El sistema de la ciencia de Hegel tiene la pretensión de abarcar todo en el universo, haciéndolo de forma filosófica.
Además de definir una ontología general de todos los entes habidos y por haber, incluyendo al Viejo Dios y a su sucesor en el trono del mundo, especifica una ontología de la sociedad válida para siempre.
En lo referente a la política, sistemas como este constituyen lo que el sociólogo Max Weber clasifica como «sistemas de sentido» (Sinnzusamenhänge). Esto quiere decir que plantean modos de ver y de encarar el mundo (Weltanschaungen), definiciones de situación orientadoras de las acciones, sistemas de creencias y de valores, y asunciones compartidas de sentidos, todo lo cual pasó a la cultura política del modernismo. En el caso de Hegel, el sistema lleva hacia una sacralización de la política que se hizo realidad en movimientos como el comunismo marxista, el nacionalsocialismo, el fascismo, el progresismo y el constructivismo político, el neopopulismo y los diversos integrismos y terrorismos políticos, verdaderas «religiones seculares» como las calificó Raymond Aron, «religiones políticas» según Eric Voegelin, o «religiones sustitutivas» de carácter político, que configuraron un periodo de la historia universal y que dejaron su marca hasta hoy en nuestra cultura política.
En los últimos decenios, el mundo intelectual se está apercibiendo de esta regresión de la política hacia lo sagrado que trajo el modernismo.
El giro hermenéutico que invierte el optimismo del progresismo evolucionista lineal del modernismo (que incluye también al positivismo de Comte) dentro de la cultura actual, nos lo da el famoso antropólogo británico Edward Leach: «Cuando yo comencé a estudiar antropología, el hiato entre la sociedad moderna y la sociedad primitiva era muy amplio y muy simple. Nosotros conducíamos nuestros asuntos en términos de nítidas categorías racionales de verdadero o falso, de correcto o incorrecto; ellos estaban todos enredados en las confusiones de la superstición mágica. Pero en el mundo contemporáneo, donde la familia Manson y la banda Baader-Meinhof compiten por los espacios de publicidad con los moluqueños del Sur, el IRA y los palestinos expatriados, las confusiones de la superstición mágica pueden contener enseñanzas para todos nosotros»237. En su profundo artículo sobre las polis griegas titulado «Ciudades de Razón», Oswyn Murray llega por otros caminos a la misma condena de la involución de la política en el modernismo: «Ciertamente la polis es bastante menos tribal que nuestras propias sociedades políticas; su discurso es más lógico, su potencialidad para el cambio es más constante y menos errática […]. En un mundo que ve a los poderes de la religión (religiones politizadas) y de la sinrazón crecer día a día en casi todos los sistemas políticos, debemos admitir que nosotros somos los primitivos»238. Ciertamente el problema del modernismo político después de Hegel es la sacralización de la política en desmedro de su racionalidad.
Esta regresión de la política modernista hacia arcaicas formas prepolíticas de manejo de las difíciles relaciones y tensiones entre el orden sacral y el orden profano, de lo cual ya hablamos, significa dejar de lado los cambios fundamentales que ocurrieron en la historia de la humanidad a partir de la denominada por Karl Jaspers «Era Axial» (el milenio anterior a la Era Cristiana), con la aparición, entre otros cambios hacia el racionalismo ético, del profetismo hebreo, la invención de la política en Grecia y posteriormente la neta distinción que hace Jesucristo entre lo que corresponde a Dios y lo que corresponde a los gobernantes seculares.
En lo político, esta transformación axial significa dejar atrás a los reyes-dioses, mantenedores del orden cósmico, y hacer responsables a gobernantes y pueblos ante un orden moral superior, lo que presupone en las respectivas culturas una neta distinción ente ambos órdenes: el sagrado y el secular. Esto es lo que Max Weber conceptualiza como el tránsito del orden social mágico-sacral al orden social ético-racional.
A mi parecer, la entronización que hace Hegel del Espíritu Absoluto en el trono del mundo vuelve a traer la confusión entre ambos órdenes y una regresión a los reyes-dioses, mantenedores del orden cósmico y el orden social mágico-sacral, abroquelada con la afirmación de la completitud y clausura de la historia de la humanidad. Toda esta confusión trastorna completamente la responsabilidad democrática de los pueblos y sus gobernantes ante un orden moral superior con cierta permanencia. Ahora, las decisiones y las actuaciones políticas dependerán de la veleidades del Espíritu Absoluto que es el que orienta las colectividades del modernismo.
Tengamos presente que la estructura de pensamiento que los sociólogos clasificamos como mágico-sacral tiene en el modernismo, entre otras, dos vertientes básicas que la caracterizan. La primera, que se incorpora a la cultura modernista desde el Renacimiento europeo tal como lo comentamos en la Parte I, capítulo 1, es la primacía que da a la manipulación de las personas y de las cosas; la segunda, que se consolida en la cultura con el idealismo absoluto del Romanticismo, es el desprecio de la realidad tal cual es y la proclividad a la creación de mundos imaginarios. En ambas encontramos, como trasfondo metafísico, un desprecio hacia las personas objeto de las manipulaciones y un desprecio hacia la realidad que se suplanta con construcciones racionales imaginarias.
No está de más recordar que, de acuerdo con la tradición iniciática, Goethe en el Fausto presenta a Mefistófeles así: «Yo soy aquel que niega eternamente / Y con razón, pues todo lo creado / Merecería ser aniquilado / Nada pues digno fue de nacimiento / Por eso, lo que vos llamáis pecado / Destrucción, mal en suma, es mi elemento” (números 1.380 a 1.385).
La tercera vertiente satánica de este orden mágico-sacral impuesto por el Espíritu Absoluto de Hegel es una ontología antagónica de las sociedades humanas que, en la práctica, lleva a las sociedades modernistas al desorden permanente de los enfrentamientos políticos absolutos que como tales no son negociables. Con esto se invierte radicalmente la concepción clásica de la política, aniquilando toda posible comunidad política democrática que, como preceptúa Aristóteles, se fundamenta en la deliberación, lo que exige: la amistad entre sus miembros (homophilia), concordancia de pareceres (homonoia) y justicia política (to dikaion politiké)239.
Dentro del encuadre básico que comparten los movimientos políticos representativos de la cultura romántica modernista, lo digan o no explícitamente, hay dos tópicos fundamentales que cobran su profunda significación ubicándolos dentro de esta ontología antagónica del hegelianismo: el del nacionalismo belicista y el de la lucha de clases.
El modo con que se encaran y se caracterizan estos dos núcleos fundamentales del modernismo en la política —que damos como ejemplos— responde claramente a la ontología hegeliana de los colectivos totales inspirados y dirigidos por el Espíritu Absoluto y sus espíritus dependientes. Cuando en este capítulo reseñamos las características del Espíritu Absoluto entronizado como dios, apuntamos que a este principio superior o príncipe de este mundo le estaban subordinados aquellos espíritus que san Pablo denomina «potencias, poderes y dominaciones», que son para los cristianos todas las fuerzas que cierran y coaccionan la libertad humana arrastrando a los miembros de cada totalidad orgánica a comportamientos definidos campos de acción. Mostramos que Hegel distingue cuidadosamente estas «potencias particulares que pertenecen al orden del espíritu» de aquello que llama «la existencia diferente del mundo accidental», porque «están unidas a la potencia de la unidad sustancial», a la «sustancia absoluta, al Uno, también separada del mundo accidental». Esto quiere decir que estos espíritus son —para él— eternos.
En esta ontología organísmica, las totalidades o colectivos sociales no son para los románticos agregados de individuos vinculados por contratos sociales como lo eran para la Ilustración, sino que son organismos vivientes configurados y orientados por un espíritu informante. El gran conocedor de Hegel, Jean Hyppolite, los clasifica acertadamente como «organismos espirituales».
Naciones, Estados, culturas, clases sociales y similares son «totalidades éticas» que tienen valor moral en sí y de por sí, sin necesidad de nada más, solamente si son fieles a su espíritu. Y los miembros que componen estas totalidades solo tienen algún valor moral dentro de ellas identificándose en cuerpo y alma con ellas. En esto, Hyppolite nos recuerda que para Hegel y los románticos «individualidad es unicidad y exclusión»240.
Vale decir que estas totalidades éticas, estos colectivos configurados por un espíritu objetivo propio que es manifestación del Uno, del Espíritu Absoluto que rige el universo, tienen un modo de expresarse según su espíritu propio, que las lleva necesariamente a cerrarse sobre sí mismas y a enfrentarse antagónicamente con las otras totalidades, porque en el conflicto se individualizan, se definen, se consolidan y se ratifican a sí mismas.
Esta tendencia lleva a todos a ingresar en un campo mágico de fuerzas de atracción y de repulsión, de simpatías y antipatías cósmicas, que no establecen las personas miembros, pero que las condicionan y las arrastran; todo esto dentro de un clima de violencia que, como veremos luego, es característico del Espíritu Absoluto, o sea, Satanás.
Como definí el asunto en una publicación anterior: «Al introducir a la política en este ámbito mágico-sacral, inmediatamente se polarizan los significados, los términos se convierten en excluyentes y desaparecen los términos medios y las gradaciones. Las diferencias de opinión sobre la manera de ver las cosas tienden a convertirse en oposiciones o enfrentamientos absolutos […]. La vida política y sus actuaciones se afrontan con un increíble grado de emocionalidad que llega hasta la hieromanía. Todo se ve como si fueran fuerzas cósmicas enfrentadas dentro de una atmósfera de exaltación mística, en la cual todos los objetos se convierten en fascinantes o repelentes»241. En estas condiciones la argumentación política y la discusión democrática se tornan imposibles.
Dentro de este contexto debemos interpretar el sentido modernista de los conceptos sociales del nacionalismo y de la lucha de clases.
Nacionalismo. El concepto de nación del romanticismo político y su ideología del nacionalismo derivada de aquel adoptan dentro de este sistema de pensamiento características muy distintas de los conceptos de patria y de patriotismo que tienen las personas comunes, por eso han confundido a tanta gente. Para cualquiera de nosotros, el patriotismo es una actitud básica de amor y de apego al terruño que se da en personas y comunidades, junto con sentimientos de vinculación afectiva con nuestros ancestros y nuestros coterráneos y sentimientos de pertenencia y de participación que configuran las respectivas identidades.
Las comunidades nacionales, como cualquier otra comunidad social estable y permanente, están unidas por el afecto entre sus miembros y por las finalidades y los proyectos en los cuales todos participan compartiendo tanto los triunfos como los fracasos; las sostienen la coincidencia en ciertos valores y principios básicos que hacen a la convivencia, junto con otros aspectos menos relevantes. Para algunos moralistas el patriotismo es también una virtud, basada en el amor a la patria y a sus componentes.
Contrariamente, la «nación» para el romanticismo político no surge de las personas sino del espíritu de cada pueblo (Volkgeist) que se impone a todos unitariamente como condición de pertenencia, el cual es especificación del Espíritu del Mundo (Weltgeist). Este espíritu nacional en estas colectividades totales se autodefine y se individualiza por la exclusión de lo diferente: hacia el exterior, mediante la guerra con las demás naciones que se ve como actividad sagrada; en lo interno, purgando de su unidad a los que no aceptan el pretendido espíritu del pueblo o piensan distinto, considerándolos en ambos casos como traidores. El inicio de esta concepción de la «nación» independiente de sus miembros que deben ajustarse a ella se revela abundantemente en los increíbles Relatorios del jacobino Saint Just al Comité de Salvación Pública, cuyo nombre lo dice todo, instaurando el Terror. Y la clausura está en las últimas palabras de Adolf Hitler como médium transmisor del «espíritu de la tierra y de la sangre alemanas» antes de suicidarse: «El pueblo alemán no es digno de mí».
En su excelente tratado Historia de las ideas contemporáneas: una lectura del proceso de secularización, Mariano Fazio apunta a estos aspectos seudorreligiosos: «El nacionalismo […] se identifica con la pretensión de autonomía absoluta […] de la comunidad nacional». «Aquí no se trata —dice— de un sentido de justicia que nos hace amar a la patria, sino de un sentimiento de devoción total (sic) por el cual la nación se convierte en un fin absoluto». Cita adecuadamente una conferencia del positivista Ernest Renan, ¿Qué es una nación?, que la define así: «Una nación es un alma, un principio espiritual»242. Plantea que en el Ancien régime en toda Europa, la consagración religiosa de las testas coronadas manifestaba una especie de matrimonio místico entre la nación y su rey. En la Revolución francesa, esta legitimidad ontológica de origen divino pasa desde Dios a la nación, que se cierra en sí misma y se adjudica su propia moralidad. Los ciudadanos son les enfants de la patrie, hijos de la patria, que es «la nación en armas» siempre amenazada por alguien y obligados por lo tanto a morir por ella. Formen sus batallones y marchen a matar extranjeros hasta que su sangre inunde nuestros surcos, como alienta La Marsellesa. My country right or wrong, tenga o no razón, como dicen británicos y norteamericanos, o «Alemania sobre todas las naciones del mundo».
Con esta ideología de la nación en armas y de la soberbia nacional, se justificaron las invasiones imperiales de Napoleón a otros países europeos y también las invasiones coloniales a países calificados como submodernizados para civilizarlos, respondiendo a una pretendida mission civilisatrice que carga sobre sus hombros el hombre blanco. The white man’s burden que se resignaban a soportar los británicos. Para culminar con las guerras mundiales entre esas naciones para repartirse las esferas de influencia y llegar hoy a la justificación de las «guerras preventivas» y las «guerras liberadoras» de cualquier cosa que incomode a algunos.
El modernista siglo xx, como lo documentó estadísticamente el sociólogo Pitirim Sorokin, ha sido «el siglo más sanguinario de la historia de la humanidad».
Lucha de clases. Esta es otra concepción sociopolítica que, como la anterior de nación, deriva de la ontología social del romanticismo político no del análisis sociológico de la realidad y que también lleva a la violencia.
Dentro del todo organísmico configurado por el espíritu capitalista, que es el momento del Espíritu del Mundo (Weltgeist) que sucede históricamente a los anteriores, la sociedad se corta al modo pitagórico en dos totalidades opuestas, antitéticas y contradictorias de aquel espíritu, especificadas respectivamente como un espíritu burgués y un espíritu proletario.
Como dice claramente el Manifiesto comunista elaborado por Marx con Engels para ser aprobado por su Primer Congreso: «La entera sociedad se divide siempre y cada vez más en dos grandes campos enemigos, en dos grandes clases contrapuestas directamente entre sí: burguesía y proletariado». Aquí Marx no puede usar el vocabulario hegeliano porque no se aprobaría esa declaración, pero lo hace en sus obras. Cuando en Miseria de la filosofía quiere explicarnos la formación de las clases, sigue el proceso romántico de individualización de los todos por la interiorización del espíritu y la lucha contradictoria externa. Tras relatar los enfrentamientos contra los patrones que mantenían anteriormente los trabajadores, afirma que estos no los llevan a constituir una verdadera clase. «Esta masa es ya una clase frente al capital, pero todavía no es para-sí-misma (Fürsichsein)».
«En la lucha, […] esta masa se reúne y se constituye en clase para-sí-misma».243 Al modo místico, con la lucha y el enfrentamiento contradictorio, la totalidad adquiere consciencia de sí misma, en este caso «consciencia de clase», y se individualiza fundiendo a sus partes en una totalidad. Esta consciencia de ser una clase deriva de la oposición en que está dicha clase con respecto a su clase antitética y también de la expulsión fuera de sí de todo lo que pueda tener del espíritu de la clase contraria. La burguesía se hará cada vez más capitalista y expoliadora y el proletariado, cada vez más alienado y explotado. Es por eso que Marx no incluye en el «proletariado» a todos los trabajadores asalariados ni a todos los oprimidos, sino solamente a aquellos que tienen «consciencia de clase», o sea a aquellos sometidos al espíritu proletario. A los demás los excluye como no merecedores de ninguna consideración, denominándolos despectivamente Lumpenproletariat, adjetivación que en el idioma alemán, que es el suyo, significa: canalla, bribón, atorrante, sinvergüenza y cachafaz, algo que se puede tirar directamente a la basura como un trapo de piso usado244.
Esta necesidad de su negación por la clase opuesta y de la clase opuesta, dentro del típico esquema hegeliano llevada a la lucha, eleva a estos todos separados entre sí, desde la triste condición del Dasein (algo que solo está ahí) a la categoría de ser-en-sí y para-sí (Einsichsein und Fürsichsein), o sea, cerrándose en sí mismos para sí mismos. Ni a Hegel ni a Marx, limitados por su ontología romántica, les puede pasar por la cabeza que estas totalidades espirituales puedan humanizarse y plenificarse llegando a ser-para-otros (Füranderensein) dentro de una comunidad solidaria de sus partes componentes, para entre todos, democráticamente, hacerla mejor para todos.
Por eso hoy, entre los filósofos sociales más atentos, está primando cada vez más la posición contraria a esta versión antagónica dada como fundamento de las sociedades.
Después de Wilhem Dilthey, que enseñó a todos la introspección, la autognosis o ensimismamiento, y de Marcel Mauss, con su «Ensayo sobre el don», está emergiendo la «empatía» como fundamento y sostén de la convivencia y de la solidaridad social. La empatía es la forma activa de la participación, es la inclinación a compartir las experiencias y las emociones de las otras personas, lo que nos permite comprenderlas y participar de sus estados anímicos. Esta actitud básica es la que facilita el florecimiento de las personas y el sano desarrollo de la convivencia, que es lo que hace a una sociedad. Como puede verse, este modo de participación es radicalmente opuesto al modo de participación pasiva instaurado por Platón y que siguieron tanto Hegel como Marx, que justificó modos injustos de dominación sobre los pueblos.