El filósofo luterano alemán educado en el pietismo, Immanuel Kant (Emmanuel = Dios con nosotros), era apodado en su época «el Aristóteles del protestantismo», y por cierto lo era, dada la animadversión que todos ellos tenían por Aristóteles a quien querían desplazar definitivamente96.
Cien años antes de la aparición de su libro de 1793, La religión dentro de los límites de la sola razón, su predecesor Leibniz, que todavía creía en Dios y en su Revelación, había tratado de buena fe de conciliarlos con la razón modernista, así como de unir a las religiones católica y protestante. Escribió en febrero de 1686 al landgrave de Hesse dedicándole su Discurso de Metafísica: «Pongo de relieve (aquí) que el pensamiento es la función principal y perpetua de nuestra alma […], es aquello que nos perfecciona naturalmente», y a continuación afirma que esta lógica racional es la que nos lleva a Dios: «Dado que lo que perfecciona nuestro espíritu (dejando aparte la gracia) es el conocimiento demostrativo de las más grandes verdades por sus causas o razones, hay que confesar que la metafísica o la teología natural, que trata de las substancias inmateriales y particularmente de Dios y del alma, es el más importante de todos»97. Ya adentrado en el texto de su Discurso, Leibniz afirma que, por ser Dios el Creador del Universo, podemos conocerlo por sus obras: «Es tanto más verdadero, que es por la consideración de las obras que podemos descubrir al operario. Estas obras llevan consigo su carácter de él. Esta reflexión es capaz de reconciliar a la filosofía mecánica de los modernos con la circunspección de algunas personas inteligentes y bien intencionadas que temen con algo de razón que uno no se aleje demasiado de los seres inmateriales en perjuicio de la piedad»98. Precisamente esto fue lo que ocurrió en el decurso de la cultura occidental con la aparición de Kant en el firmamento filosófico.
No está de más aclarar que los ataques de Kant y posteriormente de Hegel a la religión y las iglesias están dirigidos tanto contra el catolicismo como contra el protestantismo.
Kant clausura brillantemente el ciclo del modernismo racionalista enemigo de la Revelación, y la influencia de su posición respecto a la existencia de Dios y a la validez de la Revelación divina continuará en la cultura occidental por largo tiempo.
Los deístas habían minimizado las funciones y atributos que se atribuían racionalmente al concepto de dios y de su providencia con respecto al mundo, dejándole solamente sus funciones de creador del mundo. Para todos ellos, Dios era una especie de «gran Arquitecto» y según algunos de «gran relojero», que habría creado, puesto en movimiento y organizado el mundo mecánico de la naturaleza. Cuanto mejor es el relojero, mejor será el reloj que haga. Lógicamente, si este constructor era perfecto, como surge de su definición racional, necesariamente tenía que haber creado y puesto en funcionamiento un mundo perfecto, que por lo tanto debía funcionar perfectamente, o sea, sin requerir de ninguna intervención posterior por parte de su creador.
Con este razonamiento, Dios queda apartado del mundo por innecesario y relegado a una difusa e indefinida posición de Ser Supremo. Podría decirse que para todos estos filósofos y teólogos naturales Dios es una especie de comodín que les sirve para armar sus sistemas metafísicos y que, una vez construidos estos, puede descartarse.
Pero, debido a diversas influencias culturales propias de su tiempo, de las que no pueden dejarse de lado en lo metafísico a Giordano Bruno y Baruj de Espinosa, esta prestidigitación con respecto a Dios le hace reaparecer en la naturaleza. Con profunda reflexión sobre el deísmo dice Kahler: «La religión, es decir, la relación del hombre con la divinidad, se identifica (ahora) con la relación del hombre y la naturaleza: una relación del hombre que fluctúa entre razón y entusiasmo con la naturaleza, vista en parte como divinidad inspiradora y en parte como elemento objetivo y mudo.[…] El orden inmutable y mecánico de la naturaleza fue el núcleo, el punto de partida, desde el cual se desarrolló y extendió la ciencia natural, y ese fue el foco de resistencia que, eventualmente, causó la eliminación de Dios. Y, tras esta compleja evolución, este orden mecánico de la naturaleza ocupó el lugar y sucedió a Dios en el espíritu de los hombres»99.
La función de enterrador de Dios y de su Revelación en el eidos de la cultura modernista la cumplió a la perfección Immanuel Kant, que la llevó a sus últimas consecuencias clausurando así el ciclo iniciado tímidamente por la Ilustración racionalista. La actitud belicosa de Kant como abanderado del llamado «progresismo» se trasluce en un artículo de 1798 titulado El fin de todas las cosas. En las páginas que lo clausuran se refiere a la penetración del modernismo en el cristianismo, sosteniendo que el tener «libertad de pensamiento» en este asunto le adjudica «un carácter amable al cristianismo» que le facilitará el «ganar para sí los corazones de los hombres». Pero amenaza diciendo que si este carácter amable (o sea, receptivo del modernismo) se pierde, si «cesa de ser amable», aparecerá la aversión contra el cristianismo y «el Anticristo establecerá su régimen»100. Más adelante veremos cómo esa amenaza se cumple en la filosofía posterior a él.
Aunque parezca contradictorio, el golpe decisivo contra la religión, poniéndose dentro de los postulados del modernismo de la época, lo da al poner en tela de juicio, al «criticar» como se dice en la jerga filosófica, toda captación de la realidad de la naturaleza, que era lo último que les quedaba a los deístas e iluminados. Siguiendo el movimiento filosófico iniciado por Descartes, Kant se desentendió del mundo objetivo para concentrase en la facultad cognoscitiva del hombre.
Frente a Dios y el mundo, sostiene que lo que no puede probarse lógicamente no puede ser conocido, lo cual trae serias dudas de que exista. «Espacio, tiempo y causalidad son las formas básicas de la percepción humana y, al propio tiempo, sus condiciones a priori a las cuales no puede en modo alguno escapar. […] Jamás puede adquirir un conocimiento puro del mundo exterior, tal como es en realidad. […] De esa manera queda el hombre confinado para siempre dentro de los límites de su razón101». Afirma esto claramente el título del libro de Kant de 1793. Dios y la religión quedan encerrados dentro de los límites de la sola o desnuda razón (blossen Vernunft).
Para no alargar innecesariamente esta exposición sobre la posición de Kant acerca de la existencia de Dios (dejando para más adelante su posición sobre la Revelación divina), nos remitiremos solamente a su obra póstuma inconclusa, que según él iba a ser su «obra maestra» y la culminación de su sistema filosófico. Se trata de una colección de fascículos, fragmentos y notas que dejó a su muerte y que se publicó en 1864, o sea, sesenta años después; y posteriormente, en 1936 y 1938, en la edición de sus obras completas por la Academia de Berlín. Los eruditos la denominan Opus Postumum102.
En lo referente a la existencia de Dios, y a pesar de ser bastante contradictorio, contiene algunas afirmaciones definitorias. A la pregunta que se formula a sí mismo: «¿Existe realmente un Ser que nosotros debíamos representarnos como un Dios o bien este Ser no es más que un objeto hipotético?», Kant responde que, para la razón teórica «fuera del sujeto que juzga, no hay seres existentes cuya naturaleza pueda ponerse en cuestión; no hay más que una idea de la razón pura examinando sus propios principios». Para la razón práctica, el concepto de Dios representa (sic) «el conjunto (complexus) de todos los deberes del hombre considerados como preceptos divinos […] De esa manera, la idea de la razón práctico-moral contenida en el imperativo categórico expresa un ideal, que no es otro que Dios»103.
Para Kant, la ley moral (establecida por él) tiene un carácter absoluto, es algo divino. Por eso puede decir que el imperativo categórico nos da «el sentimiento (sic) de la presencia de la divinidad en el hombre»104. Dios ya no hace falta para esta moral kantiana: «Es evidente que todos los conceptos morales tienen su sede y su origen completamente a priori en la razón humana…»105. «La Moral […] no necesita ni de la idea de otro ser por encima del hombre para conocer el deber propio, ni de otro motivo impulsor que la ley misma para observarlo»106. No puede ser más claro. La razón de Kant dicta la ley moral desde su monte Sinaí filosófico y el pueblo debe aceptarla con el sentimiento de la presencia de la divinidad en él.
Postular a la razón como absoluta es posicionarse en el lugar y desde el punto de vista de Dios, después de haber negado todo valor cognoscitivo a la fe en su existencia, o más propiamente dicho, a su entidad trascendente, del único que es desde siempre y para siempre. Estamos pues ante un dios secularizado, inmanente, que no es más que un legislador humano, pero cuya máscara numinosa se ponen estos filósofos para anonadarnos con su pensamiento único y los postulados establecidos por ellos.
En lo referente a la lucha para negar la Revelación de Dios a los hombres que fundamenta la fe en Él, Kant pretende darle el golpe final con su libro titulado La religión dentro de los límites de la mera razón, su obra de madurez, publicada en 1793.
Las contorsiones que hace el libro y las maniobras de Kant para disimularlas y no perder su cátedra frente a la censura de la protestante monarquía prusiana son aclaradas por algunos hechos.
Antes de su publicación, Kant buscó apoyo presentándolo a la Facultad de Teología de su universidad por referirse el libro a teología bíblica, pero esta se escabulló diciendo que correspondía a la Facultad de Filosofía por tratarse de teología filosófica. Aparentemente previendo otro rechazo, Kant lo presentó a la Facultad de Filosofía de la Universidad de Jena, que le dio el imprimátur. Pero los censores reales se alarmaron y el propio monarca prusiano, Federico Guillermo II, emitió una resolución señalando su disgusto «porque en ese libro y otros opúsculos Kant había desnaturalizado y rebajado doctrinas esenciales del cristianismo, pidiéndole explicaciones e invitándolo a no persistir en tales errores». Kant contestó por escrito que «era respetuoso, no solamente del cristianismo, sino también del principio de una religión revelada; al final se comprometía, como súbdito fiel de Su Majestad, a nunca jamás enseñar o escribir sobre la religión». Posteriormente dirá que su compromiso había sido por el reinado de Federico Guillermo II y no el de su sucesor y continuará escribiendo sobre la religión107.
Como hemos visto antes, Dios había desaparecido del pensamiento kantiano por ser incognoscible. De esa manera, Jesucristo es solamente un predicador ético-histórico, y por lo tanto contingente. Entonces, los que siguen las Escrituras tienen solamente una «fe histórica» que, como fue promocionada por clérigos, Kant denomina «fe clerical», ambas impuras y deplorables. Estas, que llama despectivamente «fe de revelación», y que engloba tanto a católicos como a protestantes, no deben ser llamadas «religión» porque son propias de gentes atrasadas, del gran público, que no puede elevarse a la verdadera religión (la racional) «que es para este demasiado elevada e inteligente […]. El hombre común entiende siempre por religión su fe eclesial […]. A la mayor parte de las gentes se les hace demasiado honor al decir que profesan esta o aquella religión, pues no conocen ni piden ninguna; la fe eclesial estatutaria es todo lo que entienden bajo esta palabra»108.
En cambio, los que siguen la revelación del señor Kant tienen lo que este denomina una «fe religiosa pura» que, como está fundada en la razón, es universal y por lo tanto la única admisible como religión. «Pero solo la fe religiosa pura, que se funda enteramente en la razón, puede ser reconocida como necesaria, por lo tanto como la única (sic) que distingue a la iglesia verdadera109». Pocas páginas antes nos había dicho que los que componen esta comunidad ética constituyen la verdadera iglesia y son el «pueblo de Dios» y que los que se les puedan oponer son una «banda del principio malo como unión de los que están de su parte en orden a la extensión del mal»110. Kant adopta así una actitud típica de la soberbia del modernismo.
Por eso dedica un capítulo entero (el séptimo) de la tercera parte, primera sección de su obra, a convencernos de que «el tránsito gradual de la fe eclesial al dominio único de la fe religiosa pura es el acercamiento del reino de Dios». Un reino de dios burgués, individualista, moralista y laicista.
¿Para qué seguir? Pienso que solo cabría decir resignadamente aquello que apuntaba Étienne Gilson en sus famosas conferencias en la Universidad de Indiana que fueran publicadas por la Universidad de Yale, de que no hay ninguna razón para perder nuestro tiempo sopesando los respectivos méritos de los dioses de Espinosa, de Leibniz, de Descartes o de Kant, concluyendo rotundamente: «¿Por qué tenemos que contentarnos con el fantasma de Dios cuando podemos tener a Dios?»111.
En la segunda sección, que viene a continuación, pasaremos revista a la configuración teo-filosófica y esotérica de la otra rama del modernismo que, diferenciándose de la «teología liberal», llevará a la sacralización de lo político y a las diferentes formas y matices del totalitarismo.