Pasaremos a revisar algunos de los presupuestos metafísico-religiosos del idealismo absoluto de Hegel que nos autorizan a hacer esta afirmación, presupuestos que se hacen patentes en sus seguidores de todo el mundo, dejando de lado a los ya demasiado manoseados y conocidos: Bruno Bauer, Strauss, Feuerbach y Marx y sus aburridas sutilezas y distorsiones para diferenciarse del idealismo hegeliano, que hoy han dejado de interesar, arrastradas por la vorágine de la cultura modernista245. Queda en todos los descendientes de Hegel, incluyendo a los materialistas dialécticos, un sentido cósmico fundamental que señala bien Gustav Wetter en su clásico El materialismo dialéctico soviético: «El concepto absoluto es la verdadera y propia alma viviente de todo el mundo existente […]. Así Marx y Engels aceptan la concepción dinámica del mundo propia de Hegel, pero le dan otro substrato: lo que evoluciona no es la idea sino el mundo…»246. (Lo veremos más claramente en el capítulo siguiente).
Entre los seguidores explícitos del idealismo absoluto hegeliano, que es lo que nos interesa aquí, los principios básicos que se reflejan en lo sociopolítico son coincidentes. Como bien resume esta línea Macquarrie: «Para Hegel, la racionalidad es hasta tal punto una unidad, que ningún hecho individual puede ser plenamente entendido más que en su relación con el todo» (pág. 28). «Pero Hegel no fue solo un idealista, sino también un monista; para él la realidad es una» (pág. 28). «Es la encarnación de lo divino en toda la vida humana» (pág. 32). «El término “absolutismo” se justifica por la afirmación propia de esta tendencia según la cual la realidad completa pertenece únicamente al absoluto, mientras que todo lo que no sea el absoluto queda reducido a una mera apariencia» (págs. 34-35). «En último término, no puede haber más que un individuo: el absoluto […]. Trascenderse a sí mismo supone la claudicación de su personalidad distintiva y finita, en su participación del absoluto, verdadero individuo y valor último» (págs. 39-40).
Lo fundamental de esta teo-ontología hegeliana como condicionante de su política es la afirmación de Hegel de que «todo lo racional es real y todo lo real es racional», que se complementa con la otra afirmación dogmática de que «la naturaleza divina es la misma que la naturaleza humana». Ambas afirmaciones tomadas conjuntamente establecen dogmáticamente un monismo del espíritu, entre el nuevo dios-espíritu encarnado (que es el principio de unidad) y los hombres racionales que creen en esto, el círculo de iniciados que serían el nuevo clero, como dice D’Hondt; a los que correspondería manipularnos a nosotros, los pobres mortales todavía no impregnados del soplo divino del Todo.
El derecho onto-teológico de los iluminados a dominar a los demás hombres e imponerles sus conclusiones comenzó con Platón, que lo adjudicaba a aquellos que siguiendo su dialéctica llegaban a ser iluminados e impregnados por el sol del saber indiscutible, lo que les otorgaría una superioridad ontológica sobre los demás mortales.
Trato el asunto extensamente en la parte II, capítulo 3, de mi libro de 1994 titulado adecuadamente Política sin pueblo. En este, estudio detenidamente y allí me remito: «El problema de la pretendida superioridad ontológica de algunos hombres a los cuales su “iluminación” les otorga derechos indiscutibles de dominio sobre los demás»247. Sigo aquí a Hans-Georg Gadamer, a cuyo libro The idea of the Good in platonic-aristotelian philosophy sigo en ese capítulo con algunas objeciones, porque Gadamer renuncia a ver la radical diferencia de actitudes políticas de esta posición platónica con la de Aristóteles, que fue la que motivó aquella famosa frase aristotélica: «Entre la amistad con los platónicos y la verdad, prefiero la verdad» (Ética Nicomaquea, 1096, a 10). Gadamer rechaza bien la reducción psicologista de esta posición platónica al mero mejor conocimiento por parte de algunos de lo que es bueno para todos y demuestra que se trata de una superioridad ontológica de los iluminados. Tanto en Fedón —nos dice— como en la República y hasta en Fedro y Filebo, «la discusión trasciende ese ámbito reducido y conduce a una indagación ontológica universal» (pág. 93); «se está tratando del conocimiento sobre la totalidad de la realidad» (pág. 94).
Aquí aparece Hegel apoyando esta posición ontológica de Platón, a la cual para hacerla más efectiva le agrega el factor religioso, convirtiéndola en teo-ontología. En mi libro de 1978 titulado La Otra Versión apunto que Hegel con esto va mucho más allá de Platón y los platónicos, porque establece un trípode sostenedor de un dominio político que sería imbatible, uniendo religión, filosofía y política, englobados y encausados hacia una meta común por el Estado, que hará a este indiscutible e invencible. Afirmo allí: «En el conocido texto de la Enciclopedia de las ciencias filosóficas (n.° 552), nos dice que Platón se quedó corto porque solamente pudo unir el poder del Estado con el poder de la filosofía, para liberar al Estado y al género humano del mal, mediante la política. A Platón no le fue dado progresar hasta poder decir como Hegel que, “mientras la verdadera religión no entrara en el mundo y llegase a dominar en los Estados, el verdadero principio del Estado no llegaría a la realidad”»248. ¡Esto sí que es clericalismo político ejercido indiscutiblemente por el clero de los hegelianos de todos los tiempos en nombre de sus variadas religiones substitutivas que, según ellos, nos van a liberar y llevar a la salvación en su paraíso terrenal! ¡Con razón, los viejos padres de la Iglesia, que algo sabían de esto, insistían en llamar al Demonio «el simio de Dios»!
Pero esa seudosuperioridad ontológica sobre nosotros que se atribuyen los que manejan la razón hegeliana justifica también el derecho de estos a hacernos sus revoluciones llevándonos por delante e imponiéndose por la violencia sobre nosotros fundados en su verdad, violencia que también preceptuaba Platón en Las Leyes.
Un filósofo hegeliano que tuvo gran difusión en los ambientes contestarios entre 1965 y 1975, Herbert Marcuse, nos da sus razones para este paso, en uno de sus primeros libros publicado en 1941 titulado sugestivamente Razón y revolución. Allí sostiene que los propietarios de la razón hegeliana deben negar las realidades sociales e imponer la unidad y la totalidad que son la única verdad. Defendiendo los fundamentos de la filosofía de Hegel, dice: «El derecho (sic) de la razón de configurar la realidad (resic) se apoya sobre la habilidad del hombre de sostener verdades generales válidas. La razón puede conducir más allá del hecho bruto de lo que es, a la realización de lo que puede ser, solamente en virtud de la universalidad y necesidad de los conceptos […]. Si los hombres no tienen éxito en crear la unidad y la universalidad a través de su razón autónoma, aun en contradicción con los hechos, tendrán que someter no solamente su existencia intelectual sino también la material, a las ciegas presiones y procesos del prevalente orden de vida empírico. El problema no es por lo tanto meramente filosófico sino que concierne al destino histórico de la humanidad»249. Vale decir que no hay que tener en cuenta a la realidad, sino imponer a todos las construcciones mentales que ellos siguen, para revolucionarla. Confirma esta tendencia en su libro de 1964 Hombre unidimensional. En el capítulo 5 nos dice claramente que va a tratar «el proceso por el cual la lógica se convierte en lógica de la dominación». Comienza sosteniendo que una realidad es verdadera o falsa (irreal) según coincida con la definición racional que hacen ellos y termina diciendo que «el verdadero juicio juzga a esta realidad no en sus propios términos sino en términos que encaran su subversión. Y en esta subversión, la realidad llega a su propia verdad»250.
Demás está decir que Aristóteles sostiene todo lo contrario, que en política hay que partir de la realidad tal cual es para irla corrigiendo y mejorando, pero no suplantarla por construcciones abstractas de la razón teórica que se aplicarían como un modelo o plano a seguir, al modo de un arquitecto. Para Aristóteles esto sería poiesis o arte de producir cosas siguiendo una técnica, lo que es la negación de lo político. La política es praxis, «acción virtuosa de los ciudadanos dentro de la sociedad política (polis) para poner su saber práctico al servicio de ellos y de la comunidad»251.
Como veremos luego más detalladamente, tenemos aquí enfrentadas dos concepciones metafísicas básicas que se especifican en las respectivas epistemologías. La de los que creemos que hay un orden del ser y una participación existencial activa de las personas en su mantenimiento y perfeccionamiento, y por el otro lado, la de los que creen en la primacía de un orden de las conciencias que conlleva una impregnación pasiva de los individuos que serán sometidos a este orden.
Creo haber demostrado en mi libro sobre Platón (parte II, cap. 7) que el resultado final de esta segunda concepción del pensamiento político es la negación de lo propiamente político y de la auténtica política, para establecer la «despótica». La pregunta es pues: ¿con este clima intelectual y estos principios epistemológicos, cuál será la situación de aquellos cuya conciencia los lleva a tener otros razonamientos y otros principios filosóficos y no concuerdan con las decisiones que adoptan los «racionales» cuando están en el poder, decisiones que afectan a la sociedad, que es de todos?
La respuesta a esta legítima pregunta la dio un discípulo de Hegel, Benito Mussolini. El 24 de marzo de 1924 en un discurso en el teatro Costanzi de Roma lanzó esta terrible definición: «Chi non è con noi è contro di noi» (El que no está con nosotros está contra nosotros). En la otra rama política del hegelianismo, Fidel Castro respondió públicamente a esta pregunta en un discurso de junio de 1961: «¿Cuáles son los derechos de los escritores y artistas revolucionarios o no revolucionarios? Dentro de la revolución, todo; contra la revolución, nada». Lo mismo pueden decir los socialismos revolucionarios de todas las denominaciones.
Demos la palabra al gran padre de todos ellos en su Filosofía de la religión. Después de definir que su dios es lo universal y la unidad que envuelve todas las diferencias, nos agrega: «La religión es lo único que hace callar y reduce a la nada […] a estos juicios subjetivos, imponiendo una obligación infinita y absoluta». Hay que imponer sobre todos «los fines y designios particulares […] el principio supremo y el deber absoluto […] la necesidad interna, la necesidad que es en sí y para sí», ante la cual todos deberán plegar su voluntad y obedecer necesariamente, aceptándola en lo más íntimo de su conciencia252. Para llegar a este dominio absoluto hay que apoderarse del poder político y sacralizar las políticas de los mandones, convirtiéndolas en una «religión política» o «religión sustitutiva», que las tornará indiscutibles.
En cuanto a los pobres mortales que se atreven a disentir y se niegan a obedecer a esta unidad de la sustancia ética que es el Estado regido por el Espíritu según Hegel, este dentro de su lógica los considera como «ateos del orden moral» y «conciencias escindidas», solo dignos de desprecio por su inferioridad ontológica que los convierte en subhombres. Condensa su desprecio en el Prefacio a su Filosofía del derecho. Para Hegel, en este documento, todos los que se oponen al Estado son individualistas, mejor dicho «egoístas» que no quieren más que su individualismo como tal. No ahorra epítetos despectivos: «mala conciencia», «arbitrariedad», «violadores de la ley», «chicaneros del libre arbitrio», «exaltados en su propia particularidad» y «mucamos de la moralidad», entre otros calificativos despectivos. Deben dejar de lado «la vanidad y la individualidad de su opinión y de su ser, y atenerse al derecho sustancial, a los mandatos de la moralidad objetiva y del Estado, conformando a ellos sus vidas». Para Hegel, todas estas opuestas actitudes surgen de la vanidad del ser y de las opiniones de los que las adoptan, y aclara que el inconformismo es un verdadero ateísmo del mundo moral, porque no quiere someter su vanidad a la sustancia moral que es el Estado. Esta escisión inmoral y criminal abarca lo que llamaríamos en las personas: opinión propia, integridad personal, dignidad, consecuencia consigo mismo, juicio propio maduro y responsable, convicciones morales, autenticidad, fortaleza de ánimo y centramiento en uno mismo. Pasarían a ser despreciables un Gandhi, un Martin Luther King y hasta la figura clásica de la resistencia a la ley tiránica e injusta, la Antígona de Sófocles, que evidentemente mereció ser condenada a muerte.
Cuando se cree en el inexorable adviento de la sociedad perfecta, de un secularizado reino-de-dios-sobre-la-Tierra donde reinarán la justicia, la unidad y la paz por siempre y para siempre y donde se implantará el bien absoluto, cualquier escisión, cualquier ruptura de la unidad constituirá el mal absoluto y como tal deberá exorcizarse. «Por eso es que, en lo social y político, el sueño mágico de la unidad, trae consigo la pesadilla de la diversidad».253
Esta posición es la de todas las sectas ocultistas participantes de «la Otra Versión» enfrentada a la versión de la Sagrada Escritura y especialmente es la del hermetismo, la alquimia y el neognosticismo. Las más recientes investigaciones científicas sobre estas sectas y la realidad actual del gnosticismo como orientación del modernismo en lo político, que había ya denunciado Eric Voegelin a partir de sus conferencias en Múnich de 1958, nos demuestran que ahora están dirigidas a la transformación del mundo y no a la evasión de lo mundanal, no a la cura de almas sino a la imposición de un nuevo orden y a arrasar, de una manera o de otra, con los que se les opongan.
Esta escisión cuasi ontológica entre los «iniciados», los «iluminados» y el pueblo común, que lleva a tales prepotencias, se planteó con claridad desde las primeras etapas de la filosofía moderna entre quienes se ubicaban por encima de la gente y de su buen criterio a la que despreciaban por irracional, oscurantista y prejuiciada contra algunos pocos filósofos que se animaban a defender, contra la corriente, el sentido común de las personas.