El rechazo del Dios Vivo como fundamento del Ser y su suplantación por el Espíritu Absoluto encarnado en las colectividades y connatural con estas, a lo que los racionales se adhieren a través de la conciencia de sí, ha introducido en la cultura modernista nuevos sentidos que no han sido adecuadamente interpretados, por no haberlos ubicado en la teo-ontología que les ha dado vida y que los sustenta.
Uno de estos hechos culturales es el nuevo sentido que ha dado el modernismo a la existencia humana en sociedad y al sentido de la vida humana.
En toda la tradición de la humanidad, este sentido de la existencia y de la vida lo han dado siempre las religiones. Hasta los manuales escolares afirman esto: «La religión propone las respuestas más fuertes, las más antiguas y las más crudas (crues) a la cuestión del sentido de la vida»259. Es en este plano y no en el filosófico, el científico y mucho menos en el plano político, donde deben tratarse estas cuestiones de sentido existencial.
Para corroborar este criterio, transcribiré lo que afirma sobre esta pérdida de sentido que surge del modernismo y sus vinculaciones con lo religioso un artículo científico aparecido en la revista Sociological Theory que publica la American Sociological Association260. Comienza sosteniendo que la afirmación básica de la modernidad, la separación de la religión de la política, ha resultado ser falsa. La política en la modernidad occidental está lejos de esta radical separación y se apoya en posiciones trascendentales que pueden ser llamadas religiosas. En el caso del vacío de sentido que genera la aplicación del modernismo, nos dice: «El vuelco nietzscheano hacia el poder creativo de la transgresión […] es transferido al campo de lo político y se vuelve un horripilante vacío de sentido (resultante) de la fractura en la red de sentido y de una demoniaca (sic) declinación del orden. En cierto modo, el vacío es lo opuesto a la religión».
Para el modernismo contemporáneo, la atribución de sentidos le corresponde al Estado en manos de los «iluminados», de los «revolucionarios» o de los «progresistas», que pretenden imponer sus sentidos a toda la sociedad, abusando de las nuevas tecnologías de la comunicación masiva. De esta manera «el sistema racional», cualquiera que sea, se apropia de la autonomía de las personas, aquel sentimiento de que nuestras actividades son elegidas, decididas y mantenidas por nosotros mismos organizando nuestras prioridades y defendiéndolas, autonomía que según muchos psicólogos actuales es un elemento vital en el desarrollo sano y funcional de toda persona. Por eso soy «responsable» de mis actos, porque entre otras acepciones del concepto, respondo al mundo al cual todos pertenecemos como seres vivientes activos que somos.
Dado que «los racionales» ven a la persona humana como un individuo de una especie, como un átomo pensante inmerso en esa totalidad unitiva que es para ellos la sociedad dirigida por su Espíritu, el sentido existencial de la persona es ser un instrumento en el progreso de la colectividad, la cual solo se realiza como un todo. No nos puede extrañar entonces que estos iluminados actúen políticamente sobre la gente tratándola como masa que, tal como la definimos los sociólogos, está en situación pasiva y receptiva, orientada y dirigida por un foco emisor de estímulos. En estas condiciones no puede haber una auténtica democracia.
Esto explica lo que comentamos en la sección anterior: el odio y la denigración que reciben los que no están de acuerdo, los disidentes, que pasan a una categoría ontológica de subhumanidad y que en los casos extremos deben ser eliminados como encarnaciones que son del mal. En estas sociedades solo prosperan los incondicionales y los sometidos.
Al segundo cambio de sentido, el de la verdad, aludimos al exponer las teorías de Marcuse que, comentando a Hegel, afirmaba que la realidad social frente a la razón puede ser verdadera o falsa, real o irreal, según que coincida o no con la razón revolucionaria de ellos, que encara su subversión.
Esto nos lleva a un tercer cambio de sentido de la realidad, que para el modernismo unifica toda su acción política (y para nosotros la explica): el cambio en el sentido del concepto de verdad que se trata de imponer a todos.
En un trabajo publicado en el volumen V de la edición en inglés de sus Collected Works titulado apropiadamente The political religions, que pone bajo el rubro general de «modernidad sin restricciones», el gran politólogo Eric Voegelin se refiere a esta transfiguración261.
Comienza por el principio: «La nueva concepción del orden […] llena la nueva concepción del mundo y empuja a todo conocimiento acerca del orden divino hacia los bordes y más lejos […] el mundo como contenido ha suprimido al mundo como existencia» (págs. 59-60).
Siguiendo su razonamiento, nos está diciendo que la modernidad ha ido desplazando de su consideración al orden de la creación divina, dentro del cual vivimos nuestra existencia, la que tiene sentido cuando está orientada hacia nuestro crecimiento y desarrollo como personas creadas con capacidad para ordenar nuestras vidas en un marco de libertad, que el mismo Dios nos ha otorgado y respeta. Esto nos lleva a que tratemos a la persona humana como centro y como lo fundamental en toda sociedad, tal como definen este asunto las recientes encíclicas papales. En cambio, en la cultura actual del mundo inmanentizado, hemos pasado a un conocimiento del mundo que se limita al mero análisis de sus contenidos, a los que debe otorgarse un nuevo sentido, minimizando radicalmente la importancia de las personas y de sus relaciones con las otras personas que es lo que constituye a las comunidades cabales. El mundo deja de ser un soporte para el florecimiento de las personas.
«Se trata de abolir la estructuración de la existencia, con su origen en el ser trascendental-divino, y de sustituirla por una ordenación de inmanencia universal, cuya realización está al alcance del poder humano. Se trata de alterar la estructura del mundo, que es considerada como deficiente, para que resulte un mundo nuevo y satisfactorio. […] El libido dominandi celebra su mayor triunfo en la construcción del sistema que niega al hombre la libertad y capacidad para ordenar él mismo su vida en la sociedad»262.
Remontándose a Kant y a Hobbes, Voegelin encuentra que este tipo de mundo cerrado a la trascendencia «progresa solamente como un todo, y el significado de la existencia individual es participar instrumentalmente en el proceso colectivo. Esta concepción es radicalmente colectivista». Es por esto que todas las religiones políticas sustitutivas terminan siempre en el totalitarismo.
Nos abre el camino para entender ese proceso de escamoteo de la verdad Hannah Arendt, en The human condition donde, remontándose a Descartes, nos aclara que la sustitución de la verdad por la razón es la consecuencia de la nueva visión del mundo, del «novus ordo seculorum» como lo caracteriza en The life of the mind. Queda afectada así, nos dice, la noción de lo que es la verdad y también la del sentido común que es lo que nos permite la conexión con el mundo visible, y con nuestra experiencia de la vida, que nos lleva a relacionarnos con los demás en una mutua vinculación con nuestro mundo. En cambio en la cultura moderna, «lo que los hombres tienen en común no es el mundo, sino la estructura de sus mentes y el llegar a las mismas conclusiones»263. Esta aclaración es fundamental. Por eso, debemos distinguir esta «verdad» de las vulgares mentiras utilitarias (que también son usuales en estas dictaduras y movimientos políticos) porque en esta se trata de falsas concepciones acerca de la realidad de las cosas y de la existencia de las personas, que son mucho más graves.
En su libro sobre el totalitarismo, que ya es un clásico, Hannah Arendt nos aclara como nadie este increíble modo político, que es una novedad histórica originada en el modernismo, pero que en formas más atenuadas ha quedado incorporado a nuestra cultura política actual.
«El propósito de la educación totalitaria nunca ha sido infundir convicciones, sino destruir la capacidad para formar alguna».264 Lo importante es destruir el criterio propio para que los súbditos se allanen a las «verdades» de los soi-disant «revolucionarios». Destruidas la experiencia y el contacto vital con la realidad, se nos puede hacer creer cualquier cosa.
Hay que inculcarles a todos que «ninguna experiencia puede enseñar nada, porque todo se halla contenido en este proceso de deducción lógica» (pág. 570). «La propaganda del movimiento totalitario también sirve para emancipar al pensamiento de la experiencia y de la realidad; siempre se esfuerza para inyectar un significado secreto en cada acontecimiento público y tangible y para sospechar la existencia de una intención secreta tras cada acto político público. Una vez que los movimientos han llegado al poder, proceden a modificar la realidad conforme a sus afirmaciones ideológicas. El concepto de enemistad es reemplazado por el de conspiración» (pág. 571). «La preparación ha tenido éxito cuando los hombres pierden el contacto con sus semejantes tanto como con la realidad que existe en torno de ellos: porque, junto con esos contactos, los hombres pierden la capacidad tanto para la experiencia como para el pensamiento» (pág. 574).
Deja para las páginas finales de su clásico, la tétrica admonición de que esta invención de nuestros tiempos modernistas ha venido para quedarse: «Al margen de tales consideraciones […] queda el hecho de que la crisis de nuestro tiempo y su experiencia central ha producido una forma enteramente nueva de gobierno que, como potencialidad y como peligro siempre presente, es muy probable que permanezca con nosotros a partir de ahora» (pág. 579).
Pero nos queda —dice— la esperanza de un nuevo comienzo.