de cultura clásica. El especialista en la religión griega y helenística, Martin P. Nilsson, después de analizar detenidamente estos aspectos, sostiene que los reyes helenísticos y, a imitación de ellos, los emperadores romanos, usaron este tipo de religiones mágicas para consolidar su poder sobre los pueblos sometidos tratando de unificarlas en el culto al emperador. Completamos el asunto finalmente con la autorizada opinión de un filósofo de la cultura del prestigio de Ernst Cassirer, según la cual el camino que debía conducir a la época clásica de la filosofía griega estaba cerrado al Renacimiento, que solo pudo conocer esta filosofía envuelta en ropaje helenístico. No podemos dejar de lado que hasta mediados del siglo xv los latinos conocían pocas obras de los autores griegos de la época clásica y que muchas de ellas eran producto de traducciones y hasta retraducciones del siriaco y del árabe.

A esto debemos agregar que en el Imperio romano de Oriente se repudiaba la forma política de la democracia que constituyó el «siglo de Pericles» a tal punto que, de toda la época helenística, no se conoce un solo comentario de la Política de Aristóteles, y que en todo el período de mil años del Imperio romano de Oriente solo hay sobre ese libro fundamental de la democracia algunos escolios de Miguel de Éfeso60.

Esto nos lleva necesariamente a aclarar las características sociopolíticas de la llamada «Edad Helenística», cuya cultura solo recientemente se ha configurado entre los historiadores como una unidad histórica particular con características definidas.

La mayoría de los historiadores coincide hoy con Johann Gustav Droysen, que en 1877 trató el helenismo como una unidad histórica que comienza con la muerte de Alejandro Magno en 323 a. C., cuando el imperio macedónico había conquistado todo el mundo conocido y dominaba políticamente a todas las polis de Grecia; imperio que queda en manos de los regímenes militaristas de ocupación encabezados monárquicamente por sus generales, los llamados «Diádocos» o Sucesores. Se cierra con la batalla de Accio, el consiguiente suicidio de Marco Antonio en el año 30 a. C. y la anexión total de Egipto, que abre la época de la dominación mundial del Imperio romano. Son trescientos años de consolidación de un modo político con caracteres definidos que se insertan en el Imperio romano de Occidente, que se mantendrán en el Imperio romano de Oriente y que tras su caída continuarán influyendo en el Renacimiento europeo.

Como bien dice Peter Green, el gran especialista del periodo helenístico, se trata de un proceso histórico en el cual enormes áreas geográficas «fueron apropiadas por la fuerza y, en un sentido muy realista sentido, explotadas por señores con dominio absoluto (overlords): griegos, macedonios y posteriormente romanos». Agrega a continuación que en sus estudios sobre esa época se encontró «con un mito pernicioso, mezcla de evangelismo cristiano anacrónico y ensoñaciones (wishful thinking) inspiradas por Plutarco y dirigidas (conscientemente o no) a dar justificación moral a lo que era esencialmente, a pesar de su romántica popularidad, una explotación económica e imperial a gran escala». Citando a varios autores concordantes, nos dice que la actitud hacia el imperialismo helenístico que predominaba hasta la Segunda Guerra Mundial provenía de una buena conciencia colonialista, la cual cambió con el proceso de descolonización posterior61.

La misma posición tiene la recopilación que hizo la Universidad de Oxford sobre el periodo helenístico. Simon Price dice con el típico understatement británico: «La conexión, visible aquí, entre el poder político y el dominio cultural tiene una interesante analogía con la diseminación de la cultura europea hacia nuestras colonias»; aunque más adelante precisa el asunto: «Este proceso (de expansión en todo el Medio Oriente) solía ser visto a través de anteojos rosados, como el inocente regalo de la civilización a los bárbaros sumidos en la ignorancia; al fin y al cabo los británicos estaban haciendo precisamente lo mismo en su imperio»; y termina diciendo que hoy, en la era poscolonial, se está viendo que todo este proceso de helenización era el producto del poder de los reyes legitimado por la real o pretendida superioridad cultural de los ocupantes con respecto a los pueblos sometidos62.

 

Dominación política y sumisión de los pueblos

Fue a través de Alejandro Magno que entraron en Occidente los atributos orientales de sumisión política que convierten a los que eran ciudadanos en súbditos manipulables. Un símbolo paradigmático de este cambio en las costumbres políticas de la Grecia clásica ocurre cuando impuso a sus súbditos la costumbre oriental de la proskynesis, de postrarse frente a él arrodillados y con la frente tocando el suelo. Varios de sus generales que todavía conservaban la dignidad helénica se niegan a reconocerlo como dios. Es muy posible que se deban a eso los asesinatos ordenados por él del viejo general Parmenión, compañero de su padre y vicejefe de los ejércitos, de su hijo Filotas, comandante de la caballería, de Calístenes, su comentarista y sobrino de Aristóteles (falsamente acusado de conspiración) y de varios más. Con esto y la debilidad humana consigue imponer esta costumbre oriental, con todo lo que ello significa. Consta que envió a Nicanor, hijo adoptivo de Aristóteles y oficial de su Estado Mayor, a comunicar a los helenos, reunidos en Olimpia, que reclamaba honores divinos. El hecho es que las actitudes políticas hacia los monarcas y los soberanos cambiaron desde entonces en nuestro mundo cultural.

Los historiadores actuales están comenzando a captar esta realidad colonialista y a estudiar las sublevaciones que provocaba. Pierre Vidal-Naquet transcribe un discurso de Elio Aristides a las ciudades sometidas a la dominación romana, donde les dice cosas como estas: «¿Siempre habrá un niño o un viejo lo bastante estúpido para no saber que una ciudad única, la primera y la más grande, tiene a toda la tierra bajo sus dominios, y que el poder supremo está en manos de una familia (imperial), que os manda a los gobernadores de cada año, según la ley, y que pueden decidir sobre todos los asuntos grandes o pequeños, a su libre arbitrio?». También nos dice este historiador que Plutarco recordaba a los magistrados locales: «No te lo tomes muy en serio y no estés tan orgulloso de la corona con la que te adornas, porque estás viendo las botas de los soldados y las sandalias (del procónsul romano) encima de tu cabeza»63.

Estos antecedentes permiten captar la configuración de un nuevo modo cultural de estructuración política, con dos sectores tajantemente separados: los ocupantes del poder que se consideran superiores con derechos indiscutibles de mando, y los súbditos a los que solo corresponde obedecer, que a través el Imperio romano de Oriente pasó al modernismo europeo. Aparece el autókrator como monarca absoluto, apoyado en grupos elitistas que se creen, son o aparentan ser culturalmente superiores por cualquier concepto, lo que autoriza a estas nuevas configuraciones estatales a manipular al pueblo común y a ordenar la sociedad según sus ideas, clausurando así toda posibilidad de una auténtica democracia. Para captar la diferencia, recordemos que Aristóteles en su Política (parte III, caps. 10 y 11) demuestra que ninguna cualidad (como el abolengo, la cultura, la virtud o el ser mayoría) justifica el mandar sobre hombres que son libres e iguales64. «Porque los muchos (plethos) de los cuales cada individuo es solamente una persona ordinaria, cuando se reúnen, es muy probable que sean mejores que los pocos buenos» (1281b 1-5).

Este nuevo punto de vista en los estudios helenísticos se proyecta también en los recientes estudios que le dan una entidad propia al pensamiento político del período histórico cultural helenístico que se consolidó en los mil años de perduración del Imperio romano de Oriente y que de allí pasó al Renacimiento europeo y al modernismo en el campo de la política.

En uno de los pocos trabajos especializados sobre el pensamiento político y las nuevas estructuras emergentes en la época helenística, Gerhard Aalders sostiene que, a pesar del entrecruzamiento de las varias corrientes del pensamiento en este complejo todo, se puede «delinear algo parecido a una tendencia general del desarrollo […]. El nuevo mundo del helenismo, esto es, el de las grandes monarquías bajo soberanos absolutos, era esencialmente incompatible con el viejo mundo de la polis […]. La democracia se convirtió cada vez más en una nebulosa e imprecisa noción, indicando más bien un régimen republicano moderado, difícilmente distinguible de una aristocracia u oligarquía»65. Para él, «la muerte de Aristóteles […] es un punto decisivo en la historia de las ideas y especialmente en la historia de las ideas políticas»66.

En un capítulo titulado «Explicación y justificación de la monarquía absoluta», nos comenta que en el periodo helenístico que luego pasó a la literatura del Imperio romano se defiende (aún a veces llamándolo democracia) al régimen monárquico absoluto sostenido por una minoría oligárquica que se considera superior a las poblaciones sometidas objeto de sus manejos y «considerando la totalidad del territorio con todas las personas y todas las cosas, como una posesión personal del monarca […]. La posibilidad de que un monarca abuse de su poder, difícilmente era tomada en consideración»67. En su Parte iv, dedicada a la adaptación del pensamiento griego tradicional al dominio romano, apunta que hay «una concepción de que todas las personas no son iguales y que no tienen el mismo derecho a gobernar» y que «los mejores están justificados para dominar a los demás, a los débiles y menos civilizados»68.

El otro elemento de dominación que incorpora a la política este proceso histórico de cambio es la atribución al soberano de cualidades divinas, o sea lo que en la terminología moderna de la política se califica como el aprovechamiento de la religión, o de sus sucedáneos, por parte de los gobernantes para imponerse a sus súbditos. Junto con la conquista y ocupación militar y la autoatribución de la superioridad cultural, este clericalismo invertido completa el cuadro de las monarquías absolutas, ahora monopolizadoras de lo político.

Para la historiadora argentina Adriana Beatriz Martino, el origen de esta inversión de la política en nuestra cultura entró por Alejandro Magno, que aprovecha la tradición oriental para hacerse reconocer como un dios y obtener así la sumisión de los pueblos. «En Egipto aprendió que los reyes eran dioses, en Persia, emanaciones del poder celeste, y en Babilonia, vicarios de las divinidades nacionales69». Varios autores coinciden en que esta tradición religiosa oriental en la política impuesta en Egipto a partir de los Ptolomeos, fue también aprovechada a partir de Augusto por muchos emperadores romanos. Parece innecesario señalar que este revestimiento de la autoridad política con los ropajes de la divinidad fue lo que provocó la resistencia de los primeros cristianos y el fundamento jurídico de su sangrienta represión, tal como lo exponen las famosas Instrucciones del emperador a su procónsul, Plinio el Joven. Y a pesar de la conversión al catolicismo, estas características, aunque mitigadas, continuarán con el «cesaropapismo» de los emperadores bizantinos que convocaban y presidían concilios ecuménicos y pretendían dirimir cuestiones teológicas exiliando o aprisionando obispos.

 

Un nuevo concepto de lo que es política

Todas las características que hemos reseñado sumariamente están en radical oposición con las características de lo propiamente político, que para muchos autores (M. I. Finley, Christian Meier, W. G. Forrest y Jürgen Gebhardt) nacieron en la Grecia clásica.

Uno de estos autores, Meier, sintetiza bien las diferencias entre lo que era considerado política en la Grecia clásica y lo que se considera política a partir del periodo helenista hasta ahora. «No parece necesario extenderse acerca de las diferencias entre las condiciones de la Grecia y aquellas del periodo moderno temprano, cuando la monarquía adquirió el monopolio del poder y del proceso de decisión política. Esta monopolización del poder estaba apareada por una extensión del área de control monárquico a la organización del Estado, a los asuntos económicos y sociales y aun a los asuntos religiosos. […] El sentido del vocablo “lo político” se fue volviendo hasta cierto punto contradictorio. Originariamente el término se relacionaba con la polis, que era lo mismo que la comunidad cívica y cierto tipo de constitución; más tarde se relaciona con el Estado representado por el monarca. Actuar “políticamente” era al principio entendido en el sentido positivo de actuar en el interés general, siendo lo contrario de actuar por el propio interés […]. En los últimos siglos, es posible ver los diversos procesos de cambio convergiendo de alguna manera en una dirección en beneficio, primero de una burguesía, luego también del proletariado. Hoy, sin embargo, cada vez más tenemos la sensación de que están corriendo en varias direcciones, para beneficio de casi nadie70».

Gebhardt compara el eu zen (la vida buena) de la polis que surge de la política entendida como «una autónoma unidad activa de ciudadanos», que es lo que permite a cada uno crecer como spoudaios (persona madura desarrollada humanamente), contrastándola con «el hecho bruto de la sociedad de un hombre con los otros hombres a través de la necesidad, tal como muchos modernos parecen pensar»71. Se está refiriendo a las teorías contractualistas basadas en el interés individual, que fundamentaron la política del modernismo hasta John Rawls. Aristóteles «descarta explícitamente las interpretaciones que ven a la polis no como una comunidad política sino como una sociedad formada por relaciones entre individuos que establecen vínculos entre sí por intereses particulares, consolidados estos vínculos por convenios o leyes de mutuo reaseguro, como son nuestras sociedades actuales»72. Niega que este tipo de sociedades sean una polis y por lo tanto tengan política (en el sentido griego) ni democracia.

Vemos así cómo el cambio del sentido de la política que hemos reseñado evoluciona hacia un nuevo sentido de la política como defensa y promoción de intereses, que ya no es la defensa y la promoción de los intereses de la comunidad cívica en su conjunto.

Vemos también que el eje de las cuestiones y las decisiones políticas se fue trasladando desde la comunidad cívica (hoy entendida como sociedad civil) hacia los soberanos enquistados en el Estado, y que la política se ve en la modernidad como orientación y manipulación de los pueblos.

Sociológicamente hablando, este sistema de dominación en que se convierten los Estados de la modernidad ha transformado a los que eran ciudadanos activos en súbditos pasivos aislados los unos de los otros, atomizados y fácilmente sometidos a la manipulación de los poderosos, que controlan el foco emisor de estímulos que mueven a estas masas propiamente dichas, como materia física inerte73.

No hay otra manera de justificar el dominio político de unos hombres sobre los otros que inferiorizar a los dominados y exaltar sobre aquellos a los dominadores.

En la Segunda Sección: «Consolidación teo-filosófica del modernismo romántico en la política», veremos cómo se configura esta situación de dominio en una nueva definición ontológica de lo social, basada en teosofías inspiradas en esas estructuras políticas de la época helenística, que en su momento fueron antidemocráticas y antipolis.

Pero previamente debemos aclarar cómo impactó el modernismo en las religiones de Occidente, para entender mejor su ontología política resultante.