CAPÍTULO 2

 

AUTORIDAD Y PATRONAZGO

 

 

 

Ni la acción policial contra sinvergüenzas individuales ni las medidas de crisis contra la «subversión» en gran escala nos dicen cómo una ciudad-estado griega o Roma fueron capaces de hacer cumplir las decisiones gubernamentales, a través de toda la gama que va desde la política exterior hasta los impuestos y la guerra civil, cuando es evidente que carecían de los medios con los que, en el vigoroso lenguaje de Laski, «obligar a los oponentes del gobierno a doblegar su voluntad, a empujarlos a la sumisión».[1] Y estamos considerando unos estados que fueron estables políticamente durante siglos. No todos lo fueron, sin duda alguna, pero el hecho crítico es que los tres en los que tenemos que concentrarnos a causa de los datos disponibles, Atenas, Esparta y Roma, se caracterizaron por una aceptación permanente de sus instituciones políticas y de los hombres y clases que las hicieron funcionar. Hubo muchos cambios políticos dentro de nuestros límites temporales, muchos conflictos políticos agudos, muchos ciudadanos insatisfechos y malhumorados, pero los estados se mantuvieron políticamente estables. Para Atenas baste recordar el rápido restablecimiento del sistema después de la derrota contundente de la guerra del Peloponeso y de los dos breves golpes oligárquicos que la guerra suscitó; para Roma nos ofrece suficientes pruebas la buena voluntad constante de sus ciudadanos en servir en masse durante siglos de incesante estado de guerra.

La conclusión inevitable es que, al menos en los estados estables, la aceptación de las instituciones y del sistema como un todo era existencial: su legitimidad se basaba en la existencia continua y con éxito.[2] Apenas sorprende e incluso es un lugar común: lo mismo se puede decir de muchos estados del pasado y del presente, aunque pocos (y quizá ninguno) con un poder coercitivo tan escaso a la mano. En la antigüedad, solamente los teóricos serios se excedieron en su justificación de la ciudad-estado como el único organismo político aceptable. En la Política Aristóteles definió al hombre como un zoon politikon (1.252b9-53a39), y lo que quería decir sólo se comprende a la luz de su metafísica; así, una traducción correcta requiere una paráfrasis incómoda: el hombre es un ser cuyo máximo objetivo, cuyo telos (finalidad), es vivir por naturaleza en una polis. Supongo que muchos griegos hubieran estado de acuerdo, si hubieran oído a Aristóteles y entendido lo que decía, cosa que hicieron pocos.

El método con mucho más corriente de enfocar la cuestión consistía en razonar a partir del pasado, histórico o ficticio, y esto es, naturalmente, otro lugar común sociopolítico.[3] Me preocupan menos los argumentos de la variedad de los «buenos viejos días» que la necesidad psicológica de identidad a través de un sentimiento de continuidad, y su sentimiento parejo de que la estructura básica de la existencia social y el sistema de valores heredado del pasado son fundamentalmente los únicos derechos para esa sociedad. Uso la palabra «sentimiento» para señalar el carácter reflexivo, habitual, de la reacción: llamamiento a la patrios politeia (constitución ancestral) en Atenas o a la res publica en Roma despertaban una emotiva y cálida sensación de justicia, no una investigación analítica o histórica en el sentido preciso o validez de uso de los términos en el contexto específico. Así, a lo largo de los conflictos de finales del siglo V en Atenas, tanto los oligarcas como los demócratas pretendían que iban a restablecer la constitución ancestral; cuatrocientos años más tarde, Augusto afirmó escuetamente que en 28-27 a. C. «transferí la res publica de mi poder (potestas) al dominio (arbitrium) del Senado y pueblo romano». (Res gestae, 34, 1.)

Que tales pretensiones eran más a menudo falsas que ciertas, se demuestra fácilmente, pero no es un ejercicio interesante. La pregunta pertinente no es: ¿restauró Augusto la res publica?, sino ¿se convencieron bastantes romanos e italianos de que lo hizo? Lo que importaba era la capacidad de las sociedades estables para mantener, sin que quedara petrificado, su fuerte sentido de continuidad a través del cambio, su aceptación resuelta de lo que los griegos llamaron nomos y los romanos mos, práctica habitual, uso, costumbre. En el año 92 a. C. los censores romanos cerraron las escuelas de «retórica latina» por su indeseable desviación de la mos maiorum. «Nuestros antepasados», se cita que decretaron, «establecieron lo que deseaban que aprendieran sus hijos y a qué escuelas tenían que acudir. Estas innovaciones, que se oponen a la tradición y costumbres de nuestros antepasados, ni nos agradan ni nos parecen correctas».[4] Dos generaciones más tarde, precisamente, estas escuelas privadas de retórica florecían en Roma y sus discípulos procedían de la juventud de las clases altas.

Estas pretensiones y actitudes contradictorias son inherentes a cualquier situación en que el pasado es árbitro: el pasado ofrecía ejemplos de cambios o no, según se deseaba. No es una situación más sorprendente que el largo proceso por el cual el estado romano introdujo oficialmente una hueste de divinidades extranjeras en el culto oficial, aunque nada tuvo que parecer una desviación más descarada de la mos maiorum.[5] Con todo, Cicerón pudo pasar por alto el proceso entero, del que tuvo buen conocimiento, y atribuir la grandeza de Roma al favor divino por la vuelta al cumplimiento estricto de los ritos y cultos establecidos por Rómulo y el rey Numa (Sobre la naturaleza de los dioses, 3, 5). No pretendo comprender sus procesos mentales, ni los de los griegos y romanos en general, en ese asunto. El calendario estaba cargado de días sagrados y festivales, cada uno con sus rituales estrictos, meticulosamente observados, a menudo con el retraso consiguiente, e incluso interrupción de los asuntos públicos y privados. No se emprendía una acción pública, y pocas privadas, sin suplicar a los dioses de antemano, mediante oraciones y sacrificios, y sin compensar después por los éxitos con regalos y dedicatorias. Bastante a menudo, entre los romanos siempre, se consultaba de antemano a los dioses de un modo ritualmente especificado, acerca de las perspectivas de éxito en asuntos públicos. La religiosidad romana incitó a los observadores griegos a un comentario respetuoso,[6] especialmente en contextos comparativos contra los cartagineses y otros pueblos que habían vencido.

La prueba de la exactitud de los procedimientos rituales era simplemente pragmática: el éxito demostraba que Zeus o Júpiter (o quien fuese) había estado dispuesto favorablemente. En tiempos primitivos, antes de la creación de una ciudad-estado centralizada, los principales beneficiarios eran las familias aristocráticas que controlaban los centros de culto local. Con el surgimiento del estado y los cultos estatales, la religión fue un factor que proporcionó legitimidad al sistema como un todo: el efecto psicológico de una participación continua, masiva y solemne en los ritos del estado, que pasó la prueba pragmática en largos períodos. Sin embargo, ni hay pruebas documentales ni razones para creer que la actuación política estuviera siempre determinada o desviada según la voluntad o la orden divinas. Como veremos en el capítulo 4, el manejo de una batalla o una guerra a veces se desbarataba por un festival o un presagio desfavorable; la élite romana manipuló los ritos de las consultas para retrasar la acción; pero parece que eso fue todo. La religión no ofreció justificación doctrinal o, en su sentido propio, ética a la estructura del sistema o a la actuación política del gobierno que se ejercía o proponía. Por consiguiente, aunque no subestimo el impacto de la religión, no lo encuentro un factor decisivo, y mucho menos suficiente, en el proceso por el que el sistema adquirió tan gran autoridad y la conservó durante mucho tiempo. Ese proceso fue múltiple y varió considerablemente de una comunidad a otra. Una investigación adecuada sobre el asunto no sería nada menos que una historia de las relaciones materiales, tanto entre el estado y sus ciudadanos, como entre los ciudadanos o clases de ciudadanos, una historia de guerra, orgullo y patriotismo «nacionales», y una historia de la ideología en todos sus sentidos, incluso las ideas, creencias, normas culturales y valores adquiridos consciente e inconscientemente. Tal investigación es obvio que no se puede emprender aquí, pero hay que considerar unos pocos temas específicos, para referencia futura.

El primero es fundamental, más que todos los demás. Puesto que ninguna ciudad-estado fue realmente igualitaria y muchas ni siquiera fueron democráticas, la estabilidad política se basó en la aceptación, por parte de todas las clases sociales, de la legitimidad del status, y, en alguna medida, de la desigualdad del status, no sólo de la existencia de los boni, sino también de su derecho a una mayor riqueza, mejor posición social y autoridad política. Sólo variaban los límites, las condiciones, los matices. La cuestión no está en que Platón o Aristóteles, Polibio o Cicerón pensaran así también o por lo menos se comportaran como si lo hicieran. Algunas oligarquías griegas declaradas fueron estables, sobre todo la de Corinto. Incluso en Atenas, bajo lo que los historiadores modernos tienden a llamar «democracia radical», el demos nunca proporcionó a la asamblea oradores salidos de sus filas. En Roma los magistrados, cuyo cargo se restringió siempre al pequeño círculo de las familias más ricas, controlaban rígidamente y limitaban el poder de las asambleas, en las que el procedimiento del voto en cualquier caso abrumaba duramente a las clases más bajas.[7]

Se establecieron valores jerárquicos en la educación de griegos y romanos de todas las clases, educación en el amplio sentido que Durkheim distinguió de pedagogía,[8] proceso cuyo equivalente castellano más próximo es «crianza». Es un clisé decir que la educación y la pedagogía siempre tienen la función primaria de transmitir a las generaciones sucesivas los valores dominantes de una sociedad dada. El papel del estado es casi irrelevante: en el mundo antiguo, aparte de la excepción inevitable de Esparta, el estado jugó muy poco en la educación y nada en absoluto en la pedagogía —defecto crítico a los ojos de Platón—, salvo unas intervenciones relativamente tardías en la educación superior, como en las escuelas de leyes y en la dotación de cátedras de retórica o filosofía durante el imperio romano, o la expulsión ocasional de maestros o el cierre de escuelas indeseables. La educación superior, esto es, cualquier pedagogía por encima de lo más elemental —lectura, escritura y cuentas—, estaba restringida naturalmente a una pequeña élite, aunque de vez en cuando surgía un antagonismo notorio —siempre con otros miembros de la élite—, a causa de una amenaza, supuesta o real, contra los valores e instituciones predominantes. Las nubes de Aristófanes es el documento paradigmático, la expulsión de las cabezas de tres escuelas filosóficas griegas de Roma en 155 a. C., el incidente modélico. Pero no se puede uno imaginar que los ciudadanos ordinarios atenienses hicieran caso seriamente de lo que decían Sócrates y los sofistas, ni los romanos de Carnéades y sus colegas casi trescientos años más tarde.

Con todo, estos ciudadanos ordinarios, los iletrados lo mismo que los técnicamente letrados, estaban mucho mejor educados (en el sentido no pedagógico) de lo que creen los historiadores. Las comunidades eran relativamente (y a menudo, absolutamente) pequeñas «sociedades cara a cara»,[9] en las que era constante el contacto con la vida pública desde la niñez: por tanto, dada la extensión de los derechos políticos a los campesinos, artesanos y tenderos, había un mayor elemento de educación política a lo largo del crecimiento que en la mayoría de las sociedades anteriores o posteriores. El que se crea o no, con John Stuart Mill, en el valor de tal educación, no es cosa que importe aquí.[10] Lo que me interesa señalar, en contra de los historiadores que normalmente lo descuidan (o lo niegan), es que un proceso así era inherente al sistema. «En un estado democrático», ha escrito recientemente Walzer en un contexto contemporáneo,

 

... cada ciudadano tiene que tomar decisiones políticas. No quiero decir sólo la decisión de votar o no votar, de apoyar a los demócratas o a los republicanos, de asistir a esa reunión o firmar aquella petición ... Es una característica especial del gobierno democrático que las experiencias de los jefes no sean ajenas a los ciudadanos corrientes. Con un pequeño esfuerzo de imaginación, el ciudadano puede ponerse en el lugar de su representante elegido. Porque puede hacer esto, y normalmente lo hace, se compromete en lo que quiero llamar ... toma de decisión anticipativa y retrospectiva ... El hecho de que otro tome una decisión precede y sigue a la auténtica toma de decisión.[11]

 

Creo que esto ha sido más corriente en la ciudad-estado cara a cara, que en nuestro mundo, incluso en las comunidades antiguas no democráticas, aunque en un nivel evidentemente menos intenso.

He insistido en la educación política de los iletrados tanto como de los letrados, porque el mundo antiguo fue ante todo un mundo hablado, no escrito.[12] En la política y en la ley es evidente por el lugar que ocuparon los discursos en las obras de los historiadores griegos y romanos, por la totalidad de los argumentos en la Retórica de Aristóteles, o por la jactancia constante de Cicerón, por sus éxitos en persuadir al senado a seguir una u otra política gracias a un discurso suyo. Libertad de palabra (cuando existió) quería decir literalmente libertad de «hablar en público, en las decisiones que precedían a cualquier decisión colectiva», no la libertad de tener ideas impopulares o inaceptables, y de discutirlas con amigos y discípulos.[13] Como consecuencia, el modo más efectivo de eliminar ideas indeseables —e individuos indeseables, oponentes políticos— era el exilio o la pena capital. Esto impedía la comunicación oral y, significativamente, era lo único que importaba.[14]

Las implicaciones y consecuencias de una cultura oral, con el complemento de saber leer y escribir, son complejas y a menudo inaccesibles para nosotros. La observación directa de las sociedades contemporáneas preliterarias y de las que habían cruzado el umbral de la alfabetización, no se ha demostrado muy útil para el estudio de la política antigua. El descubrimiento de lo que Goody, en un estudio antropológico pionero sobre el tema, ha llamado los «efectos permisibles» de la alfabetización,[15] tiende a confundir al observador entre la alfabetización desconcertante y el mero conocimiento de las letras: Grecia y Roma fueron «sociedades realmente letradas», escribe Goody, y «la facilidad de la lectura y escritura alfabética fue probablemente una consideración importante en el desarrollo de la democracia política en Grecia».[16] Con todo, cualquiera que sea el significado de una «sociedad realmente letrada», cualquiera que sea la innegable importancia de la alfabetización en la historia de la filosofía, ciencia, historiografía o «religión del libro», para la política se requiere modificar su importancia. Una comparación entre Atenas (o, realmente, cualquier polis griega) y Roma es esclarecedora. En ambas, la lucha arcaica por un código legal escrito fue considerada, con razón, fundamental para lograr el fin del monopolio del poder por parte de la vieja aristocracia, de ahí la tradición griega del «legislador» arcaico, mejor conocida gracias al histórico Solón y al legendario Licurgo, y las largas relaciones (no importa lo ficticias que sean en los detalles) de los cronistas romanos de las XII Tablas y del posterior ius Flavianum. Pero la aplicación y eficacia de todos los códigos de leyes dependen de la interpretación de los magistrados y tribunales, y a menos que se «democratice» el derecho a la interpretación, cambia poco la mera existencia de leyes escritas.

El hecho es que nunca, en la antigüedad, nadie salvo la élite (o sus agentes directos) consultó documentos y libros. No cuento entre tales documentos los recibos oficiales, los anuncios del nombre de los candidatos en las elecciones locales, o las señales del tipo «cuidado con el perro», como tampoco comparto el entusiasmo de los historiadores siempre que encuentran ejemplos de la habilidad de los iletrados en garabatear una firma en un documento que no sabían leer.[17] Incluso en los juicios, los jurados griegos se limitaban a escuchar la lectura en voz alta de los estatutos, durante los procedimientos, así como el testimonio oral, y luego daban su veredicto en el acto, sin ninguna discusión entre sí. En la Atenas clásica y, es de suponer, también en otras democracias griegas, los jurados eran amplios, representativos de muchos estratos de la población y plenipotenciarios. Es decir, nunca se desarrolló una clase de juristas profesionales, de modo que los jurados populares interpretaban la ley a la vez que determinaban los asuntos de hecho, guiados solamente por los discursos preparados para las partes por los abogados más o menos profesionales y por las citas, dentro de los discursos, de leyes o decretos.[18] En Roma, por el contrario, la interpretación jurídica se hizo altamente profesional, y los juristas, lo mismo que los tribunales, procedían exclusivamente de la élite. La «semialfabetización» popular, en suma, no contribuyó mucho de un modo u otro.

Ciertamente, incluso en nuestro propio mundo, la mayoría de la gente confía en gran medida en una minoría realmente letrada para su información y juicios, a menudo mediante la comunicación oral. Con todo, hay una diferencia fundamental si se compara con cualquier sociedad, como la grecorromana, en la que no había «literatura» popular, ni medios de comunicación, ni panfletos o folletos populares ni revistas o novelas populares. Un código de leyes arcaico sería más parecido a la Biblia latina, documento venerado, pero libro cerrado. La larga resistencia de la Iglesia a las traducciones en lengua vernácula de la Biblia, en el oeste por lo menos, es por tanto un indicador de las realidades de la alfabetización antigua. Cuando los documentos fundamentales son accesibles solamente a una élite para su estudio y reflexión, el resto de la sociedad está sujeta fuertemente a su interpretación por parte de esa élite —de la ley, de la voluntad divina, de lo que es o no correcto, de las reglas del comportamiento político. Tal era la situación en la antigüedad, y, según mi punto de vista, esto reforzó la aceptación de la élite y de su pretensión al dominio. Y tanto mejor cuanto más podían ser santificados por nomos y mos maiorum la interpretación, las reglas y los valores. En esta área, la diferencia entre la democrática Atenas y la oligárquica Roma reside sobre todo, no en la alfabetización popular, sino en el hecho de que en Atenas la élite se dividió en el período crítico, y la sección dominante aceptó las instituciones democráticas y se ofreció como líder, ofrecimiento que el demos no rechazó y al que no opuso resistencia.

¿Qué, pues, se esperaba de los líderes, en realidad, del gobierno, del estado, cuya justicia y legitimidad en general se reconocían abierta o tácitamente? Se esperaban logros simbólicos: el sentimiento de identificación con el grupo, el sentir que el orden, la seguridad, la libertad, incluso la vida misma eran posibles por los acuerdos e instituciones imperantes (y sólo por ellos). Todo esto es estimable, pero el hombre no vive sólo de ideología, y una proporción importante de ciudadanos griegos y romanos tenía un nivel de vida bajo, siempre ante una constante amenaza. Aguardaban o al menos deseaban y esperaban algunas medidas de asistencia, al menos lo que ha sido llamado «seguro de subsistencia en crisis».[19] Por tanto, la base material —o aspectos materiales, si disgusta base— de la auctoritas política requiere serias consideraciones.

De nuevo las diferencias dentro del mundo antiguo han de tener un puesto importante en cualquier examen detallado, y de nuevo forman un grupo aparte los estados conquistadores. No sólo ofrecían satisfacción psicológica sin precedentes, sino que también conseguían de sus víctimas importantes beneficios materiales, en tierra, dinero o trabajo obligatorio, del cual una parte fluyó a las clases bajas de la ciudadanía, por mucho éxito que hubieran tenido las élites en conseguir una división desigual de los trofeos.[20] Particularmente notable, aunque incalculable, fue el valor del «tributo» (bajo cualquier forma) para limitar la contribución financiera interna, que se requería para las diversas actividades públicas propias de una ciudad-estado, o al menos para estimular una actividad que en otro caso habría sido muy pesada o inalcanzable.

En las ciudades-estado, incluso en las que no encajaban en la categoría de conquistadoras, los costos del gobierno, incluyendo los militares, recaían casi enteramente en las clases más ricas de la ciudadanía, cuando no se podían traspasar a los súbditos externos. Las contribuciones directas, sobre la propiedad o la persona (una capitación), fueron señal de tiranía (interna o externa) y tanto las oligarquías como las democracias las rechazaron. Se hacían excepciones para cubrir necesidades militares cuando eran insuficientes otras fuentes de ingresos públicos. En crisis importantes, como la guerra del Peloponeso o la de Aníbal, estas exacciones «extraordinarias» se hicieron frecuentes y gravosas. No obstante, el punto crítico es que tenían que ser votadas en concreto cada año, cuando se hacían necesarias. Nunca pasaron a ser contribuciones regulares, y los pobres estaban totalmente exentos de ellas en las poleis griegas, y también en gran medida en Roma.[21] De hecho, pues, los ciudadanos pobres, especialmente los campesinos, estaban exentos en gran medida de la contribución: impuestos sobre ventas ocasionales, derechos portuarios y primicias a los dioses no llegaron a ser una carga significativa. Éste es el motivo de que el impuesto, que fue tan esencial en los conflictos sociales del medievo tardío y de la época moderna, nunca llegara a ser un problema en la antigüedad clásica anterior al imperio romano. Y lo que es más, como los pobres en su gran mayoría trabajaban por cuenta propia en el campo y en la ciudad, los campesinos siempre se veían libres de la carga de los arriendos. El agricultor con tierras en arriendo y el aparcero fueron un fenómeno del mundo helenístico y de la Roma imperial (quizá comenzó a finales de la república), no de la ciudad-estado.

No hay que subestimar estos «logros negativos», pero no se puede decir que establecieran por sí mismos una sólida base material para la autoridad política. ¿Qué beneficios directos, positivos, se pueden descubrir? La gran riqueza acumulada por los senadores romanos y los recaudadores de impuestos, como consecuencia directa de la conquista y el imperio, ayuda simplemente a explicar por qué preferían la oligarquía. Mis dudas no son acerca de ellos, sino sobre los pobres, la mayoría de los ciudadanos de las ciudades-estado, y en el capítulo 5 estudiaremos con algún detalle cómo buscaron la ayuda del gobierno y cómo su fracaso a la larga (pese a ser muy a la larga) desgastó el recurso a las instituciones tradicionales. De momento bastarán unas pocas afirmaciones generales, y por tanto no cualificadas.[22] El hambre de tierra fue esencial, como en toda sociedad agraria, y la lista de intentos de solución es larga, en toda Grecia durante el período arcaico, en Atenas en el siglo v, continuamente en Roma. Pero, cosa digna de mención, las soluciones eran externas, por medio de la emigración, no internas. Normalmente imponían la supresión de los beneficiarios de la comunidad política de facto, cuando no de iure, y, como es natural, no lograban impedir que se volvieran a producir las mismas peticiones, las mismas crisis en generaciones posteriores. La inquietud permanente por la materia prima del grano inducía a una serie de medidas para asegurarse la importación necesaria, para restringir los precios e impedir ganancias excesivas, pero hasta la época helenística las ciudades griegas no empezaron a comprar por sí mismas el trigo al extranjero sistemáticamente; asimismo hasta que Sicilia se convirtió en la primera provincia romana, a finales del siglo III a. C., el propio estado de Roma no se preocupó activamente del suministro de la ciudad de Roma (y lo que es más característico, a expensas de sus súbditos); hasta el comienzo de las guerras civiles la distribución romana de trigo no empezó su larga andadura. La ayuda financiera a inválidos, huérfanos y viudas de guerra, cuando existía, era mínima e intermitente.

Sólo en Atenas, por lo que conocemos, el estado proporcionó una ayuda económica masiva a los pobres, mediante el empleo a gran escala en la flota y la provisión de una paga, en forma de un modesto jornal per diem, para toda la gama de cargos, incluyendo a los cientos de miembros de los jurados e incluso, desde comienzos del siglo IV, a los que asistían a las reuniones de la asamblea.[23] Nadie hubiera podido mantener a una familia sólo con la paga estatal, ni siquiera con la paga naval durante los años en que la actividad naval fue muy intensa. No hay, sin embargo, ninguna razón que nos permita suponer que rechazaran a menudo la paga por un cargo y otros beneficios financieros, como un factor insignificante en el gobierno y la política atenienses.[24] El efecto de contrapeso era importante y significativo políticamente; se le podría dar razonablemente el nombre de una especie de permanente «seguro de subsistencia en crisis» gubernamental. Ninguna otra de las instituciones de la Atenas clásica enfureció tanto a los autores antidemocráticos. Este desagrado subyace en los ataques insistentes contra los «demagogos», como ya hemos visto en el comentario despectivo de Platón sobre los pasteleros en su Gorgias.

No hay que sacar ninguna conclusión sobre la dureza de corazón de los aristócratas u oligarcas, o sobre el deseo de que los pobres se hundieran. Otros tres elementos, por lo menos, entran en escena: primero, la estrecha relación entre democracia, participación de las clases bajas en el gobierno y pago por el ejercicio de los cargos, de lo que hablaré más extensamente en otros capítulos; en segundo lugar, el argumento de que el objetivo y su consecuencia era el empobrecimiento de los ricos —el demos «reclama un pago para cantar, correr, bailar y navegar con objeto de conseguir dinero y empobrecer a los ricos» (Pseudo-Jenofonte, Constitución de Atenas, 1, 13)—, mero ardid de debate, que por el momento no me interesa; y en tercer lugar, la creencia de que la élite, si es que existía, proporcionaría el seguro de subsistencia en crisis. Tampoco se trata aquí de bondad o de dureza de corazón. En la antigüedad, en todo caso, la benevolencia era desinteresada en contadas ocasiones, tanto para con los iguales como para con los inferiores. Un objetivo era el establecimiento de una relación patrono-cliente y un nexo de parentesco, y, como consecuencia de ello, la posterior sanción de una estructura de poder y autoridad imperante en la sociedad concreta. Fue una debilidad de los oligarcas de su tiempo, indicó Aristóteles, abandonar la práctica de asignar servicios públicos impagados a los altos cargos cívicos, de dar fiestas públicas y de hacer donaciones de monumentos públicos, todo ello como medio de asegurarse el consentimiento popular a la ley oligárquica (Política, 1.321a31-42). Semejante «afirmación ritualizada de desigualdad», ha señalado Barrington Moore en una importante generalización, es efectiva solamente «mientras al final contribuya de algún modo al bien social tal como esa sociedad lo perciba y defina» (las cursivas son mías).[25]

Aristóteles, como en general los autores antiguos, ponía el acento en lo que se puede llamar patronazgo comunitario, esto es, gasto privado a gran escala, obligatorio o voluntario, para objetivos comunes —templos y otras obras públicas, espectáculos teatrales o de gladiadores, festivales y fiestas—, a cambio de la aprobación popular; a menudo, como veremos, a cambio de la ayuda popular en el ascenso de la carrera política.[26] Tales desembolsos tenían una tradición que se remontaba lejos en el pasado, antes de que hubiera un fisco público propiamente dicho, aunque se concentraban originariamente en la localidad, pueblo o demos en que tenían su base los miembros de la élite. Luego vino la polis clásica, con sus instituciones reglamentadas, con inclusión de la provisión y control de las finanzas públicas. El patronazgo comunitario tenía que estar, al menos parcialmente, integrado en la nueva estructura institucional para que no resultara un factor tendente a romper la unidad. Somos incapaces de seguir con detalle las etapas por las que fue llevado a cabo, pero el resultado del proceso fue profundamente variado, en relación directa con el grado de participación popular en el nuevo sistema político, con la extensión de la democratización, en resumen.[27]

La palabra griega que usó Aristóteles en su crítica de los oligarcas, que yo he traducido por ‘servicio público’, es leiturgia, transcrita convencionalmente por los historiadores antiguos por «liturgia», no sin una considerable confusión semántica, a causa de su moderna connotación eclesiástica. La liturgia griega clásica, conocida en bastantes poleis, pero con detalle sólo en Atenas, era un recurso formal, institucionalizado, por el que se asignaban ciertos servicios públicos, con un sistema de listas, a miembros individuales del sector más rico de la población, que eran directamente responsables tanto de los costos como de la realización, evitando el contacto con el tesoro, por así decir. Las liturgias eran a la vez obligatorias y honoríficas. El elemento honorífico queda subrayado por el hecho de que la principal esfera de la actividad litúrgica era la religión (que, como se recordará, incluía los festivales atléticos y dramáticos). En época de Demóstenes había por lo menos 97 compromisos litúrgicos anuales en Atenas para los festivales, que se elevaban a más de 118 en un año panatenaico (cada cuatro años).[28]

La otra liturgia importante en Atenas (y en algunas otras ciudades) era la trierarquía, mando personal de un buque durante un año. Además, aunque había un gasto mínimo teórico, no existía un máximo: la mayoría de las liturgias suponían competición, de ahí que el honor adicional derivado de resultar vencedor estimulaba desembolsos muy por encima del mínimo. Un acusado en un proceso, a finales del siglo v, afirmaba que en los últimos ocho años de la guerra del Peloponeso había gastado alrededor de nueve talentos y medio en liturgias, más del triple de lo que se pedía legalmente, más de veinte veces las propiedades mínimas exigidas para la asignación litúrgica (Lisias, 21, 1-5). Teniendo en cuenta incluso las exageraciones —el jurado no habría sido más capaz que nosotros de comprobar las cifras—, el desembolso era cuantioso.

La jactancia es reveladora. Era práctica común, tanto en los discursos políticos como en los forenses, llamar la atención sobre los servicios litúrgicos propios y la negligencia del oponente. «Gastando mis recursos para vuestro disfrute» fue el modo en que un orador político del siglo IV a. C. resumió el principio litúrgico en un importante discurso (Esquines, 1, 11). No todos los miembros de la «clase litúrgica» fueron activos políticamente, pero, con excepciones de poca monta, todos los políticos estuvieron en la clase litúrgica. Su jactancia ejemplifica el funcionamiento con éxito de «afirmación ritualizada de desigualdad» de Moore; servía para justificar la confianza del demos en su liderazgo político como clase, y para ganarse la ayuda popular algunos miembros de la élite en su competición por la influencia con los demás.[29] Esto me parece que justifica la inclusión de esta forma peculiar de servicio comunitario dentro del apartado de patronazgo, pese a la ausencia de una relación de hombre a hombre, de patrono-cliente. Y cuando el sistema de liturgias clásico perdió su utilidad política, no tardó en ser abolido prontamente por Demetrio de Falero, instalado como «regente» en Atenas, en 317 a. C., por los conquistadores macedonios con objeto de substituir la democracia por una oligarquía.[30]

La palabra «liturgia» no desapareció del mundo griego posterior a la polis. Incluso conservó su forma honorífica en las ciudades griegas más o menos autónomas que sobrevivieron. Pero en las monarquías helenísticas se expandió un nuevo tipo de liturgia, que a menudo se hizo opresiva; ahora era una carga obligatoria, en dinero o trabajo, que comprendía una amplia gama de actividades, ya no restringidas a los ricos y carentes totalmente de cualquier elemento de honor o ascenso político. La Roma imperial asumió la práctica helenística —leiturgia bajo el imperio bilingüe fue sinónimo del latín munus[31] y la amplió ininterrumpidamente hasta casi su límite.

Los romanos no adoptaron el sistema litúrgico griego clásico. La diferencia entre las dos estructuras se ve muy claramente en la flota. En un nivel, la flota romana era tripulada ante todo por «aliados», esclavos y hombres libres: aunque no hay duda de que también se incluía en la tripulación a los ciudadanos pobres, se trataba de un hecho marginal, y sobre todo no había nada ni remotamente comparable a la dependencia de la flota como medio de ayudar a la subsistencia de los ciudadanos pobres.[32] En otro nivel, el método romano de financiar la flota y seleccionar a los comandantes de los buques individuales no tuvo nada en común con la trierarquía griega. En 214 a. C., cuando la guerra contra Aníbal exigió un gran desembolso adicional para la flota, los cónsules, según instrucciones del senado, ordenaron un reclutamiento extraordinario sobre una base comparable a la eisphora griega en semejantes situaciones de peligro militar: cada miembro de las clases altas del censo tuvo que proporcionar paga, víveres y equipo para soldados, de 1 a 8, según su riqueza. «Fue la primera vez», informa Livio (24, 11, 9), «en que una flota romana fue tripulada con cargo a individuos privados». No sabemos si esta práctica se repitió muy a menudo con posterioridad, pero no hay razón para creer que fue algo poco frecuente, y la diferencia con la liturgia es obvia. La primera fue una medida de emergencia empleada solamente cuando los fondos públicos se agotaban, la última fue el modo normal, que se repetía cada año, de conseguir algunas ventajas para el estado en tiempos de paz y tranquilidad, lo mismo que bajo condiciones de guerra.

Los numerosos festivales religiosos públicos iluminan aún más la diferencia. Junto con la flota eran la principal ocasión para las liturgias griegas, mientras que en Roma se mantuvo mucho tiempo el principio de que tenían que ser financiados por el tesoro. Con el tiempo, sin embargo, se demostró que los fondos públicos no eran adecuados, no porque el tesoro estuviera demasiado vacío, sino porque la envergadura y los costos de los festivales, especialmente de los principales juegos (que ofrecían carreras de carros y caballos), se aceleraron a un ritmo pasmoso. Eso fue el comienzo, a partir de mediados o finales del siglo III a. C., del componente circense de «pan y circo». Aquí tampoco se hizo frente a la carga financiera mediante liturgias; en vez de eso, se inició la costumbre de que los ediles, y en algunos casos los pretores, se hicieran responsables personalmente de los crecientes costos. No existía una obligación formal para ellos, y aunque la fuerza de la opinión pública y la de sus propias ambiciones para alcanzar la magistratura suprema, el consulado, fue tan poderosa como cualquier amenaza de obligación legal, persiste la diferencia esencial con la liturgia. Además, como el cargo de edil o de pretor normalmente no eran cargos renovables, un corto número de hombres cargaban este peso sólo una o dos veces a lo largo de su vida. Sin embargo, había otros «circos» que permitían a un gran sector de la élite ofrecer patronazgo comunitario. Baste mencionar los juegos de gladiadores, que fueron celebraciones funerarias privadas hasta el año 105 a. C., comenzando a ser una celebración con 3 duelos en 264 a. C. y llegando a ser un espectáculo de 30 pares de luchas que se sucedían a lo largo de tres días hacia 145 a. C. Por lo tanto, Veyne tiene razón, en términos generales, cuando señala el contraste entre una polis (Atenas) que «honra a los dioses, divirtiéndose» y una (Roma) en la que un miembro de la élite, tanto si ejerce un cargo como si no, «ofrece» el festival al pueblo.[33] Es un contraste el modo en que la vieja, arcaica, forma de patronazgo comunitario se integró en la nueva estructura de la ciudad-estado, y creo que refleja claramente el contraste en la extensión y naturaleza de la participación pública en política, el contraste entre democracia y oligarquía (con un componente popular). La élite romana descubrió para sí misma el valor del consejo que Aristóteles había dado a los oligarcas contemporáneos suyos.

Las fuentes antiguas ofrecen documentación considerable, aunque no sistemática, sobre las diversas clases de patronazgo comunitario. En cambio, silencian casi por completo el patronazgo de individuos, fuera de la élite (sobre el cual las Cartas de Cicerón constituyen un documento impresionante). Es inexcusable seguir sus indicaciones en un estudio de la política: su silencio es una consecuencia necesaria de sus preocupaciones específicas y no es una señal de que careciera de importancia el patronazgo privado.[34] Un pasaje famoso de la Constitución de Atenas de Aristóteles (27, 3) es un indicador claro. Refiriéndose a la introducción de Pericles de un jornal per diem para los miembros de los jurados, Aristóteles escribe: Pericles dio este paso con la intención de

 

... contrarrestar ante el pueblo la opulencia de Cimón. Pues Cimón, que tenía riquezas de príncipe, no sólo desempeñaba con magnificencia las liturgias públicas, sino que también sostenía a muchos de los de su demo: cualquier miembro de su demo podía ir a su casa cada día y recibir lo que necesitaba (ta metria); además, ninguna de sus fincas tenía cerca, de manera que el que quería podía tomar de la cosecha. Ahora bien, la hacienda de Pericles se quedaba muy atrás para tales favores y siguió el consejo de Damónides ... de distribuir entre el pueblo (hoi polloi) lo que a él pertenecía, y así señaló un jornal a los jueces.

 

Aristóteles se dedica a informar (pero, sin aprobar) la idea de que con esta medida Pericles dio el primer paso en la corrupción del gobierno y la sociedad atenienses. Este familiar punto de vista antidemocrático no requiere más consideración aquí, pero está también presente una profunda visión sobre la sociología política de la polis, incluso aunque descartemos la tosca fórmula Pericles-contra-Cimón.[35] ¿Por qué, hemos de preguntarnos, se tendrían que haber preocupado por hombres tan pobres que necesitaban recibir su comida diaria o dos óbolos per diem, cuando hacían de jueces? La respuesta tiene dos partes: primero, una participación en la toma de decisiones políticas, tanto directa en la asamblea como indirecta, apoyando a un líder contra otro, se había dado a toda la ciudadanía, incluso a los pobres; en segundo lugar, un amplio sector de ciudadanos vivieron siempre al margen del nivel de subsistencia, bajo la constante amenaza de hundirse. Esta última condición no había cambiado con la larga serie de medidas que empezaron con Solón y culminaron en la democracia del siglo v. El campesino (en Atenas y en otras poleis, aunque no en todas) ya no estaba amenazado a la esclavitud por deudas, pero éste no era más que un beneficio negativo. ¿Hacia dónde tenía que volverse para obtener ayuda en época de malas cosechas u otros desastres? Hacia un terrateniente local más próspero o hacia el estado. En otras palabras —y eso es lo que decía en efecto Aristóteles— podía convertirse en cliente de Cimón o cliente del estado.[36]

Se me dirá que no puedo emplear la palabra «cliente», porque no hubo nada en la situación ateniense, o griega en general, que fuera ni remotamente semejante a la clientela de la república romana.[37] Tal objeción se debería dejar de lado sin más. La relación entre patrono y cliente es una relación recíproca entre desiguales, que implica no sólo un elemento subjetivo, la «evaluación de la relación» por el cliente, sino también el elemento objetivo de un auténtico intercambio de bienes o servicios.[38] También es muy flexible, no sólo dentro de cualquier sociedad e incluso dentro de una relación individual, sino también entre distintas sociedades y épocas. La insistencia en restringir la terminología (y, por lo tanto, también la institución) al tipo romano peculiar es tan injustificada e inútil como lo contrario, a lo que ya he mostrado mis objeciones, es decir, restringir tanto la definición que quede excluido el modelo romano.[39] Los antropólogos y sociólogos estudian pequeñas comunidades agrarias, en las que el cliente típico es un aparcero o un agricultor sin tierras, o bien las relaciones entre patrono y cliente en el mecanismo político de una gran ciudad. El mundo de la ciudad-estado careció de esto último y sus pobres del campo se componían en su mayor y más importante parte de campesinos que eran dueños del terreno en el que luchaban por sobrevivir. Este mundo tenía también un elemento extraño, complejo, el trabajo servil, que creó un mercado de trabajo rural (y urbano), cualitativamente diferente del predominante en nuestros días en las comunidades mediterráneas o surasiáticas. En consecuencia, el intercambio no fue tan obvio o sencillo en la antigüedad, aunque no dejo de lado el empleo, por parte de los ricos propietarios, de campesinos libres como mano de obra estacional suplementaria, especialmente en tiempo de cosecha, y la simple reciprocidad que tal intercambio representaba.[40] Por sí sola, no obstante, esta costumbre dista mucho de ser la base del amplio establecimiento de la clientela en el campo, y con toda seguridad no lo fue en las ciudades. No puedo contestar a la pregunta que hice respecto al interés de Cimón y Pericles en los pobres libres.

Al final la respuesta ha de ser especulativa, dada la escasez de datos. Veamos rápidamente tres ejemplos constitucionalmente distintos:

1. El derrocamiento de la tiranía de los Pisistrátidas en Atenas, en 510 a. C., se vio seguido por una intensa lucha entre facciones aristocráticas, que ganó Clístenes después de «atraer a su bando al demos».[41] Procedió a reestructurar la maquinaria gubernamental y para ello se basó en los más de cien demos (municipios) del Ática, que combinó en diez unidades nuevas y artificiales, llamadas phylai (traducidas convencionalmente, y de un modo que lleva a conclusiones erróneas, por ‘tribus’), de tal modo que cada tribu incluía demos de las tres diferentes regiones del territorio.[42] El objetivo de esa maniobra concreta, según Aristóteles, que es la única fuente que nos ofrece una explicación racional (aunque elíptica, y probablemente inadecuada), era «mezclar a todos con el fin de disolver las asociaciones anteriores» y por tanto «dar a más gente la participación en los asuntos públicos (politeia)».[43]

2. En 386 a. C., Esparta venció a Mantinea de Arcadia (democrática), ordenó que la ciudad propiamente dicha fuera desmantelada y que los habitantes que residían en ella regresaran a sus aldeas de origen. «Cuando los propietarios se encontraron viviendo más cerca de sus haciendas, fuera de los pueblos», explica Jenofonte (Helénicas, 5, 2, 7), «entrando en contacto con una aristocracia y habiéndose librado de los demagogos molestos, estuvieron satisfechos con el estado de los asuntos».[44]

3. En Roma, una serie de leyes aprobadas entre 139 y 106 a. C., introdujeron la votación escrita secreta en el procedimiento de los comitia y de algunos tribunales.[45] Esta práctica desagradó a la élite. Cicerón explica por qué en una «conversación» con su hermano Quinto y con Ático (Leyes, 3, 33-39): la votación secreta ha «destruido la auctoritas de los optimates». Pero no recomendó una vuelta al voto público; en vez de esto, siguiendo una sugerencia de Platón (Leyes, 6.753 B-D), propuso la retención de las votaciones escritas como una «garantía de la libertad popular», pero sólo con la condición de que fueran «ofrecidas y mostradas de buen grado a cualquier optimate o persona de peso». De este modo, concluye Cicerón, «se garantizará la apariencia de libertad y se mantendrá la auctoritas de los boni».

Pese a ser distintos, esos tres ejemplos suscitan una pregunta común: ¿cuál fue el poder ejercido por unos pocos sobre los más, individualmente, poder que Clístenes intentó romper en Atenas, los espartanos fortalecer en Mantinea y Cicerón restaurar en Roma, con su propuesta de votación? ¿Cuáles fueron las sanciones que podían imponer a los que rompían los rangos, a los que dejaban de ofrecer la ayuda política esperada? En 167 a. C., cuando la votación era todavía pública, el senado propuso un triunfo para Emilio Paulo, pero sus propios soldados ejercieron presiones ante la asamblea tribal en contra de él, a causa de su severa disciplina y del escaso reparto de botín que habían recibido. Un senador distinguido, Marco Servilio, pronunció un discurso apasionado y con éxito, en favor de la propuesta, que se dice que concluyó con estas palabras: Cuando continuemos con la votación, «los acompañaré a todos y reconoceré a los que son viles e ingratos, y a los que prefieren en la guerra la “demagogia” en vez de un general».[46] ¿Qué clase de amenaza era ésa? ¿Por qué creía Cicerón que la votación pública, aunque estuviera por escrito, restablecería la auctoritas de los boni, de hombres como Marco Servilio?

Si sirven para ilustrar la política antigua —mi único interés actual en las relaciones patrono-cliente—, las respuestas han de ser específicas y concretas. Mantinea pocas veces es objeto de observación y se está de acuerdo en que el breve pasaje de Jenofonte es de una utilidad limitada. La propuesta de Cicerón de la revisión del procedimiento de votar fue sólo una idea, nunca llevada a la práctica. Pero Clístenes y las tendencias del medio siglo subsiguiente son críticos en este estudio, y precisamente yo había esperado encontrar respuestas en los numerosos análisis eruditos que han provocado, y no fue así.[47] Nadie puede negar razonablemente que Clístenes inventó un esquema ingeniosamente artificial basado en demos y tribus (uno de tantos inventos políticos llenos de imaginación de Atenas, que estudiaremos en capítulos posteriores); que este esquema fue aceptado por el demos y persistió no sólo hasta el final de la democracia ateniense, sino también varios siglos después, incluso bajo el gobierno romano, y que él y el demos vieron en el esquema un instrumento necesario para cambiar la orientación política, al dar al demos una mayor participación en los asuntos públicos (en palabras de Aristóteles).[48] Sólo Aristóteles ofrece una clave, pero sólo esto, sobre cómo se produjo lo último, en su referencia a la disolución de viejas asociaciones.

La explicación tradicional, y aún dominante, presupone que Clístenes luchaba con una sociedad que estaba organizada tribalmente, en el sentido técnico «antropológico». Según esta opinión, los aristócratas eran caciques tribales —la terminología varía de lengua a lengua: clan, Sippe, Stamm, société gentilice, y así sucesivamente—, cuya autoridad provenía de ese status, y descansaba en él. Singularmente, dada su aceptación larga y virtualmente incontestada, esta opinión no se basa en ninguno de los datos griegos o romanos que conocemos, y realmente se opone a dichos datos. En tanto que no es el derivado de una teoría lineal de la evolución social humana, refleja una confusión fundamental entre familia y clan o tribu. Naturalmente, la familia fue la unidad social nuclear en los primeros tiempos arcaicos, entre la élite lo mismo que entre el campesinado (como continuó siéndolo en sistemas sociales posteriores, incluso el nuestro). Sin embargo, se trata de la organización de la comunidad como un todo, y es en esta área donde la supuesta estructura de parentesco se demuestra que es ficticia. El parentesco, real o putativo, no es lo que dio a la aristocracia su dominio sobre la gente común.[49] Tampoco sirve de ayuda volverse al favorito alemán, Gefolgschaft (en francés, compagnonnage). En tanto que no es una tautología —un servidor es un servidor (Gefolgschaft)—, esa noción inyecta elementos anacrónicos de sociedades feudales (o casi feudales), con un fuerte componente militar, para lo que tampoco hay apoyo ni pruebas en contra en los datos que poseemos.[50]

Si los aristócratas griegos y romanos no fueron ni caciques tribales ni señores guerreros feudales, entonces su poder tuvo que basarse en algo más, y sugiero lo más obvio, su riqueza y el modo de gastarla. Estoy deseoso de conceder un papel al prestigio, carisma, mos maiorum, incluso al control de los centros de culto, aunque Denis Roussel se ha opuesto con razón a «representar a los ciudadanos-sacerdotes de los grandes santuarios del Ática con la imagen de curas y obispos que en algunos estados modernos han influido a menudo en los votos de sus parroquias y diócesis».[51] También estoy dispuesto a subrayar, con más intensidad que otros historiadores, la importancia de los programas (o medidas) conflictivos políticos y económicos en fomentar y condescender ante las ambiciones de los líderes políticos de la élite.[52] Sin embargo, el mundo grecorromano hubiera sido único en la historia si el patronazgo personal —el elemento «objetivo» en la relación entre desiguales— no se hubiera desplegado conscientemente en apoyo de la estructura del poder. La práctica de Cimón muestra que no es preciso suponer tal carácter único.

Tampoco es preciso suponer que Cimón fue de algún modo poco común en su comportamiento, pese a la escasez de documentación explícita.[53] Se ha demostrado que los miembros de la clase censitaria más rica, los pentakosiomedimnoi, estaban diseminados en los demos áticos: los 187 hombres que se sabe que estuvieron en los tres puestos financieros más altos en la segunda mitad del siglo v, ejemplo aleatorio suficiente, procedían de 78 demos distintos, incluidos algunos de los más pequeños y alejados.[54] Aunque no tenían por qué residir en sus demos, allí era donde estaban localizadas sus fincas ancestrales, donde, si lo deseaban, podían haber ejercido su patronazgo. No me cabe ninguna duda de que algunos de ellos así lo desearon, según el modelo de Cimón o de algún otro modo. Una vez conjurado el espectro del tribalismo, junto con los errores consiguientes, tales como la idea de que Clístenes substituyó «localidad por nacimiento» como base de las relaciones y controles políticos,[55] toda la tradición sobre la política ateniense arcaica tiende al demos, al vecindario, como la base a partir de la cual se impulsaban las carreras políticas mediante el despliegue de riqueza y el patronazgo local. El vecindario fue la clave, por ejemplo, de la lucha por el poder entre las familias aristocráticas principales, en las décadas que siguieron a Solón, lucha a la que puso término la tiranía de Pisístrato.[56]

Es significativo que de las pocas innovaciones de Pisístrato que sobrevivieron registradas históricamente, dos de ellas tuvieran el objetivo evidente de debilitar el poder local de los ricos terratenientes, socavando los recursos más importantes de fomentar las relaciones entre patrono y cliente. Pisístrato estableció una caja de empréstitos rotativa para los campesinos y creó un cuerpo de 30 «jueces de los demos», que hacía la gira por ellos; la primera medida hizo posible una fuente de préstamos nueva; la segunda debilitó, si no llegó a suprimir, el poder jurisdiccional de la aristocracia local.[57] Pisístrato fue un «tirano», pero esto carece de importancia en el contexto inmediato: cualquiera, individuo o grupo, que intentara desarrollar y fortalecer la polis, estaba obligado en esa etapa primitiva a luchar contra el poder tradicional de la aristocracia en los demos, y esto sólo se podía hacer ofreciendo nuevas formas de seguro de subsistencia en época de crisis. A este respecto, Pericles fue un heredero directo de Pisístrato: reestableció el cuerpo, que aparentemente ya no existía, de los jueces de los demos (Aristóteles, Constitución de Atenas, 26, 3) e instituyó una larga serie de medidas para proporcionar ayuda financiera a los pobres con los fondos estatales, normalmente no mediante concesiones directas, sino pagando por servicios prestados al estado. Se habían producido en Atenas grandes cambios entre la muerte de Pisístrato y el liderazgo de Pericles, especialmente la creación de un imperio marítimo y el establecimiento de la democracia. De aquí que sus técnicas fueran profundamente distintas, pero básicamente intentaron ambos vencer el mismo peligro en la estructura política de Atenas, la pobreza rural que era un terreno abonado para el patronazgo aristocrático. Con distinta formulación, la preocupación de Pisístrato se basó en una amenaza militar de sus rivales aristócratas vencidos, pero no carentes de poder, mientras que Pericles tuvo que competir con hombres como Cimón por conseguir los votos, en el consejo y en la asamblea, de todos los ciudadanos, ricos, de clase media y pobres, que habían logrado una participación directa en el gobierno.[58]

¿A qué contribuyó, pues, Clístenes? ¿Cómo pudo su «mezcla total», en la estructura tribal recientemente creada por él, impedir a los individuos poderosos que hicieran uso de sus redes de patronos para fines políticos? Sólo podemos imaginarlo, porque tenemos muy poca información. La clave reside en el Consejo de los 500, la Bulé, en la que cada tribu tenía 50 miembros y cada demos al menos uno, y en la que se prohibía la repetición en el cargo. Esta obligatoria distribución geográfica de los miembros del consejo parece haber reducido fuertemente el alcance de la influencia que los patronos locales podían haber ejercido. Cuando los consejeros fueron elegidos por sorteo —la fecha es objeto de discusión, aparentemente irresoluble—, quedó muy minimizado el control directo sobre el consejo de los patronos. Sin embargo, la asamblea se mantuvo indemne del mecanismo de demos y tribus; cada ciudadano era libre de asistir a ella y su voto, dado públicamente, era igual al de cualquier otro.

Había medios de superar algunos efectos de la «mezcla», a través de alianzas horizontales y verticales entre patronos, uniendo la fuerza de los votos de sus partidarios. La existencia de tales alianzas (aunque pocos detalles de su operatividad) es más fácil de descubrir en Roma, con sus elecciones fuertemente disputadas a un alto cargo (completamente desconocidas en las ciudades-estado griegas), donde la situación se complicaba por culpa de la extensión mucho mayor del territorio y también por la atribución, cada vez más arbitraria, de áreas recientemente incorporadas a las tribus existentes. Apréndete de memoria el mapa tribal de Italia, ése es el consejo a Cicerón, que intentaba conseguir el consulado, en un panfleto, el Commentariolum, atribuido a su hermano Quinto. El propio panfleto y otras fuentes contemporáneas aclaran luego la cuestión. El éxito electoral requería el trato asiduo de individuos clave en cada tribu, que estaban en situación de sacar bastantes votantes como para garantizar el voto unitario de la tribu.[59] «Nombra cualquier tribu», dijo el propio Cicerón en su defensa de Cneo Piando contra una acusación de corrupción en su elección al cargo de edil, «y te diré a quién sostuvo hasta el fin» (Discurso pro Plancio, 48). Otra vez he de insistir diciendo que Roma (esta vez) habría sido un caso único en la historia, si lo que llamé el elemento objetivo del patronazgo no hubiera sido un elemento importante del procedimiento. En otro discurso de defensa en un caso de corrupción electoral, Cicerón refuta la acusación de que las grandes multitudes que escoltaban a su cliente habían sido sobornadas para hacerlo: primero niega que hubiera soborno, luego generaliza (Pro Murena, 70), «la gente corriente (homines tenues) tiene sólo un medio de ganar o devolver beneficios por orden nuestra, y es prestarnos el servicio de escoltarnos cuando somos candidatos a un cargo». Las palabras escritas en cursiva se han de tomar literalmente.

Lo que he intentado indicar, en resumen, es que cualquier investigación sobre el estado o el gobierno antiguos ha de bajar de la estratosfera de conceptos enrarecidos, por una consideración no sólo de la ideología, del orgullo y patriotismo «nacionales», del DER STAAT, de las glorias y miserias de la guerra, sino también de las relaciones materiales entre los ciudadanos o clases de ciudadanos como de las relaciones más comúnmente estudiadas entre el estado y los ciudadanos. El cuadro necesitará luego aún más articulación. Tendremos que tener en cuenta la amplia capa de ciudadanos que eran indiferentes a la política, y los que se burlaron con éxito tanto del mos maiorum como de las reglas formales del comportamiento. También tendremos que considerar, e intentar explicar, los fallos, no sólo las ciudades-estado inestables, sino también aquellas cuya estabilidad se vio finalmente amenazada. De nuestros tres ejemplos, Atenas, Esparta y Roma, una (Atenas) no perdió su estabilidad, pero fue destruida como ciudad-estado independiente por la superior fuerza de Macedonia; las otras dos fueron víctimas, cada una a su modo, de sus propios éxitos militares. Sólo una investigación más concreta de la política y el conflicto político puede sugerir explicaciones.