Capítulo 6
La «verdad orgánica»
y sus «intelectuales orgánicos»

Al romperse la conexión de las personas con el orden real de las cosas y sustituirlo por el orden lógico del pensamiento, aparece entonces un nuevo concepto de la verdad. Un concepto que, según Voegelin, los autores nacionalsocialistas denominaban «verdad orgánica», y que, para mí, recogió Gramsci cuando denominó «intelectuales orgánicos» a las personas que son instrumentales en la difusión y penetración de estas «verdades orgánicas» en sus sociedades.

La visión filosófica tradicional de verdad que nos permite captar la diferencia con la modernista está en una bella definición de Hans Urs von Balthasar. En su libro La esencia de la verdad, nos dice que esta es la actitud de justicia con el objeto del conocimiento. Según la usual definición romana de lo que es justicia, del jurista romano Ulpiano que repetíamos de memoria todos los estudiantes de derecho: Iustitia est constans et perpetua voluntas ius suum cuique tribuendi (Justicia es la constante y perpetua voluntad de dar a cada uno lo suyo o lo que le corresponde en derecho). Aplicada al conocimiento significaría que tenemos que respetar la realidad, reconociéndole y otorgándole lo que le es propio, sin agregarle ni quitarle nada y mucho menos sustituirla por otra realidad imaginaria. Esto es y fue siempre la verdad.

El nuevo concepto modernista de verdad, la «verdad orgánica», que rompe con toda la tradición filosófica anterior a Descartes, puede definirse así: la verdad de las afirmaciones sobre la realidad no se apoya en las cosas tal como son, sino que se apoya en el contexto de un sistema racional de comprender el mundo forjado por algún filósofo y adoptado por un movimiento político o incorporado a la cultura modernista. Como dice Voegelin en The political religions, para los seguidores de esta curiosa definición de la verdad, «todo lo que preserva a la sociedad es verdad» (pág. 63) y «Es verdadero aquello que promueve la construcción de la comunidad intramundana» (págs. 66-67). Es así como toda acción política de ellos no solo es verdad, sino que se sacraliza, por estar llevando a la construcción del reino del dios Espíritu Absoluto.

La «verdad orgánica» es tal, y revela su calidad de verdad, porque es parte de un sistema coherente y unitivo de ideas, no porque tenga relación alguna con lo que podemos llamar el orden real de las cosas.

No se trata de una diferencia entre interpretaciones de la realidad ni tampoco sobre lo que conviene hacer o dejar de hacer políticamente, diferencias que se presentarían lealmente al debate entre los ciudadanos. Se trata de definiciones dogmáticas que se pretende imponer a todos desde el poder, acerca de la realidad de los sucesos y acontecimientos y acerca del orden real de las cosas, que no admite discusión alguna. Además, se fundan en premisas que los creadores de estos sistemas filosóficos no aceptan poner en discusión, tal como lo demostró Voegelin en los casos de Hegel, Marx, Nietzsche y Comte (a los cuales yo agregaría el caso de Espinosa) afirmando que es «un fenómeno exclusivo del mundo moderno»265. Peor aún, que autoriza a degradar ónticamente a cualquiera que se atreva a discutirlas pasándolo a la categoría de subhombres y hasta a la animalidad. Los nacionalsocialistas usaban para estos el calificativo de «gusanos» que forjó Hegel, calificativo que también adoptó Fidel Castro en Cuba para calificar a sus opositores.

La línea que lleva a esto, según Voegelin, viene de la teoría absolutista de Hobbes «de que cualquier enseñanza que fracture la unidad y la paz del commonwealth no puede ser verdadera» (pág. 62), por supuesto que a juicio del soberano. Al elaborarse esta idea básica en el Romanticismo, se llega a la conclusión de que «la existencia de las personas solamente tiene importancia en su conexión con la existencia de una colectividad, como su Ser Supremo. Cuando un individuo ha asumido esta actitud religiosa intramundana, acepta esta posición; se ve a sí mismo como una herramienta, como una parte mecánica de un artefacto o como parte de un organismo biológico, trabajando por el todo general que lo incluye». Así somete su inteligencia a la verdad orgánica detentada por sus dirigentes.

La calificación apropiada del lenguaje que conlleva esta verdad la encontró Ernst Cassirer cuando se refirió a este concepto semántico como «empleo mágico de la palabra que […] no describe las cosas o las relaciones de las cosas, trata de producir efectos y de cambiar el curso de la naturaleza». Pero para producir estos efectos «hay que completar la palabra mágica con la introducción de nuevos ritos […]. El efecto de estos nuevos ritos es manifiesto. Nada puede adormecer mejor nuestras fuerzas activas, nuestra capacidad de juicio y de discernimiento crítico, ni quitarnos nuestro sentido de la personalidad y la responsabilidad individual»266.

Los casos que ejemplifican este sometimiento a la «verdad orgánica» en desmedro de la realidad y de la dignidad personal son muchos y persistentes, aquí solamente me referiré a algunos a título de ejemplos aclaratorios.

Comentando su época de miembro del Partido Comunista y de protegido de la URSS que le valieron prisiones y hasta una condena a muerte en la Guerra Civil española, Arthur Koestler anota en The god that failed (El dios que fracasó) que en las células alemanas cuando el Partido definía una situación y algún afiliado señalaba que esta definición no coincidía con la realidad, se le cerraba la boca diciendo: «Piensa dialécticamente, camarada». Lo que era realidad para un pensamiento razonable no lo era para un pensamiento dialéctico. Algún comentarista forjó esta frase: «Cuando el “hombre socialista” habla, el hombre común debe callarse».

Al cumplirse el vigésimo aniversario de la desintegración del bloque de países socialistas simbolizado por la caída del Muro de Berlín, sostuve en una reciente publicación que estos cambios fundamentales, entre muchas otras razones, «fueron promovidos por el hartazgo de los pueblos hacia las consignas rígidas, las definiciones dogmáticas y las respuestas estúpidas del Partido para justificar medidas insensatas de los agentes políticos. El objetivo era recuperar la dignidad, el reconocimiento y la participación en las decisiones», tal como me lo confirmó personalmente Adam Michnik, el intelectual del movimiento Solidaridad, agente del cambio en Polonia267.

El caso paradigmático de la aplicación de la «verdad orgánica» lo brindan los famosos juicios de Moscú de 1938, iniciados por Stalin y su fiscal Vichinsky contra los viejos compañeros de Lenin en la formación del Partido Comunista, todos ellos intelectuales de renombre. Se los acusaba de «desviacionismo» y hasta de traición al comunismo, la mayoría de ellas falsas como lo demostró años después en 1956, Nikita Jruschov en su famoso discurso. Lo impresionante del asunto es que casi todos ellos, aun sabiendo que igual serían ejecutados, firmaron confesiones reconociendo falsamente que se habían equivocado y que el Partido tenía razón en ejecutarlos, porque el Partido y no ellos tenía la verdad. La confesión del gran teórico del comunismo N. I. Bujarin antes de ser ejecutado es particularmente degradante: «Ha sido probado una vez más que cualquier desviación de la posición del bolcheviquismo significa alinearse con el bandidaje contrarrevolucionario […]. Me arrodillo ante el país, ante el Partido, ante todo el pueblo. La monstruosidad de mis crímenes es inconmensurable…». Como bien dijera George Orwell: «Este momento de pesadilla del fracaso de la lógica nos hace ver las purgas y las deportaciones en masa como lo que realmente son».

 

La negación de la realidad continúa
en algunos supérstites del socialismo revolucionario

La caída del Muro de Berlín en 1989 cierra el ciclo histórico del romanticismo revolucionario al modernismo, ciclo que se inició en Francia en 1789, doscientos años antes, con la toma de la Bastilla.

Con esto se clausura culturalmente en el mundo civilizado la era de las revoluciones políticas salvíficas que pretenden imponer a los pueblos un «mundo nuevo». Solamente perduran algunos brotes en arrabales de la cultura subsistentes todavía en América latina.

Tres días después de la caída del Muro de Berlín, el Partido Comunista italiano, considerado el más actualizado y numeroso de Europa, haciéndose cargo del cambio cultural y del anhelo de los pueblos por una democracia participativa, inició contactos para integrarse con la socialdemocracia.

El 3 de febrero de 1991, el XX Congreso Nacional del Partido Comunista Italiano decidió disolverlo, renunciando a sus objetivos revolucionarios, ingresar en la democracia con el nombre de Partido Democrático de la Izquierda e incorporarse a la Internacional Socialista. Con esto renuncia a sus anteriores beligerantes pretensiones de hegemonía y de imposición de sus ideologías al resto de la sociedad por el camino de la violencia revolucionaria. El grueso de sus afiliados se incorporó al socialismo democrático, con excepción de un grupúsculo que persistió en sus pretensiones hegemónicas denominándose Rifondazione comunista. Vale decir que el viejo Partido Comunista, sensible a los cambios ocurridos en la cultura occidental, optó por la vía democrática para resolver, entre todos, los problemas concretos que afectan a la sociedad que es de todos.

Sin embargo, todavía quedan en el mundo intelectual algunos supérstites del marxismo revolucionario que, aun admitiendo el derrumbe de la construcción marxista, pretenden rescatar de los escombros algunos principios básicos que sirvan de apoyo a sus seguidores en sus pretensiones de imponer su discurso autoritario excluyente sobre sus poblaciones.

Interesantemente para nosotros, el principio básico que intentan rescatar es el que hemos señalado en los tres capítulos anteriores como el fundamento en el que se apoya el modernismo revolucionario surgido del romanticismo hegeliano: la negación satánica de la realidad social y su pretensión de imponer sus construcciones mentales imaginarias mediante el apoderamiento del poder del Estado, que no podrá ser sino autoritario.

Elegimos para ejemplificar esta posición residual, el libro de Ernesto Laclau, profesor de Teoría Política en la Universidad de Essex, y de su cónyuge Chantal Mouffe, profesora de Teoría Política en la Universidad de Westminster, aparecido en 1985 con el título de Hegemony and socialist strategy: Towards a radical democratic politics, que ya tiene tres ediciones en español en Argentina.268

Se trata de un libro inteligente, bien informado acerca del estructuralismo y del posmodernismo franceses, aunque impugna vehementemente a todos los movimientos universales de salida democrática del socialismo, como los de Habermas, de Lúkacs y de André Gorz, al que llaman «patético», a los cuales nadie puede negar sus credenciales revolucionarias, y al del socialista Alain Touraine con su espléndida serie de libros sobre el possocialismo y sobre la democracia activa. También vituperan al profesor de la prestigiosa London School of Economics, Anthony Giddens, que en su famoso libro The Third Way: The renewal of social democracy dice que lo escribió «para dar alguna carnadura teórica al cadáver del socialismo». Solamente queda en pie para la «estrategia socialista» un solo camino, el de ellos.

A diferencia de la caudalosa corriente en la filosofía política actual de los que optan por la democracia consensual como camino para las sociedades: «Para nosotros el objetivo es el establecimiento de una nueva hegemonía y de una nueva lógica política» (Prefacio, pág. 16, y capítulo 2, pág. 77).

Resulta difícil analizar este libro porque está plagado de agachadas engañosas y de juegos artificiosos con los conceptos y las afirmaciones, que disimulan la intencionalidad concreta del texto y sus objetivos políticos de dominación. Cuando se sustituye la realidad por el pensamiento, como lo hacen los autores declaradamente, se está negando injustamente la «objetalidad» de la realidad como tal; esto les permite hacer cualquier truco discursivo engañoso con tal de que tenga alguna coherencia lógica interna.

Así lo reconocen los autores —aunque con su habitual estilo elusivo— en las conclusiones finales del libro, que nos dan la clave para interpretarlo: «Este libro ha sido construido en torno a los avatares del concepto de hegemonía, de la nueva lógica de lo social implícita en el mismo […] en otros términos, el campo de lo político como espacio de un juego que no es nunca “suma cero” porque las reglas y los jugadores no llegan a ser jamás plenamente explícitos. Este juego que elude el concepto tiene al menos un nombre: hegemonía» (pág. 239, frase final del libro).

Seguir a través de este libro el juego político tortuoso que propone bajo el rótulo de «nueva lógica política», sin reglas explícitas, difuminando los conceptos definidores, con agentes políticos de identidades precarias cambiantes, y basado —por propia declaración— en la imposibilidad de establecer el sentido de sus elementos componentes, me hizo revivir aquel disparatado juego de croquet de Alice in Wonderland, el cuento infantil de fama mundial del profesor de Lógica y Matemática de la Universidad de Oxford, Charles Lutwidge Dodgson (Lewis Carroll de seudónimo). El campo del juego era tortuoso, «lleno de montículos y de surcos. Las bolas eran erizos vivos, los mazos eran flamencos vivos y los soldados tenían que doblarse y ponerse en cuatro patas para formar los aros». Los flamencos antes de golpear las púas de los erizos encogían la cabeza, los erizos corrían cada uno por donde quería y los soldados-aros se cansaban y movían su posición. Pero todo este disparatado juego se articulaba y se canalizaba en la hegemonía y el poder de la reina que cuando cualquiera, según su juicio arbitrario, no siguiera las reglas de su juego, ordenaba cortarle la cabeza. Como sabiamente concluía Alicia: «¡Aquí todo se arregla cortando cabezas!».

A través de la pirotecnia del estallido de las identidades, detectando el sentido de los elementos componentes de la sociedad, de las prácticas y las finalidades políticas y de la terminología usual, podemos aclarar sencillamente la práctica política que impulsan los autores.

Reconociendo que el «proletariado» ya dejó de ser el protagonista de la revolución, los autores lo dejan de lado desdeñosamente y espigan algunos nuevos sujetos con potencial revolucionario para apoyarse en ellos en la apropiación del poder político. Movimientos como el feminismo, el ecologismo, el antirracismo, el antiinstitucionalismo, los de las minorías étnicas, regionales o sexuales, pueden ser «rearticulados como relaciones de opresión […] de las que puede surgir un antagonismo» (pág. 202)

Dicho en lenguaje usual, prescindiendo de todos estos disimulos verbales, los autores están diciendo que hay que «articularlos», o sea, aprovechar cualquier conflictividad social exacerbándola como «relaciones de opresión» (lo que significa inventarles un culpable o un enemigo), suscitando en ellos el odio y la violencia.

Todo este potencial articulado de antagonismos se aprovecha para encaramarse sobre su potencial, con el fin de obtener la hegemonía sobre el resto de la sociedad, incrementando los resentimientos y las frustraciones y canalizándolas hacia algo que es el culpable y el enemigo, para así apoderarse y perpetuarse en el poder político.

No les interesa solucionar los problemas, sino exhibir ante la opinión pública las maldades de la sociedad opresora y utilizar políticamente los resentimientos desatados para ponerlos a su servicio. Una sociedad antagónica nunca puede, ni sabe, resolver los problemas concretos de la gente ni los que tiene como sociedad, sino articularlos para construir hegemonías y anestesiar a los que los padecen con las promesas de una futura sociedad feliz.

Para estos autores, con algunas aperturas pluralistas de Chantal Mouffe en sus más recientes publicaciones, lo fundamental es la creación del enemigo al modo de los descendientes políticos del hegelianismo. Ernesto Laclau, en su libro de 2007 titulado La razón populista, sostiene que lo que une a estos movimientos para hacerlos efectivos es crearle enemigos a quienes odiar. «Lo que hace posible la mutua identificación entre los miembros es la hostilidad común hacia algo o hacia alguien».

Cualquiera puede darse cuenta de que los gobiernos que van a aplicar estas recetas van a crear un sociedad espantosa, separada y enfrentada entre sí por odios y discordias, y generadora de violencia, de desprecio por la dignidad de todas las personas, de aprovechamiento de los que sufren, de inseguridad para todos sus miembros y hasta de enfrentamientos armados. A nadie se le puede hacer creer que una sociedad antagónica pueda funcionar en tal situación. El enfrentamiento de unos sectores sociales contra otros paraliza a cualquier nación.

La sociedad civil no se ve como colaboradora y equilibradora de los poderes políticos y económicos, sino como «generadora de antagonismos» (pág. 225). Vale decir que lo que los une es el odio y el resentimiento que los líderes revolucionarios van a exacerbar y aprovechar.

Según estos autores, «pluralismo» es tomar en cuenta a tales variados sujetos de acción elegidos por ellos para unificarlos y así poder aprovecharlos para sus designios políticos. A mi parecer, esta actuación no está motivada por el respeto y el deseo de justicia para los marginados y oprimidos, sino por la manipulación, suscitándoles resentimientos antagónicos. Yo me pregunto si aceptarían para su «articulación» a otros movimientos actuales por el reconocimiento y contra la subordinación, que sean pacíficos en la reivindicación de sus derechos. Se me ocurre tomar como ejemplo al creciente movimiento social de los grupos de ciudadanos religiosos que reclaman la igualdad de trato y el reconocimiento de sus valores en las decisiones políticas, en igualdad de derechos con los demás ciudadanos. El exmarxista Jürgen Habermas les reconoció explícitamente este derecho como prerrequisito para una sociedad democrática, en 2001 en su famoso discurso de aceptación del Premio de la Paz otorgado por los editores alemanes. ¿Aceptarían «articularlos» estos «radicalizadores de la democracia»?

Dada mi condición de sociólogo, me interesa tratar la negación que hacen los autores de la realidad social y su consiguiente rechazo de la sociología como ciencia positiva (no positivista) de esta y como colaboradora imprescindible para la acción política.

En su capítulo 3, bien titulado «Más allá de la positividad de lo social», la realidad social es suplantada por una «construcción discursiva» basada en el antagonismo y la hegemonía que, según ellos, harán «inteligible» a la sociedad (pág. 129).

Siguiendo la tradición de los filósofos del Romanticismo que documentó rigurosamente Eric Voegelin en los casos de Hegel, Marx, Nietzsche y Comte que expusimos en las páginas anteriores, estos adoptan como punto de partida de su sistema, sin admitir discusión ni presentar prueba alguna, la afirmación dogmática de que las sociedades se basan en el antagonismo, lo que no es cierto. Las sociedades se hacen por la solidaridad y la mutua colaboración y se deshacen por los antagonismos. Pero, con esta óptica distorsionada, interpretan a las sociedades, haciéndolas «inteligibles», según ellos.

Para Laclau y Mouffe, el aporte que dejó Hegel al modernismo es la afirmación de que todo es «transición, relación, diferencia» (pág. 131), o sea, que el mundo exterior es caótico y sin sentido; por lo tanto depende, para entenderlo y darle un sentido, de las conexiones lógicas y construcciones mentales de los intelectuales políticos de la izquierda subversiva y de sus antagonistas de la derecha revolucionaria, ambos derivados de Hegel, así como de los intelectuales del individualismo adquisitivo, la otra corriente del modernismo. Los análisis de la realidad social que hacemos todos los demás que pretendemos ser objetivos son definitivamente dejados de lado por intrascendentes.

Esto significa negar despectivamente a la sociología científica actual y rechazar todo aporte que esta pueda hacer a la política concreta. Sin esa negación de la sociología, el concepto de «articulación» que funda la pretensión de «hegemonía» caduca. Las cosas son o no son y los problemas sociales son los que afectan a la gente, no los que definen estos intelectuales para articular y sostener sus pretensiones de hegemonía y dominación.

Los autores del libro declaran explícitamente que el punto decisivo de su argumento es que «la sociedad no es un objeto legítimo de discurso» (pág. 151) y que si se aceptara «una concepción sociologística de lo social no habría espacio para las articulaciones hegemónicas, ni tampoco, desde luego, para la política como actividad autónoma» (pág. 12). Esto hace lógicamente necesaria la negación de toda sociología como análisis científico de la realidad circundante, así como detectora de los problemas reales que afectan a las personas, a las agrupaciones, a los grupos y los sectores sociales reales, y como proveedora de información a la política para adecuar sus decisiones a los problemas y aspiraciones reales de la gente y no a los delirios de los intelectuales.

El desconocimiento —real o fingido— de estos autores por las corrientes principales de la sociología contemporánea resulta asombroso. Todavía creen o fingen creer que la sociología sigue el esquema de las ciencias naturales (pág. 149), cuando hace casi un siglo, a partir de Wilhelm Dilthey y de Max Weber entre otros en Alemania, que dejaron atrás el naturalismo mecanicista en las ciencias sociales, las corrientes principales de la sociología dejaron de ser positivistas, salvo algunos grupúsculos neopositivistas en Estados Unidos seguidores de Abram Kardiner y de su libro El individuo y su sociedad. También algunos políticos liberales individualistas, como Margaret Thatcher, probablemente sin saberlo siguen esta línea, como cuando afirmó que ella no conocía a la sociedad sino solamente a los individuos. Del mismo modo, estos «neopopulistas» desconocen a la sociedad y a la «sociedad civil» como actor político, y solamente reconocen los grupúsculos de resentidos utilizables por los «hegemónicos», uniformados por su hostilidad contra todo lo diferente.

Despectivamente denigran también todas las posiciones sociológicas como «esencialistas» desconociendo los aportes a la sociología de la escuela fenomenológica encabezada por Alfred Schütz, Peter Berger, Thomas Luckmann y otros, la escuela interactiva de Erving Goffman y seguidores, el expresionismo de Herbert Mead, la etnometodología de A. Garfinkel, y muchas otras, que no tienen nada de «esencialistas», así como los decisivos aportes de toda la actual antropología cultural como ciencia descriptiva. También dejan de lado al importante movimiento en la cultura actual de reconocimiento de la importancia que tiene para la política el aporte y el control por parte de la sociedad civil, o sea, de la comunidad política de los ciudadanos, sin la cual no hay verdadera democracia. En Inglaterra, lugar de residencia de los autores, apareció a partir de mayo de 2005 el Journal of civil society publicado bimestralmente desde entonces, que en su Presentación afirma: «Ciertamente, la sociedad civil puede emerger entre las innovaciones conceptuales más significativas de las ciencias sociales en los años recientes». La Escuela de Gobierno de la Universidad de Harvard para reconocer científicamente a este nuevo actor en la política acaba de acuñar el término de governance, que incorpora esta nueva lógica de actuación política que complementa y equilibra en el escenario de las decisiones políticas, la lógica de los dos actores anteriores: la del Estado orientada por la lógica del poder y la del mercado orientada por la lógica de la ganancia269.

Nos puede servir como orientador en este asunto el texto del economista Kenneth Boulding en su libro El impacto de las ciencias sociales: «Es dentro de esta generación que el hombre ha tomado conciencia de sus propias sociedades y la más amplia socioesfera de la cual ellas forman parte. Este movimiento del sistema social hacia una toma de conciencia es quizá uno de los más importantes fenómenos de nuestra época y representa un rompimiento fundamental con el pasado»270.

Definitivamente, los «progresistas» o «modernistas lineales», como se los denomina técnicamente, están perdiendo el tren de la historia.