Capítulo 2
El impacto del modernismo
en la Iglesia de Inglaterra

Fue muy diferente el impacto que tuvo la irrupción del modernismo religioso en la Iglesia católica del que tuvo en la Iglesia de Inglaterra.

Dentro del catolicismo, si bien el impacto del modernismo religioso provocó violentas discusiones y polémicas y una gran conmoción en los ambientes eclesiásticos, estas no duraron más de seis años y desde entonces el movimiento dejó de tener influencia apreciable. Había comenzado en 1902 con la publicación del primer libro de Loisy y terminó con la excomunión personal de este en 1908 y la inclusión en el Index de sus publicaciones y las de su seguidor en Italia, Ernesto Buonaiuti. La Primera Guerra Mundial de 1914, que abrió una nueva era en la historia europea, clausura la discusión, al menos, en el campo católico.

En cambio, debido a condiciones culturales propias, tanto sociorreligiosas como sociopolíticas, que veremos a continuación, en la Iglesia de Inglaterra el modernismo religioso, llamado también «protestantismo liberal» o a veces «latitudinarismo», provocó estragos.

Por un lado, produjo un alejamiento del cristianismo y de la religión de grandes cantidades de personas y su reacción opuesta: una proliferación de congregaciones disidentes fundamentalistas o «entusiastas» y literalistas bíblicas. El historiador anglicano Paul Johnson apunta a esta primera consecuencia: «Los fundamentalistas evangélicos sencillamente apartaron la mirada tanto de la ciencia como de la “crítica superior” alemana, según se la denominaba. Otros escudriñaron y perdieron la fe […]. El primer gran éxodo de los que se alejaron del cristianismo sobrevino en la década de 1830; después hubo una deserción constante sobre todo durante la década de 1850 y principios de 1860, bajo la influencia de Darwin»83. Otra consecuencia fue la emigración de intelectuales y clérigos anglicanos hacia la Iglesia católica, iniciada por el Movimiento de Oxford y los llamados «tractarianos». Y finalmente, como ocurre en estos choques de culturas, ocurrió en gran medida la alternativa de la asimilación del modernismo o la aculturación por parte de la Iglesia de Inglaterra, que mayoritariamente evolucionó hacia un tipo de religiosidad escéptica y moralista que fue talentosamente satirizada por otro convertido al catolicismo: Gilbert K. Chesterton.

De la primera consecuencia resultante, la del agnosticismo y pérdida de la religiosidad, que también debe haber ocurrido en el catolicismo francés e italiano, a pesar de que en general se aprecia que fue tan importante como para constituir una de las características más relevantes del siglo xix europeo, no puedo hablar por la dificultad de documentarla estadísticamente.

Pero también dentro de la Iglesia de Inglaterra fue muy relevante, y es una característica distintiva, la emigración de intelectuales y clérigos hacia la Iglesia católica provocada por la debilidad de aquella ante la irrupción del modernismo.

El estado de postración y de inanidad en que se encontraba la Iglesia de Inglaterra a principios del siglo xix como consecuencia del racionalismo iluminista y su pariente ideológico, el deísmo predominante, había sacudido las creencias religiosas de los fieles y llevado a muchos intelectuales a dudar de la Revelación y a pretender sustituirla o mejorarla por una llamada Religión Natural o Racional inventada por ellos, «más apropiada a los tiempos modernos» y que tenía general aprobación.

Este estado de espíritu vigente es caracterizado magistralmente por John Henry Newman, siendo todavía clérigo protestante, en uno de sus sermones como párroco de Oxford, del 26 de agosto de 1836: «La forma de doctrina que he llamado religión del momento (actual) es especialmente adaptada para agradar a los hombres de mente escéptica […] que se permiten a sí mismos especular libremente acerca de lo que la religión debe ser, sin ir a la Escritura para descubrir lo que realmente es. […] Todos confían más en sí mismos que en la Palabra de Dios»84.

Además, la Iglesia de Inglaterra, como dependiente que era de los poderes públicos, había sido minada y desprestigiada desde finales del siglo xviii con nombramientos de obispos y arzobispos que salían del Parlamento por razones políticas y por maniobras de los primeros ministros. La dinastía de los Hannover promueve el latitudinarismo expulsando obispos y el rey Jorge I designa obispo a Benjamin Hoadly que sostenía que Cristo no había fundado ninguna Iglesia y no había delegado ninguna autoridad a sus discípulos. Inclusive, ya entrado el siglo xix, entre otros casos, se designó obispo de Hereford al reverendo R. D. Hampden, que sostenía públicamente que el dogma religioso carecía de importancia, y en 1847, el Tribunal Anglicano descalificó al reverendo G. C. Gorham como hereje y fue repuesto en su cargo por el Comité Judicial del Consejo Privado, un organismo estrictamente secular85. Es posible que a esto se refiera el teólogo protestante Harvey Cox, catedrático de la Universidad de Harvard, cuando dice que los protestantes, que siempre se han mostrado suspicaces frente a la jerarquía, dejaron muchas veces que los burócratas dirigiesen sus asuntos (La Nación, 18-1-2006).

Las tentativas de reacción antimodernista surgen por parte de los llamados «metodistas» seguidores del reverendo John Wesley, un clérigo carismático que carecía de inquietudes doctrinarias e insistía en una religiosidad ética y emotiva. Aunque tenían gran penetración en las clases bajas por su organización y sus actividades caritativas, terminaron apartándose del anglicanismo. En cambio los llamados «evangelistas», con las mismas ideas, se quedaron, pero orientándose hacia las clases dirigentes para desde ellas encarar la reforma social y las prohibiciones que llamaban «Lucha contra el vicio y la inmoralidad»: bebidas, teatros, juego y prostitución. Sin embargo, debe reconocerse que los «metodistas» llevaron con éxito la lucha contra la esclavitud hasta conseguir la prohibición del tráfico de esclavos.

Tenemos así a la Iglesia de Inglaterra dividida, como consecuencia de la irrupción del modernismo, entre los que lo aceptaban (los latitudinarios y los partidarios de la «teología liberal»), agrupados en la llamada Broad Church, y la llamada Low Church, de tendencias evangélicas hacia una religiosidad más ética y emotiva; mientras la llamada High Church, más conservadora y apegada a las prácticas tradicionales, a la autoridad de la Iglesia y a los sacramentos, se inclinaba hacia principios teológicos y organizativos más cercanos a los católicos, por lo que comenzaron a llamarse a sí mismos anglo-catholics. Dentro de la High Church va a surgir el llamado Movimiento de Oxford o «tractarianos» porque publicaban sus ideas en los Tracts of the Times, o sea, panfletos o folletos de actualidad sobre cuestiones religiosas en discusión.

Bajo los claustros de la Universidad de Oxford, con su sistema de «colegios» que reunían a profesores y estudiantes en intercambio de ideas, se fue agrupando en uno de ellos, el Oriel College, un grupo eminente de intelectuales anglicanos para intentar la reforma de la Iglesia de Inglaterra o, por lo menos, de su High Church, en una crítica por haber dejado de lado, cediendo al modernismo, el llamado «principio dogmático» y su apoyo en «la Verdad Revelada», lo que la había llevado al liberalismo teológico y al sentimentalismo religioso, apoyándose sobre principios mundanos para hacer una religión agradable y fácil. Inicialmente fue organizado como una reacción dentro del Oriel College contra el movimiento que suele llamarse Earlier Oriel School, encabezado por Richard Whately y Thomas Arnold, padre del poeta Matthew Arnold, que preconizaban la típica «actitud liberal» de someter al examen de la razón humana muchos dogmas de la fe cristiana y la autoridad de la Sagrada Escritura.

Los principales miembros de este segundo movimiento eran: John Keble, John Henry Newman, Richard Hurrell Froude, Henry Wilberforce y Edward Bouverie Pusey, catedráticos de la Universidad y ministros protestantes. Al publicarse en 1841 el Tract n.° 90, en el cual Newman demostraba que los artículos fundamentales de la Iglesia anglicana tenían un contenido potencialmente católico, se produjo una notable conmoción en la opinión pública que casi lleva a la condena de Newman; por lo que este prefirió alejarse y formar un nuevo grupo de enseñanza y reflexión en Littlemore, cerca de Oxford, y continuar desde allí sus actividades pastorales86.

Sus meditaciones y estudios sobre el desarrollo de la doctrina cristiana a través de la historia y cómo se había ido definiendo y aclarando en sus discusiones contra las disidencias sectarias y las herejías, especialmente en las luchas contra los arrianos, lo fueron llevando a la convicción de que la Iglesia católica era la única que en su desarrollo había desplegado, sin desfigurarlo, el mensaje original de la Revelación. Debido a eso, clausuró con esa conclusión su obra Ensayo sobre el desarrollo de la doctrina, el 6 de octubre de 1845. El 9 de octubre un sacerdote pasionista lo recibió en la comunidad católica celebrando una misa en el oratorio de Littlemore y dándole la comunión.

Le habían precedido y seguido en la conversión discípulos y amigos: Ambrose Saint John, John D. Dalgairns, Henry Wilberforce, párroco anglicano de Kent, E. Bellasis, R. A. Coffin y J. Hope Scott. Influido por la lectura de Newman se convirtió al catolicismo George F. Robinson, lord Ripon, renunciando días antes a su cargo de gran maestre de la masonería, lo que provocó una larga invectiva en The Times diciéndole entre otras cosas que «había perdido la confianza del pueblo inglés» y que «semejante acción solo puede contemplarse como reveladora de una irreparable debilidad de carácter».

Aunque distanciado de Newman, también se convirtió al catolicismo el ministro protestante arcediano de Chichester, Henry E. Manning, que terminó siendo designado arzobispo católico de Westminster y, posteriormente, cardenal de la Iglesia.

En el campo literario, se destacan las conversiones de Oscar Wilde, Gilbert K. Chesterton, Robert Benson, hijo del arzobispo anglicano de Canterbury, el poeta Gerard Manley Hopkins y el historiador Christopher Dawson.

Resulta hasta gracioso el punto de vista desde el cual comentan la conversión de estas personas de reconocida inteligencia y honestidad algunos autores anglicanos, siguiendo la línea del periódico The Times contra lord Ripon. El historiador anglicano Paul Johnson comenta que «ante los problemas suscitados por la ciencia, por las nuevas interpretaciones de las Escrituras y por la influencia general del mundo moderno […], Newman no quiso aceptar este riesgo. Por el contrario, creyó que debía existir un punto de escisión, más allá del cual no debía permitirse (sic) la penetración de la indagación humana. Pensaba que hasta ese punto el pensamiento y la argumentación eran libres; después del mismo estaban prohibidos […]. De ahí que durante las décadas de 1840 y 1850 Newman y otros se acercaran a Roma en busca de autoridad […] es difícil evitar la conclusión de que el impulso fue la necesidad de una Iglesia de la que no solo aceptaron el ejercicio de autoridad sino que se complacieron en él»87. ¡Irreparable debilidad de carácter!

Con su ironía habitual, el converso Chesterton sintetizó en una frase el otro punto de vista: «Un católico es una persona que ha reunido coraje suficiente para afrontar la idea inconcebible e increíble de que puede haber alguna persona más sabia que él»88.

Del estado en que ha dejado el modernismo a la actual teología protestante anglo-norteamericana nos informa William Abraham, de la Escuela de Teología de la prestigiosa Southern Methodist University, en una de las revistas intelectuales mejor consideradas de Estados Unidos: The American Scholar. Titula su artículo humorísticamente: «Oh God, Poor God. The state of contemporary Theology». Cita a un ingenioso sociólogo británico que le dijo: «Los teólogos modernos están tan preocupados de que el mundo modernista no los vaya a patear echándolos al foso, que se apresuran a arrojarse ellos para evitar tal destino». En su desesperación por asimilarse al hombre moderno —nos dice—, están dispuestos a renegar «de una deidad patriarcal que envió a su hijo al mundo para salvarnos del pecado de Adán». Tampoco parecen muy apropiados los caminos teológicos que reseña el articulista para salir del marasmo teológico: «Anhelando por una visón del mundo que lleva a soluciones sociales radicales. En este contexto, la tarea fundamental de la teología es la de desarrollar los recursos intelectuales que conduzcan a una genuina liberación de los pobres y los oprimidos a través del mundo […]. La cuestión clave a encarar en el presente es la distribución del poder». (Veremos en la tercera sección, parte VII, como esta posición mundanal está en retirada hoy). El propio comentarista observa: «Hay muy poca comprensión de la complejidad de las relaciones entre el compromiso religioso y las posiciones sociales. Uno encuentra cierto tipo de realismo social ingenuo, como si las fuerzas reales actuantes en la sociedad pudieran ser discernidas tan fácilmente». Mucho me temo que este tipo de teologías, aparte de su desmañado manejo de las teorías sociológicas que irrita a los especialistas, dejarían aparte a Dios y a la salvación por razones de mejor servicio y para hacer buena imagen frente al modernismo.