Aparentemente, la Iglesia católica está comenzando a tomar la posta en este proceso cultural multirreligioso que trata de salir de la actual mundanización de las religiones institucionalizadas, mediante la teología. Bajo el pontificado de Benedicto XVI está comenzando a inclinarse hacia una mayor espiritualidad y un renovado modo cristiano de acción en la sociedad y la política; hacia un humanismo menos mágico y más religioso, optando así en la alternativa que se viene planteando en Occidente desde el Renacimiento entre el «humanismo mágico» y el «humanismo religioso», que especifiqué en publicaciones anteriores306.
Esto no quiere decir de ninguna manera que los católicos debamos apartarnos de nuestra vocación de amor hacia nuestros prójimos, atendiendo a sus padecimientos, pero también remediando las injusticias, las exclusiones y las trabas que impiden el desarrollo integral de las personas, especialmente de los más necesitados de apoyo. Pero ahora sabemos que el camino no pasa por el llamado «cambio de estructuras» ni mucho menos por la construcción de un «mundo nuevo», para lo que no hemos sido llamados. Como dijera el actual pontífice a los obispos brasileños reunidos en Aparecida: «No olviden que la salvación de las personas se hace una por una». Y los obispos latinoamericanos en su Segunda Conferencia General reunida en Medellín en 1968, precisaron bien el asunto: «La originalidad del mensaje cristiano no consiste directamente en la afirmación de la necesidad de un cambio de estructuras, sino en la insistencia en la conversión del hombre que exige luego este cambio» (Declaración Final, capítulo 1).
Esta cuestión de la mundanización de la religión es más de fondo de lo que parece.
Un teólogo eximio como Benedicto XVI ubica este confuso asunto en sus verdaderos términos, como la tercera y ultima tentación del Demonio a Jesús en el desierto «que resulta ser la tentación fundamental»307, que cobra fuerza hoy.
«El diablo conduce al Señor en una visión en un monte alto. Le muestra todos los reinos de la tierra y su esplendor y le ofrece dominar sobre el mundo. ¿No es justamente esa la misión del Mesías?» (pág. 63). Y nos aclara que «interpretar el cristianismo como receta para el progreso y reconocer el bienestar común como la auténtica finalidad de todas las religiones, también la cristiana, es la nueva forma de la misma tentación. Esta se encubre, hoy tras la pregunta: ¿Qué ha traído Jesús, si no ha conseguido un mundo mejor? ¿No debe ser esta la esperanza mesiánica?» (pág. 68).
Entonces, para responder a esta inquisición, debemos hacernos la pregunta: ¿Qué debe hacer un salvador del mundo? Para nosotros, no puede implicar el ejercicio de ningún tipo de poder mundanal porque sería una indebida sacralización y «clericalización» de lo político y una abdicación de nuestras atribuciones ciudadanas de manejar lo político, que pertenece al campo de lo profano. Para el Papa, Jesús nos dice «ningún reino de este mundo es el Reino de Dios, ningún reino de este mundo asegura la salvación de la humanidad en absoluto […] el que afirme que puede edificar el mundo según el engaño de Satanás hace caer el mundo en sus manos» (pág. 69). «En la lucha contra Satanás ha vencido Jesús; frente a la divinización fraudulenta del poder y del bienestar, frente a la promesa mentirosa de un futuro, que a través del poder y la economía, garantiza todo a todos, Él contrapone la naturaleza divina de Dios. Dios como auténtico bien del hombre» (pág. 70).
Para aclararnos la función del que la sociedad judía llamaba Mesías (Ungido), el enviado de Dios, comparándolo con las parodias mesiánicas modernistas de los pretendidos salvadores del mundo, nos da un ejemplo contundente.
Con sorprendente erudición nos relata la opción que debió hacer el pueblo judío entre Jesús y Barrabás, acerca de cuál de ellos debía ser liberado y cuál debía ser crucificado.
La investigación histórico-crítica actual sobre el relato evangélico aclara que, dentro del contexto político de la época, Barrabás era un famoso combatiente de la resistencia contra el imperialismo romano y que además, su nombre o seudónimo significaba «Hijo del Padre» como denominación de carácter mesiánico, o sea que lideraba un levantamiento mesiánico. Cabe hacer notar que Jesús desalentaba que se le llamara con ese título, precisamente para evitar sus connotaciones temporales.
Tenemos aquí enfrentados a dos tipos opuestos de mesías. Uno que encabeza una lucha por la libertad y la justicia de un mejor orden sociopolítico y el otro que predicaba para el mundo el amor, la humildad y el perdón de los enemigos. Poniéndonos la mano en el corazón ¿por cual de estos dos tipos de salvador optaríamos hoy nosotros, los modernos?
Esta pregunta esencial nos remite a los aspectos sociopolíticos del proceso cultural de la penetración del modernismo en la cultura de Occidente que se inició en el Renacimiento italiano y que venimos rastreando en este libro.
Cuando en la parte I, capítulo 1, sintetizamos la orientación y objetivos políticos de este movimiento, citamos las palabras cínicas e irónicas con las que su inspirador y patriarca del capitalismo europeo, el banquero Cosme de Medici, pretendió destruir la posición contraria: «Con padrenuestros no se manejan los gobiernos».
Hoy, después de quinientos años de confusión, de enfrentamientos, de guerras y de persecuciones políticas mutuas, la Iglesia católica por boca de su Sumo Pontífice Benedicto XVI, coincide en que es así, que la religión no está para manejar a la política. Lo afirma textualmente en su encíclica Caritas in Veritate, citando al Concilio Vaticano II, a los papas Paulo VI y Juan Pablo II: «La Iglesia no tiene soluciones técnicas que ofrecer y no pretende de ninguna manera mezclarse en la política de los Estados» (Introducción, n.° 9). Pero le retruca al banquero reafirmando una posición tradicional de la Iglesia que pone el dedo en la llaga del verdadero fondo del enfrentamiento y que podríamos sintetizar en otra frase: «Pero tampoco pueden manejarse los gobiernos sin valores morales compartidos». Esto es precisamente lo que quería eludir el naciente capitalismo.
Con esto entramos en la médula del conflicto. La burguesía capitalista, en impresionante expansión en Europa y abierta al mundo con el descubrimiento de América por los españoles y de la ruta marítima a las Indias por los portugueses, estaba iniciando su avance histórico hacia el poder político y cultural. Cada vez eran más las personas «con enormes riquezas y con poder e influencia que sentían que no podían llevar adelante sus intereses dentro del sistema moral y legal vigente. Cuando esta gente llegó a una masa crítica suficiente y al momento adecuado, consiguió romper las limitaciones del sistema anterior y establecer modos culturales convenientes para sus intereses»308. El desmembramiento que provoca en la cultura consigue autonomizar el campo de lo económico y el campo de lo político, de la moral, en la realidad de la cultura modernista de Occidente. A partir de esa amputación, como dijimos, este laicismo radical lleva a una oscilación entre la sacralización de la política y la mundanización de la religión.
Desde sus tiempos de cardenal, Joseph Ratzinger ha tratado de combatir esta mundanización de la religión. Basado en las experiencias de la lucha que llevaron los católicos contra el nacionalsocialismo y la represión que padecieron, comprobó que «la persecución y la exclusión por la fuerza de los católicos de la responsabilidad política, les había recuperado vigor y profundidad. […] Su esperanza propia, que no podía reemplazarse con nada, había florecido en su invencible grandeza, precisamente en los lugares carentes de esperanza terrenal, en el horror de los campos de concentración y en los tribunales del poder dominante. Así se quiso evitar cualquier nueva mezcla de la fe con la política. La voluntad de una realización puramente religiosa del Evangelio señaló el camino a la teología, mientras que en el campo político permanecía desde luego despierta la conciencia de la responsabilidad de la fe hacia el mundo».
Afirmando esta posición, publicó en 1991 una recopilación de conferencias sobre este tema bajo el título de Wendezeit für Europa (Tiempo de retorno para Europa) para precisar este fundamental asunto. En su parte 3, II sobre los caminos de la teología después de la Segunda Guerra Mundial y de la caída del régimen comunista, titula a su capítulo 1 «La fe como desmundanización», y a su capítulo 3 «La politización de la fe»309.
Comienza con una afirmación rotunda: «No he creído, ni por un momento, que la apología del Evangelio pueda consistir en la apelación a su eficacia histórica, que en su totalidad estaría todavía por venir» (pág. 56). Veremos luego cómo todo esto conduce a un nuevo modo de relación entre fe y política
Precisa claramente que la suya no es la llamada «desmundanización integral» que actualizó el teólogo protestante Rudolf Bultmann siguiendo a Heidegger, ni la de los teólogos liberales protestantes. Esta «desmundanización», nos dice, «no tendría en vista la santificación del mundo sino su radical laicización» (pág. 58). A mi parecer, esta inestable posición en el liberalismo protestante se debe a la infiltración del modernismo, tal como lo comentamos anteriormente, que llevó a muchos de sus adherentes a la colaboración con el nacionalsocialismo en el poder. Esta posición de laicismo integral los dejó carentes de recursos teológicos que les permitieran sostenerse asentados en los sólidos cimientos de una verdad divinamente revelada.
Con el debido respeto y reconocimiento por las muchas y magníficas posiciones individuales de pastores y fieles protestantes de ejemplar oposición, como la del pastor Niemöller y muchos otros, debe reconocerse que el grueso del protestantismo apoyó al nacionalsocialismo. Recordemos la Liga por una Iglesia Alemana y la formación en 1931 de la organización de Nacionalistas Protestantes que el propio Hitler aconsejó llamar «Cristianos alemanes» para no hacerlo tan polémico. También en ese año estaban inscriptos en el Partido, 120 pastores protestantes, ocho de los cuales habían sido candidatos en las elecciones. A pesar de la famosa declaración de Barmen que rechazó ese totalitarismo que incluía a lo religioso, el grueso del protestantismo liberal continuó con el apoyo al régimen310. Todo esto puede explicar el prestigio que tiene hoy la Iglesia católica en Alemania, que estadísticamente ha pasado a ser la mayor denominación religiosa en el país.
La reacción opuesta de mundanización de la religión, también errada, iniciada desde 1920 con Carl Schmitt, se abrió camino a partir de los años sesenta, primero bajo la denominación de Teología Política y posteriormente en las múltiples variantes de la denominada Teología de la Liberación. Para estos movimientos, nos dice el cardenal Ratzinger: «La misión de la fe y la misión de toda teología consistiría en trabajar por la causa del “reino”. La palabra clave de la fe pasa a ser un concepto político, expresión de la recta finalidad de toda buena política. La fe misma se convierte en ideología política. La política ha absorbido la fe» (pág. 69).
Estos movimientos, por distintas razones, conducen inevitablemente a sacralizar la política con todas las consecuencias que hemos detallado, pero muy especialmente llevan a la tajante escisión entre los santos, los «conscientes» por un lado, y «los enemigos» que están llamados a eliminar, sean estos las colectividades de Schmitt para los teólogos políticos, sean las colectividades que presuntamente mantienen las «estructuras de pecado y de opresión» para los teólogos de la liberación. No nos puede extrañar que esa actividad beligerante haya surgido de Hegel, como lo afirma reiteradamente Carl Schmitt en varios de sus libros. Además de hacerlo en La época de la neutralidad y en Teología política, lo razona explícitamente en un largo escolio a El concepto de lo político que no figura en la edición española de 1941 de sus obras: «Hegel también ha avanzado una definición del enemigo que en general ha sido evadida por los filósofos modernos. El enemigo es una otredad negada […] y el odio por lo tanto indiferenciado y libre de toda personalidad particular»311.
Resulta notable en todos estos movimientos de sacralización de la política, la coincidencia en el establecimiento obsesivo de un «enemigo», entendiendo por tal a agrupaciones sociales o totalidades que es necesario avasallar y reducir si se pretende avanzar en el camino de la construcción de la nueva sociedad feliz. Según Leo Strauss en su comentario a El concepto de lo político es más importante el concepto de enemigo que el de amigo, «porque el potencial de una lucha que existe en la región de lo real pertenece al concepto de enemigo y no al de amigo como tal» (op. cit., pág. 104). A mi parecer, el odio y su consecuente violencia sobre «el enemigo» en quien lo proyectan, es lo que da fuerza y convicción a estos movimientos.
En el caso de los teólogos de la liberación, sus propios autores la definen como Teología Política. Un importante teólogo español muy favorable a este movimiento, sostiene que «pertenece a la familia de las teologías políticas […]. Se trata de una teología esencialmente crítica del orden establecido […] una teología política (que) se mueve en un horizonte hermenéutico que considera lo político como el ámbito más amplio, abarcador y decisivo de la existencia humana»312. Este mismo autor señala honestamente como deficiencias de los teólogos de la liberación que no aclaran bien su posición frente a la violencia política, que además «no aparece claro si la teología de la liberación asume, aun con los correctivos necesarios para la América latina, el sistema democrático como forma de convivencia en libertad», y que en su posición frente a los movimientos de liberación y el populismo revolucionario, no toma la debida distancia crítica (pág. 178).
En estos movimientos mundanizantes también seguimos, pues, cayendo en posiciones violentas y antidemocráticas de construcción del mundo por parte de los que se consideran como los «elegidos» o los «conscientes», portadores del mensaje político redentor.
Ahora bien, volvamos a la línea de pensamiento del cardenal Ratzinger.
Descartadas aquellas dos concepciones erradas de las relaciones entre política y religión, la de la «desmundanización integral» y la de «mundanización de las religiones», y suficientemente aclarada la desvinculación de la Iglesia católica de la política, subsiste, como dice Ratzinger, la preocupación y la responsabilidad de todo católico por la situación del mundo en el que vivimos. ¿Qué nos propone él sobre la relación de las religiones con el mundo temporal?
Un mundo más justo solamente puede construirse entre todos los miembros de cada sociedad democráticamente, con respeto a la dignidad de todos y de cada uno y en solidaridad. No necesitamos salvadores ni redentores políticos que nos lleven por delante y nos pretendan arrear como si fuéramos ganado.
Para él, si lo entiendo bien, el punto de encuentro de ambos mundos, el sagrado y el profano, no está en el campo de la teología o de la filosofía, que es el ámbito de la razón teórica donde es difícil conciliar posiciones entre personas con distintas visiones el mundo, pero sí en el campo de los comportamientos morales, que es el ámbito de la razón ética y de la conciencia ética.
Adelantó esta novedosa posición en la conferencia que debía dar por invitación de la Universidad de Roma La Sapienza, en enero de 2008, y que le fue impedido pronunciar por un mínimo grupo de profesores y estudiantes atrincherados bajo la estatua de Giordano Bruno, que no fue precisamente un apóstol de la tolerancia y del respeto por los que disentían con él, como lo pudieron comprobar los profesores de la Universidad de Oxford en su época.
Comienza aclarando que el papa y los obispos son pastores que cuidan de una comunidad, que la conservan unida manteniéndola en el camino hacia Dios. Pero esta comunidad grande o pequeña vive en el mundo. «Las condiciones en que se encuentra, su camino, su ejemplo y su palabra influyen inevitablemente en todo el resto de la comunidad humana en su conjunto.»
Esto vale también para el aporte de las otras grandes religiones. Siguiendo a John Rawls sostiene que la razón ética de estas tampoco puede ser descartada en nombre de una racionalidad endurecida desde el punto de vista secularista. «Me parece importante el reconocimiento de que la experiencia y la demostración a lo largo de generaciones, el fondo histórico de la sabiduría humana, son también un signo de su racionalidad y de su significado duradero. Frente a una razón a-histórica que trata de construirse a sí misma solo en una racionalidad a-histórica, la sabiduría de la humanidad como tal —la sabiduría de las grandes tradiciones religiosas— se debe valorar como una realidad que no se puede impunemente tirar a la papelera de la historia de las ideas». También en su discurso de recepción al embajador de Italia el 17 de diciembre de 2010.
Se trata de sabiduría de la vida, de valores morales con vigencia universal que no se pueden despreciar impunemente. Se trata de lo que los antropólogos de la escuela de Murdock denominan «universales culturales» que se encuentran en todas las culturas de la humanidad, tal como lo demostró fotográficamente la Unesco en su emocionante libro La familia del hombre con escenas de la vida real provenientes de todas las culturas. Estos valores y costumbres que no se pueden dejar perder porque estructuran toda la historia de la humanidad. No pueden ser suplantados por sistemas éticos teóricos inventados por filósofos y teósofos. A esto se refiere el papa cuando habla de «la razón a-histórica que quiere construirse a sí misma».
La única manera de convivir dentro de sociedades como las nuestras que albergan culturas diversas, sin prepotencias de nadie, es atenernos a lo que Benedicto XVII calificó como «una gramática de la vida social», reglas comunes compartidas que nos permitan convivir y que surgen solo de la razón y de la ley natural que la razón puede conocer. Estas reglas, en cuanto tales, no son ni cristianas ni ateas ni budistas, por lo que todos podemos compartirlas.
En sus alocuciones posteriores, insistió reiteradamente en que el modo de la participación de la Iglesia católica y de sus fieles consiste en proponer puntos de vista para ayudar a la razón ética en la sociedad a encontrar y reconocer estas constantes universales de la humanidad que, para los cristianos, fueron instauradas por el Creador en todas y cada una de sus criaturas y que están al alcance de toda inteligencia humana si actúa de buena fe ante esa realidad comprobable.
En esta posición coincide con lo mejor de la sociología contemporánea de las religiones.
En su libro sobre el factor religioso y su influencia en la vida social, que para los críticos es el segundo en importancia después de La ética protestante y el espíritu del capitalismo de Max Weber, el sociólogo Gerhard Lenski llega por la vía empírica a conclusiones similares313.
En una descripción análoga a la de Joseph Ratzinger en aquella conferencia, insiste en la importancia que tienen para la sociedad actual todas las grandes religiones como experiencias de la humanidad: «No podemos evitar ser impresionados por su continuidad y estabilidad enfrentando cambios revolucionarios del orden económico. Credos formulados hace mil quinientos y más años son todavía aceptados como afirmaciones definitivas de fe por grupos mayoritarios. […] No podemos seguir ignorando este significativo hecho de continuidad» (pág. 337). «La herencia social de las organizaciones religiosas no es solamente una fuente de continuidad y estabilidad; es también una fuente de cambio y desarrollo» (pág. 341). No hay ninguna razón aceptable para depreciar estas experiencias de la sabiduría acumulada de la humanidad.
En un subcapítulo titulado «El impacto de las religiones en las instituciones seculares», comprueba que, contra lo que piensa la gente, el verdadero impacto no está en las campañas organizadas para reformar la sociedad. «De lejos más importantes son las acciones diarias de miles (o millones) de miembros cuyas personalidades han sido influenciadas en menor o mayor medida por su exposición de toda una vida al grupo y su subcultura» (pág. 343). Ante esta comprobación —nos dice— ya no se puede seguir compartimentalizando el pensamiento y la acción en los llamados «hombre económico» y «hombre político» porque es el «hombre total» el que actúa en la sociedad.
Para concluir. El que fuera Sumo Pontífice redondeó su novedosa posición sobre el lugar de las creencias religiosas en el proceso político en el adecuado escenario del palacio de Westminster, sede del Parlamento británico, ante los más importantes dirigentes políticos del Reino Unido.
Comenzó recordando la actuación del canciller Tomás Moro que fue allí juzgado, «para reflexionar con ustedes el lugar apropiado de las creencias religiosas en el proceso político».
Tanto en el campo económico como en el campo político —nos dice— la dimensión ética tiene tal alcance que ningún gobierno puede permitirse ignorarla, como lo demuestra la crisis actual. Ahora bien «¿En nombre de qué autoridad pueden resolverse los dilemas morales?». Esto nos conduce al punto central de la cuestión: «¿Dónde se encuentra la fundamentación ética de las deliberaciones políticas? La tradición católica mantiene que las normas objetivas para una acción justa de gobierno son accesibles a la razón, prescindiendo de la revelación. En este sentido, el papel de la religión en el debate político no es tanto proporcionar dichas normas, como si no pudieran conocerlas los no creyentes. Menos aún proponer soluciones políticas concretas, algo que está totalmente fuera de la competencia de la religión. Su papel consiste más bien en ayudar a purificar e iluminar la aplicación de la razón al descubrimiento de principios morales objetivos». «En otras palabras, la religión no es un problema que los legisladores deban solucionar, sino una contribución vital al debate nacional».
La ovación de pie que sucedió al discurso cambió el clima de la visita e inauguró una nueva etapa de las relaciones entre el papado y Gran Bretaña. Asimismo nos entusiasmó a los defensores del concepto secular de la política.