ASUNTOS Y CONFLICTOS POLÍTICOS
Los políticos profesionales, tanto en el contexto antiguo grecorromano como en el contemporáneo, por lo que a la cantidad se refiere, son una minoría desdeñable del cuerpo de ciudadanos. Para ellos la política es un modo de vida, aunque crean que su función es fomentar el bien de la sociedad en la que actúan, o al menos intenten convencerse a sí mismos de ello; en otras palabras, que la política es una actividad de segunda clase, encaminada a lograr objetivos que, en sí mismos, no son políticos. Para todos los demás, la política es enteramente instrumental: los propios objetivos son lo que importa en definitiva. Al decir esto no quiero dejar sentado que no haya satisfacción, o en todo caso diversión, en la excitación de una campaña electoral o de una estrecha pelea legislativa; o que las elecciones al estilo romano, con sus juegos y repartos gratuitos masivos, no ofrecieran ganancias inmediatas, tangibles, desconectadas de la política o de los programas políticos. Tampoco quiero decir que la masa de ciudadanos hubieran formulado claramente en sus mentes unos fines, o que fueran menos aptos que sus equivalentes actuales para sostener puntos de vista contradictorios. No hago más que repetir un lugar común: los hombres que votaban en las elecciones o asambleas no separaban las personalidades de los logros, creían que de un modo u otro los resultados importaban bastante como para garantizar su participación en política en algún nivel.[1]
Con todo, por muy evidente que parezca, esa afirmación ha sido cuestionada por los historiadores de la antigüedad en dos direcciones opuestas. Christian Meier, que escribió sobre Grecia y más especialmente sobre Atenas, dice que allí «la política era un modo de ser (Sein), un modo de vida, hasta tal punto que pudo no haber sido un medio de satisfacer intereses de otros sectores de vida».[2] Sin embargo, la objeción corriente procede de otra dirección, por ejemplo, en la conclusión de Astin de que la «energía y rivalidad» expresadas en las elecciones romanas de los cónsules «tenían poco que ver con las decisiones del estado, por la simple razón de que la elección o el rechazo de candidatos específicos apenas regulaba tales decisiones», que el pueblo romano «con sus votos apenas influía en la política».[3] Aunque limitó este juicio a las elecciones consulares del período 200-167 a. C., y es de presumir que no lo ampliaba automáticamente a todos los demás períodos, y con toda seguridad no abarcaba las decisiones de las asambleas sobre medidas importantes, siento dudas acerca de cualquier enfoque que levante una barrera entre candidatos como personalidades y candidatos como encarnaciones políticas. Ciertamente, el senado, el gobierno, no cambió de política después de cada elección consular anual, y bastante a menudo la elección entre dos candidatos cualesquiera no tuvo implicaciones políticas significativas. Pero éste no es el tema en litigio. La cuestión es más bien si la masa de votantes pensaba que importaba, en cierto sentido, que fuera elegido X o Y, sin tener en cuenta el realismo o la locura de su pensamiento. No sirve de nada introducir el tópico de que «los votantes» es una abstracción, que los distintos votantes tenían distintos motivos para las elecciones que hacían. Si sus decisiones estaban influidas, consciente o inconscientemente, correcta o erróneamente, por la atribución de un programa, de una actitud, de una línea de conducta a una figura política, entonces la eficacia o lo contrario de sus votos, y las diferencias de juicio entre ellos, no sirven para negar que tenían «decisiones de estado» a la vista. Aún más, si sentían interés por la elección de decisiones, entonces tengo razón al decir que para ellos la política era instrumental.
En las décadas que interesaron a Astin, 200-167 a. C. (que abarcan los últimos quince libros que se conservan de la Historia de Livio), predominan, en los asuntos exteriores, las guerras y las maniobras diplomáticas en el este, Macedonia, Grecia y Asia Menor. La narración de Livio está llena de incertidumbres en Roma acerca de los objetivos y capacidades de estos adversarios nuevos y en gran medida desconocidos, con una oscilación considerable en la táctica hacia los enemigos orientales y aliados al mismo tiempo, con una lentitud de decisión en la política a largo plazo (en la medida en que se preocupaban de ella). No sabremos nunca, salvo en una o dos ocasiones, y de un modo muy superficial, cuánto debate se producía sobre cuestiones políticas concretas, cuánto se identificaban los líderes que peleaban por un cargo con una u otra táctica o política, o cuál era la opinión pública respecto de estos asuntos. Lo que no puedo creer es que las disputas electorales y las operaciones militares fueran una pelea para conseguir honores y botín, títulos y triunfos, y nada más.[4] La declaración de guerra a Macedonia encontró oposición popular en el 200 a. C., y se produjeron disturbios localizados por las movilizaciones de 193, 191 y 171. Hubo medidas y conflictos domésticos importantes: juicios criminales en 196 (no por primera vez), con acusaciones de violación de las leyes que limitaban el derecho de llevar a pacer a los rebaños a «tierras públicas»; revocación de una ley suntuaria en 195; una ley en 193 encaminada a impedir la evasión, en las leyes romanas de la usura, mediante la introducción de «socios» no romanos en las transacciones de préstamos; una expulsión en 187, y otra en 177, de un número bastante considerable de latinos que habían emigrado legalmente a la ciudad de Roma y, por lo tanto, habían adquirido la ciudadanía romana; el asunto de las Bacanales en 186; más medidas suntuarias y escándalos por el arrendamiento de contratos públicos mientras Catón fue censor en 184 a. C. y, otra vez, en 169; la lex annalis de 180, que intentó regularizar el cursus honorum; la supresión general de las expropiaciones ilegales en el ager publicus de Campania en 172.
Me he limitado a una relación incompleta dentro del período comprendido entre 200 y 167. Por lo que sabemos, en esos años de asentamiento intensivo de romanos en colonias dentro de Italia no hubo crisis generalizada por las fincas agrícolas, como había ocurrido antes e iba a seguir ocurriendo a gran escala unas pocas décadas más tarde; y la resistencia a la movilización aún no había alcanzado la intensidad de la de los años 151 y 138, cuando los tribunos encarcelaron a los cónsules para bloquear la leva. Fueron años que ocuparon el período que Brunt ha llamado la «era de quietud, 287-134», durante la cual, explica, había «cesado casi» la «agitación popular».[5] Pero la quietud y la agitación son conceptos relativos, y corremos el peligro de caer en la trampa armada por la costumbre inevitable de los historiadores, que tratan de épocas lejanas, de acortar el tiempo, de pensar en mitades de siglos, siglos o incluso milenios. Pero los individuos que son los sujetos de los historiadores vivieron en años y en décadas, no en siglos, y no vivieron en un estado permanente de disturbios callejeros y guerra civil. Eso hubiera significado el fin de la política y de toda sociedad política. La quietud, en el sentido de ausencia de guerra civil, no implica, por lo tanto, en sí misma, ausencia de conflicto político, y lo mismo ocurre con la agitación, que no desaparece porque no haya disturbios a gran escala, o sean éstos muy pocos. El conflicto político toma formas diferentes, y eso también exige una explicación: se ha de considerar por qué hubo largos períodos de quietud y otros períodos de desorden.
Durante los años 200-167 (elegidos solamente porque son el tema de Astin), mi relación incluye un número suficiente de ocasiones en que los intereses se veían seriamente amenazados y el desacuerdo y el conflicto se pueden dar por sentados de modo razonable, incluso aunque se quedaran cortos de disturbios armados y «secesiones». Faltan en gran parte los datos directos, gracias a la naturaleza de nuestra fuente principal, la Historia de Livio. Habla muy poco de la oposición popular a la declaración de guerra del año 200 a. C., con la observación despectiva (31, 6, 3) de que el tribuno Q. Baebio recurrió a la vieja táctica (via antiqua) de maltratar a los patres entrando en una guerra después de otra y negar a la plebe la alegría de la paz. ¿No hubo ahí agitación popular? Su largo relato sobre el asunto de las Bacanales (39, 8-19) es un cuento fantástico de conspiraciones y ritos antinaturales, con pocos detalles de hecho, centrado en los esfuerzos heroicos del senado y los cónsules por salvar a Roma, e ignorando las opiniones y el comportamiento de los ciudadanos corrientes. Las dos expulsiones de latinos de la ciudad se atribuyen únicamente a las quejas de las comunidades latinas acerca de su propia pérdida de mano de obra (39, 3, 4-6; 41, 8-9). ¿No hubo, en la propia Roma, ningún problema, económico o político, a causa de esta gran afluencia? Otras medidas que he mencionado las narra Livio suavemente, en una o dos frases que se limitan a registrar la acción que se tomó. Sólo una vez hay una excepción significativa: la revocación en 195 de una ley suntuaria, que restringía los carruajes y adornos de las mujeres se vio promovida, si no impuesta, por manifestaciones públicas de gran envergadura (34, 1-8), y sospecho que esta información se da únicamente por la participación considerable de mujeres en las manifestaciones, desviación notoria del comportamiento decoroso tradicional.
Que la opinión de la masa tuvo poco impacto directo en la clase gobernante romana en esta época, sin duda es cierto, pero no se puede sacar la conclusión, por la impotencia del pueblo (o los silencios de Livio), de que la ciudadanía en sentido amplio no tuviera interés por los asuntos políticos, y no intentara dar a conocer sus puntos de vista, o que los contendientes por los puestos elevados no permitieran que estos puntos de vista formaran parte de sus propios cálculos (y de su comportamiento). Tanto los candidatos como los votantes romanos hubieran sido ejemplares únicos en la historia de las sociedades políticas, si sus propios intereses hubiesen estado completamente al margen de los intereses públicos. En este contexto no vienen al caso ni la sinceridad ni la consistencia lógica ni la eficacia. Sólo puede entorpecer el análisis la preocupación por los motivos o la sinceridad de Flaminio o los Gracos, por no mencionar a Alcibíades en Atenas o a Julio César al final de la república.
La percepción de los intereses del actor, los suyos propios, los de su clase o sección de la población, los de su país, es evidentemente algo complicado, que a menudo se contradice a sí mismo a ojos del observador, cuando no a los ojos del propio actor. En un mundo en el que la guerra era una parte normal de la vida, con su poderosa entonación de interés y patriotismo nacionales, la contradicción corriente entre expresiones ideológicas de valor y respuestas a medidas prácticas individuales (tan bien documentadas en nuestra propia sociedad)[6] hubiera encontrado una frecuente salida, como en la petición de los ciudadanos de las colonias marítimas de que se les eximiera del servicio naval en 191 a. C. (Livio, 36, 3, 5). Hubo otras contradicciones evidentes entre los intereses a largo y a corto plazo, y entre, intereses individuales y de clase (o sectoriales), demasiado evidentes como para que requieran un comentario extenso. Sin embargo, por resbaladizos y confusos que fueran la propia afirmación del interés y el comportamiento consiguiente, es posible explorar con alguna precisión las principales áreas del conflicto político entre sectores de la población y los mecanismos esenciales. También es posible, una vez más, examinar juntas Grecia y Roma, pues los asuntos fueron suficientemente semejantes, por más que el resultado final de los conflictos fuese distinto.
El punto de partida obvio es el conflicto constitucional, y en ningún área parece más evidente la existencia de dos niveles diferentes. Uno fue el nivel de la lucha abierta por el poder: las clases bajas lucharon, a menudo literalmente, por una participación en el gobierno, y cuando lo consiguieron, las clases altas intentaron recobrar el monopolio político que habían perdido. El ciclo de las constituciones (metabole politeion) se convirtió en una obsesión para los analistas políticos griegos, a partir de mediados del siglo V a. C.[7] Se encuentra en toda la Política de Aristóteles y en los 158 opúsculos sobre «constituciones» individuales, compilados por él y su escuela (perdidos ahora en su totalidad, salvo el de Atenas). Todavía en el siglo II a. C., el éxito que lograron los romanos al escapar de ese ciclo,[8] desconcertaba al griego Polibio. Por debajo subsiste el hecho, evidente para cualquiera, de que las constituciones fueron muy inestables, incluso en su propia época. En todas las ciudades había una oscilación entre oligarquía y democracia, acompañada de guerra civil, matanzas en masa, exilio y confiscaciones. A veces intervenían tiranos, añadiendo otra dimensión al ciclo. El otro nivel de conflicto, el de la «quietud», se señaló con cambios dentro del entramado constitucional existente, proceso que nunca cesó y que a veces implicaba más agitación y resistencia que lo que puede suponer una palabra tan incolora como «reajuste». Pese a lo mucho que diferían ambos niveles en sus extremos, había una buena parte borrosa de coincidencia mutua.
Al concluir la sección histórica de su Constitución de Atenas (capítulo 41), Aristóteles contó once transformaciones, empezando con las dos legendarias en tiempos de Ion y Teseo y las dudosas reformas de Dracón, seguidas por las reformas de Solón, la tiranía de los Pisistrátidas, la constitución de Clístenes, el liderazgo asumido por el consejo del Areópago durante las guerras médicas, la supresión del poder de dicho consejo por Efialtes, el golpe oligárquico de 411 a. C., la expulsión de la oligarquía un año más tarde, la tiranía de los Treinta al final de la guerra del Peloponeso y la restauración final de la democracia en 403 a. C. Hay dificultades en este cuadro, pero, aparte de los detalles, no es objeto de disputa ni la reaparición del nivel de lucha inquieta al final del siglo v, a la mitad del período clásico, ni la división, a veces borrosa, entre conflicto reposado y conflicto violento. Puede que Atenas estuviera a punto de caer en una guerra civil cuando se dieron poderes plenipotenciarios a Solón, pero no hay ni rastro en la tradición de lucha real; no se ha descrito de qué modo Efialtes fue capaz de conseguir sus cambios críticos, y así da una impresión de «momento pacífico», pero nos deja en la duda el hecho de que fuera asesinado; el golpe oligárquico de 411 a. C., tal como lo describe Tucídides, se llevó a cabo a base de la mezcla clásica de propaganda y terror.
Luego, hubo muchas medidas que no produjeron una transformación, una metabole, pero fueron de gran importancia en la formación del estado ateniense, en el curso del siglo v: cambios en el método de seleccionar strategoi y arcontes, que encumbraron a los primeros y degradaron a los últimos (y al polemarco), extensión de la elegibilidad para el arcontado a la tercera clase del censo de Solón, los zeugitai, la ley del matrimonio de 451-450, que restringía la ciudadanía de los hijos de padre y madre ciudadanos, la paga de los cargos, la creación de una comisión de contables (logistai) para inspeccionar a los magistrados salientes, la introducción de la graphe paranomon, la desaparición del ostracismo y, al final del siglo, la nueva codificación de las leyes y la introducción de la nomothesia. Es inconcebible que estas y otras medidas fueran adoptadas sin oposición, debate, agitación y conflicto; con todo, nuestra ignorancia se extiende incluso a la fecha de introducción de muchas de ellas.
He excluido de mi relación los debates y conflictos sobre política, guerra e imperio, extranjeros y militares. Para las demás ciudades-estado griegas, tal exclusión reduciría realmente al silencio su política, con la excepción de Siracusa durante breves períodos, ejemplo muy atípico gracias a la conservación de fragmentos de la Historia de Timeo en la obra de Diodoro.[9] Incluso cuando se nos habla de transformaciones constitucionales, como ocurre a menudo, no hay detalles significativos y frecuentemente no hay certidumbre sobre las fechas en que ocurrieron. Esto es cierto de la Esparta clásica antes de los reinados de Agis y Cleómenes del siglo III a. C.; de Argos, pese a unos datos bastante dispersos, que nos ofrecen un esquema descarnado de su estructura constitucional;[10] de Quíos y Samos del siglo v, a causa de (o pese a) las afirmaciones elípticas de Tucídides,[11] y de Tebas, pese a los largos relatos de las Helénicas de Jenofonte y en Plutarco de las maniobras en torno a Epaminondas y Pelópidas en el siglo IV a. C.[12] De los cientos de otras poleis, mayores (Corinto, Acragas) o menores, no hay, efectivamente, información. La situación está adecuadamente resumida en las frases introductorias del estudio de tres casos de Amit sobre los conflictos de largo alcance entre poleis grandes y pequeñas: «Casi no tenemos un conocimiento independiente (sólo el arqueológico) de la historia de Egina. La isla aparece en textos históricos sobre todo en conexión con sus relaciones con Atenas».[13]
Nada menos que una recuperación milagrosa de las 157 Constituciones perdidas de Aristóteles cambiaría radicalmente la situación. En sus obras conservadas no ofrece más que ejemplos dispersos, fragmentados, sin fecha y a menudo oscuros, de incidentes que desencadenaron una guerra civil, y de los recursos empleados. Dos pasajes de la Política acerca de Masalia (Marsella) son paradigmáticos. El primero (1.305b2-12) dice lo siguiente:
A veces una oligarquía es destruida por los ricos que se ven excluidos de los cargos, cuando los que detentan estos cargos son pocos en número, como ocurrió en Istro, Heraclea, Masalia y otras poleis. Los que no participaban de las magistraturas suscitaron disturbios hasta que fueron admitidos a participar de ellas, primero los hermanos mayores [en una familia], y después los más jóvenes ... Y así en Masalia la oligarquía se hizo más republicana (politikoteros), en Istro finalmente acabó en una democracia, en Heraclea pasó el poder de unos pocos a seiscientos.
Más tarde, en el mismo volumen, Aristóteles explica (1.321a 26-35):
Existen varias maneras para que una oligarquía dé a las masas (to plethos) una participación en la organización cívica (politeuma) ... por ejemplo, como en Masalia, haciendo una selección entre los que tienen méritos tanto dentro del politeuma como fuera de él.
Cada uno puede pensar lo que quiera de lo que tenía en mente Aristóteles (con la dificultad de la vaguedad no resuelta de su noción de una forma de gobierno que él llamó politeia, que ni era oligarquía ni democracia, pero era más deseable que ambas), cuando se supone que ocurrieron estos hechos, o qué clase de constitución tenía Masalia en los días del propio Aristóteles. La referencia siguiente es de mucho más de un siglo más tarde, cuando una inscripción de 195 a. C., procedente de Lámpsaco, en Asia Menor, menciona un cuerpo de magistrados masaliotas, llamados timouchoi;[14] luego, hemos de esperar otro siglo y medio más para algunas expresiones vacías en Cicerón, César (y otros escritores latinos de las dos generaciones siguientes), alabando el régimen aristocrático existente en Masalia, y una frase del geógrafo griego Estrabón (4, 1, 5), que explica que había 600 timouchoi con cargo vitalicio que constituían el consejo, encabezado por un comité de quince y un ejecutivo aún más pequeño, de tres. El juego de los historiadores modernos de hacer tortillas sin batir huevos no es una dificultad: el jugador más reciente saca la conclusión de que durante cinco siglos y medio «una aristocracia de nacimiento y riqueza siempre tuvo el poder» en Masalia, «sin que se mencione nunca ni un solo disturbio, ni una sola petición por parte del pueblo».[15] Eso revela una sordera total ante el lenguaje de Aristóteles, pero mi interés se centra más bien en el error metodológico —al cual habremos de volver— de pretender que nuestros datos originales son tan completos, generación tras generación, que el argumento del silencio vale para algo.
Cuando vamos del mundo griego a la Italia del norte de la bahía de Nápoles, cualquier investigación sobre política se ve bloqueada por un silencio casi total, tanto si se trata de los etruscos como de los samnitas o de los otros pueblos itálicos, antes y después de entrar en la esfera romana de poder. Solamente Roma constituye una excepción. Los más de dos siglos que van desde la creación de la república hasta la lex Hortensia de 287 a. C., que dio condición legal a los plebiscita, medidas adoptadas por la asamblea plebeya (concilium plebis), van encabezados constantemente con «la disputa entre clases» en los libros sobre historia romana. Pero ¿qué significa «disputa»? ¿Qué formas tomó? Los primeros libros de Livio están llenos de relatos de manifestaciones públicas, disturbios y luchas callejeras y, por tres veces, en 494, 449 y 287, la plebe «hizo sedición», es decir, se negó a cumplir el servicio militar hasta que fuera adoptada una medida concreta. Por otra parte, es frecuente que Livio identifique períodos de concordia ordinum (por ejemplo, 7, 21, 1) o que informe de la aprobación de medidas importantes, como la ley de 357 que estableció una duodécima parte como el máximo tanto por ciento de interés (7, 16, 1), del modo más desenvuelto, sin el más leve asomo de que la acompañara el desorden. No transijo con nadie en mi incredulidad respecto a la narración de Livio, sin mencionar las historias de Dionisio de Halicarnaso o de Plutarco, pero creo que el conjunto es correcto. Es decir, dos siglos de continuas disputas ruidosas son imposibles en una sociedad organizada y en funcionamiento, en Roma o en cualquier otro lugar. Hubo años de máxima intensidad cuando estallaba una guerra civil, pero la mayoría de los años eran «reposados», años durante los cuales el proceso de cambio constitucional prosiguió, con un ritmo desigual, con las maniobras políticas de la clase gobernante en contra de un fondo de descontento popular.
Todos los niveles de intensidad eran abarcados por la espléndida palabra híbrida griega stasis. Usada en un contexto sociopolítico, stasis tenía una amplia serie de significados, desde la agrupación política o la rivalidad entre facciones (en su sentido peyorativo) hasta la guerra civil abierta. Eso reflejaba correctamente la realidad política. Los moralistas y teóricos antiguos, que eran hostiles a la realidad, comprensiblemente, siguieron fieles a los matices peyorativos de la palabra e identificaron stasis con la enfermedad fundamental de su sociedad. Sin embargo, lo que no es comprensible es por qué los historiadores modernos siguen su ejemplo, como hace el diccionario Liddell-Scott cuando define stasis como un «partido formado con fines sediciosos». Esto es sencillamente falso: «sedicioso» no es un matiz necesario, aunque sí posible en casos concretos.[16] Ciertamente el objetivo de una stasis era obtener un cambio en alguna ley o convenio, y un cambio significaba una pérdida de derechos, privilegios o riqueza por parte de algún grupo, facción o clase, para quienes la stasis era sediciosa de acuerdo con lo anterior. Pero, desde este punto de vista, toda política es sediciosa en cualquier sociedad que tenga algo de participación popular, de libertad para la maniobra política.[17]
En resumen, es erróneo dividir la historia de las ciudades-estado antiguas en largos períodos, netamente delimitados de «lucha» o «quietud». No obstante, se puede descubrir cierta tendencia. Los largos años de transformación desde el monopolio aristocrático a la estructura clásica de la ciudad-estado, necesariamente exigieron momentos de lucha aguda, incluso guerra civil, separados por períodos de agitación más largos y tranquilos. Entonces se desarrolló una divergencia fundamental: en estados en los que el nuevo sistema estaba bastante estabilizado, el conflicto político permanente se contenía bien en conjunto, excepto la stasis extrema; pero en muchos estados, quizá la mayoría, no se alcanzó nunca este nivel de estabilidad, y así era frecuente la oscilación sangrienta entre oligarquía y democracia, o entre una facción oligárquica y otra. La variable principal era la extensión de la estabilización; y esto es lo que requiere explicación, y yo la encuentro en el hecho de que los estados conquistadores que tuvieron éxito: Esparta, Atenas y Roma, fueron también los estables (en el sentido concreto con que ahora estoy empleando ese concepto). La guerra como tal no fue una variable, porque era una actividad omnipresente. Lo que importaba era el resultado de la guerra permanente y, sobre todo, sus consecuencias para la mayoría campesina. Al fin y al cabo, Brunt ha señalado correctamente, «el curso de la revolución, que provocó la caída de la república, fue decidido por los soldados, que eran casi todos reclutados entre la gente del campo».[18] En los siglos precedentes, la misma gente del campo había hecho posibles las conquistas romanas y, a la vez, la relativa estabilidad del estado.
De este modo vuelvo a un punto con el que empecé este capítulo, el carácter instrumental de la política. «Nadie», dijo un cliente de Lisias (25, 8) al principio del siglo IV a. C., «es oligarca o demócrata por naturaleza; es por interés que apoya a un régimen». Era un mundo dominado por una tecnología escasa, pequeñas fincas agrícolas, pequeños talleres y comerciantes callejeros, de aquí que siempre estuviera al borde del desastre en el campo y de la carencia de alimentos en las ciudades. ¿Qué podía importar a la masa de ciudadanos de Atenas que los arcontes fueran elegidos o sorteados, y a los de Roma que el consulado estuviera abierto o no a hombres de origen plebeyo, y en ambas ciudades que tuviera eficacia la fuerza de su voto en las asambleas, excepto en tanto que los convenios constitucionales aumentaran la posibilidad de las decisiones que fueran de su interés?
En líneas generales, sus intereses cayeron en dos amplias áreas. Una era el poder (en sentido formal) de defenderse a sí mismos y a sus derechos ante la ley. Éste fue el tema de un conflicto particularmente agudo en el período arcaico, cuando la ley no estaba puesta por escrito y la autoridad judicial era monopolizada por una pequeña clase aristocrática cerrada. La lucha por las XII Tablas en Roma es la más espectacular y amarga que conocemos, pero la oscura tradición de los «legisladores» griegos refleja la misma situación. Aristóteles (Constitución de Atenas, 9, 1) concluyó que de todas las medidas de Solón, tres fueron del máximo interés para el pueblo llano: la abolición de la esclavitud por deudas, el derecho dado a un tercero para intervenir en un proceso en beneficio de alguien que hubiera sufrido un daño y la introducción de la apelación a los tribunales. Es la segunda la que me interesa aquí. Ningún estado clásico introdujo nunca un mecanismo gubernamental eficaz para asegurar la presencia de un defensor en un tribunal o la ejecución de un juicio en procesos privados. La confianza en la ayuda propia, por lo tanto, era obligatoria y es obvio que tal situación creaba ventajas injustas, siempre que los contrincantes tuvieran a su disposición recursos desiguales.[19] Las medidas de Solón y las instituciones de Roma, como la vindex (o contra los magistrados, los tribunos), fueron ideadas para reducir las diferencias mayores, y, curiosamente, mediante el empleo del recurso al patronazgo más que con un mecanismo estatal. La publicación de las leyes fue un paso en la misma dirección, y la resistencia que encontró permite suponer que su valor para las clases más bajas, y realmente para todos los ciudadanos que caían fuera del círculo cerrado gobernante, fue más que una pura fórmula.
Pero el contenido, el «molde» de la ley, como hemos visto, siguió siendo profundamente partidista. Ni siquiera los tribunales griegos demócratas hicieron desaparecer el rigor de la ley de la deuda, y aún menos los romanos, cuya judicatura en las disputas privadas continuó monopolizada por miembros de la élite. Y la ley de la deuda fue quizás el único punto crítico en el área que estamos examinando. Naturalmente se puede decir lo mismo acerca de la ley a lo largo de toda la historia: la desigualdad substantiva ante la ley ha sido aceptada por las clases más débiles como un hecho de la vida, mientras que lucharon, cuando lo hicieron, en otros frentes, por ganancias materiales tangibles más que por privilegios formales. En las sociedades agrarias esto significó, por encima de todo, desgravación de la carga de la deuda —el endeudamiento, no sólo las formalidades legales— y del hambre de tierra. Estos dos asuntos a la vez —a menudo aparecieron juntos en momentos de crisis— constituyen la segunda amplia área de intereses que se esperaba que lograra la política. Aunque los datos griegos se han reunido finalmente y se han analizado completamente (por primera vez en los años 1960),[20] aún queda oscurecido el análisis por ejemplos ideológicos modernos. Si, por una parte, se escriben quizá menos tonterías que hasta entonces sobre la maldad del «socialismo» antiguo,[21] aún subsiste una paradójica suspicacia ridícula respecto a nuestras fuentes y su orientación hacia las clases altas.
Es demasiado fácil no hacer caso de los comentarios generalizados o retóricos —en Platón (Leyes, 3.684 D-E, 5.736 C-E), por ejemplo, en Isócrates (12, 259) o en Polibio (6.9.9)— sobre el slogan revolucionario «Cancela las deudas y redistribuye la tierra». Es no menos fácil ridiculizar, digamos, el resumen de Diodoro (15, 58) de la stasis de Argos en 370 a. C.: se planificó en secreto un golpe oligárquico porque los demagogos estaban excitando a las masas contra los ricos; los conspiradores fueron traicionados; se ejecutó a 1.200 personas sin un juicio adecuado y se confiscaron sus propiedades; finalmente, el populacho sanguinario condenó también a muerte a los demagogos. «Así», concluye Diodoro, «recibieron el castigo apropiado a sus crímenes ... y el demos, liberado de su locura, volvió a su buen sentido».
Está plenamente justificada la desconfianza en tales fuentes, desconfianza, pero no descuido. No todas las referencias narrativas son tan tendenciosas como las de Diodoro sobre Argos: no hay modo, por ejemplo, de soslayar las breves referencias de Tucídides sobre la distribución de las propiedades confiscadas en Leontini (5, 4) y Samos (8, 21) durante la guerra del Peloponeso, relacionadas directamente en ambos casos con revoluciones políticas. Tampoco se pueden extender a los documentos oficiales los posibles falseamientos ideológicos de un Platón o un Isócrates: el juramento que se tomaba a los jurados atenienses incluía: «No permitiré la cancelación de deudas privadas o la redistribución de tierras o casas que pertenezcan a ciudadanos atenienses»; así rezaba también el juramento exigido a todos los ciudadanos de la cretense Itano a principios del siglo III a. C.; una primitiva ley délfica del siglo IV sobre préstamo de dinero llevaba consigo la sanción final de que cualquiera que intentara abrogar la ley, estaría sujeto a la misma maldición que el que propusiera la redistribución de la tierra o la cancelación de las deudas; la liga de estados griegos fundada en Corinto en 338 a. C., bajo la jefatura de Filipo de Macedonia, decretó que en ninguna ciudad-estado «habrá ... confiscación de propiedades o redistribución de tierra o cancelación de deudas o liberación de esclavos con fines revolucionarios».[22] Tales afirmaciones programáticas, apoyadas con juramentos y maldiciones, es poco probable que fueran adoptadas a base de temores puramente imaginarios.
Ahora bien, es un hecho que tenemos muy pocas afirmaciones tan explícitas, incluso menos ejemplos registrados de una cancelación total de las deudas (como en la llamada seisachtheia de Solón) o de una total redistribución de la tierra de la comunidad. Sin embargo, «la redistribución de la tierra y la cancelación de las deudas» es un slogan utópico. Se puede tener tierra disponible para los que carezcan de ella, fuera del territorio de la ciudad-estado (lo que llamamos colonización) o puede haber una redistribución parcial, esto es, la de propiedades confiscadas a las víctimas de una stasis (como en Leontini o Samos, ya mencionadas). La carga de deudas se puede reducir por la abolición de la esclavitud por deudas, por restricción de los tantos por ciento de interés o por moratorias. Cuando dirigimos nuestra atención fuera de los esquemas utópicos, fracasa nuestro argumento a partir del silencio, incluso con nuestra selección aleatoria de textos disponibles. Los escritores antiguos estaban en lo cierto, en suma, cuando pretendían que los agravios por tierras y deudas estaban en el aire siempre que había un conflicto político en el que los pobres estuvieran más o menos directamente involucrados; o cuando reflejaban los temores de las clases altas, en el sentido de que las demandas radicales podían salir a escena desde detrás de los bastidores. Los asuntos importantes, sostengo, subsistían detrás del interés popular por las reformas y elecciones constitucionales, por los conflictos políticos.
Los griegos y romanos ordinarios, como la gente corriente de todas partes, no eran utópicos igualitarios. Incluso cuando llegaban a los extremos de la guerra civil y a las huelgas en contra de las levas para el servicio militar, normalmente acababan aceptando medidas «reformistas», recursos del patronazgo para asegurarse protección en las disputas legales, más que cambios de mayor alcance de la propia ley; abolición de la esclavitud por deudas, moratorias y máximos intereses más que cancelación de deudas; colonización cuando era posible más que redistribución de tierra. Esta última alternativa fue quizá la mejor válvula de escape para evitar la guerra civil y la clave de la «quietud» y estabilidad políticas.
La Grecia arcaica desde los tiempos más antiguos, ya desde mediados del siglo VIII a. C., vio cómo se dispersaban continuamente los griegos hacia asentamientos nuevos en tierras extranjeras (para los cuales, «colonias» no es un nombre apropiado), que se extendieron hasta Marsella y la costa española en el oeste y hasta Crimea y el extremo oriental del mar Negro en el nordeste. A partir de los poquísimos relatos antiguos que se conservan, es imposible examinar la política de este movimiento y, en todo caso, es dudoso que se pueda hablar apropiadamente de política en esta etapa embrionaria de la ciudad-estado. Sólo se puede suponer razonablemente que tantas emigraciones aventureras de grupos pequeños reflejaban conflicto en casa, renovado en algunas ciudades una y otra vez (muy especialmente en Mileto), y, a veces, quizás a menudo, con expulsión forzosa.[23] También se puede suponer que un demos que se estaba volviendo cada vez más consciente políticamente, digamos hacia el siglo VI, asimismo cada vez estaba menos deseoso de aceptar tal solución para su hambre de tierra. Tampoco había disponibles territorios apropiados sin límites, cuando fueron ocupadas las buenas tierras costeras en las costas del Mediterráneo y del mar Negro y cuando los etruscos y cartagineses impidieron más asentamientos y algunos pueblos indígenas también se sintieron capaces de resistir (especialmente los pueblos itálicos del sur de Italia).
Muy pocas comunidades griegas pudieron buscar una solución externa más cerca de casa por conquista: Esparta muy especialmente, con consecuencias peculiares; los tiranos en Sicilia y sur de Italia, que masacraron o trasplantaron poblaciones casi a voluntad; y Atenas con su implantación de «cleruquías» en territorio extranjero confiscado. Nadie, creo yo, discutirá que la aniquilación final de Mesenia, entrado el siglo VII a. C., y el reparto de sus extensas tierras agrícolas entre los esparciatas fueron factores decisivos para librar a Esparta de stasis durante casi trescientos años. En Atenas, durante el período imperial, quizás unos diez mil ciudadanos —un 8 o 10 por 100 de la totalidad de ciudadanos— estaban instalados en cleruquías o recibían «rentas» arbitrarias y considerables de fincas que conservaba y trabajaba la población conquistada. Tan valiosa fue esta salida que la Atenas más debilitada del siglo IV intentó repetir la hazaña, y tuvo éxito durante algún tiempo. Acerca de los cientos de otras ciudades-estado griegas, que carecieron de este poder, casi no podemos decir nada que nos pueda dar algún detalle significativo. No podemos decir, por ejemplo, si fue muy importante la salida continua de hombres sin tierras mediante emigraciones constantes, aunque dispersas, a los asentamientos griegos más distantes o para formar parte de bandas mercenarias. Tampoco, como hemos visto, podemos dar un cuadro estadístico de la stasis. Pero lo que sí podemos decir es que la stasis fue una amenaza permanente que, cuando aparece registrada, lo hace en forma de conflicto político o constitucional; no sólo entre oligarquía y democracia, sino también entre facciones dentro de cada uno de los dos sistemas. A menudo el resultado era una tiranía, y en este aspecto los tiranos formaron parte también de la historia de la política clásica.[24]
La historia de Roma a este respecto requiere únicamente un esbozo muy breve. Desde el comienzo de la república hasta su final, y luego también durante el imperio, fueron factores constantes la carga de la deuda y la distribución de tierras. En los primeros siglos, la lucha por la deuda fue una lucha para evitar la esclavitud por deudas, y aunque su forma de guerra abierta (a través de la práctica conocida con el nombre de nexum) fue eliminada por la legislación en 326 a. C., se mantuvieron en vigor algunos tipos sutiles a lo largo de toda la historia romana posterior.[25] También existió una preocupación constante por los tantos por ciento de interés, y hubo de vez en cuando «crisis» de deudas que exigieron una injerencia gubernamental seria.[26] La lucha por la posesión de tierras fue no menos persistente, quizás a veces incluso mayor: por una parte, el asentamiento de romanos y «latinos» en las colonias, siempre en territorio tomado a la gente sometida, que empezó en los primeros años de la república y nunca acabó; por otra parte, posesiones individuales en tierra conquistada que promovieron conflictos entre las clases, por la tendencia de las clases altas a ocupar la mayor parte posible del ager publicus.[27] Una idea del alcance de esta actividad nos la ofrece la siguiente estimación: al principio de la segunda guerra púnica, en 218 a. C., al menos 9.000 kms2 de tierra habían sido asignados a colonos o colonizadores individuales (aproximadamente la décima parte del territorio total de Roma al final del siglo v), y, por otra parte, otros 10.000 kms2 habían sido vendidos o arrendados.[28]
Mi interés no está, por supuesto, en la historia económica de Roma (o Grecia) como tal, sino en los asuntos que estimularon o exacerbaron el conflicto político. Brunt ha calculado que 50.000 pequeñas fincas agrícolas fueron creadas por romanos y latinos en la generación siguiente al año 200 a. C. (la misma generación que vimos con cierto detalle antes),[29] mientras que la generación siguiente, que llegó a su fin con la ley agraria y el asesinato de Tiberio Graco, vio cómo cesaba prácticamente la colonización. Esa segunda generación fue de creciente agitación popular, por poco que nos digan sobre ella las fuentes disponibles. Las series de las llamadas leges tabellariae, de 139 a. C. en adelante, que introdujeron la votación secreta que tanto disgustó a la élite, «indicaban» claramente «el descontento creciente con el gobierno de la nobleza».[30] Un noble que apoyó la innovación radical fue Escipión Emiliano, cuya elección para el consulado por presión popular, en contra de los deseos del senado, ya hemos señalado. Incluso antes, hubo repetidas veces resistencia al servicio militar obligatorio. Los tumultos anteriores acerca de la leva, aparte de las «secesiones», de las cuales la tradición atribuye las dos primeras específicamente al asunto de la esclavitud por deudas, «parece que tuvieron su origen principalmente en los agravios bien fundados de unos grupos concretos».[31] Ahora bien, a partir de los años 160 en adelante, la oposición generalizada de las clases bajas se hizo más amplia, al menos contra guerras concretas. Que los problemas de la mano de obra agrícola y militar estaban indisolublemente unidos desde el tiempo de los Gracos es demasiado conocido como para que requiera comentario alguno. Lo que yo sugiero es que la naturaleza y forma de la política romana estuvieron siempre estrechamente relacionadas con la guerra, la conquista y el asentamiento de tierras, y que los cambios entre períodos de «agitación» y de «quietud» fueron ambos causa y consecuencia de un comportamiento político determinado.
Nadie, en el mundo de la ciudad-estado, y ciertamente ningún estamento social, se opuso a la guerra, conquista e imperio.[32] La extraordinaria buena disposición de las milicias ciudadanas a ser llamadas para el servicio militar y a luchar año tras año, lo atestigua suficientemente. Había, como es natural, desacuerdos sobre cuestiones de táctica, sobre si había que embarcarse o no en una guerra o campaña en particular, o cuándo y en qué términos se debía firmar un acuerdo de paz. Ni siquiera estaba exenta Esparta, como ocurrió con la cuestión de ir a la guerra contra Atenas en 431 a. C. Tales debates tácticos tenían que dirigirlos, por su propia naturaleza, los jefes políticos y militares de la comunidad, incluso cuando la decisión dependía de una asamblea popular. Puede ser que Tucídides (VI, 24, 3-4) se irritara grandemente por el fracaso de Nicias en hacer regresar a la expedición de Sicilia, pero él mismo había informado que el voto final había sido unánime, o por lo menos nem. con. No se detectan intereses opuestos. Y ya hemos señalado que el senado o los magistrados que mandaban en el frente normalmente tomaban tales decisiones en Roma; es una falacia metodológica convertir en modelo de desacuerdo de clases el puñado de ejemplos en los que el pueblo rechazó una decisión senatorial.
Desenmarañar las motivaciones de este incesante afán por la guerra y la conquista no es fácil. Hay que ser debidamente comprensivo con las consideraciones psicológicas o estratégicas, como patriotismo, gloria militar, interés nacional, defensa nacional; también ante las esperanzas de botín. Para la mayoría de las pequeñas ciudades-estado griegas y tribus «itálicas» era lo único que se obtenía. En cambio, para Atenas y Roma había otra perspectiva, decisiva para comprender su política, esto es, los beneficios materiales del imperio. En Atenas eran variados, con la conquista de tierras como componente significativo; en Roma, la tierra y el asentamiento se convirtieron en el factor dominante. No quiero decir con esto que los ciudadanos al asistir a la asamblea tomaran sus decisiones en base a un simple cálculo de sus posibilidades de adquirir tantos acres de tierra confiscada al enemigo. Pero lo que sí pretendo es que las cleruquías atenienses y lo que los romanos llamaron «tierra pública» debieron estar presentes en el subconsciente de los ciudadanos, cuando se discutía algún asunto relacionado con la conquista o el imperio; que en los asuntos exteriores esta clase de interés fue crítico en la respuesta popular ante lo que parece a menudo superficialmente que no son más que disputas personales por la gloria y el poder entre los miembros de la élite.
Isócrates sabía lo que se hacía cuando, al proponer una invasión panhelénica del imperio persa bajo la jefatura de Filipo de Macedonia, subrayó la oportunidad de abrir vastos territorios nuevos para asentarse en ellos. La clase gobernante romana sabía lo que se hacía con su continuo programa de colonización. Cuando permitió que su interés egoísta configurase su juicio sobre el ager publicus, el conflicto político se convirtió reiteradamente en stasis en su sentido más extremado. Continuación del mismo modelo fue el que, durante el siglo último de la república, los contendientes por el poder se vieran obligados a encontrar tierras para sus veteranos, casi a cualquier precio, como condición para conservar su fuerza militar personal en la situación de guerra civil que había substituido a la política tradicional. El «precio» finalmente consistió en muchos asentamientos de colonias fuera de Italia, práctica que antes había sido tan impopular que muy pocas veces se intentó antes de Julio César.[33]
Hubo épocas en que un agente externo falseó la situación y redujo todas las consideraciones a la de supervivencia; la amenaza de Filipo de Macedonia, por ejemplo, o la invasión de Italia por Aníbal. Pero, en otros casos, la política exterior de los estados conquistadores estables fue extraordinariamente coherente y constante durante un largo período, salpicada de vez en cuando de disturbios políticos domésticos, pero sin desviarse esencialmente de sus nuevas directrices. Existe una falsa idea muy corriente sobre este tema, derivada de la premisa carente de base, de que «una asamblea de unas trescientas personas [el senado romano] no es el instrumento ideal para planificar una política compleja, y no digamos su aplicación efectiva y constante durante un período importante»;[34] y presumiblemente demostrada por períodos de indecisión como los años del auge de Filipo de Macedonia en Atenas o las primeras guerras importantes de Roma contra Grecia y los monarcas orientales, en las primeras décadas del siglo II a. C. La falacia consiste en suponer un conocimiento perfecto por parte de los políticos (quienesquiera que fuesen), absoluta previsión de las consecuencias de sus actos y la visión de un objetivo claro y preciso de largo alcance. Con estos presupuestos, ningún estado en la historia, ya sea gobernado por un déspota o por una asamblea de trescientos, ha tenido una política constante a lo largo de un período importante. Encuentro revelador que fuera precisamente en las décadas de incertidumbre sobre la política oriental cuando Roma creó unas 50.000 pequeñas fincas agrícolas para colonizadores. Esto era auténtica continuidad.
La retórica sobre «los buenos viejos días» también contribuye al malentendido: parece que los historiadores están un poco menos inmunes que los políticos y los moralistas. Durante los siglos de estabilidad hubo cambios constantes en el mecanismo constitucional sin revolución, como hemos visto. También hubo cambios en la actividad y el comportamiento políticos, relaciones cambiantes entre las clases, una mayor o menor capacidad de algunos intereses en hacerse notar en la toma de decisiones, quizá cambios en la intensidad de la participación popular, y así sucesivamente. Todo esto son tópicos: ha sido cierto de cualquier sociedad política. Pero ¿por qué el cambio siempre es para peor, una señal de decadencia, de «crisis»? Respecto a Atenas, es imposible siquiera localizar los «buenos viejos días», dado que solamente transcurrieron cuatro décadas entre Clístenes y Efialtes. Para Roma los propios antiguos proporcionaron una localización: en el reinado ficticio del buen rey Servio y la era del legendario Cincinato con el arado. Platón, lo recordamos, dio en pocas palabras la respuesta a tanta retórica: como réplica a los que comparaban a los «demagogos» tardíos con los jefes de los buenos viejos tiempos, insistió en que Milcíades y Temístocles no fueron mejores, simplemente fueron más hábiles al satisfacer los deseos del demos, como pasteleros y no como hombres de estado (Gorgias, 502 E-519 D). Pero Platón era un moralista consecuente, no un historiador.
Con todo, llegó el tiempo en que desapareció la política seria de las ciudades-estado griegas y de Roma, y tenemos que preguntarnos por qué y cómo ocurrió. No hay una sola respuesta. La ciudad-estado griega típica era demasiado pequeña para resistir indefinidamente a estados mayores y más fuertes, Atenas, Esparta o Tebas en época clásica, después Macedonia, los gobernantes Seleúcidas y Atálidas, y finalmente Roma. Lo que ocurrió respecto a la política en las ciudades sojuzgadas carece de interés, como ya he dicho. Las pocas que valdría la pena examinar no se pueden estudiar por falta de datos. Podría añadir Rodas a mi lista, porque conservó su total independencia hasta mediados del siglo II a. C. y hay señales tentadoras en su literatura de una vida política genuina.[35] Pero no conocemos nada de todo esto, aunque no puedo resistir a la tentación de recordar que Rodas fue un estado conquistador, que adquirió y conservó un importante territorio productor de ingresos en las islas vecinas y en la tierra firme de Asia Menor.[36] La política espartana después de la derrota de Leuctra en 371 a. C., y la pérdida consiguiente de Mesenia, son aún más difíciles de conocer que en el período anterior. Se han escrito capítulos —hay suficiente material original— acerca de las guerras espartanas en el siglo siguiente a Leuctra, su actividad como mercenarios en lugares tan lejanos como la Italia meridional, sus relaciones con Persia, los conflictos del Peloponeso, las relaciones con las ligas aquea y etolia, pero en todo este material no encuentro prácticamente nada sobre asuntos domésticos de Esparta, más que querellas personales entre reyes y unos pocos «líderes» e indicaciones del catastrófico declive de la mano de obra (ahora los ciudadanos con plenos derechos se cuentan con números de tres cifras). Luego, sin previo aviso, por así decir, llegaron las explosiones bajo el reinado de Agis y Cleómenes, y luego de Nabis, y la cuestión significativa es que estos reyes intentaron realmente una redistribución completa de la tierra y posiblemente también la exportación de su revolución.[37]
Sólo los datos atenienses, como es habitual, nos proporcionan información, y la conclusión es realmente de lo más sencillo. A la muerte de Alejandro en 323 a. C., Atenas estaba excesivamente embrollada en las guerras y maniobras políticas de sus sucesores reales y posibles. La stasis se hizo general: Antípatro impuso un sistema oligárquico en 322, en 318 Casandro instaló a Demetrio de Falero como tirano, y después de su expulsión se produjeron siete cambios de gobierno entre 307 y 261.[38] Durante dos generaciones, en otras palabras, hubo aun un notable y fuerte impulso por restaurar la antigua vida política, y bastantes jefes deseosos de hacer la tentativa. Las viejas instituciones y métodos continuaron volviendo a la vida. Pero un poder superior apareció: las guarniciones macedónicas en Atenas y los ejércitos girando confusamente en torno al área acabaron decidiendo la situación. De modo significativo, incluso cuando la política pareció más «normal», las diversas agrupaciones eran identificadas invariablemente por los contendientes macedónicos con el poder con el que estaban asociados. Después de 261 a. C., Atenas entró a formar parte definitivamente de las ciudades-estado sojuzgadas, con una política insignificante, víctima de una fuerza exterior superior.
Finalmente, Roma. El último siglo de la república estuvo lleno de todas las manifestaciones políticas tradicionales —excitación electoral, política partidista, leyes y plebiscitos. Con todo, un profundo cambio comenzó con el asesinato de Tiberio Graco y sus seguidores en 133 a. C. No tengo más que enumerar las subsiguientes explosiones más conocidas: el derramamiento de sangre que derribó a Cayo Graco en 121, la violencia que rodeó a Saturnino en los años 103-100, la era de Sila desde su marcha sobre Roma en el año 88 hasta su abdicación como dictador en el 79, la conspiración de Catilina en el 63, la guerra continua de las camarillas de Clodio y Milón entre el 58 y el 52, las décadas del primer triunvirato, César y la guerra civil entre Antonio y el futuro Augusto.[39] El conflicto político que subyace bajo la amenaza permanente de masacres, reclutamientos forzosos y ejércitos invasores (incluso aunque fueran romanos, no extranjeros) —amenaza que se convirtió en realidad con frecuencia creciente— deja de ser política tal como la estamos estudiando.
Si se me pregunta, como ya se ha hecho, qué diferencia había entre las «camarillas» del siglo I a. C. y las «turbas» que tomaron las calles en los primeros siglos, mi respuesta es que había una diferencia cualitativa fundamental. Las camarillas de asesinos profesionales a sueldo se convirtieron por primera vez en un elemento constante de la escena política de Roma.[40] Ellos y los que les pagaban tenían la voluntad y la capacidad de emplear la fuerza armada, de las «camarillas» o de las legiones, o de ambas a la vez, con el objetivo de obligar a los órganos del gobierno a tomar unas decisiones concretas. En la generación que siguió a Tiberio Graco la práctica fue bastante esporádica; después se hizo regular, en el sentido de que cualquiera era consciente de la amenaza y que los que poseían el poder eran mucho más rápidos a la hora de convertir en realidad la amenaza. Eso nunca había sido así en la república romana anteriormente, y, aunque pueda ser difícil trazar unas líneas acusadas, encuentro incomprensible que un historiador distinguido de Roma, en una obra prestigiosa, Party Politics in the Age of Caesar, pueda reducir la realidad a una frase blanda: «A veces los generales usaron sus ejércitos personales para intimidar a los votantes».[41] Los antecedentes constitucionales fueron los únicos argumentos que pudo ofrecer Cicerón en apoyo de las órdenes extraordinarias votadas para Pompeyo o en apoyo del triunvirato, pero un historiador moderno se ve libre de jugar a tales charadas, incluso está obligado a no hacerlo. En realidad, las decisiones vinculantes ya no se conseguían mediante discusiones y debates y, en último término, votaciones; a menudo, ni siquiera en apariencia.
En un aspecto importante, el cambio que se produjo durante el último siglo de la república romana, fue la última etapa de una evolución continua mucho más que una ruptura brusca con el pasado. A lo largo de toda la historia de la ciudad-estado, la rivalidad griega, incluso más que la romana, dentro de la élite política, tuvo la característica del todo o nada: se buscaba no solamente el éxito sobre los competidores para lograr la jefatura, sino su destrucción figurada, y a veces también literalmente. El ostracismo fue el símbolo de una forma más suave, los juicios políticos la manifestación usual de una forma más severa, el asesinato la forma definitiva. Ciertamente, la implacabilidad arrogante ha sido una característica de los que detentan con éxito el poder en todas las sociedades complejas —«après moi le déluge» es simplemente una reductio ad absurdum. Sin la mezcla apropiada de arrogancia y crueldad nadie podría alcanzar el más alto poder. Los historiadores tienen sus cabezas de turco convencionales, Alcibíades, Tiberio Graco o Catilina, pero me parece que su psicología no era tan diferente en esencia de la de los «héroes», Pericles o los dos Catones.
Dicho esto, las preguntas críticas aún siguen en pie: ¿Por qué en la antigüedad fue necesario «destruir» a los adversarios políticos y no sus posturas políticas solamente? Y, ¿por qué en la república romana se acostumbraron al combate armado constante, que provocó el fin del propio sistema? En unas pocas observaciones finales no puedo hacer más que ofrecer algunas indicaciones. Esencial para ambas preguntas, creo yo, es la participación popular directa en el gobierno (incluso con lo restringida que era en Roma), elemento que ha estado ausente de toda la historia posterior de la política, quitando unas pocas excepciones. No importa que la clase gobernante fuera cerrada y solidaria, sus miembros, ambiciosos políticamente, se veían obligados a buscar apoyo constantemente para evitar a la masa de ciudadanos y para socavar la ayuda a sus rivales. En un mundo que seguía fiel a la comunidad cara a cara de la ciudad-estado, sin que importe si fue muy ficticia en realidad, el modo más efectivo de conseguir el poder era arruinar a los rivales, mediante la calumnia moral, los castigos financieros y, lo mejor de todo, su alejamiento físico de la comunidad con el exilio o la muerte. El combate era totalmente personal a causa de los mecanismos constitucionales y gubernamentales. El poder no se apoyaba en los cargos o en cualquier otra base oficial, ni derivaba de ellos. Los foros en los que se podía dar a conocer constitucionalmente eran corporaciones amplias, consejos o asambleas, que se reunían frecuentemente y tenían pocas restricciones en su derecho de tomar decisiones; de ahí la tensión continua en la vida de los líderes. De ahí, también, la necesidad de construir una red personal, a través de alianzas familiares y todas las formas posibles de patronazgo. Los lugartenientes y agentes cercanos corrían los mismos riesgos que sus patronos y, realmente, a menudo eran las primeras víctimas. La masa de partidarios corría pocos riesgos, a no ser la desilusión, hasta que la guerra civil substituyó a la política.
Ciertamente, los antiguos no hicieron los necesarios ajustes constitucionales que hubieran permitido a los partidos políticos su nacimiento, pero eso no fue una «causa» del fracaso. Ningún sistema constitucional ha conseguido evitar siempre la guerra civil y la disolución, y la pregunta todavía sigue en pie: ¿Por qué hubo tan poca resistencia, en todas las clases de ciudadanos romanos, ante el colapso visible del sistema? Subrayo «tan poca resistencia»: el gran montón de escritos de Cicerón sólo crea una ilusión de oposición efectiva (distinta de la intelectual), dentro de la élite.[42] Los soldados, comentó Syme hace unos años, «reclutados ahora entre las clases más pobres de Italia, dejaban de sentir lealtad hacia el estado; el servicio militar era para su sustento o por la fuerza, no una parte natural y normal de sus deberes de ciudadano».[43] Procedían del campesinado, mientras que los pobres urbanos se quedaban con el pan y circo, sacando dinero de sobornos o en pago por algún asesinato. La mayoría, naturalmente, se esforzaba en sus granjas o en sus tiendas, y en trabajos ocasionales, lo mejor que podía, como habían hecho en épocas más antiguas.
En otras palabras, se produjo un cambio, muy extendido y fundamental, de actitud para con el estado. Muchos historiadores se asustan ante las explicaciones psicológicas de tal cambio, en parte por el temor comprensible de la retórica moralizante subsiguiente, en parte por ignorancia o desconfianza hacia la psicología social, pero en gran parte a causa de las tradiciones profesionales habituales. Con todo, es un hecho indudable que durante siglos el estado romano había sido un instrumento de explotación único en la antigüedad por su fuerza, su brutalidad y la escala y alcance de su explotación. La conservación de la estructura «anacrónica» de la ciudad-estado, señalada por todos los historiadores, no fue un simple defecto técnico —el principado tampoco tuvo burocracia y estuvo durante mucho tiempo centralizado igualmente en Roma. Más importante, me parece, es la consecuencia de que tanto el control como los beneficios mayores de la explotación quedaron en un círculo pequeño. Dado el sistema político romano, la conquista continua incrementó los intereses e intensificó las energías arrogantes de poder de los miembros de la élite, hasta el punto de que, en definitiva, estuvieron dispuestos a marchar contra Roma (cualesquiera que fuesen los motivos que podían haberse imaginado para sí mismos). Sólo una pérdida del poder imperial podría haber detenido posiblemente este proceso, pero de hecho continuó creciendo durante la guerra civil: Sila pudo olvidar sus preocupaciones domésticas para derrotar a Mitrídates, César para conquistar la Galia.
La masa de ciudadanos participó de la psicología de explotación; es decir, ellos también creyeron en el derecho del conquistador al botín y, en niveles distintos y decrecientes, obtuvieron una parte. Hacia mediados del siglo II a. C., sin embargo, los costos eran visiblemente cada vez más desproporcionados con respecto a los beneficios. Las exigencias militares se hicieron más y más una carga, y a partir del siglo III cada vez se hizo más necesario introducir en el ejército a hombres que carecían de la tradicional clasificación de propietarios.[44] La colonización cesó prácticamente y cuando fracasaron los intentos de los Gracos de redistribuir el ager publicus, la conquista dejó de ser lo que Max Weber llamó «objetivo racional» para las clases más pobres. Pero las necesidades económicas se mantuvieron y lo mismo hizo la psicología de explotación, reforzada por la introducción de la esclavitud en gran escala en Italia (tema que me veo obligado a dejar de lado en este libro). Por lo tanto, en ausencia de un desafío serio a la legitimidad tradicional de la jerarquía (cuestión que también requiere un extenso análisis), los romanos e italianos en número de miles y cientos de miles se volvieron a particulares que les proporcionaran lo que el estado había fracasado en ofrecerles. Repitiendo palabras de Syme, los hombres «dejaban de sentir lealtad hacia el estado»; o en términos weberianos, la conquista y el propio estado ya no eran más «valores racionales». Unos ejércitos romanos atacaron a otros ejércitos romanos y a la propia Roma tan fácilmente como habían atacado a los ejércitos de Mitrídates. La política había dejado de ser un instrumento útil para el populacho, y se demostró que la solución definitiva era el fin no sólo de la participación popular, sino también de la propia política.