Corren paralelamente a través de la historia de la humanidad, cobrando mayor relieve después de la Encarnación del Hijo de Dios y de su tránsito redentor por el mundo como Dios y como hombre, dos versiones paralelas y contradictorias de carácter sagrado, acerca del derecho de Dios a gobernar al mundo y acerca de la divinidad de Jesucristo, su Hijo.
La Biblia nos revela la lucha heroica, constante y empecinada que debieron mantener Moisés y los sucesivos profetas para preservar el mensaje inicial de toda contaminación con la tradición paralela. Posteriormente, la Iglesia católica, receptora de este mensaje inicial, debió agregar a la defensa de la soberanía de Dios, la heroica y permanente defensa de la divinidad y humanidad de Jesucristo.
Mientras el pueblo elegido y posteriormente la Iglesia católica defendían celosamente este mensaje, entre algunos de los otros hombres y pueblos de la tierra corría la versión de los separados, de los que reivindicaban la protesta infinita de Lucifer, que debió revestirse de esoterismo y reservar su cabal significación para algunos iniciados que pudieran soportar el peso terrible y magnífico de su radical oposición.
Debido a esto califiqué oportunamente a esta rama de la Tradición Oculta, como «La Otra Versión»202.
Con respecto a Lucifer, la versión que podemos llamar teísta, a la que se opone la esotérica, aparece, con algunas variantes, en una tradición que corre entre algunos místicos del Islam, en la literatura apócrifa y apocalíptica judía y algunos escritos rabínicos y en la tradición cristiana tanto católica como protestante. Trata de la rebelión de un espíritu superior, del más bello, el más brillante y racional de los ángeles salidos de las manos del Creador —Iblis para los mahometanos, Azazel o Belial para la tradición judía y Lucifer para la tradición cristiana—, que se niega a acatar el proyecto de Dios que requiere servir e incluso adorar a una criatura mortal, de carne, como sería Jesús, negándole su divinidad. Debido a su desobediencia será condenado junto con sus seguidores a morar en la Tierra, aunque aceptándole que le corresponde señorearla dada su condición de espíritu superior. Esta fuerza tiene así con el mundo una arcana afinidad, está en lo mundanal sustancialmente con una morada habitudinal o, más propiamente dicho, con un dominio desde lo íntimo.
La única diferencia importante entre las tradiciones judía y cristiana y la de algunos mahometanos, como la del místico Al-Hallaj, es que en esta, consecuente con las enseñanzas de Mahoma, se le hace decir a Iblis que le ha impedido prosternarse ante el Hijo su visión de Dios como el Único Adorable, y que debido a eso él mantiene un «pensamiento puro»203. En el Corán (cap. XV, Suras 28 a 36) la negativa es a adorar a un hombre hecho de barro.
En la Otra Versión esotérica de este misterio, que evidentemente sigue Hegel, en este conflicto fuera del tiempo entre Dios Padre y el Espíritu Luminoso (Lucifer) con respecto a la divinidad de Jesús, el que triunfó, para ellos, fue el Viejo Dios, cruel, tiránico e injusto y enemigo de los hombres204.
Para poder precisar algo tan engorroso como a qué espíritu se refiere Hegel, debemos tener en cuenta la prevención que nos hace san Juan en su Primera Epístola, para prevenirnos de los falsos doctores, que son los que no confiesan que Jesús ha venido al mundo en la carne o le niegan su Divinidad (1 Juan 2, 18-26). Nos dice que, ante los muchos profetas que vienen al mundo, pongamos a prueba los espíritus que nos proponen «para ver si vienen de Dios y no del Anticristo» (1 Juan 4, 1-3). La Escuela Bíblica de Jerusalén, en sus notas a este último párrafo, comenta: «Debemos asegurarnos de que aquellos que claman ser del Espíritu de Dios no estén en realidad impulsados por el espíritu del mundo». En mi modesta opinión, pienso que ese es el caso de la religión que nos propone Hegel.
Cuando Hegel en la Tercera Parte de su Filosofía de la religión nos entra a anunciar su nuevo Reino del Espíritu, define de entrada a su Regente como «Dios-Espíritu» diciendo que es la divinidad verdadera, ni la del Padre ni la del Hijo, sino que es la verdadera divinidad ahora presente y real: «Dios-Espíritu presente y real, Dios actuando desde su sede en su comunidad», y poco más adelante nos dice que «Dios es el Mundo»205.
Este dios unido al mundo como parte suya no lo es en un sentido panteísta que Hegel rechaza despectivamente como propio de mentalidades limitadas en el cap. XVI de Las pruebas de la presencia de Dios y en su Filosofía de la religión. Lo es en el sentido de la tradición judía y cristiana que hemos referido, en calidad de «Príncipe de este mundo». Más bien, como lo denomina san Pablo, más próximo al sentido hegeliano, es el «Dios de este Mundo que ha enceguecido el entendimiento de las personas a fin de que no vean resplandecer el Evangelio de la gloria de Cristo que es una imagen de Dios» (2 Corintios 4, 4).
A su construcción intelectual que lleva a tal afirmación, la presenta Hegel como «momentos de la historia divina», de «la historia Absoluta de la Idea divina», en la Tercera Sección de la Parte B, «El Reino del Hijo». El «momento de la negación» es la Muerte de Dios bajo su forma humana, que debe ser considerada como un momento de la naturaleza divina historizada por el señor Hegel. Nos aclara: «No debe representarse como la muerte de un hombre físico», significa que «aquí Dios está difunto, que Dios mismo está muerto. Dios está muerto, he aquí la negación, y esta muerte es un momento de la naturaleza divina, de Dios mismo». En este proceso de «despliegue que es la progresión de la Idea divina hasta la más grande escisión», deberá aparecer «la negación de la negación, la reconciliación absoluta, que es el dejar de lado la oposición entre el hombre y dios» y la «nueva reunión», que traerá la entronización del nuevo y verdadero dios que será para el proceso «su perfecta completitud como la verdad. Esta es la historia en su totalidad»206.
Este momento de la idea absoluta es, para Hegel, parte de una historia divina en un proceso que culmina con la entronización de un nuevo dios que es «el único dios en tres personas; pero que es también en tanto que el Otro, en tanto que aquello que se diferencia, de modo que este Otro es Dios mismo, que tiene en sí la naturaleza divina…»207. Estamos en la negación de la negación del oprobio anterior del hombre impuesto por el Viejo Dios «la reconciliación absoluta que es el dejar de lado la oposición entre el hombre y Dios […] en la fiesta que es el acogimiento del ser humano en la Idea divina». Ahora «Dios es el verdadero Dios, el Espíritu, siendo no solamente el Padre […] sino siendo el Hijo, convirtiéndose en el Otro y dejándolo de lado»208.
Todo esto es la reivindicación del ángel caído, de Lucifer, que ahora desplazó al auténtico Dios ocupando el lugar de este entre los hombres en el eidos de la cultura del modernismo, y del cual Hegel es su logos, su palabra reveladora.
A este principio superior o Principado están subordinados los que san Pablo denomina potencias, poderes y dominaciones de este mundo, que son para los cristianos todas las fuerzas de una cultura que paralizan, incapacitan y corrompen la libertad humana. Hegel distingue cuidadosamente a estas «potencias particulares que pertenecen al orden del Espíritu» de la «existencia diferente del mundo accidental», y sostiene que «están unidas a la potencia de la unidad substancial», a la «substancia absoluta, al Uno, también separada del mundo accidental». En el vocabulario esotérico y órfico, los pertenecientes al mundo accidental son «los efímeros», o sea que para Hegel, estos espíritus son eternos, con las cualidades de lo divino.
Con esto Hegel se diferencia del panteísmo, tanto del de Baruj de Espinosa, al que siguió en su juventud, como del «panteísmo oriental y el de la religión indiana» a los que desprecia209.
Evidentemente, Hegel adopta la Otra Versión opuesta a, pero parasitaria de, la de la Biblia. En esto coincide con el gnosticismo y con el ocultismo iniciático occidental, que sostienen que en ese conflicto intemporal entre Dios y Lucifer, el que triunfó fue el Malo, el «Audaz» de los gnósticos, el dios de la oscuridad y de la represión, quien ocupó injustamente el sitial del representante de la luz, de la libertad y de la razón o que lo condenó al destierro en un pantano, del cual debe emerger porque el dios injusto debe ser despojado de su poder sobre los hombres, para restablecer la justicia.
Refiriéndose ingenuamente a ese proceso de Hegel, el ocultista William Blake, en un libro de 1793 titulado precisamente The marriage of Heaven and Earth, sostiene que «Sin contrarios no hay progresión» y dice que la versión tradicional de Milton en El Paraíso perdido de la caída del Arcángel, que lo convirtió en el Demonio o Satán, es solamente la de una de las partes y que la real es que «el Jehová de la Biblia no es otro que el que mora en el fuego flamígero». Y como dice Blake alegóricamente en Jerusalem, de las ruinas de este surge un espectro diciendo: «Yo soy Dios. Oh, hijos del hombre. Yo soy vuestro Poder Racional»210.
Los primeros románticos a partir de Byron y del difundidísimo Doctor Jekyll de Stevenson (1886) comienzan a ver la figura del Demonio como la parte de Mal que reside en el interior de cada hombre. «El demonio interior comienza lentamente su conquista de la cultura occidental».211 Después de Schiller y de Byron —nos dice— «se rehabilita a Lucifer para hacerlo el padre de toda revuelta» (pág. 257). De esta manera, el movimiento romántico convierte la figura de Lucifer en el liberador del hombre a partir del despertar de su conciencia interior (Bewegung), contra la tiranía de un dios cruel e injusto. De esta interioridad y del reconocimiento del principio del Mal partirá Hegel en su tentativa integral de transformar el mundo mediante el Espíritu.
La tradición iniciática es pródiga en figuras ejemplares que ayudaron a los hombres en su oposición contra Dios. En nuestra América es la figura de Legba, el dios de Dahomey, que ahora retorna en el vudú haitiano, que desafió al Creador para defender a los hombres. En Grecia es Hércules, el iniciado en los misterios de los dioses cabires, que con sus flechas libera de su dolor al infeliz Prometeo, la otra figura de la subversión tan cara a los románticos alemanes desde Goethe a Karl Marx, que prologó su tesis doctoral con una invocación a este; es Jasón, también iniciado en los misterios, apoderándose del vellocino de oro en un típico mito solar que coincide con la recuperación de las manzanas de oro del Jardín de las Hespérides que otorgan la inmortalidad, o el de la «Isla de las manzanas», o Avalón, del mito solar céltico del rey Arturo.212 La manzana de oro para los alquimistas de la Época Moderna es el signo del azufre, el cual representa el principio activo de la transmutación que ilumina y que produce la droga de la inmortalidad. Pero en la tradición cristiana el simbolismo se invierte y es metáfora del castigo a Lucifer que lo desplaza de la luz a las tinieblas, tal como se castigó a Sodoma con una lluvia de azufre y se precipitará al fin de los tiempos al Diablo en un estanque de fuego de azufre, junto con la Bestia y el Falso Profeta (Apocalipsis 20, 10).
Por todo esto, para entender más claramente la posición de Hegel frente al Dios cristiano, tenemos que incluirlo dentro de esta rama de la tradición iniciática posterior a la Encarnación del Hijo de Dios, aunque recibe influencias del esoterismo, del gnosticismo y de la Prisca theologia que comentamos al tratar de la filosofía-teología de Bizancio. La suya sigue la versión opuesta aunque parasitaria de la de la Biblia judeocristiana en la que se apoya, pero que desinterpreta y desvirtúa completamente, la que por esta razón he denominado «la Otra Versión».
A la vieja discusión acerca de la posición religiosa de Hegel, de si era teísta, panteísta, ateísta o antirreligioso, que sintetiza adecuadamente el teólogo protestante Bernard Reardon, considero que debe agregarse en esta discusión erudita, la posibilidad de que haya sido (siguiendo «la Otra Versión» esotérica) partidario de la entronización de Lucifer y su racionalidad pura liberadora, en la soberanía sobre el mundo213.
Hegel parece querer superar a la tradición oculta usual cuando en la Tercera Parte, capítulo primero, de su Filosofía de la religión dice que «hay que cuidarse de una interpretación corriente», que se refiere «a una religión verdadera, excelente, divina, hablando apropiadamente», que debe haber sido la primera de la cual todas las demás derivan y que al desaparecer dejó «ruinas, fragmentos e indicaciones que se han conservado» y que «conocerla ofrece un interés especial», porque «encontramos vestigios, verdades, conocimientos, que indican un origen más elevado». También en la Enciclopedia de las ciencias filosóficas critica «las imaginaciones como aquellas sobre una condición primitiva y sobre un pueblo primitivo, que se habría encontrado en posesión del verdadero conocimiento de Dios y de todas las ciencias, de pueblos sacerdotales y, más especialmente, de un apostolado» (n.° 549). Sin embargo, estas referencias reiteradas significan que conoce la Tradición Oculta así como al cuerpo de dogmas de la alquimia y sabe de su difusión y prestigio en la época romántica, aunque él considere superior a todo esto su propia filosofía-teología y sus propias fuentes esotéricas.