Cuando nací, mis padres dejaron el Zazpi y alquilaron el bar del barrio. El local incluía una pequeña vivienda pared con pared, nos mudamos allá. Media Luna era una humilde taberna de barrio: barra, cocina, pinchos al descubierto y servilletas y huesos de aceituna desparramados en el sufrido suelo. Bulla, ruido de platos y el murmullo entrecortado del grifo. Voces de hombre, humo, la tele. El bar era la extensión de la casa, o precisamente todo lo contrario: la casa era la extensión del bar. Mientras mis padres trabajaban, a mí me tenían en una canastilla situada en el vestíbulo, entre la barra y el descansillo. Dicen que apenas protestaba; al parecer, el barullo me ayudaba a dormir y hacía largas siestas. Curraban a turnos: aita trabajaba por la noche, y las mañanas dormía mientras ama abría el Media Luna, lo limpiaba y preparaba los pinchos. Si por casualidad me oía llorar, dejaba la barra a cargo de algún cliente y me daba el pecho en el vestíbulo.

—¡La camarera más joven de la historia! —le tomaban el pelo.

A los pocos meses de la muerte de Karmen, a principios de junio, la amama me llevó a su pueblo natal, La Esperanza. Mis padres pensaron que alejarse del pueblo y hacerse cargo de su nieta la ayudaría a sobrellevar el duelo. Ellos aprovecharon el momento para coger el Ataka y hacer el tercer cambio de bar y de casa.

En La Esperanza nos alojamos en casa del hermano menor de la amama. El tío Paco era concejal del PCE en un municipio de apenas cien habitantes. Sobre un pequeño cerro, el pueblo era un reducido conjunto de casas esparcidas a ambos lados de un camino sin asfaltar, apretujado contra la tierra en un paisaje montañoso y difuminado de suelo polvoriento, grietas en las paredes y pinos y olivos alrededor. Estuvimos de junio a septiembre en aquella aldea sin mayor entretenimiento. La amama cosió vestidos para mí porque la ropa que me había preparado ama era demasiado calurosa para el verano andaluz. No sé lo que haríamos durante el día. Debía de pasar el tiempo correteando al lado de la amama, pintando el suelo con tiza o jugando con piedrecillas. En las fotos que me sacaron durante aquellos meses, salgo siempre en el mismo vestíbulo, comiendo sandía dentro de un barreño lleno de agua o sentada en el pretil con mi traje de gitana. Las imágenes son demasiado claras, están quemadas, no hay primeros planos, están sacadas desde bastante lejos y aparezco sola en todas.

La vida de mis padres, en cambio, avanzaba a gran ritmo. Al poco de morir mi tía, aita se entregó al trabajo por completo. Si alguien le preguntaba sobre su hermana, respondía con una sonrisa sin palabras. Compró el bar, alquiló la casa y llenó las cámaras y las habitaciones de uno y de otro.

La amama y yo volvimos de Andalucía a mediados de septiembre, en cuanto acabaron las fiestas del pueblo. Mi padre, agachado frente a la puerta del Ataka, me dio la bienvenida con los brazos abiertos, yo no solté la mano de la amama. Saboreamos una gran comilona y, tras cerrar la puerta del bar, me encaminé hacia Lasalde.

—¡Ahora no vivimos allí, mi amor!

Me cogieron en brazos para llevarme a Altzadi, al barrio del otro lado del río.

—¡Esta es nuestra nueva choza!

Lo que recuerdo de aquella casa es que estaba en un barrio desconocido y que no tenía sala de estar ni comedor: la cocina estaba limitada por una barra americana de mármol, con tres taburetes demasiado altos para que yo pudiera encaramarme por mi cuenta.

A la salida de la ciudad, una telaraña de carreteras a diferentes niveles transportaba la sangre de chatarra que bombeaba el corazón oxidado de Bilbo. No podía comprobar si el periódico de la viajera sentada a mi lado mostraba en primera plana la noticia de la detención; lo tenía abierto en la sección de deportes. Apoyé la cabeza contra el cristal y, por primera vez en muchas horas, me dormí.

En el asiento trasero del Ford Escort el mundo era pequeño y cálido. Me tumbaba a lo largo, medio dormida. Sentía un ligero peso en el hombro y reconocía el olor de ama en el abrigo con el que acababa de taparme. En la radio, el inquietante Strange Fruit de Billie Holiday. Gotas de lluvia en el parabrisas. La voz de mi padre y, más modesta, la de mi madre. Risas.

Alguien me estaba sacudiendo bruscamente la chaqueta.

—Estás sangrando.

La mujer de al lado sacó un pañuelo del bolsillo del abrigo.

—Toma.

Me había puesto a sangrar por la nariz mientras dormía. Confundida, miré por la ventana. Pancorbo. España. Necesité unos segundos para hilar los últimos sucesos. Al incorporarme, me cayeron dos gotas, densas, en el pecho. Busqué los pañuelos de papel en la mochila, mientras intentaba cortar la hemorragia con la mano izquierda.

—Espera, déjame limpiarlo.

La mujer se puso a frotar la mancha del jersey con una toallita húmeda.

—Si se seca no la podrás sacar.

Me asusté.

—Déjalo, por favor.

De repente, me di cuenta de que se había ensuciado la mano con mi sangre.

—Límpiate eso.

—Tranquila, mujer.

Se frotó la mano levemente con la toallita húmeda que había utilizado para frotar mi jersey y la metió en el cenicero que había en el respaldo del asiento de enfrente.

—¡Dónde ha quedado la época en la que fumábamos en los autobuses!

Hice una pelotilla con el borde de un pañuelo, me la puse en la nariz y eché la cabeza hacia atrás.

—No es bueno tamponar la hemorragia.

Le di la espalda. Sentí la vibración del teléfono en el bolsillo de la chaqueta. Irantzu.

Hacía frío en el autobús. Tenía las rodillas atrapadas desde que el pasajero de delante había reclinado el asiento. La incomodidad me dio ganas de llorar. Con los ojos cerrados, intenté, en vano, volver al asiento trasero del coche de mis padres. En la radio sonaba el Waka Waka de Shakira. Atrás quedaban los ochenta. «Me voy a Madrid. Lo siento. Te lo explicaré», escribí. Apagué el teléfono.

Para cuando llegué a Madrid ya se había hecho de noche. Al bajar del autobús, una sensación de extrañeza se apoderó de mí. Miré a mi alrededor. No encontré a Luka. Quizás su invitación no había sido más que una elegante mentira, unas palabras de compromiso en un momento crítico. Al fin y al cabo, apenas nos conocíamos.

—Me suena tu cara.

Vestía la ropa que llevaba la última vez que nos vimos. Bajo la capucha de la sudadera, su pelo enmarañado. No lo había sentido venir.

Se alejó un paso de mí y entrecerró los ojos.

—¿Nos conocemos?

Llevaba las zapatillas mojadas.

—Nagore Vargas —dije.

—Luka Moretti —hizo gesto de quitarse el sombrero—; encantado de conocerte.

No era tan italiano como su apellido insinuaba. Su madre era de Venecia, pero desde que el destino lo había traído al mundo en el condado de Donegal, Irlanda, siempre había vivido de aquí para allá, detrás de una madre periodista que tenía como oficio sacar a la luz las entrañas de las luchas de liberación.

—Los sombreros no están de moda.

—Ni las revolucionarias. ¿Vienes?

Me ofreció su brazo. Se lo tomé. La boca del metro nos devoró.

—Nunca pensé que me refugiaría en Madrid.

—Pues ya ves.

El metro llegó en un abrir y cerrar de ojos. La gente nos empujó hacia dentro. El movimiento me alejaba de la tristeza; la culpa, del miedo más profundo. Estábamos bajo tierra. Vivos. Contemplé a Luka: un joven flaco y pequeño, de facciones corrientes. Más que atractivo, el transatlántico era acogedor. Un bote salvavidas.

—¿Cuándo sale tu vuelo a La Habana?

—Tengo pánico a los aviones.

—Se acabó el juego, Luka.

El metro se llenó hasta arriba. Íbamos de pie, apretujados entre decenas de cuerpos. Calor humano. Me cogió de la mano.

—Rápido, tenemos que cambiar de línea.

Salimos junto con la muchedumbre. Me abrazó.

—Lo siento, de verdad.

El suelo tembló bajo nuestros pies. Me condujo escaleras abajo. Entramos en otro vagón, estaba más vacío.

—¿Te gustan los canelones?

—Mucho.

Cuando salimos a la calle, el viento frío me atravesó las costillas. La gente iba demasiado deprisa. Me sentí mareada.

—No sé a qué he venido.

Luka siguió caminando.

—«Calle del Desengaño» —leyó en la señalización de la calle—. Por suerte, es un poco más adelante.

Era el segundo piso de un edificio antiguo. Subí los peldaños con dificultad.

—Estoy enferma, Luka —me desabroché la chaqueta—. No tenía que haber venido.

—Pues yo creo que sí.

—Puedes estar infectado por mi culpa.

Abrió la puerta y encendió la luz. Era un apartamento estrecho, sencillo pero adecuado.

—¿De quién es la casa?

—De unos colegas, nos la dejan a mi madre y a mí cada vez que venimos a Madrid.

—¿Estamos solos?

Me llevó a la habitación. Me quitó la chaqueta con una determinación hasta entonces desconocida y, tras darme un beso en la nuca, me quitó la camiseta.

—Pensaba que eras tímido.

—Túmbate.

Me tumbé en la cama de espaldas, me acarició las pecas con la yema de los dedos.

—Casiopea.

Me enredó el pelo con los dedos.

—Estoy muy flaca.

—Eres hermosa.

Se levantó y me observó.

—Hace frío.

Acercó las sábanas hasta mi cuello.

—Duerme un poco.

—No puedo.

—Inténtalo.

—Al despertar siempre es peor.

—Nagore, no me voy a ir.

La luz de las farolas entraba por la ventana. El sonido de la lluvia.

—Tócame.

Se tumbó encima de la colcha, boca arriba, a mi lado.

—No tengas ninguna prisa.

Solo escuchaba el miedo.

—Esto no empezó ayer y no acabará mañana. —Su mano se posó en mi espalda—. Hagamos las cosas despacio.

Me acarició las costillas. Me encogí.

—Cuidado.

Volvió a taparme con la colcha.

—Por encima de la sábana, por favor.

Percibí la nerviosa desnudez de Luka al otro lado del tejido. Hicimos el amor sin tocarnos la piel.

Luka estaba en la cocina. Me vestí y me acerqué. Limpiaba el objetivo de la videocámara.

—Tenemos que hablar.

—Aquí estás.

Guardó la cámara en la bolsa con cuidado.

—Buenos días.

—No va a funcionar.

Partió una naranja.

—Te has despertado fatalista, ¿eh?

—No creo en las relaciones de pareja.

—¿Quieres café?

Me senté.

—No puedes hacer como si no pasara nada.

—De acuerdo.

—Actúas por compasión.

Sacó los zumos a la mesa.

—No es mi estilo.

—Si no es por lástima, ¿qué otro motivo puedes tener tú para quedarte conmigo?

—Por lo visto, no se te ocurre ni uno.

Recogió el cable del micrófono de la cámara. Tras estudiar cine en Cuba, había vuelto a Euskal Herria con una beca de estudios para hacer un documental sobre los movimientos juveniles. Tenía que montar el material grabado en La Habana.

—No es una opción nada práctica, Luka.

Le entró la risa.

—Lo tenías que haber dicho en primera persona: «No soy una opción nada práctica».

—El amor no es una cosa misteriosa y racionalmente incontrolable.

—¿Has dicho amor?

Me avergoncé.

—Es algo que se puede medir y negociar.

—Ajá.

—Eso es así.

—Y dices que yo me comporto irracionalmente, ¿verdad?

—Sí.

—Guiado por pasiones incomprensibles…

Se quedó un rato mirando por la ventana. Luego se giró y me dijo:

—Si fueras más tonta, vivirías más tranquila.

—Si fueras más listo, te estarías callado —le respondí.

Se sentó delante de mí.

—Escúchame: llevo toda la vida detrás de una mujer. He vivido en cada destino de mi madre: Irlanda, Bogotá, Barcelona, Bilbo, La Habana. Nunca he dormido en la misma cama más de tres meses. Quiero una pausa y necesito una mujer que la reemplace en mi vida.

—Una mujer que la reemplace.

—Eso es.

—Eso es muy práctico, del todo práctico.

—Completamente. Tú ahora no te irás muy lejos. Tienes una casa en Bilbo y yo no tengo dinero para pagar un alquiler.

—Muy romántico.

—Siempre he vivido en lugares conflictivos, así que eres un territorio de lo más adecuado para mí.

Giró la silla y se sentó a horcajadas apoyado contra el respaldo.

—Hablemos ahora sobre ti.

—¿Sobre mí?

—¿A qué has venido?

—No lo sé.

—¿Quieres que te lo diga yo?

Encendí un cigarro.

—A buscar un desgraciado que no te abandone.

—¡Por favor! —me enfadé.

Untó una tostada con tomate y me la trajo a la mesa.

—Di que no.

—¿Me echas en cara querer aprovecharme de ti?

—Tanto como yo de ti. Te gustan las teorías sobre el amor, ¿verdad?

—Mucho.

—Pues toma una: el amor nunca es un por qué; siempre es un para qué.

Se levantó y se echó la bolsa de la videocámara a la espalda.

—Me voy.

—¿A dónde?

—Me ha llamado la abogada: Karra declarará dentro de media hora.

De niña, me entretenía pensar sobre las desgracias y jugar con el dolor. Solía hundirme las uñas en los muslos o en los antebrazos tan fuerte como podía, para conocer la magnitud del dolor que era capaz de causarme conscientemente a mí misma. Luego, soltaba las uñas y observaba fascinada las marcas rojizas y el dolor que, a poco, se mitigaba. A veces me mordía el brazo o la parte superior de la mano. Una vez, en la escuela, metí el meñique en el agujero del sacapuntas y, mientras el profesor explicaba la lección, giré el dedo. Grité, no sé si por dolor o por sorpresa.

—¿Por qué has hecho eso? —se acercó el profesor alterado.

No supe responder.

Me gustaba compartir esas experiencias con aita. Me parecía que cuando le revelaba cosas por el estilo me escuchaba con más atención. Desde la atalaya de los taburetes del bar, reflexionaba con él sobre la falsa felicidad; luego, en solitario, llegaba a comprender sus ampulosas frases y las repetía orgullosa delante de mis amigos:

—La desgracia puede ser mucho más interesante que la felicidad.

Lo que dijo cuando le conté lo del sacapuntas, sin embargo, me dejó confundida.

—Tú sabes que yo no puedo sentir tu dolor, ¿verdad?

Me enseñó a luchar contra las falsas expectativas.

—Si la sopa está fría, es inútil pensar que está caliente.

Con tan solo cinco años, me reveló que el Olentzero* y los Reyes Magos no existían, y me explicó al detalle las razones por las cuales yo tenía que estar en contra de aquellas celebraciones. Por motivos ideológicos y prácticos, en nuestra casa no se celebraba la Navidad. Año tras año, me esforzaba con energía en mi íntima cruzada contra las luces de colores, los villancicos, los regalos y las familias felices. Aun así, al llegar la Navidad, acababa escribiéndole una carta a Olentzero, avergonzada por haber sucumbido a su encanto y con mucho cuidado para que mi padre no me pillara. Le pedía una sola cosa, y no muy grande.

La víspera de Navidad, mis padres terminaban tarde el turno del bar; y en Nochevieja apenas libraban un par de horas para cenar antes de volver al Ataka. Los días de Navidad y Año Nuevo, bajaban a limpiar el bar después de dormir hasta tarde.

El 24 de diciembre, la taberna abría hasta que se acababa el chiquiteo del anochecer. Solían necesitar cinco o seis camareros para despachar a la oleada de gente que se amontonaba aquel día. El bar se ponía hasta arriba, tanto que para los currelas resultaba imposible incluso salir al baño, y meaban en la cocina, los hombres en el fregadero y ama en una palangana. También yo me quedaba ayudando en el Ataka en vez de ir a la kalejira* nocturna a favor de los presos; llevaba los vasos vacíos a la barra y «hacía los cascos».

Cada año se aprovechaba ese día para hacer la foto grupal del equipo. En una de ellas, tomada con mis padres y sus compañeros de curro, aparezco con siete u ocho años subida a una caja de cerveza y con un cigarro sin encender en la mano. Mi madre tiene medio rostro escondido detrás de su negro pelo, tan seria, triste y hermosa como siempre.

Nos retirábamos a Altzadi hacia las once de la noche. Ángel venía con nosotros y se quedaba con mis padres en la cocina o alrededor de la mesa bebiendo cerveza, hablando y fumando petas. Liaban un canuto y se lo fumaban por turnos. De tanto en tanto, abrían la puerta del balcón para airear la cocina. Yo me sentaba con ellos, y allí me quedaba hasta que el cansancio y aquel dulce humo me vencían y caía rendida encima de la mesa. Mi padre me llevaba a la cama a alguna hora intempestiva; el cuerpo inconsciente, los brazos colgando. Era la única manera de dormirme sin miedos: derrotada por el cansancio y sin enterarme de nada, con la seguridad de que mi padre se encargaría de todo lo demás.

Al poco, en medio del profundo sueño, sentía que una mano me tomaba del hombro y me sacudía con suavidad.

—Ha venido Olentzero —me susurraba Ángel.

Abría entonces los ojos y encontraba un regalo en una esquina de la habitación. Me levantaba de la cama en silencio, vestida todavía de calle.

—Tranquila, yo me quedo vigilando.

Con cuidado, desenvolvía el regalo.

—¿Ha acertado? —me preguntaba.

Y yo abrazaba con todas mis fuerzas a mi ángel de la guarda.

Con ocho años, y contra mi voluntad, mi padre me matriculó en la escuela de música. Nadie de mi clase se había apuntado y yo no quería ir sola. En el camino le expliqué mi temor a aita, pero me riñó por ser miedica. Aunque nos habíamos cambiado a Altzadi, yo seguía yendo a la escuela de Lasalde, a Urruzuno. Aliados con la única familia euskaldún* que conocíamos en el barrio, mi padre luchó para que pudiéramos recibir las clases en euskera. Yo era la única de clase que tenía al menos un progenitor euskaldún, pero sospechaba que eso no me libraría del cepo de aquellos otros niños sentados en líneas ordenadas. Mi padre me acompañó hasta la puerta.

—¡Venga, vete!

Había que subir un montón de escaleras: la escuela de música estaba en el último piso de un antiguo edificio. Iba totalmente acojonada. Mi miedo se materializó en el tramo del segundo al tercer piso: las de la ikastola formaban un corredor sentadas a los dos lados de la escalera, y yo tenía que pasar a la fuerza por en medio para poder llegar a clase. Comencé a cruzar el pasillo despacio, mirando al suelo. Escuché una pequeña risa por detrás. Intenté aligerar la marcha, pero varias piernas con pantalones Adidas se alargaban para cortarme el paso. Una chica empezó a imitar ruidos de pedo. Otra, poniendo las manos como altavoz, gritó «Urruzuno, no se salva ninguno», y las demás le siguieron en coro: «Urruzuno, ocho petas fumo», «Urruzuno, maquetos* y morunos», «Urruzuno, del sida me vacuno»… Hice el camino entre rimas, sintiendo las virtudes de la musicalidad en las entrañas.

—No estoy dispuesto a perder esta lucha de clases, Jenisjoplin.

Mi padre llevaba años intentando aprender a tocar la guitarra. La sacaba de la funda en todas las comidas con amigos, pero no era capaz de tocar una canción entera, y daba por supuesto que la torpe relación que mantenía con su instrumento tenía una conexión directa con las diferencias de clase.

—Entre los inteligentes y los intelectuales —me dijo— no hay más que un peldaño: se llama dinero.

Y, claro, nosotros éramos inteligentes. Muy inteligentes. Lo mismo le pasaba al escribir poemas o cuando empezaba a hacer reflexiones demasiado profundas: al principio las palabras le fluían sin dificultad, pero, de repente, dudaba entre el significado de digresión y regresión; o decía diabetis en vez de diabetes, y el discurso que había estado hilando se le derrumbaba de arriba abajo, junto a su credibilidad, poética y encanto. Sus zapatillas no estaban hechas para aquellos senderos. Engañaría a los vecinos del barrio dándoselas de intelectual, pero como mucho sería el más listo de la escalera.

Me matriculó en todas las ramas que ofrecía la escuela de música: solfeo, guitarra, coro… Encontré la clase que me correspondía y me senté en una mesa de la fila de atrás, junto a la ventana.

Apenas alcé la vista de la mesa para expresar que estaba allí cuando la profesora pasó lista. Lejos quedaba el orgullo de los Vargas, la casta del apellido gitano que mi padre con tanta pasión ensalzaba. Si hubiera leído dos apellidos de cada uno, se me hubiera rebajado la vergüenza a la mitad, atenuada por el Alkorta que venía detrás de aquel Vargas tan Vargas, pero nadie sabía cuál era mi segundo apellido, ni lo iban a saber, no de mi boca.

Puso una pomposa melodía en el radiocasete, nos ordenó que siguiéramos el ritmo dando palmas.

—¿Qué es, Mozart o Vivaldi? —escuché que le preguntaba una chica presumida a otra.

Yo sabría distinguir entre Camarón y Manzanita con tan solo escuchar dos notas. Sentí un inmenso ridículo aplaudiendo en aquella habitación en medio de aquellos niños vestidos de marca. Por suerte, no fui yo a quien la profesora mandó salir a la pizarra a dibujar una semicorchea, por lo que pude pasar el primer día de conservatorio bastante desapercibida.

En cuanto acabó la clase, salí pitando. Aquel primer día había conseguido esquivar las zancadillas y las burlas de las niñas de la ikastola.

Aita me esperaba en las escaleras de la entrada.

—¿Qué tal? —me preguntó con una felicidad desmedida.

—Bien.

—Te lo dije.

—Aita, ¿nosotros somos maquetos?

Apretó los dientes.

—Tú eres tan vasca como ellos, ¿me oyes? —gritó señalando a los que venían escaleras abajo.

No me atreví a hacerle frente. Asentí con la cabeza, aunque identificaba bien claro quiénes eran los euskaldunes de verdad: los de la ikastola, los que por las tardes iban a solfeo, a danzas vascas y a clases particulares de inglés, los que no tenían ropa de mercadillo y en los deportes interescolares llevaban camisetas y pantalones uniformados con letras elegantes impresas a máquina; no como nosotros, que adornábamos con rotuladores las camisetas del clujuvenil regaladas por el banco. Para todos, excepto para mi padre, los vascos eran ellos: los que no vivían en Lasalde, los otros.

—Jenisjoplin, en tu próximo cumpleaños te voy a regalar una guitarra eléctrica roja y brillante.

Corre por mis venas un antiguo sentimiento de culpa, un ansia por ser castigada, una dialéctica íntima con el verdugo. Es el mismo juego que tengo con la vida: castígame, le digo, pero midámonos cara a cara. Pongamos la carne, el sudor, la sangre en juego. Me siento viva en la lucha; en la paz, muero. Por eso busco la violencia; porque me libra de la calma, de la pausa, del silencio. Porque me hace recordar que tengo un cuerpo y que es mío.

La mayoría de la gente intenta evitar las situaciones conflictivas, ya que la violencia le parece fea. Me ha costado ser consciente de ello. A mí me pasa al revés: me atrae. Me siento interpelada, me llama por mi nombre. Con frecuencia, yo misma he creado el enfrentamiento: con profesores, con clientes del bar, con la policía, con los médicos y conmigo misma. Es muy mío esto de echarle un órdago a la autoridad. De camino a las manifestaciones, suelo estar a la espera del control para que me hagan bajar del coche. Pero nunca me paran. Quisiera demostrarles que no les tengo miedo a aquellos que me toman por invisible. He fantaseado con el momento de mi detención, hasta el punto de llegar a desearla: los he imaginado echando la puerta abajo, y yo de pie en la sala. Esperándoles. Mi cuerpo frente a frente con el de un policía, un juez, respondiendo a cada una de sus preguntas sin apartarle la mirada.

La violencia, para mí, no es algo ajeno y desdeñable, es un medio más de comunicación. Algo que está ahí: en nosotros, con nosotros. No me parece asquerosa hasta el desprecio. Diría que la entiendo. Peor me parecen el desdén, el rechazo, el menosprecio silencioso.

«Tú verás», me solía responder mi padre de niña cada vez que le pedía permiso para algo. Si no le obedecía, recibía su silencio a cambio. A mis amigos del barrio los castigaban si los pillaban haciendo travesuras. Sin tele. Sin cena. Sin regalos. A mí no. Tuve una época en la que empecé a pedirle a aita que me castigara; le confesaba mis errores y, si no los tenía, magnificaba mis malas conductas para merecer el castigo, o incluso me las inventaba. Pero mi padre cambiaba de tema, se ponía a otra cosa, y dejaba sobre mí todo el peso de la culpa. Mi madre callaba. Fui una niña que arrastraba el lastre de la responsabilidad, sin castigos ni perdón. Hasta que, de un día para otro, empecé a autocastigarme: si creía que había hecho algo mal, me encerraba en mi cuarto, y si mis amigos me llamaban para ir a la calle les respondía que no podía, que estaba castigada. Aguantaba hasta que, muerta de aburrimiento, decidía que la pena había acabado. Ni castigos, ni permisos, ni prohibiciones. Solo «tú verás».

La violencia de tú a tú no es siempre la peor. Es más despiadada la crueldad a distancia. Miramos a la violencia más descorazonadora con indiferencia, sentados y a bajo volumen. Nadie habla de la explotación económica con la misma repugnancia y el mismo convencimiento que utilizan contra la violencia insurgente. El pobre no es víctima. El necesitado no puede denunciar a nadie por el simple hecho de ser pobre. Nadie propondrá una reconciliación entre ricos y desamparados. Mientras que el terrorismo es un lastre que hay que exterminar de raíz, los informes que excusan la opresión económica se escriben en despachos asépticos. La violencia cara a cara no es tan mala como dicen. En el enfrentamiento hay siempre un contacto con el otro; estás en los ojos del otro, existes. Y yo me siento del todo viva en situaciones violentas, en el choque de cuerpos, en los gritos, en medio del dolor y la justicia. Quisiera saber qué haría si cuatro picoletos me sacaran del coche y me llevaran a empujones al monte en la oscuridad, si sostendría mi valentía o me cagaría en los pantalones; qué olor tendría el lodazal y el aliento de los perros. El impulso al desafío nace de mis entrañas, del mismo lugar de donde me brota el sexo. Desafiar a los picolos; retarme a mí misma. ¿Resistirás?

Y creo que he tenido suerte. Siempre he salido bien parada de los aprietos. He estado en peligro una barbaridad de veces, he dejado atrás cristales rotos, puñetazos, pelotazos, pistolas, navajas, porras y violadores. Hay hombres que me han perseguido hasta la puerta de mi casa, y no he salido corriendo; me he quedado escuchando sus pasos, me he girado, he dado la cara y he cerrado la puerta del portal en sus narices. Y se han ido. He llamado al peligro, porque me sentía más segura así y no dejando que me pillara por sorpresa. He tenido una firme sensación de inmunidad durante años. Hasta que la vida ha venido y me ha dicho: estabas equivocada, Nagore, no eres inmune.

Somosierra. La carretera agrietada por el calor y el frío. En las orillas, algunas encinas y arbustos esparcidos: brezo, romero, bastos espinos.

—Nagore.

Aparté la cabeza de la ventanilla y de mis pensamientos.

Los ojos de Karra en el retrovisor.

—Estás muy callada.

No habían pasado ni dos horas desde que lo habíamos visto salir por la puerta de la Audiencia Nacional. Irantzu se le tiró al cuello en cuanto pisó la calle, sin dejarle ni siquiera respirar. La reacción de Karra me asustó. Había sido sutil, el leve comienzo de un gesto: cuando la amiga se le lanzó encima, me pareció ver un pequeño ademán para protegerse con los brazos. Un paso parado en seco y un impulso casi imperceptible de levantar los brazos, que controló de inmediato. Busqué la mirada de mi colega desde lejos. Me sonrió con calma, asintió con la cabeza. Un detalle que no supe interpretar: le faltaban los cordones de las botas Martens. Luka registraba el momento detrás de la videocámara.

En cuanto lo abrazamos, se quedó mirando alrededor.

—Te esperan en casa.

—¿No han venido?

—Liher ha pillado la varicela y ha pasado las dos últimas noches con fiebre alta.

—Qué pena.

—Le hemos prometido que te llevaremos para la hora de comer.

Se acarició la barriga.

—¿Te apetece un café? ¿Ya te han dado algo de comer?

Le señalé el bar Riofrío que quedaba enfrente de la Audiencia.

—¡Ni de palo! Nos vamos de aquí echando hostias —nos dijo.

Irantzu lo agarró del brazo.

—He dejado el coche en marcha.

—Cuando queráis —añadió Luka.

Todos lo observamos.

—¿Tú no te ibas a La Habana?

—¿Yo?

Acabó de recoger la cámara. Karra nos agarró a Irantzu y a mí del cuello.

—¿Qué tal el viaje?

Tuve que sostener la mirada que Irantzu me echó de reojo.

—He venido yo solita.

Me estaba pidiendo cuentas. Karra meneó la cabeza, confundido.

—Creo que me he perdido algún capítulo.

—Yo también —afirmó Irantzu.

Miré a Luka. Me guiñó el ojo. Se puso la mochila y la bolsa de la cámara al hombro.

—Irantzu, ¿crees que tu Corsa podrá con los cuatro?

De vuelta en la carretera. Cerezo de Abajo. Aldealcorvo. Cantalejo. Periodistas en ruta: Irantzu de chófer, Karra de copiloto y Luka y yo detrás.

—¿Cómo te han tratado, tío? —Luka le acarició el pelo desde el asiento trasero.

—No me puedo quejar.

—¿Ha sido muy duro? —Irantzu aflojó la velocidad.

—Se está mejor de vacaciones, pero bueno.

—¿Te marearon mucho?

—No callaban.

Karra, mirando por la ventanilla, enmudeció por un instante.

—Mentira tras mentira.

—Eso es lo peor: aunque le ordenes lo contrario a la mente, siempre intenta rescatar alguna verdad entre las mentiras.

Miró el reloj.

—Pon la radio.

—Solo pilla Radio María.

Karra se rio.

—¡Intenta rescatar alguna verdad de ahí!

Pardilla. Fuentenebro. Gotas de lluvia.

—¿Has mantenido la calma?

Nos preguntó sobre los teléfonos poniendo el pulgar en la oreja y el meñique en la boca. Le manifestamos que podía hablar con tranquilidad.

—Hasta que he pasado ante el juez no sabía que me habían llevado solo a mí. Me había parecido oír la voz de Nagore en el calabozo de al lado.

Levanté la mirada.

—Hasta que me lo ha desmentido el juez, estaba del todo convencido.

Luka me acarició el muslo. Me di cuenta de que estaba totalmente ensimismada. Le di la mano.

—¿Y eso? —Karra se giró de golpe.

—¿Qué? —dijo Irantzu.

Solté su mano, asustada.

—Hostia puta. ¡Habéis estado follando mientras me tenían dentro!

Irantzu miró hacia atrás. El coche se torció hacia la derecha.

—¡Mira para delante!

—¡Y yo preocupado por ti! —me echó en cara Karra.

Se dirigió a Irantzu.

—¿Tú lo sabías?

—¿De qué estáis hablando? —se enfadó ella.

—Llevamos detrás a dos traidores de calentón.

Abrí la boca por primera vez en dos horas.

—No es lo que creéis.

Irantzu soltó el volante y levantó las manos.

—¿Me dejaste colgada solo para que este te comiera el coño?

—Irantzu, cállate —se enfureció Luka.

—Para ahí.

Irantzu obedeció mi orden y paró el coche en un restop al borde del camino. Llovía. Encendí un cigarro sin abrir la ventanilla.

—Sé que no es un momento adecuado para hablar sobre mí. Acabas de salir del calabozo, pero se me han torcido las cosas.

Irantzu me observó con seriedad.

—El día de la detención fui al hospital para hacerme una analítica supuestamente normal.

—¿Qué tienes?

—Me han diagnosticado sida.

Vi como las caras de mis amigos se desfiguraban.

—Cuando se lo conté a Luka, me invitó a Madrid y cogí el autobús sin pensármelo dos veces. Lo siento, Irantzu, no era capaz de dar la rueda de prensa.

Los tres quedaron en silencio.

Un camión nos tocó la bocina, le estábamos cerrando el paso.

—Así que era verdad… —Karra movía la cabeza.

—¿Qué?

—Me lo dijeron los txakurras.

Me miraba con firmeza.

—¿Cómo?

—Lo sabían. Estuvieron venga decir que tenías el bicho. Yo no les creí…

—Pero… No puede ser…

Una gran sensación de irrealidad se apoderó de mí. Miré a Luka, aterrada.

—¿Cómo se lo contaste a Luka? —me preguntó Karra.

—Joder —murmuró Luka.

Yo estaba muy perdida.

—El teléfono, Nagore. Lo tienes pinchado.

Salí del coche. Necesitaba respirar.

—¡Nagore!

Me alejé caminando. Pronto estaba de vuelta, empapada.

—¿Qué te dijeron exactamente?

—No lo sé…

—Dime la verdad, Karra.

—Pues que el día de la detención te vieron de camino a casa y que estabas demacradísima.

Me acordé del matón que avisté en aquel portal mientras llevaba las compras.

—Sacó el tema el que parecía más tranquilo: «La pobre parecía un esqueleto…».

—Qué más.

—Otro dijo: «Claro, con la enfermedad de las putas y los yonquis…», o algo por el estilo.

—Putos cabrones —Luka estaba que echaba fuego.

—¿Y qué más?

—Nada más.

—Dime la verdad.

—No es más que veneno.

—Quiero escucharlo.

—«Ya tiene lo que se merece la muy zorra».

—Te dirían que me moriré pronto.

Se quedó callado.

—Genial. Pues ahora ya lo sabéis todos: los médicos, la policía, vosotros. Nothing to declare. Vámonos a casa.

Hicimos los siguientes kilómetros en silencio. Quintanilla de la Mata, Villafruela. Y más adelante Burgos, Atapuerca. Irantzu sintonizó Euskadi Irratia* a la altura de Armiñón. En el noticiario de la una supimos que, aunque Karra había sido liberado, el juez Pablo Ruz había dado orden de cerrar preventivamente la radio Libre.

El cielo estaba a ras de suelo. Era un día nublado y húmedo de septiembre de 1994. Tenía doce años.

—¿Vamos a dar una vuelta? —me preguntó mi padre por teléfono.

Me llevó a Zumaia. La marea viva arrastraba el mar hasta el borde de la baranda.

—¿Nos metemos?

Yo no tenía ganas de mojarme.

—¡El último baño de otoño! —me dijo, animado.

Para mi viejo, todos los «últimos» eran sagrados: el último cigarro, la última canción, la última oportunidad. Empezó a soltarse los cordones.

—¡Vamos!

No teníamos bañador. Encontramos una toalla vieja en el maletero. Mi padre cruzó la playa vacía desnudo, yo le seguí en ropa interior. Nada más entrar en el agua, las olas, espumosas, nos golpearon los muslos y la cadera; la fuerza del mar arrebataba la arena bajo nuestros pies, deshaciendo el suelo y hundiéndonos las plantas. A veinte metros avisté un pequeño tronco acarreado por el río.

—¡A que no llegas hasta allí!

Metí la cabeza bajo el agua y pasé una ola por debajo. Otra. Nadé hacia adelante, flotando sobre las olas que venían sin romperse y sumergiéndome con las blancas que llegaban a golpes. Agarré el tronco. Iba a levantarlo con la mano y enseñárselo, cuando una gran ola me pilló por detrás de improviso y la madera me golpeó la cabeza. Intenté sacar la cabeza del agua, pero apenas conseguí una bocanada de aire la siguiente oleada volvió a hundirme. Decidí permanecer quieta bajo el agua, esperar a que las olas se calmaran en vez de luchar contra el mar. Cuando salí a la superficie me di cuenta de que estaba unos metros más lejos de la orilla que antes. La resaca me llevaba mar adentro. Llamé a mi padre. Asustada, empecé a nadar hacia la costa, tratando de dar fuertes brazadas. Otra ola me engulló. Blanco. Conseguí respirar. Arena. La cabeza de mi padre a lo lejos. Blanco, negro y, luego, rojo. Un trozo de cielo, gris. En la lejanía, la sensación de que era arrastrada hacia el fondo… Y, de repente, la rendición. Silencio. Cabeza y brazos a merced del agua. El dulce balanceo del ser. La música del mar en mis entrañas. La cuna. El sueño.

Me desperté en brazos de mi padre, envuelta en la vieja toalla.

—¿A dónde ibas, Jenisjoplin?

Temblaba. Me cogió en brazos para llevarme al coche, como solía llevarme del sofá a la cama. Me tapó con una manta y encendió la calefacción. Ese placentero rumor. Una felicidad interna se apoderó de mí, era tan dulce aquel calor, tan tranquilizadora su mano en mi cabeza.

Se vistió.

—Nagore… —me dijo.

Lo miré sonriente. Me tomó la barbilla suavemente.

—Tu madre y yo hemos decidido separarnos.

Me quedé callada mirándolo. El mar resonaba todavía en mis oídos. Empecé a escuchar una especie de pitido.

—Es una decisión como cualquier otra…

Hizo una pausa.

—Al igual que tú has decidido dejar el solfeo, nosotros hemos decidido dejar lo nuestro.

Solo se escuchaba el graznido de las gaviotas. Otro coche aparcó al lado del nuestro, escuché el jaleo de unos niños. Toda mi atención se concentró en el rumor de la calefacción. El absurdo de estar envuelta en una manta a cuadros con la ropa interior mojada. Una pesada sensación de invalidez. Una lágrima traidora se me escapó, tibia y densa, mejilla abajo.

—Quizás vuelva a tocar la guitarra.

Me apartó el pelo mojado de la cara.

—En principio, me iré a Madrid. Luego, ya se verá.

Sentí que mi cuerpo se volvía rígido. Esa geografía donde el mar se congela. La primera gota de lluvia en el parabrisas. Muda, intenté repasar los últimos meses en mi mente. No recordaba besos o abrazos entre mis padres, tampoco ninguna bronca.

La marea estaba bajando en la playa de Itzurun. La resaca empujaba con fuerza el agua hacia afuera, a mar abierto. El motor del coche seguía en marcha y, en la orilla, quieto y oscuro, yacía el tronco que creía haber atrapado.

Cuando mis padres se separaron, nos mudamos por cuarta vez. Unos antiguos vecinos habían puesto su casa en alquiler; se la dejaron a buen precio a mi madre y volvimos a Lasalde. Ángel nos ayudó con el traslado. Yo estaba contenta de dejar Altzadi y volver a nuestro barrio.

La nueva vivienda de Lasalde era un bajo; podía entrar y salir tanto por la puerta como por la ventana de mi habitación. Al lado vivía una mujer andrajosa llamada Maritere Kortaberria. En el barrio la tomaban por loca porque vestía una bata y vivía con docenas de gatos, pero, sobre todo, porque hablaba con Paquito, su periquito.

—¿Cómo coño has conseguido que tu periquito hable? —le pregunté.

—Lo más importante es poner un espejo en la jaula. Los periquitos no hablan si no sienten compañía. Y, luego, muchas horas. Hay que tener confianza con el pájaro, qué pensabas. Lo mejor es entrenar por la mañana, nada más destapar la jaula. Hay que repetirles palabras, repetir, repetir, repetir. Los mejores sonidos son p, t, k y d. «Paquito, Paquito, Paquito». Y, ¡chas! Un poco de apio.

«¡Paquito, Paquito!», siguió gritando el periquito.

—Con esa es más difícil.

Apareció por al lado una chica robusta, unos años mayor que yo, y entró en casa de Maritere. Cruzó el rellano como si allí no hubiera nadie. La propia vecina me contó que su hija tenía esquizofrenia. Por lo visto, también tenía un hijo, pero en la cárcel.

—Por unas violaciones —dijo, sin apenas mudar el gesto.

No mencionó el nombre de la hija ni del hijo. Me señaló una foto que había en la entrada de la casa: un tipo flaco de unos treinta años.

Pasé unas cuantas tardes en casa de Maritere, cuidando a los gatos y enseñándole palabras nuevas a Paquito: «¡Compota! ¡Compota! ¡Compota!». Un día, se difundió por el barrio que habían soltado a Korta. Como el violador andaba suelto, los padres y los profesores nos advirtieron a las chicas que no anduviéramos solas y que no fuéramos hacia el monte. En el patio, los chicos se divertían asustando a las chicas: «¡Violador!», gritaban, y ellas, dejando a un lado mochilas, muñecas, piedras, palillos o lo que fuera, corrían como si no hubiera un mañana, hasta que se daban cuenta de la broma y, tras algún que otro reproche, volvían al juego.

No percibí movimientos en el barrio; les decía a mis amigas que no eran más que rumores, que no hicieran caso a esas habladurías. Viendo que me quedaba quieta, los chicos pasaron al contraataque.

—Mira cómo se le han engordado las tetas —escuché que decía Mikel, un vecino nuestro.

Cuando los chicos empezaron a evaluarnos, comenzamos a medirnos a nosotras mismas. En pocos meses me habían crecido los pechos de manera significativa, y no solo porque había ganado algún kilo que otro. Le cogí un sujetador a mi madre del cajón de abajo y comprobé que me quedaba pequeño. Las bromas y provocaciones de los chicos aumentaron, y decreció la poca estima que nos teníamos. Nos decían que cogiéramos un libro de tapa dura, lo abriéramos a la altura del pecho y lo intentáramos cerrar. A las que tenían un poco de carne, se les aplastaban las tetas, y se mofaban de ellas. A otras se les cerraba el libro por completo, y también se reían por ello. Los de la ikastola llamaban «tablas de surf» a las chicas sin pecho. En Lasalde las comparaban con chapa de ocume. Hacían rankings en la pizarra comparando las tetas de cada una de las chicas con montañas. Las más grandes eran el Everest; las más pequeñas, Xoxote. Nos comparaban con animales, montes, objetos, comida o materiales.

Una tarde, cuando iba hacia casa tras salir del cole, Mikel me siguió, me agarro de las tiras del sujetador y me las zarandeó arriba y abajo. Me giré y le pegué un buen tortazo, pero Mikel siguió riendo a carcajadas en medio de un círculo de chicos. Me percaté de que el profesor que permanecía de pie junto a la cuadrilla de jóvenes no podía apenas contener su risa. Sentí la rabia que me subía por las piernas, el impulso de darle un puñetazo al profesor, pero me quedé paralizada. En casa, me quité la camiseta y me planté delante del espejo: ¿de dónde diablos habían salido esos pechos? No me parecían míos. No los conocía, no sabía nada sobre ellos, me dolían, se movían. Los miraban, medían, comparaban. Sentí que por culpa de aquellos trozos de carne me expulsarían para siempre de algún lugar, pero no sabía decir exactamente de cuál.

Continué estando con Maritere; ella al menos me dejaba en paz. Le hacía los recados, sobre todo latas de conserva, y la ayudaba a colocar los botes en los estantes más altos, ya que para entonces era mucho más alta que ella.

En la escuela, nos ordenaron construir un instrumento de música con materiales reciclados, así que aquella tarde fui con una compañera al basurero que quedaba al otro lado del tren, en busca de material. Cruzamos las vías y, mientras íbamos camino arriba, vi a Korta. No dudé ni un segundo. Caminaba cuesta abajo con pasos torpes.

—Es él —dije.

Advertí que mi amiga estaba a punto de salir corriendo, pero la sujeté fuerte del brazo y tiré de ella hacia delante. Seguimos caminando, despacio pero sin detenernos. Pasamos a su lado, a escaso medio metro, vimos como se alejaba en dirección contraria. Cuando llegamos al basurero, mi compañera me soltó la mano y me empujó con fuerza, enfadada.

—¡Estás loca!

A los pocos días, de noche, mientras veía la tele con mi madre, oímos un ruido seco. Sentadas en el sillón, nos pusimos en tensión, y cuando nos acercamos a la ventana, vimos que había fuego en casa de Maritere. Salimos corriendo al portal, y allá estaba la vecina, con la misma bata de siempre y el pelo en llamas, gritando. Mi madre le echó una toalla a la cabeza. El humo y el olor a pelo quemado se esparcieron por el estrecho vestíbulo. El hijo, tras romper la ventana con una piedra, había lanzado un cóctel molotov a la habitación de su madre. Habían desaparecido todos los gatos, también Paquito.

—Le he abierto la jaula, si no se habría muerto quemado o asfixiado —nos dijo Maritere.

Nos dimos cuenta, entonces, de que su hija seguía dentro de casa; sentada al borde de la cama, mirando a la pared, inmóvil. La tuvimos que sacar a tirones entre las tres, porque no tenía ninguna intención de salir de allí.

Mi madre llamó a la Ertzaintza, pero no pasaron ni cinco minutos con Maritere. Aquella noche las vecinas durmieron en nuestra casa. Al cabo de unos días, los gatos volvieron. Paquito, no.

Cuando llegamos a Bilbo, acompañamos a Karra hasta casa. La niña, llena de granos, lloraba en brazos de su madre. La novia de Karra nos invitó a comer, pero quisimos respetar la intimidad de la familia.

Nos enseñó en el móvil las imágenes de la noticia matutina: la puerta de la radio Libre precintada.

—También nos han bloqueado el correo —me hizo saber Irantzu.

—Tendréis que empezar de cero.

Cruzando Atxuri, vislumbré la espalda redondeada del teatro Arriaga a través del parabrisas. Al parar en un semáforo en rojo, Irantzu levantó los brazos por encima de la cabeza y echó la cadera hacia atrás. Giró el cuello hacia un lado y luego hacia el otro. Tenía que estar cansada después de la ida y venida a Madrid. Se había quedado sin trabajo. Tendría que volver a enviar currículums, empezar a hacer colaboraciones, regresar a la sala de espera del periodismo por cuatro perras: algún pequeño reportaje por encargo para Argia*, un suplemento sobre jardinería en Berria*… Escribía bien, con precisión y sustancia, pero no había tenido mucha suerte. En el último año de carrera había estado en la sección de televisión y agenda del Berria, por lo que no pudo hacer ningún alarde estilístico.

En el paseo del Arenal estaban montando las casetas para la feria del libro de octubre. Cuando llegamos a la rotonda situada frente al Ayuntamiento, sentí ganas de pasear por la orilla de la ría.

—Para un momento —le pedí a Irantzu.

Desvió el coche hacia la parada de taxis.

—¿Damos una vuelta?

Les preguntaba a los dos, aunque realmente quería estar a solas con Irantzu. No habíamos tenido ocasión de estar juntas desde que había empezado todo aquel jaleo. Por suerte, Luka la pilló al vuelo.

—Id vosotras, ya aparco yo el coche —animó a Irantzu.

Entre las oscuras nubes, los rayos de sol creaban destellos intermitentes en las aguas de Ibaizabal. Luka salió a la calzada y ocupó el asiento del conductor. Irantzu y yo nos apartamos a la acera.

—Te espero en casa —me dijo.

El eco de la frase me gustó.

—Dile a mi madre que estoy bien.

Empezamos a caminar río abajo, hacia el puente de Calatrava.

—¿Qué vas a hacer ahora? —me preguntó.

—Tendremos que volver a poner la radio en marcha.

Miró al suelo.

—Yo no tengo fuerzas. Me he cansado del encanto de la precariedad. ¿Tú no?

Nunca pensé que la precariedad pudiera ser una elección personal.

—No sé, tía.

Acabábamos de vender el Ataka para comprar la perfumería y tenía deudas que saldar con el banco y con mi viejo; estaba por hacer algún turno en la Herriko* de Somera para sacar algunas pelas; quizás Luka encontraría algún trabajo y me ayudaría con el alquiler de casa. En cuanto lo organizara todo un poco, podría poner de nuevo la radio en marcha. Me relajaba pensar en «movidas». Era mucho más fácil que pensar en mí misma.

—Estoy sopesando hacer algo con esto.

—¿Con el diagnóstico?

Asentí.

—¿Charlas?

—Charlas, algún trabajo de investigación, un documental… No estoy segura.

—Tiene su cosa.

—Quién sabe, igual es mi destino.

Aita había expresado la idea de vengar a mi tía.

—Ándate con cuidado —me advirtió Irantzu.

—¿Por?

—Te da por salvar al mundo en vez de salvarte a ti misma.

—¿Sabes? Conozco todo esto desde hace tiempo —le comenté señalando el Casco Viejo y la orilla de la ria.

Hizo ademán de pararse, pero la conduje hacia delante. Era más fácil hablar caminando.

—De niña, venía a Bilbo con mi amama. La amama Rosa participaba en la Comisión Antisida.

Me giré y dirigí el dedo índice hacia el Arenal.

—Hacían las reuniones en la sede de EHGAM*, en el Casco Viejo. La amama venía cada semana y yo la acompañaba de tanto en tanto, sobre todo en verano, cuando Lasalde se quedaba desierto. Veníamos en tren a Atxuri, y ella hablaba con los yonquis que solían estar bajo el puente.

—¿Delante de ti?

—Sí.

Seguimos paseando.

—La amama leía durante todo el trayecto. Yo me adormecía con el vaivén del tren y hacía el viaje tumbada en el regazo de su falda negra. Repartía jeringas y condones a los heroinómanos, algún que otro bocata también, y me llevaba de la mano a la sede de EHGAM. Me daban folios y pinturas para entretenerme mientras hablaban y, tras la asamblea, me invitaban a comer chocolate con churros —me volví a girar— en aquella cafetería de allá.

Recordé el olor del regazo de la amama Rosa.

—Hicimos una protesta en el hospital de Cruces en el 88.

—Tú tenías…

—Seis años.

Abrí la palma de la mano hacia el cielo.

—¿Llueve?

Irantzu sacó un paraguas plegable de la mochila, apreté mi cuerpo contra su brazo.

—En 1988 organizaron concentraciones frente al hospital de Cruces, porque la guardería del hospi había denegado la entrada a un niño por ser posible portador de VIH. El caso causó efecto rebote y creó conflictos en otras escuelas de Durango, Basauri y Markina. Mi amama estaba que echaba fuego. Los padres llamaban enfurecidos a las oficinas de dirección, amenazando con sacar a sus hijas e hijos de la escuela si no echaban al niño infectado.

—Yo no me enteré de nada.

—Es lo habitual.

—Tú creciste con ello.

—Los sábados salía con la amama a la calle a repartir condones a los jóvenes del pueblo.

—Sería duro.

—Yo me lo pasaba bien.

—Menos mal que tu amama ya murió.

—Si viviera, no me lo perdonaría a mí misma.

—Dos veces el mismo puto infierno…

—Me acuerdo de ella todos los días.

Lie un cigarro bajo el paraguas.

—¿Quieres uno?

Dijo que no con la cabeza.

—No se lo creería.

—La puedo escuchar: «Hija, con todos los condones que yo te he dado».

Dejé un suspiro de humo en el aire.

—La verdad, es que es para no creérselo. Sida… ahora, en el 2010.

—Parece algo del pasado.

—Sí.

—Yo siempre he tenido la sensación de haber nacido demasiado tarde.

—¿Tarde? ¿Pero para qué?

—Tengo el alma ochentera.

—Eso es verdad.

—¿Tú también lo crees?

—Mira, yo no soy para nada conspiranoica, pero, joder, parece una jugarreta del destino.

Seguimos caminando bajo la lluvia.

—Estos días no paro de darle vueltas a la entrevista que le publicaron a Esther Ferrer en la revista Argia. Podría ser aquí mismo —le dije señalando el puente.

Irantzu no lo recordaba.

—Cuenta Ferrer que, en cierta época, cuando vivía cerca del Pont Neuf en París, una noche salió de casa y caminó bajo la lluvia. Debía de ser invierno y no había un alma en la calle. Al llegar al puente, en el mismo instante en el que iba a poner el pie encima, avistó a un hombre que entraba en él por el otro lado de la acera, en dirección contraria. Y pensó: «Nos vamos a cruzar». Ella hizo todos los esfuerzos posibles para que se cruzaran justo en la mitad del puente: amoldó su paso al del hombre, calculó el ritmo exacto…

—¿Y?

—Se cruzaron exactamente en medio del puente. El hombre, por supuesto, no se enteró de nada.

Irantzu observó el puente Zubizuri.

—Tengo la sensación de que acabamos de cruzarnos.

—¿Quiénes?

—Mi tía y yo.

Estábamos llegando a las escaleras del puente. Ascendimos despacio.

—Irantzu, ¿y si fuera yo la que ha salido a su encuentro?

—No te pongas causalista.

—¿Por qué está pasando todo esto? Tiene que haber un significado.

—Nagore, nunca te has cuidado, siempre has sido una autosuficiente de campeonato. Igual ha llegado la hora de que aceptes tu debilidad.

—Así que, en tu opinión, es una lección de la vida.

—¿Cuántas veces te has puesto en peligro?

Teníamos el puente de La Salve frente por frente. Me pesaban más aquellos a los que yo había puesto en peligro que los riesgos que pudiera haber corrido yo misma.

—Estabas dispuesta a todo, incluso a soportar torturas… ¿Tú sabes la sarta de tonterías que has podido decir?

El suelo de cristal de Zubizuri estaba resbaladizo.

—La valentía a menudo surge de la falta de apego a la vida.

—Lo que tú quieras.

Empezó a andar y me dejó atrás sin paraguas.

—Las cosas no son nada simples —respondí.

—No sé. Quiero ayudarte, pero no es fácil.

Se giró y tiró hacia el otro lado de la orilla a paso vivo. Mi orgullo la enfurecía. Bajo la lluvia, vi como resbalaba en la curva que baja al final del puente. Cayó redonda al suelo. Me acerqué corriendo y la ayudé a levantarse. Las varillas del paraguas plegable habían quedado totalmente dobladas.

—¡Qué tonta! —se enfadó consigo misma.

—Te pasa por querer cruzar el puente demasiado rápido —le vacilé.

—Vete a tomar por culo.

Empezó gritando y, bajando la voz, acabó la frase casi en un murmullo. Pensó que la referencia sexual del insulto me haría sentir incómoda. Le rodeé el cuello con el brazo y le di un beso.

—Ya sacaremos algo de esto —la tranquilicé.

Dejamos el paraguas roto en una papelera y, bajo la lluvia, deshicimos el camino andado por la orilla contraria del río.

*Se incluye un glosario con el significado de las palabras en euskera o específicas del contexto vasco. Todas ellas aparecen marcadas con un asterisco la primera vez que aparecen en el texto.