Preparativos para Rahul
Aunque el subcomisario Patel había insultado al reprobador mayordomo, éste se relamía con su nuevo papel como informante de la policía, porque su apodo más acertado habría sido «Fatuo»; también el objetivo manifiesto de atrapar a la segunda señora Dogar era una gran satisfacción para él. No obstante, el señor Sethna culpaba al detective Patel por no confiar más a fondo en él; le irritaba recibir instrucciones sin que se le informara sobre el plan global. Pero la amplitud de la intriga contra Rahul dependía de la forma en que éste respondiera a la insinuaciones sexuales de John D. Al ensayar la seducción que emprendería el Inspector Dhar, tanto el auténtico policía como el actor estaban forzados a considerar más de un resultado. Por eso habían esperado a que el guionista volviera del circo; no solamente querían que aportara algún diálogo, sino que Dhar también necesitaba conocer alguna conversación alternativa en el caso de que sus primeros avances fuesen rechazados.
Se trataba de un diálogo mucho más exigente que el que acostumbraba a escribir Farrokh, pues no sólo se le requería que previera las diversas respuestas de la señora Dogar, sino que al mismo tiempo tenía que adivinar qué le gustaba... sexualmente. ¿Se sentiría más atraída por John D. si éste actuaba con caballerosidad o con brusquedad? En cuanto al coqueteo, ¿prefería un abordaje discreto o algo explícito? Un guionista sólo estaba en condiciones de sugerir ciertas orientaciones por las que pudiera deslizarse el diálogo; el actor podía hechizarla, tomarle el pelo, tentarla, impresionarla, pero el enfoque concreto a escoger tenía que ser, necesariamente, una decisión espontánea. John D. tendría que confiar en su propio instinto para averiguar qué funcionaba. Después de las reveladoras conversaciones con el gemelo, el médico se preguntaba cuál sería el «instinto» de John D.
Farrokh no estaba preparado para encontrarse al detective Patel y al actor esperándole en su apartamento de Marine Drive. En primer lugar se preguntó por qué estaban tan bien vestidos; no se había dado cuenta de que era la víspera de Año Nuevo hasta ver lo que llevaba puesto Julia. Luego le desconcertó que todos se hubieran acicalado tan temprano para la Nochevieja. En el Duckworth Club nadie se presentaba para la fiesta antes de las ocho o de las nueve.
Pero es que nadie había querido perder tiempo vistiéndose en lugar de ensayar y no podían ensayar correctamente las opciones de diálogo del actor hasta después de que el guionista volviera del circo y escribiera su papel. Farrokh se sintió halagado —tras haber sufrido la mayor decepción cuando lo habían dejado fuera del proceso— pero también abrumado; se había pasado las últimas tres noches escribiendo y temía haber agotado las palabras. Además, nunca le había gustado la víspera de Año Nuevo; la noche parecía hacer presa de su natural inclinación por la nostalgia (especialmente en el Duckworth Club), aunque Julia disfrutaba del baile.
El doctor Daruwalla les dijo que lamentaba que no hubiese tiempo para contarles las cosas interesantes que habían ocurrido en el circo, momento en que John D., haciendo gala de muy poca sensibilidad, señaló que prepararse para seducir a la segunda señora Dogar no era «ningún circo»; éstas fueron las palabras despectivas que empleó para insinuarle que debía guardarse sus estúpidas historias circenses para una ocasión más frívola.
El detective Patel abordó la cuestión con menos rodeos aún: el capuchón del bolígrafo de plata no solamente tenía las huellas digitales de Rahul, sino que encontraron una mancha de sangre seca en el broche de sujeción y era sangre humana, del mismo tipo que la del señor Lal.
—Permítame recordarle, doctor, que todavía hay que determinar qué podía haber estado haciendo Rahul con la mitad del bolígrafo durante el asesinato del golfista.
—También es necesario que la señora Dogar admita que ese capuchón es suyo —lo interrumpió John D.
—Sí, muchas gracias —dijo Patel—, pero el capuchón no es una prueba incriminatoria, al menos no por sí sola. En realidad, lo que debemos establecer es que nadie más podría haber hecho esos dibujos. Me he enterado de que ese tipo de dibujos son tan identificables como una firma, pero resulta imprescindible inducir a la señora Dogar a dibujar.
—Tal vez yo podría sugerirle de alguna manera que me mostrara qué podría ocurrir... entre nosotros —dijo el actor al guionista—. Podría pedirle que me insinuara sus preferencias... sexuales, quiero decir. O que me hiciera algún tipo de broma con algo..., me refiero a algo sexualmente explícito.
—Sí, sí..., te entiendo —asintió con impaciencia el doctor Daruwalla.
—Además están los billetes de dos rupias —intervino el auténtico policía—. Si Rahul está pensando en matar a alguien más quizás existan algunos billetes con las advertencias o los mensajes ya mecanografiados.
—Sin duda, ésa sería una prueba incriminatoria, como dice usted —intervino Farrokh.
—Yo preferiría las tres cosas: una vinculación con el capuchón, un dibujo y algo dactilografiado en el dinero —replicó Patel—. Éstas serían pruebas suficientes.
—¿Hasta qué punto quiere que sea algo rápido? —le preguntó Farrokh—. En una seducción, normalmente hay que producir primero la conexión: se enciende una especie de chispa sexual. Luego se plantea la concreción..., al menos una conversación sobre el lugar de la cita, cuando no la cita propiamente dicha.
No fue ningún consuelo para el guionista oír decir ambiguamente al Inspector Dhar:
—Creo que preferiría evitar la cita propiamente dicha, de ser posible, si no es necesario que las cosas lleguen tan lejos.
—¡Crees! ¿No lo sabes? —gritó el doctor Daruwalla.
—Es que necesito un guión para cubrir todas las contingencias —dijo el actor.
—Exactamente —terció el detective Patel.
—El subcomisario me mostró las fotos de esos dibujos —informó John D. y bajó la voz—: También tiene que haber otros dibujos personales, cosas que ella mantenga en secreto.
Farrokh recordó otra vez al chico que gritaba: «¡Están ahogando a los elefantes! ¡Ahora los elefantes se pondrán furiosos!».
Julia fue a ayudar a Nancy a terminar de vestirse. La joven había llevado una maleta con ropa a casa de los Daruwalla, pues no sabía qué ponerse para la fiesta de Nochevieja. Las dos se decidieron por algo sorprendentemente recatado, un vestido tubular sin mangas y de cuello Mao, color gris, que Nancy se puso con un sencillo collar de perlas de una sola vuelta. Farrokh reconoció el collar porque era de Julia.
Cuando el médico se retiró a su dormitorio y a su baño, se llevó un bloc de papel rayado y también una botella de cerveza. Estaba tan fatigado que el baño caliente y la cerveza fría lo adormilaron al instante, pero incluso con los ojos cerrados veía las posibles opciones de diálogo entre John D. y la segunda señora Dogar..., ¿o estaba escribiendo para Rahul y el Inspector Dhar? Esto era parte del problema, porque el guionista sentía que no conocía a los personajes para los que estaba escribiendo el diálogo.
Julia le contó que la pobre Nancy se había puesto tan nerviosa tratando de decidir qué ponerse que empezó a sudar y tuvo que darse un baño, idea que llevó a Farrokh a divagar. Flotaba un aroma especial en el cuarto de baño —probablemente no un perfume ni un aceite de baño, sino algo desconocido, que no pertenecía a Julia— y su carácter extraño se mezcló con su recuerdo de aquella época en Goa. La principal incógnita, a fin de abordar la primera línea de diálogo de John D., era si éste informaría o no a la señora Dogar que sabía que era Rahul. ¿No debería él decirle que sabía quién era, que conocía su personalidad anterior, y convertir ésta en la primera etapa de la seducción? («Siempre te he deseado», ese tipo de cosas.)
La decisión de que Nancy se vistiera tan recatadamente —incluso llevaba el pelo recogido en lo alto, levantado desde la nuca— había surgido de su propio deseo de no ser reconocida por Rahul. Aunque el subcomisario había dicho repetidas veces a su mujer que dudaba de que Rahul la reconociera, persistía en ella ese temor. La única vez que Rahul la había visto, Nancy estaba desnuda y con el cabello suelto. Ahora quería llevarlo recogido y había dicho a Julia que su elección del atuendo era «todo lo contrario a estar desnuda».
Pero si bien la funda gris era severa, no había forma de ocultar la robusta feminidad de las caderas y los pechos de Nancy; además, su pesada cabellera —que habitualmente le caía sobre los hombros— era demasiado espesa y no lo bastante larga para quedar pulcramente sujeta y apartada del cuello, sobre todo si bailaba. Se le soltarían algunos mechones y enseguida parecería desaliñada. Farrokh decidió que quería que Nancy bailara con Dhar; a continuación empezaron a fluir todas las escenas posibles.
Se ató una toalla alrededor de la cintura y asomó la cabeza en el comedor, donde Julia servía unos tentempiés. Aunque faltaba mucho para la cena de medianoche en el Duckworth Club, nadie quería comer. El médico decidió mandar a Dhar al callejón, donde esperaba el enano en el Ambassador; sabía que Vinod conocía a muchas bailarinas exóticas del Wetness Cabaret y probablemente alguna le debía un favor.
—Quiero conseguirte una cita —dijo Farrokh a John D.
—¿Con una desnudista? —preguntó el actor.
—Dile a Vinod que cuanto más pinta de fulana tenga, mejor —respondió el guionista. Calculaba que la víspera de Año Nuevo sería una noche importante en el Wetness Cabaret y quienquiera que fuese la bailarina exótica, tendría que marcharse temprano del Duckworth Club. Eso le convenía, pues quería que la mujer montara una especie de jaleo respecto a su salida del club antes de medianoche. Fuera quien fuese, el guionista sabía que la elección de su atuendo sería todo lo opuesto al recato, y que sin duda no parecería una duckworthiana; estaba seguro de que llamaría la atención de todos los asistentes.
Habiéndole avisado con tan poco tiempo, Vinod no podía contar con un amplio espectro de posibilidades; entre las que trabajaban en el Wetness Cabaret, escogió a la bailarina exótica que respondía al nombre de Muriel y que le había dado la impresión de ser más sensible que las demás desnudistas. Al fin y al cabo, alguien del público le había lanzado una naranja y semejante falta de respeto la había alterado. Ser contratada para bailar un rato en el Duckworth Club —sobre todo ser invitada a bailar con el Inspector Dhar— significaría todo un ascenso para Muriel. Pese a la poca anticipación, Vinod despachó a toda prisa a la bailarina al apartamento de los Daruwalla.
Cuando Farrokh terminó de vestirse, apenas había tiempo para que John D. ensayara su personaje. Había que preparar a Nancy y a Muriel, y el detective Patel debía hablar por teléfono con el señor Sethna, a quien recitó una larga lista de instrucciones que seguramente dejaron al viejo espía con un empacho de reprobación. Vinod llevaría a Dhar y a la desnudista al Duckworth Club; Farrokh y Julia irían después con los Patel; John D. consiguió arrastrar al doctor Daruwalla al balcón; en cuanto estuvieron a solas, el actor dijo:
—Necesito hacerte una pregunta respecto de mi personaje, Farrokh, porque tengo la impresión de que me has dado un diálogo ambiguo..., sexualmente hablando.
—Sólo traté de cubrir todas las contingencias posibles, como dirías tú —respondió el guionista.
—Pero por lo que entiendo se supone que estoy interesado en la señora Dogar como mujer, es decir, como un hombre se interesaría por ella —dijo Dhar—. Pero al mismo tiempo doy la impresión de insinuar que en otros tiempos me interesó Rahul como hombre, es decir, a la manera en que un hombre se interesa por otro.
—Sí —dijo prudentemente Farrokh—, estoy tratando de sugerir que eres sexualmente curioso y sexualmente agresivo..., una especie de bisexual, tal vez...
—O incluso todo un homosexual cuyo interés por la señora Dogar se debe, en parte, a lo interesado que estuve por Rahul —lo interrumpió John D.—. ¿De eso se trata?
—Algo así —contestó Farrokh—. Quiero decir que pensamos que en otra época Rahul se sintió atraído por ti..., y pensamos que la señora Dogar todavía se siente atraída por ti. ¿Qué sabemos realmente aparte de esto?
—Pero tú has convertido a mi personaje en una especie de misterio sexual —se quejó el actor—. Me has hecho raro. Es como si jugaras a que cuanto más raro sea yo, más se interesará por mí la señora Dogar. ¿De eso se trata?
«Los actores son francamente imposibles», pensó el guionista. Lo que quería decir era: Tu gemelo ha experimentado decididamente inclinaciones homosexuales. ¿Te suena? En cambio dijo:
—No sé cómo impresionar a un asesino en serie. Sólo estoy tratando de atraerlo.
—Y yo sólo estoy pidiéndote una precisión para elaborar mi personaje —respondió el actor—. Siempre es más fácil cuando uno sabe quién se supone que es.
«Este es el viejo Dhar», pensó el doctor Daruwalla: «sarcástico hasta la médula». Sintió alivio al percibir que el astro había recuperado la confianza en sí mismo. En ese momento, Nancy salió al balcón.
—Espero no estar interrumpiendo nada —dijo, pero se acercó directamente a la barandilla y se inclinó sobre ella; no esperaba respuesta.
—No, no —musitó el doctor Daruwalla.
—Allá está el oeste, ¿no? —preguntó Nancy, mientras señalaba el poniente.
—Generalmente el sol se pone por el oeste —dijo Dhar.
—Y si alguien va rumbo oeste a través del mar, desde Bombay directamente por el mar de Omán, ¿adónde llegaría? —preguntó Nancy—. Digamos que al oeste y un pelín al norte —agregó.
—Bien... —dijo cautamente el doctor Daruwalla—, desde aquí al oeste y un poco al norte está el golfo de Omán, después el golfo Pérsico...
—Después Arabia Saudí —acotó Dhar.
—Adelante —le dijo Nancy—, adelante hacia el oeste y un pelín al norte.
—Eso la llevaría a través de Jordania..., a Israel y el Mediterráneo —aclaró Farrokh.
—O a través del norte de África —terció Dhar.
—Bueno, sí —dijo el doctor Daruwalla—. A través de Egipto..., ¿qué viene después de Egipto? —preguntó a John D.
—Libia, Túnez, Argelia, Marruecos —contestó el actor—. Se puede atravesar el estrecho de Gibraltar o tocar la costa de España, si uno quiere.
—Sí... por allí quiero ir —le dijo Nancy—. Toco la costa de España. ¿Y después qué?
—Entonces estará en el Atlántico Norte —dijo Farrokh.
—Vamos al oeste —repitió Nancy—, y un pelín al norte.
—¿Nueva York? —conjeturó el doctor Daruwalla.
—A partir de allí conozco el camino —dijo Nancy de repente—. Desde allí voy directamente al oeste.
Ni Dhar ni el doctor Daruwalla sabían adónde llegaría después Nancy: no estaban familiarizados con la geografía de Estados Unidos.
—Pennsylvania, Ohio, Indiana, Illinois —recitó Nancy—. Quizá tendría que atravesar Nueva Jersey para llegar a Pennsylvania.
—¿Adónde va? —le preguntó Farrokh.
—A casa —replicó Nancy—. Iowa... Iowa viene después de Illinois.
—¿Quiere volver a casa? —le preguntó John D.
—Jamás —sentenció Nancy—. Nunca quiero volver a casa.
El guionista vio que la cremallera del vestido tubular gris era una línea recta que le recorría la espalda y se cerraba en el borde superior de su cuello estilo Mao.
—Si no le molesta —le dijo Farrokh—, por favor, pídale a su marido que le baje la cremallera del vestido. Si estuviese abierto un poco más abajo, más o menos entre los omóplatos, quedaría mejor. Cuando estéis bailando, me refiero.
—¿No sería mejor que se la bajara yo? —preguntó el actor—. Cuando estemos bailando, me refiero.
—Sí, eso estaría mejor aún —coincidió Farrokh.
Con la vista fija en el oeste, en la puesta de sol, Nancy dijo:
—No me la baje demasiado. Me da igual lo que diga el guión, si la baja mucho, se enterará.
—Ya es la hora —dijo el detective Patel: nadie podía saber cuánto tiempo llevaba en el balcón.
Al salir, fue una suerte que ninguno de ellos mirara a otro; sus expresiones transmitían cierto temor al acontecimiento, como deudos que se disponen a asistir al funeral de un niño. El subcomisario se comportó casi como un tío mayor; palmeó afectuosamente el hombro del doctor Daruwalla, estrechó cálidamente la mano del Inspector Dhar, pasó un brazo alrededor de la cintura de su preocupada esposa, extendiendo los dedos con familiaridad hasta la zona lumbar, donde sabía que de vez en cuando ella sentía dolor. Era su forma de decir: Yo estoy aquí..., todo saldrá bien.
Pero hubo un lapso de espera interminable en el coche del policía; Vinod se había adelantado con Dhar y Muriel. Como conductor, el subcomisario se sentó delante, con el guionista, que quería que Dhar y Muriel estuvieran bailando cuando llegaran ellos con sus invitados, los Patel. Julia se sentó con Nancy en el asiento trasero. El detective evitó la mirada de su mujer por el espejo retrovisor. También trató de no apretar demasiado el volante. No quería que nadie notara su nerviosismo.
Los faros fluían como el agua por Marine Drive y cuando finalmente el sol se hundió en el mar de Omán, las aguas viraron deprisa del rosa al púrpura, al borgoña y el negro, como las fases de un magullón.
—Ya deben de estar bailando —dijo el médico.
El detective puso el coche en marcha, introduciéndoles en medio de la circulación.
En un intento poco afortunado de mostrarse positivo, el doctor Daruwalla dijo:
—Atrapemos a esa zorra y pongámosla en su sitio.
—Esta noche no —dijo serenamente el detective Patel—. No la cogeremos esta noche. Tengamos la esperanza de que pique el anzuelo.
—Picará —afirmó Nancy desde el asiento de atrás.
El subcomisario no quería decir una sola palabra más. Sonrió. Esperaba que su aspecto fuera de seguridad en sí mismo. Pero el auténtico policía sabía que en realidad no había forma de prepararse para encarar a Rahul.
Sólo bailar
Al señor Sethna le asombraba lo que ocurría, aunque el asombro no se encontraba entre sus pocas expresiones favoritas. Para cualquiera que observara su semblante agrio e intolerante, el mayordomo estaba expresando, sencillamente, su desdén por la Nochevieja, ya que opinaba que la fiesta en el Duckworth Club era superflua. Pateti, el año nuevo parsi, cae a finales de verano o principios de otoño y una quincena más tarde le sigue el aniversario del nacimiento del profeta Zaratustra. Cuando llegaba la fiesta de Nochevieja en el Duckworth Club, el señor Sethna ya había celebrado su Año Nuevo y consideraba que la versión duckworthiana de la víspera era una tradición para anglófilos. Asimismo resultaba morboso que la Nochevieja en el club fuese doblemente especial para los muchos duckworthianos que la disfrutaban como un aniversario — ése era el nonagésimo año— del suicidio de Lord Duckworth.
El viejo parsi también pensaba que el orden de los eventos de la velada era descabellado. Los duckworthianos, en general, eran un grupo de personas mayores, en especial en esa época del año; con una lista de espera de veintidós años para adquirir la categoría de socios, cabía esperar que fuesen «mayores», pero este fenómeno también se debía a que los duckworthianos más jóvenes estaban en la escuela, casi todos en Inglaterra. En los meses estivales, cuando la generación estudiantil regresaba a la India, los duckworthianos parecían más jóvenes. Pero ahora se encontraba allí gente mayor que debería cenar a una hora razonable, aunque se esperaba que bebieran y bailaran hasta que sirvieran la cena a medianoche, en un orden inverso, pensaba el señor Sethna. Habría que darles de comer temprano y luego hacerles bailar..., si podían. Los efectos del exceso de champaña en los estómagos vacíos eran especialmente perjudiciales para la gente de edad; algunos matrimonios carecían de la energía suficiente para llegar a la cena, ¿y acaso el sentido —aparentemente el único— de esa tonta velada no consistía en llegar a la medianoche?
Por la forma en que bailaba, Dhar no resistiría hasta la cena, calculó el señor Sethna, aunque le impresionó cuánto se había recuperado del horrendo aspecto del día anterior. El sábado ese enfermo estaba fantasmalmente pálido y limpiándose el pene encima del urinario, en una escena repugnante, pero el domingo por la noche aparecía bronceado y saludable, bailando con frenesí. Quizá su enfermedad de transmisión sexual estaba remitiendo, especuló el mayordomo, mientras Dhar seguía meneando a Muriel por la pista de baile. ¿Dónde habría encontrado ese astro soez a una mujer como ésa?
En otros tiempos colgaba una pancarta de la marquesina del Bombay Eros Palace y la mujer allí pintada se parecía a Muriel, recordó el señor Sethna. (De hecho era Muriel, por supuesto; el Wetness Cabaret era un descenso respecto del Bombay Eros Palace.) El viejo parsi jamás había visto a una duckworthiana con semejante atuendo; el centelleo de las lentejuelas color turquesa, la pechera escotadísima, la minifalda a mitad del muslo, un vestido que le ceñía el trasero hasta tal punto que el viejo mayordomo sospechaba que saltarían algunas lentejuelas y caerían en la pista. Muriel había conservado el atlético trasero alto y duro de una bailarina, y aunque sin duda era algunos años mayor que el Inspector Dhar, daba la impresión de tener más resistencia que él y de que lo haría sudar. Bailaban sin dar pie al cortejo y eran brutalmente agresivos — sorprendentemente rudos entre sí—, lo que para el reprobador mayordomo indicaba que la danza sólo era el foro público en el que indecentemente insinuaban la violencia de su relación más íntima.
El señor Sethna también observó que todo el mundo tenía la vista fija en ellos. Con toda intención —él lo sabía muy bien—, permanecían en la zona de la pista de baile visible desde el comedor principal, obligando a numerosas parejas a contemplar sus giros. Siguiendo al pie de la letra las instrucciones del detective Patel, la mesa que el señor Sethna había reservado para el matrimonio Dogar estaba lo más cerca posible de esta panorámica del salón de baile, de manera tal que la segunda señora Dogar ocupara el asiento que proporcionaba la mejor perspectiva de Dhar en pleno baile.
La mesa de los Daruwalla, en el Jardín de las Señoras, daba al comedor principal; desde donde estaban sentados, el médico y el detective podían observar a la señora Dogar, pero no el salón de baile: ellos no querían ver a Dhar. Afortunadamente, la rubia corpulenta se había tapado su insólito ombligo, notó el mayordomo; Nancy iba ataviada como una directora de escuela —o una niñera, o la esposa de un pastor—, pero igualmente se detectaba su actitud licenciosa, su inclinación por una conducta imprevisible o inexplicable. Estaba sentada de espaldas a la señora Dogar y contemplaba la oscuridad acumulada más allá de la glorieta; a esa hora, la buganvilla poseía el lustre del terciopelo. La nuca descubierta de Nancy —la pelusa rubia que allí se veía tan suave— recordó al señor Sethna su ombligo desnudo.
El impecable esmoquin y la corbata de seda negra del médico chocaban con el arrugadísimo traje estilo Nehru del subcomisario. El señor Sethna llegó a la conclusión de que la mayoría de los duckworthianos nunca estaban en contacto con la parte de la sociedad capaz de reconocer a los policías por su vestimenta. El mayordomo aprobó el apropiado atuendo de Julia, la falda que casi rozaba el suelo, las mangas largas con chorreras en los puños, el cuello que no la ahogaba como si fuera estilo Mao, pero sí a una distancia decente por encima de un canalillo que se adivinaba. Ah, los viejos tiempos, se lamentó el señor Sethna y, como si previera sus pensamientos, la orquesta atacó un tema más antiguo.
Dhar y Muriel, que ya respiraban con dificultad, se relajaron un tanto demasiado lánguidamente en su abrazo; ella se le colgó del cuello y él apoyó su mano posesivamente en las duras lentejuelas de la cadera femenina. Muriel daba la impresión de susurrarle al oído —en realidad sólo entonaba la letra de la canción, ya que conocía todas las que interpretaba esa orquesta y muchas más—, mientras el Inspector Dhar sonreía astutamente por lo que ella decía. Él mostraba su sonrisa socarrona, que era casi una mueca, un gesto desdeñoso al mismo tiempo decadente y aburrido. De hecho, Dhar estaba divirtiéndose con el acento de la desnudista, a la que consideraba muy graciosa. Pero a la segunda señora Dogar no le divertía nada lo que tenía ante sus ojos; veía a John D. bailando con una furcia, una mujer probablemente disoluta, y aproximadamente de su misma edad. Las mujeres como ésa eran fáciles y Dhar podría tener mejor gusto, pensaba Rahul.
En la pista, los duckworthianos serios que se atrevían a bailar —y que habían esperado una pieza lenta— mantenían las distancias con Dhar y Muriel, quien evidentemente no era una dama. El señor Sethna, viejo espía y lector de labios extraordinaire, interpretó fácilmente lo que el señor Dogar dijo a su esposa.
—¿El actor ha traído a una auténtica prostituta a la fiesta? Debo decirte que esa mujer parece una fulana.
—Creo que es una desnudista —contestó la señora Dogar, que tenía ojos de lince para tales detalles sociales.
—Quizás es una actriz —conjeturó el señor Dogar.
—Está actuando pero no es una actriz —replicó Rahul.
Por lo que veía Farrokh, la transexual había heredado el escrutinio de víbora de su tía Promila; era como si al mirar a alguien viese una forma de vida diferente, sin duda no la de un congénere.
—Desde aquí no es fácil discernir si Rahul se siente atraída por él o si tiene ganas de matarlo —comentó el doctor Daruwalla.
—Tal vez en el caso de ella se trate de la misma sensación —dijo el subcomisario.
—Al margen de cualquier otra cosa que pueda sentir, él le atrae —terció Nancy.
La espalda de la ex hippy era la única parte de ella que podía ver Rahul, si la hubiese mirado, pero sólo tenía ojos para John D.
Cuando la orquesta pasó a un ritmo más rápido, Dhar y Muriel se volvieron más rudos aún entre sí, como vigorizados por el interludio lento o por su contacto más estrecho. Algunas lentejuelas baratas se habían caído del vestido de la desnudista y brillaban en la pista con los reflejos de la araña de luces del salón, además de crujir cuando algunos de los dos las pisaban. Un constante arroyuelo de sudor bajaba por el canalillo entre los pechos de Muriel y Dhar sangraba ligeramente por un rasguño de la muñeca; el puño de su camisa blanca tenía unos puntitos de sangre: una lentejuela lo había arañado debido al fuerte apretón con que sujetaba a Muriel por la cintura. Aunque John D. apenas prestó atención al rasguño, Muriel le cogió la muñeca entre las manos y cubrió el corte con su boca. De esta forma, con la muñeca de él entre los labios de Muriel, continuaron bailando. El señor Sethna sólo había visto ese tipo de cosas en las películas. Claro que él no podía saber que eso era precisamente lo que estaba viendo: un guión de Farrokh Daruwalla, una película con el Inspector Dhar en el papel principal.
Cuando Muriel se fue del Duckworth Club, se empeñó en que se notara su partida. Bailó la última pieza (también de ritmo lento) con el chal puesto; apuró de un trago una copa de champaña casi llena y a continuación se reclinó en la cabeza de Vinod mientras éste la llevaba al Ambassador.
—Un espectáculo digno de una marrana —dijo el señor Dogar—. Supongo que ahora volverá al burdel.
Pero Rahul se limitó a mirar la hora; era una observadora minuciosa de los bajos fondos bombayitas y sabía que faltaba poco para la primera función en el Eros Palace, aunque tal vez la puta que acompañaba a Dhar trabajaba en el Wetness Cabaret, donde el primer número empezaba quince minutos más tarde.
Cuando Dhar invitó a bailar a la hija de los Sorabjee se percibió una nueva tensión en el comedor principal y en el Jardín de las Señoras; incluso de espaldas a la acción, Nancy se dio cuenta de que había ocurrido algo que no figuraba en el guión.
—Ha invitado a bailar a otra, ¿no? —preguntó, con la cara y la nuca arreboladas.
—¿Quién es esa jovencita? ¡No forma parte de nuestro plan! —exclamó el detective Patel.
—Confíe en él..., es un gran improvisador —respondió el guionista—. Siempre comprende quién es y cuál es su papel. Sabe lo que hace.
Nancy estaba toqueteando una perla del collar; su pulgar y su índice se veían blancos.
—Seguro que lo sabe —dijo.
Julia se volvió pero desde allí no podía ver el salón de baile; apenas percibió la expresión de odio inocultable en el rostro de la señora Dogar.
—Se trata de la pequeña Amy Sorabjee, que debe de haber vuelto de la escuela —informó Farrokh a su mujer.
—¡Pero apenas es una adolescente! —gritó Julia.
—A mí me parece un poquitín mayor —acotó el policía auténtico.
—¡Un movimiento brillante! —se entusiasmó el guionista—. ¡La señora Dogar no sabe qué pensar!
—Comprendo lo que siente —le dijo Nancy.
—Todo saldrá bien, cariño —aseguró el subcomisario a su esposa y le cogió una mano, que ella apartó al instante.
—¿Soy yo la siguiente? ¿Me pongo en la cola? —preguntó Nancy.
Casi todas las caras del comedor principal estaban vueltas hacia el salón de baile. Observaban al incontenible y sudoroso astro cinematográfico de hombros voluminosos y tripita de cerveza, que hacía girar a la pequeña Amy Sorabjee cual si fuese ligera como una pluma.
Aunque los padres de la jovencita y los Daruwalla eran viejos amigos, el doctor Sorabjee y su mujer se sorprendieron por la imprevista invitación de Dhar..., y por el hecho de que Amy la hubiese aceptado. Ésta era una tontita de poco más de veinte años, una ex estudiante universitaria que no había vuelto a casa simplemente a pasar las vacaciones: la habían expulsado de la facultad. Por cierto, Dhar no estaba triturándola, pues con ella se portaba como todo un caballero..., posiblemente demasiado seductor, aunque la jovencita parecía encantada. El estilo era muy distinto a la actuación que había representado con Muriel; los retozos de la joven compañera resultaban tiernamente compensados por los movimientos certeros y delicados del hombre mayor.
—¡Ahora se dedica a seducir a las niñas! —anunció el señor Dogar a su mujer—. Parece que piensa bailar con todas las mujeres presentes..., ¡estoy seguro de que también te invitará a ti, Promila!
La señora Dogar estaba visiblemente alterada. Se excusó para ir al servicio de damas, donde recordaba cuánto detestaba esa característica femenina: tener que esperar para orinar. Como la fila era muy larga, se deslizó a través del vestíbulo y entró en las oficinas de la administración del antiguo club, que estaban cerradas y oscuras. Había luz de luna suficiente para dactilografiar, y metió un billete de dos rupias en el rodillo de la máquina de escribir más cercana a una ventana. El mensaje dactilografiado era tan espontáneo como sus sentimientos de ese momento:
HA DEJADO DE SER MIEMBRO
Este mensaje tenía como destinatario la boca de Dhar, y la señora Dogar lo guardó en su bolso, donde haría compañía al mensaje que ya había dactilografiado para su marido:
... PORQUE DHAR SIGUE SIENDO SOCIO
Le reconfortaba tener estos billetes de dos rupias en su lugar: siempre se sentía mejor cuando estaba preparada para cualquier contingencia. Volvió a atravesar el vestíbulo y entró en el lavabo, donde la cola ya no era tan larga. Cuando regresó a su mesa en el comedor principal, Dhar bailaba con una nueva pareja.
El señor Sethna, que había estado controlando dichoso la conversación entre los Dogar, se emocionó al notar la observación del marido a su grosera mujer:
—Ahora Dhar está bailando con la anglosajona fornida que vino con los Daruwalla. Creo que es la mitad blanca de un matrimonio mixto; el marido tiene aspecto de patético funcionario público.
Pero la señora Dogar no podía ver a los nuevos bailarines; Dhar había conducido a Nancy hasta la zona del salón que no era visible desde el comedor principal. Sólo intermitentemente se los vislumbraba. Rahul apenas se había enterado de la presencia de la rubia corpulenta cuando echó un vistazo a la mesa de los Daruwalla, que estaban inclinados, conversando con el «patético funcionario público», como había dicho el señor Dogar. Tal vez fuese un magistrado de poca monta, pensó, o un pequeño dirigente gurú que conoció a su mujer occidental en un ashram.
Luego Dhar y la mujer voluminosa bailaron a la vista de todos. La señora Dogar percibió la fuerza con que se abrazaban: la mano ancha de la mujer sujetaba firmemente el cuello de Dhar y éste tenía los bíceps del brazo derecho agarrotados en la axila de ella (como si tratara de alzarla). La mujer era más alta que él y por la forma en que le aferraba el cuello, Rahul no podía saber si estaba arrimando la cara de Dhar al costado de su propio cuello o si forcejeaba para evitar que él se acurrucara allí. Lo más notable era que susurraban incesantemente; ninguno de los dos prestaba atención al otro y hablaban simultáneamente y con apremio. Cuando volvieron a perderse de vista, Rahul no soportó más e invitó a su marido a bailar.
—¡Lo consiguió! Ya le había dicho que lo lograría —dijo el doctor Daruwalla.
—Este sólo es el principio —respondió el subcomisario—. Esto sólo es bailar.
Feliz Año Nuevo
Afortunadamente para el señor Dogar, era una pieza lenta. Su esposa lo había llevado más allá de varias parejas vacilantes, desconcertadas porque las lentejuelas caídas del vestido de Muriel todavía crujían bajo sus pies. Ahora la señora Dogar tenía a Dhar y a la rubia corpulenta a la vista.
—¿Esto está en el guión? ¡Cabrón, esto no está en el guión! —susurró Nancy al actor, con el que había empezado a tratarse con más familiaridad.
—Se supone que debemos hacer una especie de escena..., algo así como una riña entre viejos amantes —susurró Dhar.
—¡Me estás abrazando!
—Y tú me devuelves el abrazo apretándome.
—¡Me gustaría matarte de tanto apretar! —susurró Nancy.
—Ella ya está aquí —dijo Dhar en voz muy baja—. Nos sigue.
En medio de una punzada, Rahul observó que la rubia se había aflojado en brazos de Dhar, aunque antes se le había resistido; eso fue obvio. Tan fláccida se veía junto a él, que ahora la señora Dogar tuvo la impresión de que Dhar sujetaba a su compañera de baile para que no se cayera. Le había echado los brazos por encima de los hombros y cruzado las manos atrás; además había enterrado la cara en el cuello de él, incómoda, dado que era más alta. Rahul notó que Nancy meneaba la cabeza mientras Dhar seguía susurrándole al oído. La rubia tenía un aire de sumisión complaciente, como si ya se hubiera dado por vencida; Rahul recordó al tipo de mujer que deja que le hagan el amor o la maten sin emitir una queja..., como una persona con fiebre muy alta, pensó.
—¿Me reconoce? —estaba susurrando Nancy, que se estremeció y luego tropezó.
Dhar tuvo que aguantarla con todas sus fuerzas.
—No puede reconocerte, no te reconoce..., sólo siente curiosidad por lo que ocurre entre nosotros —replicó el actor.
—¿Y qué ocurre entre nosotros? —susurró Nancy y el actor sintió que le hundía los nudillos de los dedos cruzados en la espina dorsal.
—Ahora se acerca —advirtió Dhar—. No te reconoce. Sólo quiere mirar. Ahora mismo lo haré.
—¿Harás qué? —preguntó Nancy, que por miedo a Rahul había olvidado todo.
—Bajarte la cremallera —contestó John D.
—No mucho —le pidió Nancy.
El actor la hizo girar bruscamente; tuvo que ponerse de puntillas para mirar por encima del hombro de ella, pero quería cerciorarse de que Rahul le viera la cara. Miró al asesino a los ojos, le sonrió y le hizo un guiño malicioso. Luego bajó la cremallera del vestido de Nancy en sus narices y cuando palpó el cierre del sostén interrumpió el movimiento; extendió la palma de la mano entre los omóplatos desnudos y sintió que Nancy sudaba y temblaba.
—¿Está mirando? —susurró Nancy—. Te odio —agregó.
—La tenemos encima —dijo Dhar en un susurro—. Me acercaré directamente a ella. Ahora cambiaremos de pareja.
—¡Antes levántame la cremallera! ¡Hazlo!
Con la mano derecha, John D. subió la cremallera del vestido de Nancy, alargó la izquierda y cogió de la muñeca a la segunda señora Dogar, cuyo brazo estaba frío y seco, nervudo como una cuerda gruesa.
—¡Cambiemos de pareja para la próxima pieza! —exclamó el Inspector Dhar.
Pero la orquesta todavía tocaba una pieza lenta. El señor Dogar se tambaleó un poco y Nancy, aliviada tras haber abandonado los brazos de Dhar, apretó enérgicamente al anciano contra su pecho. Se le había soltado un mechón de pelo, que ahora le ocultaba la mejilla: nadie vio sus lágrimas, que podrían haberse confundido con sudor.
—Hola —dijo Nancy.
Antes de que el señor Dogar tuviera tiempo de responder, ella le palmeó la parte de atrás de la cabeza; el anciano quedó con la mejilla apretada entre el hombro y la clavícula de la ex hippy, que lo apartó resueltamente de Dhar y Rahul, mientras se preguntaba cuánto tendría que esperar para que la orquesta atacara un ritmo más rápido.
Lo que quedaba de la pieza lenta fue suficiente para Dhar y Rahul. Los ojos de John D. quedaron a la altura de una delgada vena azul que corría a lo largo del cuello de su pareja de baile; algo de un negro profundo y pulido, como el ónix —una sola piedra engarzada en plata— reposaba en el perfecto declive en que el cuello de la segunda señora Dogar se encontraba con su esternón. El vestido, de un verde esmeralda, era de escote bajo pero le ajustaba perfectamente los senos; sus manos eran tersas y duras, el apretón sorprendentemente ligero. También era ligera con los pies; por mucho que se moviera John D., ella cuadraba los hombros con los de él, fijaba los ojos en los suyos, como si leyera la primera página de un libro nuevo.
—Eso fue algo burdo..., además de una torpeza —dijo la segunda señora Dogar.
—Estoy harto de tratar de ignorarte —puntualizó el actor—. Estoy harto de fingir que no sé quién eres..., quién has sido —añadió Dhar, pero ella mantuvo la presión blanda y regular, con su cuerpo siguiendo obediente el de él.
—¡Dios mío! ¡Qué provinciano eres! —exclamó la segunda señora Dogar—. ¿Acaso un hombre no puede convertirse en mujer si lo desea?
—Sin duda es una idea excitante —dijo el Inspector Dhar.
—Espero que no estés burlándote —dijo la señora Dogar.
—¡Por supuesto! Sólo estoy recordando —replicó el actor—. Hace veinte años no tuve agallas para abordarte..., no sabía cómo empezar.
—Hace veinte años yo no era completa —le recordó Rahul—. De haberme abordado, ¿qué habrías hecho?
—Sinceramente, entonces era excesivamente joven para pensar en hacer —dijo Dhar—. ¡Creo que sólo quería verte!
—No creo que verme sea lo único que se te ocurre ahora —dijo la señora Dogar.
—¡Por supuesto! —respondió el Inspector Dhar, pero no consiguió reunir valor suficiente para apretarle la mano; todo su cuerpo resultaba frío, seco y ligero al tacto, pero también muy duro.
—Hace veinte años yo intenté abordarte —reconoció Rahul.
—Debiste de ser demasiado sutil para mí..., no me di cuenta —señaló John D.
—Me enteré de que en el Bardez dormías en la hamaca del balcón y allá fui —le confesó Rahul—. Lo único tuyo que estaba fuera del mosquitero era un pie. Me puse el dedo gordo en la boca y lo chupé..., en realidad, te mordí. Pero no eras tú sino el doctor Daruwalla. Me dio tanto asco que jamás volví a intentar nada.
No era ésta la conversación que el actor esperaba; sus opciones de diálogo no incluían ninguna respuesta a esta interesante historia, pero mientras buscaba las palabras adecuadas lo salvó la orquesta, que atacó una pieza más rápida. La gente empezó a abandonar en tropel la pista de baile, también Nancy y el señor Dogar; la ex hippy acompañó al anciano, que estaba casi sin aliento cuando lo hizo sentar a su mesa.
—¿Quién eres tú, querida? —logró preguntarle el señor Dogar.
—La señora Patel —respondió Nancy.
—Ah —dijo el anciano—. ¿Y tu marido...? —Lo que el señor Dogar quería decir era a qué se dedicaba, preguntándose qué clase de empleado público era.
—Mi marido es el señor Patel —replicó Nancy.
Cuando dejó al señor Dogar se encaminó con el mayor cuidado posible a la mesa de los Daruwalla.
—No creo que ella me reconociera —les informó—, pero no fui capaz de mirarla. Parece la misma, pero vieja.
—¿Están bailando? —le preguntó Farrokh—. ¿También hablan?
—Están bailando y están hablando..., eso es lo único que sé —respondió Nancy al guionista—. No fui capaz de mirarla —repitió.
—Está bien, cariño —le dijo el subcomisario—. No tienes que hacer nada más.
—Quiero estar presente cuando la atrapes, Vijay —dijo Nancy a su marido.
—Pero quizá no la atrapemos en un lugar en el que tengas que estar —le advirtió el detective.
—Por favor, déjame estar presente. ¿Tengo la cremallera subida? —preguntó súbitamente e hizo rotar los hombros para que Julia le viera la espalda.
—Totalmente subida, querida —le dijo Julia.
El señor Dogar, solo en su mesa, tragaba champaña y recuperaba el aliento, mientras el señor Sethna le ofrecía hors d’oeuvres insistentemente. La señora Dogar y Dhar bailaban en la zona del salón donde el señor Dogar no podía verlos.
—Hubo una época en que te deseé —estaba diciendo Rahul—. Eras un muchacho hermoso.
—Yo todavía te deseo —dijo Dhar.
—En apariencia tú deseas a todo el mundo. ¿Quién es la desnudista? —preguntó la señora Dogar.
En el guión no había respuesta para esa pregunta.
—Sólo una desnudista —contestó John D.
—¿Y quién es la rubia gorda? —inquirió Rahul.
Farrokh había previsto esta pregunta.
—Una historia antigua —respondió el actor—. Hay gente que se te pega y no te suelta.
—Tú estás en condiciones de elegir entre todas las mujeres..., también entre las más jóvenes. ¿Qué quieres de mí? —preguntó la señora Dogar.
Esta pregunta introducía en el diálogo un momento que el actor temía, ya que exigía un salto cuántico de fe en el guión de Farrokh. John D. confiaba muy poco en su inminente diálogo.
—Tengo que saber algo —dijo—. ¿De verdad tu vagina está hecha con lo que antes era tu pene?
—No seas grosero —dijo la señora Dogar y soltó una carcajada.
—Ojalá hubiese otra forma de hacerte la misma pregunta —admitió John D. A medida que reía más descontroladamente, las manos de la señora Dogar se aferraban más a él, que por primera vez las sintió con toda la fuerza que tenían—. Supongo que podría haber sido menos directo — prosiguió Dhar, estimulado por la risa de ella—. Podría haberte preguntado, por ejemplo: «¿Cómo es la sensibilidad de tu vagina? Me refiero a si se parece a la de un pene».
El actor no tuvo más remedio que callarse; no se decidía a seguir adelante. El diálogo del guionista no funcionaba: con frecuencia Farrokh dejaba los diálogos a la buena de Dios. Además, la señora Dogar había dejado de reír.
—O sea, que sólo sientes curiosidad..., ¿de eso se trata? —le preguntó—. Te sientes atraído por una rareza.
Junto a la delgada vena azul del cuello de Rahul apareció una turbia gota de sudor que resbaló rápidamente entre sus pechos tensos. John D. pensó que el ritmo del baile no daba para tanto. Esperaba que fuera el momento adecuado. La tomó de la cintura presionando un poco y ella lo siguió; cuando cruzaron la zona de la pista que los hacía visibles para el señor Dogar —y el señor Sethna—, Dhar comprendió que el viejo mayordomo había interpretado su señal, porque salió deprisa del comedor en dirección al vestíbulo. El actor volvió a llevar a la señora Dogar al rincón más íntimo del salón de baile.
—Soy un actor —dijo John D. a Rahul—. Puedo ser quien tú quieras que sea, y puedo hacer absolutamente cualquier cosa que te guste. Bastará con que me hagas un dibujo. —El actor pestañeó; también debía agradecerle este gesto a Farrokh.
—¡Qué excentricidad! —exclamó la señora Dogar—. ¿Que te haga un dibujo de qué?
—Sólo quiero que me des una idea de qué es lo que te atrae, para después poder hacerlo.
—Me has pedido que te haga un dibujo..., te he oído.
—Bastará con que me digas qué te gusta..., me refiero sexualmente —dijo el actor.
—Sé muy bien a qué te refieres, pero has dicho «que me hagas un dibujo» —aclaró fríamente Rahul.
—¿Acaso antes no eras artista? ¿No tomabas clases en la escuela de arte? —preguntó el actor. «¿Qué cuernos está haciendo el señor Sethna?», pensaba John D., temeroso de que Rahul oliera a gato encerrado.
—En la escuela de arte no aprendí nada —dijo la señora Dogar.
En el gabinete de controles, al otro lado del vestíbulo, el señor Sethna se dio cuenta de que no podía leer lo que estaba escrito en la caja de fusibles sin las gafas que guardaba en un cajón de la cocina. Le llevó un rato decidir si apagaba o no todos los fusibles.
—¡Probablemente ese viejo estúpido se ha electrocutado! —comentó el doctor Daruwalla al detective Patel.
—Tratemos de mantener la calma —le rogó el policía.
—Si las luces no se apagan, dejemos que Dhar improvise..., si es tan gran improvisador — sugirió Nancy.
—Yo no te deseo como curiosidad —dijo de pronto Dhar a la señora Dogar—. Sé que eres fuerte y creo que eres agresiva..., me parece que sabes imponerte —agregó—. Quiero que me digas —éste era el peor diálogo de Farrokh, pensó el actor, puros manotazos al aire— qué es lo que te gusta. Quiero que me digas qué deseas que haga.
—Quiero que te sometas a mí —respondió Rahul.
—Puedes atarme si lo deseas —dijo Dhar con tono amable.
—Me refiero a mucho más que eso —admitió la segunda señora Dogar.
En ese momento el salón de baile y la totalidad de la planta baja del Duckworth Club quedaron sumidos en la oscuridad. Se oyó un jadeo general y unos tanteos por parte de los músicos; la pieza que estaban interpretando prosiguió unas pocas notas y algunos aporreos. En el comedor sonaron unos aplausos torpes. Llegaban ruidos caóticos desde la cocina. Luego se inició un impromptu de tintineos: cuchillos, tenedores y cucharas contra las copas de agua.
—¡No derraméis el champaña! —gritó el señor Bannerjee.
La risilla tonta correspondía probablemente a Amy Sorabjee.
Cuando John D. intentó besarla en la oscuridad, la señora Dogar fue más rápida. La boca de él apenas rozaba la de ella cuando sintió que le cogía el labio inferior entre los dientes. Mientras lo sujetaba así, por el labio, el exagerado resuello de Rahul caía pesado en el rostro del actor; unas manos frías y secas le bajaron la cremallera de la bragueta y lo acariciaron hasta que se le empinó el pene. Dhar apoyó las manos en las nalgas de la señora Dogar, que ella tensó al instante; seguía sujetándole el labio inferior entre los dientes, haciéndole daño pero sin dejar que sangrara. Cumpliendo con las instrucciones recibidas, el viejo mayordomo hizo destellar fugazmente las luces y volvió a apagarlas; la señora Dogar soltó a John D. tanto con los dientes como con las manos. Cuando él apartó las manos del cuerpo de ella para subirse la cremallera de la bragueta, la perdió. Al encenderse definitivamente las luces, había dejado de tocarla.
—¿Quieres un dibujo? Te lo mostraré —dijo Rahul tranquilamente—. Podría haberte arrancado el labio de un mordisco.
—Tengo una suite en el Oberoi y otra en el Taj —le informó el actor.
—No, ya te diré yo dónde —dijo la señora Dogar—. Te lo diré mientras almorzamos.
—¿Aquí? —preguntó Dhar.
—Mañana —concretó Rahul—. Podría haberte arrancado la nariz de un mordisco si hubiese querido.
—Gracias por bailar conmigo —dijo el actor.
Cuando John D. se volvió para separarse de ella, su erección y la palpitación del labio inferior le hicieron sentirse incómodo.
—Ten cuidado y no vuelques ninguna silla o mesa —le advirtió la señora Dogar—. La tienes grande como un elefante.
Fue la palabra «elefante» —en boca de Rahul— lo que más afectó a John D., reflejándose en su forma de andar; cruzó el comedor sintiendo todavía la gota turbia del sudor que rápidamente desaparecía en Rahul, sintiendo todavía sus manos frías y secas. Y la forma en que había respirado en su boca abierta mientras le sujetaba el labio... John D. sospechaba que jamás lo olvidaría. Pensó que la delgada vena azul del cuello de la señora Dogar estaba inmóvil, como si no tuviera pulsaciones, o como si conociera alguna manera de suspender el latido normal de su corazón.
Cuando Dhar se sentó a la mesa, Nancy no podía mirarlo. El subcomisario Patel tampoco lo miró, pero sólo debido a que le interesaba más observar al matrimonio Dogar. Estaban discutiendo —la señora Dogar no quería sentarse, el señor Dogar no quería levantarse— y el detective notó algo sumamente sencillo aunque peculiar en esa pareja: tenían prácticamente el mismo corte de pelo. El llevaba sus cabellos maravillosamente espesos formando un vanidoso copete; lo tenía corto en la nuca y apretadamente recortado sobre las orejas, pero con una presumida y sorprendentemente larga onda cepillada hacia arriba desde la frente; sus cabellos eran plateados, con mechas blancas. Los de la señora Dogar eran negros con mechas plateadas (probablemente teñido), pero llevaba el mismo peinado que su marido, aunque de manera más elegante, que le daba un aire ligeramente español. «¡Un copete! Vaya, vaya», pensó el detective Patel y enseguida observó que la señora Dogar había convencido a su marido de que se pusiera de pie.
Más adelante el señor Sethna informaría al subcomisario sobre las palabras que los Dogar habían intercambiado, aunque aquél podría haberlas adivinado. La señora Dogar había protestado porque su marido ya había bebido demasiado champaña y agregó que no toleraría un minuto más su ebriedad: haría que la servidumbre les preparara una cena de medianoche en casa, donde al menos no se sentiría públicamente avergonzada por su conducta desconsiderada.
—¡Se marchan! —observó el doctor Daruwalla—. ¿Qué ha ocurrido? ¿La pusiste nerviosa? —preguntó al actor.
John D. bebió un poco de champaña y sintió que le ardía el labio. Tenía la cara perlada de sudor —al fin y al cabo había bailado toda la noche— y las manos le temblaban; sus acompañantes notaron que cambiaba la copa de champaña por la de agua, pero hasta un sorbo de agua le provocó una mueca de dolor. Nancy había tenido que obligarse a mirarlo y ahora no podía apartar la vista de él.
El subcomisario seguía pensando en los cortes de pelo. El copete producía un efecto afeminado en el anciano Dogar, pero el mismo daba a su mujer una apariencia hombruna. El detective llegó a la conclusión de que la señora Dogar parecía un torero, aunque nunca había visto a uno, por supuesto.
Farrokh estaba ansioso por saber a qué diálogo había recurrido John D., pero el sudoroso astro cinematográfico seguía toqueteándose el labio. El médico notó que lo tenía hinchado, que había adquirido el matiz crecientemente purpúreo de una contusión. Farrokh llamó a un camarero con un gesto y le pidió un vaso alto con hielo, sólo hielo.
—Entonces te besó —dijo Nancy.
—Fue más bien un mordisco —replicó el actor.
—¿Pero qué dijiste tú? —gritó Farrokh.
—¿Quedasteis para otro día? —preguntó el detective Patel a Dhar.
—Almorzaremos aquí, mañana —contestó John D.
—¡Un almuerzo! —exclamó decepcionado el guionista.
—Entonces se le ha insinuado —dijo el policía.
—Sí, me parece que sí. De todos modos es algo..., aunque no estoy muy seguro de qué se trata —observó Dhar.
—¿Eso quiere decir que ella respondió? —inquirió Farrokh. Se sentía frustrado, pues quería oír todo el diálogo entre ambos, palabra por palabra.
—¡Fíjese en ese labio! —dijo Nancy al médico—. ¡Claro que respondió!
—¿Le pediste que te hiciera un dibujo? —quiso saber Farrokh.
—Esa parte fue de miedo..., al menos la situación se volvió extraña —dijo evasivamente el actor—. Pero creo que me mostrará algo.
—¿En el almuerzo? —preguntó Farrokh.
John D. se encogió de hombros; evidentemente le exasperaban tantas preguntas.
—Déjale hablar, Farrokh. Basta de poner palabras en su boca —dijo Julia a su marido.
—¡Pero él no habla! —chilló el médico.
—Dijo que quería que me sometiera a ella —informó John D. al subcomisario.
—¡Quiere atarlo! —gritó Farrokh.
—Afirmó que se refería a algo más que eso —contestó el actor.
—¿Qué quiere decir «más que eso»? —preguntó el médico.
El camarero dejó el hielo y John D. se puso un cubito contra el labio.
—Ponte el hielo en la boca y chúpalo —le indicó el doctor Daruwalla pero John D. siguió aplicándoselo a su manera.
—Me mordió por dentro y por fuera —fue todo lo que dijo.
—¿Llegaste a la parte referente a la operación de cambio de sexo? —preguntó el guionista.
—Esa parte le pareció graciosa —comentó John D.—. Se echó a reír.
Ahora resultaba más fácil ver las marcas en el labio inferior de Dhar, incluso a la luz de las velas del Jardín de las Señoras; los dientes habían dejado unos cardenales tan profundos que el labio descolorido pasaba de un púrpura claro a un magenta oscuro, como si las dentelladas de la señora Dogar mancharan.
Para gran sorpresa de su marido, Nancy se sirvió otra copa de champaña; al detective Patel le había impresionado levemente que su mujer hubiese aceptado la primera. Ahora Nancy levantó la copa, como si brindara por todos los presentes en el Jardín de las Señoras.
—Feliz Año Nuevo —dijo, sin dirigirse a nadie en particular.
Auld Lang Syne(13)
Por fin sirvieron la cena de medianoche. Nancy picoteaba los alimentos, que finalmente se comía su marido. John D. no podía llevarse a la boca nada picante porque le ardía el labio; no les habló de la erección que le había provocado la señora Dogar, ni cómo, ni que le había dicho que la tenía grande como la de un elefante. Dhar llegó a la conclusión de que se lo comentaría al detective Patel más tarde, a solas. Cuando el policía pidió permiso para levantarse de la mesa, John D. lo siguió al lavabo de caballeros y se lo dijo.
—No me gustó la expresión que tenía al marcharse —fue el único comentario del detective.
Cuando regresaron a la mesa, el doctor Daruwalla les informó que tenía un plan para «introducir» el capuchón del bolígrafo; en éste estaba involucrado el señor Sethna y sonaba bastante complicado. John D. repitió que tenía la esperanza de que le hiciera un dibujo.
—Eso sería suficiente, ¿no? —preguntó Nancy a su marido.
—Eso ayudaría —replicó él.
El subcomisario estaba experimentando una sensación desagradable. Volvió a disculparse y se retiró de la mesa, esta vez para telefonear al Departamento General de Homicidios. Ordenó que un oficial vigilara la casa de los Dogar toda la noche; si la señora Dogar salía, quería que el agente la siguiera y que se lo informaran, a la hora que fuese.
En el lavabo, Dhar le había dicho que en ningún momento había tenido la sensación de que el mordisco de Rahul fuese intencionado, y ni siquiera que clavarle los dientes en el labio fuera una decisión deliberada; tampoco había sido algo hecho simplemente para asustarlo. El actor creía que la señora Dogar no había podido refrenarse; además, durante el rato que le sujetó el labio, él sintió que la transexual no estaba en condiciones de soltarlo.
—No se trataba de que deseara morderme —había dicho Dhar al detective—, sino de que no podía evitarlo.
—Sí, comprendo —había respondido el policía, resistiéndose a la tentación de agregar que solamente en las películas todos los criminales tenían motivos claros para asesinar.
Ahora, mientras colgaba el teléfono en el vestíbulo, una canción triste llegó a sus oídos. La orquesta estaba interpretando Auld Lang Syne; los duckworthianos borrachos asesinaban la letra. Patel atravesó el comedor con dificultad debido a la cantidad de socios sensibleros que abandonaban las mesas y se encaminaban haciendo eses al salón de baile, cantando y tropezando. Entre ellos estaba el señor Bannerjee, emparedado entre su esposa y la viuda Lal, aparentemente con la resuelta intención de bailar con las dos. También iba el doctor Sorabjee con su mujer, dejando sola en la mesa a la pequeña Amy. Cuando Patel llegó a la mesa de los Daruwalla, Nancy regañaba a Dhar.
—Estoy segura de que esa chiquilla se muere de ganas por volver a bailar contigo y está completamente sola. ¿Por qué no la invitas a bailar? Piensa en cómo debe sentirse. Tú empezaste —estaba diciéndole Nancy.
Su marido calculó que iba por la tercera copa de champaña, lo que no era mucho, pero ella nunca probaba el alcohol y prácticamente no había comido. Dhar se esforzó por no sonreír socarronamente, y más bien trataba de hacer caso omiso a Nancy.
—¿Por qué no me invitas a bailar a mí? —preguntó Julia al actor—. Sospecho que Farrokh se ha olvidado de pedirme esta pieza.
Sin decir una palabra, Dhar llevó a Julia al salón de baile; Amy Sorabjee no les quitaba los ojos de encima.
—Me gusta su idea sobre el capuchón —dijo el detective Patel al doctor Daruwalla, quien se sorprendió por el inesperado elogio.
—¿De veras? —preguntó Farrokh—. El problema es que la señora Dogar tiene que creer que estaba en su bolso, que siempre ha estado allí.
—Estoy de acuerdo en que si Dhar consigue distraerla, el señor Sethna podrá introducirlo — fue todo el comentario de Patel.
—¿De veras? —repitió el doctor Daruwalla.
—Sería maravilloso que encontráramos otras cosas en su bolso —pensó en voz alta el subcomisario.
—¿Se refiere a billetes con advertencias mecanografiadas..., o quizás a un dibujo? — preguntó el médico.
—Exactamente —admitió el detective.
—¡Ojalá yo pudiera escribir eso! —comentó el guionista.
De pronto Julia regresó a la mesa: había perdido a John D. como pareja de baile cuando se interpuso entre ellos Amy Sorabjee.
—¡Esa cría desvergonzada! —exclamó Farrokh.
—Baila conmigo, Liebchen —le dijo Julia.
Los Patel se quedaron a solas en la mesa. De hecho, eran los únicos que estaban en el Jardín de las Señoras. En el comedor principal, un individuo no identificado dormía con la cabeza apoyada en una de las mesas; todos los demás bailaban o permanecían de pie en el salón de baile, por lo visto con el morboso placer de cantar Auld Lang Syne. Los camareros empezaron a limpiar las mesas abandonadas, pero ninguno molestó al detective Patel y a su mujer en el Jardín de las Señoras: el mayordomo les había dado instrucciones de respetar la intimidad de la pareja.
A Nancy se le había deshecho el peinado y tenía dificultades para desabrochar el collar de perlas, su marido tuvo que ayudarla con el broche.
—¡Qué perlas más hermosas! —exclamó Nancy—. Pero si no le devuelvo el collar a la señora Daruwalla ahora mismo, me olvidaré y me lo llevaré puesto. Podría perderlo o podrían robarlo.
—Procuraré encontrar uno igual para regalártelo —dijo el detective Patel.
—No, es muy caro.
—Has hecho un buen trabajo.
—Vamos a atraparla, ¿no es cierto Vijay?
—Sí, la atraparé, cariño —respondió él.
—¡No me reconoció! —gritó Nancy.
—Ya te había advertido que no te reconocería.
—¡Ni siquiera me vio! Miraba directamente a través de mí, como si yo no existiera. Después de tantos años, ni siquiera se acuerda de mí.
El subcomisario le cogió la mano y ella apoyó la cabeza en el hombro de su marido. Se sentía tan vacía que ni siquiera podía llorar.
—Lo siento, Vijay, pero creo que no puedo bailar. Simplemente, no puedo —dijo Nancy.
—No importa, cariño, ¿no te acuerdas de que yo no sé bailar?
—No tenía por qué bajarme la cremallera..., era innecesario.
—Formaba parte del efecto general —replicó Patel.
—Era innecesario —insistió Nancy—. Y no me gustó nada la forma en que lo hizo.
—La idea era que no tenía que gustarte.
—¡Seguro que intentó arrancarle el labio con ese mordisco! —chilló Nancy.
—Sospecho que a duras penas logró reprimirse —concedió el subcomisario.
Esto tuvo el efecto de liberar a Nancy de su vacío y por fin logró llorar en el hombro de su marido. Por lo visto la orquesta nunca dejaría de tocar la trillada canción.
—We’ll drink a cup of kindness yet... —berreaba el señor Bannerjee.
El viejo mayordomo observó que Julia y el doctor Daruwalla eran los danzarines más majestuosos de todo el salón. El doctor Sorabjee y su mujer bailaban nerviosos, sin quitarle los ojos de encima a su hija. Habían hecho volver a la pobre Amy de Inglaterra, donde no le iba muy bien. Demasiadas fiestas, sospechaban sus padres, y, peor aún, una considerable atracción por los hombres mayores. En la universidad, se oponía ostentosamente a los idilios con sus condiscípulos; se había arrojado, en cambio, a los brazos de un profesor, un hombre casado que no se había aprovechado, de ella, gracias a Dios. Y ahora los padres sentían la tortura de verla bailar con Dhar. «¡De Guatemala a Guatepeor!», pensó la señora Sorabjee, quien no se sentía en condiciones de expresar la opinión que le merecía el Inspector Dhar por su amistad con los Daruwalla.
—¿Sabes que en Inglaterra eres accesible... en vídeo? —estaba diciendo Amy al actor.
—¿Ah sí? —preguntó él.
—Una vez organizamos una cata de vinos y te alquilamos —le informó Amy—. Quienes no son de Bombay no te entienden. Para ellos esas películas resultan muy extrañas.
—Sí —dijo Dhar—. Para mí también —añadió.
Esta última acotación hizo reír a Amy; era una chica fácil, pensó él, un tanto apiadado de sus padres.
—Hay tanta música, y además mezclada con muchos asesinatos —explicó Amy Sorabjee.
—No debes olvidar la intervención divina —observó el actor.
—¡Sí! Y tantas mujeres..., tú sí que acaparas mujeres.
—Sí, así es.
—We’ll drink a cup of kindness yet for the days of auld lang syne! —rebuznaban los viejos bailarines, con voz de asno.
—A mí la que más me gusta es El Inspector Dhar y el asesino de la chica enjaulada…, es la más erótica —dijo la pequeña Amy Sorabjee.
—Yo no tengo predilección por ninguna —le confesó el actor.
John D. calculó que la criatura tendría veintidós o veintitrés años. La consideraba una distracción agradable, pero le irritaba que siguiera con la vista fija en su labio mordido.
—¿Qué te ha ocurrido en el labio? —le preguntó finalmente en un susurro, con expresión todavía infantil pero astuta, incluso conspiradora.
—Cuando se apagaron las luces, choqué contra una pared —contestó Dhar.
—A mí me parece que te lo hizo esa mujer horrenda —se atrevió a decir Amy Sorabjee—. ¡Parece un mordisco!
John D. siguió bailando sin decir palabra; por la forma en que se le había hinchado el labio, no podía mostrar su sonrisa burlona.
—Todo el mundo la considera inaguantable —prosiguió Amy, aunque el silencio de Dhar la había vuelto más insegura—. ¿Y quién era la primera mujer con la que bailaste? La que se marchó.
—Una desnudista.
—¡Y qué más, no puede ser verdad!
—Es la pura verdad.
—¿Y la rubia quién es? —preguntó Amy—. Me dio la impresión de que estaba a punto de echarse a llorar.
—Una vieja amiga.
John D. ya estaba harto de esa chica. La idea que tienen las jovencitas sobre la intimidad consiste en que hay que responder todas sus preguntas. El actor estaba seguro de que Vinod ya estaría esperándolo fuera; seguramente había vuelto después de dejar a Muriel en el Wetness Cabaret. Él tenía ganas de acostarse, solo; quería ponerse más hielo en el labio y también disculparse con Farrokh. Había sido una grosería de su parte insinuar que prepararse para seducir a la señora Dogar no era «ningún circo»; él sabía muy bien lo que significaba el circo para el doctor Daruwalla y, más caritativamente, podría haber dicho que prepararse para Rahul no era «divertido». Ahora tenía que estar allí mientras la insaciable Amy Sorabjee intentaba meterlo (y meterse) en algún problema innecesario. «Es hora de largarse», pensó.
En ese preciso momento, Amy echó un rápido vistazo por encima del hombro de su pareja de baile; quería saber dónde estaban exactamente sus padres. Un terceto de carcamales —el señor Bannerjee luchando por bailar con su mujer y la viuda Lal— bloqueaba la visión de su hija a los Sorabjee y Amy aprovechó la ocasión, pues sabía que sólo brevemente se vería libre del escrutinio de los padres. Rozó con sus labios blandos la mejilla de John D. y luego le susurró algo al oído, jadeante.
—¡Podría besarte ese labio y así curártelo! —resolló. John D. siguió bailando tranquilamente. La ausencia de una respuesta restó seguridad en sí misma a Amy, que se apresuró a susurrar más quejosamente, al menos más prosaicamente—: A mí me gustan los hombres mayores.
—¿Sí? —dijo el astro cinematográfico a la tontita—. A mí también. ¡A mí también!
Con estas palabras se libró de ella: siempre funcionaba. Por fin el Inspector Dhar pudo largarse.