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PATOGÉNESIS

 

 

 

UN PROCEDIMIENTO DEMOCRÁTICO: EL SORTEO (ANTIGÜEDAD Y RENACIMIENTO)

 

El profesor Verdin fue uno de los catedráticos más fascinantes que he conocido. Durante mi primer año en la universidad asistí a sus clases de Métodos históricos, una asignatura aburrida pero necesaria, y también fue profesor mío de Historia de Grecia. En sus clases semanales, Verdin fue desgranando ante nosotros, con su voz amable, la cultura minoica, el gobierno de Esparta, el crecimiento de la flota de Atenas y las conquistas de Alejandro Magno. Era un catedrático de corte clásico. No sentía inclinación ni por las diapositivas ni por las transparencias, y en esos tiempos aún no existían las presentaciones en PowerPoint. Acostumbraba a explayarse magistralmente durante dos horas. Vestido con traje, gafas grandes, pelo canoso, Verdin era un erudito elocuente y benévolo. Era el otoño de 1989 y yo acababa de empezar mis estudios de Arqueología.

Un lunes por la mañana, justo antes de que comenzara la clase, uno de nuestros compañeros nos mostró orgulloso unas piedras rotas que llevaba en la mano. Acababa de pasar un fin de semana de celebraciones en Berlín. Pocos días antes, el Muro había caído. Como futuro arqueólogo, en medio de la embriaguez, él se había hecho con algunos escombros de cemento.

Verdin, que entonces para mí carecía de nombre de pila, iba a hablarnos de las instituciones atenienses del siglo V. El siglo de Pericles, la ciudad-estado griega, el nacimiento de la democracia…, estábamos a punto de oír hablar sobre la gloriosa tradición de la que pronto iban a participar también los alemanes del Este.

 

 

Sin embargo, el mundo que evocó el profesor distaba mucho de lo que la televisión nos ofrecía en directo. Todavía conservo las notas que tomé ese día. «Objetivo: igualdad política», leo en una caligrafía que en otros tiempos fue mía y justo debajo: «Solo de los ciudadanos, no de toda la población; por lo tanto, solo de una pequeña minoría». Recuerdo que me sentí un poco decepcionado. Todo Berlín proclamaba al unísono Wir sind das Volk (‘Somos el pueblo’); en cambio, si se hubiera tratado de la antigua Atenas prácticamente ninguna de esas personas en anorak habría podido participar. «Al usar el término “democratización” —rezaba el programa de la asignatura elaborado por Verdin—, no hay que perder de vista jamás una característica fundamental de la polis: la naturaleza exclusiva del derecho de ciudadanía». Las mujeres, los forasteros, los menores de edad y los esclavos no contaban.

El sistema todavía era más curioso. Las tres instituciones más importantes eran la Asamblea popular, el Consejo de los 500 y el Tribunal popular, explicaba Verdin. Todos los ciudadanos podían participar en ellas, pero hay tres aspectos de los que, como diría él con la solemnidad que le caracterizaba, «debemos dar cuenta en la debida forma».

«En primer lugar, la participación de los ciudadanos era directa. Esto se opone por completo a nuestro sistema actual, en el cual los representantes del pueblo son más bien especialistas. Hoy en día únicamente los jurados populares están formados por ciudadanos de a pie. En segundo lugar, las decisiones importantes eran adoptadas por grupos de personas muy numerosos. En la ecclesía (o Asamblea popular) participaban miles de personas; la heliea (el Tribunal popular) contaba con seis mil miembros. Algunos jurados populares estaban formados por centenares de ciudadanos. También en este aspecto ese sistema se opone por completo al nuestro, en el que existe sin duda una cierta oligarquización de la democracia».

Oligarquización. Verdin en estado puro.

Con todo, lo más llamativo estaba aún por venir: «En tercer lugar, la mayoría de las funciones se asignaban por sorteo, incluso la mayoría de las de los magistrados». Ahí yo solté un respingo. Tenía dieciocho años, acababa de llegar a la edad para votar y ardía en deseos de poder elegir por primera vez a personas y partidos que me parecieran dignos de confianza. Sobre el papel la idea ateniense de la igualdad era muy atractiva, pero ¿me habría gustado vivir en esa especie de tómbola de la democracia que Verdin detallaba? Más aún: los alemanes del Este que entonces salían a la calle para reclamar unas elecciones libres ¿habrían querido algo así?

Las elecciones por sorteo, según siguió explicando Verdin con su tono de voz tranquilo, tenían algunas ventajas: «Su objetivo era neutralizar la influencia individual. En Roma no emplearon ese sistema y ello trajo como consecuencia un sinfín de escándalos por sobornos. Por otra parte, los cargos en Atenas duraban un año y, por regla general, no era posible ser reelegido. La intención era que los ciudadanos rotaran lo más posible en todos los ámbitos. Se pretendía lograr la participación del mayor grupo posible de ciudadanos y así conseguir la igualdad. La elección por sorteo y la rotación eran elementos fundamentales en el sistema democrático ateniense».

Yo me debatía entre el entusiasmo y el escepticismo. ¿Confiaría yo en un equipo de Gobierno que no hubiera sido votado, sino elegido por sorteo? ¿Cómo podía funcionar tal propuesta? ¿Cómo se evitarían errores graves?

«El sistema ateniense era más pragmático que dogmático —explicó Verdin—. No se basaba en ninguna teoría sino en la experiencia. La elección por sorteo, por ejemplo, no se aplicaba entre los cargos militares más elevados, ni tampoco en los financieros. En esos ámbitos se celebraban elecciones, y la rotación entonces no era obligatoria. De este modo era posible reelegir a las personas competentes. Fue así como alguien como Pericles ocupó el puesto de estratega durante catorce años seguidos. En estos casos el principio de igualdad estaba sometido al principio de seguridad. Pero esto afectaba solo a una minoría de los cargos de la Administración».

Abandoné el aula con una sensación extraña. La mítica cuna de nuestra democracia no parecía ser, en realidad, más que un sistema arcaico de procedimientos rudimentarios. La elección por sorteo y la rotación eran aplicables a lo sumo a las pequeñas ciudades-estado de la Antigüedad, cuando los hombres calzados con sandalias y vestidos con túnicas podían permitirse pasar días de pie en las plazas de los mercados debatiendo acerca de la construcción de un nuevo templo o de un pozo de agua. ¿Cómo podía ser aquello una inspiración para el agitado momento que vivíamos? El polvillo de hormigón del Muro de Berlín se iba escapando en nuestras manos inquietas.

 

 

Hace poco rescaté de las profundidades de mi archivo los apuntes del profesor Verdin, de quien para entonces ya conocía el nombre de pila, Herman. Si nuestro síndrome de fatiga democrática se debe verdaderamente a la actual democracia representativa electoral, si la crisis de la democracia de hoy se puede achacar al procedimiento específico con que la restringimos, si las elecciones son capaces de frenar más que favorecer la democracia, sin duda es útil analizar cómo materializaron en el pasado su anhelo democrático.

No soy el único que ha sentido curiosidad por esto. En los últimos años en los círculos académicos se aprecia un gran aumento del interés por la historia de nuestro actual sistema de gobierno. El libro del politólogo francés Bernard Manin Los principios del gobierno representativo, publicado en 1995, es todo un hito en este sentido[56]. La frase inicial es como una bomba: «Los gobiernos democráticos contemporáneos han evolucionado a partir de un sistema político que fue concebido por sus fundadores en oposición a la democracia». Manin fue el primero en estudiar la causa de la importancia de las elecciones y dio con la razón que explica por qué inmediatamente después de las revoluciones estadounidense y francesa se optó de forma expresa por el sistema representativo electoral. ¡Que no fue otro que para controlar el tumulto de la democracia! «El Gobierno representativo fue instituido con plena conciencia de que los representantes electos debían ser ciudadanos distinguidos, socialmente diferentes de quienes los eligieran». Por lo tanto, en la base de nuestra democracia actual hay un reflejo aristocrático. La asombrosa y sorprendente conclusión a la que llegó es que los Gobiernos representativos que hoy en día conocemos en todas partes «poseen tanto características democráticas como no democráticas»[57]. Más adelante volveré a este punto.

Siguiendo la estela del brillante estudio de Manin, en los últimos años han aparecido otras obras innovadoras[58]. Lo que estos estudios recientes demuestran es que nuestra democracia actual es también el resultado de una convergencia casual de circunstancias acaecidas en los dos últimos siglos. Resulta estimulante ver cómo se analizan los siglos previos, aunque solo sea para señalar que hubo un tiempo en que otras formas de democracia fueron posibles.

Entonces, ¿qué había pasado antes de las revoluciones estadounidense y francesa? Según parece, en la Antigüedad y durante el Renacimiento hubo varios lugares donde la elección por sorteo tuvo una gran importancia.

Si volvemos a la Atenas clásica de los siglos V y IV a. C., los órganos de gobierno más relevantes los ocupaban cargos elegidos por sorteo: el Consejo de los 500 (la bulé), el Tribunal popular (heliea) y prácticamente todos los magistrados (los arcontes). El Consejo de los 500 era el órgano central de gobierno de la democracia ateniense: se encargaba de preparar la agenda de la Asamblea (ecclesía), controlaba las finanzas, las obras públicas y a los magistrados; era responsable incluso de las relaciones diplomáticas con las potencias vecinas. En resumen, unos ciudadanos elegidos por sorteo ocupaban el centro neurálgico del poder. Además, de los setecientos magistrados, seiscientos de ellos eran elegidos por sorteo y el resto por elección. En cuanto al Tribunal popular, prácticamente los ochocientos miembros del jurado eran elegidos por sorteo entre los seis mil ciudadanos. Para ello se usaba un kleroterion en cada tribu: una gran losa de piedra vertical con ranuras distribuidas en cinco columnas en las que los candidatos a miembros del jurado insertaban una plaquita con su nombre. El sorteo se realizaba extrayendo unas bolitas de color de un tubo situado junto a la piedra; esas bolitas se hacían corresponder con las hileras de placas de nombres del kleroterion. Quien salía elegido, ejercía su cometido. Era como si para poder administrar justicia se tuviera que ganar antes una partida de dados. Una especie de ruleta que permitía conceder al azar el poder político de un modo justo.

La elección por sorteo afectaba por igual a los poderes Legislativo, Ejecutivo y Judicial (figura 2B). El Consejo de los 500 preparaba una nueva ley y la sometía a la aprobación de la Asamblea general; a continuación el Tribunal, elegido por sorteo, analizaba la legitimidad de la misma y los magistrados, escogidos tanto por sorteo como por elección, se encargaban de la ejecución. El Consejo de los 500 controlaba al Poder Ejecutivo y el Tribunal representaba el Poder Judicial.

 

Figuras 2A y 2B: Los órganos más importantes de la democracia ateniense (siglos V y VI a. C.) y la distribución de los poderes Legislativo, Ejecutivo y Judicial

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En la democracia ateniense llama la atención la brevedad de los cargos: ser miembro de un tribunal duraba apenas un día y los miembros del Consejo o la Magistratura podían ejercer su función (de manera remunerada) durante solo un año. No se podía ser miembro del Consejo durante más de dos mandatos no consecutivos. Cualquier persona que se considerara apta para una tarea de gobierno podía presentarse candidata. De este modo se garantizaba una participación amplia: entre el 50 y el 70 por ciento de los ciudadanos mayores de treinta años había sido alguna vez miembro del Consejo.

 

 

En la actualidad puede parecernos sorprendente que en su época de esplendor la democracia ateniense descansara sobre un sistema tan peculiar como la elección por sorteo, pero para la gente de esa época era una obviedad. Así, un personaje de la talla de Aristóteles afirmó con toda franqueza: «El uso de la suerte para la designación de los magistrados es una institución democrática. El principio de la elección, por el contrario, es oligárquico». A pesar de que Aristóteles defendía un sistema mixto, él diferenciaba entre la designación por sorteo y la elección, considerando democrático solo el primer procedimiento. Esto se aprecia también en otros escritos suyos. Por ejemplo, al referirse al sistema de gobierno de Esparta escribió que «encierra muchos elementos oligárquicos; así los cargos públicos son todos electivos y no se confiere ni uno solo a la suerte». En su opinión, lo realmente democrático era la suerte, el sorteo. Otra característica destacada de la democracia ateniense era, por lo tanto, que apenas existía diferencia alguna entre políticos y ciudadanos, entre gobernantes y gobernados, entre quienes ostentan el poder y los sometidos a él. Un ateniense de la época consideraría muy extrañas y absurdas las tareas del político profesional que hoy en día nos parecen tan normales. Aristóteles vincula al respecto una interesante reflexión sobre la libertad: «El principio del gobierno democrático es la libertad. […] El primer carácter de la libertad es la alternativa en el mando y en la obediencia»[59]. Veinticinco siglos más tarde, el concepto en sí es sorprendente. La libertad no es acaparar siempre el mando, ni volverle la espalda e ignorarlo, ni menos aún apoltronarse en él. La libertad es el equilibrio entre autonomía y lealtad, entre gobernar y ser gobernado. Es un concepto que hoy parece completamente olvidado, cuando la «oligarquización de la democracia» prolifera con más virulencia que veinticinco años atrás, cuando el profesor Verdin ya advertía de ese peligro.

A menudo, la democracia ateniense se describe como una democracia directa. Verdin nos habló acerca de la gran Asamblea general mensual en la que participaban directamente miles de ciudadanos. En el siglo IV a. C. esta asamblea se celebraba prácticamente cada semana. Sin embargo, el grueso de la tarea se desarrollaba en otros órganos más específicos, como el Tribunal popular, el Consejo de los 500 y la Magistratura, y en ellos no participaba todo el pueblo sino una muestra aleatoria de él obtenida por sorteo. El pueblo ateniense, por lo tanto, no participaba de forma directa en las decisiones de los gremios. Coincido plenamente con la conclusión de un estudio reciente que afirma que la democracia ateniense no se puede considerar una democracia directa, sino una democracia representativa muy peculiar: no electoral y representativa[60]. Me atrevo a ir incluso más lejos. Habida cuenta de que la representación popular se obtenía por sorteo, podemos hablar de una democracia representativa aleatoria (de alea, ‘dado’, en latín). Las democracias representativas aleatorias son una forma de gobierno indirecta en la que la diferencia entre gobernados y gobernantes se obtiene por sorteo en vez de por elección. En la historia política de Europa Occidental abundan más este tipo de sistemas de lo que habitualmente se cree.

 

Tabla 1. El sorteo como instrumento político en la Antigüedad y el Renacimiento

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En la República romana todavía se aprecia un rastro del sistema de sorteo ateniense, pero durante el periodo imperial cayó en desuso. Fue en la Edad Media, con el surgimiento de las ciudades del norte de Italia, cuando el procedimiento volvió a introducirse. En Bolonia (1245), Vicenza (1264), Novara (1287) y Pisa (1307) encontramos ejemplos tempranos, pero las grandes ciudades renacentistas, como Venecia (1268) y Florencia (1328), son las mejor documentadas.

 

 

Tanto en Venecia como en Florencia se empleaba la elección por sorteo, aunque de modos completamente distintos. En Venecia se utilizó durante siglos para la designación de la autoridad máxima de la ciudad, el dux (de duce, ‘duque’) o dogo. La República de Venecia no era una democracia, sino más bien una oligarquía gobernada por unas pocas familias nobles y poderosas: el Gobierno se hallaba en manos de entre cien y dos mil miembros de la nobleza, apenas un 1 por ciento de la población total, y entre un cuarto y un tercio de ellos ocupaban prácticamente todos los cargos estatales. La persona designada como dogo se mantenía en el cargo hasta su muerte, aunque, a diferencia de las monarquías, el título no era hereditario. A fin de evitar tensiones entre las familias, para la designación de un nuevo dux se empleaba el sorteo, y para asegurar que hubiera una persona competente al frente de la isla-estado el procedimiento se mezclaba luego con una elección. El resultado fue un sistema increíblemente farragoso que duraba cinco días y comprendía diez fases. Empezaba en el Gran Consejo (Consiglio Grande), compuesto por quinientos miembros de la nobleza (el número aumentó a partir del siglo XIV). Cada uno de ellos metía en una urna una bola de madera (ballotta, ‘bolita’) que llevaba su nombre mientras el más joven de ellos se retiraba de la sala del Consejo para elegir a un muchacho de entre ocho y diez años en la basílica de San Marcos. El escogido se incorporaba al cónclave y era nombrado ballottino (‘chico de las bolitas’). Con su mano inocente sacaba el nombre de treinta miembros; luego se volvía a hacer un sorteo para reducir la cifra a nueve elegidos. Ellos constituían el primer comité electoral. Su cometido era volver a ampliar el grupo a cuarenta, lo que se hacía mediante votación por mayoría cualificada (se trataba de una especie de cooptación). A su vez, esos cuarenta elegidos se volvían a reducir por sorteo a doce, que volvían a votar hasta quedarse en veinticinco. Así se procedía: la comisión electoral se reducía por sorteo y se ampliaba por elección mientras se iban intercalando los métodos aleatorio y electoral. En la novena ronda, la penúltima, se obtenía una comisión electoral de cuarenta y una personas. Estas se reunían en cónclave para escoger al dux definitivo.

El sistema veneciano parece ridículamente farragoso, pero recientemente unos informáticos demostraron que este sistema de elección del máximo representante es interesante porque permitía ganar a los candidatos más populares, daba oportunidades a quienes estaban en minoría y evitaba la tentación de corromper el voto. Además, el sistema contribuía a promover a candidatos de compromiso evidenciando pequeñas ventajas[61]. Todo ello favorecía la legitimidad y la eficiencia del nuevo mandatario. En cualquier caso, los historiadores coinciden en que la estabilidad extraordinariamente larga de la República de Venecia, que se prolongó durante más de cinco siglos hasta que Napoleón acabó con ella, debe su éxito en parte al ingenioso sistema de la ballotta. No hay duda de que sin el sistema de la elección por sorteo, esa República habría sucumbido mucho antes por disputas entre las familias gobernantes (como hoy en día, cuando los Gobiernos caen por rencillas entre partidos).

Por cierto, del sistema veneciano ha quedado un nombre para el recuerdo. Por una extraña carambola etimológica la palabra en inglés para la papeleta de voto es ballot, que deriva directamente de la palabra italiana ballotta, que designaba cada una de las bolitas del sorteo.

En Florencia el sistema era distinto. Allí el sorteo se conocía como el sistema de la imborsazione (‘poner en una bolsa’). Su objetivo también era evitar conflictos entre los distintos grupos de interés de la ciudad, pero los florentinos fueron mucho más lejos que los venecianos. Ellos no aspiraban tanto al cargo de mandatario de la ciudad sino que se repartían por sorteo todos los cargos administrativos y las responsabilidades de gobierno. Mientras Venecia era una república de familias aristocráticas, Florencia era una república donde la alta burguesía y las empresas poderosas tenían la última palabra. Como en la Atenas de la Antigüedad, los estamentos gubernamentales más importantes estaban ocupados por ciudadanos escogidos por sorteo: el Gobierno (la Signoria), el órgano legislativo y los consejeros. La Signoria era, igual que el Consejo de los 500 de Atenas, la instancia ejecutiva superior y se ocupaba de la política exterior, del control administrativo e incluso de la preparación de las leyes. A diferencia de Atenas, los ciudadanos no podían presentarse por su cuenta sino que tenían que ser propuestos por su gremio, su familia o por otro tipo de organismo; a estas personas se les llamaba nominati. Una vez presentados, se producía una segunda criba: una comisión constituida por ciudadanos muy diversos decidía mediante votación los candidatos a desempeñar la tarea de gobierno. Entonces se procedía al sorteo, conocido como la trata, tras el cual se desestimaban los nombres de quienes, por ejemplo, ya tenían un mandato en su haber o habían sido enjuiciados. El proceso constaba, por lo tanto, de cuatro etapas: candidatura, votación, sorteo y descarte. Igual que en Atenas, la acumulación de funciones estaba prohibida y era obligatorio abandonar el cargo al cabo de un año. E igual que en Atenas, el sistema procuraba una gran participación de la ciudadanía: prácticamente el 75 por ciento de los ciudadanos había sido propuesto alguna vez. Los nominati no sabían si habían pasado o no la segunda criba porque la lista se mantenía en secreto. Si alguien no era llamado a ocupar uno de los dos mil cargos estatales, podía deberse tanto al sorteo como a la elección.

El modelo veneciano se adoptó en ciudades como Parma, Ivrea, Brescia y Bolonia, mientras que el sistema florentino se aplicó en Orvieto, Siena, Pistoia, Perugia y Lucca. Los numerosos contactos comerciales llevaron este último incluso hasta Frankfurt. En la península Ibérica fue adoptado por varias ciudades del Reino de Aragón, como Lérida (1386), Zaragoza (1443), Gerona (1457) y Barcelona (1498), donde la elección por sorteo se conocía con el nombre de «insaculación», que aludía al gesto de meter algo en un saco y que es la traducción al español de la expresión italiana imborsazione. También ahí el objetivo era fomentar la estabilidad mediante un reparto neutral del poder estatal. La persona llamada a ocupar un cargo ciudadano o comunitario y la que podía participar en la comisión electoral habían dejado de ser objeto de tiras y aflojas interminables y se decidía de un modo rápido y apartidista. Los descontentos con el resultado eran conscientes de que pronto habría otras oportunidades: igual que en Atenas y en Florencia, un cargo elegido por sorteo no podía ejercerse durante más de un año. Aquella rápida rotación de los cargos aumentaba, sin duda, la implicación. En el otro gran reino de España, el de Castilla, el sorteo se impuso en regiones como Murcia, La Mancha y Extremadura. Después de que el rey Fernando II incorporara en 1492 su Reino de Aragón al de Castilla y de este modo sentara las bases de la España actual, afirmó: «Por experiencia se ve que las ciudades y municipios regidos por insaculación fomentan más la buena vida y una Administración y un Gobierno saneados que los regímenes basados en la elección. Están más cohesionados y son más igualitarios, más pacíficos y están más desapegados de sus pasiones»[62].

Este rápido repaso a la historia ya nos ha demostrado seis cosas: 1) la elección por sorteo se utilizó ya desde la Antigüedad como un valioso instrumento político en distintos Estados; 2) por lo general se trataba de Estados urbanos geográficamente pequeños (ciudad-estado, República municipal), donde solo podían participar en el Gobierno una parte limitada de la población; 3) el uso del sorteo coincide a menudo con el punto culminante de la prosperidad, el progreso y la cultura (Atenas, siglos V y IV a. C.; Venecia y Florencia en el Renacimiento); 4) la elección por sorteo se aplicaba de forma distinta y conforme a procedimientos diversos, pero en todas partes ocasionaba menos conflictos y propiciaba una mayor implicación de los ciudadanos; 5) la elección por sorteo no se daba por sí sola sino en combinación con las elecciones a fin de garantizar la competencia de la persona elegida; 6) los Estados que usaban la elección por sorteo a menudo conocieron siglos enteros de estabilidad política pese a albergar enormes diferencias entre grupos rivales. El pequeño Estado de San Marino usó el sorteo como sistema para escoger a sus dos gobernadores de un Consejo formado por sesenta personas hasta mediados del siglo XX[63].

 

 

En el siglo XVIII, el de la Ilustración, los grandes filósofos estudian la estructura de Estado democrática. Montesquieu, fundador del Estado de derecho moderno, retomó en El espíritu de las leyes, de 1748, el argumento que ya había esgrimido Aristóteles dos mil años atrás: «El sufragio por sorteo está en la índole de la democracia; el sufragio por elección es de la aristocracia». También para él el carácter elitista de las elecciones estaba muy claro. Sobre el otro sistema constató: «El sorteo es una manera de elegir que no ofende; le deja a todo ciudadano la esperanza legítima de servir a su patria». Está claro que era bueno para el ciudadano, pero ¿también era bueno para la patria? Por si acaso, el riesgo evidente de que el sorteo propiciara el ascenso al poder de personas incompetentes debía corregirse mediante la selección, la autoselección o la evaluación. Montesquieu elogiaba de la democracia ateniense el hecho de que los funcionarios, tras finalizar su periodo en el cargo, debían rendir cuentas de sus acciones, de forma que había «tanto un elemento de sorteo como de elección»[64]. Así pues, la combinación de los dos sistemas permitía evitar excesos: el sorteo a secas llevaba a la incapacidad y la elección pura, a la impotencia.

Volvemos a encontrar pensamientos similares en la famosa Enciclopedia de Diderot y D’Alembert, de la década de 1750. En la entrada dedicada a la aristocracia, leemos que el sorteo no era adecuado para ese estamento («Le suffrage ne doit point se donner par sort; on n’en auroit que les inconvéniens»; ‘no se debería elegir por sorteo porque tal cosa no acarrea más que problemas’); en su opinión, lo mejor era crear un Senado: «Así se puede afirmar que la aristocracia se encuentra en el Senado; la democracia, entre la nobleza, y que el pueblo no importa». Los autores, dicho sea de paso, señalan claramente que la aristocracia tiene una responsabilidad hacia el pueblo. En el artículo sobre la democracia, en gran parte se adopta la argumentación de Montesquieu.

Años después Rousseau siguió elaborando esta teoría. También él se sentía atraído por la forma combinada, sobre todo para el reparto de los cargos. «Cuando el sufragio y la suerte se encuentran combinados, el primero debe emplearse en llenar los puestos que demandan talentos propios, tales como los empleos militares; la segunda conviene para proveer aquellos en que solo se necesita el buen sentido, la justicia, la integridad, tales como los cargos de la judicatura». Rousseau describe el doble procedimiento que se había utilizado durante siglos en la antigua Atenas para designar cargos del Gobierno. La combinación de sorteo y elección dio lugar a un sistema que disfrutaba de una gran legitimidad y que a la vez era eficiente. Aunque en cualquier sociedad los talentos se distribuyen de forma desigual, eso no significa que, sin más, se pueda menospreciar el sorteo: «El nombramiento por suerte es más de la naturaleza de la democracia —afirma—. En toda verdadera democracia la magistratura no es una preferencia, sino una carga onerosa que no se puede imponer con justicia a un individuo más que a otro. Solamente la ley puede imponerla a quien la suerte designe»[65].

La conclusión salta a la vista: a pesar de las importantes diferencias que separan a sus autores, las dos obras más importantes sobre filosofía política del siglo XVIII coinciden en la idea de que el sorteo es más democrático que las elecciones y que una combinación de ambos métodos es beneficiosa para la sociedad. Según ellos, los procedimientos aleatorios y electorales se favorecen mutuamente.

 

 

UN PROCEDIMIENTO ARISTOCRÁTICO: LAS ELECCIONES (SIGLO XVIII)

 

Y entonces ocurrió algo raro. Bernard Manin lo describe de un modo excelente:

 

Pero apenas una generación después de El espíritu de las leyes y de El contrato social, la idea de atribuir funciones públicas por sorteo había desaparecido casi sin dejar huella. Durante las revoluciones estadounidense y francesa nunca fue objeto de seria consideración. A la vez que los padres fundadores declaraban la igualdad entre todos los ciudadanos, optaban sin la mínima vacilación en ambos lados del Atlántico por el dominio sin reservas de un método de selección considerado durante mucho tiempo como aristocrático[66].

 

¿Cómo es posible? ¿Cómo se explica que los argumentos de los filósofos más influyentes del momento se dejaran de lado en un siglo en que precisamente se apelaba de forma constante al discurso de los philosophes? ¿A qué razón obedece el triunfo unilateral de un procedimiento de elección considerado aristocrático? Y finalmente, ¿por qué, por usar una expresión de hoy en día, «se pasó por completo» de la elección del sorteo?

Durante mucho tiempo los historiadores y los investigadores de la política debatieron sobre ese enigma. ¿Había tal vez objeciones de índole práctica? Es cierto que existía una diferencia de escala: no es lo mismo aplicar el sistema de sorteo en la antigua Atenas, una ciudad de apenas cuatro kilómetros cuadrados, que a un país del tamaño de Francia, o al inmenso territorio de los trece estados de la costa atlántica de Norteamérica que acababan de declararse independientes. Ya solo teniendo en cuenta la duración de los desplazamientos, se podía hablar de un auténtico universo. Sin duda, aquel fue un factor de peso.

Por otra parte, a finales del siglo XIX los censos de población nacionales y las estadísticas demográficas no estaban lo bastante desarrollados para considerar la opción del sorteo. Era difícil tomar una muestra representativa de los habitantes de un país si no se sabía siquiera cuántos eran.

En aquella época no existía tampoco un conocimiento exhaustivo y detallado de la democracia ateniense. El primer estudio a fondo, Election by Lot at Athens, de James Wycliffe Headlam, se publicó un siglo después, en 1891. Hasta entonces se tenían unas nociones muy incompletas, descritas en obras ocasionales como Of the Nature and Use of Lots. A Treatise Historicall and Theologicall, escrita en 1627 por el pastor protestante Thomas Gataker.

Pero no solo hubo objeciones de tipo práctico. A fin de cuentas los antiguos atenienses tampoco tenían una administración perfecta del censo. Y aunque los habitantes de Florencia carecían de un conocimiento detallado sobre de la historia de la Grecia antigua, habían sido capaces de usar la elección por sorteo a gran escala. Lo que llama más la atención en los escritos de los revolucionarios estadounidenses y franceses no es que no pudieran aplicar el sistema de sorteo sino que, simplemente, no quisieron hacerlo. Y no solo por motivos prácticos. En ningún momento parece que los revolucionarios se tomaran la molestia de querer intentarlo. Ninguno lamentó la imposibilidad de llevarlo a cabo. Puede que el sorteo no fuera viable, pero es evidente que no era un sistema deseable para ellos. Esto tiene que ver con su idea de democracia.

Para Montesquieu existían tres formas de Estado: la monarquía, el despotismo y la república. En la monarquía, una sola persona ostenta el poder conforme a unas leyes determinadas; en el despotismo también hay una sola persona en el poder, pero carece de leyes definidas y, por lo tanto, rige según su propio arbitrio; por último, en la república el poder descansa en el pueblo. Al tratar esta última forma de Estado, Montesquieu hacía una diferenciación de suma importancia: «Cuando en la república el poder soberano reside en el pueblo entero es una democracia. Cuando el poder soberano está en manos de una parte del pueblo es una aristocracia»[67].

Como se sabe, la alta burguesía, que en 1776 y 1789 se liberó de las Coronas británica y francesa, estaba a favor de una forma de Estado republicana. La cuestión es si también quería la variante democrática de esa forma de Estado. En todo caso, por lo que decían, así era. Bastaba con hacer alusiones al pueblo. Los revolucionarios proclamaban continuamente que creían que el pueblo era soberano, que la nación debía escribirse en mayúsculas y que «Nosotros, el pueblo» era el principio de todo, pero a la hora de la verdad su concepto de pueblo era muy elitista. Los nuevos estados independientes de Norteamérica se proclamaron «repúblicas», no «repúblicas democráticas». El propio John Adams, gran defensor de la independencia y segundo presidente de Estados Unidos, mantenía una postura muy reacia frente al sistema y advirtió: «No olvidéis que una democracia jamás durará mucho tiempo. En cuanto se amplía demasiado, se agota y se extingue. Nunca ha habido una democracia que no haya acabado consigo misma»[68]. Para James Madison, uno de los padres de la Constitución estadounidense, las democracias han dado siempre «el espectáculo de su turbulencia y sus pugnas» y, por regla general, «han sido tan breves sus vidas como violentas sus muertes»[69].

También en la Francia revolucionaria «democracia» era una palabra poco habitual y con connotaciones negativas. Se relacionaba con el desorden que surgiría si los pobres alcanzaban el poder. Un importante patriota revolucionario, Antoine Barnave, miembro de la primera Asamblea Nacional, describió la democracia como «el sistema político más odioso, más subversivo y más dañino para el propio pueblo»[70]. En los debates constitucionales franceses sobre la concesión del derecho a voto, que se desarrollaron entre los años 1789 y 1791, la palabra democracia no se menciona ni una sola vez[71].

El politólogo canadiense François Dupuis-Déri estudió el uso de la palabra «democracia» y constató que los padres fundadores de las revoluciones estadounidense y francesa la esquivaban claramente. La mayoría de ellos creía que la democracia era sinónimo de caos y extremismo y querían mantenerse muy alejados de ella. Era una cuestión que iba más allá de la simple elección del término. También la realidad democrática les parecía una abominación. Muchos eran juristas, latifundistas, propietarios de fábricas, armadores y, en América, propietarios de plantaciones y esclavos; una buena parte de ellos ya habían ostentado cargos en el Gobierno o en la política bajo la Corona británica o la francesa, durante el periodo de florecimiento de la época aristocrática, y estaban relacionados por vínculo social o familiar con el sistema al que se oponían[72]. «Esa élite, por lo tanto, se esforzó por minar la legitimidad del rey y de la aristocracia. Con un único movimiento hizo hincapié en la incompetencia política del pueblo para dirigirse a sí mismo. Proclamó en alta voz además que la nación era soberana y que ellos, la élite, querían servir a sus intereses»[73].

En ese contexto la palabra «república» sonaba mucho mejor que «democracia» y las elecciones se volvieron más importantes que la elección por sorteo. Los líderes revolucionarios de Francia y de Estados Unidos no aplicaron el sorteo porque no querían democracia. Alguien que ha heredado de su anciano abuelo un carruaje elegante no permite que sus nietos lo conduzcan.

De vuelta a la tipología de Montesquieu, podemos decir que los líderes patrióticos de las revoluciones estadounidense y francesa eran, sin duda, republicanos, pero no precisamente democráticos. No estaban dispuestos a permitir que el pueblo condujera por sí solo el carruaje del poder, preferían mantener las riendas ya que, de otro modo, podrían salir malparados. En Estados Unidos la élite tenía mucho que perder si se les escapaba el poder, debido a sus considerables privilegios económicos. En Francia también ocurría esto, pero con un factor añadido. A diferencia de Estados Unidos, los franceses tenían que crear una nueva sociedad sobre el mismo terreno del sistema anterior. Así pues, para la nueva élite era muy importante llegar a un compromiso con la antigua nobleza rural. En otras palabras: dentro del carruaje que los revolucionarios habían arrebatado quedaban algunos carcamales aristocráticos. Para conducir un carruaje nuevo debían tener en cuenta los consejos de viaje de esos pasajeros testarudos, aunque solo fuera porque, de lo contrario, las ruedas podrían quedarse atrancadas en el camino.

En cualquier caso, la tendencia en ambos países era clara: la república que los líderes revolucionarios tenían en mente y a la que iban a dar forma tenía que ser más aristocrática que democrática. Para tal fin, el sistema de las elecciones les resultaba muy conveniente.

 

 

Puede que en la actualidad estas conclusiones parezcan heréticas; a fin de cuentas, se nos ha repetido hasta la saciedad que la democracia moderna se inició con las revoluciones de 1776 y 1789. Un análisis detenido de los textos históricos, sin embargo, explica una historia muy distinta[74].

 

 

En 1776, el año de la proclamación de la independencia, John Adams escribe ya en su famoso Thoughts on Government que América era demasiado grande y estaba demasiado poblada para poder ser gobernada de forma directa. No le faltaba razón. La transposición exacta del modelo ateniense o florentino jamás habría podido funcionar en esas condiciones. Aun así, la consecuencia de ese argumento es sorprendente. En su opinión, la fase más importante era «delegar el poder de la mayoría a unos pocos de entre los más sabios y buenos». Si el pueblo no podía hablar, entonces debería hacerlo por él un pequeño grupo de personas excelentes. Adams suponía, de forma candorosa y utópica, que una asamblea de esos miembros talentosos «pensaría, sentiría, hablaría y actuaría» como el resto de la sociedad. «Será la reproducción en miniatura de toda la población». La cuestión era, claro está, si un banquero de Nueva York y un jurista de Boston, al reunirse, podrían sentir simpatía por las necesidades y penurias de la mujer de un panadero de un pequeño pueblo de Massachusetts o hacer suyos los pesares de un estibador de Nueva Jersey.

Diez años después James Madison, uno de los padres de la Constitución estadounidense, fue más allá en ese sentido. Se debían sustituir los Artículos de la Confederación, de 1777, por una Constitución de pleno derecho a fin de instituir una América federal, y Madison, que había escrito la primera versión de dicha Constitución, movió cielo y tierra para lograr la ratificación de su proposición en los trece estados que entonces constituían la confederación. En los Papeles federalistas, una serie de 85 ensayos que publicó junto con los otros dos padres de la Constitución en varios periódicos a fin de promover esa ratificación, escribió en febrero de 1788: «El fin de toda Constitución política es, o debería ser, primeramente conseguir como gobernantes a los hombres que posean mayor sabiduría para discernir y más virtud para procurar el bien público […]. La elección de los gobernantes constituye el sistema característico del gobierno republicano»[75].

Con esa predilección por «hombres que posean mayor sabiduría para discernir y más virtud para procurar el bien público», Madison adoptaba exactamente el mismo planteamiento que John Adams. Sin embargo, se mantenía a kilómetros de distancia del ideal ateniense de reparto equitativo de las oportunidades políticas. Si para los griegos no debía haber ninguna diferencia entre gobernados y gobernantes, para Madison era esencial que hubiera alguna. Si para Aristóteles era señal de libertad gobernar y ser gobernado de manera alternativa, para el redactor de la ley fundamental estadounidense era preferible que los «mejores» retuvieran siempre las riendas en sus manos[76].

Un Gobierno dirigido por los mejores... ¿no era este el significado de aristokratia en griego? En cualquier caso, para Thomas Jefferson, el padre de la independencia de Estados Unidos, existía algo así como «una aristocracia natural, basada en el talento y la virtud» y que la mejor forma de gobierno «permitía que esos aristócratas naturales gobernaran de la manera más eficiente posible»[77].

Algo así, proseguía James Madison, no llevaba a una «supuesta oligarquía» ya que los mejores debían llegar al poder por medio de las elecciones. Para él no solo era eficiente trabajar con ellos sino que además, gracias al procedimiento de la elección, era legítimo. Su argumento era el siguiente:

 

¿Quiénes van a ser los electores de los representantes federales? No van a serlo los ricos, de preferencia a los pobres; ni los sabios, más que los ignorantes; ni los altivos herederos de nombres ilustres, en vez de los humildes hijos de la oscuridad y la fortuna adversa. Los electores estarán constituidos por la gran masa del pueblo americano.

 

Madison obviaba el hecho de que las mujeres, los nativos, los negros, los pobres y los esclavos quedaran excluidos. Tampoco parecía preocuparle ser propietario de enormes plantaciones y dueño de esclavos en Virginia. También en la antigua Grecia solo una élite podía intervenir en el poder. Sin embargo, lo decisivo, lo novedoso fue que, a diferencia de lo que ocurría en el sorteo, en el sistema representativo electoral que Madison presentó, los gobernantes eran cualitativamente distintos a los gobernados. En sus propias palabras:

 

¿Quiénes van a ser objeto de la elección popular? Cualquier ciudadano cuyo mérito lo señale a la estimación y la confianza de su país. […] como consecuencia de la distinción de que han sido objeto al preferirlos sus conciudadanos, podemos presumir que en general los distinguirán también las cualidades que justifican esa preferencia.

 

Por lo tanto, es preciso tener algún mérito e irradiar respeto y confianza, ser alguien distinguido; es preciso ser distinto, mejor, más apto que los demás. El sistema representativo tal vez fuera democrático por el derecho a voto, pero también era aristocrático debido al método de reclutamiento de candidatos: todo el mundo puede votar, pero la selección previa ya se ha realizado a favor de la élite.

Fue entonces, en ese momento, con las palabras de James Madison en el número 57 de los Papeles federalistas publicado el 19 de febrero de 1788 en el periódico The New York Packet, cuando empezó todo, o, tal vez no, tal vez fue en ese momento cuando todo terminó. Ahí se enterró para siempre el ideal de la democracia ateniense, el reparto igualitario de las oportunidades políticas. A partir de entonces deberá haber y habrá una separación entre los gobernantes competentes y los gobernados incompetentes. Tal cosa parece más el inicio de una tecnocracia que el comienzo de una democracia.

 

 

También en los textos franceses se aprecia la aristocratización de la revolución. Si bien la revuelta comenzó con un alzamiento popular, con el paso del tiempo fue mitigada por una élite aburguesada de nuevo cuño que ardía en deseos de «poner orden», es decir, de gobernar el país y salvaguardar sus intereses. En Estados Unidos este proceso se desarrolló entre la independencia de 1776 y la Constitución de 1789 (con Madison como protagonista); en Francia se produjo entre el alzamiento de 1789 y la Constitución de 1791. De hecho, el levantamiento en el que había participado el pueblo (que incluyó la toma de la Bastilla, cuya importancia se ha inflado hasta proporciones míticas) acabaría pocos años después con una Constitución en la que la participación quedaba limitada por el derecho a voto, que solo tenía uno de cada seis franceses.

En la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, el documento más importante del año de la Revolución de 1789, se manifestaba: «La ley es la expresión de la voluntad general. Todos los ciudadanos tienen derecho de participar personalmente o por medio de sus representantes en su formación». En cambio, en la Constitución de 1791 esa participación personal desaparece por completo: «La nación, de la que emana todo el poder, solo puede ser ejercida por representación. La Constitución francesa es representativa». En tres años la iniciativa legislativa había pasado del pueblo a los representantes del pueblo; de la participación a la representación.

Resulta muy llamativa la postura del abad Sieyès, un eclesiástico católico de Fréjus, cuyo incendiario panfleto titulado «¿Qué es el Tercer Estamento?» había prendido la mecha revolucionaria. Sieyès, un hombre que pensaba que la nobleza y el clero, el primer y segundo estamento, tenían demasiado poder respecto al tercero, la ciudadanía; que abogaba por una mayor implicación de este último estamento y por la abolición de los privilegios aristocráticos; que era leído en todas partes (en enero de 1789 se vendieron más de treinta mil ejemplares de su panfleto); que había dado voz a la frustración y que era considerado uno de los teóricos más importantes de la Revolución, precisamente ese hombre acabaría escribiendo: «Francia ni es una democracia ni puede convertirse en ella […]. Reitero que el pueblo tiene cabida en un país que no sea una democracia (y Francia tampoco debe convertirse en ella); es difícil que el pueblo pueda hacerse oír y actuar por medio de sus representantes»[78].

Desde entonces empezó a existir una actitud que podría denominarse «agorafobia política», o temor al hombre de la calle, incluso entre los revolucionarios[79]. En cuanto el Parlamento es elegido, el pueblo debe callar. La designación por sorteo solo se utilizará ya en un único ámbito de la vida pública: los jurados populares para algunos juicios.

Sin duda, la aristocratización de la Revolución proporcionó mucha satisfacción a Edmund Burke. Para este filósofo y político británico era preferible la muerte a que el pueblo alcanzara demasiado poder. En su obra, elegantemente escrita, Reflexiones sobre la Revolución en Francia (1790) escribió que los gobernantes debían distinguirse del resto no por «sangre, nombre y título» —pues se daba cuenta también de que los tiempos habían cambiado—, sino en «virtud y sabiduría». Y añadía: «El oficio de barbero o de cerero no confiere honor a nadie, sea quien sea, por no hablar de ocupaciones más humildes. Ese tipo de pueblo no debe sufrir la opresión del Estado, pero no cabe duda de que el Estado sufrirá opresión si se le otorga a ese pueblo el derecho a gobernar, ya sea de forma individual o colectiva. […] Todos los cargos deben estar disponibles, pero no en igual medida para cualquier persona. Nada de rotaciones, ni nombramientos por sorteo; un reclutamiento que funcione por sorteo o por rotación no puede ser bueno para un Gobierno que trata de cuestiones importantes».

¡Adiós, por lo tanto, al ideal ateniense! Este es el rechazo más explícito que conozco de finales del siglo XVIII al sistema de elección por sorteo. Burke se oponía a la democracia, a Rousseau, a la revolución y al sorteo. Él prefería alabar la competencia de la élite: «No vacilo al afirmar que el recorrido desde un origen humilde hasta la grandeza y el poder no debe resultar demasiado fácil. […]. El templo del honor debe reforzarse con la excelencia»[80].

Las palabras de Burke no cayeron en saco roto. Durante las negociaciones acerca de la nueva Constitución francesa de 1795, tras los tumultuosos años del periodo del Terror, el presidente de la comisión encargada de la redacción del texto, Boissy d’Anglas, declaró: «Debemos ser gobernados por los mejores, y los mejores son quienes han podido disfrutar de la mejor formación y quienes más interés tienen en la aplicación de las leyes; excepto por algunas excepciones, este tipo de gente se encuentra solo entre los propietarios de tierras. Ellos están ligados al país donde tienen sus propiedades; a las leyes que las protegen y a la tranquilidad que tal cosa les concede. […] Un país regido por propietarios gozará de orden social; un país gobernado por personas que carecen de propiedades sería un Estado salvaje»[81].

La Revolución francesa, como la estadounidense, no desalojó a la aristocracia para sustituirla por una democracia, sino que apartó a la aristocracia hereditaria para reemplazarla por una aristocracia elegida; en palabras de Rousseau, «una aristocracia electiva». Robespierre la denominaba «aristocracia representativa»[82]. Los príncipes y la nobleza fueron apartados, al pueblo se le engatusó con bonitas palabras sobre la nación, el pueblo y la soberanía, y una alta burguesía de nuevo cuño se hizo con el poder. Dejó de justificar su legitimidad en Dios, las tierras o el nacimiento para usar otro vestigio aristocrático: las elecciones. Eso explica también las discusiones agotadoras sobre quién debía tener derecho a voto, y por qué fue la concesión de tal derecho tan limitada: únicamente entraba en consideración quien pagara suficientes impuestos. De este modo, solo uno de cada seis franceses pudo votar en la primera elección parlamentaria según la Constitución de 1791. El ardiente revolucionario Marat se burló de la aristocratización del alzamiento popular y llamó la atención sobre los más de dieciocho millones de franceses que no habían podido votar: «¿Qué habremos conseguido —manifestó— si tras destruir la aristocracia de los nobles la reemplazamos por una aristocracia de ricos?».

 

 

LA DEMOCRATIZACIÓN DE LAS ELECCIONES: UN PROCEDIMIENTO FICTICIO (SIGLOS XIX Y XX)

 

Hagamos una síntesis. Terminé el capítulo anterior afirmando que las elecciones actuales están obsoletas como instrumento democrático, y luego hemos visto que en realidad nunca fueron un instrumento democrático. ¡Es, por lo tanto, una cuestión mucho más grave! Por si fuera poco, el instrumento democrático más habitual, la elección por sorteo, fue desestimado por completo por los arquitectos del sistema representativo, que lo circunscribieron a un solo ámbito, el de la administración de la justicia. Nosotros, los fundamentalistas electorales, llevamos décadas aferrándonos a los comicios como si fueran el Santo Grial de la democracia, y ahora nos damos cuenta de que nos hemos agarrado a un objeto equivocado: no es un grial, es una copa de veneno, un proceso que se ha revelado claramente como antidemocrático.

¿Cómo se explica que no nos hayamos dado cuenta durante tanto tiempo? Todavía nos queda una tercera fase en nuestro análisis de la patogénesis de nuestro fundamentalismo electoral. En la primera fase he demostrado la fisiología de la democracia representativa aleatoria en la Antigüedad y en el Renacimiento. En la segunda fase, he mostrado que a finales del siglo XVIII una nueva élite dejó a un lado la tradición y dio preferencia al sistema representativo electoral. Ahora voy a analizar que es posible que desde entonces ese cambio aristocrático adquiriera legitimidad democrática durante los siglos XIX y XX, hasta hace poco, cuando ha empezado a ser cuestionada en todas partes. Dicho de otro modo, tras la aristocratización de la revolución, ahora debemos estudiar la democratización de las elecciones.

 

 

Lo primero que llama la atención es que la terminología ha cambiado. La república basada en el sufragio, aunque limitado, pasó a denominarse «democracia» cada vez con más frecuencia. Así, un observador en 1801 ya constataba que «la aristocracia electiva de la que hablaba Rousseau hace cincuenta años es lo que en nuestros días llamamos “democracia representativa”»[83]. En la actualidad, esta sinonimia está olvidada y prácticamente nadie es capaz de reconocer las raíces aristocráticas de nuestro actual sistema de gobierno.

Cuando a principios del siglo XIX el gran Alexis de Tocqueville viajó durante nueve meses a Estados Unidos para estudiar el nuevo sistema de gobierno no vaciló en titular el libro que resultaría de ello La democracia en América. El motivo de esa decisión se encuentra ya en la primera línea: «Entre las cosas nuevas que durante mi permanencia en Estados Unidos han llamado mi atención, ninguna me sorprendió más que la igualdad de condiciones». Según Tocqueville, no existía ningún otro país en el que la idea de la soberanía del pueblo ondeara tan alto. Como el libro fue especialmente influyente durante el siglo XIX, contribuyó de manera decisiva a la popularidad creciente de la palabra «democracia» para describir el sistema representativo electoral republicano.

Cuidado, esto no significa que él aplaudiera las elecciones sin reservas. Tocqueville era un observador extraordinario. Como descendiente de una antigua familia aristocrática que había visto a varios de sus miembros destacados morir en la guillotina, tenía todos los motivos para tratar con la máxima severidad aquel sistema innovador. Aun así, mostró un gran interés y apertura de miras ante todo lo que ocurría en Estados Unidos. A diferencia de muchos aristócratas, él deseaba que las revoluciones estadounidense y francesa no fueran meros accidentes, sino que formaran parte de una evolución de más entidad y con proyección en los siglos venideros, orientada a lograr más igualdad. Una tendencia como aquella era imparable. Por eso él se alejó de forma consciente del viejo mundo: no usaba jamás su título nobiliario, era ateo y se casó con una muchacha de familia burguesa. Cuando en la década de 1830 participó en la política francesa, se lamentó de que el sistema en el que tenía que trabajar era muy poco democrático y de que ofrecía a los ciudadanos unas opciones muy limitadas de participación política.

Gracias a su viaje a Estados Unidos, Tocqueville se convirtió en un demócrata convencido, pero conservó su actitud crítica respecto a las formas concretas que adoptó esa nueva forma de gobierno. Tanto en Estados Unidos como en Francia las elecciones habían ganado al sorteo y a partir de entonces el papel de la suerte había quedado relegado al de la constitución de los tribunales populares en algunas causas judiciales.

¿Qué opinaba sobre los dos métodos de selección? Merece la pena citar su hermosa prosa. Resulta increíble que el texto relativo al sistema electoral que sigue a continuación date del año 1830:

 

Al acercarse la elección, el jefe del poder ejecutivo no piensa sino en la lucha que se prepara; no tiene ya porvenir; no puede emprender nada y prosigue solo con indolencia lo que otro tal vez va a concluir […]. Por su parte, la nación tiene sus ojos fijos en un solo punto y ya no se ocupa más que de vigilar el trabajo del nacimiento que se prepara. [...] se debe considerar siempre la época que precede inmediatamente a la elección y aquella durante la cual se hace como una suerte de crisis nacional. […]

Largo tiempo antes de que llegue el momento fijado, la elección se convierte en el más grande y, por decirlo así, el único asunto que preocupa a todos los espíritus. Las facciones entonces redoblan su ardor y todas las pasiones artificiales que la imaginación puede crear en un país feliz y tranquilo se agitan en ese momento a plena luz. Por su parte, el presidente está absorbido por el deseo de defenderse. No gobierna ya por interés del Estado sino por su reelección. Se rinde ante la mayoría y a menudo, en lugar de hacer resistencia a sus pasiones, como su deber lo obliga, corre delante de sus caprichos. A medida que la elección se aproxima, las intrigas se vuelven más activas y la agitación, más viva y difundida. Los ciudadanos se dividen en varios campamentos, cada uno de los cuales toma el nombre de su candidato. La nación entera cae en un estado febril. La elección es entonces el tema cotidiano de los periódicos y el de las conversaciones particulares, el objetivo de todas las gestiones, la meta de todos los pensamientos y el único interés del presente.

En el mismo momento, es cierto, en que la fortuna se ha decidido, ese ardor se disipa, todo se calma y el río, por un momento desbordado, vuelve apaciblemente a su cauce. Pero ¿no es sorprendente que la tormenta haya podido desencadenarse?[84].

 

Esta debe de ser una de las primeras críticas a la democracia representativa electoral con su fiebre de elecciones, su parálisis de Gobierno, su mediatización y, en resumen, su histeria. Con todo, Tocqueville se muestra más positivo al hablar de la constitución por sorteo de los jurados populares, «cierto número de ciudadanos tomados al azar y revestidos momentáneamente del derecho de juzgar».

 

El jurado, y sobre todo el jurado civil, sirve para introducir en el espíritu de todos los ciudadanos una parte de los hábitos del espíritu del juez; y estos hábitos son precisamente los que preparan al pueblo para ser libre.

 

Nótese que Tocqueville, como Aristóteles, relaciona la libertad con la adopción ocasional de responsabilidad y el modo en que describe la libertad como algo que se debe enseñar.

 

Al obligar a los hombres a ocuparse de otras cosas que de sus propios negocios, combate el egoísmo individual, que es como la carcoma de las sociedades.

El jurado sirve increíblemente para formar el juicio y para aumentar las luces naturales del pueblo. Esa es, en mi opinión, su mayor ventaja. Se le debe considerar como una escuela gratuita y siempre abierta, donde cada jurado va a instruirse de sus derechos, donde entra en comunicación cotidiana con los miembros más instruidos e ilustrados de las clases altas, donde las leyes le son enseñadas de una manera práctica y son puestas al alcance de su inteligencia por los esfuerzos de los abogados, las opiniones del juez y las pasiones mismas de las partes. Pienso que hay que atribuir principalmente la inteligencia práctica y el buen sentido de los estadounidenses al largo uso del jurado en material civil.

No sé si el jurado es útil a quienes tienen procesos, pero estoy seguro de que es muy útil a quienes los juzgan. Lo considero como uno de los medios más eficaces de que pueda servirse la sociedad para la educación del pueblo[85].

 

Aunque ya la incipiente política estadounidense empezaba a mostrar de lo que era capaz una democracia, Tocqueville lamentaba el daño inevitable de la contienda electoral, incluso en una época en la que todavía no existían los grandes partidos ni los medios de comunicación de masas.

 

 

Los años en que se publicaron las dos partes de La democracia en América estuvieron marcados además por otro acontecimiento que favorecería al sistema representativo electoral: la independencia de Bélgica, en 1830. Puede que parezca sorprendente que el surgimiento de un país minúsculo que hasta entonces había estado sometido a poderes extranjeros —solo desde la Revolución francesa había sido parte de Austria, Francia y los Países Bajos— llegara a tener una repercusión tan inmensa. Pero así fue. La Constitución que redactaron los belgas pasaría a la historia como el esbozo del modelo representativo electoral[86].

La independencia belga siguió el procedimiento habitual: tras unas escaramuzas contra la autoridad gobernante (de agosto a septiembre de 1830) se produjo una aristocratización del levantamiento durante la Asamblea Constituyente (de noviembre de 1830 a febrero de 1831). La revolución había sido obra de radicales, republicanos y demócratas; la Constitución fue un procedimiento de aristócratas, clero y liberales moderados. ¿Cómo iba a ser de otro modo? El día 3 de noviembre de 1830 en las elecciones del Congreso Nacional, el primer Parlamento que redactaría una Constitución, solo tuvieron derecho a voto 46 000 hombres, menos del 1 por ciento de la población total. Únicamente quien pagaba suficientes impuestos (cijns) podía hacer oír su voz. Por lo tanto, fueron en esencia los latifundistas, los aristócratas y los profesionales liberales quienes determinaron el futuro del país; a estos se les sumaron unos cuantos «electores competentes», es decir, ciudadanos cuyo voto era aceptado por sus capacidades a pesar de no alcanzar el umbral fiscal, como era el caso de los eclesiásticos y los universitarios. El Congreso Nacional constaba de 200 miembros, 45 de los cuales pertenecían a la nobleza, 38 a la abogacía, 21 a la magistratura y 13 al clero. La mitad de ellos ya había ocupado cargos públicos antes de la independencia, de ahí que la ruptura con el pasado fuera menor de la esperada[87].

Con el ímpetu revolucionario venido a menos, la Constitución se convirtió en un compromiso tibio, aceptable para los países extranjeros y tranquilizador para el país. Las fuerzas conservadoras de la sociedad se dieron por satisfechas con tres elementos: la instauración de la monarquía (en lugar de la república); el mantenimiento del sufragio censitario (en lugar de un derecho a voto más amplio) y la instauración del Senado (y no solo de un Parlamento). Este último aspecto era especialmente importante ya que así la aristocracia conseguía tener un órgano propio en el nuevo Estado. Como la carga fiscal era extraordinariamente alta, solo los más ricos podían acceder a un escaño en el Senado: apenas cuatrocientos habitantes del país podían presentarse a la elección.

Las fuerzas progresistas de la joven sociedad belga salvaron de la hoguera lo siguiente: el poder del rey quedó subordinado a la Constitución y al Parlamento (se habló de una monarquía constitucional o parlamentaria); en vez de elecciones escalonadas (como en Francia y Estados Unidos), se impusieron las directas; la libertad de prensa y de reunión quedaron garantizadas por la Constitución, y se introdujo la administración de justicia por medio de jurados populares escogidos por sorteo. El sufragio censitario se mantuvo vigente, pero no con el rigor de otros tiempos. En Bélgica uno de cada 95 ciudadanos podía votar; en Francia —que por aquel entonces había recuperado la monarquía— solo podía hacerlo uno de cada 160[88]. Solo los elementos radicales del alzamiento popular se quedaron con las manos vacías.

A pesar de que tres cuartas partes de los artículos de la Constitución belga habían sido extraídos de textos constitucionales anteriores de Francia y de los Países Bajos, su originalidad estribaba en el sofisticado mecanismo de control entre los distintos poderes de la jefatura del Estado, el Parlamento y el Gobierno. Y esas cualidades no pasaron desapercibidas.

Hoy en día no somos conscientes de la enorme influencia que tuvo la redacción de aquel texto, pero en el siglo XIX fue un punto de referencia en el surgimiento de los Estados-nación modernos. La Constitución de Sajonia (1831), la de la Confederación Suiza (1848) y el proyecto de Constitución para una Alemania federal ideado por el Parlamento de Frankfurt (1849) adoptaron partes de ella. Otras Constituciones, como la española (1837), también estuvieron profundamente influidas por el texto. Tras el año revolucionario de 1848 la Constitución belga tuvo muchos imitadores: en Grecia (1848 y 1864), Países Bajos (1848), Luxemburgo (1848), Piamonte-Cerdeña (1848), Prusia (1850), Rumanía (1866), Bulgaria (1879) e incluso el Imperio Otomano (1876). Sobre todo en los Países Bajos, Luxemburgo, Grecia, Rumanía y Bulgaria, se usaron copias fieles al original belga. Con el inicio del siglo XX la influencia alcanzó incluso a Irán (1906) y al Imperio Otomano (1908), que posteriormente sería Turquía. Los nuevos Estados centroeuropeos, como Polonia, Hungría y Checoslovaquia, también echaron mano de ella[89].

Un reciente estudio comparativo constata lo siguiente: «La Constitución belga de 1831 es la Constitución más importante de las que surgieron antes de 1848»[90]. The New Cambridge Modern History la considera una «baliza», un texto que «supera prácticamente a cualquier otra Constitución europea de su época»:

 

Este modelo de Constitución […] contenía tantas características que o eran únicas o mucho mejores que las que se podían encontrar en otras partes […] que sorprende que el texto no se copiara todavía con más frecuencia[91].

 

En pocas palabras, durante todo un siglo un texto breve y claro de 139 artículos sería determinante para el prestigio de extensas partes del mundo moderno. Así, el modelo representativo electoral se convirtió en norma: Tocqueville le dio el nombre de «democracia» y la Constitución belga elaboró el esbozo para su aplicación internacional. A partir de 1850 las luchas por más democracia dejaron de ser una oposición a las elecciones para convertirse en luchas para obtener más derecho al voto. Incluso el movimiento obrero, que asomó entonces por toda Europa, convirtió este aspecto en una de sus reclamaciones fundamentales. La opción del sorteo desapareció por completo. De hecho, en los círculos populares este sistema tenía incluso cierta mala fama porque recordaba mucho al odioso sorteo militar con el que se reclutaban los jóvenes para el ejército. Los franceses habían ideado ese procedimiento a finales del siglo XVIII, pero en Bélgica, como en muchos otros sitios, esta práctica se mantuvo obligatoria durante un siglo para desesperación de muchos. Hendrik Conscience, el padre de la literatura neerlandesa en Flandes, le dedicó en 1849 el mejor de sus textos, la estupenda novela titulada El quinto[92].

Como se puede suponer, el sorteo militar, conocido en España como «las quintas», no era un reparto equitativo de las oportunidades políticas, sino del reparto neutral de tareas muy poco populares. Neutral, al menos, sobre el papel. En la práctica, la injusticia social se mantuvo: los jóvenes ricos sorteados desembolsaban mucho dinero para que un joven hijo de campesinos o de obreros cumpliera el servicio militar en su lugar. En este contexto el aborrecimiento por el sorteo estaba muy asentado entre las clases bajas porque daba la impresión de que favorecía a la aristocracia. ¡Menuda carambola en la historia! De pronto las elecciones se consideraban democráticas y el sorteo, en cambio, pasaba a verse como aristocrático. Nunca más un representante socialista abogaría por el uso político de ese sistema y ningún eclesiástico lo volvería a defender. El sorteo había sido abolido.

Cuando en 1891 se publicó la primera gran obra sobre la elección por sorteo en la antigua Atenas, a su autor, James Wycliffe Headlam, que hizo la investigación en el King’s College de Cambridge, no le quedó más remedio que empezar con las siguientes palabras: «Ningún otro uso de la historia antigua resulta tan difícil de comprender como el de la elección de los cargos gubernamentales por sorteo. Hoy en día carecemos de experiencia con un sistema así y cualquier propuesta encaminada a su implantación resultaría tan ridícula que cuesta mucho pensar que hubo un tiempo en que su uso era generalizado entre la sociedad culta»[93].

Medio siglo después, en 1948, la Declaración Universal de los Derechos del Hombre proclama: «Esta voluntad [la del pueblo] se expresará mediante elecciones auténticas que deberán celebrarse periódicamente». Apenas medio siglo después, Francis Fukuyama proclamará «el fin de la historia» en un best seller mundial con ese mismo título que consagrará un misterioso matrimonio entre la democracia parlamentaria y la economía del mercado libre: «Un país es democrático cuando permite a su población elegir su propio Gobierno por medio de elecciones periódicas, secretas y multipartidistas sobre la base de un sufragio adulto universal e igualitario»[94].

Voilà! ¡Consenso absoluto!

Aquí se encuentra la patogénesis de nuestro fundamentalismo electoral: la elección por sorteo, el más democrático de todos los instrumentos políticos, sucumbió en el siglo XVIII ante las elecciones, las cuales, por otra parte, jamás habían sido consideradas como un instrumento democrático, sino que se entendían como un procedimiento para conducir al poder a una nueva aristocracia no hereditaria. Con la ampliación del derecho al voto, el procedimiento aristocrático se democratizó radicalmente, aunque sin renunciar a la separación fundamental y oligárquica entre gobernantes y gobernados, entre políticos y electores. A diferencia de lo que Abraham Lincoln habría querido, la democracia electoral se convirtió en un gobierno para el pueblo pero no por el pueblo. De forma inevitable, la verticalidad se mantuvo: seguía habiendo superiores e inferiores, gobierno y gobernados. Las elecciones eran el ascensor de servicio que conducía a algunos individuos hacia lo alto. Por ello, la democracia mediante elecciones siguió siendo algo reservado a cierto feudalismo autoelecto, una forma de colonialismo interior aprobado por los votos.

El síndrome de fatiga democrática que hoy en día se manifiesta por doquier es a todas luces una consecuencia normal de la santificación del sistema representativo electoral. Durante décadas las elecciones mantuvieron en marcha y a buen ritmo el motor de la democracia, pero hoy vemos que son un fenómeno ajeno a nosotros. En efecto, en el pasado se luchó duro para que encajaran más o menos en la maquinaria de la soberanía popular, pero después de dos siglos empieza a advertirse un desgaste acelerado. La eficiencia resopla, la legitimidad chirría. En todas partes surge la insatisfacción, la desconfianza y la protesta. Por doquier planea la pregunta de si acaso no puede haber otra democracia. ¿Sorprende entonces que en este contexto la idea de la elección por sorteo vuelva a asomar la cabeza?