El belicoso
El doctor Lowji Daruwalla se tomaba un interés personal por las enfermedades deformantes que afectan a los niños. De pequeño, él había padecido una tuberculosis de columna. Aunque se recuperó lo suficiente como para llegar a ser el pionero más famoso de la India en cirugía ortopédica, siempre decía que era su propia experiencia con la deformidad vertebral —la fatiga y el dolor que lo aquejaban— lo que volvió tan inquebrantable y perdurable su dedicación al cuidado de los lisiados. «Una injusticia personal motiva más que cualquier instinto filantrópico», decía Lowji, un hombre que hablaba en pronunciamientos. De adulto, siempre sería reconocido por la delatora gibosidad del mal de Pott: durante toda su vida Lowji fue tan jorobado como un pequeño camello erguido.
¿Es de extrañar que su hijo Farrokh se sintiera inferior frente a semejante dedicación? Ingresaría en el campo de su padre, pero sólo como seguidor; continuaría presentando sus respetos a la India, pero siempre se sentiría como un simple visitante. En Canadá, sentía que era un impostor. La educación y los viajes pueden resultar humillantes; Farrokh tendía naturalmente a sentimientos de inferioridad intelectual. Es posible que atribuyera demasiado simplistamente su alienación a la única convicción de su vida tan paralizante como su conversión al cristianismo: carecía totalmente del sentido de pertenencia, era un hombre sin patria, no podía ir a ningún sitio en el que se sintiera en su ambiente..., con excepción del circo y el Duckworth Club.
¿Pero qué puede decirse de alguien que se reserva prácticamente todas sus emociones? Cuando un hombre expresa a qué le teme, sus miedos y ansias sufren una revisión al ser contados una y otra vez —los amigos y la familia tienen sus propios métodos para alterar el material—, y en breve los llamados miedos y ansias se vuelven casi cómodos de tanto insistir en ellos. Pero el doctor Daruwalla guardaba los sentimientos en su interior; ni siquiera su mujer sabía lo ajeno que se sentía en Bombay, y no podía saberlo si él no se lo decía. Julia era vienesa; por poco que el doctor Daruwalla conociera acerca de la India, sabía más que su esposa. «En casa», en Toronto, Farrokh dejaba que Julia fuese la autoridad; allá dirigía ella. Al médico le resultaba fácil extender este privilegio a su mujer porque ella tenía el convencimiento de que él estaba a cargo de todo en Bombay. Hacía muchos años que Farrokh salía bien librado en eso.
Desde luego, Julia sabía lo de los guiones..., pero sólo que él los escribía, no lo que sentía verdaderamente por ellos. Farrokh se empeñaba en hablarle de los guiones a la ligera. Sabía burlarse de ellos; al fin y al cabo, eran una broma para todos los demás y le resultaba fácil convencer a su mujer de que las películas del Inspector Dhar sólo eran una broma para él. Más importante todavía, Julia sabía cuánto significaba Dhar (el querido muchacho) para él. ¿Y qué tenía de malo que ella no tuviera idea de cuánto significaban los guiones para Farrokh? De manera que estas cuestiones, como quedaban ocultas tan profundamente, eran más importantes para el doctor Daruwalla de lo que deberían haber sido.
Respecto de la no pertenencia, nunca pudo decirse lo mismo del padre. Al viejo Lowji le gustaba quejarse de la India, y la naturaleza de sus quejas solía ser pueril. Sus colegas médicos le regañaban por sus intrépidas protestas sobre el país; era una suerte para los pacientes, decían, que sus procedimientos quirúrgicos fuesen más cuidadosos..., y más exactos. Pero si bien Lowji se mostraba poco convencional con respecto a su propio país, al menos era su propio país, pensaba Farrokh.
Fundador del Hospital para Niños Lisiados de Bombay y presidente de la primera Comisión contra la Parálisis Infantil, Daruwalla padre publicó monografías que fueron las mejores de su tiempo sobre la polio y diversas dolencias óseas. Maestro de la cirugía, perfeccionó procedimientos para la corrección de afecciones como el pie zopo, el encorvamiento de la columna vertebral y la tortícolis. Excelente políglota, leía la obra de Little en inglés, la de Stromeyer en alemán, la de Guerin y Bouvier en francés. A pesar de ser un ateo sin pelos en la lengua, Lowji Daruwalla convenció a los jesuitas de que crearan clínicas, tanto en Bombay como en Poona, para el estudio y tratamiento de la escoliosis, las parálisis debidas a lesiones de nacimiento y la poliomelitis; fue principalmente con dinero musulmán con lo que se aseguró la paga de un especialista visitante en rayos X en el Hospital para Niños Lisiados; apeló a los hindúes ricos para programas de investigación y tratamiento que él mismo inició sobre la artritis. Incluso escribió una carta de conmiseración al presidente de Estados Unidos, el episcopalista Franklin D. Roosevelt, mencionando el número de indios que padecían su misma enfermedad; recibió una amable respuesta y un cheque personal.
Lowji se hizo famoso en el movimiento de corta vida llamado Médicos contra el Desastre, especialmente durante las manifestaciones que precedieron a la Independencia y a los cruentos disturbios anteriores y posteriores a la Partición. Hasta hoy, trabajadores voluntarios entre los Médicos contra el Desastre intentan revivir el movimiento citando los consejos de Daruwalla padre a los que tanta publicidad se había dado. «Por orden de importancia, buscar las amputaciones dramáticas y las lesiones graves de las extremidades, antes de tratar fracturas o laceraciones. Conviene dejar todos los daños de la cabeza en manos de los expertos, si los hay.» Si hay expertos, quería decir; daños en la cabeza siempre los había. (En privado, Lowji se refería al fallido movimiento Médicos contra el Desastre..., como «algo que la India siempre necesitará», afirmaba.)
Lowji fue el primer médico de la India que respondió al cambio revolucionario en el pensamiento sobre el origen del dolor en la parte baja de la espalda, cuyo mérito él atribuía a Joseph Seaton Barr, de Harvard. Hay que reconocer que el estimado padre de Farrokh era más recordado en el Duckworth Sports Club por sus tratamientos con hielo para los calambres en el codo de los tenistas, y por su costumbre, mientras bebía, de censurar a los camareros por su deplorable postura. («Mírame a mí, soy jorobado y permanezco erguido más derecho que tú.») Por reverencia al doctor Lowji Daruwalla, la rigidez de la espina dorsal era un hábito ferozmente mantenido por el señor Sethna.
¿Por qué, entonces, el doctor Daruwalla hijo no veneraba a su difunto padre? No se debía a que fuese el segundo varón y el más joven de los tres hijos de Lowji: nunca se había sentido postergado. El hermano mayor, Jamshed, que había conducido a Farrokh a Viena y que ahora practicaba la psiquiatría infantil en Zürich, también lo había llevado a la idea de una esposa europea. Pero el viejo Lowji nunca se opuso a los matrimonios mixtos..., no por principios, indudablemente, y no en el caso de la novia vienesa de Jamshed, con cuya hermana menor se casó Farrokh. Julia se convirtió en la parienta política predilecta del viejo Lowji, quien prefería su compañía incluso a la del otólogo londinense que contrajo matrimonio con la hermana de Farrokh, pese a que Lowji Daruwalla era un descarado anglófilo. Después de la Independencia, Lowji admiraba y se aferraba a todo lo inglés que perduraba en la India.
Pero el origen de la falta de reverencia de Farrokh por su famoso padre tampoco era el «inglesismo» de éste. Los muchos años que pasó en Canadá habían hecho un moderado anglófilo del doctor Daruwalla hijo. (Admitiendo que en Canadá el inglesismo es muy distinto que en la India; no está políticamente contaminado y siempre es socialmente aceptable; muchos canadienses simpatizan con los británicos.)
El hecho de que el viejo Lowji mostrara abiertamente su odio por Mohandas K. Ghandi no perturbaba en lo más mínimo a Farrokh. En las cenas, especialmente con no indios en Toronto, Daruwalla hijo se sentía bastante complacido por la sorpresa que despertaba instantáneamente al citar a su difunto padre hablando del Mahatma.
«Era un puñetero hilador de charkas, un pandit ataviado con un taparrabos», se quejaba Daruwalla padre. «Arrastró su religión al activismo político..., para convertir su activismo político en una religión.» El viejo no tenía miedo de expresar sus puntos de vista en la India, y no sólo bajo el manto protector del Duckworth Club. «Puñeteros hindúes..., puñeteros sijs..., puñeteros musulmanes», decía. «¡Y también puñeteros parsis!», agregaba, si los más fervientes fieles zoroástricos lo presionaban por alguna muestra de lealtad parsi. «Puñeteros católicos», murmuraba en las raras ocasiones en que aparecía por San Ignacio, sólo para asistir a las horribles obras escolares en que participaban sus hijos.
El viejo Lowji declaraba que el dharma era «pura complacencia..., sólo una justificación para no hacer nada». Afirmaba que el sistema de castas y el mantenimiento de la intocabilidad «sólo era la perpetua adoración de la mierda..., ¡si adoras la mierda, naturalmente tienes que declarar que es deber de cierta gente llevársela!». Absurdamente, Lowji presumía de que se le permitían tan irreverentes expresiones porque la evidencia de su dedicación a los niños tullidos no tenía paralelo.
Afirmaba que la India carecía de ideología. «La religión y el nacionalismo son nuestros débiles sustitutos de ideas constructivas», declaraba. «Para el individuo, la meditación es tan destructiva como la casta, ¿pues qué es si no una forma de menguar el yo? Los indios siguen a grupos en lugar de seguir sus propias ideas: nos adherimos a rituales y tabúes en lugar de establecer objetivos para el cambio social..., para mejorar nuestra sociedad. ¡Mueve el intestino antes de desayunar, no después! ¿A quién le importa? ¡Haz que la mujer use un velo! ¿Para qué molestarse? ¡Entretanto, no tenemos normas contra la mugre, contra el caos!»
En un país tan sensible, la insolencia resulta francamente estúpida. En retrospectiva, el doctor Daruwalla hijo comprendió que su padre era un coche bomba a la espera de explotar. Nadie —ni siquiera un médico dedicado a los niños tullidos— puede ir por ahí diciendo que el «karma es la mierda que mantiene a la India como un país atrasado». Puede decirse con justicia que la idea de que la vida presente, por espantosa que sea, es el pago aceptable de la propia vida en el pasado, es una razón para no hacer nada que lleve al perfeccionamiento personal, pero, sin la menor duda, más vale no llamar «mierda» a esa creencia. Incluso como parsi, y como converso al cristianismo —y aunque nunca había sido hindú—, Farrokh comprendía que los exabruptos de su padre eran imprudentes.
Si bien el viejo Lowji era del todo contrario a los hindúes, se mostraba igualmente ofensivo al hablar de los musulmanes —«Todo el mundo debería mandar un lechón asado a los musulmanes en Navidad»— y sus recetas para la Iglesia de Roma resultaban sin duda extremas. Decía que hasta el último católico debía ser expulsado de Goa o, preferentemente, ejecutado en público en memoria de las ejecuciones y abrasamientos en la estaca que ellos mismos habían realizado. Proponía que «la repugnante crueldad representada en el crucifijo no debía permitirse en la India»; se refería a la mera visión de Cristo en la cruz, lo que etiquetaba de «una especie de pornografía occidental». Más aún, declaraba que todos los protestantes eran calvinistas de incógnito..., ¡y que Calvino era un hindú de incógnito! Con ello Lowji quería decir que detestaba todo lo que se asemejara a la desdicha humana..., por no hablar de la creencia en la predestinación divina, a la que etiquetaba de «dharma cristiano». Le gustaba citar a Martín Lutero, quien había dicho: «¿Qué puede haber de malo en decir una mentira buena y sincera por una buena causa y por el progreso de la Iglesia cristiana?». Con ello Lowji expresaba que creía en el libre albedrío y en las llamadas buenas obras y no en ningún «puñetero Dios».
En cuanto al coche bomba en el Duckworth Club, se rumoreaba hacía tiempo que había sido obra de una conspiración hindú-musulmana-cristiana, tal vez el primer esfuerzo cooperativo de este tipo, pero el doctor Daruwalla hijo sabía que ni siquiera los parsis, que rara vez eran violentos, podían descartarse como asesinos contribuyentes. Aunque el viejo Lowji era parsi, se mofaba tanto de los auténticos creyentes de la fe zoroástrica como de cualquier creyente auténtico. De alguna manera, solamente el señor Sethna había escapado a su desprecio, y éste era el único que lo estimaba; Lowji era el único ateo que nunca había sufrido el imperecedero desdén del celoso mayordomo. Quizá los unió, y salvó incluso sus diferencias religiosas, el episodio del té caliente.
Hasta el fin de sus días, el concepto que menos pudo dejar en paz el viejo Lowji fue el dharma. «¡Si naces en una letrina, más te vale morir en la letrina antes que aspirar a un sitio con mejor olor en la vida! Dime si esto no es una tontería.» Pero Farrokh sentía que su padre estaba chiflado..., o que fuera del campo de la cirugía ortopédica el viejo jorobado no sabía de qué hablaba, sencillamente. Hasta los mendigos aspiraban a mejorar, ¿verdad? Podemos imaginar cómo el viejo Lowji hacía añicos a menudo la calma del Duckworth Club declarando delante de todos —hasta de los camareros de mala postura— que el prejuicio de casta era la raíz de todos los males en la India, aunque en privado la mayoría de los duckworthianos compartían esta opinión.
Por lo que más resentimiento le tenía Farrokh a su padre era por la forma en que el viejo ateo belicoso le había privado de una religión y de una patria. En lugar de estropear intelectualmente el concepto de nación para sus hijos a causa de su irrefrenable odio al nacionalismo, el doctor Lowji Daruwalla los había alejado de Bombay. En nombre de la educación y el refinamiento, había enviado a su única hija a Londres y a sus dos hijos varones a Viena; más adelante tuvo el descaro de decepcionarse con los tres porque ninguno escogió vivir en la India.
«¡Los inmigrantes son inmigrantes toda su vida!», había declarado Lowji Daruwalla. Sólo era otro de sus pronunciamientos, pero éste tuvo un efecto prolongado.
Interludio en Austria
Farrokh había llegado a Austria en julio de 1947 a fin de prepararse para sus estudios en la Universidad de Viena, y por eso se había perdido la Independencia. (Más adelante pensaba que no había estado en casa, sencillamente, cuando importaba; desde entonces, suponía, nunca se sentía «en casa».) ¡Qué momento para ser indio en la India! En cambio, el joven Farrokh Daruwalla iba familiarizándose con la Sachertorte mit Schlag, su postre favorito, y dándose a conocer a los otros residentes de la Pensión Amerling en la Prinze Eugene Strasse, que se encontraba en el sector de ocupación soviético. En aquellos tiempos Viena estaba dividida en cuatro; los estadounidenses y británicos se habían quedado con los mejores distritos residenciales y los franceses eligieron las mejores zonas comerciales. Los rusos fueron realistas: se instalaron en los barrios periféricos de clase trabajadora, donde estaban todas las industrias, y se agolparon alrededor del corazón de la ciudad, cerca de las embajadas y los edificios gubernamentales.
La Pensión Amerling, de ventanas altas, con las jardineras de hierro oxidado y las cortinas amarilleándose, daba a los escombros de guerra de la Prinze Eugene Strasse y a los castaños de los jardines Belvedere. Desde la ventana de su dormitorio en el segundo piso, el joven Farrokh veía que el muro de piedra entre el Belvedere Palace de arriba y el Belvedere Palace de abajo estaba marcado por ráfagas de ametralladoras. A la vuelta de la esquina, en la Schwindgasse, los rusos se habían hecho cargo de la embajada de Bulgaria. No había explicación alguna para la guardia armada de veinticuatro horas en el vestíbulo del Salón de Lectura Polaco. En la esquina de la Schwindgasse con la Argentinierstrasse, el Café Schnitzler se vaciaba periódicamente para que los soviéticos llevaran a cabo un registro en busca de bombas. De veintiún distritos, dieciséis tenían jefe de policía comunista.
Los hermanos Daruwalla estaban seguros de ser los únicos parsis en la ciudad ocupada, si no los únicos indios. A los vieneses no les parecían especialmente indios, por no ser lo bastante morenos. Farrokh no tenía la tez tan clara como Jamshed, pero en ambos se reflejaban sus ancestros persas; para algunos austriacos, tenían aspecto de iraníes o turcos; para la mayoría de los europeos, los hermanos Daruwalla se parecían más a los inmigrantes de Oriente Próximo que a los de la India; no obstante, si bien Farrokh y Jamshed no eran tan morenos como muchos indios, lo eran más que la mayoría de los llegados de Oriente Próximo, más que los israelíes y egipcios, más que los sirios, libios y libaneses, y así sucesivamente.
En Viena, el primer maltrato racial que recibió el joven Farrokh se produjo cuando un carnicero lo tomó por un zíngaro de Hungría. En más de una ocasión, dado que Austria era Austria, Farrokh fue abucheado por borrachos en un Gasthof; le llamaban judío, por supuesto. Y antes de la llegada de su hermano, Jamshed había descubierto que resultaba más fácil encontrar vivienda en el sector ruso; de hecho, nadie quería vivir ahí, de modo que las pensiones no discriminaban tanto. Con anterioridad, Jamshed había intentado alquilar un apartamento en la Mariahilferstrasse, pero la patrona lo había rechazado con la excusa de que produciría desagradables olores culinarios.
Solamente tras cumplir los cincuenta el doctor Daruwalla supo apreciar la ironía: lo habían alejado de casa precisamente en el momento en que la India se convirtió en un país por derecho propio; pasaría los ocho años siguientes en una ciudad dañada por la guerra y ocupada por cuatro potencias extranjeras. Cuando regresó a la India en septiembre de 1955, se perdió por poco las festividades del día de la Bandera en Viena. En octubre, la ciudad celebró el fin oficial de la ocupación: Austria también era un país por derecho propio. Farrokh no estaría cerca para tan histórico acontecimiento; una vez más, se había adelantado a los hechos.
No obstante, como una mínima nota al pie, los hermanos Daruwalla figuraban entre quienes registraron la historia vienesa. Su vigor juvenil para las lenguas extranjeras los convirtió en transcriptores útiles de las actas de las reuniones del Consejo Aliado, en las que garabateaban profusamente pero tenían orden de no despegar los labios. El representante británico había vetado su promoción a los puestos más solicitados de intérprete..., aduciendo que sólo eran estudiantes universitarios. (Resultaba racialmente tranquilizador que al menos los británicos supieran que eran indios.)
Aunque sólo como convidados de piedra, los hermanos Daruwalla fueron testigos de las múltiples quejas expresadas contra los métodos de ocupación llevados a cabo en la vieja ciudad. Por ejemplo, tanto Farrokh como Jamshed asistieron a las investigaciones de la notoria Banda de Benno Blum, una red de contrabando de cigarrillos y presuntos amos del mercado negro de las muy solicitadas medias de nylon. Por el privilegio de operar sin ser molestada en el sector soviético, la Banda de Benno Blum eliminaba a los indeseables políticos. Los rusos lo negaron, por supuesto. Pero Farrokh y Jamshed nunca fueron molestados por la supuesta cohorte de Benno Blum, quien personalmente nunca fue aprehendido o siquiera identificado, y los soviéticos, en cuyo sector vivieron durante años los dos hermanos, jamás los fastidiaron.
En las reuniones del Consejo Aliado, el tratamiento más duro que recibió el joven Farrokh Daruwalla fue por parte de un intérprete británico. Farrokh estaba transcribiendo las actas para una nueva investigación de la violación y asesinato de Anna Hellein, cuando descubrió un error de traducción que se apresuró a señalar al intérprete.
Anna Hellein era una asistente social de veintinueve años de edad, que fue arrastrada fuera de un tren por un guardia ruso en el control del puente Steyregg, en la línea de demarcación Estados Unidos-Unión Soviética; allí la violaron, la asesinaron y la abandonaron en las vías. Más tarde fue decapitada por un tren. Se citaba que una testigo vienesa de todo lo acontecido, un ama de casa local, había dicho que no informó sobre el incidente porque estaba segura de que Fräulein Hellein era una jirafa.
—Disculpe, señor —dijo el joven Farrokh al intérprete británico—. Ha cometido un leve error. Fräulein Hellein no fue confundida con una jirafa.
—Eso es lo que dijo la testigo, patán —replicó el intérprete y agregó—: No me gusta nada que mi inglés sea corregido por un indio de mierda.
—No estoy corrigiendo su inglés, señor —dijo Farrokh—, sino su alemán.
—En alemán es la misma palabra, patán —insistió el intérprete británico—. ¡La Hausfrau dijo que era una condenada Giraffe!
—Nur Umgangssprache —dijo Farrokh Daruwalla—. Corresponde al lenguaje coloquial; Giraffe, en la jerga berlinesa, significa prostituta. La testigo confundió a Fräulein Hellein con una puta.
Farrokh se sintió casi aliviado de que su agresor fuera británico y de que empleara la expresión «indio de mierda»: al menos se trataba de la discriminación racial acertada. Sin duda le habría desconcertado que lo confundieran dos veces con un gitano húngaro. Con su audaz interferencia, el joven Daruwalla había salvado al Consejo Aliado de cometer un error embarazoso; por tanto, nunca figuró en las actas oficiales que una testigo de la violación, asesinato y decapitación de Fräulein Hellein había confundido a la víctima con una jirafa. Encima de todo lo que había padecido la difunta, al menos se le ahorró este nuevo ultraje.
Pero cuando regresó a la India en el otoño de 1955, este episodio formaba parte de la historia tanto como el joven Farrokh Daruwalla se sentía partícipe de ésta; no volvió a casa como un joven seguro de sí mismo. Por descontado, no había pasado íntegramente los ocho años fuera de la India, pero una breve visita a mitad de sus estudios (en el verano de 1949) no lo preparó para la confusión que encontraría seis años después, cuando volvió «a casa» a una India que lo haría sentir eternamente extranjero.
Estaba acostumbrado a sentir como un extranjero: Viena lo había preparado para eso. Y sus varias visitas agradables a Londres, para ver a su hermana, se vieron estropeadas por un viaje a esa ciudad en la que coincidió con su padre, que había sido invitado para hablar en el Royal College of Surgeons, un gran honor. Era obsesión de los indios, y de todas las ex colonias británicas en general, llegar a ser Fellows del Royal College of Surgeons; el viejo Lowji estaba sumamente orgulloso de su «F», inicial que se anteponía al nombre de quienes se convertían en miembros de la institución. La «F» significaría menos para el doctor Daruwalla hijo, quien también llegaría a ser Fellow del R.C.S., de Canadá en su caso. Pero cuando Farrokh asistió a la conferencia de su padre en Londres, éste decidió rendir homenaje al fundador angloamericano de la Asociación Ortopédica Británica —el famoso doctor Robert Bayley Osgood, uno de los pocos estadounidenses que cautivó a esta institución británica—, y fue durante su discurso (que pasaría después a destacar los problemas de la parálisis infantil en la India) cuando el joven Farrokh oyó sin querer una observación muy denigrante, que le impediría pensar jamás en asentarse en Londres.
—Son monos —dijo un ortopedista coloradote a un colega británico—. Son los imitadores más presuntuosos del mundo. Nos observan durante cinco minutos y luego piensan que también ellos pueden hacerlo.
El joven Farrokh se quedó paralizado en un recinto lleno de hombres fascinados por las enfermedades de los huesos y las articulaciones; no podía moverse, no podía hablar. No era una cuestión tan sencilla como confundir a una prostituta con una jirafa. Acababa de iniciar sus estudios de medicina; no estaba muy seguro de entender a qué se refería el «lo» de «hacerlo». Tenía tan poca seguridad en sí mismo, que primero supuso que «lo» era algo médico, algún conocimiento real, pero antes de que concluyera el discurso de su padre, Farrokh comprendió. «Lo» sólo era inglesismo, «lo» era, sencillamente, ser ellos. Hasta en una reunión de los que su padre denominaba jactanciosamente «colegas profesionales», el «lo» era lo único en lo que habían reparado: simplemente qué era lo que lograda o fallidamente habían copiado de su inglesismo. Durante el resto de la exploración del viejo Lowji en la parálisis infantil, el joven Farrokh se avergonzó de ver a su ambicioso padre como lo veían los británicos: un simio pagado de sí que había logrado imitarlos. Fue la primera vez que Farrokh comprendió que era posible amar el inglesismo y, sin embargo, odiar a los ingleses.
Así, antes de descartar la India como país de residencia, ya había descartado Inglaterra. Corría el verano de 1949, durante una estancia en casa, en Bombay, cuando el joven Farrokh Daruwalla sufrió la experiencia que descartaría (para él) también la vida en Estados Unidos. Ese mismo verano se le reveló otra de las embarazosas debilidades de su padre. Farrokh encontraba exagerado el continuo malestar producido por la deformidad vertebral de su padre, que no podía ser considerado como debilidad de ningún tipo..., por el contrario, la giba de Lowji fue una fuente de inspiración. Pero entonces, además de sus exabruptos de naturaleza política y religiosa, desveló una intensa inclinación por las películas románticas. Farrokh ya estaba familiarizado con la desbordada pasión de su padre por El puente de Waterloo; se le llenaban los ojos de lágrimas cuando oía mencionar a Vivien Leigh, y ningún concepto de la narrativa le impresionaba con una fuerza tan trágica como las vueltas del destino capaces de hacer que una mujer, tanto buena como pura, cayera en lo más bajo de la prostitución.
Pero en el verano de 1949 el joven Farrokh no estaba preparado para encontrar a su padre tan aquejado por la vulgar histeria de una película en curso; para colmo, se trataba de un filme hollywoodense, sin distinción especial más allá de la infinita capacidad de componenda, principal mérito de los participantes. Farrokh se horrorizó al notar el servilismo de su padre ante cualquiera que estuviese involucrado, aunque sólo fuese periféricamente, con la película.
A nadie debería sorprender que Lowji fuera vulnerable a la gente del cine, ni que el supuesto encanto del Hollywood de posguerra se viera incrementado por su considerable lejanía de Bombay. Estos particulares seres despreciables que habían invadido Maharashtra con el propósito de filmar tenían la reputación considerablemente deteriorada —incluso en Hollywood, donde rara vez se padece vergüenza durante mucho tiempo—, pero Daruwalla padre no podía saberlo. Como muchos médicos del mundo entero, Lowji imaginaba que podría haber sido un gran escritor —si la medicina no le hubiese atraído primero— y se engañaba a sí mismo pensando que le esperaba la oportunidad de una segunda carrera, quizás en su retiro. Imaginaba que con más tiempo a su disposición, no le supondría un gran esfuerzo escribir una novela..., y sin duda mucho menos escribir un guión. Aunque esta última suposición es del todo cierta, hasta el esfuerzo de un guión resultaría excesivo para el viejo Lowji; nunca fue necesariamente el poder de su imaginación lo que le dotó de una gran técnica y previsión como cirujano.
Lamentablemente, la capacidad de aliviar y curar suele estar acompañada de una arrogancia natural. Famoso en Bombay —incluso reconocido en el extranjero por sus logros en la India—, el doctor Lowji Daruwalla ambicionaba, sin embargo, establecer un contacto íntimo con el llamado proceso creativo. En el verano de 1949, con su hijo menor de elevados principios como testigo, Daruwalla padre consiguió lo que deseaba.
Una inexplicable ausencia de vello corporal
A menudo, cuando un hombre de visión y carácter cae entre los cobardes sin escrúpulos de la mediocridad existe un intermediario, un pequeño canalla con apariencia de organizador..., alguien hábil en conceder favores por un beneficio escaso pero gratificante. En este caso se trataba de una mujer de Malabar Hill, de imponente fortuna y presencia apenas menos imponente; aunque ella no se habría catalogado a sí misma como tía solterona, desempeñaba este papel en la vida de sus indignos sobrinos..., los dos sinvergüenzas que eran hijos de su empobrecido hermano. Además, había sufrido la trágica historia de que el mismo hombre la dejara plantada el día de su boda en dos ocasiones diferentes, situación que inspiró al doctor Lowji Daruwalla a referirse a ella, en privado, como la «dos veces señorita Havisham de Bombay».(5)
Se llamaba Promila Rai y antes de su insidioso papel de presentadora de Lowji a la gentuza del cine, las veces que había contactado con la familia Daruwalla se había mostrado, simplemente, grosera. En una ocasión había pedido consejo a Daruwalla padre respecto de la inexplicable ausencia de vello corporal en el menor de sus dos detestables sobrinos, un chico raro que se llamaba Rahul. En el momento del examen médico, al que Lowji se había resistido insistiendo en que él era ortopedista, Rahul sólo tenía ocho o diez años; el médico no encontró nada «inexplicable» en que el chico fuese lampiño. La ausencia de vello corporal no era insólita y Rahul tenía las cejas espesas y el cabello grueso. Sin embargo, la señorita Promila Rai consideró que el análisis del viejo Lowji carecía de valor. «Bueno, al fin y al cabo usted sólo es un médico de coyunturas», dijo despectivamente la mujer, para considerable irritación del ortopedista.
Pero ahora Rahul Rai tenía doce o trece años y la falta de vello en su tez caoba resultaba más evidente. A Farrokh Daruwalla, que tenía diecinueve años en el verano de 1949, nunca le había caído bien ese chico, un mocoso empalagoso de inquietante ambigüedad sexual, probablemente influido por su hermano mayor, Subodh, bailarín y actor ocasional en la emergente escena fílmica hindi. Subodh era más conocido por su rimbombante homosexualidad que por su talento para el séptimo arte.
Es dable imaginar lo que sintió Farrokh al retornar de Viena y encontrar a su padre en términos amistosos con Promila Rai y sus sobrinos sexualmente sospechosos. En sus años de estudiante, el joven Farrokh había desarrollado pretensiones intelectuales y literarias muy susceptibles de ser ofendidas por la escoria de Hollywood que se había congraciado con su vulnerable aunque famoso padre.
Había ocurrido, sencillamente, que Promila Rai deseaba que su sobrino actor, Subodh, tuviese un papel en la película; también quería que el prepúber Rahul fuera empleado como juguete de esa corte de creatividad. La aparentemente informe sexualidad del chico lampiño le convirtió en el niño mimado de los californianos, que encontraron en él un intérprete hábil y un recadero entusiasta. ¿Y qué querían los hollywoodenses de Promila Rai a cambio de un empleo creativo de sus sobrinos? Querían tener acceso a un club privado, concretamente al Duckworth Club, muy recomendado incluso en sus círculos despreciables..., y también necesitaban un médico, alguien que atendiera sus dolencias. En realidad, lo que estaba necesitado de cuidados era su terror a todas las enfermedades posibles de la India, porque al principio no había nada que los afectara.
Para el joven Farrokh fue impresionante volver a casa y encontrar esa inverosímil degradación de su padre; asimismo, la madre estaba mortificada por la elección de tan grosera compañía por parte de Lowji y por lo que ella consideraba una descarada manipulación de él en manos de Promila Rai. Al otorgar acceso ilimitado al club a este ruidoso gentío cinematográfico estadounidense, el viejo Lowji (que era presidente del Comité de Normas) se había desviado de una ley sagrada de los duckworthianos. Con anterioridad, sólo se permitía entrar a invitados si llegaban y permanecían con un socio, pero Daruwalla padre estaba tan enamorado de sus nuevas amistades que les concedió privilegios especiales. Más aún, esa chusma no quería que el guionista, de quien Lowji consideraba que tenía más que aprender, rondara el plató; este sensible artista proscrito se había convertido prácticamente en residente del Duckworth Club... y en fuente de constantes discusiones entre los padres de Farrokh.
Suele ser embarazoso descubrir las monerías conyugales que existen entre parejas cuya importancia social se valora. Meher, la madre de Farrokh, era famosa por coquetear con su marido en público. Como no había nada grosero en sus insinuaciones a Lowji, Meher Daruwalla era célebre entre los duckworthianos como una esposa excepcionalmente devota; por ende, llamó mucho más la atención en el Duckworth Club cuando dejó de coquetear con él. Para todos era obvio que ahora Meher estaba batallando con Lowji. Para vergüenza del joven Farrokh, todo el Duckworth Club tenía los nervios de punta por la evidente tensión que afectaba al venerable matrimonio Daruwalla.
Una considerable parte de la agenda estival de Farrokh consistía en preparar a sus padres para los idilios en marcha de sus dos hijos con las fabulosas hermanas Zilk, «las muchachas de los Bosques de Viena», como las llamaba Jamshed. Farrokh tuvo la sensación de que el estado en que se encontraba el matrimonio de sus padres podía crear un clima desfavorable para hablar de amor de cualquier tipo..., por no mencionar su posible renuencia a aceptar la idea de que sus únicos hijos varones se casaran con vienesas de religión católica.
El hecho de que el hermano menor fuese el elegido para regresar a casa a fin de abordar esta cuestión era sólo un ejemplo más de la lograda manipulación que hacía Jamshed de él: Farrokh era un reto intelectualmente menor para Lowji; además era el benjamín de la familia y por tanto parecía ser querido con menos reservas. Asimismo, la intención de Farrokh de seguir los pasos de su padre en la ortopedia complacería sin duda al viejo y lo convertiría en un portador más oportuno que Jamshed de noticias imaginablemente importunas. El interés del hermano mayor por la psiquiatría, que el viejo Lowji consideraba «una ciencia inexacta» —en comparación con la cirugía ortopédica, quería decir—, ya había encajado una cuña entre el padre y su hijo mayor.
Sea como fuere, Farrokh comprendió que no era buen momento para introducir el tema de las Fräuleins Josefine y Julia Zilk. La alabanza de sus encantos y virtudes tenía que esperar; la historia de su valiente madre viuda y sus esfuerzos por educar a las hijas también tendría que esperar: la horrorosa película estadounidense estaba consumiendo a los indefensos padres de Farrokh y ni siquiera los empeños intelectuales del joven lograron atrapar la atención de su progenitor.
Por ejemplo, cuando Farrokh reconoció que compartía la pasión de Jamshed por Freud, Lowji manifestó alarmado que estaba apagándose la devoción de su hijo menor por la ciencia más exacta de la cirugía ortopédica. Sin duda fue una mala idea tratar de tranquilizarlo en esta cuestión con citas largas y tendidas de las «Observaciones generales de los ataques histéricos», del creador del psicoanálisis; el concepto de que «el ataque de histeria es un equivalente del coito» no fue una información bien recibida por el viejo Lowji. Más aún, el padre de Farrokh rechazó categóricamente la noción de que el síntoma histérico corresponde a una forma de gratificación sexual. Respecto de la llamada identificación sexual múltiple —como en el caso de la paciente que intentó arrancarse el vestido con una mano (se decía que era su mano de hombre) al mismo tiempo que se lo sujetaba desesperadamente al cuerpo (con su mano de mujer)—, el viejo Lowji Daruwalla se mostró escandalizado por semejante concepto.
«¿Es éste el resultado de una educación europea?», gritó. «¡La auténtica locura es adjudicar algún significado a lo que piensa una mujer mientras se desnuda!»
Daruwalla padre no quería escuchar una sola frase que contuviera el nombre de Freud. El hecho de que rechazara al vienés era una nueva prueba, para Farrokh, de la rigidez intelectual del tirano y de sus anticuadas creencias. Con la intención de rebajar a Freud, Lowji parafraseó un aforismo del gran médico canadiense Sir William Osler. Extraordinario generalista de cabecera y notable ensayista, Osler también era apreciado por Farrokh, para quien fue indignante que Lowji lo citara con el propósito de refutar a Freud; el viejo torpe hizo referencia al conocido consejo de Sir William que advierte contra el estudio de la medicina sin libros de texto..., lo que es semejante a internarse en alta mar sin una carta marina. Farrokh argumentó que eso era entender a medias a Osler y menos que a medias a Freud, ¿acaso el canadiense no había advertido también que estudiar medicina sin estudiar a pacientes era lo mismo que no ir siquiera al mar? Al fin y al cabo, Freud había estudiado a pacientes. Pero Lowji se mantuvo en sus trece.
Farrokh estaba disgustado con su padre. El joven se había alejado de casa como un chiquillo de diecisiete años; por fin era un joven de diecinueve, mundano y muy leído. Lejos de un dechado de brillantez y nobleza, ahora el viejo Lowji parecía un bufón. En un momento de precipitación, Farrokh le dio a leer un libro. Era El poder y la gloria, de Graham Greene, una novela moderna..., al menos «moderna» para Lowji, y al mismo tiempo una novela religiosa, lo que (en el caso de Lowji) equivalía a mentar la soga en casa del ahorcado. Farrokh presentó la novela a su padre con la tentación añadida de que la obra había ofendido considerablemente a la Iglesia de Roma. Este era un cebo astuto y el viejo se exaltó especialmente al enterarse de que el libro había sido censurado por los obispos franceses (por motivos que nunca se molestó en explicar, no le gustaban los franceses). Y por motivos que explicaba con excesiva frecuencia, opinaba que todas las religiones eran «monstruos».
Sin ningún género de dudas era idealista por parte del joven Farrokh imaginar que podía atraer a su feroz padre chapado a la antigua hacia su sensibilidad europea recién adquirida, en especial mediante un artilugio tan sencillo como una novela entrañable. Ingenuamente, Farrokh abrigaba la esperanza de que un aprecio compartido por Graham Greene condujera a una conversación sobre las cultas hermanas Zilk, que, aunque católicas romanas, no compartían la consternación que El poder y la gloria había provocado en la Iglesia de Roma. Y a su vez esa conversación podía llevar a la cuestión de quiénes eran esas hermanas Zilk de pensamiento liberal, y así sucesivamente.
Pero el viejo Lowji mostró su desprecio por la novela. La censuró como moralmente contradictoria; según sus propias palabras, era «una enorme confusión del bien y el mal». En primer lugar, argumentó Lowji, el teniente que da muerte al sacerdote es retratado como un hombre íntegro, un hombre de ideales elevados; el sacerdote, por su lado, está totalmente corrompido..., es un libertino, un borracho, un padre ausente para su hija ilegítima.
«¡Había que liquidar a ese hombre!», exclamó Daruwalla padre. «¡Pero no necesariamente porque fuese sacerdote!»
Farrokh se sintió amargamente decepcionado por esta testaruda reacción ante una novela tan querida como para haberla leído media docena de veces. Provocó deliberadamente a su padre diciéndole que su crítica del libro era notablemente similar al ataque emprendido por la Iglesia de Roma.
Así comenzaron el verano y el monzón de 1949.
Atascado en el pasado
Aquí llegan los personajes que componen la bazofia peliculera, la escoria de Hollywood, el fango fílmico, los ya mencionados «cobardes sin escrúpulos de la mediocridad». Afortunadamente se trata de personajes secundarios, aunque tan repugnantes que su presentación se ha demorado tanto como fue posible. Además, el pasado ya ha hecho una molesta intrusión en este relato; el doctor Daruwalla menor, que no era ajeno a indeseadas y prolongadas intrusiones del pasado, ha estado todo este tiempo sentado en el Jardín de las Señoras del Duckworth Club. El pasado ha descendido sobre él con tan lúgubre peso, que no ha tocado la Kingfisher Lager, ya imbebiblemente tibia.
El médico sabe que como mínimo debe levantarse de la mesa y llamar a su mujer. Julia tendría que ser informada de inmediato sobre el pobre señor Lal y la amenaza a su querido Dhar: MÁS MIEMBROS MORIRÁN SI DHAR SIGUE SIENDO SOCIO. También debería advertirle que Dhar iría a cenar, por no hablar de que debe a su mujer alguna explicación referente a su cobardía; indudablemente Julia pensará que es un pusilánime por no haberle transmitido a Dhar la inquietante noticia, pues él sabe que en cualquier momento llegará a Bombay el gemelo de Dhar. Pero ni siquiera está en condiciones de beber la cerveza ni de levantarse de la silla; es como si él mismo fuese la segunda víctima aporreada con el putter que le partió el cráneo al pobre Lal.
Y durante todo el tiempo el señor Sethna ha estado observándolo. El mayordomo está preocupado por él: jamás había visto que no terminara una Kingfisher. Los ayudantes susurran; tienen que cambiar los manteles del Jardín de las Señoras. Los manteles para cenar, de color azafrán, son muy diferentes de los de almorzar, de un matiz bermellón, pero el señor Sethna no les permitirá que perturben al doctor Daruwalla. No es lo que era su padre, el señor Sethna lo sabe, pero su lealtad hacia Lowji se extiende incuestionablemente más allá de la tumba, no sólo a sus hijos, sino incluso a ese misterioso chico de piel clara a quien el señor Sethna oyó que Lowji llamaba «mi nieto», en más de una ocasión.
Tanta es la lealtad del mayordomo para con el apellido Daruwalla, que no tolera cotilleos en la cocina. Por ejemplo, hay un camarero anciano que jura que ese supuesto nieto es el mismo actor blanquísimo que se pavonea delante de ellos como Inspector Dhar. Aunque en la intimidad el señor Sethna crea este rumor, afirma con violencia que no puede ser cierto. Si el doctor Daruwalla hijo asegura que Dhar no es sobrino ni hijo suyo —lo que ha asegurado—, esto es suficiente para el señor Sethna, que declara enfáticamente al personal de cocina y también a todos los camareros y ayudantes: «El chico que veíamos con el señor Lowji era otra persona».
Ahora media docena de ayudantes de camarero se deslizan en la menguante luz del Jardín de las Señoras, mientras el mayordomo los dirige en silencio con su mirada penetrante y sus ademanes. Sólo hay unos platitos y un cenicero, junto con el florero y la cerveza tibia, sobre la mesa del doctor Daruwalla. Cada ayudante conoce su cometido: uno coge el cenicero y otro quita el mantel, justo un segundo después de que el señor Sethna haya recogido la botella olvidada. Entre tres cambian el mantel bermellón por el azafrán; luego reaparecen sobre la mesa el mismo florero y un cenicero distinto. El doctor Daruwalla no se da cuenta, al principio, de que el señor Sethna ha cambiado la Kingfisher tibia por una fría.
Sólo después de que se retiran, el doctor Daruwalla parece apreciar que el crepúsculo ha atenuado la brillantez de la buganvilla rosa y la buganvilla blanca del Jardín de las Señoras, y que su vaso de Kingfisher lleno hasta el borde ha vuelto a gotear por la condensación; el vaso está tan fresco y húmedo que da la impresión de atraer su mano. La cerveza resulta tan fresca y cortante que Farrokh da un largo trago gratificante..., y luego otro, y otro; bebe hasta vaciar el vaso, pero permanece ante la mesa del Jardín de las Señoras, como si aguardara a alguien, aunque sabe que su mujer lo está esperando en casa.
Durante un rato se olvida de rellenar el vaso; después lo hace. La botella es de más de sesenta centilitros, demasiada cerveza para los enanos, recuerda Farrokh. En ese momento inunda sus ojos una mirada de esas que uno abriga la esperanza de que pase deprisa, pero la mirada permanece, fija y distante, tan amarga como el regusto de la cerveza. El señor Sethna reconoce esa mirada; sabe al instante que el pasado ha reclamado al doctor Daruwalla y, por la amargura de su expresión, el señor Sethna cree saber qué pasado. Él sabe que son esos del cine. Han vuelto.