Entre los rasgos y complejos culturales que condicionaron a la Iglesia de Inglaterra no solamente a rendirse ante la irrupción del modernismo religioso sino también a impulsarlo, nos vemos obligados a subrayar esta característica sociológica básica de su orientación teológica. La señaló, con su habitual sagacidad, el filósofo español Jaime Balmes aunque generalizándola indebidamente a todo el protestantismo: «Ese orgullo de la ciencia, esa divinización del pensamiento es, si bien se mira, el fondo de la doctrina protestante. Fuera de toda autoridad, la razón es el único juez competente, el entendimiento recibe directa e inmediatamente de Dios toda la luz que necesita; he aquí las doctrinas fundamentales del protestantismo, es decir, el orgullo del entendimiento»89. Y como nos enseñó san Buenaventura, la experiencia de Dios que se alcanza a través del amor, de la pobreza y la humildad interiores y de la negación de sí mismo es probablemente más elevada que la que se alcanza a través de la reflexión racional, aunque esta también sea importante.
Los historiadores especializados comprueban que desde el siglo xvii, ante la aparición de la ilustración racionalista, que es una avanzada del modernismo en Occidente, el protestantismo en general le presentó una oposición mucho más débil que la que le opuso el catolicismo, que quizá sea debida a la difusión entre sus filas del racionalismo individualista en la generación siguiente a la de los padres fundadores de la Reforma: «En los países católicos la lucha de la Iglesia contra la Ilustración tuvo una importancia decisiva. A pesar de un florecimiento pasajero, la Iglesia católica, en la mayoría de los países de esta confesión, logró sustraerse como institución a la influencia inmediata de la nueva ideología. En el protestantismo, por el contrario, una vez consumado el repudio de la ortodoxia y del método doctrinal escolástico, es decir, hacia la segunda mitad del siglo xvii, había quedado expedito el camino para la Ilustración»90.
Esta influencia del racionalismo individualista se hizo sentir debilitando a las profesiones de fe y los cuerpos de doctrina, disminuyendo la importancia de estos al sostener que la validez de la fe dependía de la certeza personal del sujeto religioso y no de la realidad objetiva de la presencia de Dios en el mundo.
Estamos aquí ante una de las características fundamentales del eidos de la cultura modernista en materia de religión. Esta cultura ha conseguido imponer a la gran mayoría de las personas la idea de que la fe religiosa es una aceptación pasiva de ciertos dogmas racionales impuestos autoritariamente por eclesiásticos, con lo cual las personas renuncian a su libertad y a su inteligencia.
No es así para la teología católica. La fe es una virtud, que consiste en identificarse con la persona de Jesucristo y con su Revelación. Como la define el Catecismo de la Iglesia católica: «La fe es la respuesta del hombre a Dios que se revela y se entrega a él» (n.° 26). Con sus actos reiterados de fe que van construyendo la virtud, las personas (varones y mujeres) se unen íntima y vitalmente al mismo Dios en amor y libertad, y así enriquecen su inteligencia y amplían su racionalidad. Nada hay aquí de empobrecimiento de la personalidad, sino todo lo contrario.
No es cuestión de que cualquiera venga a anunciarnos «revelaciones» propias.
Si bien la Revelación de Dios se realiza en todo tiempo desde la creación de la humanidad, tal como se registra en la Sagrada Escritura, se hizo explícita y se hizo plenamente en la persona de Jesús de Nazaret viviendo entre los hombres. Jesucristo encomendó a sus apóstoles —aquellos que lo habían conocido íntimamente, vivido con Él y recibido directamente sus enseñanzas—, junto con Pablo de Tarso, reconocido y aceptado por ellos como apóstol, que transmitieran su Revelación a todos los hombres aclarándoles (en la medida de lo humano) cómo era Dios y cómo se llegaba a Él. Ellos lo hicieron, tanto oralmente como por escrito en los Evangelios y Cartas Apostólicas. Esta Revelación es lo que nos llega hasta hoy mediante lo que se denomina «tradición apostólica», que partiendo desde ellos continúa con la enseñanza de sus sucesores debidamente acreditados y receptores del Espíritu Santo, al que todos invocan en el ritual de la Consagración Episcopal. Ante el pueblo de Dios cada uno de ellos se comprometió con estas palabras que le formula el consagrante: «La antigua norma de los Santos Padres manda que quien va a ser ordenado obispo sea interrogado delante del pueblo acerca de su propósito de custodiar la fe y de cumplir con su oficio. Por eso, querido hermano: ¿quieres cumplir hasta la muerte, con la ayuda del Espíritu Santo, el oficio pastoral que los obispos hemos recibido de los apóstoles y que se te comunica por la imposición de nuestras manos? ¿Quieres conservar puro e íntegro el depósito de la fe, tal como fue recibido de los apóstoles y que la Iglesia conservó siempre y en todas partes?».
No ocurre esta tradición apostólica de la Revelación en muchas corrientes del protestantismo, que rompieron la sucesión apostólica y la dejaron libre a versiones e interpretaciones personales, aunque sí en el anglicanismo, que si bien ha mantenido la sucesión apostólica, sus doctrinas y rituales son acordados con la intervención de autoridades políticas, lo mismo que sus nombramientos de obispos.