Es hora de largarse
En cuanto a Martin Mills y en qué medida era comparable al señor Martin de ficción, Farrokh sólo experimentaba una levísima culpa; sospechaba que había creado a un tonto de peso pluma con un lunático de peso pesado, pero ésta era apenas una débil sospecha. En el guión, la primera vez que el misionero visita a los niños en el circo, resbala y cae sobre la mierda de elefante. Al doctor Daruwalla todavía no se le había ocurrido que posiblemente el misionero auténtico había tropezado con algo peor que mierda de elefante.
Pero Mierda de elefante no funcionaría como título. Farrokh lo había escrito en el margen de la página donde la frase aparecía por vez primera, pero ahora la tachó. En la India prohibirían una película con ese título. Además, ¿quién querría ir a ver una película titulada Mierda de elefante? Nadie llevaría a sus hijos y era una película para niños, esperaba Farrokh..., si es que era para alguien, pensó tenebrosamente. Así fue como lo asaltó la inseguridad en sí mismo, su vieja enemiga, a la que ahora pareció dar la bienvenida como si se tratara de un amigo.
El guionista se hostigó a sí mismo con otras posibilidades de malos títulos. La opción más artística era Limo Roulette. A Farrokh le preocupaba que los enanos del mundo entero se ofendieran por la película, al margen de cuál fuera el título. En su carrera como guionista incógnito, había logrado herir la susceptibilidad de casi todos los demás. Para no preocuparse por ofender a los enanos, Farrokh emprendió una tarea más insignificante aún, la de preguntarse qué revista especializada sería la primera en malinterpretar su empeño y mofarse. Las dos que más detestaba eran Stardust y Cine Blitz; consideraba que eran las más escandalosas y difamatorias de toda la prensa dedicada a cotilleos del mundo de la farándula.
El mero hecho de pensar en estos terroristas de la comunicación, esta basura periodística, dispuso a Farrokh a preocuparse por la conferencia de prensa en la que tenía la intención de anunciar el punto final del Inspector Dhar. Pensó que si él la convocaba, nadie asistiría; tendría que pedir a Dhar que la convocara, y éste tendría que estar presente, para que no pareciera un engaño. Peor aún, tendría que ser Dhar quien hablara; al fin y al cabo, él era el astro cinematográfico. Los periodistas infames estarían menos interesados en los motivos del doctor Daruwalla para perpetrar el fraude que en las razones de la complicidad de Dhar. ¿Por qué había sostenido éste la ficción de que el actor se había creado a sí mismo? Como de costumbre, incluso en una conferencia de prensa tan reveladora como la que había imaginado Farrokh, Dhar pronunciaría las palabras escritas por su guionista.
La verdad sería otra actuación, lisa y llanamente; más aún, la verdad más importante jamás se sabría: el doctor Daruwalla había inventado al Inspector Dhar por amor a John D. Los sórdidos medios no entenderían esta verdad. Farrokh sabía que no quería leer la burla que harían de semejante amor, especialmente en Stardust o en Cine Blitz.
La última conferencia de prensa de Dhar se había orientado deliberadamente como una farsa. John D. había elegido la piscina del Taj para que tuviese lugar allí, pues decía que gozaba de las miradas atónitas de los extranjeros. Los periodistas se irritaron instantáneamente porque esperaban un entorno más íntimo. «¿Está tratando de subrayar que usted es un extranjero, que en realidad no es indio?», había sido la primera pregunta. La respuesta de Dhar consistió en zambullirse en la piscina. Su intención era salpicar a los fotógrafos: la salpicadura no fue ningún accidente. Sólo había respondido a lo que quería, haciendo caso omiso del resto. La entrevista se vio interrumpida por repetidas zambullidas de Dhar en la piscina; los periodistas decían cosas insultantes sobre él mientras estaba sumergido.
Farrokh suponía que John D. sería feliz al verse libre del papel del Inspector Dhar; tenía suficiente dinero y evidentemente prefería la vida en Suiza. Pero el doctor Daruwalla sospechaba que, en el fondo, Dhar había amado el odio que inspiraba entre la escoria de los medios de comunicación; ganarse el odio de la prensa de cotilleos debió de ser la mejor actuación de John D. Al pensar en ello, a Farrokh se le ocurrió que sabía qué preferiría John D.: ninguna conferencia de prensa, ningún anuncio. «Dejémoslos con la duda», diría Dhar, como había dicho a menudo.
El guionista recordó otra de sus expresiones; a fin de cuentas, no sólo la había escrito él, sino que se repetía en todas las películas del Inspector Dhar cerca del final. Para él siempre existía la tentación de hacer algo más —seducir a otra mujer, abatir a otro canalla—, pero el Inspector Dhar sabía cuándo debía parar. Sabía cuándo la acción había terminado. A veces era un camarero intrigante, en ocasiones, un colega de la policía de naturaleza en general insatisfecha, de vez en cuando, una mujer bonita que había esperado impaciente para hacer el amor con él, la persona a quien el Inspector Dhar decía: «Es hora de largarse». Y lo hacía.
En este caso, frente a los hechos —de que quería poner fin al Inspector Dhar y que deseaba finalmente abandonar Bombay—, Farrokh sabía cuál sería el consejo de John D. «Es hora de largarse», diría el Inspector Dhar.
Chinches al acecho
En los viejos tiempos, antes de que los consultorios y las salas de reconocimiento de los médicos en el Hospital para Niños Lisiados tuvieran aire acondicionado, había habido un ventilador de techo encima del escritorio ante el que ahora reflexionaba el doctor Daruwalla, y la ventana que daba al patio de ejercicios estaba siempre abierta. En la actualidad, con la ventana cerrada y el zumbido del aire acondicionado como constante tranquilizador, Farrokh estaba aislado de los gritos de los niños que hacían ejercicios posoperatorios. Cuando atravesaba el patio, o cuando lo llamaban para que observara el progreso de uno de sus pacientes de terapia física, los gritos de los niños no lo alteraban demasiado. Farrokh asociaba cierto dolor con la recuperación; tras la cirugía —especialmente tras la cirugía— había que mover las articulaciones. Pero además de los gritos de dolor estaban los quejidos que emitían los niños anticipándolo, y estos patéticos gemidos lo afectaban profundamente.
Ahora se volvió y miró por la ventana cerrada hacia el patio de ejercicios; en las expresiones sin sonido de los niños, todavía podía discernir la diferencia entre los que sufrían dolores y los que estaban lastimosamente asustados por el dolor que esperaban. También sin sonido, los terapeutas procuraban engatusar a los niños para que se movieran. A la cadera recién sustituida le decían que se pusiera de pie, pedían a la nueva rodilla que diera un paso al frente y al nuevo codo que hiciera su primera rotación. El paisaje del patio de ejercicios era atemporal para el doctor Daruwalla, quien pensó que su capacidad para oír lo que no tenía sonido era la única muestra de su humanidad de la que estaba seguro. Hasta con el aire acondicionado encendido, hasta con la ventana cerrada, el doctor Daruwalla oía los gemidos. «Es hora de largarse», pensó.
Abrió la ventana y se inclinó hacia fuera. El calor del mediodía era opresivo en el polvo que se elevaba, aunque (tratándose de Bombay) el clima se había mantenido relativamente fresco y seco. Los gritos de los niños se mezclaban con las bocinas de los coches y el clamor como de sierra de la cadena de los ciclomotores. El doctor Daruwalla aspiró a fondo. Entrecerró los ojos por el brillo polvoriento. Hizo una apreciación casi objetiva del patio de ejercicios: era un adiós. Después llamó a Ranjit para pedirle los mensajes recibidos.
No le sorprendió que Deepa ya hubiese negociado con el Great Blue Nile: no esperaba menos de ella. El circo procuraría entrenar a la «hermana» talentosa. Se comprometían a empeñarse en ello durante tres meses; la alimentarían, la vestirían, le darían albergue y cuidarían a su «hermano» tullido. Si Madhu demostraba que tenía condiciones, el Great Blue Nile se quedaría con ambos niños, de lo contrario, se desprendería de los dos.
En el guión de Farrokh, el Great Royal pagaba a Pinky tres rupias diarias durante el entrenamiento; el Ganesh de ficción trabajaba por la comida y la vivienda, sin paga. En el Great Blue Nile, consideraban que Madhu tenía el privilegio de que la entrenaran: no le pagarían un céntimo. En cuanto al niño real con un pie aplastado, era suficiente privilegio el alimento y el albergue; el auténtico Ganesh también trabajaría. Los niños debían llegar a costa de los padres — o, en el caso de huérfanos, era obligación de los «patrocinadores» de los niños— al emplazamiento actual del Great Blue Nile. En esa época el circo se presentaba en Junagadh, una pequeña ciudad de alrededor de cien mil habitantes, en Gujarat.
¡Junagadh! Tardarían un día en llegar y otro en regresar. Tendrían que ir en avión a Rajkot y luego soportar un trayecto de dos o tres horas en coche hasta la ciudad menos poblada; un chófer del circo iría a buscarlos al aeropuerto: algún peón imprudente, sin duda. Pero viajar en tren sería peor. Farrokh sabía que a Julia no le gustaba que pasara la noche fuera, y probablemente en Junagadh no habría dónde alojarse, salvo en la Casa Regional del Gobierno; los piojos eran una posibilidad, las chinches una certeza. Tendría que pasar cuarenta y ocho horas conversando con Martin Mills, sin un minuto para seguir escribiendo el guión. También se le había ocurrido que el doctor Daruwalla auténtico formaba parte de una historia paralela en curso.
Hormonas voraces
Cuando el doctor Daruwalla telefoneó a la escuela de San Ignacio para advertir al nuevo misionero del viaje inminente, se preguntó si su escritura sería profética. Ya había descrito al señor Martin de ficción como «el profesor más popular de la escuela»; ahora el padre Cecil le decía que Martin Mills, a juzgar por su primera mañana de visita a las aulas, instantáneamente le había producido «una impresión muy favorable». El joven Martin —como todavía le llamaba el padre Cecil—, había incluso convencido al padre rector para que le permitiese enseñar a Graham Greene a los chicos del ciclo superior; aunque polémico, Graham Greene era uno de los héroes católicos de Martin Mills. Al fin y al cabo, el novelista había popularizado cuestiones católicas, argumentó el padre Cecil.
Farrokh, quien se consideraba un viejo admirador de Graham Greene, inquirió con tono suspicaz:
—¿Cuestiones católicas?
—El suicidio como pecado mortal, por ejemplo —respondió el padre Cecil.
Aparentemente, el padre Julian permitió a Martin Mills que hiciera leer El revés de la trama a los mayores. Farrokh se sintió brevemente animado. Quizás en el largo viaje de ida y vuelta a Junagadh podría orientar la conversación hacia Graham Greene. Se preguntó quiénes serían los otros ídolos de ese fanático.
Hacía tiempo que el doctor Daruwalla no tenía una buena discusión sobre ese autor. Julia y sus amistades literarias preferían hablar de autores más contemporáneos; opinaban que era anticuado por parte de Farrokh que prefiriese volver a los libros que él consideraba clásicos. Al médico le intimidaba la educación de Martin Mills, aunque posiblemente el escolástico y él descubrirían en las novelas de Graham Greene un campo común.
Farrokh no podía saber que para Martin Mills el tema del suicidio era más interesante que el arte de Graham Greene como escritor. Para un católico, el suicidio era una violación de la potestad divina sobre la vida humana. En el caso de Arif Koma, razonaba Martin, el musulmán no estaba en plena posesión de sus facultades mentales; sin la menor duda, enamorarse de Vera sugería una pérdida de facultades, o un conjunto de facultades del todo diferentes.
La negación de un entierro eclesiástico resultaba horrorosa para Martin Mills; no obstante, la Iglesia permitía el suicidio de quienes habían perdido la cordura o no tenían conciencia de que estaban matándose. El misionero abrigaba la esperanza de que Dios juzgara el suicidio del turco como el de alguien que ha perdido la cabeza. Al fin y al cabo, su madre le había sorbido los sesos con sus polvos. ¿Cómo podía Arif tomar ninguna decisión sensata después de eso?
Si bien Farrokh no estaba preparado para la interpretación de Martin Mills sobre su tan admirado autor, tampoco entendía la inoportuna acción que había sacudido a la escuela de San Ignacio a última hora de la mañana, sobre la que el padre Cecil hizo referencias incoherentes. La misión se había visto perturbada por un intruso ingobernable; la policía no tuvo más remedio que reducir al violento individuo, cuya violencia el padre Cecil atribuyó a unas «hormonas voraces».
A Farrokh le gustó tanto la frase que la apuntó.
—Era precisamente un prostituto travestido —susurró el padre Cecil por teléfono.
—¿Por qué susurra? —le preguntó Farrokh.
—El padre rector aún está alterado por el episodio —le confió el sacerdote—. ¿Se lo imagina? ¡Que un hijra se presente aquí..., y en horas de clase!
Al doctor Daruwalla le divirtió pensar en el espectáculo.
—Tal vez él, o ella, quería educarse —sugirió.
—Ello afirmaba que lo habían invitado —replicó el padre Cecil.
—¡Ello! —gritó el doctor Daruwalla
—Bueno, él o ella, lo que fuese, era grande y fuerte. ¡Un prostituto y alborotador vestido de mujer! —susurró el padre Cecil—. Se ponen hormonas, ¿no es cierto?
—No los hijras —contestó Farrokh—. No toman estrógenos; se extraen las bolas y el pene..., con un solo corte. Luego se cauterizan la herida con aceite caliente. Parece una vagina.
—¡Dios mío! ¡No me lo cuente! —exclamó el padre Cecil.
—A veces, aunque no siempre, se implantan pechos quirúrgicamente —informó el doctor Daruwalla al sacerdote.
—¡Este tenía implantado hierro! —dijo entusiasmado el padre Cecil—. Y el joven Martin estaba dando clase. El padre rector y yo, además del pobre hermano Gabriel, tuvimos que tratar con ese ser..., hasta que llegó la policía.
—Parece emocionante —observó Farrokh.
—Afortunadamente ninguno de los niños lo vio.
—¿Acaso no está permitida la conversión a los prostitutos travestidos? —preguntó el doctor Daruwalla, quien disfrutaba tomándole el pelo a cualquier sacerdote.
—Hormonas voraces —repitió el padre Cecil—. Debió de darse una sobredosis.
—Ya le he dicho que en general no toman estrógenos.
—Este tomaba algo —insistió el padre Cecil.
—¿Puedo hablar ahora con Martin? ¿O todavía está dando clase?
—Está almorzando con los párvulos, o puede que hoy esté con los parvulitos.
Era casi la hora de la cita para el almuerzo en el Duckworth Club. El doctor Daruwalla dejó un mensaje para Martin Mills, pero el padre Cecil tuvo tantas dificultades para escribirlo que el médico supo que tendría que volver a llamar.
—Sólo dígale que volveré a llamarlo —le pidió finalmente Farrokh—. Y que está decidido que iremos al circo.
—¡Qué divertido! —dijo el padre Cecil.
La camisa hawaiana
El detective Patel quería recuperarse antes de ir al almuerzo en el Duckworth Club, pero se vio interrumpido por el incidente de San Ignacio. Era apenas una infracción, pero plantearon el episodio al subcomisario porque entraba en la categoría de delitos relacionados con Dhar. El autor era uno de los prostitutos travestidos que había sido herido por el chófer enano del actor en la gresca de Falkland Road; se trataba del hijra al que Vinod le había roto la muñeca de un golpe con uno de sus mangos de raqueta. El eunuco travestido había aparecido en San Ignacio, amenazando a los ancianos sacerdotes con su escayola; según su relato, el Inspector Dhar había dicho a todos los prostitutos travestidos que serían bien recibidos en la misión. También les había dicho que siempre lo encontrarían allí.
—Pero no era Dhar —dijo el hijra al detective Patel, en hindi—, sino un impostor.
Si el detective hubiese estado de humor risueño, habría soltado una carcajada al oír que se quejaba de que alguien fuese un «impostor»; pero, como no lo estaba, miró al hijra con impaciencia y desdén. Se trataba de un puto alto, con las espaldas anchas y la cara huesuda, al que le asomaban los pechos porque tenía desabrochados los dos botones de arriba de la camisa hawaiana, que por otro lado le quedaba demasiado floja, en absurda combinación con una minifalda escarlata ceñidísima; los hijras prostitutos solían usar sari. Además, se esmeraban en bastante mayor medida que éste por ser femeninos; sus pechos (hasta donde veía el subcomisario) estaban muy bien formados, pero tenía pelos en el mentón y una evidente sombra de bigote sobre el labio superior. Es posible que creyera que los colores de la camisa hawaiana eran femeninos, por no hablar de los loros y las flores; no obstante, la prenda no hacía nada por realzar su figura. El S. de P. Patel prosiguió el interrogatorio en hindi.
—¿De dónde has sacado esa camisa? —le preguntó.
—La llevaba puesta Dhar —respondió el prostituto.
—No me parece probable.
—Ya le he dicho que era un impostor.
—¿Qué clase de tonto fingiría ser Dhar y se atrevería a asomar las narices en Falkland Road? —preguntó el subcomisario.
—Daba la impresión de no saber que era Dhar —respondió el hijra.
—Comprendo. Era un impostor que no sabía que era un impostor.
El hijra se rascó la nariz ganchuda con la escayola de la muñeca. Patel ya estaba harto del interrogatorio, pero lo mantenía allí sólo porque su extravagante aspecto lo ayudaba a concentrarse en Rahul. Claro que ahora Rahul tendría cincuenta y tres o cincuenta y cuatro años y no se destacaría como alguien que hace un esfuerzo por parecer una mujer.
Al subcomisario se le había ocurrido que ésta podía ser una de las formas en que Rahul lograba cometer tantos asesinatos en la misma zona de Bombay. Podía entrar en un burdel como hombre y marcharse con aspecto de vieja bruja; también podía salir como una atractiva mujer de mediana edad. Y hasta que lo había interrumpido este hijra que estaba haciéndole perder el tiempo, Patel había disfrutado de una mañana de trabajo bastante productiva; iba progresando bastante en su investigación sobre Rahul. La lista de nuevos miembros del Duckworth Club había sido útil.
—¿Alguna vez has oído hablar de un zenana llamado Rahul? —preguntó Patel.
—La misma pregunta de siempre —protestó el travestido.
—Sólo que ahora sería una auténtica mujer..., con la operación completa —agregó el detective. Sabía que algunos hijras envidiaban la sola idea de un transexual completo, aunque no la mayoría; la mayoría eran exactamente lo que querían ser..., y no les servía de nada una vagina hecha y derecha.
—Si yo supiera que hay alguien así, probablemente la mataría —dijo el hijra con buen humor—. Por sus partes —añadió, sonriente; estaba bromeando, por supuesto.
El detective Patel sabía más que este hijra acerca de Rahul; en las últimas veinticuatro horas había aprendido más cosas de Rahul que en veinte años.
—Ya puedes irte —le dijo—. Pero deja la camisa; según tú mismo has confesado, la robaste.
—¡Pero no tengo nada que ponerme! —chilló el hijra.
—Ya te conseguiremos algo, aunque quizá no haga juego con tu minifalda.
Cuando el detective Patel salió del Departamento General de Homicidios para ir a almorzar al Duckworth Club, llevaba una bolsa de papel, en cuyo interior estaba la camisa hawaiana perteneciente al que se hacía pasar por Dhar. El subcomisario sabía que no todas las cuestiones serían o podrían ser respondidas en un solo almuerzo, pero la planteada por la camisa hawaiana parecía relativamente sencilla.
El actor acierta
—No —contestó el Inspector Dhar—. Yo nunca usaría una camisa como ésa. —Ojeó rápida e indiferentemente la bolsa, sin molestarse en sacar la camisa o siquiera tocar la tela.
—La etiqueta es de California —informó el detective Patel al actor.
—Nunca he estado en California —replicó Dhar.
El subcomisario puso la bolsa de papel debajo de la silla; parecía decepcionado de que la camisa hawaiana no hubiese servido para romper el hielo, pues su conversación volvió a interrumpirse. La pobre Nancy no había abierto la boca. Para colmo, había decidido ponerse un sari, atado en el estilo que deja el ombligo al descubierto; el vello dorado que ascendía en espiral en una línea lisa y brillante hasta el ombligo resultaba tan inquietante para el señor Sethna como la antiestética bolsa de papel que el policía había depositado debajo de su silla. Era el tipo de bolsa en la que podía haber una bomba, pensó el viejo mayordomo. ¡Y cuánto reprobaba a las mujeres occidentales con atuendo indio! Más aún, la piel clara de la cintura de esa mujer en particular desentonaba con su cara bronceada; debía de haberse echado al sol con platillos de té sobre los ojos: toda evidencia de una mujer echada de espaldas perturbaba al señor Sethna.
Los ojos siempre curiosos del doctor Daruwalla se sentían reiteradamente atraídos por el ombligo velludo de Nancy; desde que ella había arrimado completamente la silla a la mesa del Jardín de las Señoras, el médico estaba inquieto porque ya no podía recrearse con esa maravilla, por lo que se encontró observando de soslayo los ojos de mapache de Nancy. Llegó a ponerla tan nerviosa que ella sacó las gafas de sol de su bolso y se las puso. Ahora tenía el aspecto de alguien que intenta componerse para una actuación.
El Inspector Dhar sabía cómo debían manejarse las gafas de sol. Se limitó a fijar la vista en ellas con expresión satisfecha, lo que para Nancy significaba que sus cristales oscuros no eran un impedimento para la visión de él, quien de todos modos la veía claramente. Dhar tenía la seguridad de que así lograría que pronto se las quitara.
«¡Fabuloso: ambos están actuando!», pensó el doctor Daruwalla.
El señor Sethna estaba disgustado con todos ellos: socialmente tenían tan poca gracia como unos adolescentes, ninguno había mirado la carta, ni uno solo había enarcado una ceja hacia un camarero para sugerir un aperitivo y ni siquiera sabían hablar entre sí. Además le indignó la explicación que ahora tenía ante él sobre el motivo por el que el detective Patel hablaba tan bien en inglés: ¡su esposa era una estadounidense desaliñada! Huelga decir que el señor Sethna consideraba que ése era un matrimonio mixto, algo que también reprobaba. No le indignaba menos el hecho de que el Inspector Dhar se hubiese presentado descaradamente en el Duckworth Club tan poco tiempo después de que apareciera la advertencia en la boca del difunto señor Lal: ¡el actor estaba poniendo imprudentemente en peligro a otros duckworthianos! Que hubiese llegado a esta información mediante la implacable y sigilosa práctica de espía no lo llevaba a pensar que quizá no conocía toda la historia. Para un hombre con la disposición del señor Sethna a desaprobar, un simple fragmento de información era suficiente para formarse una opinión completa.
Pero el señor Sethna tenía, naturalmente, otra razón para estar indignado con el Inspector Dhar. Como parsi y zoroástrico practicante, el viejo mayordomo había reaccionado previsiblemente ante los pósters del último absurdo del Inspector Dhar. Desde sus tiempos en el Ripon Club y su famosa decisión de volcar té caliente sobre la cabeza del hombre que usaba peluca, el señor Sethna no sentía tan despierta su justa cólera. Había visto el trabajo de los póster-wallas cuando iba camino de su casa desde el Duckworth Club y responsabilizaba a El Inspector Dhar y las Torres del Silencio por haberle provocado sueños excepcionalmente espeluznantes.
Había tenido la visión de una estatua de la reina Victoria de un blanco fantasmal, parecida a la que habían retirado de Victoria Terminus, pero en sus sueños la estatua levitaba; la reina Victoria sobrevolaba a unos treinta centímetros del suelo del amado templo de fuego del señor Sethna, y todos los fieles parsis se precipitaban hacia la puerta, huyendo. Él estaba seguro de que de no haber sido por el maldito póster, jamás habría tenido un sueño tan blasfemo. Se despertó de inmediato y se puso la gorra para orar, que se le cayó cuando tuvo otro sueño. Iba en el coche fúnebre parsi, el Panchayat, camino de las Torres del Silencio; aunque ya estaba muerto, olía los ritos concomitantes a su propia muerte, el aroma a madera de sándalo ardiendo. De pronto el hedor a putrefacción aferrado a las garras y picos de los buitres empezó a ahogarlo y volvió a despertarse. Su gorra de orar estaba en el suelo, donde la confundió con un buitre jorobado que aguardaba. Intentó, patéticamente, ahuyentar al ave imaginaria.
El doctor Daruwalla desvió una sola vez los ojos hacia el señor Sethna; por su mirada fulminante, Farrokh se preguntó si no estaría bullendo otro incidente con té ardiendo. El mayordomo interpretó la mirada del médico como una llamada.
—¿Un aperitif antes de comer? —preguntó el señor Sethna al torpe cuarteto.
Dado que «aperitif» no era una palabra de uso corriente en Iowa, ni Nancy se la había oído decir a Dieter, ni jamás fue pronunciada en toda su vida con Vijay Patel, ella no respondió al señor Sethna, quien estaba mirándola directamente. (En todo caso, podría haber encontrado ese término en algunas de las novelas norteamericanas de saldos que había leído, pero no habría sabido pronunciar «aperitif» y habría supuesto que el término no era esencial para comprender la trama.)
—¿Desea la señora algo de beber antes de almorzar? —preguntó el señor Sethna sin quitarle los ojos de encima.
En la mesa nadie oyó la respuesta, pero el viejo mayordomo entendió que en un susurro le había pedido una cola Thums Up. El subcomisario pidió una naranjada Gold Spot, el doctor Daruwalla una cerveza London Diet, y Dhar una Kingfisher.
—Bien, esto debería animarnos —bromeó el doctor Daruwalla—. ¡Dos abstemios y dos bebedores de cerveza!
Así cogió Farrokh la batuta y se sintió inspirado a disertar largo y tendido sobre la historia del menú del día.
Ése era el día de comida china en el Duckworth Club, el del nivel culinario más bajo de toda la semana. En los viejos tiempos había un chef chino entre el personal de cocina y el día de esas especialidades era un deleite de sibaritas. Pero el chef chino había abandonado el club para abrir su propio restaurante y la actual colección de cocineros no sabía confeccionar ni un solo plato chino, a pesar de lo cual un día por semana lo intentaban.
—Con toda probabilidad creo que lo menos arriesgado sea probar algo vegetariano — recomendó Farrokh.
—Cuando usted vio los cadáveres —dijo de sopetón Nancy— supongo que estarían bastante mal.
—Sí..., sospecho que los habían encontrado los cangrejos —respondió el doctor Daruwalla.
—Pero calculo que el dibujo aún estaba nítido, de lo contrario usted no lo recordaría —dijo Nancy.
—Sí, estoy seguro de que era tinta indeleble —observó el doctor Daruwalla.
—Fue hecho con un rotulador de marcar ropa, una pluma dhobi —le aclaró Nancy, aunque daba la impresión de estar mirando a Dhar. Nadie podía saber a quién miraba con las gafas de sol puestas—. Los enterré yo. No los vi morir, pero los oí. El sonido de la pala —agregó.
Dhar seguía con la vista fija en ella, los labios no del todo dibujados en una sonrisa socarrona. Nancy se quitó las gafas y volvió a guardarlas en el bolso. Algo que vio dentro la hizo detenerse y apretó el labio inferior entre los dientes tres o cuatro segundos. Luego hundió la mano en el bolso y sacó la mitad inferior del bolígrafo de plata, que había llevado consigo fuera a donde fuese, durante veinte años.
—Él robó la otra mitad..., él o ella —dijo Nancy, y le tendió su mitad a Dhar, quien leyó la inscripción interrumpida.
—«Made in», ¿dónde? —le preguntó Dhar.
—India. Rahul debió de robármela.
—¿A quién puede interesarle el capuchón de una pluma? —preguntó Farrokh al detective Patel.
—A un escritor no —contestó Dhar mientras le pasaba el medio bolígrafo.
—Es de plata auténtica —observó el médico.
—Hay que lustrarla —dijo Nancy. El subcomisario desvió la vista; sabía que su mujer la había lustrado la semana anterior. El doctor Daruwalla no vio ningún indicativo de que la plata estuviese ennegrecida; brillaba en su totalidad; la inscripción incluida. Cuando se la tendió a Nancy, ella no volvió a guardarla en el bolso, la puso junto al cuchillo y la cuchara; y brillaba más que ambos utensilios—. Yo uso un viejo cepillo de dientes para lustrar las letras —comentó. Hasta Dhar apartó la vista y el hecho de que él no pudiera mirarla a los ojos dio seguridad a Nancy en sí misma—. En la vida real, ¿alguna vez ha aceptado un soborno? —preguntó Nancy al actor, y vio la mueca que buscaba, que esperaba.
—No, nunca —respondió Dhar.
Ahora fue Nancy quien tuvo que apartar la mirada de él y la dirigió al doctor Daruwalla.
—¿Cómo es que mantuvo en secreto..., que es usted quien escribe todas sus películas? —le preguntó.
—Yo ya tengo una carrera —replicó Farrokh—. La idea consistía en crear una carrera para él.
—Vaya si lo logró —comentó Nancy. El detective Patel alargó el brazo para cogerle la mano izquierda, posada sobre la mesa junto al tenedor, pero Nancy la apoyó sobre su propio regazo. Entonces enfrentó a Dhar—. ¿Le gusta? Me refiero a su carrera... —preguntó al actor.
Él respondió con su acostumbrado encogimiento de hombros, que realzó su sonrisa burlona. Algo al mismo tiempo cruel y alegre impregnó sus ojos.
—Yo tengo mi oficio..., otra vida —respondió Dhar.
—Entonces es muy afortunado —le dijo Nancy.
—Cariño... —dijo el subcomisario, buscó el regazo de su esposa y le cogió la mano.
Nancy dio la impresión de relajarse en la silla de ratán. Hasta el señor Sethna la oyó exhalar; el viejo mayordomo también había oído casi todo lo demás, y lo que no había llegado a sus oídos podía suponerlo con bastante certeza leyendo los labios. Era un buen lector de labios y para tratarse de un anciano podía seguir hábilmente una conversación; una mesa de cuatro personas le planteaba muy pocos problemas. En el Jardín de las Señoras era más fácil pescar una conversación que en el salón principal, porque por encima de las cabezas sólo estaba la glorieta; allí no había ventiladores de techo.
Desde la perspectiva del señor Sethna ya era un almuerzo mucho más interesante de lo que había previsto. ¡Cadáveres! ¿La mitad de una pluma robada? Y una revelación sorprendente: el doctor Daruwalla era el verdadero autor de la basura que había elevado al actor al estrellato. El señor Sethna pensó que en cierto sentido siempre lo había sabido: ya sabía que Farrokh no era lo que había sido su padre.
El mayordomo entró deslizándose con los refrescos y se alejó deslizándose. Las sensaciones negativas que había experimentado por Dhar se trasladaron ahora al doctor Daruwalla. ¡Un parsi escribiendo para el cine hindi! ¡Y burlándose de otros parsis! ¿Cómo se atrevía? El señor Sethna apenas pudo contenerse. Oyó mentalmente el sonido que produciría la bandeja de plata en la coronilla del doctor Daruwalla: sonó como un gong. Había necesitado de todas sus fuerzas para resistirse a la tentación de cubrir el ombligo peludo de esa mujer repugnante con su servilleta, que ella había amontonado descuidadamente sobre su regazo. ¡Un ombligo como ése debía taparse..., si no prohibirse! Pero el señor Sethna se calmó deprisa porque no quería perderse lo que estaba diciendo el auténtico policía.
—Me gustaría oíros describir a cada uno de vosotros el aspecto que tendría hoy Rahul, suponiendo que ahora fuese una mujer —dijo el subcomisario—. Usted primero —pidió a Dhar.
—La vanidad y un sentido general de superioridad física la harían parecer más joven de lo que es... —empezó a decir Dhar.
—Pero ahora tendría que tener cincuenta y tres o cincuenta y cuatro años —lo interrumpió el doctor Daruwalla.
—Usted hablará después. Déjelo terminar —le espetó el detective Patel.
—No representaría cincuenta y tres o cincuenta y cuatro años, salvo quizá por la mañana temprano —continuó Dhar—. Y estaría en muy buena forma. Posee un aura depredadora. Es una cazadora al acecho..., sexualmente, me refiero.
—¡Sospecho que ella estaba cachonda con él cuando era un jovencito! —observó el doctor Daruwalla.
—¿Y quién no? —preguntó Nancy amargamente.
Sólo su marido la miró.
—Por favor, dejadle terminar —dijo pacientemente Patel.
—También es el tipo de mujer que disfruta haciendo que uno la desee, aunque tenga la intención de rechazarlo —dijo Dhar y se empeñó en mirar a Nancy—. Y yo diría que, como su difunta tía, tiene un estilo cáustico. Siempre estaría dispuesta a ridiculizar a alguien o alguna idea..., lo que sea.
—Sí, sí —dijo impaciente el doctor Daruwalla—, pero no olvides que también es una escrutadora.
—Disculpe, ¿una qué? —preguntó el detective Patel.
—Se trata de una característica de familia: le clava la mirada a todo el mundo. ¡Rahul es una escrutadora compulsiva! —respondió Farrokh—. Lo hace porque es deliberadamente grosera, pero también porque tiene una especie de curiosidad desinhibida. Francamente, así era su tía. Rahul fue criado de esa manera. Sin el menor pudor. Ahora sería muy femenina, supongo, pero no con la mirada. Con los ojos es un hombre: siempre miraba fijo y obligaba al otro a bajar la vista.
—¿Ha terminado usted? —preguntó Patel a Dhar.
—Creo que sí —respondió el actor.
—Yo en ningún momento la vi bien —dijo de pronto Nancy—. No había luz, o la luz era mala..., sólo había una lámpara de aceite. Sólo le eché un vistazo, y además estaba enferma, tenía fiebre. —Jugueteó con la mitad inferior del bolígrafo que estaba sobre la mesa, haciéndolo girar en ángulo recto respecto del cuchillo y la cuchara y volviendo a alinearlo—. Olía bien y era muy sedosa al tacto..., pero fuerte —añadió.
—Habla de ella ahora, no entonces —dijo Patel—. ¿Cómo sería en la actualidad?
—La cuestión es que creo que ella siente que no puede controlar algo en sí misma, como si necesitara hacer cosas. No puede refrenarse. Las cosas que quiere son demasiado fuertes.
—¿Qué cosas? —preguntó el detective.
—Lo sabes bien. Ya hemos hablado de eso —dijo Nancy.
—Díselo a ellos —insistió su marido.
—Es cachonda..., me parece que está cachonda todo el tiempo —dijo Nancy.
—Eso es insólito para alguien de cincuenta y tres o cincuenta y cuatro años —observó el doctor Daruwalla.
—Pero ésa es la sensación que produce, créame —dijo Nancy—. Es terriblemente cachonda.
—¿Le recuerda eso a alguna persona que conoce? —preguntó el detective al Inspector Dhar, pero éste seguía con la vista fija en Nancy; no se encogió de hombros—. O usted, doctor..., ¿le recuerda a alguien?
—¿Se refiere a alguien que hayamos conocido realmente..., como mujer? —preguntó el doctor Daruwalla al subcomisario.
—Exactamente —respondió el detective Patel.
Dhar seguía con la vista fija en Nancy cuando habló.
—La señora Dogar —dijo.
Farrokh se llevó las manos al pecho, en el punto exacto en el que el conocido dolor en las costillas se volvió de repente lo bastante agudo como para cortarle la respiración.
—Muy bien..., muy impresionante —comentó el detective Patel. Alargó la mano por encima de la mesa y golpeteó el dorso de la de Dhar—. No habría sido un mal policía, aunque no acepte sobornos —dijo al actor.
—¡La señora Dogar! —jadeó Farrokh—. ¡Sabía que me recordaba a alguien!
—Pero algo no encaja, ¿no? —preguntó Dhar al subcomisario—. Quiero decir... que no la ha arrestado, ¿verdad?
—Ni más ni menos —replicó Patel—. Algo no encaja.
—Te dije que él sabía quién era —recordó Nancy a su marido.
—Sí, cariño —dijo el detective—, pero no es ningún crimen que Rahul sea la señora Dogar.
—¿Cómo lo descubrió? —preguntó el doctor Daruwalla al subcomisario—. ¡Claro! ¡La lista de nuevos socios!
—No era un mal lugar para empezar —dijo el detective Patel—. La sobrina de Promila Rai, no el sobrino, heredó sus bienes.
—No estaba enterado de que hubiese una sobrina —intervino Farrokh.
—No la había —respondió Patel—. Su sobrino Rahul fue a Londres. Al regreso era su sobrina; incluso se había puesto el nombre de ella: Promila. En Inglaterra es perfectamente legal cambiar de sexo. Y es perfectamente legal cambiar de nombre..., hasta en la India.
—¿Rahul Rai se casó con el señor Dogar? —preguntó Farrokh.
—Algo también perfectamente legal —contestó el detective—. ¿Comprende, doctor? El hecho de que usted y Dhar pudieran verificar que Rahul estaba en Goa en el Hotel Bardez, no confirma que éste hubiese estado en ningún momento en el lugar del crimen, y no sería creíble que Nancy identificara físicamente a la señora Dogar como el Rahul de veinte años atrás. Como ella misma ha dicho, apenas vio a Rahul.
—Además, en aquel entonces tenía pene —terció Nancy.
—Pero entre tantísimos cadáveres, ¿no hay una sola huella dactilar? —inquirió Farrokh.
—En los casos de las prostitutas hay centenares —aclaró S. de P. Patel.
—¿Y en el putter que mató al señor Lal? —quiso saber Dhar.
—¡Muy buena pregunta! —comentó el subcomisario—. Pero el putter estaba completamente limpio.
—¡Los dibujos! —exclamó Farrokh—. Rahul siempre se creyó artista. Seguro que la señora Dogar tiene algunos dibujos a su alrededor.
—Eso sería muy útil —dijo Patel—. Pero esta mañana envié a alguien a casa de los Dogar... para sobornar a la servidumbre. —Tras una pausa, el detective miró directamente a Dhar—. No había ningún dibujo; ni siquiera encontraron una máquina de escribir.
—Debe de haber unas diez máquinas de escribir en este club —observó Dhar—. ¿Fueron dactilografiados con la misma máquina los mensajes en los billetes de dos rupias?
—Excelente pregunta —comentó el detective Patel—. Hasta ahora, tres mensajes, con dos máquinas de escribir diferentes. Ambas de este club.
—¡La señora Dogar! —repitió el doctor Daruwalla.
—Calle, por favor —dijo el subcomisario y señaló imprevistamente al señor Sethna. El mayordomo intentó ocultar la cara con la bandeja de plata, pero el detective Patel fue demasiado rápido para él—. ¿Cómo se llama ese viejo entrometido? —preguntó al doctor Daruwalla.
—Es el señor Sethna —respondió Farrokh.
—Por favor, venga aquí, señor Sethna —dijo el subcomisario sin levantar la voz ni mirar en dirección al mayordomo; como éste fingió no haber oído, el detective agregó—: Ya me ha oído. —El señor Sethna obedeció—. Dado que ha estado escuchándonos ahora y que también el miércoles prestó atención a mi conversación telefónica con mi esposa, le ruego que sea tan amable de brindarme su ayuda.
—Sí, señor —dijo el señor Sethna.
—Cada vez que la señora Dogar se presente en el club, deberá telefonearme —le ordenó el subcomisario—. Me informará sobre todas las reservas que haga, ya sea para almorzar o para cenar. También quiero enterarme de cualquier insignificancia que usted sepa sobre ella... ¿Me explico?
—Perfectamente, señor —contestó el mayordomo—. Ha dicho que su marido orina en las flores y que alguna noche intenta zambullirse en la piscina vacía —balbució Sethna—. Ha dicho que está senil..., y que se emborracha.
—Ya me informará de todo más adelante —dijo Patel—. Ahora sólo quiero hacerle tres preguntas. Después quiero que se aleje de esta mesa lo suficiente como para no oír una sola palabra más.
—Sí, señor —dijo el señor Sethna.
—La mañana de la muerte del señor Lal..., no estoy refiriéndome al almuerzo pues ya sé que estuvo aquí, pero por la mañana, bastante antes de comer..., ¿vio usted aquí a la señora Dogar? Esta es la primera pregunta —concluyó el subcomisario.
—Sí, estuvo aquí para un pequeño desayuno, muy temprano —informó el señor Sethna al detective—. Le gusta caminar por el campo de golf antes de la llegada de los golfistas. Luego toma alguna fruta, antes de ir al gimnasio.
—Segunda pregunta. Entre el desayuno y el almuerzo, ¿se cambió de ropa?
—Sí, señor —respondió el viejo mayordomo—. Para desayunar llevaba un vestido bastante arrugado. En el almuerzo tenía puesto un sari.
—Tercera pregunta —anunció el subcomisario, mientras entregaba su tarjeta al señor Sethna, con el número de teléfono del Departamento General de Homicidios y de su casa—. ¿Tenía los zapatos mojados? En el desayuno, me refiero.
—No me percaté —reconoció el señor Sethna.
—Procure mejorar su atención —le indicó el subcomisario—. Ahora aléjese de esta mesa... Estoy hablando en serio.
—Sí, señor —dijo el mayordomo al tiempo que hacía lo que mejor sabía hacer: deslizarse.
El viejo y curioso mayordomo tampoco volvió a acercarse al Jardín de las Señoras durante el solemne almuerzo del cuarteto. Pero a una considerable distancia logró observar que la mujer del ombligo velludo comía muy poco; el grosero de su marido ingirió la mitad de la comida de ella además de toda la suya. «En un club correcto, debería estar prohibido que la gente coma del plato de otro», pensó el señor Sethna. Entró en el servicio de caballeros y se irguió delante del espejo para verse de cuerpo entero, en el que tuvo la impresión de que estaba temblando. Sujetó la bandeja de plata con una mano y la golpeó contra el pulpejo de la otra, pero sintió muy poca satisfacción con el sonido producido: un ruido sordo y apagado. Llegó a la conclusión de que detestaba a los policías.
Farrokh recuerda el cuervo
En el Jardín de las Señoras, el sol de primera hora de la tarde caía sesgado más allá del punto más alto de la glorieta y ya no tocaba la cabeza de los comensales; ahora los rayos penetraban como parches el muro de flores. El mantel estaba moteado por esa luz intermitente y el doctor Daruwalla observó un diminuto rombo solar centelleante reflejado en la mitad inferior del bolígrafo. El brillante punto blanco de luz destelló en sus ojos mientras picoteaba su pastosa mezcla de vegetales salteados; las verduras fláccidas y de colores tristes le recordaron el monzón.
En esa época del año, el Jardín de las Señoras estaría salpicado de pétalos rotos de la buganvilla, el cielo pardo asomaría por las enredaderas esqueléticas todavía aferradas a la glorieta, por la que también se colaría la lluvia. Todo el mobiliario de mimbre y ratán estaría apilado en el salón de baile, ya que no se organizaban bailes en la estación monzónica. Los golfistas se sentarían a beber en el bar del edificio, mirando melancólicos las calles empapadas del campo de golf por las ventanas veteadas. A través de los greens pasarían volando matojos sueltos del jardín marchito.
El día de comida china siempre deprimía a Farrokh, pero había algo en el sol parpadeante que se reflejaba en la mitad inferior del bolígrafo de plata, algo que llamó y retuvo su atención, algo que aleteó en su memoria. ¿Qué era? Esa luz refleja, esa cosa brillante..., tan pequeña y solitaria aunque decididamente una presencia como la luz distante de otro avión cuando uno vuela de noche kilómetros de oscuridad por encima del mar de Omán.
Farrokh fijó la vista en el comedor y en la galería abierta, a través de la cual había volado el cuervo cagador. Miró el ventilador de techo, donde había aterrizado el ave; siguió observando el artefacto, como si esperara que fallase, o que el mecanismo se enganchara en algo..., en aquella cosa brillante que el cuervo cagador sujetaba en el pico. Fuera lo que fuese, era demasiado grande para que se lo hubiese tragado, pensó el doctor Daruwalla y expresó una conjetura delirante.
—Ya sé qué era —anunció en voz alta.
Nadie había estado hablando y los demás se limitaron a seguirlo con la mirada cuando abandonó la mesa del Jardín de las Señoras y entró en el comedor, interrumpiendo sus pasos directamente debajo del ventilador de techo. Luego apartó una silla desocupada de la mesa más cercana, pero cuando se irguió en el asiento, comprobó que era demasiado bajo para llegar a la parte de arriba de las paletas.
—¡Apague el ventilador! —gritó al señor Sethna.
El viejo mayordomo estaba acostumbrado a su excéntrica conducta, y a la de su padre antes que él, y apagó el ventilador. Casi todos los que estaban en el comedor dejaron de comer. Dhar y el detective Patel se levantaron de la mesa en el Jardín de las Señoras y se acercaron a Farrokh, pero éste los apartó con un ademán.
—Ninguno de vosotros es lo suficientemente alto —les dijo—. Solamente ella tiene la estatura adecuada —aseguró, señalando a Nancy. Al mismo tiempo estaba siguiendo el buen consejo que el subcomisario había dado al señor Sethna: «Procure mejorar su atención».
El ventilador redujo la velocidad; cuando los tres hombres ayudaron a Nancy a ponerse de pie sobre la silla, las paletas estaban inmóviles.
—Bastará con que alargue la mano por la parte de arriba del ventilador —le indicó el médico—. ¿Palpa una ranura?
La corpulenta figura de Nancy por encima de ellos en la silla resultó impresionante cuando alargó la mano hacia el interior del mecanismo.
—Noto algo —dijo.
—Pase los dedos por alrededor de la ranura —le instruyó el doctor Daruwalla.
—¿Qué es lo que estoy buscando? —le preguntó Nancy.
—Lo palpará —le aseguró Farrokh—. Creo que es el capuchón de su bolígrafo.
Tuvieron que sujetarla para que no se cayera, porque sus dedos lo encontraron casi en el mismo instante en que el médico le informó qué era.
—Intenta no apretarlo..., sujétalo apenas, muy suavemente —indicó el subcomisario a su esposa.
Nancy lo dejó caer en el suelo de piedra y el detective lo recogió con una servilleta, sujetándolo sólo por el clip de bolsillo.
—«India» —dijo Patel en voz alta, leyendo la inscripción que había estado separada de «Made in» durante veinte años.
Fue Dhar quien alzó a Nancy para bajarla de la silla. La sintió más pesada que veinte años antes. Ella dijo que necesitaba hablar un momento a solas con su marido; conversaron en susurros en el Jardín de las Señoras, mientras Farrokh y John D. observaban cómo volvía a girar el ventilador. Luego fueron a reunirse con el detective y su mujer, quienes habían vuelto a la mesa.
—Sin duda ahora tendrá las huellas digitales de Rahul —dijo el médico al subcomisario.
—Es posible —contestó el detective Patel—. Haremos que el mayordomo nos guarde el tenedor o la cuchara de la señora Dogar la próxima vez que venga a comer aquí, para compararlas. Pero sus huellas digitales en el capuchón del bolígrafo no la sitúan en la escena del crimen.
El doctor Daruwalla les contó todo lo referente al cuervo; evidentemente, el ave había llevado allí el bolígrafo desde la buganvilla del noveno green. Los cuervos son carroñeros.
—Pero qué podía estar haciendo Rahul con la mitad superior del bolígrafo..., durante el asesinato del señor Lal, quiero decir —preguntó el detective Patel.
Frustrado, el doctor Daruwalla refunfuñó:
—Usted da la impresión de querer otro crimen...., ¿o espera que la señora Dogar le ofrezca una confesión completa?
—Bastará con hacer que la señora Dogar crea que sabemos más de lo que en realidad sabemos —respondió el subcomisario.
—Eso es fácil —intervino de pronto Dhar—. Dígale al asesino lo que confesaría si estuviera confesando. El truco consiste en conseguir que el criminal crea que uno realmente sabe quién es el asesino.
—Exactamente —admitió Patel.
—¿Eso no es de El Inspector Dhar y el mali ahorcado? —preguntó Nancy al actor, señalando intencionadamente que la frase pertenecía al doctor Daruwalla.
—Correcto —le contestó Farrokh.
El detective Patel no palmeó el dorso de la mano de Dhar; le golpeteó un nudillo —una sola vez pero firmemente— con una cuchara de postre.
—Seamos serios —dijo el subcomisario— Voy a ofrecerle un soborno..., algo que usted siempre ha deseado.
—Yo no deseo nada —replicó Dhar.
—Sospecho que sí —le dijo el detective—. Creo que le gustaría interpretar a un policía auténtico. Creo que le gustaría practicar un arresto auténtico. —Dhar no abrió la boca, ni siquiera para esbozar la sonrisa socarrona—. ¿Piensa que todavía es atractivo para la señora Dogar? —le preguntó Patel.
—Sin duda, ¡tendría que ver cómo lo mira! —gritó el doctor Daruwalla.
—Se lo pregunto a él— aclaró el detective Patel.
—Sí, creo que me desea —respondió Dhar.
—Por supuesto —intervino Nancy, airada.
—Y si yo le dijera cómo abordarla, ¿cree que podría hacerlo? Me refiero a hacer exactamente lo que yo le diga —continuó el subcomisario.
—Sí..., ¡él es capaz de interpretar cualquier personaje que le adjudique! —gritó el doctor Daruwalla.
—Se lo pregunto a usted —dijo el policía a Dhar.
Esta vez la cuchara de postre golpeó el nudillo de Dhar con fuerza suficiente para que éste apartara la mano de la mesa.
—¿Quiere usted hacerle un montaje a ella? —preguntó Dhar al subcomisario.
—Exactamente —dijo Patel.
—¿Y yo sólo debo seguir sus instrucciones? —inquirió el actor.
—Eso es..., al pie de la letra —respondió el subcomisario.
—¡Claro que puedes hacerlo! —dijo Farrokh al actor.
—Ésa no es la cuestión —intervino Nancy.
—La cuestión es si quiere hacerlo —dijo Patel a Dhar—. Yo pienso que realmente lo desea.
—De acuerdo —contestó Dhar—. Sí, quiero.
Por primera vez en el curso del largo almuerzo, Patel sonrió.
—Ahora que he conseguido sobornarlo me siento mejor —confesó a Dhar—. ¿Ha visto? En realidad, un soborno sólo es eso: algo que uno desea a cambio de otra cosa. No es mucho, ¿no?
—Ya veremos —replicó Dhar; cuando miró a Nancy, ella estaba observándolo.
—Ahora no muestra su sonrisa socarrona —le dijo Nancy.
—Cariño... —dijo el detective Patel, cogiéndole la mano.
—Tengo que ir al lavabo —anunció ella—. Muéstreme dónde está —pidió a Dhar.
Pero antes de que ella o el actor se pusieran de pie, el subcomisario los detuvo.
—Sólo una cuestión trivial, antes de que se vaya. ¿Qué es esa tontería de una reyerta que tuvieron usted y el enano con las prostitutas de Falkland Road? —preguntó a Dhar.
—No era él —se apresuró a decir el doctor Daruwalla.
—¿Entonces hay algo de verdad en el rumor de que circula por aquí el impostor de Dhar? — inquirió el detective.
—No es un impostor..., sino un gemelo —replicó el médico.
—¿Usted tiene un gemelo? —preguntó Nancy al actor.
—Idéntico —puntualizó Dhar.
—Me cuesta creerlo —dijo ella.
—No se parecen en nada, pero son idénticos —explicó Farrokh.
—Éste no es el mejor momento para que usted tenga un gemelo en Bombay —dijo el detective Patel al actor.
—No se preocupe, el gemelo no tiene nada que ver con nada. ¡Es un misionero! —aclaró Farrokh.
—Que Dios nos ampare —murmuró Nancy.
—De todos modos, me llevaré al gemelo fuera de la ciudad por un par de días..., al menos por toda una noche —les informó el doctor Daruwalla e hizo amago de explicar todo lo referente a los niños y al circo, pero nadie mostró el menor interés.
—El lavabo de señoras —dijo Nancy a Dhar—. Enséñeme dónde está.
Dhar estuvo a punto de cogerla del brazo en el momento en que ella pasó a su lado, intacta; la siguió al vestíbulo. Casi todos los ocupantes del comedor observaron cómo caminaba la mujer que se había subido a una silla.
—Le convendría salir de la ciudad un par de días —comentó el subcomisario al doctor Daruwalla.
«Es hora de largarse», estaba pensando Farrokh; después comprendió que hasta el momento en que Nancy debía salir del Jardín de las Señoras con Dhar estaba planificado.
—¿Había algo que usted quería que ella le dijese a él, algo que sólo podía decir... a solas? — preguntó al detective.
—Esa sí que es una pregunta buenísima —respondió Patel—. Ya va aprendiendo, doctor — agregó—. Apuesto cualquier cosa a que ahora está en condiciones de escribir una película mejor que las anteriores.
¿Un billete de tres dólares?
En el vestíbulo, Nancy dijo a Dhar:
—He pensado en usted casi tanto como en Rahul. A veces incluso usted me perturba más.
—Nunca he tenido la intención de perturbarla.
—¿Qué ha intentado? ¿Qué intenta? —le preguntó ella, y al ver que no respondía, continuó—: ¿Le gustó levantarme en brazos? Siempre carga conmigo. ¿Le parezco más pesada ahora?
—Los dos pesamos un poco más que antes —replicó prudentemente el actor.
—Yo peso una tonelada y usted lo sabe muy bien. Pero no soy una basura..., y nunca lo fui.
—Jamás pensé que lo fuera.
—Nunca debería mirar a la gente de la forma que me mira a mí —dijo Nancy, y él volvió a hacerlo: esbozó su sonrisa socarrona—. A eso precisamente me refiero. Le odio por eso, por lo que me hace sentir. Después, cuando ya no está, me hace seguir pensando en usted. He pensado en usted durante veinte años. —Nancy era unos ocho centímetros más alta que el actor; cuando de improviso alargó la mano y le tocó el labio superior, él abandonó la mueca—. Eso está mejor. Ahora diga algo —le pidió Nancy. Pero Dhar estaba pensando en el consolador..., en si Nancy lo conservaría, y no se le ocurrió qué decir—. De hecho usted tendría que hacerse responsable del efecto que produce en la gente. ¿No ha pensado alguna vez en ello?
—Pienso en ello constantemente. Se supone que tengo que producir algún efecto —dijo por último—. Soy un actor.
—Sin la menor duda. —Nancy percibió que Dhar reprimía un encogimiento de hombros; cuando no mostraba la sonrisa socarrona, a Nancy le gustaba su boca más de lo que creía posible—. ¿Me desea? ¿Ha pensado alguna vez en eso? —le preguntó. Notó que él estaba pensando la respuesta, por lo que no esperó—. No sabe cómo interpretar lo que yo deseo, ¿no es cierto? Tendrá que ser más hábil con Rahul. No puede decirme lo que yo quiero oír porque en realidad no sabe si yo lo deseo, ¿no? Tendrá que comprender a Rahul mejor de lo que me comprende a mí —repitió Nancy.
—A usted la comprendo —dijo Dhar—. Sólo estaba tratando de ser amable.
—No le creo..., no me convence —le aseguró Nancy—. Una mala actuación —agregó, pero le creía.
En el servicio de señoras, cuando se lavó las manos, Nancy vio el grifo absurdo, el agua saliendo de una sola boca, que era la trompa de un elefante. Combinó el agua fría con el agua caliente, primero con un colmillo y luego con el otro. Veinte años atrás, en el Hotel Bardez, ni siquiera cuatro baños habían logrado que se sintiera limpia; ahora volvía a sentirse sucia. Al menos se sintió aliviada al ver que no había ningún ojo guiñado; eso correspondía a la imaginación de Rahul, con ayuda de los ombligos de muchas mujeres asesinadas.
Nancy también notó la plataforma abatible en el interior de la puerta del excusado; el tirador que bajaba el estante era una anilla atravesada en la nariz de un paquidermo. Reflexionó en la psicología que había impulsado a Rahul a elegir un elefante y rechazar al otro.
Cuando regresó al Jardín de las Señoras, Nancy sólo hizo un comentario práctico sobre su descubrimiento de lo que creía que había sido la fuente de inspiración de los dibujos en los vientres. El subcomisario y el médico se precipitaron al servicio de señoras para ver con sus propios ojos el elefante delator; su oportunidad de observar el grifo victoriano tuvo que esperar hasta que la última mujer salió de allí. Incluso a distancia considerable —desde el otro extremo del comedor—, el señor Sethna notó que el Inspector Dhar y la mujer del ombligo obsceno estaban incómodos y no tenían nada que decirse, aunque estuvieron a solas en el Jardín de las Señoras durante bastante tiempo.
Más tarde, en el coche, el detective Patel habló con Nancy, antes de salir de la calzada de acceso al Duckworth Club.
—Tengo que volver a la comisaría, pero antes te llevaré a casa.
—Tendrías que tener más cuidado con lo que me pides que haga, Vijay —dijo ella.
—Lo lamento, cariño —se apresuró a decir Patel—, pero necesitaba conocer tu opinión. ¿Puedo confiar en él? —El subcomisario notó que su esposa estaba otra vez al borde de las lágrimas.
—¡Puedes confiar en mí! —gritó Nancy.
—Ya sé que puedo confiar en ti, cariño. ¿Pero qué me dices de él? ¿Opinas que podrá hacerlo?
—Hará cualquier cosa que le digas si sabe qué es lo que quieres —respondió Nancy.
—¿Y crees que Rahul irá por él? —inquirió el marido.
—Sí —dijo ella, amargamente.
—¡Dhar es un tipo bastante competente! —comentó admirado el detective.
—Dhar es tan marica como un billete de tres dólares(12) —le espetó Nancy.
Como no era de Iowa, el detective Patel tuvo ciertas dificultades con el concepto de que los billetes de tres dólares fuesen «maricas».
—¿Quieres decir que es raro o que es gay..., homosexual?
—Lo último, y sin la menor duda. En ese sentido puedes confiar en mí —repitió Nancy.
Casi habían llegado a su casa cuando ella volvió a hablar.
—Un tipo muy competente.
—Lo siento, cariño —dijo el subcomisario, porque vio que su mujer no podía dejar de llorar.
—Te amo, Vijay —logró decir ella.
—Yo también te amo, cariño —contestó el detective.
Sólo algo así como una antigua atracción-repulsión
En el Jardín de las Señoras el sol caía ahora de costado a través de la red romboidal de la glorieta; el mismo matiz rosa de la buganvilla salpicaba el mantel, del que el señor Sethna había quitado las migas. El viejo mayordomo tenía la impresión de que Dhar y el doctor Daruwalla nunca se levantarían de la mesa. Hacía rato que habían dejado de hablar de Rahul, mejor dicho, de la señora Dogar. De momento, estaban más interesados en Nancy.
—¿Pero qué crees que le pasa exactamente? —preguntó Farrokh a John D.
—Parece que los acontecimientos de los últimos veinte años la han impactado con mucha fuerza —contestó Dhar.
—¡Mierda de elefante! —gritó el doctor Daruwalla—. ¿No puedes decir alguna vez lo que realmente sientes?
—De acuerdo. Parece que ella y su marido forman una verdadera pareja..., están muy enamorados y todo eso.
—Sí, tengo la impresión de que eso es lo principal en ellos —coincidió el médico, pero comprendió que esta observación no le interesaba demasiado; al fin y al cabo, él todavía seguía muy enamorado de Julia y llevaba más tiempo casado que el detective Patel—. ¿Pero qué ocurrió entre vosotros dos..., entre tú y ella?
—Sólo algo así como una antigua atracción-repulsión —replicó John D., evasivo.
—A continuación me dirás que el mundo es redondo —le espetó Farrokh, pero el actor se limitó a encogerse de hombros.
De pronto, no fue Rahul (ni la señora Dogar) quien asustó al doctor Daruwalla. Tuvo miedo de Dhar, y sólo porque sintió que en realidad no lo conocía, después de tantos años. Como antes —porque sintió que algo desagradable quedaba pendiente—, Farrokh pensó en el circo; sin embargo, cuando volvió a mencionar su próximo viaje a Junagadh, notó que John D. seguía desinteresado por el tema.
—Probablemente piensas que está condenado al fracaso, y que sólo es otro proyecto más de salvación de niños —dijo el doctor Daruwalla—. Monedas en un pozo de los deseos, como guijarros en el mar.
—Das la impresión de ser tú quien piensa que está condenado al fracaso —respondió Dhar.
«En realidad es hora de largarse», pensó el médico. En ese momento divisó la camisa hawaiana en la bolsa de papel; el detective Patel la había dejado debajo de su silla. Los dos estaban de pie, listos para salir, cuando Farrokh extrajo la camisa chillona de la bolsa.
—Bien, mira eso. De hecho, el subcomisario olvidó algo. Algo que no suele ocurrirle — observó John D.
—Dudo de que sea un olvido. Sospecho que quería que la tuvieses tú —dijo Farrokh. Impulsivamente, sujetó el escandaloso despliegue de loros en las palmeras; también había flores rojas, amarillas y anaranjadas contra una jungla de un verdor inverosímil. Arrimó los hombros de la camisa a los hombros de Dhar—. ¡Casualmente es de tu misma talla! —observó el médico—. ¿Estás seguro de que no la quieres?
—Yo tengo todas las camisas que necesito —contestó el actor—. Dásela a mi jodido gemelo.