CAPÍTULO 3

 

POLÍTICA

 

 

 

En una anécdota, repetida frecuentemente, Plutarco cuenta que, en una ocasión en que en Atenas se estaba preparando una votación para un ostracismo, un rústico analfabeto se acercó a un hombre y le pidió que escribiera en su tejeuelo (ostrakon) el nombre de Arístides. El hombre le preguntó qué daño le había hecho Arístides, y recibió esta respuesta: «Ninguno en absoluto, ni siquiera conozco al hombre, pero estoy harto de oírle llamar en todas partes “el Justo”». Después de esto, Arístides, pues naturalmente él era el hombre, escribió debidamente su propio nombre, como se le había pedido (Arístides, 7, 6). Cuento edificante, pero mi interés se centra en la buena disposición de los historiadores en aceptarlo como cierto y sacar de él amplias conclusiones sobre Arístides, el ostracismo y la democracia atenienses. Algunos sintieron dudas ante la imagen de los líderes políticos atenienses, como nobles caballeros que no se hubieran manchado con formas de comportamiento tan bajas como solicitar el voto de los campesinos y tenderos (sólo líderes políticos buenos, apenas necesito añadirlo, no demagogos como Cleón). Los escépticos han logrado ahora un triunfo inesperado. Las excavaciones posteriores a la última guerra han dejado al descubierto, principalmente en el barrio de los ceramistas, más de once mil ostraca con nombres inscritos en ellos.[1] Parece claro que la mayoría los tiraron en grandes cantidades después de la realización de una u otra votación de ostracismo. Sin embargo, en un lote de 190, encontrados en la ladera occidental de la Acrópolis, llevaban todos el nombre de Temístocles, escrito por unas pocas manos, lo que indica claramente que se habían preparado de antemano para distribuirlos entre los posibles votantes, pero al final no se usaron. No hay modo de saber en qué proporción se habían escrito por adelantado el resto de los once mil. Tampoco hay modo de decir si la anécdota de Plutarco acerca de Arístides es cierta o no. Muchas de sus anécdotas son ficciones moralizantes, y es prácticamente inconcebible que el lote de ostraca sin usar de Temístocles constituya un ejemplo único de esta táctica en toda la historia del ostracismo. Debemos decidir según lo que parezca más probable, y Plutarco no logra convencerme de que la política ateniense tuviera una pureza moral desconocida en cualquier otra sociedad política.[2]

Los historiadores que se ocupan de Roma lo pasarán peor, porque tienen a su disposición una colección única de documentos antiguos, las cartas de Cicerón. Allí se leen cosas como la siguiente, escrita a su amigo y confidente Ático (I, 2, 1), en julio del año 65 a. C.:

 

Por el momento me propongo defender a mi compañero de candidatura [al consulado] Catilina. Tenemos el jurado que queremos, con plena cooperación de la acusación. Si es absuelto, espero que esté más inclinado a trabajar conmigo en la campaña.[3]

 

Catilina sufrió un proceso por extorsión cuando era gobernador de la provincia de África. Fue absuelto sin la ayuda de Cicerón, que, al final, no se encargó del caso por motivos que desconocemos. Dos años más tarde, Cicerón asumió la tarea de echar abajo la conspiración de Catilina. Esto es también esclarecedor. Pero tales textos y situaciones no justifican el precipitado impulso de cobijarse bajo el rótulo de «corrupción». Solicitud de votos, persuasión, intercambio de servicios, recompensas y beneficios, alianzas y tratados son las técnicas esenciales de la política en la vida real, en toda sociedad política conocida, y el límite entre corrupción y no corrupción no sólo es extremadamente difícil de trazar, sino que también cambia de acuerdo con el sistema ético del observador. No todo el mundo está de acuerdo con Platón.

Por «política» entiendo algo concreto y mucho más limitado que, por ejemplo, la definición de Michael Oakeshott: «la actividad que consiste en ocuparse de la organización general de un grupo de gente, a quien el azar o la elección ha reunido».[4] Esta definición, ampliamente compartida, comprende cualquier grupo imaginable desde una familia o un club o una unidad tribal laxa hasta la más omnipotente y autocrática monarquía o tiranía, y soy incapaz de encontrarle un empleo analítico o, en otro caso, significativo. Me parece que son necesarias tres distinciones. La primera es entre los estados y las múltiples agrupaciones que existen dentro de un estado, sociales, económicas, educativas o de cualquier otra índole. No me preocupan esos usos metafóricos porque son «política de academia». La segunda es entre estados en los que las decisiones son obligatorias y vinculantes, y las estructuras preestatales, en las que no lo son. La tercera es entre estados en los que un hombre o una junta tienen el poder absoluto de decisión, sin tener en cuenta los consejos que puedan haber solicitado previamente, y aquellos en los que las decisiones vinculantes se consiguen después de discutir, argumentar y finalmente votar. La discusión puede estar restringida a un solo sector de los miembros de la comunidad, como en una oligarquía —no limito mi definición a las democracias— o a representantes elegidos o a la decisión sobre unas cuestiones limitadas, pero es esencial que la decisión sea algo más que consultiva. Ésta es la razón de mis límites cronológicos, y especialmente mi exclusión de Roma bajo los emperadores. Donde prevalece el principio Quod principi placuit legis habet vigorem (‘lo que el emperador decide tiene fuerza de ley’), aunque sólo sea en espíritu, hay gobierno de antecámara, no de cámara, y por lo tanto no puede haber política en el sentido que yo le doy. Es decir, aunque había discusión en el principado, el poder de decisión, último y eficazmente libre de trabas sobre asuntos de política, descansaba en un solo hombre, no en los votantes (ni siquiera en los cientos que incluía el senado).

Es evidente que hubo grandes áreas grises no fácilmente clasificables; por ejemplo, las ciudades seleúcidas o las del imperio romano, con el privilegio de su gobierno autónomo, pero con un nivel local estrechamente limitado. Excluyo a las últimas de esta investigación porque su política es interesante para el estudio de la psicología social de una élite bajo una autocracia abusiva, pero no lo bastante para el estudio del comportamiento político. Se pueden comparar dos documentos —carece de importancia el que sean puras creaciones literarias o no—, un breve diálogo entre Sócrates y el joven Glauco en los Recuerdos de Jenofonte (3, 6) y un largo ensayo, Preceptos Políticos, escrito por Plutarco probablemente hacia el año 100 d. C. Ambos aparentemente ofrecen consejos a un adolescente de clase alta con ambiciones políticas. Mientras Sócrates se concentra en la necesidad de un conocimiento detallado —sobre finanzas públicas, recursos militares, defensa, las minas de plata, la provisión de comida—,[5] Plutarco se dedica, muy detenida y sentenciosamente, a citar muchos autores griegos y latinos y muchas anécdotas, todas ellas sobre el comportamiento apropiado, la honradez, un modo de vida moderado, la elección correcta de amigos y patronos y, por encima de todo, sobre la retórica. Encuentro poca cosa en el ensayo sobre cuestiones substanciales, incluso en el pasado, y nada que ilustre la política pasada o presente. Que la diferencia entre ambos no es cosa de dos personalidades o temperamentos distintos, sino el reflejo de dos situaciones totalmente diferentes, ya lo señala, según creo, el propio Plutarco a medias en la obra, cuando escribe (Moralia, 813 D-E): «Cuando ocupas un puesto no debes tener en cuenta solamente los cálculos de Pericles ... Ten cuidado, Pericles, gobiernas a hombres libres, a griegos, ciudadanos de Atenas», sino que también has de decirte a ti mismo, «tú que ejerces un cargo, eres un subdito, en una polis controlada por procónsules, procuradores del César».

La política, según nuestra opinión, figura entre las actividades humanas menos usuales en el mundo premoderno. En efecto, fue un invento griego, más correctamente quizás el invento separado de los griegos y de los etruscos y/o romanos. Probablemente hubo otras comunidades políticas primitivas en Oriente Próximo; en todo caso, entre los fenicios, que luego llevaron sus instituciones al oeste, a Cartago. El único estado no griego que Aristóteles incluyó en su colección de 158 monografías sobre «constituciones» individuales, era Cartago. Esta obra se perdió, aunque se conservan algunos datos suyos en la Política (especialmente 1.272b24-73b26), y no encuentro motivos para creer que hubiera un trasvase importante de los fenicios a los griegos o etruscos (los cuales, imagino, pusieron las bases del futuro desarrollo de las instituciones políticas romanas). Es objeto de debate y cuestión incontestable cuánta influencia ejercieron las primitivas comunidades griegas de Sicilia e Italia en los estadios formativos de los etruscos y romanos; realmente, carece de importancia: ninguna respuesta arrojará luz sobre los distintos caminos en que se desarrollaron la política y las instituciones políticas en las esferas griegas y romana.

Subrayo la originalidad sobre todo por su corolario; la férrea coacción a que estaban sometidos los griegos y romanos les obligaba a inventar continuamente; a medida que surgían problemas o dificultades nuevos y a menudo imprevistos, los tenían que resolver sin la ayuda de precedentes o modelos. De ahí la conocida relación de recursos e instituciones «misteriosos», tales como las tribus de Clístenes, el ostracismo y la graphe paranomon (sobre la que volveremos) en Atenas, el «veto» de los tribunos y especialmente el extraordinario procedimiento de voto de los comitia centuriata en Roma. Badian ha dicho con razón de estos últimos que «cualquiera que haya estudiado la reforma romana de los comitia centuriata creerá que no hay nada imposible».[6] David Hume encontró difícil de comprender la «singular y aparentemente absurda» graphe paranomon, procedimiento ateniense introducido durante el siglo V a. C., por el cual cualquier ciudadano podía demandar en juicio a otro por haber hecho una «propuesta ilegal» en la asamblea, incluso si la asamblea soberana la había ya aprobado.[7] Tales recursos son interesantes, no sólo en sí mismos, como ejemplos del notable alcance de la inventiva humana en el campo político, sino también (e incluso más) como anécdotas individuales, como historiales de los modos en que se pueden cambiar y forzar las instituciones, a veces fuera de todo reconocimiento, una vez introducidas en el arsenal político. Debo insistir una vez más en que es incorrecto considerar este tema como poco más que una historia de demagogia, corrupción popular, decadencia y descomposición, pues es un hilo central en la historia de la política antigua, que tiene un fácil paralelo, aunque quizá no siempre de modo tan pintoresco, en la historia de la política moderna.

No nos ayudan mucho las fuentes. Los griegos y romanos inventaron la política y, como todo el mundo sabe, también inventaron la historia política, o mejor, la historia como historia de la guerra y la política. Pero lo que todo el mundo sabe es impreciso: los historiadores de la antigüedad escribieron la historia del quehacer político, que no es lo mismo que la política; escribieron ante todo sobre política exterior, preocupándose de la técnica de hacer política (aparte de los discursos en el senado o la asamblea) sólo en los momentos de conflicto agudo que acababan en guerra civil. Piénsese en Tucídides. Una vez eliminamos su episodio central sobre la guerra civil en Corcira y otras breves narraciones de guerra civil, los discursos de tipo ideal, y el relato de su último libro, sin revisar, sobre el golpe oligárquico de 411, tenemos solamente las observaciones más accesorias sobre política, que normalmente introduce para expresar un juicio moral (y además, en el lenguaje apropiado): por ejemplo, su desechable observación (8, 73, 3) de que un hombre llamado Hipérbolo «había sufrido el ostracismo no por miedo a su poder o prestigio, sino porque era un canalla o una deshonra para la polis». Eso es absurdo en términos políticos prácticos, y Plutarco es el que más apuntó a la realidad en su cuento detallado (Nicias, 11) del modo en que, probablemente en 416 a. C., cuando el conflicto entre Alcibíades y Nicias había llegado a tal extremo que era probable que uno u otro fuera desterrado por ostracismo, se juntaron ambas fuerzas y lograron convencer a sus partidarios de que votaran por el ostracismo de Hipérbolo. Este cuento, a diferencia del de Arístides el Justo, sí tiene aire de verosimilitud. Si los historiadores se lo hubieran tomado más en serio, y no se hubieran lanzado sobre él creyendo que era simplemente otro signo de degeneración popular, una «intriga siniestra»,[8] los ostraca prefabricados de Temístocles no hubieran provocado semejante conmoción.

No hay nada tremendamente secreto o difícil en la historia del ostracismo, aparte de los problemas cronológicos, que ocupan mucha literatura moderna sobre el tema. Fue introducido cuando los atenienses utilizaron un sistema democrático, a continuación de las décadas de la tiranía de Pisístrato. Con una inventiva característica e ineludible, se decidió que el riesgo de otro tirano disminuiría si se expulsaba a un líder que hubiera logrado excesivos éxitos y popularidad, durante diez años, con tal de que se consiguieran un mínimo de 6.000 votos en un procedimiento oficial. Bastante pronto los políticos descubrieron que el ostracismo era un recurso útil para decapitar a la oposición, clara ilustración de una consecuencia de la cultura oral: se aleja a un hombre físicamente del estado y éste carece de un modo de comunicarse con sus conciudadanos. Pero fue un arma con un doble filo peligroso; por esto se usó con moderación —no hay ningún caso seguro entre 443 a. C. y el ostracismo de Hipérbolo en 416— y después de 416 se le dejó morir de muerte lenta. Por el contrarío, la graphe paranomon, ideada en principio para dar a los atenienses una oportunidad de reconsiderar la posible precipitación de una decisión de la asamblea, se demostró que podía ser un arma útil en la lucha cuerpo a cuerpo de los círculos dominantes y se usó con bastante frecuencia con el paso de los años.[9]

El calificativo de «intriga siniestra», en tanto que no es precisamente un altruismo pedante sobre la política (toda política, antigua o moderna), es un buen ejemplo de la mala costumbre de dejar que las fuentes guíen al historiador. Respecto a la Grecia clásica se sabe suficientemente que bastantes de las principales fuentes —entre los historiadores, así como entre los filósofos y panfletarios— eran hostiles a la predominante práctica política y expresaron su desagrado en términos morales. No necesito abundar en ejemplos: no fortalecerían mi alegato de rechazar el velo moralizante en la búsqueda de la realidad política. Tampoco es necesario que repita mi argumentación para Roma. Pese a las diferencias, especialmente en las instituciones romanas que, más inclinadas a favor de los ricos y los pocos, no atrajeron el fuego de los escritores romanos o de los comentaristas griegos, la literatura se concentra en lo mismo y presenta la misma carencia de un interés continuado en la política (siempre con la excepción de las cartas de Cicerón, que hay que comparar a este respecto con sus escritos teóricos y sus alusiones históricas). La fuerte disputa que precedió a la decisión de destruir Cartago en la llamada tercera guerra púnica (149-146 a. C.) es un ejemplo suficiente: aunque los desacuerdos dentro del círculo gobernante romano «debieron ser un factor muy significativo en la política interna de Roma ... no se descubren muchos rastros de ellos».[10]

Confío en que no tendré que gastar mucho tiempo sobre la diferencia fundamental entre ley constitucional y política. El hábito de caer en la trampa de la ley constitucional es quizá más común entre los historiadores de Roma gracias al gran corpus de literatura jurídica romana y gracias aún más a la destacada construcción intelectual, Römisches Staatsrecht, de Mommsen. Así, existe un debate sin fin acerca de la naturaleza y límites de la autoridad del senado sobre los magistrados, como si no fueran los mismos, sacados de un pequeño círculo de la nobilitas, y no hubieran hablado entre sí antes de tomar alguna medida oficial.[11] La historia griega tampoco se ve libre de ello: una larga monografía reciente sobre las funciones relativas del consejo y la asamblea en la legislación ateniense se propone explícitamente localizar el «proceso legislativo o de toma de decisión» y pretende haberlo hecho así mediante un análisis puramente formal (y defectuoso) de la mecánica «parlamentaria» solamente.[12]

Evidentemente, la constitución, escrita o no, ofrecía el marco dentro del cual se llevaba a término la actividad política. Eso es casi demasiado banal para que valga la pena ponerlo en palabras. De nada se ha escrito más a menudo que de las instituciones y de la historia constitucional griegas y romanas; los detalles están disponibles fácilmente en los manuales clásicos, libros de texto y monografías, y no voy a intentar volver sobre el tema aquí. Sin embargo, bastantes puntos generales son demasiado esenciales para el estudio de la política como para que se queden sin decir (y algunos puntos específicos los tendremos que examinar en el capítulo siguiente).

Hay que comenzar con una generalización: el gobierno de toda ciudad-estado consistía al menos en una amplia asamblea (y normalmente una sola), un consejo o consejos más pequeños y unos cuantos magistrados que se alternaban entre los hombres elegibles, lo más a menudo anualmente. La composición de estos cuerpos, su método de selección, sus poderes, los nombres con que se les conocía, todo ello variaba grandemente, en lugar y en tiempo, pero el sistema tripartito está en todas partes, de modo que se puede pensar en él como sinónimo del gobierno de la ciudad-estado. La documentación disponible más temprana procede de lugares tan dispersos como Dreros, en Creta, y Esparta antes de 600 a. C., Atenas probablemente poco después, Quíos a mediados del siglo VI, y hacia 500 a. C. una región atrasada de Grecia, Lócride, así como Roma. No se puede sacar ninguna conclusión de esta lista, salvo su carácter fortuito: conocemos Esparta, Atenas y Roma porque son Esparta, Atenas y Roma, con una larga tradición dominada por la literatura; conocemos Dreros, Quíos y Lócride gracias a la conservación accidental de breves inscripciones de piedra o bronce, y su información no se extiende más allá del mero hecho de la existencia de asamblea, consejo y magistrados.[13] Se desconoce cuánto tiempo antes del primer documento conservado se había establecido el sistema en la comunidad, y para mis propósitos carece de importancia, como tampoco importa el que se acepte o no la tradición según la cual Solón fue el primero que estableció un consejo en Atenas.

Las variaciones en los detalles a menudo llevaron a consecuencias más importantes, queridas o no. En especial es imposible hacer un estudio comparativo sin notar una diferencia fundamental entre Roma y Atenas. En esta última la mayoría de los cargos estaban restringidos al término de un año, los miembros del consejo a dos, con la notable excepción del cargo de strategos, con mucho el más prestigioso del estado desde principios del siglo V a. C., para el que se elegía al candidato (no se sorteaba), y que podía ser reelegido sin límites. En Roma, por el contrario, todos los cargos estaban en principio restringidos a un año (regla que en la práctica se transgredió, pero no muy significativamente antes del último siglo de la república), mientras que el consejo, el senado, era un cuerpo permanente, lo cual equivalía a que ser senador duraba toda la vida. De ahí que un ateniense políticamente ambicioso pudiera presentarse a varias elecciones para la strategia, como punto de partida importante, pero no esencial, de sus operaciones, mientras que su equivalente romano tenía prohibido hacer algo semejante. Cuando había sido cónsul, un romano podía ejercer influencia política solamente a través del senado o por canales extraoficiales.

La estructura constitucional tripartita se basaba en la necesidad de eficacia, o al menos de un mecanismo práctico; su establecimiento no surgió de la idea de la separación de poderes, en el sentido desarrollado por Montesquieu (aunque algunos teóricos como Aristóteles [Política, 1.297b35-1.301a15] bosquejaron la idea a partir del hecho). Tampoco existía la separación moderna de poderes en la esfera judicial: existía por supuesto una organización de la justicia, pero coincidía parcialmente con el resto, en el derecho del consejo o la asamblea de celebrar sesiones como tribunal en casos importantes o, en el otro extremo, en el poder plenipotenciario de los magistrados de penalizar a cierta clase de culpables.[14]

En principio tampoco había separación entre el departamento civil y el militar del gobierno. No sólo el ejército era una milicia de ciudadanos (aunque no la armada), sino que los jefes eran oficiales civiles de graduación. El carácter excepcional de Esparta en esta esfera fue la simple extensión de la institución universal de la ciudad-estado llevada a su última conclusión lógica. Los diez strategoi atenienses eran elegidos anualmente y su lista, en el siglo v, incluye a los líderes más conocidos de la época, elegidos para ejercer el cargo militar más alto por su influencia política, no a la inversa. En Roma, nos dice Polibio (6, 19, 4), nadie podía ejercer un cargo político antes de haber servido en diez campañas militares anuales. Se han producido una controversia erudita y una apreciable cantidad de determinados argumentos en torno a esta simple información, pero no cabe dudar de su exactitud básica, ni seguramente del deber de los cónsules de dirigir los ejércitos en el campo de batalla. Teniendo en cuenta la regularidad de las guerras en la historia de la república romana, eso significaba que la dirección militar fue una parte normal de los deberes de cada cónsul.[15]

Esta identidad del papel civil y del militar existía en principio, como he dicho, y el hecho notable no es que hubiera con el tiempo importantes desviaciones en la práctica, sino que el principio se conservara incólume tan tenazmente. Durante la guerra del Peloponeso, Esparta se vio obligada a transgredir la ley de que los dos reyes eran los comandantes de las tropas de tierra, simplemente porque había más de dos ejércitos en acción a la vez, aunque no se abandonó la ley. El siglo IV a. C. vio el aumento considerable del empleo de generales profesionales y soldados mercenarios en las ciudades-estado griegas, pero las milicias de ciudadanos siguieron siendo la base militar. Curiosamente, sin embargo, en Atenas unos líderes políticos como Eubulo o Demóstenes [16] ya no consideraron esencial para su status la dirección de los ejércitos, como Pericles y Cleón en el siglo anterior. En cuanto a Roma, la profunda transformación que acabó viendo cómo la milicia tradicional, bajo jefes como Mario, Sila, Pompeyo y César, adquiría algo del carácter de un ejército privado (aunque no en sentido estricto), es demasiado familiar para que requiera más explicaciones. Pero se ha de subrayar el hecho de que Roma había conquistado Italia, Cartago y partes de España antes de que comenzara el cambio.

Del cambio es de lo que trata, naturalmente, la historia de la política; en el análisis final, el cambio en un aspecto u otro era a la vez el objetivo y la consecuencia de los desacuerdos y conflictos políticos. Por lo tanto, hemos de pasar de las grandes líneas constitucionales a las variables importantes. La primera es el tamaño. En una gran mayoría de las ciudades-estado los ciudadanos varones adultos no llegaban a 10.000 y en muchas a 5.000; y lo mismo se puede decir de las comunidades italianas que Roma ocupó a lo largo de dos o tres siglos. Se supone que la actividad política en unidades tan pequeñas, en las que todos los ciudadanos se podían de hecho reunir en una asamblea, era en cierto modo diferente en su tono y calidad de la actividad de Atenas, con sus treinta o cuarenta mil ciudadanos, y de Roma, que se hizo mucho mayor. Por desgracia la suposición no se puede comprobar: el único estado más pequeño sobre el que existen datos útiles es Esparta, caso atípico, y sería una locura extrapolar de Esparta a, digamos, Mitilene, Sición o Capua.

Hay que tener siempre presente la escala relativa de todo esto. Nuestra mejor estimación es que la población total del imperio romano en su momento álgido, al principio de la era cristiana, era igual, o un poco mayor, que la del Reino Unido en la actualidad. También fue el momento de máxima urbanización de la antigüedad; con todo, no había ni media docena de ciudades mayores que Belfast o Miami, y ni una (excepto Roma) tan populosa como Leeds o Milwaukee. Sin embargo, lo que importa aquí no son los totales ni las comparaciones modernas, sino las relativas capacidades de satisfacer las expectativas antiguas. En un mundo de escasa tecnología, sobre todo pequeñas fincas agrícolas, una estructura social estratificada y un apetito infatigable de guerras locales, las comunidades independientes con una población ciudadana de menos de diez mil habitantes eran crónicamente inestables; carecían de los recursos y la mano de obra para protegerse de las consecuencias sociales y políticas de desastres naturales, como una sucesión de años de carestía, o de continuo conflicto armado. De ahí —aunque esto es sólo una impresión, lo reconozco, dada la escasez de nuestros datos— la frecuencia de crisis políticas a favor de una guerra civil declarada, bastante a menudo acompañada por la traición de la ciudad a un estado más poderoso o a otro.[17] Éste fue el precio pagado por la incorporación de las clases más bajas a la comunidad política. Sólo los estados más extensos fueron capaces de librarse de ello, no sólo por el uso de la fuerza externa, sino también porque podían emplear sus recursos mayores «pacíficamente», por ejemplo controlando las rutas marítimas. No puede haber mejor ilustración de la estrecha relación entre los asuntos domésticos y los extranjeros en la formación de la política dentro de cualquier estado.[18]

Sería difícil sobrestimar el impacto de la guerra en la política antigua. El récord romano sin precedentes de guerra y conquista no debería ocultarnos el hecho de que también hubo pocos años en la historia de la mayoría de las ciudades-estado griegas (de Esparta y Atenas, en particular), y prácticamente ningún año seguido, sin alguna acción militar. Y también hemos de tener constantemente presente que lo más duro de los combates lo soportaban milicias de ciudadanos; es más, que en muchos estados griegos (incluyendo a Atenas y Esparta) y en la Roma primitiva, los hombres que decidían por votación el combate eran en su mayor parte los que intervenían en las batallas, desde los comandantes hasta, bajando en la escala social y económica, los hombres con propiedades bastante modestas, que constituían la infantería pesada, y a veces incluso hasta los pobres que tripulaban los barcos de guerra.

Inmediatamente empiezan a proliferar las variables. La primera distinción es entre estados conquistadores, que dominaban un territorio relativamente extenso o un número relativamente grande de comunidades, que antes eran independientes, bajo su autoridad, y los otros estados, que carecían de ese dominio. Consecuencia inmediata era el cambio, distorsión y a veces destrucción del sistema de gobierno y de la política de las comunidades sojuzgadas. Esquemáticamente, los estados imperiales favorecieron, y a menudo impusieron, los sistemas constitucionales preferidos a sus súbditos, e intervinieron política o militarmente con el fin de conseguir los resultados deseados: tiranía, donde eran tiranos los conquistadores, como en Sicilia; democracia en la esfera de poder ateniense; oligarquía, donde el poder controlador fue Esparta o Roma.[19] A fin de cuentas, en las ciudades dominadas, las diferentes facciones estaban dispuestas a pedir apoyo militar externo, no sólo en conflictos por la forma de gobierno (oligarquía o democracia), sino también en las luchas por el poder dentro de las oligarquías.[20] Como es habitual, las fuentes nos defraudan; se ocupan ante todo de los estados imperiales, y no ofrecen más que indicaciones de vez en cuando sobre la política de las comunidades subordinadas, que gravita entre las presiones y peticiones ejercidas sobre ellas desde fuera.[21] Más concretamente, los autores antiguos restringen su información a los problemas constitucionales y a la relación escueta de asesinatos, destierros y confiscaciones. La exposición modelo es la de Tucídides (3, 82, 1), en su gran pieza de oratoria sobre la guerra civil de Corcira en 427 a. C.: «en tiempos de guerra, cuando cada bando podía contar siempre con alianzas que dañarían al otro y le beneficiarían a él, era fácil para los que deseaban una revolución solicitar ayuda».

La generalización de Tucídides se puede ilustrar muchas veces a lo largo de todo el período que estamos viendo, pero con una igualdad monótona y una falta de detalles significativos sobre la política de las maniobras. Sólo se puede documentar la regeneración política en los estados conquistadores, más poderosos, pero también es algo uniforme o monótono. Esparta, naturalmente, fue un caso único. Un cuerpo de ciudadanos, que era a la vez un ejército en régimen de dedicación plena, bajo la jefatura de reyes hereditarios, mantenido por una gran población de hilotas, estaba en situación distinta, a todos los niveles, de los ciudadanos de cualquier otra polis. Pero hay excesivas cosas que no conocemos. No sirve de gran ayuda, por ejemplo, que Aristóteles nos diga, sin entrar en detalles, que los reyes estaban obligados a cortejar (demagogein) a los éforos, que éstos eran elegidos anualmente mediante un método «pueril», que el consejo de ancianos se seleccionaba con carácter vitalicio por manipulación.[22] Ningún autor antiguo discute la psicología de un ejército, entrenado en la obediencia desde la infancia, cuando se reunía como asamblea para decidir entre propuestas alternativas, que le presentaban los reyes y éforos. Podemos imaginar con seguridad que las presiones eran distintas de las que influían en una asamblea ateniense (o cualquier otra), pero no podemos decir más. Con todo, sabemos que hubo momentos en que se produjeron fuertes desacuerdos que tuvieron que ser resueltos políticamente.[23] Como de costumbre, los datos disponibles se refieren exclusivamente a los asuntos militares y exteriores, pero la revuelta fracasada de Cinadón del año 397 a. C. revela una crisis interna existente desde hacía mucho tiempo. Al concentrarse fuertemente la posesión de la tierra, cada vez más esparciatas se vieron desposeídos de su categoría de ciudadanos plenos, con desastrosas consecuencias militares. Dos generaciones después del éxito final de Esparta, la derrota de Atenas en la guerra del Peloponeso, Esparta se quedó reducida a una ciudad-estado relativamente pequeña. Hay señales de una tendencia a desarrollar ejércitos casi privados y monarquía militar, pero los recursos territoriales y demográficos eran demasiado escasos.

Roma fue un caso único de modo diferente, porque fue un estado conquistador implacable desde el principio del registro de su historia. La combinación, por una parte, de adquisición territorial y asentamiento continuo de campesinos (ciudadanos) en la tierra conquistada con la conservación, por otra parte, del entramado de la ciudad-estado y una cierta medida de participación popular en el gobierno, dio un peculiar sello romano a todos los aspectos de su historia, sociedad y política.[24] Atenas empezó con una base territorial mayor —de qué modo la totalidad del Ática se convirtió en una sola ciudad-estado es un rompecabezas sin resolver de la historia primitiva ateniense—, pero en su etapa imperial, en el siglo V a. C., adquirió un imperio que pagaba tributo, sin anexionarse territorios, aunque se confiscaron algunas tierras para asentamiento ateniense. La diferencia es acusada en el tamaño: Atenas consiguió su apogeo definitivo en territorio y población a mediados del siglo v; con todo, fue superada por Roma en territorio, en una escala de diez a uno por lo menos, y en población quizá de ocho a uno, a fines del siglo III a. C. Y Roma siguió creciendo ininterrumpidamente en ambos aspectos durante mucho tiempo después.

Tal diferencia de magnitud tuvo su efecto sin duda en la política. Realmente, el aspecto conquistador de la historia romana es tan central que volveremos sobre él repetidamente. Más evidente, quizá, fue su impacto en la constitución y funcionamiento de la élite política, en la selección y comportamiento de los líderes políticos. A propósito de esto, no me parece útil emplear las etiquetas convencionales, democracia y oligarquía, ni los refinamientos predilectos modernos, democracia «moderada» y «radical». La política es por naturaleza competitiva, y la primera distinción está entre las comunidades en las que la competición es exclusiva del sector de ciudadanos que tienen propiedades —oligarquías en sentido estricto— y aquellas en las que las clases más pobres tienen algún derecho a la participación. Desdichadamente, nos falta información para estudiar con rigor la política de los estados oligárquicos griegos o italianos; algunos pasajes de la Política de Aristóteles, y ciertos historiadores, indican que es posible que su política fuera poco escrupulosa o fea, pero no nos dicen mucho más. Sólo Atenas y Roma se prestan a análisis, y, pese a todas sus diferencias, tuvieron en común un elemento de participación popular. Por consiguiente los líderes políticos, quienesquiera que fuesen y comoquiera que hubieran adquirido su status, se veían obligados no sólo a maniobrar entre sí, sino también a maniobrar de tal modo que se asegurasen el apoyo popular para diversos fines. Eso es la política, y la tendencia de los historiadores a subrayar la falta de iniciativa entre la masa de ciudadanos, que les lleva a sacar la conclusión de que contaban poco «en realidad», evade todas las cuestiones.

Que el liderazgo político fue monopolizado por el sector más rico de la ciudadanía, a lo largo de toda la era de la ciudad-estado, ha quedado bien establecido, y ya se han adelantado algunas explicaciones. Había motivos psicológicos, que emanaban de una sociedad tradicionalmente jerárquica, con su ideología firmemente desarrollada del nomos o mos maiorum. Había motivos financieros también: las clases más ricas soportaron tales gastos de gobierno y de guerra que no se podían transferir a la gente conquistada y a los súbditos; la liberalidad, pública y privada, se convirtió a la vez en una obligación y un instrumento de los hombres que aspiraban al liderazgo, en Roma a un nivel acelerado; se requería ocio no sólo para la actividad política como tal, sino también para desarrollar la habilidad necesaria, especialmente la oratoria, y para adquirir un conocimiento de especialista (en un mundo que confiaba grandemente en la comunicación oral y que carecía de un aparato burocrático).

En resumen, la política a nivel de los líderes era una actividad de dedicación plena, un modo de vida. Y por esta razón decir que había «familias que tuvieron una tradición de compromiso en los asuntos públicos y cuyos vástagos eran estimulados a tomar parte en la política, o se esperaba de ellos que lo hicieran»[25] es cierto, pero sólo en parte. Cada individuo tenía que elegir el dedicarse a la política, y luego intentar progresar: la familia le daba un punto de partida y respaldo constante, pero él por sí solo tenía que hacer la carrera, una permanente carrera de obstáculos a lo largo de toda su vida política. Los obstáculos los ponían en su camino sus competidores en la lucha por el liderazgo, y los riesgos eran formidables. Muchos vástagos de familias con tradición política no estuvieron interesados en política o fracasaron en ella. Para Atenas eso está implícito negativamente en el cambio de los líderes, después de la muerte de Pericles, de las familias «aristocráticas» tradicionales a hombres que se están conociendo entre los historiadores modernos con el nombre de «nuevos políticos», basándose en una analogía bastante pobre con los novi homines romanos.

De hecho, no tenemos modo de contar cabezas. Han sobrevivido muy pocas cifras en el registro histórico: algunos de los hombres, cuyos nombres aparecen más a menudo en los ostraca que mencioné antes, no aparecen registrados en ningún otro sitio, y hay excesivos ostraca con sus nombres para que se les omita, como los Kilroy que surgen hoy día en las papeletas de voto —Menón, hijo de Meneclides, por ejemplo, con casi 700 ostraca, o Calixeno, hijo de Aristónimo, con más de 250.[26] Nuestra información prosopográfica romana es mucho más completa, y parece demostrar una oligarquía más estricta. Voy a citar solamente una serie de cifras bien conocidas: entre 232 y 133 a. C. los 200 cónsules procedieron de 58 linajes aristocráticos (gentes), y, de éstos, 159 venían de 26 linajes, y 99 de sólo diez linajes.[27] Con todo, incluso en estos cien años hubo vástagos de las familias dominantes que no alcanzaron el consulado, hubo «hombres nuevos» que entraron en el círculo mágico y, lo más importante, sólo una minoría de cónsules fueron líderes políticos efectivos.

Pero los cónsules, también, por incompetentes o mediocres que fueran, en política, tenían imperium durante su año en el cargo, lo mismo que los pretores. Cicerón codificó simplemente una doctrina romana largo tiempo aceptada, cuando, en las páginas introductorias del libro tercero de las Leyes, insistía en que el imperium era esencial por naturaleza para la justicia y la existencia disciplinada. «Se puede decir realmente», continuó, «que el magistrado es una ley parlante (lex loquens), la ley un magistrado silencioso». De aquí que la obediencia a los magistrados sea una condición necesaria en una sociedad justa: el significado léxico de imperium es ‘orden’, ‘mandato’, con un tono militar inconfundible. De modo semejante, las «centurias» de la asamblea de centuriones fueron en su origen unidades militares y, al igual que el imperium, nos hacen retroceder hasta el principio de la república, al estado conquistador y al carácter inseparable de las jefaturas militar y civil. Los símbolos visuales del imperium fueron las fasces (haces de varas y hachas atados con correas rojas), llevadas por los lictores, que siempre escoltaban a los cónsules y pretores, recuerdo permanente para los contemporáneos de la base militar de la autoridad civil; los romanos no necesitaban comentarios eruditos para establecer la relación.[28]

No hubo nada semejante en las ciudades-estado griegas (con la posible y, en el mejor de los casos, parcial excepción de los dos reyes hereditarios de Esparta). Tampoco los griegos desarrollaron una institución como el triunfo oficial, un premio que Livio (30, 15, 12) llamó «la distinción más magnífica» que se podía otorgar en Roma. El triunfo no se concedía con ligereza; es decir, su petición normalmente requería maniobras políticas para que tuviera éxito el resultado y esto frecuentemente provocaba debates en el senado y a veces fuera de él.[29] Como el imperium, el triunfo tuvo un fuerte talante sagrado,[30] y se impone una consideración del papel tanto de la religión como de la gloria militar en la política respecto a él. En conjunto la religión ofrecía oportunidades para la manipulación política por parte de los que ya tenían la autoridad y su discusión se puede posponer, pero la gloria militar fue un factor indudable para conseguir el liderazgo, preocupación inmediata nuestra.

La valoración no es fácil. Consideramos a los comandantes, no a los soldados de infantería ni a los suboficiales, y las peticiones de triunfo de los generales a través de la historia son notablemente inciertas, incluso las que se aceptaban públicamente. En segundo lugar, nuestras fuentes son aun menos dignas de crédito de lo normal en esta área: los datos de los primeros años de hombres famosos son demasiado frecuentemente ficciones o semificciones ofrecidas post factum por ser apropiadas a hombres que habían adquirido fama. Sin embargo, las ficciones son significativas como tipo: apuntan unánimemente a lo indispensable de una carrera militar propia y, de ser posible, a una tradición familiar de hazañas militares. El ejemplo de Catón el Viejo es suficiente.[31] «En toda la antigüedad», se ha dicho, «no hay un solo general que ... no hubiera sentido la necesidad, al menos de vez en cuando, de demostrar sus cualidades personales en alguna acción prestigiosa».[32] Sea como se quiera, los escépticos más severos no pueden negar que la estructura de mando en los ejércitos griegos y romanos fue un monopolio de las clases altas, y que los miembros individuales de las familias gobernantes no tenían elección en el asunto: a diferencia de la política, nadie se podía librar del mando militar (hasta el siglo I a. C.), al menos a nivel de brigada. Tampoco tuvieron elección los ciudadanos más pobres: Sócrates luchó en batallas como hoplita dos veces, al menos, cuando ya tenía cuarenta años.

No hay nada en la experiencia moderna que se le parezca. La guerra era parte normal de la vida; no todas las épocas se podían comparar en intensidad con las guerras médicas o la del Peloponeso, o con la guerra contra Aníbal, pero apenas pasaba un año sin la necesidad de una decisión formal de luchar, seguida de una asamblea y los preparativos necesarios, y finalmente combates a cierto nivel. La mayoría de los ciudadanos que participaban directamente en esta toma de decisión ya habían tenido experiencia personal de guerra y podían esperar razonablemente que se les llamara de nuevo. El ejército era una milicia ciudadana en sentido estricto: no había clase militar ni una casta propiamente dicha de oficiales distinta de la jerarquía social en su aspecto civil. La exigencia de que los líderes políticos habrán tenido distinción militar, y continúan demostrando que la tienen, fue por tanto seria y comprensible.

Los matices de los casos individuales se nos escapan, efectivamente. No podemos saber realmente si Arístides, Pericles o Catón el Viejo fueron generales competentes, y no digamos con categoría; tampoco por qué los dos atenienses que parecen haber sido los líderes militares más capaces en la guerra del Peloponeso, Lámaco y Demóstenes, parece que no tuvieron intereses políticos; ni podemos saber si algunos romanos con una hoja de servicios militares distinguida buscaron el consulado sólo como un honor sin una ambición genuinamente política. Tampoco estamos en situación de evaluar el desdén y disgusto con que Tucídides (IV, 27-37) explica detalladamente cómo Cleón, en 425 a. C., prometió jactanciosamente recobrar Pilo en veinte días y así lo hizo precisamente. Esa anécdota, cualquiera que sea la verdad sobre la personalidad o la capacidad militar de Cleón, ilustra perfectamente, sin embargo, la norma.

Y hay que volver a señalar importantes diferencias entre Grecia —es decir, Atenas— y Roma. En la Atenas clásica no había ningún lazo automático entre cualquiera de las magistraturas tradicionales (como la de los arcontes) y la alta jefatura militar. Los strategoi fueron muy poco característicos: eran elegidos, no sorteados, y se les podía reelegir, evidentemente porque se consideraba que el hecho de dominar la destreza militar era una condición necesaria. Con todo, las pruebas disponibles, incompletas, permiten suponer también que de hecho hubo tres tipos distintos identificables: los del tipo de Cimón o Alcibíades, hábiles militares y ambiciosos políticos a la vez, hombres como Lámaco y Demóstenes, elegidos exclusivamente por su reconocida pericia militar, y otros, como Pericles y Cleón, seleccionados porque eran líderes políticos de categoría (aunque también se esperaba de ellos que dirigieran el ejército). En la Roma republicana, por el contrario, la jefatura militar conservó su carácter de deber y, a la vez, de prerrogativa de los dos cónsules, y fue sin duda bastante frecuentemente la razón principal de que un individuo buscara el cargo. La observancia estricta de las leyes provocó a menudo la paradoja de que Roma, el estado conquistador, sufriera por la incompetencia de comandantes antes de que expirara el año de su mandato. Solamente cuando Roma necesitó simultáneamente a más de dos generales se volvió a otros, e incluso entonces el principio originario se preservó haciendo presentar a los pretores y prorrogando luego el mandato a cónsules y pretores para objetivos militares como procónsules y propretores.[33]

Evidentemente la calidad de la relación entre la actividad civil y la militar daba color a la vida política y se veía a la vez afectada por ella. Así, en la Atenas del siglo IV se produjo un importante cambio, como he indicado antes. Pese a la guerra continua, hubo un divorcio creciente entre el liderazgo político y el militar. Este desarrollo fue observado y puesto de relieve por los escritores contemporáneos, especialmente por los críticos del sistema. Con todo, parece que no debilitó la categoría de los principales políticos (que siguieron sirviendo como hoplitas, y, si eran lo bastante ricos, como trierarcas en la flota). El considerable incremento del profesionalismo en lo militar no hay duda de que contribuyó, pero no puedo creer que sea una explicación suficiente. Los ejércitos romanos fueron más profesionales, pero no ocurrió allí ningún cambio semejante. Lo que ocurrió en Roma en el último siglo de la república fue diferente y al final sorprendente. Mientras que el estado ateniense, y esto equivale a decir el demos, conservó el control sobre los generales profesionales, así, ni Conón ni Ifícrates tuvieron un papel político serio,[34] la república romana fue a la larga destruida por una serie de comandantes muy políticos, desde Mario a Julio César, que no estuvieron sujetos a un control popular semejante.

Varios siglos habían transcurrido por entonces, y ninguno de los modelos de comportamiento o desarrollos que he esbozado son inteligibles sin una comprensión de la política en juego. Ni los aliados y competidores de élite ni el populacho fueron espectadores. Se tuvo que apelar a ellos, fueron consultados, manipulados, objetos de maniobras y superados en la táctica; en suma, implicados políticamente de distintas maneras. Ése fue el precio pagado por el sistema de la ciudad-estado, con su elemento de participación popular.