El saldo más importante que había dejado el iluminismo en la cultura modernista europea, que perdura hasta hoy, era la concepción mecanicista de un mundo sensible cerrado y cohesionado por relaciones causales entre fenómenos que nos dejaba a un Dios entre paréntesis, cuya existencia había que probar racionalmente. Se trata de un esfuerzo intelectual extraordinario para externalizar al mundo sustrayéndolo de la subjetividad de la mente y despojándolo de las características que hasta ese momento se le reconocían en la cultura modernista. La filosofía se pone al servicio de las ciencias físicas y astronómicas, ahora en impresionante expansión.
«La externalidad se ha adelantado a la interioridad, tanto más cuanto esta última está privada de todo medio de expresión […] el pensamiento proyectado hacia el exterior se ordena según las articulaciones propias de la inteligibilidad de las cosas», define rotundamente Gusdorf139.
Este modelo de pensamiento y de explicación es el que algunos califican como «cartesiano-newtoniano». Esta nueva posición filosófica, al repudiar la ontología, clausura una tradición ontológica que viene desde el Renacimiento italiano con Giordano Bruno y los neoplatónicos hermetistas tal como lo hemos expuesto en la parte I y que regía hasta ese momento, ontología de un tipo que los autores califican como «astrobiológica» o «cosmobiológica». Se ve al universo como un organismo viviente, como una materia universal animada. Se consideraba a la naturaleza como algo animado por potencias superiores (astros, espíritus, simpatías y antipatías, y correspondencias de todo tipo) que regirían el universo físico y humano, confundiendo ambas naturalezas.
Tenemos aquí el enfrentamiento de dos opuestos encaramientos o actitudes frente al mundo (Weltanschauung en su sentido propio), el mágico y el científico-racional, como señaló magistralmente la historiadora de lo oculto Frances Yates, del Instituto Warburg: «La diferencia fundamental entre la actitud con la que se enfrentan al mundo el mago y el científico es que el primero quiere traer al mundo hacia su interior, mientras que el científico persigue precisamente lo contrario, exteriorizarlo y despersonalizarlo mediante un acto de voluntad que se mueve en la dirección opuesta a la propugnada en los escritos herméticos»140.
Los filósofos iluministas inician el proceso cultural que en nuestros días estudiaría el sociólogo Max Weber como «la desmagización del mundo» (Entzauberung der Welt), el cual, a pesar de las traducciones equivocadas y melifluas que hablan de «desencantamiento», contra las que vengo luchando hace años, se refiere a la expulsión intelectual de lo mágico en la concepción del mundo y al dominio de los falsos dioses de la naturaleza «que ahora vuelven como fuerzas impersonales» y de aquellos que san Pablo denominaba «los Soberanos de este mundo de tinieblas» (Gálatas 6, 12)141. En lo operacional significa tratar de quitar el dominio del mundo, de la política y de la historia a los magos y sus artes mágicas manipuladoras, apoyadas en seudorreligiones políticas sustitutivas.
Negándose a ver los aspectos positivos de esta apertura científico-racional hacia la realidad natural e histórica, los románticos alemanes descargan toda su artillería sobre sus aspectos negativos. Puede verse esta actitud en el, por otra parte, excelente artículo de Novalis «La cristiandad o Europa» escrito en 1799 y que Goethe prohibió publicar en la revista Atheneum por sus inclinaciones católicas. «Se llegó a ubicar al hombre en la cúspide de la escala de los seres, y a hacer de la música infinitamente creadora del universo, el uniforme tabletear de un enorme molino impulsado por el azar y nadando sobre él, un molino en sí, sin arquitecto ni molinero, un verdadero perpetuum mobile, un molino que se mueve a sí mismo». «Dios mismo se convirtió en ocioso espectador de un gran espectáculo montado por los sabios…». Los efectos sobre la cultura han sido graves: «El odio singular que en principio se dirigió contra la fe católica se convirtió poco a poco en odio contra la Biblia, contra la fe cristiana y, finalmente, contra la religión misma»142. Este es el mismo que califica a Espinosa como «un hombre ebrio de Dios», viéndolo como un camino de salida para darle un sentido al mundo y a la historia.
Los románticos ven en estas concepciones mecanicistas y antirreligiosas del universo, de los pensadores del iluminismo, una traba insoportable en su camino hacia el Ser. «La ciencia romántica, para descifrar el orden de la naturaleza, no puede contentarse con el instrumental físico-matemático, condenado a permanecer en la superficie de los fenómenos143». No pueden seguir definiendo la naturaleza al modo kantiano como la relación entre los fenómenos según reglas necesarias o leyes y por la regularidad de los fenómenos en el espacio y en el tiempo. La salida la van a encontrar en los conceptos ontológicos divinizados de Espinosa: «absoluto», que para Hegel es decir dios; «sustancia infinita», como lo que es en sí y se concibe por sí; «naturaleza», como el mismo dios en su manifestación; «divinidad del mundo» y «religión», como un sentimiento que sin embargo no significa religación con el Dios Vivo y superior al mundo por Él creado. «Infinito», «absoluto» serán los mots d’ordre del Romanticismo, los que van a derribar todos los límites.
Pero estas muletas intelectuales en las que se apoyan, aunque en distintas formas, los teólogos y filósofos románticos para salir del mecanicismo antimetafísico tienen sus fallas.
Contra la versión de la teología revelada, de un Dios Creador del mundo a partir de la nada, mundo que por lo tanto es distinto a él, Espinosa presenta al mundo como una manifestación necesaria de su dios que, como es un ser infinito, debe ser idéntico al mundo, porque de otra manera dios + mundo formarían una totalidad más vasta que dios solo. Ambos son para Espinosa una única sustancia que engloba a dios y a la naturaleza y que es causa de sí misma. Completa este increíble argumento diciendo que si dios y la naturaleza no fueran idénticos, si fueran sustancias diversas «no teniendo nada en común, la una no puede ser causa de la otra, ni cabe que una de ellas sea concebida por la otra»144. De nuevo, la negación de la omnipotencia divina sometida a la razón del señor Espinosa.
Como puede verse, el dios de Espinosa ha sido despojado de su unicidad que le hace definirse a sí mismo como «Yo soy el que es», disolviéndolo en la multiplicidad de las cosas materiales. Además es un dios bastante limitado y acotado porque solo se le permite ser lo que le reconoce la luz de la razón natural del hombre.
También este dios está limitado y condicionado por la naturaleza. Espinosa, en el cap. VI del Tratado teológico-político, afirma como verdad indiscutible que inteligencia y voluntad divinas son inseparables, «lo que dios piensa, lo quiere y es» (pág. 82), pero una vez que su pensamiento-voluntad se concreta ya no puede cambiar. «El orden natural es eterno e inmutable» (pág. 82). Aquí aparecen las limitaciones y condicionamientos a la potestad divina: «Estas leyes (naturales) comprenden todo lo que el entendimiento divino es capaz de concebir» (pág. 83). Cualquier cosa que ocurra «contraria a la naturaleza es opuesta a la razón» (pág. 90). Vale decir que cualquier acción de dios depende de la aprobación de la razón del señor Espinosa a la cual está sometido.
Estamos aquí en la médula de la desviación modernista, de la cual Espinosa es figura señera.
En un libro profundo y orientador, el papa Benedicto XVI (que en una intrigante coincidencia lleva el mismo nombre que Espinosa), al comentar las tentaciones del Diablo a Jesús en el desierto, nos apunta que el núcleo de la tentación demoniaca y de toda tentación consiste en «apartar a Dios que, ante todo lo que parece más urgente en nuestra vida, pasa a ser algo secundario o incluso superfluo y molesto. Poner orden en nuestro mundo por nosotros solos, sin Dios, contando únicamente con nuestras propias capacidades…»145. Apunta a continuación que es propio de la tentación adoptar una apariencia moral, y continúa: «El tentador no es tan burdo como para proponernos directamente adorar al diablo. Solo nos propone decidirnos por lo racional…». Esta arrogancia de querer convertir a Dios en un mero objeto de conocimiento racional, lo obliga a «someterse a las condiciones que nosotros consideramos necesarias para llegar a una certeza. Así no se puede conocer a Dios, concluye»146.
Al comentar la segunda tentación de Satanás, apunta que «el diablo, como buen conocedor, cita la Sagrada Escritura para hacer caer a Jesús en la trampa» de tener que demostrarnos que es realmente Dios, con lo cual el que lo interpela se pone por encima de Él. Lleva el pontífice este asunto a lo esencial del movimiento modernista que estamos tratando aquí: «Hoy en día se somete a la Biblia a la norma de la denominada visión moderna del mundo, cuyo dogma fundamental es que Dios no puede actuar en la historia, y que, por lo tanto, todo lo que hace referencia a Dios debe estar circunscrito al ámbito de lo subjetivo. Entonces la Biblia ya no habla de Dios, del Dios vivo, sino que hablamos nosotros mismos y decidimos lo que Dios puede hacer y lo que nosotros queremos y debemos hacer. Y el anticristo nos dice entonces, con gran erudición, que una exégesis que lee la Biblia en la perspectiva de la fe en el Dios vivo y, al hacerlo, lo escucha, es fundamentalismo; solo su exégesis, la exégesis considerada auténticamente científica, en la que Dios mismo no dice nada ni tiene nada que decir, está a la altura de los tiempos»147. En una palabra, se trata de una visión naturalista del mundo, que somete la Biblia a sus normas. Dios ya no tiene nada que decirnos a nosotros.
Esto es lo que prepara el campo para las fantasiosas cosmologías y teosofías que facilitan la irrupción del satanismo y la operación del esoterismo y de la magia, que vuelven a ingresar en la cultura modernista occidental. Porque, como dijo un literato romántico: «Las profundidades del alma pueden revelar vislumbres tanto del cielo como del infierno».