CAPÍTULO 1

 

ESTADO, CLASE Y PODER

 

 

 

En el tercer libro de la Política (1.279b6-40), Aristóteles escribió: «La tiranía es el gobierno de un hombre para beneficio del gobernante, la oligarquía busca el interés de los ricos y la democracia el de los pobres». Siguió luego explicando esta definición: «el que sean pocos o muchos los gobernantes, es un accidente tanto en la oligarquía como en la democracia —en todas partes los ricos son pocos, los pobres muchos ... La diferencia real entre democracia y oligarquía es la pobreza y la riqueza».

A finales del siglo XIX, en su importante comentario sobre la Política, W. L. Newman observó que Aristóteles daba aquí «un reconocimiento explícito de una verdad importante», pues la teoría moderna predominante del contrato social del estado «oscurece nuestro reconocimiento del hecho que Aristóteles había apuntado mucho tiempo antes, en el sentido de que la constitución de un estado tiene sus raíces en lo que los modernos definen como un sistema social».[1] Precisando más, Aristóteles dio formulación sistemática a una noción corriente, pero aún bastante imprecisa, que compartían los griegos clásicos ampliamente (quizá totalmente). Impregna su literatura, entre los poetas, historiadores y folletistas, lo mismo que entre los filósofos políticos —desde la amarga queja de Hesíodo contra los príncipes «devoradores de regalos» y sus juicios torcidos, a través del orgullo de Solón el reformador, «me mantuve en pie cubriendo a ambos [ricos y pobres] con un fuerte escudo, sin permitir a nadie triunfar injustamente sobre otro», hasta la continua insistencia de Platón de que, incluso antes del presente degenerado, los grandes jefes atenienses de los buenos días dorados, Milcíades, Temístocles, Cimón y Pericles, no eran mejores que pasteleros, atiborrando al pueblo (demos) de bienes materiales.[2]

La ambigüedad de la palabra demos es muy significativa: por una parte, se refería al cuerpo de ciudadanos como un todo, como en las palabras introductorias de los decretos oficiales de una asamblea democrática griega —«el demos ha decidido»—; por otra parte, se refería al pueblo común, a los muchos, los pobres, como en el Gorgias de Platón.[3] La palabra latina populus tenía también la doble connotación. Sin embargo, no se dudaba en el momento de usarla en un contexto dado: los escritores y oradores griegos y romanos pasaban libremente de un sentido a otro con fácil comprensión, y, cuando criticaban a la democracia, jugaban libremente con el vocablo demos o populus con no menos comprensión. También eran ambas lenguas ricas en eufemismos, especialmente los griegos —eufemismos tan tendenciosos como la literatura en la que aparecían. Como substitutos de «los ricos», los escritores griegos usaban palabras que significaban literalmente ‘los útiles’ (o dignos) (chrestoi),los mejores’ (beltistoi), los ‘poderosos’ (dynatoi),los notables’ (gnorimoi),los bien nacidos’ (gennaioi); para los pobres, decían ‘los muchos’ (hoi polloi),los inferiores’ (cheirones),los bribones’ (poneroi),la turba’ (ochlos). En latín, los boni u optimi se enfrentaban a la plebs, la multitudo, los improbi.[4]

Como es natural, los eufemismos también pueden ser ambivalentes: en no pocos textos su sentido literal desborda e incluso anula su sentido figurado, como cuando Cicerón se quejaba, como hacía frecuentemente y en términos variados, de que muchos boni no se comportaran como boni. Sin embargo, el hecho es que más a menudo «rico» y «pobre» traducen mejor el sentido que una traducción literal. El lenguaje de la política antigua, por tanto, confirma la «verdad importante» de Aristóteles, de que (ya no según la formulación de Newman) el estado es el lugar de encuentro de los intereses conflictivos, de las clases conflictivas. Ningún griego o romano lo hubiera discutido, por mucho que hablara en términos distintos en los debates políticos (lo mismo que sus correlativos de hoy día). Los pensadores políticos griegos buscaron el estado ideal, en el que el conflicto se tenía que superar en interés de una vida mejor para todos, pero insistieron en que ningún estado, pasado o presente, había alcanzado de hecho o siquiera se había acercado a ese objetivo. Solón no fue una excepción, pese a su metáfora del escudo, que aplicó a sí mismo en persona, y no al estado ateniense. Se le había encomendado la tarea de reformar Atenas para reducir el poder de los ricos de actuar en su propio beneficio, y afirmó haberlo hecho así, sin traspasar demasiado poder a los pobres como para que éstos, a su vez, actuaran en su propio interés. Con ello reconoció el puesto central que ocupaban las clases sociales y el conflicto de clases.

Con todo, y quizá sorprenda a primera vista, muchos comentaristas e historiadores modernos apenas se han dado cuenta de lo que decían los griegos y romanos sobre el tema. Los estudios corrientes de la Política de Aristóteles, incluso los comentarios sobre el libro III (entre ellos, el de Newman), no se ocupan de las sugerencias del pasaje fundamental con el que empecé el capítulo, repetido como un leitmotiv a lo largo de toda la obra.[5] Los historiadores, dedicados al estudio de las realidades del comportamiento político antiguo, más que al de los conceptos y teorías, no pueden asimismo pretender que la «verdad importante» de Newman careciera de importancia; por esto, a menudo, adoptan otros recursos de evasión o rechazo. Primero, conceden que en los malos viejos días del período arcaico, tanto en Grecia como en Roma, los aristócratas y patricios que monopolizaban el poder eran codiciosos y malévolos —pero que, después de todo, se trataba del período formativo, «pre-estatal». Luego tratan la historia de la política en el período siguiente, clásico, en su mayor parte, como de decadencia y degeneración, especialmente en los momentos o períodos en que los intereses de clases eran abiertamente activos. «Estos conflictos sociales», escribe Victor Ehrenberg sobre la Grecia clásica, «que en muchos lugares acabaron convirtiéndose en luchas de partidos, amenazaron a la polis en su existencia misma como comunidad de ciudadanos».[6] Abundan las etiquetas peyorativas, algunas derivadas de fuentes antiguas: demagogia, facción, la plebe; otras, acuñadas por los propios historiadores, como democracia moderada y radical.

La historia romana es menos molesta, en especial el último siglo de la república, durante el cual los oradores y escritores romanos fueron tan explícitamente conscientes, que sólo los historiadores modernos más ciegos pueden mantener un silencio total sobre las divisiones de clases. Se requiere una acción positiva para disminuir la molestia, y voy a considerar dos ejemplos.

El primero es lo que los historiadores modernos han dado en llamar senatus consultum ultimum, resolución del senado que daba a entender que el estado (res publica) estaba en peligro y convocaba a los magistrados para que pusieran en práctica todas las acciones defensivas necesarias. Los elementos «subversivos» se tenían, pues, por enemigos del estado, fueras de la ley (y a veces se les declaraba tales oficialmente), sin más derechos a fortiori a recibir la protección de la ley, especialmente en el derecho a un juicio oficial. Los ejemplos atestiguados sin ambigüedades, menos de una docena en total, ocurrieron entre 121 y 43 a. C., en otras palabras, es en el último siglo de la república cuando, como veremos, la violencia armada o la amenaza de intervención armada distorsionó seriamente la substancia de la política de la ciudad-estado. Muchos miles de romanos recibieron la muerte debido a varios senatus consulta ultima, en abierta violación de los procedimientos antiguos para el castigo capital de un ciudadano. Es cierto que Cayo Graco había ocupado el Aventino con partidarios armados en 121 a. C., y Saturnino en el año 100, y Catilina, en el 63, también dirigió bandas armadas. Pero Cayo Graco tenía tras él la experiencia de su hermano Tiberio, una década antes: Tiberio había sido asesinado a golpes por una turba de senadores y partidarios suyos cuando el cónsul rehusó tomar medidas de «emergencia» y el senado no había acordado un «decreto final». No carecía de lógica que Cayo creyera que la clase gobernante, al perder la confianza en su capacidad de gobernar por los métodos tradicionales, se preparaba para encontrar una fórmula nueva. Eso es lo que hicieron, inventando el senatus consultum ultimum.

El volumen de escritos modernos sobre el tema, abrumadoramente dedicado a cuestiones de ley constitucional, tiende a evitar la cuestión central de lo que podría definirse como «amenaza a la seguridad del estado».[7] Los Gracos apuntaban a una tiranía; ésa fue la respuesta convencional en las fuentes antiguas hostiles, y a menudo la repiten los historiadores modernos.[8] Las pruebas de esta acusación son tan débiles, por no decir inexistentes, que serían desechadas sin más en un contexto menos cargado ideológicamente.[9] En dos escritores griegos tardíos, Plutarco y Apiano, salió a la superficie otra tradición antigua, según la cual la lucha entre los dos hermanos y el senado fue una fase del conflicto continuo entre ricos y pobres (estos términos son los que ellos emplean). Mera «charla», comenta Badian, «que algunos eruditos toman aún como prueba. No es más que el estereotipo de stasis, un recurso puramente literario de poca utilidad para el historiador». Los ricos no eran todos ricos, argumenta, y muchos pobres sentían indiferencia por el programa de los Gracos, y se habían decepcionado cada vez más de él.[10] Sin duda, pero lo mismo se puede decir de cualquier choque abierto entre clases o intereses a lo largo de la historia. En todo caso subsiste el hecho de que la reforma agraria o la presión de las deudas ofreció la ocasión no sólo para el «estado de emergencia» de los Gracos, sino también para varios de los últimos senatus consulta ultima, y que, en el nivel más simple, las propuestas rechazadas por el senado beneficiaron (o habrían beneficiado) a los ciudadanos pobres a expensas de los ricos. Y también persiste sin disputa el que el senado se arrogara a sí mismo el derecho incondicional de determinar cuándo existía un estado de emergencia de tal gravedad que garantizara la anulación de los derechos fundamentales de los ciudadanos romanos; el senado, en resumen, se identificó a sí mismo con la res publica.

Por supuesto, el senado, como todos los órganos gubernamentales o políticos desde entonces, insistió en que estaba actuando (y, vamos a concedérselo, debía creerlo así) en interés general, no en interés de los ricos o la oligarquía. «La muerte de Tiberio Graco», escribió Cicerón (República, 1, 19, 31), «y toda su conducta como tribuno, antes de aquélla, dividió al pueblo en dos». Juicio de extraordinaria sutileza, incluso de acuerdo con los criterios morales de Cicerón, pero éste no se desdijo de sus opiniones: Escipión Nasica, lo dijo varias veces, prestó un gran servicio al estado, cuando dio muerte a Tiberio Graco, aunque actuase a título personal.[11] Se registran de vez en cuando remordimientos de conciencia en los círculos del gobierno, una vez por el propio Cicerón (Catilinaria, 1, 1, 3), pero sólo debido a que la ilegalidad de la acción de Escipión fue tan flagrante. Se suscitaron pocas dudas de que el estado estuviera amenazado —y éstas por razones obviamente partidistas—, o de que se requiriera una represión armada o de que la decisión le correspondiera al senado.

Las reacciones romanas registradas son lo que esperábamos, dada la estructura del gobierno romano de la época y la naturaleza de nuestras fuentes. Lo que sorprende más es que los historiadores modernos, con pocas excepciones, compartan el punto de vista romano «oficial» tan incondicionalmente.[12] Lintott saca la conclusión de que «en principio» el senatus consultum ultimum fue «una institución saludable», aunque en la práctica la «actitud» de los magistrados que actuaban bajo su amparo se hizo «tan arrogante y extremista», «que, a menudo justificadamente, era sospechosa con facilidad de ser partidista».[13] Extraña manera de decir que la «institución saludable» normalmente se usó para preservar el poder de la clase gobernante. Otro historiador cierra su informe citando la defensa de Cicerón de su propia actuación al condenar a muerte a los partidarios de Catilina —actué «con la autoridad (auctoritas) del senado y el consentimiento general de todos los boni» (Discurso por su casa, 35, 94)— y luego comenta que, aunque el uso de la palabra boni da un tono de «fuerte colorido aristócrata», sin embargo, la «opinión pública» era una condición necesaria para la imposición de un senatus consultum ultimum: «para el senado y el pueblo, así como para los magistrados, incluso en un estado de emergencia (y entonces con más razón), la guía decisiva ha de ser Salus populi suprema lex esto».[14]

Mi interés actual no tiene nada que ver con la evaluación de la gravedad de la crisis de los Gracos o de cualquier otra situación, en que se produjeron acciones represivas semejantes, sino con la concepción del estado implícita en el enfoque que he puesto como ejemplo, y en especial con el rechazo de la «verdad importante» aristotélica sobre él.[15] El segundo ejemplo que prometí, procedente del estudio del procedimiento civil romano, está elegido con el mismo interés por mi parte.

En 1966 J. M. Kelly publicó un libro, Roman Litigation, compuesto, según palabras de un reseñador, «en torno a una sola tesis: esto es, que, pese al ideal de justicia expresado en las fuentes, desde Cicerón hasta Justiniano, los procedimientos y el funcionamiento de la ley reflejaban claramente la dura realidad de la sociedad romana, y no lograron mitigar la diferencia entre ricos y pobres».[16] Vale la pena señalar que tuvimos que esperar hasta 1966 para ver el primer estudio completo emprendido sobre el auténtico funcionamiento de la ley romana de procedimiento civil. No menos digno de señalar es que algunos que recibieron amistosamente el libro, hicieron todo lo posible para reducir su trascendencia casi hasta la banalidad. No me refiero a su despliegue de recursos corrientes de descrédito —«el caso tiene, sin duda, mucho peso por acumulación», pero la «tesis central es exagerada», o «yo creo, sin embargo» (señal normal de «no tengo pruebas que lo refuten»)— sino a su concentración en la falta de honradez y corrupción en la administración de la ley. En una divertida digresión, a Max Kaser no le preocupaba la corrupción de los magistrados, con tal de que se reconociera la pureza moral de los juristas.[17] Pero éste no es el tema principal del libro de Kelly. Crook y Stone llegaron al núcleo de la cuestión al distinguir dos preguntas: «a) ¿Se administra la ley con imparcialidad?, y b) ¿es el molde de la propia ley —el conjunto de leyes, incluso las de procedimiento— un instrumento y un reflejo de la desigualdad social?».[18]

La respuesta a su segunda pregunta me parece un lugar común: evidentemente, el «molde» de la ley romana, como el de cualquier otro sistema legal examinado por los historiadores, fue un instrumento y un reflejo de la sociedad y, por tanto, de la desigualdad social. Probablemente pocos historiadores lo negarían, si se les conminara directamente a ello, a no ser los estudiosos de la ley romana que aplauden a los juristas romanos por su «instintivo terror a un sincretismo de los métodos económicos y jurídicos».[19] Pero pocos historiadores parecen ser conminados (o conminarse a sí mismos) bastante a menudo; en general se contentan con considerar sólo la primera pregunta de Crook y Stone, y mantenerse dentro del campo ilimitado de la corrupción y mala administración. Tácitamente contribuyen a la supervivencia de la vieja mística sobre la ley como algo que se mantiene por encima y fuera de la sociedad y su realidad, con su propia esencia, su lógica autónoma y su existencia independiente. Y lo mismo ocurre con el estado. «Fue Wilamowitz», nos dice Ehrenberg en su obra clásica sobre el estado griego, «quien reconoció claramente que oligarquía y democracia no eran más que variantes del mismo tipo de estado, caracterizado por la “soberanía” del ciudadano con plenos derechos». Esto viene a significar simplemente que la «verdadera» polis griega no fue una monarquía,[20] y me permito decir que una clasificación que reduce todos los estados a dos tipos, uno en el que la soberanía reside en un solo hombre, el otro en el que la soberanía reside en los «ciudadanos», comoquiera que se les defina, no es de utilidad analítica. Peor aún, la idea de que un estado se pueda caracterizar —casi podríamos decir definir— por la soberanía del ciudadano con plenos derechos está sólo a un paso de la tontería de decir das römische Volk ist der römische Staat (‘el pueblo romano es el estado romano’).[21]

No es éste el lugar de un estudio teórico sobre el estado. Para mis objetivos baste enunciar algunos postulados elementales y obvios. El primero es que en un estudio de política no existe una diferencia significativa entre estado y gobierno. Pese a los metafísicos de la política, los ciudadanos (o súbditos) en cualquier régimen consideran equivalentes ambas cosas, incluso en una situación revolucionaria. Como se dijo en un libro, que creo que ya no se lee, The State in Theory and Practice, de Harold Laski,

 

... el ciudadano sólo puede llegar al estado a través de su gobierno ... Deduce ... la naturaleza del estado por el carácter de los actos de su gobierno; y no puede conocerlo de otro modo. Por esto no es apropiada ninguna teoría del estado que no haga del acto gubernamental el punto central de la explicación que ofrece. Un estado es lo que hace su gobierno; lo que cualquier teoría dada exige que el gobierno deba cumplir para llevar a término la finalidad ideal del estado es simplemente ... un criterio para juzgarlo y no una indicación de su esencia real.[22]

 

Esto fue especialmente cierto en la antigüedad: entonces los contactos personales del ciudadano se producían directamente con el gobierno —los legisladores, el ejecutivo, los tribunales de justicia—, porque no existía el intermediario de la burocracia.

El gobierno, el estado, suponen poder interno y externo —ése es mi segundo postulado, y ahora mismo no me preocupa (como ocurrirá más tarde) distinguir el poder en su sentido de potestas del poder con el sentido de auctoritas. El poder es más que coacción, pero el poder del estado es único, invalida todos los demás «poderes» dentro de la sociedad gracias al reconocido derecho que posee de ejercer la fuerza, incluso de matar, cuando sus representantes juzgan tal acción necesaria (y también legítima, cuando prevalece la fuerza de la ley). Una formulación así sin duda sería desechada por ingenua por los científicos y sociólogos políticos, responsables de muchos escritos al uso sobre el poder, que en realidad disuelven la noción en el polvo.[23] Y será rechazada por los antropólogos que reclaman un «punto de vista libre de cultura» que tome en consideración las organizaciones políticas en las que las decisiones políticas no «obliguen a la sociedad» y «unidades políticas sin aparato gubernamental».[24] Sin embargo, creo que pocos más encontrarán mucha dificultad en comprender o aceptar mi segundo postulado, y me voy a ocupar, por lo que a mí se refiere, de las manifestaciones del poder estatal en el mundo antiguo, y no de su definición oficial.

El tercer postulado, sencillo, es que la elección de los que gobiernan y su modo de gobernar dependen de la estructura de la sociedad que se está examinando. Una característica central de las sociedades que nos interesan ahora era la presencia importante de esclavos; otra, la severa restricción entre los griegos de acceder a la ciudadanía; una tercera, la exclusión de las mujeres de cualquier participación directa en la actividad política o gubernamental. Por eso existe la opinión, frecuentemente repetida, de que es erróneo hablar de democracia, derechos o libertad en todos los momentos de la historia antigua. Esto me parece que constituye un concepto erróneo de la naturaleza de la investigación histórica, reduciéndola a un juego de adjudicación de méritos y deméritos de acuerdo con el propio sistema de valores del historiador. La condena moral, por muy bien fundada que esté, no puede substituir al análisis histórico o social. «El gobierno de unos pocos» o «el gobierno de muchos» fue una elección significativa, valía la pena luchar por la libertad y los derechos que las facciones reclamaban para sí mismas, pese al hecho de que incluso «los muchos» fueran una minoría de la población total.[25]

Hasta aquí he hablado a propósito de la «verdad importante» de Aristóteles (o de Newman) y empleado su terminología, para contrarrestar la mala costumbre, corriente, de colocar la etiqueta marxista en cualquier análisis político que emplee un concepto de clase,[26] costumbre que ignora la larga historia de tal enfoque, en una u otra forma, en el análisis político occidental ya desde Aristóteles.[27] También he empleado el término «clase» superficialmente, como hacemos de ordinario en el lenguaje corriente. Los «ricos» y «pobres» de Aristóteles eran clases de este tipo, indefinidas, pero identificables por sus contemporáneos.[28] Los pobres abarcaban a todos los hombres libres que trabajaban para su sustento, los campesinos que poseían tierras lo mismo que los arrendatarios, los labradores sin tierras, los artesanos que trabajaban por cuenta propia, los tenderos. Se distinguían por una parte de los «ricos», que podían vivir cómodamente gracias al trabajo de otros, pero también de los indigentes, mendigos y vagos.[29] Obviamente, no se puede conseguir que una simple clasificación binaria signifique más de lo que realmente significa, y, en particular, no se puede convertir en una estructura de clase sociológicamente aceptable. El propio Aristóteles a veces la quebrantó en contextos específicos y se refirió a campesinos, pastores o artesanos. En ocasiones también mostró afición por to meson, ‘el centro’, pero entonces reflejaba su doctrina bien conocida, eje de sus obras biológicas y éticas, de que el término medio es lo natural, lo mejor, mientras que el exceso en una u otra dirección es desorden.[30] En la Política, to meson aparece sólo en unas pocas generalizaciones normativas —«Las mayores poleis se ven más libres del disturbio (stasis) civil, porque to meson es abundante»— de poca significación práctica, pues «en la mayoría de estados to meson es poco numeroso (1.296a9-24)».[31]

Debemos, pues, restringirnos a las connotaciones antiguas de la pareja de palabras, ricos y pobres, y hemos de evitar cuidadosamente el corolario moderno de una importante clase media, con sus propios intereses bien definidos. Aunque las clases o subclases antiguas regularmente no pensaban colectivamente, ni a menudo tampoco actuaban colectivamente como una sola clase en conflicto con las otras, muy especialmente no lo hacían cuando estaban en cuestión asuntos de guerra o imperio, sin embargo había momentos en que sí lo hacían bastantes miembros de ellas o un segmento especial. Entonces, la formulación esquemática indefectible, en los escritores antiguos, era que la polis se había dividido en dos clases enfrentadas, no en tres. En las democracias, Aristóteles generalizaba con desaprobación (Política, 1.310a3-10), «los demagogos siempre dividen a la polis en dos, haciendo la guerra contra los ricos», mientras que hay estados oligárquicos en los que los oligarcas juran «estaré mal dispuesto para con el demos y planearé todo el mal que pueda contra él». Esto ejemplifica la clase, la conciencia de clase y el conflicto de clase de modo suficiente para mis propósitos. Surgirán más datos concretos y específicos a medida que el estudio vaya adelante. Me he desplazado, sin dar mayor importancia a ello hasta ahora, entre Grecia y Roma. La despreocupación desaparecerá, pero la posibilidad misma de incorporar a Grecia y a Roma en un solo lenguaje ha sido discutida antes (con referencia a mi Ancient Economy) y he de expresar cierto agradecimiento a la oposición.[32] Mi tema actual es la política, en especial la política de la ciudad-estado.[33] Por motivos que se estudiarán al principio del capítulo tercero, mi único interés es el de la ciudad-estado con gobierno propio, o a veces lo que pretendió ser una ciudad-estado (con exclusión no sólo de las monarquías, sino también de las tiranías griegas).[34] Esto equivale a decir el mundo griego desde el principio arcaico tardío, digamos a mediados del siglo VII, hasta la conquista de Alejandro Magno, o algo más tarde; el mundo romano, desde mediados del siglo V a. C. hasta la república tardía. Nadie tiene que extrañarse de que parta de la división convencional en períodos de la historia griega y de la romana, estructuración artificial (especialmente en la historia griega) inapropiada para el análisis de varios aspectos importantes de la sociedad antigua.[35]

La etiqueta misma de «ciudad-estado» implica la existencia de elementos comunes suficientes para justificar el estudio conjunto de Grecia y Roma, al menos como punto de partida. Pero también hubo diferencias importantes a partir del momento en que el primer registro histórico sale de la prehistoria legendaria, y las diferencias se acentúan a partir de entonces, especialmente en el momento en que la conquista y expansión de Roma empezó a debilitar la estructura de la ciudad-estado. La simple etiqueta de «antiguo» no supone tampoco identidad entre diferentes regiones o pueblos, o a lo largo de grandes períodos de tiempo. Baste comparar Atenas y Esparta, o la Atenas anterior a Clístenes con la Atenas posterior a Pericles, dentro del mundo griego. Cuando sigamos adelante, aparecerán variaciones más importantes junto a continuidades substanciales, que se harán más evidentes y significativas gracias a la comparación grecorromana que si se estrechase el campo de observación a una u otra. Después de todo, esto es lo que hizo Dionisio de Halicarnaso en sus Antigüedades Romanas (5, 65, 1), cuando presentó la demanda romana del siglo V a. C. en el senado para aprender de Solón; o Cicerón cuando escribió su República y Leyes según el «modelo» de Platón.

Al principio de nuestra historia, la estructura social era notablemente parecida en las ciudades-estado griegas y en las romanas: eran sociedades agrarias en las que los conflictos de clases declarados, tan importantes en la historia arcaica griega y romana, se producían regular y exclusivamente entre acreedores aristocráticos, poseedores de tierras, y campesinos deudores.[36] El poder, la autoridad, eran el monopolio de los primeros, tanto formalmente como de facto. «Aristocracia» es, con todo, otra palabra ambigua, pero estamos aquí ante un estado o categoría en sentido estricto, ante unas familias que se identificaban así y así eran reconocidas por los demás; muy claramente en Roma con la aparición (cuyo rastro no podemos seguir más atrás) de una categoría patricia cerrada; con menor certeza en Grecia, quizá sólo por la naturaleza de las pruebas conservadas, aunque no deberíamos subestimar la reivindicación continua de antepasados «heroicos» o divinos como una indicación. También poseían la mayor parte de la riqueza; hay que oponerse a la tendencia moderna de denigrar este hecho bajo el pretexto de la escala social. La riqueza es siempre un concepto relativo; lo que importa es que los aristócratas arcaicos griegos y romanos controlaban bastantes recursos y mano de obra (elemento también de riqueza) como para adquirir armas y caballos para sí mismos, para ser capaces de importar metales y otros artículos de primera necesidad y a veces de proporcionar barcos, imprescindibles, y para construir templos de mármol y otras obras públicas. La leyenda del altivo aristócrata Cincinato, requerido a dejar su arado en su finca de cien áreas (cuatro iugera) en 458 a. C. con objeto de salvar a Roma de un peligro militar (Livio, 3, 26, 7-12), nos dice algo de la ideología romana tardía (así como la ausencia de tales relatos entre los griegos nos informa de su ideología diferente). Sobre la realidad de la Roma del siglo V la leyenda sólo sirve para llevarnos a graves conclusiones erróneas.

Algunos aristócratas se las arreglaron para empobrecerse, sin duda; pero es más importante el hecho de que bastantes intrusos adquirieron suficiente riqueza como para sentirse con derecho a participar en el monopolio del poder. El proceso resulta totalmente misterioso para nosotros, pero no sus consecuencias, gracias a varios indicadores. En Atenas, por ejemplo, Solón en 594 a. C. dividió a los ciudadanos en cuatro categorías según la riqueza, con diversas finalidades, especialmente la aptitud para ser elegidos para cargos públicos. Formalmente esto rompió con los derechos exclusivos de una clase hereditaria, de una nobleza de nacimiento, aunque las familias aristocráticas siguieron predominando en la nueva clase gobernante, determinada por la riqueza, al menos por algún tiempo. Vale la pena señalar dos puntos: 1) la cualificación para cada una de las cuatro «clases» de Solón era definida exclusivamente en términos de rendimiento agrícola; 2) tres de las «clases» conservaron etiquetas tradicionales, hippeis, zeugitai y thetes, pero los miembros de la categoría cuarta, la más alta, se llamaban pentakosiomedimnoi (‘hombres de 500 medidas de trigo’), acuñación descaradamente artificial, que simboliza el aspecto timocrático del esquema.

En Roma, también, se introdujo el principio timocrático dentro del sistema gubernamental (y militar) en un estadio más o menos comparable y se atrincheró en él de tal modo que Nicolet ha etiquetado con razón a Roma como cité censitaire.[37] Para la primera fase, las pruebas sobre los detalles, todas ellas tardías y cargadas de anacronismos, me parecen viciadas sin remedio.[38] No obstante, no se puede negar que se produjo la entrada de no patricios en los cargos más altos, paso a paso (empezando por el cargo de «tribuno militar con poder consular»), y la concesión de legitimidad a los matrimonios entre patricios y plebeyos, según la tradición en 445 a. C. Ambos hechos permiten suponer con seguridad que existían hombres ricos entre los plebeyos (en lenguaje técnico, todos los ciudadanos que no eran patricios). El patriciado romano fue una clase singularmente rígida, abierta a reclutas intrusos sólo por la adopción oficial de un individuo varón en una familia patricia, acto solemne que requería aprobación estatal. El cuerpo arcaico de la plebe se tuvo que convertir por lo tanto en una clase análoga a la del popolo medieval italiano.[39]

Una dicotomía tan completa como ésta no tuvo paralelo en Grecia —por lo menos no tenemos pruebas de algo parecido a la categoría plebeya—, pero la distinción quedó en todo caso minimizada en lo que se refiere a la política práctica. Lo que importa en el contexto actual es que, en el momento en que empezamos nuestra investigación, tanto los plebeyos romanos como sus equivalentes griegos, la masa de la población de ciudadanos, rural de modo abrumador, ya estaban diferenciados por la riqueza y el status. En los siglos subsiguientes, no sólo la separación entre ricos y pobres se hizo más profunda, sino que además se produjo una mayor diversificación de la estructura social. El ritmo y alcance de esta evolución fueron diferentes de una ciudad-estado a otra entre los griegos, y, más dramáticamente entre éstas, colectivamente, y los romanos. El patriciado romano, cerrado, se vio efectivamente desplazado por una nueva aristocracia (nobilitas), que no era exclusivamente hereditaria y nunca estuvo institucionalizada como un «estado» o «categoría», incorporando «nuevos» linajes (gentes), de los cuales una mayoría creciente eran plebeyos en el sentido antiguo, al ir extinguiéndose gradualmente las familias patricias.[40] La admisión en esta aristocracia normalmente ocurría por la elección para el consulado de un «hombre nuevo», alguien cuya familia había estado hasta entonces fuera del círculo selecto. El número de estos hombres nuevos fue, bastante naturalmente, suficiente para proporcionar los reclutas que la vieja categoría de patricios se había visto incapaz de conseguir, bajo las antiguas leyes que nunca se modificaron. Procedían del importante grupo de hombres con medios, normalmente hombres con riqueza en tierras, que dominaban la política local en los municipios y regiones fuera de la ciudad de Roma, y que proporcionaron un firme apoyo a la nobleza en el centro. La aparición relativamente tardía, en la república, de grupos de intereses especiales, como los publicani (arrendadores de impuestos y contratos públicos), a veces introdujo complicaciones poco importantes en el cuadro político, pero la idea de que fueran los responsables de la introducción del conflicto social en las clases superiores es un sofisma moderno.[41]

En el curso de nuestro estudio iremos viendo una u otra de estas evoluciones, cuando haga falta. Aquí bastará enumerar las principales variables entre las ciudades-estado: tamaño de población y territorio; recursos naturales, especialmente grano, metales, madera para barcos; grado de urbanización, en el sentido de función e interés más que de residencia; la infraestructura económica de los esclavos y hombres libres no ciudadanos; escala y fuentes de riqueza. Sin embargo, todas las ciudades-estado tuvieron en común una característica, la incorporación de campesinos, artesanos y tenderos en la comunidad política como miembros, como ciudadanos; incluso, es importante subrayarlo, los que carecían de la obligación y del privilegio de usar armas. Al principio no fueron (y en algunas comunidades, nunca) miembros con plenos derechos, no fueron ciudadanos en el sentido pleno que el término adquirió en la Grecia y Roma clásicas. Pero incluso este reconocimiento limitado no tenía precedentes en la historia; se simboliza con la subdivisión política, muy ingeniosa, del estado en unidades territoriales más pequeñas, «demos» en Atenas y otras poleis griegas, «tribus» en Roma, la mayoría de las cuales eran rurales.[42] Cualquier estudio de la política griega o romana ha de reconocer debidamente esta innovación radical sociopolítica.

Otra variable también requiere consideración: unos pocos estados tomaron el control de territorios extranjeros relativamente extensos, o incorporándolos completamente, o dominándolos y explotándolos sin destruir oficialmente (o incluso substancialmente) toda su independencia, o variando la extensión y la naturaleza del control de un lugar a otro. Por la información disponible sólo es posible el análisis en tres casos —Esparta, Atenas y Roma—, pero hay razones para creer que esta variable crucial estuvo ausente en otras partes (salvo quizás en Rodas y de modo desigual en Tebas y Tesalia). Y en cada uno de esos tres casos, los efectos económicos, sociales y políticos fueron radicalmente diferentes.

Los orígenes de la Edad Oscura y el crecimiento del sistema espartano en Laconia son irrecuperables. Así, antes de 700 a. C., Esparta dio el paso decisivo de conquistar Mesenia y reducir su población a hilotas. Esto convirtió a los ciudadanos espartanos en una clase cerrada de soldados de dedicación exclusiva, sostenida por el trabajo obligatorio de los hilotas, proceso que acabó de completarse hacia 600 a. C., al suprimirse la amplia y tenaz revuelta mesenia. El sistema tuvo sus defectos y anomalías —la supervivencia de una aristocracia dentro de la élite esparciata y el surgimiento de status tan curiosos como los llamados «inferiores», los mothakes y los neodamodeis—, pero no conviene detenerse en ellos.

La primitiva historia de Atenas no es menos misteriosa en aspectos importantes. No sabemos, por ejemplo, ni cómo ni cuándo la totalidad del Ática (unos 2.500 km2) quedó incorporada en una sola polis, en la que no había distinción de status entre el pueblo de Atenas por una parte y los miembros de Maratón, Eleusis y los otros pueblos y comunidades del Ática. Ninguna otra ciudad-estado griega tuvo una base territorial y demográfica tan extensa en términos comparativos (excluyendo el caso distinto del territorio de Esparta basado en la conquista). Ninguna otra tampoco, aparte de la islita de Sifnos, en las Cícladas, tuvo la inestimable ventaja de substanciosas minas de plata dentro de sus propios confines (en Laurion, región del sudeste del Ática). Las autoridades antiguas estaban de acuerdo en creer que las minas fueron la clave de la expansión naval que dio a Atenas el papel decisivo en las guerras médicas,[43] y el ímpetu para establecer inmediatamente después de ellas un imperio marítimo. Antes ya se habían hecho algunos movimientos expansionistas, bajo la tiranía de los Pisistrátidas, cuando se fundaron establecimientos cuasi militares en la región de los Dardanelos, pero fue el imperio del siglo V lo que justifica la inclusión de Atenas entre los estados conquistadores. En sentido estricto no adquirieron mucho territorio, aparte de los enclaves confiscados a los estados súbditos para el asentamiento de atenienses, y los súbditos conservaron una gran independencia. No obstante, el imperio aumentó en más del doble las rentas públicas atenienses, permitiendo al estado llevar adelante un vasto programa de construcción naval y otras obras públicas, pagado en gran parte por los ingresos imperiales y el resto por los ciudadanos más ricos; y para dar empleo parcial a ciudadanos muy pobres, especialmente en la flota.

La evolución romana se fue diferenciando cada vez más, tanto cualitativa como cuantitativamente. Desde el principio la república romana incorporó por completo algunas comunidades vecinas, siempre que le fue posible: esto significó que incluía los territorios vecinos en el ager romanus y a sus conciudadanos en el cuerpo de ciudadanos romanos (aunque con el paso del tiempo se incluyeran sutiles diferencias en lo que se refiere a sus derechos). Hacia la época en que Roma había conquistado la totalidad de Italia al sur del río Po, esto es, a comienzos del siglo III a. C., el cuerpo de ciudadanos romanos sobrepasaba en gran número al ateniense en su mejor momento, y este último era, con mucho, el mayor de cualquier ciudad-estado griega. Y Roma no se detuvo, aunque ya poseía el mayor imperio terrestre visto hasta entonces en el mundo de las ciudades-estado. En los últimos trescientos años de la república esas comunidades probablemente no llegaban a la docena, cuando un ejército romano estaba en campaña en el exterior. Durante los dos últimos siglos, se ha calculado que el término medio de ciudadanos adultos varones comprometidos en cualquier año era del 13 por 100, elevándose hasta el 35 por 100 en algunos años.[44] Esto son aproximaciones, sin duda, pero ningún margen de error razonable que se quiera admitir debilitará la implicación de estos números asombrosos, probablemente sin paralelo en la historia.

Cambios fundamentales en la sociedad fueron la consecuencia inevitable. La posesión de tierras, en el extremo más alto de la escala, alcanzó superficies nunca soñadas antes, y se apoyaba en una mano de obra esclava también sin precedentes. Continuas concesiones en bloque de ciudadanía a latinos, «aliados» italianos y algunos otros grupos, y la casi automática concesión de ciudadanía a los esclavos libertos engrosaba el total de «romanos», mucho más de lo que ya había sido un número incompatible con el ideal aristotélico de una ciudad-estado (y con el funcionamiento real de instituciones de una ciudad-estado).[45] Los esclavos libertos sólo tenían derechos restringidos en la primera generación; de los demás, una proporción cada vez mayor residía a tales distancias de Roma que no podía ejercer una participación política directa, salvo los ricos y sus secuaces. Al mismo tiempo, un sector importante del campesinado se vio obligado a abandonar sus fincas por un proceso más complejo de lo que a menudo se estima. Había una migración ininterrumpida hacia las ciudades, y por encima de todas, a la ciudad de Roma. Los cálculos de la población de Roma no son mucho más que conjeturas, pero hay una indicación que tiene todo el aspecto de ser precisa: la lista de los ciudadanos de la ciudad de Roma (y sólo de ella), susceptibles de ser elegidos para recibir grano gratis, ascendía a 320.000 cuando César se convirtió en dictador (Suetonio, César, 41, 5).

Toda esta actividad militar representaba poder, en su sentido estricto de fuerza, ejercitado fuera. Nuestro interés, sin embargo, se concentra principalmente en el funcionamiento interno del estado. ¿Qué poder tuvo para hacer cumplir sus decisiones en los numerosos campos del comportamiento para los que estableció leyes? La antigua ciudad-estado no tuvo más policía que un relativamente pequeño número de esclavos, propiedad del estado, a disposición de los distintos magistrados, desde los arcontes y cónsules hasta los inspectores del mercado,[46] y en Roma los lictores, normalmente ciudadanos de clases bajas, al servicio de los magistrados más altos. Apenas sorprende: la fuerza de policía organizada es una creación del siglo XIX. Pero —y esto es crucial y excepcional— el ejército no estaba disponible para los deberes policiales a gran escala, hasta que la ciudad-estado fue substituida por una monarquía. El contraste en este aspecto con las ciudades-estado italianas del final de la Edad Media es notable.[47] El ejército de la antigua ciudad-estado era una milicia de ciudadanos, que sólo existía como ejército cuando se la llamaba a la acción contra el mundo exterior. Lo que Nicolet ha dicho de Roma es igualmente válido para la polis griega: «Durante todo el tiempo que el estado estaba en paz con sus vecinos, Roma no tenía ningún ejército».[48] Era además una milicia socialmente selecta: en principio, se exigía que tanto la caballería como la infantería se equiparan a sí mismas, y esto reducía automáticamente a la «mitad» más pobre de la ciudadanía a los servicios marginales, en la flota o como auxiliares de infantería ligera, o a la exención completa, salvo en casos de peligro.

Se puede fácilmente enumerar excepciones al tipo ideal del ejército antiguo de ciudadanos que acabo de presentar. Esparta fue siempre una excepción. Algunos estados tuvieron ejércitos permanentes, pequeños, de élite, como la «Banda sagrada» de 300 en Tebas. La marina ateniense (y quizás algunas otras) ofreció a los ciudadanos pobres la oportunidad de servir como remeros a sueldo. En el siglo IV a. C., las ciudades griegas emplearon cada vez más soldados mercenarios en sus guerras: síntoma importante de cambio de la situación social y política, pero ni los mercenarios ni sus comandantes profesionales jugaron un papel en la política interna (a no ser que fueran tiranos los que tenían el mando).[49] La importancia del esfuerzo romano forzó a reducir repetidamente los requisitos financieros mínimos para el servicio y el pago de dietas a los soldados que estaban de servicio. A finales del siglo II a. C., realmente, se había abandonado la noción misma de una milicia equipada por sí misma; ésa es una razón, como veremos, de que el siglo final de la república romana presentara, en el mejor de los casos, una versión deformada de la política de la ciudad-estado.

Nada de esto falsifica la formulación general sobre la ciudad-estado y sus ejércitos,[50] pero una importante diferencia entre Grecia y Roma impone una restricción. La severidad de la disciplina militar romana es un lugar común (especialmente Polibio, VI, 37-38); entre los castigos inmediatos hay que incluir la sentencia de muerte por orden del comandante (e incluso, el diezmo, ejecución de uno de cada diez soldados de un destacamento). La disciplina en el ejército griego parece haber sido mucho más relajada, y raros los casos de castigo serio sin juicio.[51] Estrechamente relacionado con esa diferencia, estaba el concepto romano del imperium de un magistrado (se examinará en el capítulo tercero), que le permitía, si estaba situado bastante alto en la jerarquía de cargos, ejercer la coercitio en la vida civil cotidiana contra un ciudadano (y naturalmente, contra las mujeres y los no ciudadanos) que no obedeciera una orden; esto podía equivaler a una multa, confiscación de alguna propiedad, encarcelamiento, posiblemente destierro, pero no la pena capital, sin ningún proceso legal o derecho de apelación. Imperium fue un poder indefinido; abarcaba cualquier cosa dentro de la esfera de competencias de un magistrado, que no estuviera excluida por la ley. De aquí que, como observó Mommsen, la coercitio de un magistrado, si caía dentro de los límites reconocidos (y amplios), «podía ser injusta (unbillig), pero nunca ilegal (rechtswidrig)».[52] Su equivalente griego podía, por ejemplo, multar a un tendero delincuente, pero no podía ejercer coercitio en esta o cualquier otra situación, y ningún acto semejante le permitió nunca encarcelar o desterrar.

Contra los individuos, así, los romanos tenían una pequeña y rudimentaria maquinaria policial, sobre todo en el área de la ley criminal. Pero cuando los que estaban implicados eran una gran cantidad de individuos más o menos organizados, la maquinaria posiblemente no se las podía arreglar. Entonces, ¿qué? Las pruebas disponibles, tanto griegas como romanas, son demasiado escasas para ofrecernos una respuesta clara, pero son suficientemente sugerentes. En 186 a. C., la élite romana se asustó ante la amplia adopción de los ritos báquicos en Roma y gran parte de Italia, especialmente entre las clases bajas. Nuestra única fuente narrativa, una docena de páginas de Livio (39, 8-19), casi dos siglos después del acontecimiento, completamente partidista, melodramática y a ratos ficticia, insiste en una conspiración de masas que fue reprimida con éxito. Algunos historiadores han sacado la conclusión de que este asunto señala «una organización policial eficiente en un momento de crisis»,[53] pero no es eso lo que yo leo en la narración de Livio. Los ayudantes que estaban normalmente a disposición de los magistrados recibían apoyo de sus esclavos y dependientes personales, y de guardias y vigilantes nocturnos, especialmente nombrados, pero ellos solos no hubieran podido interrogar, encarcelar y finalmente ejecutar a miles de personas. Tampoco dice Livio que actuaran solos: informa de una vasta denuncia de individuos y de la acción «policial» de ciudadanos corrientes que se presentaron voluntarios, como respuesta al llamamiento del cónsul en una contio, reunión pública extraoficial.[54] El lenguaje de este llamamiento, tal como lo formuló Livio (39, 16, 13) es vago: cumple con tu deber «dondequiera que estés estacionado, dondequiera que recibas la orden». Así no se reclutaba un ejército romano: un dilectus —palabra técnica para el servicio militar obligatorio, perfectamente familiar a Livio— tenía que ser votado por el senado y luego dirigido por un cónsul de acuerdo con unos procedimientos reconocidos. La palabra dilectus, así como la indispensable decisión senatorial y el procedimiento consular, faltan totalmente en la narración. Tampoco son visibles en el informe de Apiano sobre la destrucción de Cayo Graco, cuando —escribe el historiador— el cónsul tenía «hombres armados» a su disposición (Guerra Civil, I, 113, 116).

Un paralelo ateniense ofrece más información. En 415 a. C. sobrevino un doble sacrilegio, la mutilación de los hermes y la «profanación» de los misterios de Eleusis; como coincidieron con el comienzo de la expedición contra Sicilia, fueron los causantes de un gran pánico, o casi. Como en Roma en 186 y 121, todos los órganos del gobierno se vieron comprometidos en la investigación y los castigos, y se movilizaron ciudadanos corrientes para las denuncias y vigilancia policial. Esta vez las pruebas textuales son explícitas: el consejo, cuenta Andócides (I, 45), pidió a los strategoi que ordenaran a los ciudadanos que vivían en la ciudad que se reunieran con armas en unos cuantos lugares designados.[55]

Los dos incidentes tuvieron connotaciones políticas significativamente diferentes: el senado romano vio en las Bacanalias una amenaza subversiva desde abajo, mientras que en Atenas en 415 el temor fue de conspiración tanto contra la expedición a Sicilia como contra las instituciones democráticas (si este temor estaba bien fundado o no, está aquí fuera de lugar).[56] Lo que tuvieron en común fue el hecho de que una gran cantidad de ciudadanos tuvieron en sus manos armas militares como una obligación y que se ejercitaron en su uso. Un sistema militar de este tipo carecía de precedentes (y apenas tuvo otros ejemplos posteriores), y creó una relación única entre las fuerzas armadas y sus comandantes y a la vez con el estado.[57] En una crisis interna, o lo que se consideró que fue una crisis, el ejército como tal no valía como fuerza coercitiva, pero se podía hacer un llamamiento a hombres armados como voluntarios. Un antiguo erudito, parafraseando un pasaje de las perdidas Historias de Salustio, explicó que tales voluntarios no eran soldados, sino substitutos de soldados (non sunt milites sed pro milite).[58] La diferencia no es meramente verbal; es fundamental en el pensamiento y la psicología políticos. A nadie se le podía ordenar que fuera un voluntario; no se podía pronosticar la respuesta al llamamiento ni en cantidad ni en rapidez; los voluntarios no estaban sujetos a la disciplina militar ni prestaban el juramento de lealtad a su general, que se le exigía al soldado romano cada vez que se le reclutaba.[59] Por otra parte, en situaciones así, siempre han resultado más dignos de confianza los voluntarios que los reclutados.

Los ciudadanos con pronto acceso a las armas eran sobre todo los hombres que ya habían servido en la milicia. Por ello se cae en la tentación de sacar conclusiones del carácter innegablemente timocrático del ejército de ciudadanos, pero las cosas nunca fueron tan sencillas, como indica la experiencia ateniense del año 415.[60] En una situación de franca guerra civil, cuando unos ejércitos más o menos organizados, tanto «oficiales» como «no oficiales» están presentes de facto, el carácter clasista del ejército pudo convertirse naturalmente en el factor decisivo, pero una guerra civil señala el fracaso de soluciones políticas y requiere nuestra atención sólo cuando lleguemos a esa situación. Veremos al final del capítulo 5 que el último siglo entero de la república romana ha de ser tratado como una fase de guerra civil.[61]