Nueva York 11

Don Wenceslao Álvarez, el dueño del Bar Restaurant Unión, ubicado en la breve calle Nueva York a la altura del número 11, a pocos metros de la Alameda Bernardo O’Higgins, del Club de la Unión y de la Bolsa de Comercio de Santiago, es un hombre comedido y muy cordial. Nos asegura que fue a la altura del ’68 o del ’69, cuando el bar era regido por su padre, que llegó un silencioso escritor puntarenense llamado Rolando Cárdenas, quien después atraería a Teillier y se le haría inseparable. Cárdenas, que había llegado a Santiago en el ’54 para estudiar Construcción Civil y trabajaba en la Corporación de la Vivienda (Corvi), entró cierto día al establecimiento y podemos decir que no lo abandonó hasta el día de su muerte.

El Bar Restaurant Unión, conocido como La Unión Chica por su cercanía con el aristocrático Club de La Unión, es un sitio que entraña calidez, pues además tiene un variado y espléndido menú. De forma más bien rectangular y con al menos tres ambientes no separados por umbrales, se asemeja a un barco, cuya proa vendría siendo la barra que resguarda una gran cantidad de botellas duplicadas por una pared de espejos y que yace contigua a la puerta de vaivén de la entrada. Al ingresar a ese sitio con lámparas de lágrimas y mesas de añosa madera, se oye ruido de dados y se ve a ciertas horas a personas jugando al dominó y a la baraja. Casi a un lado de la puerta y hacia la derecha, está la mesa donde Teillier solía sentarse. En la pared vemos algunas instantáneas. En una de ellas salen retratados Teillier, su hermano Iván (a quien llamaban Christopher Reeve) y Rolando Cárdenas, que visten chaqueta de tweed y corbata y parecen poseídos por esa dulce camaradería que sólo la amistad entre semejantes es capaz de suscitar. Teillier y su hermano Iván, singularmente apuestos, no se asemejan demasiado a su moreno amigo con nariz de pugilista maltratado, pero los tres parecen uno al calor del vino y la atmósfera poética que emana de la imagen. Cárdenas es quizá quien escribió los versos más brillantes sobre dichas circunstancias.

“Es bueno sentarse entre amigos y vasos
a observar como todos abandonan algo suyo
en la música que los impulsa y transforma en seres sin huesos,
mientras la noche trepa por los muros”.77

Don Wenceslao Álvarez computa en decenas, o quizá si en centenares, a los extranjeros que han ido a su bar a preguntar por Jorge, sobre todo tras su muerte, y no sólo europeos o de este continente, “sino incluso un par de profesores japoneses”; pues la presencia del fantasma de Teillier ha sin duda acrecentado la fama del lugar, cuestión que no deja de agradecer. “Tengo el mejor recuerdo de Teillier y sus amigos, pues eran personas cordiales, conversadores ingeniosos que bebían de forma pacífica y cuyo carácter casi nunca se trastocaba con el vino. A Jorge le disgustaban los exabruptos y bebía con lentitud, casi siempre vino de la marca Concha y Toro o Santa Carolina. Era amable con quienes se le acercaban de forma discreta, muchas veces poetas jóvenes o tesistas universitarios, de ambos sexos”.

No es posible precisar cuándo Teillier se hizo asiduo al local, pero debe haber sido a comienzos de los ’70 y, ya de manera reiterada, en la década siguiente y hasta el fin de sus días. Durante la última parte de su desempeño como funcionario de la Universidad de Chile, el hecho de que apenas debiera cruzar La Alameda para llegar al bar –al que solía llamar su oficina, pues a despecho de la ironía solía recibir telefonazos, recados y hasta visitas de trabajo– lo hicieron aficionarse a él.

Lo cierto es que el Bar Restaurant Unión, y también otros sitios como El Parrón (de avenida Manuel Montt), el Isla de Pascua (contiguo a la Biblioteca Nacional), el Café Sao Paulo (de calle Huérfanos y que ya no expende alcohol), La Orquídea (un restaurante ubicado cerca del Metro Escuela Militar, donde Teillier acudía, como así también al Il Carpacio, por estar cerca de la casa santiaguina de Cristina Wenke) o el Refugio López Velarde (ubicado al interior de la Sociedad de Escritores de Chile, de la calle Almirante Simpson 7 en la comuna de Providencia), fueron auténticos barcos donde los marineros, con o sin aficiones literarias, surcaban los océanos inabarcables o pequeños que los conducirían al naufragio o a las islas venturosas, sobre todo en los complejos tiempos de la dictadura. En efecto, en medio del llamado apagón cultural, cuando los artistas pasaron a la casi proscripción (excepción hecha de los adeptos al régimen o sin discurso crítico) y cuando no había sitios oficiales para compartir, lugares como aquéllos eran auténticos oasis, donde se compartía música (Cárdenas brillaba en la SECH con su voz y su guitarra), poesía en hojas sueltas o revistas (destacando La hoja pura, llamada así en honor a un poema de Dylan Thomas) y lecturas en voz alta, sin despertar demasiadas suspicacias, como sí ocurrió después con las peñas folclóricas.

Sobre todo después que Teillier se hiciera asiduo al bar, atraería con su incombustible magnetismo, además de a los citados, a personas como al poeta Eduardo Molina Ventura (un mitómano de genio algunas décadas mayor y que jamás publicó un verso), a Teófilo Cid (quizá el más desventurado de nuestros poetas), al periodista Carlos Olivárez, a los poetas Álvaro Ruiz, Juan Cameron (“Teillier era un tipo muy tierno y fregado a la vez, que vivía en su nube de alcohol y dentro de ella era como El Principito de Saint Exupéry”, nos dice) y Aristóteles España, al ex vendedor viajero Roberto Araya, al novelista Ramón Díaz-Eterovic (amigo y coterráneo de Cárdenas), al músico y novelista Enrique Valdés (autor de Solo de orquesta, una novela de época donde el único personaje que sale con su nombre es Teillier), al profesor de filosofía Juan Guzmán Paredes, al dibujante Germán Arestizábal, al narrador y cronista Enrique Lafourcade (quien entraba con no poca desconfianza), y a veces hasta a los célebres Gonzalo Rojas y Nicanor Parra. En los últimos años se sumarían los jóvenes poetas Lorenzo Peirano y Francisco Véjar, quizá los discípulos (es un decir) más reconocibles de Teillier.

A todos estos personajes del universo teilleriano –en algunos de los cuáles después ahondaremos–, se sumaban algunas mujeres, como la controvertida y brillante Stella Díaz Varín (aficionada a dar golpes y a encender las cerillas en la suela de sus zapatos) y la fotógrafa Leonora Vicuña, a quien Teillier llamaba “la gran cronista visual de los viejos tripulantes” y que, según asegura ella misma, era considerada “un compañero más, un pirata más, porque no era una mujer que anduviera buscando hombres ni por ende causando problemas”; a ellas debemos agregar a ciertas musas teillieriana como Bárbara Délano y Antonia Subercaseaux. Asimismo, a los habituales del barrio, como profesores, estafetas, vendedores de seguros, funcionarios de banco y jubilados épicos, se sumaba más de un pugilista retirado, como el mítico ‘Kidd Capitán’, a quien Jorge sindicaba como su guardaespaldas.

No sólo se hablaba de literatura, sino también de fútbol –donde Teillier citaba formaciones extraviadas en el tiempo y no sólo de equipos nacionales–, de boxeo, de tango y de otros aspectos de la cultura en su amplio sentido. Tenían su propio reglamento y un libro de actas que años después se encontraría en la casa de Cristina Wenke, en La Ligua, y que incluía poemas, reflexiones, y un casi notarial prontuario de premios y castigos. Solían hacer concursos, donde el galardón, además del consabido vino, era no pocas veces alguna muchacha que por cierto ignoraba su condición de galardón.

El poeta Lorenzo Peirano (Santiago, 1962) asegura que cuando no estaba Teillier prefería abstenerse de ingresar al local de la calle Nueva York, “pues para mí, con algunas excepciones, eran unas personas ebrias y sin demasiado brillo; lo cual era complejo, pues yo casi no bebo”. Tal declaración, encierra mucho menos un desprecio por los bohemios habitantes de ese barco que una admiración ilimitada hacia la figura y la obra de Teillier, a quien fue incapaz de tutear y cuya amistad transmitió a su señora y a sus hijos, con quienes Jorge pasó más de alguna fecha significativa. La reflexión de Peirano, que conoció al autor de Muertes y maravillas en el ’82, forma parte de cierta conclusión que, aún a despecho de una cuota de injusticia, parece inevitable en el arte: no todos los fantasmas permanecen. Y Teillier, con “su obstinado magnetismo y su carisma de niño mimado” al decir de Leonora Vicuña, es uno de los que sí subsisten.

Hay una célebre foto de Álvaro Hoppe, de diciembre de 1988, donde Teillier es retratado a las afueras del Bar Restaurant Unión. Viste un sencillo terno plomo con chaleco, un tanto descuidado, y en su mano izquierda porta la casual bolsa de plástico donde solía llevar libros, revistas o algún ‘engañito’ alimenticio. En la vitrina del fondo, dividida en tres partes, dos de las cuáles constituyen una puerta de vaivén, se leen algunas delicias del establecimiento: Congrio Frito, Caracoles, Ajíaco con Huevo, Perniles y Puchero a la Española; además de bebestibles como Cola de Mono, Borgoña en Durazno, Frutilla y Chirimoya, entre otros. Pero lo cierto es que, a pesar de lo abundante de la oferta alimenticia, Teillier prefería beber sin reparar en la comida, pese a que en varias ocasiones admiradores y amigos le ordenaban platos hasta su misma mesa; dicha actitud, acrecentada con los años, fue minando su salud.

La singular instantánea de Hoppe ha dado la vuelta al mundo, y es una suerte de símbolo del Bar Restaurant Unión, inaugurado en 1940; y si bien a aquel lugar han acudido escritores de la talla de De Rokha o de Neruda, es a Jorge Teillier a quien uno identifica con él.

El año 2003, la editorial La Calabaza del Diablo realizó una antología de poesía intitulada Vagabundos de la nada, suerte de póstumo homenaje a la tripulación del barco mandatado por Teillier. Y si bien éste en más de una ocasión se refirió a sus amigos como “los inútiles, los gaznápiros y los cesantes de siempre”, sería injusto homologar al bar aquel con un puro lugar de evasión, menos ahora en que el sagrado arte de la conversación parece batirse en retirada. La poesía –esa moneda cotidiana que según el célebre verso de Jorge debiera estar sobre todas las mesas– fluía ahí con la indolencia de la magia, con la inocencia incombustible de un renovado asombro.

En los ’90, con la muerte de Teillier y de su hermano Iván, con la muerte de Cárdenas y la dispersión de casi todos los poetas de ese orbe, el bar nunca volvió a ser el mismo. Los nostálgicos (también los del futuro), tal vez lo recordarán: agregó al concepto de la bohemia estéril, que parecía archimanido, las complejidades del poema y de la luz de la amistad.

Aclaración: Una parte no menor del capítulo presente fue inspirado en a lo menos seis artículos de internet, siendo el escritor Ramón Díaz Eterovic –quien se negó a conversar con nosotros “porque todo está en la web”– la más brillante de las plumas consultadas. Asimismo, el libro Vagabundos de la nada, (Libros La Calabaza del Diablo, 2003), documento ineludible de ese tiempo y de ese espacio, llegó a nuestras manos apenas días antes de que esta Nostalgia del futuro debiera por plazo concluir.


77 Extracto del poema Búsqueda, incluido en el libro Tránsito Breve (1961), de Rolando Cárdenas.