Capítulo 2
La demolición de la Revelación
en la Ley y los Profetas

Probablemente, otra de las razones del atractivo de la obra de Espinosa para los románticos alemanes fue la minuciosa demolición que este lleva a cabo de la Sagrada Escritura, de la que era un gran conocedor y que leía en hebreo, cosa a la que pocos llegaban en Alemania y en los países de influencia de la cultura germánica. Les seducía, además, su agudeza racional propia de su estirpe judía, su profundo conocimiento de los recovecos de las Escrituras y los razonamientos sofísticos y farisaicos que empleaba para denigrarlas, quedando al mismo tiempo como una persona profundamente religiosa. Entre los filósofos románticos, casi todos profesores de las universidades estatales controladas celosamente por los príncipes protestantes mediante sus poderosos organismos de censura religiosa, las críticas de Espinosa a las Escrituras caían como una lluvia purificadora y liberadora, que les abría nuevos horizontes sin hacerles peligrar sus cátedras, parroquias, puestos, honores y posiciones sociales.

Esta tarea destructiva la realiza a fondo en su Tratado teológico-político, uno de los pocos libros que se publicaron en vida de él, aunque en esta caso en forma anónima y como impreso en Alemania. El propio Espinosa nos informa sobre su contenido y acerca de sus motivaciones para escribirlo, en una carta a su amigo y corresponsal Henry Oldenburg, nada menos que secretario de la Royal Society de Londres que acababa de fundarse en 1660 con la restauración de Carlos II Estuardo, persona de enorme influencia en toda la Europa protestante. Le anuncia que «había comenzado la composición de un tratado sobre la Escritura» y que le motivaban a hacerlo «los prejuicios de los teólogos que impiden a los hombres aplicarse al estudio de la filosofía […] y la insolencia de los predicadores»132. Este objetivo explícito del Tratado suele ser soslayado por los comentaristas de Espinosa.

No nos puede extrañar esta motivación sabiendo que ya Espinosa había sido excomulgado por los judíos de la sinagoga de Ámsterdam y perseguido por los pastores calvinistas (religión mayoritaria en Holanda y muy influyente), así como por las autoridades civiles.

El Tratado consta de un prefacio del autor y de 20 capítulos, de los cuales 15 son dedicados a la crítica de la Sagrada Escritura, de los Profetas, de los Apóstoles, de los milagros y de la institución del pueblo judío como el elegido por Yahvéh para custodiar su Revelación, quedando solamente 5 capítulos que dedica a establecer la autoridad absoluta de los soberanos temporales sobre la religión de sus súbditos. Tanto el prefacio como el capítulo final del libro terminan con esta sumisión al Estado: «No me resta sino declarar que nada he escrito en este libro que no someta de buen grado al examen de los soberanos de mi patria: si juzgan que alguna de mis palabras es contraria a las leyes de mi país y al bien público, yo la retiro»133. Para Espinosa, el Estado es la encarnación de la razón y por lo tanto es el árbitro supremo dentro del campo moral que abarca todas las cuestiones, tanto las seculares como las religiosas. «El soberano a quien corresponde tanto en nombre del derecho divino como en el del derecho humano, conservar y proteger los derechos del Estado, tiene también el derecho absoluto de estatuir en materia de religión todo cuanto juzgue conveniente y todo el mundo está obligado a obedecer sus órdenes y decretos…134».

El procedimiento que emplea Espinosa para tratar de demoler las Sagradas Escrituras y la elección por parte de Dios del pueblo de Israel es simple pero efectivo. Se limita a definir de entrada cada uno de los asuntos a tratar, de manera axiomática y sin fundamento previo, para pasar a impugnarlo con toda facilidad. Al mismo tiempo necesita apoyar sus afirmaciones en los textos sagrados para poder desvirtuarlos, para lo cual los deforma interpretativamente y deja de lado olímpicamente todos los pasajes que contradicen sus afirmaciones, tal como lo hacen todas las herejías135.

Lo hace en los capítulos I y II donde ataca al profetismo hebreo. Define al profeta bíblico exclusivamente como un intérprete de dios para el vulgo ignaro y no como lo que son: voceros de los oráculos del Señor del Dios único, como puede verlo cualquiera que lea los textos bíblicos y sepa cómo era la tradición de Israel que reservaba la interpretación a los sacerdotes. Para fundamentar esta arbitraria definición en las Escrituras, solo se basa en una estrambótica caracterización de la situación entre Moisés y Aarón frente al Faraón, diciendo que Moisés es dios y Aarón, su intérprete o profeta (cap. I, pág. 31). En ningún momento habla la Biblia de Aarón como intérprete. En Éxodo 4, 10, cuando Moisés se declara incompetente para la tarea que se le encomienda, dice: «Mi boca es inhábil, mi lengua pesada» (se suele decir que en ese entonces era tartamudo), y Yahvéh le dice: «Aarón será como si fuera tu boca y tú fueses el dios que lo inspira». Y en 7, 1, que cita Espinosa en su apoyo, en ningún momento se habla de interpretación. «Aarón tu hermano será tu profeta, Tú le dirás todo lo que Yo te prescriba y Aarón tu hermano lo repetirá al Faraón». ¿Dónde aparece la interpretación?

Pero al dar por aceptado que los Profetas son intérpretes de la Palabra de Dios y no sus voceros fieles, ya puede decir Espinosa que la sola diferencia entre los profetas bíblicos y los demás hombres es «únicamente su mayor fuerza de imaginación» (cap. II, pág. 41), y que «esta imaginación pura y simple no lleva consigo la certeza de las ideas claras y distintas», y las califica como «fantasías» que impiden el raciocinio (pág. 42) y carecen de «certeza matemática» (pág. 43); cosa que nadie pretende en los profetas y que Espinosa se vanagloria de que la tienen sus afirmaciones.

Como puede verse, el objetivo final es dejar establecido, con «certeza indiscutible», que toda Revelación divina es meramente una invención fantasiosa de la mente humana; características que no tienen sus invenciones racionales, que para él son divinas por ser parte orgánica e inseparable del dios-naturaleza inmanente.

Un procedimiento similar adopta Espinosa en su capítulo III para desvirtuar la elección que hace el Señor del pueblo judío para mantener incontaminada su Revelación a través de los tiempos.

Los cristianos y los judíos estamos convencidos de que Dios eligió a un pueblo, el pueblo hebreo, para ser el depositario y custodio de su Revelación, gratuitamente por una decisión libre, que desde fuera llama a quien quiere. Evidentemente esta decisión es externa a los hombres y requiere un Dios trascendente. Pero Espinosa niega toda trascendencia y cree dogmáticamente en un cosmos inmanente cerrado sobre sí mismo. ¿Cómo puede hacer para explicar la elección del pueblo judío desde dentro del mundo?

Para hacer más difícil esta prestidigitación intelectual, él mismo limita sus posibilidades de explicación al negar al pueblo judío cualquier característica positiva que lo haría superior a los demás pueblos. «La verdad es que intelectualmente tuvieron, como queda probado, ideas muy vulgares sobre dios y la naturaleza y bajo este respecto no fueron el pueblo elegido. Tampoco por la virtud y práctica de la verdadera vida, porque, excepto algunos pocos elegidos, escasamente aventajarían a los restantes pueblos» (pág. 55). Dice que no niega los textos del Pentateuco que hablan de las relaciones de Dios con el pueblo elegido, pero los minimiza diciendo que Moisés «se explicó de ese modo y prefirió servirse de esas razones para advertir a los hebreos, según la infantil capacidad de su espíritu, y unirlos con más fuerza al culto de Dios…» (pág. 53).

Se trata como puede verse de una interpretación utilitarista, amañada deformando el sentido de los textos escriturales acerca del pueblo judío como el pueblo elegido por el Dios vivo, para reducirlo todo a leyes naturales.

Debido a su necesidad de coherencia, Espinosa debe explicar todo por razones naturales inmanentes. Entonces se ve obligado a decir: «Su carácter de pueblo de Dios y su vocación proceden únicamente del feliz éxito temporal de su imperio y de las ventajas materiales de que gozaron…» (pág. 55). Perdieron su privilegio al ocurrir la Diáspora y lo recuperarán si triunfan rehaciendo su imperio (pág. 62). La Naturaleza divinizada, la potencia divina actuante, por sus leyes universales y eternas que son las de dios atado a ellas eternamente (sic), dispuso esto con absoluta necesidad. Por consiguiente, decir que todo se hace por leyes naturales o por el decreto y gobierno de Dios, es decir exactamente lo mismo (pág. 54).

Voilà! La inversión mágica está consumada. Los triunfos militares del pueblo judío se deben a las leyes eternas de la naturaleza-dios y no a la intervención de Dios en la historia. El triunfo material en la historia es, pues, un signo cierto de la elección del dios-naturaleza espinosiano. También Hegel, en la misma tesitura, llegó a sostener que el triunfo de una nación en la guerra significaba que la razón de la historia estaba con ella y en ella. Los católicos somos algo más escépticos que estos beatos de la historia divinizada. Como bien dice el dístico español pleno de sabiduría teológica: «Vinieron los sarracenos y nos molieron a palos. Que Dios ayuda a los malos, cuando son más que los buenos».

Al tratar el tema de los milagros, Espinosa cambia su modo de ataque. «Antes de terminar debo observar que el método que acabo de aplicar a los milagros no es el mismo que seguí para los profetas. Nada he afirmado sobre las profecías sin deducirlo de la Sagrada Escritura» (interpretada arbitrariamente como hemos visto), porque «nada hubiera podido decir sobre ellas sino apoyándome en la Revelación» (pág. 92). Vale decir que la Revelación divina afirma que los profetas de Israel son fabuladores, o sea, que no transmiten la Palabra de Dios. En cambio «en cuanto a los milagros, como se trata de saber si puede haber en la naturaleza algo contrario a sus leyes (sic) o que de las mismas no pueda deducirse, no necesitaba para resolver esta cuestión puramente filosófica acudir a la Revelación […] sino a los principios fundamentales adquiridos por la luz natural» (pág. 92). Quedémonos, pues, en este plano.

Su «razonamiento» comienza con una artillería de epítetos que descarga contra «el vulgo ignorante que llama milagros a los fenómenos extraordinarios de la naturaleza […]. A tal extremo de arrogancia llegó la estupidez del vulgo. En la grosería de sus ideas naturalistas y teológicas, confunde…», y otros epítetos similares. Arrasado así el campo de los muchos que compartimos tales groseras ideas propias del vulgo estúpido, pasa a darnos su mensaje liberador y enaltecedor de los esclarecidos que lo comparten.

Su punto de partida es la afirmación dogmática de que la naturaleza es dios y dios es la naturaleza en una única y eterna Sustancia, cosa que el vulgo ignora —dice— porque cree que «hay dos potencias distintas, la divina y la natural, siempre determinada por Dios en cierto modo o como ahora se cree, creada por Dios» (págs. 81-82). Descartadas la creación del mundo por Dios y la trascendencia de este (afirmaciones propias del vulgo ignorante), la posición de Espinosa se resume en una sola frase: «Sentado ya que en la naturaleza nada ocurre que no resulte de sus leyes, que estas leyes comprenden todo lo que el entendimiento divino es capaz de concebir (sic), y finalmente, que la naturaleza guarda eternamente un orden fijo e inmutable, síguese de aquí con gran claridad que un milagro no puede entenderse tal, sino en el concepto humano, ni significa otra cosa sino un fenómeno cuya causa natural no pueden explicar los hombres por analogía con otros fenómenos semejantes que habitualmente observan» (pág. 83). Como bien comenta Morales: «Esta doctrina sobre el milagro es esencial en el sistema de Espinosa. […] En otras palabras, si el milagro es real, su concepción de Dios como Naturaleza se viene abajo y con ella, todo su sistema»136.

De allí surge la afirmación complementaria: «Los milagros no nos hacen comprender en manera alguna la esencia, la existencia ni la providencia de dios…» (pág. 84). Con esta afirmación viene la amenaza en forma de petición de principio: «Si pues, en la naturaleza se verificase un fenómeno que no fuera conforme con sus leyes, debiera necesariamente admitirse que es opuesto a ellas y que altera el orden por Dios establecido en el universo dándole leyes generales para regularle eternamente. De donde hay que concluir que la creencia en los milagros lleva a una duda universal y al ateísmo» (pág. 86).

Llega así a la conclusión: «Considero, pues, mi principio perfectamente establecido, a saber, que un milagro entiéndase como se entienda, contrario o superior a la naturaleza, es pura y simplemente un absurdo, y que en los milagros de la Sagrada Escritura no debe verse más que fenómenos naturales real o aparentemente superiores a la inteligencia humana» (pág. 86).

A esta conclusión universal de que los milagros relatados en la Sagrada Escritura son fenómenos naturales puede responderse sí o no según los casos y cómo se efectivizan. Muchas veces la Providencia divina interviene haciendo jugar oportunamente fenómenos naturales, lo que se llama causas segundas naturales. Para dar un ejemplo cualquiera, tomemos el paso del mar Rojo por el pueblo judío a pie enjuto y el retorno de las aguas del mar que ahogó al ejército del Faraón (Ex 14, 15-30). Los historiadores católicos actuales apuntan que en la época del Éxodo había un vado en el mar Rojo, del cual todavía quedan rastros, practicable cuando se desataba un fuerte viento del este y que los egipcios que también conocían el vado se aventuraron a pasarlo creyendo que el viento continuaría, pero que este se detuvo y las aguas se los llevaron137.

Pero esta explicación naturalista no quita nada a la intervención de Yahvéh, que en el momento oportuno suscitó el viento y luego lo detuvo para ahogar a los egipcios.

Esta interpretación que se niega a ver Espinosa es tan evidente que existe en muchísimas culturas, lo cual es prueba del sentido común universal a este respecto.

En los manuales de antropología cultural se citan casos aleccionadores. En uno, ocurrido en la selva tropical brasilera, un cacique está imprecando a su dios porque su hijo mayor murió al desplomarse una construcción de madera comida por los cupís (termitas). El antropólogo cientificista le dice que su dios no tiene nada que ver con esto y que la causa de la muerte son las termitas. A lo que el cacique le responde sabiamente: «Ya sé que se cayó por las termitas, pero algún poder superior dispuso que mi hijo estuviera debajo en ese momento». Lo mismo le ocurrió a otro antropólogo cientificista en el África tropical. Un hipopótamo había emergido por debajo de la canoa en la que viajaba la familia del jefe de la tribu, que murió ahogada. Ante la misma reflexión naturalista que le hace el antropólogo, el jefe de la tribu le contesta: «Algo o alguien dispuso que precisamente mi familia estuviera allí cuando emergió el hipopótamo».

Evidentemente estos «ignorantes» ven la situación más clara y más ampliamente que los «iluminados librepensadores» espinosistas.

En cambio, en otros milagros que relatan las Escrituras, hay un completo trastocamiento de las leyes naturales que no tienen, como los otros, explicación científica alguna. Uno de ellos es el caso de la resurrección de Lázaro operada por Jesús de Nazaret (Juan 11, 1-43).

Cuando llegó Jesús, Lázaro estaba muerto y enterrado hacía cuatro días. Cuando Jesús da la orden de quitar la piedra del sepulcro, María, su hermana, le contesta con tal ingenuidad que respalda la autenticidad del relato narrado por Juan como testigo presencial: «Señor, huele mal, hace cuatro días que está muerto». Desafío al señor Espinosa o a sus seguidores actuales que conocen los impresionantes progresos ocurridos en las ciencias biológicas en estos 400 años, a que me digan qué leyes naturales «eternas e inamovibles» pueden hacer que un cadáver en descomposición salga caminando de su tumba y se siente a comer con su familia (Juan 12, 2). Lógicamente, contra lo que dice Espinosa que los milagros no convencen a nadie acerca de dios, el Evangelio de San Juan nos dice: «Al ver lo que hizo Jesús, muchos de los judíos que habían ido a casa de María creyeron en él» (Juan 11, 45).

El objetivo de demoler las Escrituras del que pocos comentaristas hablan está sintetizado por un filósofo protestante argentino: «Aquí Espinosa se presenta enteramente como un adalid del pensamiento moderno y precursor del mismo […] en este tratado, Espinosa se nos presenta como el verdadero padre de la crítica bíblica»138.