Al sur de California
Como había sufrido con mucha frecuencia en dormitorios desconocidos, Martin Mills seguía sin conciliar el sueño en su cubículo de la misión de San Ignacio. Al principio siguió el consejo de santa Teresa de Ávila —el ejercicio espiritual favorito de ésta, que le permitía experimentar el amor a Cristo—, pero ni siquiera este remedio permitió dormir al nuevo misionero. La idea consistía en imaginar que Cristo lo veía a uno. «Mira que te mira»,(8) decía santa Teresa. «Nota cómo te mira.» Pero por mucho que intentara mirar, Martin Mills no era reconfortado y seguía despierto.
Martin detestaba el recuerdo de los muchos dormitorios a que lo habían expuesto su atroz madre y su patético padre, como resultado de que Danny Mills pagara un precio excesivo por una casa en Westwood, cercana al campus de la UCLA, que rara vez la familia podía darse el lujo de habitar, porque constantemente la alquilaban para que Danny y Vera pudiesen vivir de la renta. Este método también proporcionaba a su deteriorado matrimonio frecuentes oportunidades para no tener que vivir juntos. De pequeño, Martin siempre echaba de menos la ropa y los juguetes que de alguna manera se convertían en pertenencias transitorias de los inquilinos de la casa de Westwood, que él sólo recordaba vagamente.
Se acordaba mejor de la estudiante de la UCLA que era su canguro, pues solía arrastrarlo del brazo para cruzar Wilshire Boulevard a toda velocidad y en general nunca por el paso de peatones. La chica tenía un novio que corría dando vueltas y vueltas por la pista de atletismo de la universidad; ella se llevaba a Martin a la pista, le apretaba tan fuerte la mano que a él le dolían los dedos, y juntos veían correr y correr al novio. Si el tráfico de Wilshire les había obligado a cruzar la calle con extraordinaria rapidez, sentía punzadas en el brazo.
Cada vez que Danny y Vera salían de noche, la actriz se empeñaba en que Martin durmiese en la otra cama individual del dormitorio de la canguro; el resto de los aposentos de la chica consistían en una diminuta cocinilla, una especie de cuchitril para desayunar donde un televisor en blanco y negro compartía la ínfima mesa con una tostadora, ante la cual se sentaba la canguro en uno de los dos taburetes, pues no había espacio suficiente para una mesa y sillas.
A menudo, acostado en el dormitorio de la canguro, Martin Mills la oía masturbarse; como el cuarto estaba herméticamente cerrado y siempre con el aire acondicionado encendido, con mayor frecuencia el crío despertaba por la mañana y detectaba que ella se había masturbado por el olor de los dedos de su mano derecha cuando le acariciaba la cara mientras le decía que se levantara y se lavara los dientes. Después lo llevaba a la escuela en coche, que conducía tan imprudentemente como solía arrastrarlo para cruzar Wilshire Boulevard. En la autopista gratuita de San Diego había una salida que aparentemente producía en la canguro una espectacular parada respiratoria, que recordaba a Martin los sonidos que emitía mientras se masturbaba; él siempre cerraba los ojos inmediatamente antes de llegar a esa salida.
Asistía a una buena escuela, donde participaba en un programa acelerado dirigido por los jesuitas de la Loyola Marymount University, bastante alejada de Westwood. Pero aunque el trayecto de ida y vuelta a la escuela era arriesgado, el hecho de que Martin Mills iniciase su educación en un recinto compartido por estudiantes universitarios produjo un efecto austero en él. Como es propio de un experimento en educación de la primera infancia —el programa se interrumpió pocos años después—, hasta los pupitres eran del tamaño para adultos y las aulas no estaban festoneadas con dibujos infantiles ni animales con las letras del abecedario. En los servicios que usaban estos niños dotados, los más pequeños debían subirse a un banquillo para mear: eran los tiempos anteriores a los urinarios a la altura de las sillas de ruedas para discapacitados. Por ende, tanto en los encumbrados urinarios como en las aulas sin decorar, era como si a esos niños especialmente talentosos se les hubiese concedido la oportunidad de saltarse la infancia. Pero si las aulas y los urinarios evidenciaban la seriedad del proyecto, también padecían el anonimato y la despersonalización de los muchos dormitorios de la vida del joven Martin.
Cada vez que alquilaban la casa de Westwood, Danny y Vera perdían al mismo tiempo los servicios de la canguro de la UCLA. Entonces Danny era el chófer designado —desde otras zonas desconocidas de la ciudad— que alentaba a Martin en su educación acelerada de la Loyola Marymount. Viajar con Danny al volante no era menos peligroso que ir a la escuela y volver a Westwood con la canguro. A primera hora de la mañana Danny tenía resaca, si es que no seguía alcoholizado, y cuando iba a buscarlo a la salida de la escuela había empezado a beber otra vez. Vera, por su parte, no conducía. La antigua Hermione Rosen nunca había aprendido a conducir, lo que no es insólito en quienes pasan sus años adolescentes en Brooklyn o Manhattan. Su padre, el productor Harold Rosen, tampoco sabía conducir; era un asiduo usuario de limusinas, y en una ocasión —durante varios meses, cuando Danny Mills perdió su permiso de conducir tras haber sido convicto por ir alcoholizado al volante— Harold había contratado una para que llevara a Martin al colegio y fuera a buscarlo.
Por otro lado, el director Gordon Hathaway —el tío de Vera— era un as de la velocidad, y su propensión a acelerar, junto con sus orejas permanentemente moradas (según el grado de sordera), daría por resultado la suspensión periódica de su permiso de conducir. Gordon nunca cedía el paso a los coches de bomberos, ni a las ambulancias, ni a los vehículos de la policía; en cuanto a su propio claxon, dado que él no lo oía, nunca lo usaba y era del todo ajeno a los bocinazos de emergencia que emitían otros vehículos. Encontró a su Creador en la autopista de Santa Mónica, donde se incrustó en la parte posterior de una camioneta llena de surfistas. Murió instantáneamente, víctima de una tabla de surf que salió volando de la baca de la camioneta o por la puerta trasera abierta..., sea como fuere, atravesó el parabrisas de su coche. Se produjeron consecuentes colisiones en cuatro carriles y en ambas direcciones, en las que participaron ocho coches y una moto; sólo murió Gordon. Sin duda el director tuvo uno o dos segundos para ver llegar la muerte, pero en el servicio fúnebre, su famosa hermana C. de D., que era esposa de Harold Rosen y madre de Vera, señaló que al menos la sordera había ahorrado a Gordon el ruido de su propia muerte, pues en general todos coincidían en que el estrépito de un choque de nueve vehículos debía de haber sido considerable.
Sin embargo, Martin Mills sobrevivió a los angustiosos traslados a su escuela de enseñanza avanzada de Loyola Marymount; lo que a él le afectaba eran los dormitorios, sentirse un extraño en ellos, su desorientación. El colmo fue que Danny había comprado de forma irreflexiva la casa de Westwood con dinero recibido en una transacción por tres guiones; lamentablemente, en el momento de embolsar el adelanto los guiones no estaban escritos y ninguno de ellos llegó a producirse. Luego, como de costumbre, hubo más tratos por obras inconclusas. Danny tuvo que alquilar Westwood, lo que lo deprimió, y bebía para paliar el asco que sentía por sí mismo. Estos compromisos también los llevaron a vivir en casas de otros, normalmente productores, directores o actores a los que debía algún guión inconcluso. Dado que estas almas filantrópicas no soportaban el espectáculo ni la compañía del desesperado autor, desalojaban sus hogares y huían a Nueva York o a Europa. Más adelante, Martin Mills se enteró de que algunas veces Vera huía con ellos.
Escribir un guión con tantas presiones era un proceso que Danny Mills etiquetaba de «rompecojones», expresión que tiempo atrás había sido una de las predilectas de Gordon Hathaway. Despierto en su cubículo de San Ignacio, el nuevo misionero no podía dejar de recordar esas casas pertenecientes a personas extrañas, gente que siempre ocupaba una posición de poder respecto de su ineficaz padre.
Por ejemplo, la casa perteneciente a un director de Beverly Hills, sobre Franklin Canyon Drive, Danny había perdido el privilegio de vivir en ella porque la calzada de acceso era demasiado empinada, o al menos eso decía él. Lo que ocurrió fue que volvió a casa borracho, dejó el coche del director en punto muerto (sin frenos) y la puerta del garaje abierta; el coche aplastó un pomelero y cayó en la piscina. Todo esto no habría sido tan perjudicial si en ese momento Vera no hubiese estado enredada con la criada del director, quien a la mañana siguiente se zambulló desnuda en la piscina, rompiéndose la mandíbula y la clavícula contra el parabrisas del vehículo, todo lo cual ocurría mientras Danny llamaba a la policía para informar que habían robado el coche. Naturalmente, la criada puso un pleito al director por tener un coche en la piscina. La película que entonces estaba escribiendo Danny nunca se produjo, conclusión no poco frecuente de los periodos en que se rompía los cojones con su trabajo.
A Martin Mills le había gustado esa casa, aunque no la criada. En retrospectiva, lamentaba que la preferencia sexual de su madre por las jovencitas hubiera sido pasajera; su apetito por los jovencitos resultó mucho más desordenado. El dormitorio que le habían adjudicado en la casa de Franklin Canyon Drive le había parecido más bonito que el resto. Se trataba de una habitación que hacía esquina, con suficiente ventilación natural como para que durmiera sin el aire acondicionado; por eso oyó que el coche se hundía en la piscina: primero las salpicaduras, luego las burbujas. Pero no se había levantado a ver qué pasaba porque suponía que su padre había vuelto borracho; por los ruidos, Martin dedujo que Danny estaba de juerga con otra docena de borrachos que eructaban y se pedorreaban bajo el agua. No pensó en la participación de un coche.
Por la mañana, ya en pie hacía horas (como siempre), Martin apenas se había sorprendido al ver el coche descansando en el fondo del lado profundo de la piscina, y muy lentamente se le ocurrió que su padre podía estar atrapado dentro. Él estaba desnudo y llorando cuando bajó la escalera a la carrera hasta la piscina, donde descubrió a la criada desnuda, ahogándose debajo del trampolín. A Martin nunca le adjudicarían el mérito de haberla salvado. Cogió el palo con la red en un extremo, que se usaba para sacar ranas y salamandras de la superficie del agua, y se lo tendió a la menuda mujer morena de ascendencia mexicana y aspecto feroz, pero ésta no podía hablar (porque tenía la mandíbula rota) y no podía alzarse para salir de la piscina (porque también tenía rota la clavícula). La criada se agarró al palo mientras Martin la remolcaba hasta el bordillo y allí se quedó agarrada, mirándolo implorante mientras él se tapaba los genitales con las manos. Desde las profundidades de la piscina, el coche hundido emitió otra burbuja.
En ese preciso instante salió Vera del bungalow de la criada, contiguo al cobertizo para juguetes acuáticos. Envuelta en una toalla, Vera vio a Martin desnudo al lado de la parte profunda, pero no divisó a su enmudecida compañera de cama de la noche anterior.
—Martin, sabes muy bien lo que opino de que te des un chapuzón en cueros —dijo Vera a su hijo—. Ve a ponerte el bañador antes de que te vea María.
Por supuesto, María también estaba dándose un chapuzón en cueros.
Siempre que tenía que vestirse o ponerse alguna prenda, Martin Mills identificaba uno de sus disgustos por el reiterado uso de un dormitorio que no era suyo; la ropa de ellos estaba en los cajones —en el mejor de los casos le dejaban vacío el último— y la ropa de ellos colgaba sin vida pero cómodamente en los armarios. Los juguetes viejos de otros llenaban una cómoda, sus fotos de bebes ocupaban las paredes. Algunas veces estaban en exposición sus trofeos de tenis o sus cintas de equitación. A menudo había altares de sus primeros perros o gatos evidentemente muertos, lo que podía discernirse por la presencia de algún tarro de cristal que contenía una uña de la pata de un perro o un mechón de pelo de la cola de un gato. Cuando Martin llevaba «a casa» sus pequeños triunfos de la escuela —sus exámenes con sobresalientes y otras pruebas de su educación acelerada—, no estaba autorizado a exhibirlos en las paredes de ellos.
Luego, en Los Ángeles, se alojaron en la casa prácticamente inhabitada de un actor, en South Lorraine, una inmensa mansión concebida grandiosamente con muchos dormitorios pequeños y mohosos alardeando de borrosas ampliaciones fotográficas de niños desconocidos, en una edad llamativamente similar. A Martin le parecía que los niños que se habían criado allí murieron a los seis u ocho años, o que se habían vuelto uniformemente en temas poco interesantes para la fotografía al alcanzar esa edad aproximada, pero lo único que había ocurrido era, sencillamente, un divorcio. En esa casa el tiempo se había detenido —Martin la odiaba—, y Danny había trastocado finalmente la buena acogida quedándose dormido mientras fumaba en el sofá, delante de la tele. Lo despertó la alarma de humos pero estaba borracho; llamó a la policía en lugar de llamar a los bomberos y cuando se aclaró la confusión todo el salón había sido presa de las llamas. Danny llevó a Martin a la piscina, donde había dado vueltas moviendo con una paleta una balsa hinchada con la forma del Pato Donald, otra reliquia de los niños estancados en los seis y ocho años.
Danny vadeaba ida y vuelta por la parte poco profunda de la piscina, aunque tenía puestos pantalones largos y una camisa de frac arrugada en lugar de un bañador, y apretaba contra el pecho las páginas de su guión en curso; evidentemente, no quería que se le mojaran los papeles. Juntos, padre e hijo observaron cómo los bomberos atenuaban el desastre.
El actor, que era casi famoso y cuyo salón había quedado hecho una ruina, volvió a casa mucho más tarde, después de que el incendio estuvo apagado y de que se marcharan los bomberos. Danny y Martin Mills seguían jugando en la piscina.
—Esperemos a mami para que le cuentes lo del incendio —había sugerido Danny.
—¿Dónde está mami? —había preguntado Martin.
—Fuera —respondió Danny.
Vera estaba «fuera» con el actor. Cuando regresaron juntos, Martin tuvo la impresión de que su padre se mostraba ligeramente complacido por los escombros que ardían sin llama en el salón. El guión no iba muy bien; sería una oportunidad para que el actor hiciera algo «oportuno», una historia acerca de un hombre joven con una mujer mayor..., «algo agridulce», había sugerido el protagonista. Vera abrigaba la esperanza de que le dieran el papel de la mujer mayor. Pero tampoco ese guión llegó a ser película. Martin Mills no lamentó abandonar a esos chicos de seis y ocho años de South Lorraine.
En su desolado cubículo de San Ignacio, en Mazagaon, el nuevo misionero buscaba ahora su ejemplar del Catecismo católico de bolsillo; abrigaba la esperanza de que esos elementos esenciales de su fe lo rescataran de revivir todos y cada uno de los dormitorios en que había vivido en California, pero no encontró el tranquilizador librillo en rústica; supuso que lo había dejado en la mesa de cristal del doctor Daruwalla, y así era; éste ya le había dado utilidad. Había leído acerca de la extremaunción, el sacramento del ungimiento de los enfermos, pues encajaba a la perfección en el nuevo guión que se moría por empezar a escribir; también había echado una ojeada a la crucifixión: pensaba que podía darle un tratamiento malicioso. Farrokh se sentía travieso y las primeras horas del anochecer le habían parecido interminables porque nada le importaba tanto como dar principio a esa obra repentinamente importante. De haber sabido el desafortunado misionero que el doctor Daruwalla tenía la intención de recrearlo como un personaje de una comedia romántica, habría recibido con los brazos abiertos la distracción que significaba recordar su infancia itinerante en Los Ángeles.
Hubo otra casa en Los Ángeles, en Kings Road, que le había gustado a medias; tenía un estanque para peces y el productor que era su propietario criaba aves exóticas, cuya responsabilidad quedó lamentablemente en manos de Danny mientras viviera y escribiera ahí. El primer día, Martin había observado que la casa no tenía telas metálicas y que las aves exóticas no estaban enjauladas, sino encadenadas a sus perchas. Una noche, durante la cena, entró volando un halcón —y luego otro—, y para considerable alarma de los comensales, las aves exóticas cayeron víctimas de los rapaces visitantes. Mientras las aves exóticas chillaban agonizantes, Danny estaba tan borracho que insistía en terminar su versión de la forma en que había sido expulsado de su dúplex con vista al mar en Venice. La historia siempre hacía que a Martin se le llenaran los ojos de lágrimas porque concernía a la muerte del único perro que había tenido. Entretanto, los halcones descendían en picado y mataban; los invitados —al principio solamente las mujeres— metían la cabeza debajo de la mesa del comedor. Danny seguía contando la historia.
Al pequeño Martin todavía no se le había ocurrido que la declinante fortuna de la carrera de su padre como guionista daba por resultado, alguna que otra vez, el alquiler de viviendas de baja renta. Aunque era un paso atrás respecto de vivir de gorrón en los hogares en general opulentos de directores, actores y productores casi famosos, al menos las casas baratas no tenían la ropa y los juguetes de otros; en este sentido, para Martin eran un paso adelante. Pero no en el caso de Venice. Tampoco se le había ocurrido al pequeño Martin que Danny y Vera sólo aguardaban a que su hijo tuviera edad suficiente para enviarlo a estudiar fuera; suponían que de esa manera ahorrarían al niño los constantes vaivenes de su propia vida, su existencia prácticamente separada —aun dentro de los confines de la misma residencia—, tener que afrontar las aventuras amorosas de Vera y las borracheras de Danny. Pero Venice era demasiado pobre para Vera, que decidió instalarse en Nueva York mientras Danny tecleaba en una máquina de escribir portátil además de conducir peligrosamente a Martin al Loyola Marymount ida y vuelta. En Venice, padre e hijo habían compartido la mitad de la planta baja de un dúplex impresionantemente rosa sobre la playa.
—¡Fue la mejor casa en que hemos vivido porque era jodidamente real! —explicó Danny Mills a sus cada vez más acobardados invitados—. ¿No es cierto, Marty?
Pero el pequeño Martin guardó silencio; estaba atento a los últimos estertores de un estornino real que sucumbía ante un halcón, muy cerca de donde los hors d’oeuvres todavía ocupaban una mesita baja del salón.
En verdad, pensaba Martin, a él Venice le había parecido más bien irreal. Había hippies drogadictos en South Venice Boulevard; a él le aterraba semejante entorno, pero Danny lo conmovió y sorprendió apareciendo con un perro como regalo prenavideño. Se trataba de un mestizo de tamaño Beagle, rescatado de la perrera. «¡Salvado de la muerte!», había dicho Danny, y lo bautizó con el nombre de Whiskey por su color y a pesar de las protestas de Martin; ponerle el nombre de una bebida debió de ser lo que condenó al perro.
Whiskey dormía con Martin, quien además estaba autorizado a poner sus cosas en las paredes húmedas por la cercanía del mar. Cuando volvía «a casa» de la escuela, esperaba a que los socorristas salieran de servicio para llevar a Whiskey a pasear por la playa, donde imaginó por primera vez que era la envidia de los chicos que siempre se encuentran en las plazas públicas, en este caso los que hacían cola para usar el tobogán de Venice Beach. Seguro que a ellos les habría gustado tener un perro propio para caminar por la arena.
Vera los visitó en Navidad, aunque fugazmente. Se negó a alojarse en Venice y alquiló una suite en un hotel sencillo pero limpio de Ocean Avenue, en Santa Mónica. Allí hizo un desayuno navideño con Martin, la primera que recordaría de muchas comidas en solitario con su madre, cuya principal vara de medir el lujo podía extraerse de su competente alabanza del servicio de habitaciones. Veronica Rose dijo repetidas veces que era más feliz viviendo con un servicio de habitaciones fiable que en una casa propia: allí podía dejar las toallas tiradas en el suelo, los platos encima de la cama, ese tipo de cosas. Regaló a su hijo un collar para el perro en Navidad, lo que conmovió profundamente a Martin, porque no recordaba ningún otro caso de aparente colaboración entre su padre y su madre. En esta ocasión aislada Danny debió de haberse comunicado con Vera, al menos lo suficiente para que ella supiese que él le había regalado un perro.
Pero la víspera de Año Nuevo, un patinador (que vivía en el dúplex turquesa de al lado) dio de comer a Whiskey un enorme plato de lasaña con marihuana. Cuando Danny y Martin lo sacaron a pasear después de medianoche, el perrito drogado atacó al rottweiler de un levantador de pesas; Whiskey fue abatido a la primera dentellada.
El dueño del rottweiler era un tipo musculoso y contrito, con camiseta y pantalones cortos; Danny fue a buscar una pala y el levantador de pesas, sin saber cómo disculparse, cavó un hoyo enorme cerca del tobogán. Como estaba prohibido enterrar perros muertos en Venice Beach, algún observador con inclinaciones cívicas llamó a la policía. Dos polis despertaron a Martin a primera hora de la mañana del nuevo año, Danny tenía una resaca tal que no pudo acompañarlo y no había ningún levantador de pesas a la vista para ayudarlo a desenterrar a Whiskey. Cuando el pequeño terminó de meter el cadáver en una bolsa de basura, uno de los polis lo puso en el maletero del coche policial, y el otro, mientras le entregaba la multa, preguntó a Martin a qué escuela iba.
—Formo parte de un programa educativo acelerado en Loyola Marymount —explicó el chiquillo al agente.
Ni siquiera esta distinción impidió que el casero los desahuciara inmediatamente, por miedo a tener más problemas con la policía. Cuando se marcharon, Martin Mills había cambiado de idea respecto de la casa. Casi todos los días había visto al levantador de pesas con su rottweiler asesino, y —entrando o saliendo del dúplex turquesa— el patinador aficionado a la lasaña con marihuana también era una presencia cotidiana. Tampoco en esta ocasión Martin lamentó tener que irse.
Danny era quien recordaba despreocupadamente la historia. En la casa del productor en Kings Road, daba la impresión de prolongar el relato, casi como si la muerte progresiva de las aves exóticas diera mayor realce a la instantaneidad del deceso del pobre Whiskey.
—¡Qué grandioso y jodido era aquel barrio! —estaba gritando Danny a sus invitados.
A esas alturas, todos los hombres habían metido la cabeza debajo de la mesa, lo mismo que las mujeres. Ambos sexos temían que los halcones en picado los confundieran con aves exóticas.
—¡Papi, hay halcones dentro de la casa! —gritó Martin—. ¡Papi, las aves!
—Estamos en Hollywood, Marty —replicó Danny Mills—. No te preocupes por las aves exóticas, que no tiene ninguna importancia. Estamos en Hollywood. Lo que cuenta es la historia.
Tampoco aquel guión se convirtió en película, lo que era casi el pan de cada día para Danny Mills. La factura por las aves exóticas muertas obligó a los Mills a retornar a una vivienda de baja renta.
En esta coyuntura memorística, el nuevo y joven misionero hizo un esfuerzo titánico por dejar de recordar, porque si bien la familiaridad con los defectos de su padre estaba bien establecida antes de que lo enviaran a estudiar fuera, fue después cuando la despreocupación moral de su madre se hizo evidente y lo golpeó de forma más abominable que cualquier debilidad de Danny.
A solas en su cubículo de Mazagaon, el jesuita buscó ahora cualquier medio por el que impedir que afloraran más recuerdos de su madre. Pensó en el padre Joseph Moriarty, S.J., que había sido su mentor en el Loyola Marymount. Cuando enviaron a Martin a Massachusetts — donde no lo matricularon en ninguna escuela jesuítica (o siquiera católica)—, era el padre Joe quien respondía a sus interrogantes religiosos, por correo. Martin Mills pensó también en el hermano Brennan y en el hermano LaBombard, sus coadjutores o «compañeros de trabajo» en sus años de noviciado en San Aloysius. Recordó incluso al hermano Flynn preguntando si las poluciones nocturnas estaban «permitidas». ¿Acaso no era esto imposible? O sea: el sexo sin pecado: ¿Fue el padre Toland o el padre Feeney quien insinuó que una polución nocturna era con toda probabilidad un acto inconsciente de masturbación? Martin estaba seguro de que quien había preguntado si la masturbación también se consideraba prohibida en el caso de ser «inconsciente» había sido el hermano Monahan o el hermano Dooley.
«Sí, siempre», había respondido el padre Gannon, quien por supuesto estaba chiflado. Ningún sacerdote con la cabeza en su sitio diría que una polución nocturna involuntaria era un acto masturbatorio; nada inconsciente es pecado jamás, dado que «pecar» implica libertad de elección. Un día el padre Gannon sería sacado físicamente de su aula de San Aloysius, pues se consideró que sus desvaríos daban credibilidad a los tratados antipapales decimonónicos en que los conventos se representan como burdeles para sacerdotes.
¡Pero en qué gran medida Martin Mills había aprobado la respuesta del padre Gannon! «Eso separará a los hombres de los chicos», había pensado. Se trataba de una regla con la que había podido vivir: nada de poluciones nocturnas, inconscientes o de otro tipo. Él nunca se hizo una paja.
Pero Martin Mills sabía que hasta su triunfo sobre la masturbación lo llevaría a pensar en su madre, por lo que procuró pensar en otra cosa, en cualquier otra cosa. Repitió cien veces una fecha: 15 de agosto de 1534, el día en que san Ignacio de Loyola, en una capilla parisina, prometió ir a Jerusalén. Durante un cuarto de hora Martin Mills se concentró en la pronunciación correcta de Montmartre. Como este sistema no funcionó —se encontró viendo cómo su madre se cepillaba los cabellos antes de acostarse—, Martin abrió la Biblia en el Génesis, capítulo diecinueve, porque siempre lo calmaba la destrucción de Sodoma y Gomorra en manos del Señor, y además en la historia de la ira de Dios estaba hábilmente planteada la lección de la obediencia que tanto admiraba. La actitud de la mujer de Lot había sido muy humana; el hecho de que volviera la cabeza aunque el Señor hubiese ordenado a todos: «No miréis a vuestras espaldas». Pero la mujer de Lot quedó convertida en estatua de sal por su desobediencia. Como debía ser, pensó el nuevo misionero. Pero ni siquiera su placer ante la destrucción de esas ciudades que alardeaban de sus depravaciones por obra del Señor le ahorraron los recuerdos más profundos de cuando lo enviaron a una escuela lejana.
El pavo y Turquía(9)
Veronica Rose y Danny Mills habían coincidido en que su hijo, académicamente tan bien dotado, debía asistir a una escuela preparatoria de Nueva Inglaterra, pero Vera no aguardó a que el pequeño Martin estuviera en edad de ingresar en la enseñanza secundaria; a sus ojos, el chico estaba volviéndose demasiado religioso. Por si no tenían suficiente con educarlo, los jesuitas habían conseguido inculcarle en la cabeza que debía asistir a misa los domingos y, además, confesarse. «¿De qué tiene que confesarse este chiquillo?», preguntaba una y otra vez Vera a Danny. Quería decir que el pequeño Martin se comportaba demasiado bien para ser un chico normal. En cuanto a la misa, Vera afirmaba que a ella le «jodía» los fines de semana, de modo que lo llevaba Danny. De cualquier manera, para éste una mañana de domingo libre no significaba nada; con resacas como las suyas, daba igual que estuviera sentado y arrodillado durante toda una misa.
Primero enviaron a Martin a la Fessenden School en Massachusetts, un centro de enseñanza estricto pero no religioso, y a Vera le gustaba porque estaba cerca de Boston. Cuando visitaba a su hijo, podía parar en el Ritz Carlton y no en un motel aburrido o en una pintoresca posada campestre. Martin empezó sus estudios de sexto grado en Fessenden y siguió allí hasta el noveno, que era el último que podía cursarse en esa escuela; no se apiadaba especialmente de sí mismo: había incluso internos más pequeños que él, aunque la mayoría de ellos sólo se quedaban cinco días, lo que significaba que volvían a su casa todos los fines de semana. Entre los internos de siete días, como él, había muchos estudiantes extranjeros, o estadounidenses cuyas familias pertenecían al cuerpo diplomático en países hostiles. Algunos alumnos extranjeros, como el compañero de habitación de Martin, eran hijos de diplomáticos que residían en Washington o en Nueva York.
A pesar del compañero —porque Martin Mills habría preferido una habitación individual—, disfrutaba de ese cuarto abarrotado en el que podía poner sus propias cosas en las paredes siempre que no las dañara y que lo que colgara no fuese de tema obsceno. Ningún tema obsceno habría tentado a Martin Mills, pero su compañero de habitación se dejaba tentar.
El chico se llamaba Arif Koma, y era turco; su padre pertenecía al consulado de Turquía en Nueva York. Arif guardaba un calendario con mujeres en bañador entre el colchón y los muelles de su cama. El turco nunca se ofreció a compartir el calendario con Martin y aguardaba a que éste estuviese dormido para usar masturbatoriamente a las doce mujeres. A menudo, una buena media hora después de la prescrita para apagar las luces, Martin notaba que Arif tenía la linterna encendida —el brillo emergía desde debajo de las sábanas y la mantas— y oía el correspondiente crujido de los muelles de su cama. Martin había mirado el calendario en secreto, cuando Arif estaba en la ducha o fuera del cubículo, y tenía la impresión —a partir de las páginas más maltratadas— de que su compañero prefería marzo y agosto a las demás mujeres, aunque no lograba entender por qué. Pero nunca observó el calendario con detenimiento ni mucho rato; el cubículo que compartía con Arif no tenía puerta —solamente había una cortina— y si algún miembro del cuerpo docente lo hubiese encontrado con el calendario de los bañadores, todas las mujeres (los doce meses) habrían sido confiscadas, lo que Martin habría considerado una injusticia con Arif.
Menos por una amistad creciente que por algún respeto mutuo y callado, los dos chicos siguieron siendo compañeros de habitación hasta su último año en Fessenden. En la escuela suponían que si uno no se quejaba del compañero de habitación era porque le caía bien. Además, habían asistido al mismo campamento de verano. En la primavera de su primer año en Fessenden, cuando Martin echaba sinceramente de menos a su padre y esperaba con ansia cualquier horror residencial que pudiera encontrar en los meses de verano, al volver a Los Ángeles, Vera le había enviado el folleto de un campamento. Ya estaba decidido —no era una pregunta— que iría allí y, mientras hojeaba el folleto, Arif miraba las fotos con él.
—Yo también podría ir a ese campamento —había dicho el turco a Martin—. Quiero decir que a algún lado tendré que ir.
Pero permanecieron juntos por otra razón; ambos eran poco deportistas y ninguno de los dos se sintió inclinado a imponer ninguna superioridad física al otro. En una escuela como Fessenden, donde los deportes eran obligatorios y los alumnos se volvían ferozmente competitivos, Arif y Martin sólo podían proteger su carencia de intereses atléticos si seguían siendo compañeros de habitación. Bromeaban entre sí comentando que los rivales deportivos más febrilmente odiados por Fessenden eran dos escuelas que se llamaban Fay y Fenn. Les resultaba cómico que también estas dos empezaran por «F», como si esta letra significara una conspiración de deportividad, un «frenesí» de espíritu competitivo. Tras coincidir en esta observación, los dos compañeros de habitación idearon una forma personal para indicar su desdén por el vigor obsesivamente atlético de Fessenden; Arif y Martin no sólo resolvieron seguir siendo poco deportistas, sino que empleaban una palabra que empezara por «F» para etiquetar todas las cosas que les resultaran desagradables acerca de la escuela.
Respecto de los colores que predominaban entre las formales camisas abotonadas de los profesores, una variedad de rosas y amarillos, los chicos decían que eran para «figurines». De la esposa poco atractiva de algún profesor, decían que era una «fiera con faldas». Opinaban que la norma escolar de que el botón de arriba de la camisa siempre debía estar abotonado cuando se usaba corbata era una «fantochada». Entre otros términos predilectos para señalar diversas actitudes de docentes y condiscípulos, figuraban «fanfarrón», «fachendoso», «falaz», «fascista», «farsante», «fecal», «fechoría», «fétido», «fiasco», «fisgón», «flatulento», «forajido», «forúnculo», «frescales», «fraudulento», «frígido», «fullero», «funesto».
Les divertían estos símbolos adjetivales formados por una sola palabra; como muchos compañeros de habitación, Martin y Arif se convirtieron en una sociedad secreta, lo que naturalmente llevó a otros chicos a llamarles «finolis», «feminoides», «faliflojos», «flor-desodomía» y «filoculeros», pero la única actividad sexual que se desarrollaba en el cubículo compartido era la acostumbrada masturbación de Arif. Cuando empezaron el noveno curso les asignaron una habitación con puerta, lo que llevó a Arif a no esforzarse tanto en ocultar la linterna.
Con este recuerdo, el misionero de treinta y nueve años de edad, que se encontraba solo y plenamente despierto en su cubículo de San Ignacio, comprendió que el tema de la masturbación era insidioso. En un esfuerzo desesperado por distraerse de donde sabía que lo llevaría este tema —a su madre—, Martin Mills se sentó erguido en su catre, encendió la luz y empezó a leer (al azar) The Times of India, que ni siquiera era un ejemplar reciente; era como mínimo de hacía dos semanas, estaba enrollado en un tubo y se guardaba debajo del catre, a mano para matar cucarachas y mosquitos. Pero así fue como el nuevo misionero inició el primero de los ejercicios con que tenía la intención de orientarse en Bombay. Una cuestión más importante —si en The Times of India había algo capaz de desconectar la memoria de su madre y la relación de ésta con el fastidioso tema de la masturbación— quedaría, de momento, sin resolver.
La suerte quiso que la mirada de Martin cayera en los anuncios matrimoniales. Vio que un profesor de una escuela pública, de treinta y dos años, que buscaba novia, confesaba un «bizqueo poco importante en un ojo», un empleado gubernamental (con casa propia) reconocía una «ligera asimetría en las piernas», pero aseguraba que caminaba perfectamente..., y que también aceptaría una esposa defectuosa. Después apareció un «viudo sesentón sin descendencia, de tez trigueña» que buscaba una «vegetariana delgada, hermosa, hogareña, trigueña, no fumadora y abstemia menor de cuarenta años con rasgos afilados»; por otro lado, el viudo proclamaba tolerantemente que la casta, el idioma, la posición y la educación no eran «excluyentes» para él (se trataba de uno de los anuncios de Ranjit, por supuesto). Una novia en busca de novio decía que tenía «un rostro atractivo y un diploma en bordados»; otra «chica delgada, hermosa, hogareña», que tenía pensado estudiar informática, buscaba a un joven independiente «lo bastante educado para no tener las habituales fijaciones acerca de la tez clara, la casta y la dote».
A la única conclusión que llegó Martin Mills de estos anuncios personales y estos deseos era que «hogareña» significaba adecuada para la vida doméstica y que una tez «trigueña» significaba una piel razonablemente clara..., probablemente de un pardo amarillo pálido, como el doctor Daruwalla. El jesuita no podía adivinar que el «viudo sesentón sin descendencia, de tez trigueña» era Ranjit; él había conocido al secretario de Farrokh, cuya tez era oscura, decididamente no «trigueña». Cualquier anuncio matrimonial —cualquier anuncio expresado de formar pareja— sonaba desesperado y triste para el misionero. Se levantó del catre y encendió otra espiral antimosquitos, no porque hubiese notado la presencia de un solo insecto, sino porque el hermano Gabriel había encendido la última para él y Martin quería encender una por su cuenta.
Se preguntó si su antiguo compañero de habitación, Arif Koma, tenía la tez «trigueña». No, Arif era más oscuro que el trigo, pensó Martin al recordar lo clara que era la tez del turco. En la adolescencia, una tez clara era más notable que cualquier color. Cuando cursaban el noveno grado, Arif ya necesitaba afeitarse todos los días, lo que hacía que su cara pareciera mucho más madura que la de los demás compañeros de curso; sin embargo, era del todo infantil en su ausencia de vello corporal: el pecho lampiño, las piernas tersas, el trasero sin vello de una niña..., atributos con connotaciones de elegancia femenina. Aunque fueron compañeros de habitación durante tres años, sólo en noveno Martin empezó a pensar que Arif era bello. Más adelante comprendería que hasta su primera percepción de la belleza de Arif le había sido inculcada por Vera. «¿Cómo está tu encantador compañero de habitación, ese chico tan bello?», preguntaba su madre a Martin cada vez que llamaba.
En los internados era costumbre que los padres que visitaban a sus hijos los llevaran a cenar, y con frecuencia también invitaban a los compañeros de habitación. Comprensiblemente, los padres de Martin Mills nunca visitaban juntos a su hijo; al igual que los divorciados, aunque no lo estuvieran, Vera y Danny veían a su hijo por separado. En general, Danny llevaba a Martin y a Arif a una posada de New Hampshire en las vacaciones de Acción de Gracias; Vera prefería las visitas de una sola noche.
Durante las vacaciones de Acción de Gracias del noveno curso, Arif y Martin fueron agasajados en la posada de New Hampshire por Danny, y con la visita de una noche de Vera, esta última la del sábado del fin de semana largo. Danny llevó a los chicos a Boston, donde Vera los recibió en el Ritz. Ella había tomado una suite con dos dormitorios; sus aposentos eran más bien grandiosos, con una cama enorme y un cuarto de baño suntuoso; para los chicos había un dormitorio más pequeño, con dos camas individuales y un lavabo con ducha contiguo.
Martin había disfrutado del tiempo que pasaron en la posada de New Hampshire. La disposición de las habitaciones había sido similar, aunque diferente; en la posada Arif ocupó un dormitorio con baño, mientras Danny compartió con su hijo una habitación con dos camas individuales. Danny pidió disculpas a Arif por su aislamiento forzoso.
—Tú siempre lo tienes como compañero de habitación —explicó al turco.
—Por supuesto..., lo comprendo —había respondido Arif. Al fin y al cabo, en Turquía la edad era el criterio dominante para las relaciones de superioridad y deferencia—. Estoy acostumbrado a la deferencia y a respetar la edad —había agregado con evidente amabilidad.
Lamentablemente, Danny bebía demasiado; se quedaba dormido casi instantáneamente y roncaba. A Martin le decepcionó que conversaran tan poco. Pero antes de que Danny perdiera el conocimiento, mientras ambos permanecían despiertos en la oscuridad, el padre dijo a su hijo:
—Espero que seas feliz. Espero que confíes en mí si alguna vez no lo eres..., o que me cuentes lo que pienses, en un sentido general.
Sin tiempo para pensar qué decir, Martin oyó los ronquidos de su padre. No obstante, valoró la intención. Por la mañana, de haber presenciado el cariño y el orgullo de Danny, cualquiera habría supuesto que padre e hijo habían hablado íntimamente.
Luego, en Boston, el sábado por la noche, Vera no quiso llegar más allá del comedor del Ritz; su paraíso era un buen hotel y ya estaba allí. Pero el código de etiqueta del comedor del Ritz era más severo aún que el de Fessenden. El jefe de sala les cerró el paso porque Martin se había puesto calcetines deportivos blancos con los mocasines. Vera se limitó a decir:
—Pensaba mencionártelo, querido..., pero ahora ha tenido que hacerlo otra persona.
Le dio la llave de la habitación para que fuera a cambiarse los calcetines mientras ella esperaba con el turco. Martin tuvo que tomar prestado unos calcetines negros y largos de su compañero. El incidente atrajo la atención de Vera hacia la naturalidad con que Arif usaba las prendas «correctas»; esperó a que Martin volviera a reunirse con ellos en el comedor antes de dar expresión a lo que había observado.
—Debe de ser tu incursión en la vida diplomática —dijo la madre de Martin al turco—. Supongo que hay todo tipo de ocasiones para vestirse de gala en la embajada de Turquía.
—El consulado —la corrigió Arif, tal como había hecho una docena de veces antes.
—Estoy frenéticamente desinteresada por los detalles —dijo Vera—. Te desafío a que vuelvas interesante la diferencia entre una embajada y un consulado; te doy un minuto.
A Martin todo esto le resultó embarazoso, pues tenía la impresión de que su madre sólo había aprendido recientemente a expresarse así. Había sido una joven vulgar y no había recibido más educación desde aquella época mediocre de su vida; no obstante, a falta de trabajo como actriz, había aprendido a imitar el vocabulario de las cultas clases altas. Vera era lo bastante inteligente para saber que la mediocridad resultaba menos atractiva en las mujeres mayores. Respecto del adverbio «frenéticamente» y de la frase preliminar «te desafío», a Martin Mills le avergonzaba saber dónde había adquirido esa afectación específica.
En Hollywood había un británico pretencioso, sólo otro director en perspectiva que no había logrado hacer una película: Danny era el autor del fracasado guión. Para consolarse, el inglés había hecho una serie de anuncios de una crema hidratante dirigidos a las mujeres mayores que se esforzaban por cuidar su cutis, y la modelo había sido Vera.
En el anuncio aparecía impúdicamente su madre con una reveladora camisola, sentada frente a un espejo de maquillaje, de los que vienen enmarcados con brillantes globos de luz. En los títulos superpuestos se leía: VERONICA ROSE, ACTRIZ DE HOLLYWOOD. (Por lo que Martin sabía, este anuncio había significado la primera actuación de su madre en muchos años.)
«Me opongo frenéticamente a la piel seca», dice Vera al espejo (y a la cámara). «En esta ciudad, sólo resiste la juventud.» La cámara se acerca a las comisuras de sus labios y un dedo bonito aplica la crema hidratante. ¿Lo que vemos son las líneas reveladoras de la edad? Algo parece fruncir la piel del labio superior donde se une al borde bien definido de la boca, pero milagrosamente el labio vuelve a alisarse: es probable que sólo sea nuestra imaginación. «Te desafío a decirme que estoy haciéndome vieja», dicen los labios. Martin Mills estaba seguro que era un truco de la cámara. Antes del primer plano, era su madre. Pero él no estaba familiarizado con los labios tomados de cerca; suponía que esa boca era de una mujer más joven.
Entre los chicos del noveno grado de Fessenden, ese anuncio era el predilecto de todos los que aparecían en la tele; cuando se reunían para ver algún programa en el apartamento de alguno de los preceptores de la residencia, los chicos siempre estaban dispuestos a responder la pregunta que planteaban los labios del primer plano: «Te desafío a decirme que estoy haciéndome vieja».
—¡Ya eres vieja! —gritaban todos. Sólo dos sabían que la actriz hollywoodense Veronica Rose era la madre de Martin. Él nunca la habría identificado y Arif era un compañero leal.
—A mí me parece bastante joven —decía siempre Arif.
De modo que resultó doblemente embarazoso, en el comedor del Ritz, que la madre de Martin dijera a Arif: «Estoy frenéticamente desinteresada por los detalles. Te desafío a volver interesante la diferencia entre embajada y consulado; te doy un minuto». Martin sabía que Arif tenía que haberse dado cuenta de que «frenéticamente» y «te desafío» habían salido del anuncio de la loción hidratante.
De pronto Martin Mills, en el lenguaje secreto de su habitación, dijo:
—Frenéticamente. —Pensaba que Arif comprendería: él estaba señalando que su propia madre merecía una «F».
Pero Arif estaba tomándose en serio a Vera.
—A una embajada se le confía una misión ante un gobierno y la encabeza un embajador — explicó el turco—. Un consulado es la sede oficial del cónsul, quien es sencillamente un funcionario designado por el gobierno de un país para cuidar sus intereses comerciales y el bienestar de sus ciudadanos en otro país. Mi padre es el cónsul general en Nueva York, siendo ésta una plaza de importancia comercial. Un cónsul general es un funcionario consular del más alto rango, a cargo de agentes consulares de categoría subalterna.
—Sólo tardó treinta segundos —informó Martin Mills a su madre, pero Vera no estaba prestándole atención al tiempo.
—Háblame de Turquía —pidió a Arif—. Tienes treinta segundos.
—El turco es la lengua madre de más del noventa por ciento de la población, y más del noventa y nueve por ciento somos musulmanes. —En este punto Arif Koma hizo una pausa, porque Vera se había estremecido: la palabra «musulmanes» siempre la hacía temblar—. Étnicamente somos un crisol —prosiguió el chico—. Los turcos pueden ser rubios y de ojos azules; podemos ser de estirpe alpina, es decir, de cabeza redondeada con cabellos y ojos oscuros. Podemos ser de estirpe mediterránea, morenos pero de cabeza larga. Podemos ser mongoloides, con los pómulos altos.
—¿Qué eres tú? —lo interrumpió Vera.
—Sólo han transcurrido veinte segundos —puntualizó Martin, pero parecía que él no estaba en la mesa con ellos: sólo hablaban los dos entre sí.
—Sobre todo mediterráneo —explicó Arif—. Pero mis pómulos son un tanto mongoloides.
—No lo creo —le dijo Vera—. ¿Y de dónde has sacado esas pestañas?
—De mi madre —respondió tímidamente Arif.
—Qué madre más afortunada —dijo Veronica Rose.
—¿Qué vais a tomar? —preguntó Martin Mills: era el único que miraba la carta—. Creo que yo pediré el pavo.
—Debéis de tener costumbres extrañas —dijo Vera a Arif—. Cuéntame algo extraño..., sexualmente, me refiero.
—Está permitido el matrimonio entre parientes cercanos..., según las reglas islámicas del incesto —respondió Arif.
—Algo más extraño —exigió Vera.
—A los varones se los circuncida en cualquier momento entre los seis y los doce años —dijo Arif, con los oscuros ojos bajos, recorriendo el menú.
—¿Cuántos años tenías tú? —le preguntó Vera.
—Se trata de una ceremonia pública —musitó el chico—. Yo tenía diez.
—Entonces debes de recordarlo muy bien —comentó Vera.
—Me parece que yo también tomaré pavo —dijo Arif a Martin.
—¿Qué recuerdas de aquello, Arif? —le preguntó Vera.
—La forma en la que uno se comporta durante la operación refleja la reputación de la familia —explicó Arif, pero mientras hablaba miraba a su compañero de habitación, no a la madre.
—¿Y cómo te comportaste tú? —inquirió Vera.
—No lloré..., de lo contrario habría deshonrado a mi familia. Tomaré pavo —repitió.
—¿No habéis comido pavo hace dos días? —les preguntó Vera—. ¡No volváis a pedirlo otra vez! ¡Qué aburrido! ¡Probad algo distinto!
—De acuerdo, yo pediré langosta —dijo Arif.
—Una buena elección..., yo también tomaré langosta —coincidió Vera—. ¿Y tú, Martin?
—Yo tomaré pavo —replicó Martin Mills, sorprendido de la fortaleza de su propia voluntad: en su fuerza de voluntad ya había algo jesuítico.
Este recuerdo concreto dio fuerzas al misionero para volver a concentrar la atención en The Times of India, donde leyó el relato de una familia de catorce miembros que se habían quemado vivos; una familia rival les había incendiado la casa. Martin Mills se preguntó qué sería «una familia rival» y luego rezó por las catorce almas que habían muerto presas de las llamas.
El hermano Gabriel, al que habían despertado unas palomas, vio que se colaba luz por debajo de la puerta de Martin. Otra de la miríada de responsabilidades del hermano Gabriel en San Ignacio consistía en desbaratar los esfuerzos de las palomas por pasar la noche en la misión; el anciano español las detectaba dormido mientras se posaban. Las muchas columnas de la galería exterior del primer piso daban acceso casi ilimitado a las palomas hasta las cornisas salientes. El hermano Gabriel había cercado cada una de las cornisas con alambres. Ahora, tras ahuyentar a esas palomas en particular, dejó la escalera abatible apoyada contra la columna para saber, a la mañana siguiente, qué cornisa debía volver a alambrar.
Al volver a pasar junto al cubículo del nuevo misionero, camino de su propia cama, vio que la luz seguía encendida. El hermano Gabriel interrumpió sus pasos al lado de la puerta y prestó atención; temía que el «joven» Martin estuviese enfermo. Pero para su gran sorpresa y eterno consuelo, le oyó rezar. Tales letanías a semejantes horas sugirieron al español que el nuevo misionero era un hombre bien atrapado en las garras de Dios; sin embargo, tuvo la certeza de que había entendido mal lo que llegó a sus oídos. «Seguramente es por el acento norteamericano», pensó, pues aunque el tono de voz y la repetición correspondía a la naturaleza de una oración, las palabras no tenían ningún sentido.
Para recordarse a sí mismo la fuerza de su voluntad, que sin duda era la prueba de la voluntad de Dios en su interior, Martin Mills repetía y repetía la evidencia de su coraje interior, manifestado tanto tiempo atrás. «Yo tomaré pavo», estaba diciendo el misionero, «yo tomaré pavo», repitió; se arrolló en el suelo de piedra junto al catre, apretando en las manos el ejemplar enrollado de The Times of India.
Una prostituta había intentado comerse sus cuentas de disciplina y luego las había tirado, un enano tenía su látigo y él se había precipitado al decirle al doctor Daruwalla que dispusiera como quisiera del cilicio. Pasaría un rato hasta que le dolieran las rodillas de tenerlas sobre el suelo, pero esperaría el dolor; peor aún, lo recibiría con los brazos abiertos. «Yo tomaré pavo», rezaba. Vio con toda claridad que Arif era incapaz de levantar sus ojos oscuros para cruzarlos con la fija mirada de Vera, que tan firmemente lo escrutaba.
—Debió de ser frenéticamente doloroso —estaba diciendo Vera—. ¿Y eres sincero cuando dices que no lloraste?
—Si lo hubiese hecho, habría deshonrado a mi familia —repitió Arif.
Martin Mills se dio cuenta de que su compañero de habitación estaba a punto de llorar; lo había visto llorar con anterioridad. Vera también se dio cuenta.
—Pero no pasa nada si lloras ahora —estaba diciéndole al turco circuncidado.
Arif meneó la cabeza, pero se le escaparon las lágrimas. Vera utilizó su propio pañuelo para secarle los ojos. Arif permaneció un rato tapándose completamente la cara con el pañuelo de Vera. Martin sabía que era un pañuelo de aroma muy penetrante: a veces el perfume de su madre le provocaba arcadas.
«Yo tomaré pavo, yo tomaré pavo, yo tomaré pavo», rezaba el nuevo misionero.
El hermano Gabriel llegó a la conclusión de que era una oración de sonido constante y uniforme; curiosamente, le recordó a las palomas, que se posaban como maniacas en las cornisas.
Dos hombres diferentes, ambos completamente despiertos
El doctor Daruwalla estaba leyendo otro ejemplar de The Times of India, concretamente el de ese día. Si bien el insomnio de aquella noche parecía plagado de los tormentos del infierno para Martin Mills, a Farrokh le regocijaba sentirse tan desvelado. Solamente estaba usando The Times of India, periódico que detestaba, como medio para recobrar la energía. Nada estimulaba tanto su odio como leer la reseña de una nueva película del Inspector Dhar. «Estilo habitual del Inspector Dhar», decía el titular de ésta. A Farrokh le resultó típicamente exasperante. El crítico pertenecía a ese tipo de comisario cultural que nunca se rebajaba a decir una sola palabra favorable acerca de ninguna de las películas del Inspector Dhar. El cagarro de perro que le había impedido una lectura más que parcial de esta reseña había sido una bendición; para el médico era una tonta forma de autocastigo leerla completa. La primera oración ya era bastante nefasta: «El problema con el Inspector Dhar es el tenaz cordón umbilical con sus primeras creaciones». Farrokh sintió que esta oración, por sí sola, le proporcionaría el frenesí deseado para escribir toda la noche.
—¡Cordón umbilical! —gritó en voz alta el doctor Daruwalla. Después se advirtió a sí mismo que no debía despertar a Julia: ya estaba enfadada con él. Volvió a usar The Times of India para ponerlo debajo de la máquina de escribir, lo que impediría que ésta repiqueteara contra la superficie de cristal de la mesa. Farrokh había instalado en el comedor sus útiles de escribir; a esa hora no podía ni pensar en su escritorio, que estaba en el dormitorio.
Pero antes nunca había tratado de escribir en el comedor. La mesa de cristal era demasiado baja y nunca había resultado apropiada para comer; se parecía más a una mesita para tomar café, y cuando comían allí se sentaban sobre cojines, en el suelo. Ahora, en un esfuerzo por ponerse más cómodo, intentó sentarse sobre dos almohadones y apoyó los codos a ambos lados de la máquina de escribir. Como ortopedista, sabía que esa posición era perjudicial para la espalda; además, se distraía espiando a través del cristal sus piernas cruzadas y sus pies descalzos. Durante un rato, también se distrajo pensando en lo que él consideraba una injusticia de Julia al haberse enfadado con él.
La cena en el Ripon Club había sido presurosa y de índole pendenciera. No fue fácil sintetizar ese día, y Julia opinó que su marido, en su explicación, se dedicaba a condensar demasiado material interesante: ella estaba dispuesta a especular toda la noche sobre el tema de Rahul Rai como asesino en serie. Más aún, le inquietaba que su marido considerara «inapropiada» su presencia en el almuerzo del Duckworth Club con el detective Patel y Nancy; al fin y al cabo, también asistiría John D.
—Yo le pedí que asistiera en virtud de su buena memoria —había afirmado el doctor Daruwalla.
—Y supongo que yo no tengo ninguna retentiva —había replicado Julia.
Más frustrante todavía era que no había conseguido dar con John D. Dejó mensajes tanto en el Taj como en el Oberoi referentes a un importante almuerzo en el Duckworth Club, pero Dhar no lo había llamado; con toda probabilidad aún estaba disgustado por el asunto de la llegada no anunciada de su gemelo, aunque no se dignaría reconocerlo.
En cuanto a los empeños ahora en marcha para enviar a la pobre Madhu y a Ganesh con su pie de elefante al Great Blue Nile Circus, Julia había puesto en duda la sensatez de Farrokh al implicarse en «tan dramática intervención», como decía ella, preguntándose por qué con anterioridad nunca había emprendido tan personalmente la dudosa salvación de mendigos mutilados y niñas prostitutas. El doctor Daruwalla estaba irritado debido a que ya había padecido similares recelos. Julia expresó nuevas críticas sobre el guión que él se moría por empezar; le sorprendía que Farrokh fuera tan egocéntrico en ese momento, mostrando el egoísmo de pensar en su propia escritura cuando estaban ocurriendo cosas tan violentas y traumáticas en la vida de otras personas.
Incluso discutieron a causa de qué escucharían en la radio. Julia eligió los programas que le permitían conciliar el sueño; sus predilectos eran las «misceláneas melódicas» y la «música ligera regional». Pero Farrokh quedó atrapado en la última etapa de una entrevista con un escritor que se quejaba y estaba furibundo porque no existía «continuidad» en la India. «¡Todo queda incompleto!», protestaba el escritor. «¡No llegamos al fondo de nada!», gritaba. «¡En cuanto asomamos las narices en algo interesante, volvemos a retirarlas!» La ira del escritor interesaba a Farrokh, pero Julia pasó de un manotazo a una emisora con «música instrumental»; cuando el doctor Daruwalla volvió a encontrar al escritor que se lamentaba, la ira de éste caía sobre una noticia que había oído ese día. Se había denunciado la violación y el asesinato de una niña en el Alexandria English Institution; el relato, tal como lo había escuchado el escritor, decía: «No hubo violación ni asesinato, como se había informado previa y erróneamente, en el Alexandria English Institution para niñas». Éste era el tipo de cosas que volvían loco al autor. Farrokh conjeturó que a eso se refería cuando decía que no había «continuidad».
—¡Es una verdadera ridiculez escuchar esto! —había dictaminado Julia y él la había dejado con su «música instrumental».
Ahora Farrokh dejó todo eso atrás y pensó en las cojeras, en los muchos tipos diferentes que había visto. No usaría el nombre de Madhu; bautizaría Pinky a la chica de su guión, porque Pinky era una auténtica estrella. Además, la haría mucho menor que Madhu para que nada sexual pudiera amenazarla..., al menos en su guión.
Ganesh era el nombre adecuado para el chico, pero en la película sería mayor que la niña. Invertiría, sencillamente, las edades de los chicos auténticos. Haría que su Ganesh también padeciera una grave cojera, pero ni remotamente presentaría un pie tan groseramente aplastado como el del Ganesh auténtico: resultaría difícil encontrar a un niño actor con una deformidad tan grotesca. Esos chicos tendrían madre, porque él ya había planeado cómo la quitaría de en medio: narrar era un asunto cruel.
El doctor Daruwalla estuvo un rato reflexionando en que no sólo había fracasado en comprender a su país de origen, sino que tampoco había logrado amarlo. Comprendió que estaba a punto de inventar una India a la que pudiese comprender y amar a un tiempo, una versión simplificada. Pero esta inseguridad en sí mismo se esfumó..., como corresponde cuando hay que empezar un relato.
Farrokh estaba convencido de que la historia había sido puesta en marcha por la Virgen María; se refería a la estatua de piedra de la santa anónima de la iglesia de San Ignacio, la que había que sujetar con una cadena y un ojal de acero. De hecho, no era la Santa Madre, aunque para el doctor Daruwalla se había convertido en la Virgen María. La frase le gustó lo suficiente como para tomar nota: «Una historia puesta en marcha por la Virgen María». Lamentablemente, no funcionaría como título. Tendría que encontrar algo más breve, pero la simple repetición de esta frase le permitió empezar. Volvió a escribirla, la apuntó otra vez: «Una historia puesta en marcha por la Virgen María». Luego tachó hasta la última huella de la frase, para no poder leerla ni siquiera él mismo. Pero la dijo en voz alta repetidas veces.
Así, en plena noche, mientras casi cinco millones de residentes bombayitas dormían como troncos en las aceras de la ciudad, dos hombres estaban completamente despiertos y musitando. Uno sólo hablaba consigo mismo —«una historia puesta en marcha por la Virgen María»—, lo que le proporcionó un comienzo. El otro no sólo hablaba consigo mismo, sino con Dios; comprensiblemente, sus murmullos eran algo más altos. «Yo tomaré pavo», estaba diciendo, y sus repeticiones impedirían —esperaba— que fuera consumido por un pasado que lo rodeaba fuera a donde fuese, un pasado que le había armado de una voluntad tenaz, que a su juicio era la voluntad de Dios en su interior. No obstante, ¡cuánto temía a ese pasado!
—Yo tomaré pavo —dijo Martin Mills; ahora sentía punzadas en las rodillas—. Yo tomaré pavo, yo tomaré pavo, yo tomaré pavo.