Capítulo 4

 

PARTICIPACIÓN POPULAR

 

 

 

Un pueblo no es simplemente una entidad política, como se pretendió en otro tiempo. Los partidos, las campañas organizadas y los líderes constituyen la realidad, si no la promesa, de los regímenes electorales ... Las elecciones son rituales por su función y su forma, y la elección de partidos es bastante limitada. Por consiguiente, las pretensiones son uniformes, y las convenciones para expresarlas son igualmente pronosticables. Las expectativas de los votantes no son en general muy grandes y su tolerancia de las excentricidades y desviaciones del guión es pequeña.[1]

 

Esta cita de Judith Shklar, elegida casi al azar, representa una evaluación corriente de la democracia contemporánea, aunque con matices de lo que los críticos han dado en llamar la escuela elitista. Empecé con esa cita no porque me interese aquí su exactitud descriptiva o sus argumentos elitistas que aprueban la apatía pública —lo he estudiado en otro lugar—,[2] sino porque me parece imprescindible una advertencia previa. La ecuación democracia = régimen electoral está tan fuertemente atrincherada en nuestra cultura que se exige un esfuerzo consciente para dejarla de lado en el estudio de la política antigua. «Régimen electoral» es una etiqueta completamente errónea para Grecia, e inadecuada para Roma. Tuvieron elecciones, con sus elementos rituales, sus pretensiones y convenciones, sus votantes apáticos. Pero hubo también asambleas con poder (por lo menos oficialmente) de decisión final sobre los resultados. Hubo, en suma, una parte de genuina participación popular. También hubo un liderazgo salido casi exclusivamente de las clases sociales altas, y las relaciones complejas y cambiantes de los líderes con el demos merecen una consideración detallada,[3] considerando Atenas y Roma por turno mejor que conjuntamente. Como siempre, nos limitaremos a los períodos que he definido antes, y hemos de tener presente que, aunque Atenas fue una ciudad-estado excepcional, existen indicios —no se puede pretender más— de que en términos generales el comportamiento político fue semejante en otras poleis de cierto tamaño, también con sistemas de gobierno que los griegos llamaron democráticos.

Normalmente, la ciudadanía ateniense se adquiría sólo por nacimiento; pocas veces se otorgaba a otros y en estos casos solamente si la asamblea, la autoridad gubernamental última, había votado favorablemente. Las sesiones de la asamblea eran públicas para cualquier ciudadano que hubiera decidido acudir a ellas. Allí tenía poder de voto directo en las propuestas que se debatían abiertamente, eran enmendadas si se quería y a veces promocionadas; y votaba abiertamente ante sus conciudadanos. En principio los poderes de la asamblea fueron ilimitados:[4] incluso durante un breve período en 411 a. C. se abolió a sí misma y substituyó la democracia por una oligarquía. Había dos consejos. El consejo del Areópago, un vestigio arcaico compuesto por arcontes como miembros vitalicios, quedó reducido a una existencia oscura en 462 a. C., porque todas sus importantes funciones como consejo pasaron después a las manos del consejo de los 500 (que se quedó para él solo la denominación de «consejo»).[5] Estos 500 eran elegidos por sorteo de entre todos los ciudadanos de más de treinta años, que decidían permitir que se presentasen sus nombres, con una extensión geográfica obligatoria. La duración de su cargo era de un año y un hombre sólo podía ejercerlo dos veces en su vida.[6]

Casi todos los magistrados eran seleccionados también por sorteo —sello de la democracia para los griegos (Aristóteles, Retórica, 1.365b30-31)— y su mandato estaba limitado a un año, no renovable.[7] Sus calificaciones (con más precisión, sus méritos) podían ser puestas a prueba de antemano en unos trámites oficiales que todos los ciudadanos podían solicitar, y tenían que someterse a unas cuentas de administración al final de su mandato.[8] Semejantes controles, que suponían el riesgo de fuertes castigos, debilitaron claramente el poder de los magistrados con respecto a la asamblea y los tribunales. Y lo mismo ocurrió con la gran fragmentación de cargos y deberes y también la ausencia de un servicio jerárquico dentro del que se esperaba que un individuo procediera por elección en una secuencia ordenada (como el cursus honorum romano). Aunque los méritos de ser propietarios se tuvieron en cuenta en unos pocos puestos de iure, en la mayoría de los casos se dejó que acabaran desapareciendo de facto (Aristóteles, Constitución de Atenas, 47, 1). La mayoría de los pleitos, finalmente, estaba en manos de cuerpos (normalmente grandes) abiertos a todos los ciudadanos: la asamblea, el consejo y los «jurados» de los tribunales de heliastas. Éstos, elegidos por sorteo de una lista de 6.000 voluntarios, recibían una dieta per diem mientras actuaban; también la recibían los miembros del consejo, probablemente algunos magistrados (aunque no está muy claro), los soldados y marinos y en el siglo IV también los que asistían a las sesiones de la asamblea.[9]

Teóricamente, todo esto aumenta la amplitud de la participación en los asuntos de gobierno. Pero ¿cuál fue la realidad sobre la extensión o el grado de actividad, comprensión e interés políticos? Se puede garantizar que hubo un número considerable de ciudadanos apáticos, pero lo que no podemos es dar una cifra. Un modo corriente de enfocar la cuestión es pretender «objetividad» estadística haciendo observaciones despectivas sobre las multitudes que realmente asistían a las sesiones de la asamblea y respaldarlas con afirmaciones puramente hipotéticas (disfrazadas de hechos) acerca del comportamiento de la mayoría campesina de la población, su falta de cultura y educación, su despreocupación por lo que no fuera la dura lucha por la existencia y su incapacidad de tener el tiempo libre necesario para un viaje a la ciudad en los días de sesión. Y se sostiene que lo confirman los pasajes de los poetas y Platón, que glorifican al hombre que «se ocupa de sus propios asuntos», que no se entromete en los negocios públicos.[10] Pericles, en la Oración Fúnebre, desechó a tales hombres por «inútiles» (Tucídides, II, 40, 2), pero esto, estamos seguros, era pura retórica de tiempo de guerra.[11] Nada de eso viene al caso. «Un ambiente de fraude», escribe Adkins con plena justificación, «ronda tales acusaciones en las obras de los escritores agathoi, que son nuestras fuentes», hombres «que se “saben” socialmente superiores, y “saben” que tienen derecho a ser superiores políticamente, pero que se encuentran en seria desventaja ante la situación política existente».[12] Situación creada por el derecho de los ciudadanos socialmente inferiores a participar directamente, en la asamblea, en las decisiones de todos los asuntos públicos. Si las expresiones de desaprobación de las clases altas tienen algún valor testimonial sobre lo que se hacía, abogan sin duda por una amplia participación, y no al contrario.

La asamblea no era un parlamento con miembros fijos; no hay duda de que pocos ciudadanos comunes y corrientes se tomaron la molestia de asistir a sesiones de rutina, pero es inimaginable que el tema de ir o no a la guerra contra Esparta encontrara un desinterés semejante. Incluso los campesinos, el grupo ocupacional cuyo trabajo es menos aprovechado en cualquier sociedad, podrían tomarse el tiempo; y lo mismo los artesanos y tenderos, que trabajaban por cuenta propia en la ciudad. En tiempos de Aristóteles la asamblea se reunía cada cuarenta días, distanciados uniformemente a lo largo del año, quizá con menos frecuencia en el siglo V —lo cual no interfiere demasiado en la vida de nadie, especialmente porque las sesiones a menudo duraban menos de un día, y nunca más.[13]

El mejor análisis de los datos, algunos arqueológicos, permite suponer que la asistencia ascendía a 6.000 en el siglo v, y bastante más en el IV.[14] ¿Cómo se debe valorar la importancia de semejantes cifras en la asamblea, cuando el número de hombres elegibles alcanzó su punto más alto de quizá 40.000 en 431 a. C., descendiendo después a 25.000, más o menos? Cualquier respuesta será subjetiva, pero hay quizás un enfoque mejor del problema de la participación a través del consejo. Sus 500 miembros eran elegidos por sorteo, con un sistema según el cual cada uno de los demos (o municipios) del Ática, incluso los demos rurales, estaba representado en proporción a su población, y ningún hombre podía prestar sus servicios antes de los treinta años de edad y entonces sólo dos veces en su vida. Se conocen ahora los nombres de más de 3.000 consejeros y pocos más del 3 por 100 han sido identificados con un segundo mandato.[15] Parece que incluso los demos muy pequeños fueron capaces normalmente de proporcionar su cupo. El alcance cuantitativo de los miembros del demos era muy grande y nunca más se ha intentado lograr una proporción más equitativa. El hecho de pertenecer a un demos no implicaba necesariamente la residencia en él: la pertenencia a un demo se heredaba de generación en generación, sin tener en cuenta los cambios de domicilio, de modo que los miembros de los demos rurales se hicieron cada vez más absentistas, con el lento pero continuo movimiento del campo a la ciudad. Todo esto, junto con la selección por sorteo y la ocupación limitada, deshace el persistente error moderno de considerar al consejo como un cuerpo representativo en el único sentido significativo de este término.[16] Los atenienses seguían el principio de rotación, no de representación, con lo cual fortalecieron la democracia directa de la asamblea.[17]

En una década, algo así como el cuarto o el tercio de la totalidad de los ciudadanos de más de treinta años debieron ser miembros del consejo, prestando sus servicios diariamente (en principio) a lo largo de todo el año, y durante una décima parte de ese año en pleno servicio con el nombre de prytaneis.[18] Teniendo en cuenta el alcance y la importancia de los negocios del consejo, Lotze lo llama justificadamente «escuela de democracia».[19] Luego hay que añadir los cientos de ciudadanos que tenían experiencia de tribunales, que juzgaron no pocas veces pleitos políticos; los cientos de magistrados, desde los guardianes de mercado hasta los arcontes, seleccionados todos ellos por sorteo y restringidos a un desempeño del cargo único e irrepetible de un año; y los hombres que habían servido en el extranjero tanto en el ejército como en la flota. Estos hombres experimentados, no hay que olvidarlo, tenían la libertad de asistir a las sesiones de la asamblea en cualquier momento, tanto si estaban de servicio como si no. El que por lo menos la mitad del pueblo ateniense decidía a partir de la ignorancia sobre asuntos de estado, blanco favorito de Tucídides, Platón y muchos historiadores modernos, se desvanece así con un examen más minucioso.[20]

Pero ¿hasta qué punto incluso esa amplia muestra de toda la ciudadanía es una muestra satisfactoria? Es una pregunta importante que solamente podemos contestar a base de suposiciones.[21] Parece razonable pensar que en condiciones normales la asistencia a la asamblea se inclinaba más a favor de los ciudadanos de más edad y los de la ciudad, aunque el grado de esta inclinación excede incluso la suposición. Pero ¿cuáles eran las condiciones normales? Son más fáciles de reconocer las circunstancias y las cuestiones anormales. Las primeras incluían eventualidades como la ausencia de un número considerable de hoplitas que se hallaran en una expedición (o, en otro nivel social, de un gran número de marinos), o la presencia en la ciudad de gran parte del elemento campesino, cuando un ejército enemigo invadía el país, como ocurrió varias veces durante la guerra del Peloponeso, y permanentemente en la última década. Los asuntos anormales incluían, por encima de todo, propuestas de un cambio constitucional trascendental o decisiones de comprometerse o no en una guerra de grandes proporciones, cuestiones que afectaban inmediata y directamente a las vidas de los que ocupaban la asamblea aquel día y daban los votos que lo iban a decidir. Para Aristóteles ésta era la clave de la diferencia cualitativa entre la retórica política y la forense (Retórica, 1.354b22-55a2).

Nuestros juegos de suposiciones son ejemplos académicos; pero no lo fueron para los líderes políticos del momento, que no sólo debieron de tener una buena idea de antemano de la composición probable e hicieron sus cálculos de acuerdo con ella, sino que debieron de dar los pasos que estaban en sus manos para modificar aquella composición y lograr sus votos. Para apreciar cuánto les importaba hemos de concentrar la atención de nuestras mentes e imaginaciones en un sistema político sin paralelos modernos: no existían partidos políticos estructurados y no había un gobierno en el sentido de un grupo fijado o elegido de hombres, a quienes se confiase oficialmente por un tiempo el derecho o el deber de presentar propuestas políticas a la asamblea, y que tuvieran el poder, más o menos ilimitado, de hacer obligatorias las decisiones. Efectivamente, cuando la asamblea se reunía temprano al amanecer, a menudo tenía ante sí una propuesta preparada por el consejo. Sin embargo, ese cuerpo de 500 hombres, que se renovaba anualmente y era elegido por sorteo, aunque se ocupaba de todos los temas administrativos y asimismo preparaba la legislación, no era un «gobierno» según lo entendemos nosotros. Tampoco existía una oposición oficial. Las alternativas políticas eran formuladas por una pequeña clase política para la que no hay un término técnico porque carecía de existencia organizada. A ellos les incumbía la tarea de dirigir sus propuestas a través del consejo y la asamblea, y finalmente esta última era libre de aprobar, enmendar o rechazar cualquier recomendación, cualquiera que fuese su origen.[22] Una sesión masiva de varios miles de hombres que decidieran estar presentes en esta ocasión, escuchaban a los oradores —hombres que optaban por salir a la palestra, sin desempeñar ningún cargo, sin ningún deber u obligación oficiales— y luego votaban a mano alzada,[23] todo en un día o menos de un día. Cuando los asuntos eran controvertidos, los debates eran «auténticos»: no había directrices oficiales de partido, ni apremios para el voto ni mecanismos para determinar de antemano el voto final, aparte del orador. En estos debates es donde se ponían a prueba los líderes, donde se hacía y deshacía la política, y sólo un observador ingenuo o inocente puede creer que un Pericles iba a una sesión de la asamblea de suma importancia armado tan sólo con su inteligencia, su conocimiento, su carisma y su destreza retórica, por muy imprescindibles que fueran estas cuatro cualidades.

La amplitud del conocimiento indispensable era grande, como Sócrates había insinuado a Glauco; sin una burocracia o un partido, la participación personal directa era necesaria en todo momento (con una restricción a la que en seguida llegaré); el modelo de sesiones de la asamblea a cortos intervalos a lo largo de todo el año no daba ninguna tregua, ningún respiro como una suspensión parlamentaria. Un solo texto ayudará a ilustrarlo, una inscripción larga, aunque incompleta, de 425 o 424 a. C., que presenta un gravamen radicalmente incrementado del tributo pagado anualmente por los estados súbditos del imperio ateniense. Es un documento técnico que detalla los trámites a seguir y las multas por transgresión. No hay preámbulo ni explicación o justificación de la medida, y puesto que Tucídides dejó de mencionar el nuevo gravamen —quizá su «silencio» más significativo—, los estudiosos se han entretenido sobremanera con su cronología exacta, el contexto y los motivos.[24] Nada de eso me interesa ahora, pero varios hechos sencillos, de ningún modo discutibles, reclaman nuestra atención.

La inscripción registra la decisión de la asamblea siguiendo la propuesta del consejo y, como apéndice, el nuevo gravamen, ciudad por ciudad, fijado posteriormente por los «tasadores» elegidos de acuerdo con el decreto. Aunque los comentaristas con olfato para tales cosas se han dado cuenta de que «la secuencia de cláusulas es extremadamente poco sistemática» y por consiguiente han conjeturado que «el texto fue redactado por un hombre inexperto»,[25] incluso ellos han tenido que admitir que el conocimiento exacto del sistema tributario sirvió de base a su preparación. El hombre que presentó la propuesta a la asamblea (tanto si fue su redactor como si no lo fue) se llamaba Tudipo. No está atestiguado en ninguna otra parte de la vida política ateniense, aunque es muy probable que fuera el yerno de Cleón y hombre acaudalado (cuyos descendientes estuvieron envueltos en una miserable disputa por la herencia).[26]

Cleón era la figura más poderosa de Atenas cuando se aprobó el decreto sobre el nuevo gravamen del tributo. No sabemos —es decir, nadie nos lo dice— que tuviera algo que ver con el decreto. Tampoco sabemos si hubo debate en la asamblea sobre ese decreto, o si Cleón mismo salió a la palestra. No obstante, hagamos la suposición razonable de que fue él el creador político que estaba detrás del decreto. ¿Cómo podría haberse ocupado de ello él mismo, o cualquiera que estuviera en su situación? Habría sido físicamente imposible para él recoger los datos personalmente porque había excesivos asuntos de estado para que un hombre solo pudiera controlar la información detallada. Como no existía un aparato burocrático que hiciera ese trabajo para él, su único recurso era volverse a un séquito extraoficial, sin sueldo, entre cuyos miembros se organizó una tosca división del trabajo.[27] Incluso en los restos epigráficos fragmentarios y en las escasas referencias literarias se puede ver que había expertos identificables, especialistas en asuntos internacionales, finanzas y así sucesivamente. En el caso del nuevo gravamen, se dio la casualidad de que Tudipo era miembro del consejo, pero esto no era una condición indispensable: había trámites sencillos para que alguien que no fuera miembro pudiera presentarse ante el consejo, o ser convocado por éste. Pero si él, o Cleón detrás de él, deseaban que la propuesta se convirtiera en ley, uno de ellos dos o un socio conocido tenía que salir a la palestra en la asamblea.

Prosigamos ahora con nuestra reconstrucción imaginaria por el otro lado, el de los X miles de hombres que asistieron a la sesión de la asamblea. Si hubo desacuerdo en un principio acerca del incremento considerable que se proponía para el tributo —y repito que estamos totalmente a oscuras sobre ello—, se tuvo que proceder a un debate (o es posible que se hubiese discutido ya, en términos generales, en una sesión anterior). Sin embargo, es inconcebible que la mayoría de los detalles del decreto que tenemos se hubieran podido discutir en este escenario, en una sesión multitudinaria al aire libre. Se debieron aceptar basándose en la fe, es decir, en la confianza hacia los patrocinadores de la medida y el consejo que lo había formulado. Los críticos, si es que hubo algunos, se habrían visto obligados a atacar el principio o a los patrocinadores; pero ninguno hubiera seguido con los debates respecto a los detalles. Por consiguiente, cuando hablé de «expertos identificables» y de «socios conocidos» tenía en mente no a hombres que los historiadores modernos puedan identificar, sino a hombres cuya pericia y relaciones fueran reconocidas por los miembros de la asamblea en cuestión.

Lo ilustraré más detalladamente con una cita bastante larga, aunque he suprimido en contra de mi voluntad mucha retórica, el relato de Demóstenes pronunciado en un discurso (18, 169-179), nueve años después de la dramática situación a finales del año 339 a. C., cuando llegaron a Atenas las noticias de que Filipo de Macedonia había tomado Elatea, en la frontera noroeste de Beocia:

 

Era invierno, como recordáis. De repente los prytaneis recibieron noticias de la toma de Elatea. Ante esto se levantaron en mitad de la comida y empezaron inmediatamente a alejar a la gente de los puestos del mercado ... Otros propusieron convocar a los strategoi y pidieron un heraldo. La ciudad estaba alborotada. Al amanecer del día siguiente los prytaneis convocaron una sesión del consejo, y vosotros [los ciudadanos] acudisteis a la asamblea, en donde, antes de que el consejo hubiera terminado su trabajo y preparado una propuesta, estaba ya sentado el demos entero. El consejo apareció, anunció las noticias que había recibido y presentó al mensajero para que las repitiera. Luego el heraldo gritó la pregunta, «¿Quién desea hablar?». Nadie se movió. Se repitió varias veces la pregunta sin que ningún hombre se levantara ... Quedó claro que este momento trascendental no exigía simplemente un sentimiento patriótico ... sino familiaridad con los asuntos públicos desde el principio y una opinión correcta sobre los planes y motivos de Filipo ... Por tanto fui yo el que ese día mostró tal capacidad. Me adelanté y me dirigí a la asamblea ... Hubo un aplauso general, ni una señal de protesta. Y no hablé sin proponer una moción.[28]

 

Espléndida exposición ex parte, pero sin duda correcta en sus líneas generales. Después de algunos años de dudas y desacuerdos acerca de la conducta apropiada a seguir contra Filipo, Demóstenes fue capaz aquella mañana de obtener un apoyo abrumador a su moción de que Atenas debía negociar una alianza militar con Tebas con unas condiciones esencialmente distintas de cualquier propuesta anterior. Un examen de sus discursos anteriores sobre el mismo asunto confirma sus palabras: los líderes políticos hablaban suponiendo que la asamblea iba a fiarse de su información y de su opinión, y luego iba a elegir entre propuestas o políticas alternativas, basándose en los hechos y argumentos que había oído.[29] ¿Cómo se obtenía semejante situación (o se perdía)? Aunque la asamblea daba la última respuesta, es inconcebible que la determinación de la política ateniense durante dos o más siglos de considerable estabilidad se limitara a poco más que una contienda continua de destreza oratoria. Demóstenes no fue un orador menos hábil cuando fracasó en su intento de persuadir a la asamblea que en sus momentos de éxito. Además, los líderes políticos dominantes no se dirigieron necesariamente en persona a la asamblea en todas las ocasiones: a menudo confiaron en sus expertos lugartenientes identificables.[30] Las fuentes inducen a error a este respecto: así, una gran cantidad consiste o en alocuciones reales, editadas para su publicación, o en discursos literarios que llenan las páginas de los historiadores en una tradición que hunde sus raíces en los poemas homéricos. Por lo demás, las fuentes se ocupan de alianzas y conflictos dentro de la clase política,[31] o componen variaciones sobre el tema de la condena moral, sucintamente expresada por Tucídides (II, 65, 10): «Los sucesores [de Pericles] fueron más iguales entre sí e, intentando cada uno ser el primero, ofrecieron incluso la dirección de los asuntos públicos a los caprichos del pueblo».

Durante años las actividades de Filipo de Macedonia habían sido el problema central de la política exterior ateniense. ¿Cuánta amenaza, y de qué tipo, había en ellas para Atenas? Basta observar el corto período que va desde la llamada paz de Filócrates, en 346, hasta Elatea, siete años más tarde (alrededor de un año después de una declaración formal de guerra entre Filipo y Atenas).[32] Incluso un político dedicado por entero como Demóstenes debe haber encontrado difícil mantenerse en contacto con una actividad diplomática y militar que concernía a docenas de poleis griegas independientes y a Macedonia, Tracia, el imperio persa y Egipto.

Ahora bien, la captura de Filipo de Elatea resolvió el asunto. Como hemos visto, entre la gente que llenó la asamblea desde el amanecer en adelante, siguiendo la llegada de las noticias de Elatea, había muchos con experiencia directa en un cargo, en el consejo, en los tribunales, y en sesiones anteriores de la asamblea, ante los que se había discutido con vigor el problema de Filipo de Macedonia. No acudieron con las cabezas vacías o «sin prejuicios», y sabían que para muchos de ellos la decisión del día significaría servicio militar inmediato y probable combate. Este conocimiento debió de concentrar su atención vivamente; debió de dar al debate una realidad y espontaneidad que los parlamentos modernos puede que hayan tenido alguna vez, pero que ahora no tienen, como es evidente.[33] Si esta vez, cosa nada típica y en cierto modo sorprendente, no hubo de hecho debate (podemos ignorar la coquetería de Demóstenes reteniéndose al principio), entonces tenemos razones para sacar la conclusión, primero, de que ya habían tomado partido; en segundo lugar, que en general se esperaba que Demóstenes indicaría (como lo hizo) los pasos que había que dar. Y él había ido preparado, con el texto de un decreto oficial en sus manos, como habría de ir preparado a las asambleas siguientes que decidirían sobre las consecuencias financieras, diplomáticas y militares de su propuesta inicial.

Es de presumir que el mensajero que llegó con las noticias de Elatea era más o menos oficial y digno de crédito, a diferencia del que informó privadamente al orador en otra ocasión, el cual, aseguró Demóstenes a la asamblea sin identificarlo, era «un hombre incapaz de mentir» (2, 17). No se sugiere en el relato de Demóstenes que nadie pusiera en duda el informe sobre Elatea, como ocurría a menudo (por ejemplo, Tucídides, VIII, 1, 1). La veracidad de las informaciones del extranjero fue un serio problema constantemente; también lo fue el retraso, mientras que la difusión interna era extremadamente rápida, salvo cuando se trataba de un secreto.[34] Era la realidad de una sociedad cara a cara, que dependía de un mundo hablado, no escrito. Unas doce horas transcurrieron entre la llegada del mensajero de Elatea y el momento en que Demóstenes se levantó para hablar en la asamblea; doce horas de «alboroto», dijo Demóstenes nueve años más tarde, pero ¿hemos de imaginar que sus partidarios y muchos otros no estuvieron ocupados preparando y organizando, o por lo menos hablando seriamente? Hubo incluso tiempo suficiente para divulgar las noticias fuera de la ciudad y llevarlas desde allí a los ciudadanos, aunque no de los demos más distantes.

Pregunté, y no es la primera vez, qué hemos de imaginar, porque sobre este aspecto esencial de la política tenemos solamente los indicios más vagos e indirectos. No hay que exagerar la confianza del ciudadano medio en los informes verbales, no sólo en lo que se refiere a los resultados de batallas y otros acontecimientos del extranjero, sino igualmente en lo que respecta a asuntos internos corrientes, como el estado del tesoro, el dinero necesario para una campaña o para un programa importante de obras públicas, la legislación anterior relacionada con una propuesta corriente, las condiciones de tratados antiguos, los hombres disponibles para el ejército, la actuación de magistrados concretos, y así sucesivamente en toda la gama de negocios públicos. Había muchas cosas disponibles por escrito; había archivos públicos en cierto modo y el estado ateniense (a diferencia de muchos otros) también llenaba los espacios públicos con una colección extraordinaria de noticias, a menudo inscritas en piedra o en bronce, incluso listas de impuestos, tratados y cuentas públicas. Los expertos políticos consultaban documentos, como demuestran las referencias en los decretos y tratados,[35] y también lo hacían los magistrados administrativos. Pero nadie más los consultaba; en todas las ocasiones en que se hacía referencia a documentos, tanto en las sesiones de la asamblea como en pleitos de tribunales, el secretario los leía en voz alta, y, como se procedía a la votación inmediatamente después de terminar los trámites verbales, no había oportunidad de contrastar hechos ni siquiera de discutir afirmaciones contradictorias de hecho. Sin duda cualquier ciudadano podía ir libremente a los archivos o recorrer las calles leyendo inscripciones con anticipación, pero solamente debían hacerlo los más excéntricos. Es sintomático que ni siquiera Tucídides se tomara la molestia, salvo alguna vez y por razones especiales.

No era solamente una sociedad cara a cara, sino también una sociedad mediterránea, en la que la gente se reunía al aire libre, en los días de mercado, en las numerosas ocasiones festivas, y siempre en el puerto y en la plaza de la ciudad. Los ciudadanos eran miembros de diversos grupos formales e informales: la familia y la casa familiar, el vecindario o el pueblo, las unidades militares y navales, los grupos ocupacionales (labradores en época de cosecha o artesanos urbanos, que tenían tendencia a concentrarse en unas calles determinadas), clubs gastronómicos de las clases altas, innumerables asociaciones de culto privadas. Todo ofrecía oportunidades para comentar noticias y chismes, discusión y debate, para la permanente educación política que señalé antes. Tampoco era éste un fenómeno exclusivamente urbano. Los campesinos atenienses no vivían en granjas aisladas, sino en aldeas y pueblos, con sus plazas, centros de culto locales y asambleas de vez en cuando, con su propia vida política ligada constitucionalmente a la de la ciudad-estado: los demos (municipios) registraban a los ciudadanos y llevaban las listas del servicio militar, y proporcionaban las relaciones de los hombres que podían ser elegidos anualmente por sorteo para ser miembros del consejo y muchas magistraturas.[36] Los chistes de Aristófanes sobre los palurdos rudos e ignorantes no se han de tomar como una generalización. Una de las pullas de Teofrasto (Caracteres, 4, 6) es la del rústico que informa inoportunamente sobre los negocios de la asamblea, y con todo detalle, a los labradores de su granja.

Como había muchos foros para la discusión y educación políticas, es preciso creer que los utilizaban los hombres de ambición política (y sus partidarios), con el fin de lograr ventajas para sí mismos y para sus maniobras políticas. Las campañas y las intrigas políticas fueron sin duda continuas e incansables, de un tipo que nosotros desconocemos, precisamente porque se dirigían en definitiva a la toma de decisiones real más que a la elección de representantes que tendrían el poder de decisión. Todo esto desgraciadamente lo dan por sentado los escritores contemporáneos, hasta el punto de no hablar de ello en absoluto. Por el contrario, consideran otros dos aspectos del comportamiento político. Uno de ellos es la creación de imagen de los líderes, a través de sus hazañas militares, reales o no, que ya hemos visto; a través de su habilidad retórica, muy importante cuando la asamblea popular ocupaba un papel central, y a través de su liberalidad, tanto en los proyectos relativos a toda la ciudad como localmente, en los demos y pueblos.

En este contexto la inversión financiera ofrecía dos aspectos. Fue un mundo en el que la riqueza era admirada inequívocamente y se hacía alarde de ella;[37] en el que la liberalidad pública y la privada se conocían rápida y ampliamente, tema interminable no sólo entre los comentaristas sino también entre los propios benefactores (como revelan los discursos conservados, de un modo que los lectores modernos tienden a encontrar desagradable). Pero la liberalidad lleva consigo fácilmente acusaciones de corrupción, y éste es el otro aspecto de la vida política que ocupa mucho la atención de los escritores antiguos. Son estereotipos las acusaciones de comportamiento privado vergonzoso, la mentira y la corrupción: basta con leer los discursos de Esquines y Demóstenes, dirigidos uno contra otro. Tales acusaciones están fuera de nuestro control: solamente podemos decir que no es posible que sean todas ciertas o todas infundadas. Teniendo en cuenta que es cierto, por ejemplo, que los reyes de Persia y Macedonia estaban dispuestos a repartir oro en abundancia para fomentar sus intereses en Grecia, es igualmente cierto que algunos líderes políticos griegos aceptaron el ofrecimiento, pero no conozco ningún medio para determinar la verdad o falsedad de una acusación así contra, digamos, Demóstenes, a no ser un juicio subjetivo inaceptable acerca de su «moralidad» (en términos modernos). El soborno interno, el pago a ciudadanos particulares a cambio de sus votos es algo más, y respecto a esa clase de acusación me siento escéptico. No puedo concebir cómo se podía actuar para sobornar a unos jurados cuyo número podía llegar a 1.000 y que eran elegidos por sorteo de una lista de 6.000 en el momento preciso de empezar el juicio, o a unos ciudadanos que asistían a la asamblea a millares.

Antes de dirigirnos de Atenas a Roma, quisiera decir explícitamente que he intentado describir el comportamiento político ateniense, no juzgarlo, ni desde un punto de vista moral absoluto ni desde el enfoque contemporáneo de la justicia social. En el pasado se me ha encontrado «culpable de cierta tendencia a dar una visión romántica del gobierno ateniense» y de emplear mal el término de «democracia», porque el demos era una pequeña minoría que excluía a las mujeres, los esclavos y los miembros de los estados súbditos en el imperio del siglo v.[38] Me parece que un análisis histórico estructural de la política griega (o de cualquier otra) en sus justos términos ni justifica tal crítica ni requiere una letanía de condena moral explícita. Es fácil ganar puntos ante una sociedad muerta, más difícil y más remunerador, en cambio, es examinar lo que estaban intentando hacer, cómo lo intentaron, hasta dónde tuvieron éxito o fracasaron y por qué. Las dos clases de consideraciones no se pueden combinar sin el riesgo, realmente la probabilidad, de equivocarse en ambas. Tanto en Atenas como en Roma el cuerpo de ciudadanos era una minoría que explotaba a muchos hombres, libres y esclavos. Aún queda por explicar por qué ambas tuvieron éxito pragmático y fueron estables políticamente durante largos períodos, por qué en ambas hubo una tensión constante entre los líderes de la élite y el populacho, incluso el campesinado; aún más, por qué una conservó e incluso aumentó la participación popular, mientras que la otra la contuvo constantemente dentro de unos estrechos límites. Se puede desaprobar una o ambas sociedades de corazón: el problema de la explicación no desaparece por eso.

Ahora podemos examinar Roma con más brevedad, destacando sus diferencias más notorias respecto de Atenas. No es preciso repetir lo que ya he dicho sobre una sociedad mediterránea cara a cara, una cultura oral, las dificultades de obtener y difundir la información imprescindible, la interrelación entre los asuntos militares domésticos y extranjeros, la falta de separación entre líderes civiles y militares, el papel de la gloria militar, la liberalidad pública y el patronazgo para la obtención y desempeño del liderazgo político. Ya se han apuntado diversas diferencias importantes a este respecto. Aquí señalo las diferencias de escala, que en el curso del tiempo se hicieron tan grandes que aumentaron de modo significativo las diferencias estructurales existentes en la vida política. Así, hacia mediados del siglo III a. C., había divisiones oficiales («tribus») de la población rural situadas tan al sur que llegaban a Capua en la parte meridional, y al Adriático al este.[39] Finalmente se extendieron hasta el lago Como y Venecia. La consecuencia de tales distancias para el que deseara votar, o participar de algún modo en la política de la ciudad de Roma, no requiere explicaciones.

Estructuralmente, o si se prefiere constitucionalmente, había diferencias fundamentales en cada punto clave. No había una asamblea, sino tres, a las que cada ciudadano tenía libertad de asistir cuando lo deseara (salvo la poco importante exclusión de la pequeñísima minoría de patricios del concilium plebis). Sin embargo, los recursos formales ideados para asegurar un estrecho control de la élite se acumularon hasta equivaler a una auténtica camisa de fuerza. Los detalles son desconcertantes y a menudo inciertos por diversos motivos: el desigual material de origen, las frecuentes modificaciones en la práctica por decreto o costumbre, los casos excepcionales (especialmente en el siglo último de la república). No obstante, un resumen del «tipo ideal» basta para la discusión actual.[40] Para empezar, no había fechas fijas para las sesiones, ni siquiera para las elecciones anuales del cónsul: solamente se celebraba una asamblea cuando la convocaba para un objetivo concreto, tanto si se trataba de una elección como de una propuesta «legislativa», un alto magistrado con poder para ello. Tales citaciones podían ser invalidadas de diversas maneras, por auspicios desfavorables (que se verán más tarde en este capítulo), por ejemplo, o por un «veto» interpuesto por otro magistrado de alto rango o por un tribuno antes de la votación propiamente dicha.[41] Y cuando por fin se celebraba una asamblea, no había discusión; había solamente una votación para elegir de una lista presentada por el magistrado convocante, o para aprobar o rechazar el proyecto de ley que había presentado de antemano. Ni siquiera estaba permitido votar más de una propuesta en una sola sesión. El recuento final de los votos no era luego por individuos, sino por grupos, establecido así para favorecer con los votos a las clases más ricas; en los comitia centuriata, tan descaradamente que se descontaban los votos de las clases más pobres en conjunto, excepto cuando había serias escisiones dentro de la élite; y ésa era la asamblea que elegía a los cónsules y pretores y tenía el derecho exclusivo de declarar la guerra.[42]

Esta breve enumeración de reglas no agota las dificultades que encontraban a su paso para participar los ciudadanos que carecían de medios independientes, especialmente los que vivían lejos de la ciudad de Roma. La regla, que normalmente se respetó, era que tenían que transcurrir entre la convocatoria y la sesión de la asamblea tres nundinae (los días de mercado romano a intervalos de ocho días). El intervalo ofrecía la oportunidad de una o más contiones, reuniones públicas en las que el proponente y otros que eran invitados discutían la propuesta sin formalismos como las enmiendas o los votos. Los ciudadanos en conjunto tenían así la noticia más de tres semanas antes de la elección siguiente y la ocasión de escuchar a miembros de la élite hablar más o menos formalmente de los asuntos. Por otra parte, una participación propiamente dicha exigía asistencia reiterada (en claro contraste con el proceder de la asamblea ateniense), sin ninguna garantía de que la cuestión debatida fuera llevada a una conclusión en el día fijado: un veto o la declaración de auspicios desfavorables podían introducirse en el último momento. Energía, tiempo libre o patronazgo, y un interés continuado, todo ello eran condiciones necesarias para apoyar el desarrollo. La discusión informal siempre era posible, naturalmente, dondequiera que hubiera gente reunida, pero incluso esto se hizo más difícil para los que vivían fuera de Roma por una ley adoptada quizás en 286 a. C., que prohibía asambleas los días de mercado (ya estaban prohibidas los días festivos). Plinio el Viejo (Historia Natural, 18, 13) pensaba que el propósito de la prohibición era evitar que una asamblea interfiriera en el desarrollo de los importantes negocios de un mercado semanal, pero un comentarista moderno ha propuesto con razón la explicación inversa, el deseo de mantener alejados de una asamblea a muchos rústicos, salvo «aquellos a quienes los líderes políticos de Roma habían citado a la ciudad para que dieran sus votos».[43]

Los magistrados romanos, sin sueldo, eran elegidos por el voto popular —no había selección por sorteo en este sistema—,[44] pero tanto los propios candidatos como los que tenían el derecho de nombrarlos procedían de la élite, y por esto la votación se hacía por el procedimiento del grupo. Cada cargo se ocupaba durante un solo año (con variaciones complejas en el consulado), normalmente según una secuencia fija a intervalos de unos pocos años. Los magistrados de más categoría ostentaban poderes que no se pueden comparar con ninguno de Atenas, como he indicado antes en el breve estudio del imperium, concepto intraducibie en griego. Ésta es la razón por la que las lápidas sepulcrales romanas siempre dan la relación de los cargos desempeñados por el difunto, en cambio las griegas de la época clásica nunca. Vale la pena señalar aquí el poder especial de unos magistrados, el de los censores, de asignar nuevos ciudadanos a las tribus, por lo común empleado para conservar las ventajas de peso dentro de las tribus y entre ellas (y a veces para no registrar en absoluto a los ciudadanos nuevos).[45] Tales poderes revelan algo de la realidad subyacente en la costumbre romana, tan distinta de la griega, de «generosidad» al extender la ciudadanía no sólo a los esclavos manumitidos (que estaban luego concentrados en las cuatro tribus urbanas), sino también y cada vez más (en grados diferentes) a los latinos y finalmente a otros italianos.[46]

Al cumplir su año en el cargo, los magistrados de más categoría podían normalmente tener esperanzas de entrar en el senado. Hasta finales del siglo IV a. C. así lo hacían de por vida, hasta que los censores recibieron el poder de revisar a los miembros del senado quinquenalmente y eso incluía el poder de expulsar a miembros existentes.[47] Las revisiones fueron en realidad intermitentes, sorprendentemente, de modo que hubo épocas bastante largas durante las cuales la composición teórica de 300 disminuyó de modo significativo, mientras que había hombres que esperaban años para su admisión. No era muy grande el número de los que no eran admitidos o que eran realmente expulsados (por convictos de ciertas culpas, por ejemplo), pero la propia existencia de este poder censor sirvió para poner firme al magistrado que tuviera inclinación a desviarse; esto no alteró substancialmente el hecho de que el senado fuera un cuerpo casi cerrado de superélite de miembros vitalicios. Y el senado era el consejo romano. El senado, no la asamblea, era la piedra clave de la estructura, y ese cuerpo puede ser llamado con propiedad el gobierno. Dada la interminable cadena de impedimentos de toda clase para la participación popular, casi nunca fue posible decidir una acción gubernamental en Roma, a no ser que el senado la aprobara y hasta que no la aprobara. Por qué aprobaba o rechazaba una propuesta, es importante señalarlo, fue la mayor parte del tiempo un secreto bien guardado.[48]

Dos puntos más cerrarán este breve examen comparativo de los elementos de la constitución. Hasta el último siglo de la república los más altos magistrados romanos se vieron libres de cualquier rendición de cuentas formal de su administración, aparte de la amenaza de un proceso consiguiente o de la desaprobación de los censores; incluso una rendición de cuentas, concluyó Mommsen, «puede que haya existido en teoría, pero casi nunca hizo su aparición en la práctica».[49] Los tribunales, finalmente, que pasaron por una serie de cambios estructurales durante la república, de hecho siguieron compuestos por la clase alta. Sólo para unos pocos crímenes más importantes hubo una excepción parcial (incluso desde el punto de vista tradicional): con tal de que no se mencionara la pena de muerte, en cuyo caso se transfería la jurisdicción a los comitia centuriata, estos casos se presentaban ante los comitia tributa o el concilium plebis para un juicio «popular», de ahí el término de iudicium populi.[50] Pero incluso en esa categoría restringida de procesos judiciales, en los que era frecuentemente visible el elemento político, todos los controles de los magistrados sobre los comitia siguieron en vigor, incluso el derecho de veto. No había nada semejante en los jurados populares de Atenas.

De qué modo la élite romana consiguió restringir la participación popular hasta este extremo, a pesar de la inclusión en la comunidad política no sólo de los campesinos y hombres de ciudad, ciudadanos de nacimiento, sino también los esclavos emancipados y otros intrusos, es una larga historia íntimamente relacionada con la continua historia de conquista y expansión territorial. Se conocen muchas medidas concretas y el fondo de guerra y conquista que provocó esta situación desde el principio de la república, pero apenas nada de la política más allá de generalizaciones abstractas sobre las relaciones de patrono-cliente y cosas por el estilo. Las ficciones del Coriolanus de Plutarco o los discursos en los relatos de Livio y Dionisio de Halicarnaso de las disputas entre patricios y plebeyos en los siglos V y IV a. C. no tienen mayor importancia. Solamente se puede estudiar la política durante los siglos en que funcionó con mayor o menor estabilidad el sistema esencialmente oligárquico que he resumido, y esto quizá se hace mejor teniendo presente la política de la Atenas clásica como pauta de medida.

Nuestra principal autoridad en este asunto, Lily Ross Taylor, empieza su obra sobre las votaciones en las asambleas romanas de este modo:

 

Votar era una ocupación importante de los ciudadanos que vivían en la Roma republicana o estaban allí cuando se celebraban las asambleas ... No había una estación del año en que Roma estuviera libre de votaciones en asambleas, y de las campañas preparatorias para votar sobre la elección de magistrados, aprobación de leyes o sobre acusaciones.[51]

 

La paleta de este cuadro, y también su contenido, como argumentaré, deriva excesivamente de Plutarco sobre los Gracos o del tono febril de algunas de las cartas de Cicerón en el siglo siguiente, preocupado de las maniobras dentro de la élite y no con «los ciudadanos».

Los acentos están mal puestos, evidentemente. En primer lugar, todos los datos que se refieren al espacio y tiempo establecidos indican que ninguna asamblea o proceso de votación tuvo que habérselas quizá con más de 10.000 hombres (al menos antes de Augusto),[52] mientras que el número de ciudadanos elegibles, residentes en Roma, llegaba a seis cifras, y en Italia a siete. En segundo lugar, el número de ciudadanos no residentes que estaban en Roma en el momento oportuno es una formulación demasiado pasiva; subestima el punto esencial de que, en asuntos importantes, los votantes rurales eran llevados a Roma, en donde su peso estaba fuera de proporción con su número, teniendo en cuenta la existencia de treinta y una tribus rurales frente a sólo cuatro urbanas. Tiberio Graco, se nos dice (Apiano, Guerras Civiles, 1, 14), no tuvo éxito en su intento de reelección porque sus partidarios rurales no pudieron dejar la cosecha. Que no tuviera agentes para reunir a estos votantes era tan inconcebible como que fuera él solo entre los políticos romanos el que hiciera campaña electoral para conseguir votos. En tercer lugar, las asambleas romanas, a diferencia de las atenienses, aprobaron muy pocas «leyes» en toda la historia de la república, de modo que, excepto en tiempos de crisis como la década de los Gracos, las «leyes» no pudieron haber sido una «ocupación principal» (o incluso secundaria) de la mayoría de los ciudadanos. Durante los doscientos años anteriores al tribunado de Tiberio Graco se conocen menos de doscientas, precisamente gracias a una referencia pasajera, y esta cifra incluye declaraciones de guerra y concesiones de un triunfo a un comandante victorioso.[53] Una vez declarada una guerra, vale la pena señalarlo, ni la asamblea de centuriones ni ninguna otra asamblea tenía nada más que decir en la dirección de esa guerra, salvo en algún caso excepcional; y entonces ni siquiera por lo menos como la asamblea ateniense, que tuvo un control continuo tanto de las guerras como de todos los demás asuntos públicos.[54] En cuarto lugar, es difícil imaginar la excitación popular por la elección de ediles o cuestores.

No conviene exagerar la limitación de las actividades permitidas a las asambleas, al menos con respecto a la ciudadanía en sentido amplio. Y cuando los candidatos o las propuestas que había que votar eran seleccionados y escogidos solamente por la oligarquía, cuando las elecciones al consulado y pretoría, y las declaraciones de guerra estaban en manos de asambleas, los comitia centuriata, en los que era muy poco frecuente que las centurias de las clases bajas ni siquiera fueran convocadas para dar sus votos,[55] no estará muy lejos de la verdad decir que el populus romano ejerció su influencia no a través de su participación en los mecanismos oficiales del gobierno y a través de su poder de voto, sino tomando las calles, con agitaciones, manifestaciones y tumultos, y eso mucho antes de los días de las bandas criminales y de los ejércitos privados del siglo de la guerra civil. Creo que eso es lo que la tradición analística, reflejada en Livio y Dionisio de Halicarnaso, insinuaba cuando atribuía retrospectivamente todas las victorias plebeyas, en los comienzos de la república, a manifestaciones públicas, tumultos y «disidencias». Esta conclusión, que he de reconocer que es poco ortodoxa, puede ser ilustrada con los casos muy poco frecuentes (dentro de nuestro período) en que la presión popular se sabe que tuvo éxito en su oposición a una propuesta senatorial. En asuntos de guerra, paz y relaciones extranjeras, no se conoce ningún caso en que el pueblo se opusiese con éxito a una decisión de hacer la guerra; en todo caso, puede que concluyeran las votaciones oficiales por la guerra hacia mediados del siglo II a. C., mientras que los datos de unos pocos casos atestiguados de presión popular sobre el senado para embarcarse en una guerra no permiten un escrutinio estricto de los métodos empleados.[56]

Dos contiendas electorales son por lo menos sugerentes. En 185 a. C., uno de los candidatos a una vacante producida por la muerte de un pretor fue Q. Fulvio Flaco. Éste, miembro de la gens Fulvia, que ejerció cargos a perpetuidad y cuyo padre había sido cuatro veces cónsul, era entonces edil y los tribunos protestaron en el sentido de que su candidatura era ilegal. Se siguieron una serie de maniobras y negociaciones, expuestas con algún detalle por Livio (39, 1-10), pero Fulvio se negó a retirarse, el senado decretó su retirada a causa de su obstinación y, en palabras de Livio, de la malvada parcialidad del pueblo (prava studia hominum) —el estado seguiría con cinco pretores solamente—, y se anuló la elección. Una generación más tarde, en 148, Escipión Emiliano se prestó a dar su nombre para el consulado, aunque no se le podía elegir por dos cargos, por lo menos. Esta vez la presión popular forzó al senado y al presidente a reconocerlo como cónsul, a pesar de sus fuertes objeciones. ¿Cómo? Las fuentes son tardías y demasiado breves para dar una información directa, pero Astin sin duda está en lo correcto al suponer que, en ausencia de «canales oficiales y legales» por medio de los cuales se pudiera estorbar al senado, debía haberse producido «alguna protesta o disturbio público bastante importante».[57] La misma conclusión sirve para explicar la aprobación, nueve años más tarde, de la primera de una serie de leges tabellariae que introducían la votación secreta en las elecciones, procesos judiciales y decisiones legislativas, sucesivamente.[58]

En el arsenal de la clase gobernante romana existía otra arma que requiere consideración: su derecho exclusivo de interpretar los signos sobrenaturales y portentos, y tomar los consiguientes pasos prácticos. Subrayo la palabra «derecho». La adivinación fue, por supuesto, una actividad muy extendida en el mundo antiguo; nuestro interés, sin embargo, no se centra en los problemas espinosos de la creencia, sino en la cuestión puramente externa del impacto de presagios y portentos en el comportamiento político oficial. Dicho sencillamente, los romanos dividieron el año en dies fasti, cuando se podían administrar legítimamente los asuntos públicos, y dies nefasti, alrededor de un tercio del año, en que era tabú (excepto para las sesiones del senado).[59] Las fechas en conjunto estaban fijadas y por tanto incorporadas al calendario político, pero surgían complicaciones porque días que normalmente eran fasti podían repentinamente ser declarados de hecho nefasti por causa de algún portento, como por ejemplo el vuelo desfavorable de pájaros. Se puede recopilar un catálogo volteriano de las ocasiones en que el senado o los magistrados lo aprovecharon con el objetivo de bloquear una sesión de la asamblea o la aprobación de una ley. No es menos reveladora una especie de manipulación inversa: en 193 a. C., por ejemplo, fueron tan frecuentes los terremotos (portentos muy graves) que se detuvieron todos los negocios públicos hasta que el senado prohibió más comentarios sobre ellos (Livio, 34, 55). No hay que despreciar tales prácticas como si fueran puro cinismo, aunque lo declaren en este sentido unos pocos contemporáneos, hombres excepcionales «de una cultura literaria y filosófica muy extraordinaria». Detrás de la práctica habitual se halla la idea, característica del modo como se desarrolló la religión romana, de que «la interpretación humana de los signos tuvo tanto o más efecto que la voluntad de los dioses, que enviaban los signos».[60]

Es igualmente característico de los romanos que este gran poder de interpretación, y realmente todos los aspectos de la religión oficial, estuvieran totalmente incorporados al aparato gubernamental; y que los pontífices, los augures y los demás con derecho a realizar los sacrificios, organizar las actividades del culto e interpretar los signos divinos, fueran hombres que también se sentaban en el senado y ejercían cargos, seleccionados de acuerdo con las mismas «consideraciones de solidaridad y privilegio de clase».[61]

No pocas veces se les nombraba para la función sacerdotal porque eran demasiado jóvenes para cumplir los requisitos que exigían las magistraturas, y algunos luego seguían avanzando hasta obtener el consulado a tiempo.[62] Ni en Atenas ni en otras ciudades-estado griegas hubo nada semejante. Aunque allí también los «sacerdotes» formaron parte del aparato de estado completamente, el prestigio y los gajes que puede que hayan tenido (bastante poco para los que, la mayoría, habían sido elegidos por sorteo para un término de un año como otros magistrados) no llegaron hasta la influencia política ni incluso al ascenso de sus propias carreras políticas.[63] Y tampoco tenían la carga de tener que practicar la adivinación pública. Warde Fowler observó hace tiempo que

 

... nuestra información sobre la adivinación privada está dispersa en la literatura romana, e incluso cuando se junta no significa mucha cantidad ... En la literatura griega la situación es exactamente la contraria; allí oímos hablar poco de la adivinación autorizada por el estado, y en cambio mucho de adivinos ambulantes, de familias de adivinos y de oráculos que (excepto en Delfos) no estaban bajo el control directo de una ciudad-estado.[64]

 

La diferencia en la práctica era grande. Cada acto público en la antigüedad iba precedido de un intento de ganarse el apoyo sobrenatural, a través de rezos, sacrificios o votos, pero los romanos también se esforzaron por adivinar la actitud de los dioses de antemano. La petición de auspicios era un procedimiento corriente; una declaración de auspicios desfavorables era aceptada automáticamente, sin discusión, de modo que efectivamente un augur poseía el poder de «veto en todas las transacciones públicas».[65] Los estados griegos no tuvieron magistrados semejantes y pocas veces consultaban oráculos o adivinos; dejaban la adivinación en gran medida a los «especialistas» privados, cuya autoridad y predicciones se podían siempre poner en duda o despreciar. Por consiguiente, no sorprende demasiado lo poco frecuentes que son los casos atestiguados en la historia griega de la interrupción temporal de negocios oficiales o de la actividad militar como consecuencia de portentos desfavorables.[66] El importante y doble agüero nefasto de 415 a. C., la mutilación de los hermes y la «profanación» de los misterios de Eleusis, logró que se produjera la llamada para que regresara Alcibíades de Sicilia a causa de una acusación personal, pero no tuvo efecto sobre la propia expedición. Cuatro años más tarde, cuando se propuso la rehabilitación de Alcibíades como general, las dos familias encargadas tradicionalmente de los misterios, los Eumólpidas y los Cérices, pusieron objeciones «en nombre de los dioses» (Tucídides, VIII, 53, 2). Pero no eran magistrados del estado, no tenían derecho de veto y sus protestas fueron desoídas.

He simplificado inevitablemente una situación compleja y también paradójica. Por una parte, la religiosidad de griegos y romanos era visible en todas partes y en todos los momentos. Con todo, aunque naturalmente reconocieron una categoría que los romanos llamaron ius sacrum, en realidad no existió un derecho canónico, pues el ius sacrum estaba establecido y sostenido por los mismos órganos del estado que el derecho civil, aunque se podían emplear distintos expertos si se necesitaban consejos técnicos; el estado tenía el derecho de castigar las ofensas contra los dioses, censurar o proscribir algunas prácticas religiosas, organizaciones o creencias y, pese a su total tolerancia usual, no dudaba en hacerlo cuando era presionado. Por otra parte, el gobierno en general se había secularizado realmente, aunque no en apariencia. El juramento, por ejemplo, que había sido antiguamente una prueba oficial en una disputa (por ejemplo, Homero, Ilíada, XXIII, 581-585), quedó reducido a una simple ceremonia, aunque aún se exigía a todos los testigos. Ahora era necesario convencer a los jueces y miembros de los jurados; la amenaza de que el perjurio podía acarrear la cólera de los dioses ya no era convincente por sí misma.[67] Muchas comunidades griegas elegían a sus magistrados por sorteo como un asunto rutinario cualquiera, sin ninguna presunción de que la elección fuera transmitida por eso a los dioses.[68] Si los romanos rechazaron este procedimiento, se debió también a razones que no tenían nada que ver con la religión.

En resumen, no encuentro ninguna justificación a la idea de manipulación directa de la religión en apoyo de programas importantes o intereses de las clases gobernantes. Faltaban a la vez la doctrina necesaria y la organización eclesiástica. Nada es menos cierto, menos concordante con los datos que poseemos, que el punto de vista de Martin Nilsson sobre el comportamiento político griego, cuando declaró que los oráculos y presagios «eran los medios más eficaces para influir en el hombre de la calle que votaba en la asamblea popular».[69] No hay duda de que el voto de cualquier persona podía estar influido por un oráculo o un adivino, pero no hay ningún caso importante en que el oráculo de Delfos determinara la línea de conducta de un estado (que hay que distinguir del hecho de suministrar una explicación retrospectiva de un fracaso); tampoco hay ningún caso conocido de una auténtica desviación política por causa de las protestas de adivinos privados o traficantes en oráculos. En Roma, como hemos visto, se podían retrasar acciones mediante la interpretación oficial de portentos, pero eso es un triste consuelo para la doctrina de Nilsson de un conflicto entre la ilustración de la élite y la superstición popular. En Roma se reprimía suficientemente la participación popular sin esta arma adicional, cuyo uso se ha de localizar propiamente en el contexto de la rivalidad personal entre individuos o facciones dentro de la élite dominante.[70]

El gran conjunto de prácticas religiosas fue naturalmente una parte esencial de la tradicional nomos o mos maiorum, que sostenía la estructura completa, incluso el derecho de la élite a dominar. La emanación sagrada de las fasces, lictores y triunfos (señalada en el capítulo 3) nos ofrece una ilustración. Pero no se dio el paso siguiente de reclamar la justificación divina para cualquier decisión concreta de los magistrados o legisladores. En el contexto actual, el hecho decisivo es que, aunque en las crisis constitucionales se oían a menudo llamamientos a la tradición ancestral, no invocaban a los dioses los que se resistían a los cambios o los que eran partidarios de ellos. Por mucho que se esperara el apoyo divino en una empresa, nadie sostenía que los dioses se ocuparan del contenido de un asunto político. Cuando un augur cancelaba una sesión de la asamblea declaraba que el día no era favorable para el negocio público, no que la propuesta que se debía votar hubiera recibido la desaprobación divina. Creo que se trata de una diferencia crítica. Mi «catálogo volteriano» convergió, a un ritmo acelerado, en el siglo I a. C., en un franco cinismo y un abierto partidismo, que, como se ha dicho con razón, constituyeron un «aspecto del colapso de las instituciones políticas de la República».[71]

Creo que una razón por la que los historiadores de la antigüedad de las últimas generaciones han mostrado tendencia a esquivar una investigación seria de la política, es que mucha política antigua, y especialmente romana, pareció un juego sin sentido a hombres impregnados de una mitología de política «racional», en que los líderes y sus partidarios eran lo que yo he llamado ya espíritus incorpóreos, libres de pasiones y prejuicios. La experiencia de décadas más recientes ha demostrado que hay pocos límites a la capacidad humana de aceptar sistemas de votaciones de peso, interpretación de portentos, líderes carismáticos y todo lo demás como recursos de operaciones «reales» y legítimas, no como charadas vacías. Lo que era (y es) esencial es una creencia, o al menos una esperanza, de que los recursos y espectáculos eran parte de un proceso que conducía a la consecución de objetivos sociales. La política, en otras palabras, no era simplemente un conjunto de procedimientos sin límites fijos sino también de resultados, y ése es el aspecto que voy a estudiar sistemáticamente.