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Perro no come perro

Una sociedad cohesionada

Durante las tres últimas décadas, la Asociación de la Lengua Alemana, el equivalente de la Académie française, ha venido escogiendo anualmente una expresión del año. En 1991 fue Besserwessi (el alemán occidental sabelotodo); en 1998, Rot-Grün (rojiverde, el color de la primera coalición que incluyó al partido de Los Verdes); en 2003, das alte Europa (la vieja Europa, la expresión utilizada por George W. Bush para referirse a los países europeos que se negaron a seguirle en su guerra contra Irak). En 2007, la expresión elegida fue Klimakatastrophe (¿qué otro país había empezado a hablar ya tan pronto de una catástrofe climática?). En 1982, la asociación eligió Ellbogengesellschaft, la sociedad del codazo, que en inglés se podría traducir por dog eat dog (perro come perro), donde cada cual mira solo por lo suyo. Los años ochenta fueron los del auge de Wall Street, Gordon Gekko, y el ensalzamiento de la codicia. Los fanáticos de la libertad de mercado dominaban el discurso en Estados Unidos y el Reino Unido; llenos de arrogancia, intentaban exportar su mantra a todo el mundo. Alemania se quedó fascinada pero también petrificada. El capitalismo como principio de la generación de productos y riqueza estaba fuera de discusión. El debate en Alemania se centraba en el cómo. ¿Cuál era el papel de la sociedad? Los alemanes, creadores de la economía social de mercado, eran tachados de demasiado blandos. Ya era hora de que se armasen de valor, asumiesen algunos riesgos y dejasen de preocuparse por los pobres y los irresponsables. No se hace una tortilla sin romper algún huevo.

Los alemanes no lo veían así. Eran conscientes, sí, de que a veces su manera de hacer las cosas resultaba paralizante. Cuando estuve viviendo en Alemania, a menudo me irritaba la lentitud con que se introducía algún cambio. Era hijo de la era Thatcher en mayor medida de lo que era consciente. Ahora, en Estados Unidos y el Reino Unido todo el mundo habla de revitalizar las comunidades, nivelar los desequilibrios regionales, establecer unos ingresos básicos, reducir la semana laboral. Los alemanes fueron simplemente los primeros. O, más bien, los que resistieron y no se movieron de sitio. Mientras que en Estados Unidos, Francia y el Reino Unido las desigualdades regionales fueron fruto de un deliberado abandono, la negativa a ayudar a las comunidades asoladas por la extinción de la industria pesada, en Alemania muchos de esos problemas, aunque no todos, han sido consecuencia de la reunificación, de haber heredado la economía moribunda de la RDA.

El consumo no es la principal actividad de ocio. Sus dirigentes jamás dirían, como declaró en una ocasión Gordon Brown cuando era primer ministro, que ir de compras es un deber patriótico. Los alemanes compran aquello que necesitan. Las regulaciones comerciales restrictivas datan de 1956. Las tiendas cerraban a las seis y media de la tarde entre semana y a las dos del mediodía los sábados. Cuando me encontré por primera vez con esos horarios en el Bonn de los ochenta, a menudo me invadía el desánimo. La ciudad me recordaba los años de mi niñez. Oscuras tardes invernales de domingo, sin nada abierto, nadie en las calles. Incluso los sábados ocurría lo mismo, ¡maldita sea!, las tiendas cerraban poco después de la hora de comer. Y las tardes de entre semana —en el supuesto de que quienes trabajaban dispusieran de tiempo para ir de compras a última hora—, la cosa tampoco mejoraba. Siempre me quedaba el recurso de consolarme en el pub. Cuando regresé hace poco, fue una agradable sorpresa ver que Bonn se ha animado un poco. En los años noventa, coincidiendo con el traslado del Gobierno, la ciudad construyó una zona cultural completamente nueva, la Milla de los Museos. Los planes se habían aprobado justo antes de la caída del Muro, cuando todo el mundo pensaba que su capitalidad continuaría durante un largo tiempo. Aun así seguía siendo un lugar excesivamente tranquilo.

Desde los noventa, sucesivas reformas han ido relajando progresivamente la normativa, pero las compras a horas avanzadas no son una práctica muy popular; los supermercados pueden cerrar temprano si no hay ningún comprador y nada ha cambiado por lo que respecta a los domingos. No siempre fue así. El novelista, poeta, traductor de Shakespeare y autor ocasional de relatos de viajes Theodor Fontane no se llevó una impresión demasiado favorable de Inglaterra en la década de 1850, como también le ocurrió a su contemporáneo Heinrich Heine. Entre las muchas frustraciones de la vida allí, la peor para él fue la del descanso dominical. «Todos los grandes tiranos han muerto; solo en Inglaterra sobrevive uno: el domingo inglés».[192]

No he conocido prácticamente a nadie, de cualquier generación o condición, que sea partidario de alterar la santidad del domingo y, sin embargo, casi nadie lo justifica por motivos religiosos. Más bien apelan a la calidad de vida, la familia o la comunidad. Nuevamente, los alemanes no han variado de actitud mientras otros cambiaban. La obra seminal de Robert Putnam, Bowling Alone, publicada al inicio del nuevo siglo, puso de manifiesto la presencia de un malestar más profundo en aquellas sociedades que, como la estadounidense, habían prescindido de los vínculos comunitarios e intentaban reemplazarlos con el atractivo superficial de la ostentación.

Alemania no es inmune a las manifestaciones de una sociedad atomizada, pero, aunque cuantificarlo no es sencillo, existen abundantes indicios de que en Alemania el capital social —el término que emplea Putnam— no se ha perdido tan deprisa como en otros sitios. Siempre ha ocupado un lugar central en la agenda del Gobierno. ¿En qué otro país incluiría el Ministerio del Interior la cohesión social entre sus máximas prioridades en los documentos oficiales?

Para poder funcionar, la sociedad debe compartir unos valores comunes, como son los de la dignidad humana, la libertad, la democracia y la soberanía popular, que se sustentan en las piedras angulares de la responsabilidad individual y el compromiso social. Por esto el Ministerio del Interior federal apoya la formación cívica y el compromiso social. Por ejemplo, el programa de fomento de la cohesión social a través de la participación en las zonas rurales y menos desarrolladas promueve el desarrollo de comunidades dinámicas y democráticas a través de medidas de apoyo a largo plazo a las organizaciones y clubes.[193]

El Verein, el club social, sigue siendo un componente fundamental de la vida cotidiana y todas las ciudades, grandes o pequeñas, cuentan con varias docenas de ellos. Se espera que uno inscriba a sus hijos en el dedicado a la música, o el de balonmano o incluso el que se encarga de preparar la celebración del carnaval. No solo hay clubes de lectura, que se han puesto en boga en otros países, sino también de propietarios de perros, de solteros, de fumadores, de coleccionistas de sellos. Para poder inscribirse en el registro oficial, un club debe tener un mínimo de seis socios (que tendrán que elegir una junta directiva). También debe contar con unos estatutos y una finalidad concreta (como «disfrutar de una excursión a la montaña los domingos»). Exigencias burocráticas al margen, son sumamente populares. Si en 1960 había 86.000 (entre el Este y el Oeste sumados), en 2016 superaban los cuatrocientos mil. Casi uno de cada dos alemanes (un 44 por ciento de la población) declara ser socio de por lo menos uno.[194]

Después, evidentemente, está el fútbol. Un gélido anochecer de enero de un día de entresemana acompañé a Andreas Fanizadeh a una sesión de entrenamiento en su club, Blau Weiss Berolina. Periodista de la sección de cultura del diario Taz, Fanizadeh entrena como voluntario a un equipo de menores de diecisiete años dos veces a la semana y el sábado o el domingo juegan un partido. Los chicos proceden tanto de las zonas más pobres como de las más acomodadas de Berlín y también hay uno que es de Puebla, en México, y un refugiado de Afganistán. El campo de hierba artificial donde entrenan se encuentra en el corazón del Scheunenviertel, el estiloso barrio artístico de Berlín. A un lado tiene una exclusiva galería de arte y un edificio de apartamentos y al otro, algunas viviendas más tradicionales y restaurantes. El terreno de juego es, sin embargo, sacrosanto. El Gobierno municipal de Berlín Este no autorizó la reconstrucción en ese solar arrasado por una bomba y las autoridades del Berlín unificado han seguido la misma política y han desestimado todos los proyectos de construcción a pesar de los enormes ingresos que podrían obtener. ¿Cuántas otras ciudades con problemas de tesorería actuarían con la misma contención? Fanizadeh, de madre austriaca y padre iraní, se toma increíblemente en serio sus responsabilidades, al igual que su periódico, que le concede tiempo libre para esa actividad, que él considera en parte deportiva y en parte social. «Mi objetivo es que estos chicos se relacionen —me explicó—. No hablamos de sus orígenes. Ni tampoco de política». Le pregunté por los entrenadores de los otros equipos, sobre todo los de los barrios más conflictivos. Enseguida detecta cuáles pertenecen a la AfD. «Eso no se pregunta. Pero se nota —me dijo—. Y yo intento tratarlos con respeto de todos modos».

El fútbol es el gran nivelador en muchos países. Un rasgo específicamente alemán es, en cambio, el importante papel que desempeña el equipo de bomberos local en ese sentido. Solo un centenar de las dos mil ciudades de Alemania cuenta con un servicio de extinción de incendios totalmente profesionalizado. El resto confía totalmente o en gran parte en equipos de voluntarios. Casi un millón de alemanes —una cifra extraordinaria— están inscritos y han recibido formación para actuar como bomberos voluntarios. Simplemente es algo que se hace. De hecho, estaría mal visto no hacerlo. Colaborar con la comunidad local es un aspecto importante de la integración en esta. Varias ciudades están intentando incorporar a la nueva oleada de inmigrantes a esta tarea, en parte para cubrir lagunas y en parte para contribuir a mejorar la relación entre ambos colectivos.

Una de las costumbres más genuinamente alemanas es la Kehrwoche. Esta «semana del barrido» tiene el sentido que su nombre indica y también va mucho más allá. Sus orígenes se remontan al siglo XV en Suabia, el territorio que actualmente corresponde más o menos al del estado federado de Baden-Wurtemberg. La Kehrwoche es una institución nacional, por lo menos para quienes viven en bloques de apartamentos, que son la mayoría. Puede adoptar dos formas: o bien los residentes tienen que arrimar el hombro una semana al año y colaborar en la realización de tareas pesadas para el vecindario, o bien, más habitualmente, se asigna a cada unidad familiar una semana al año durante la cual debe encargarse de tareas como sacar la basura, barrer las hojas de la calle o echar gravilla si nieva. También se pueden asignar tareas bajo techo, como limpiar la escalera y el vestíbulo comunitarios. A veces se cuelga un letrero en la puerta de la familia encargada o, con mayor frecuencia, los detalles se pueden consultar a través de Internet. Este tipo de obligaciones son solo una muestra del sentido de compromiso con la comunidad local, y a la vez de pertenencia a esta. Los alemanes se toman increíblemente en serio sus fiestas y celebraciones, a menudo asociadas a la comida o la bebida. Siempre parece que se está celebrando algo, ya sea (inevitablemente) la fiesta de la cerveza, del vino, del aguardiente o de las salchichas, o también de los espárragos, con los que parecen tener una obsesión en todo el país.

Spargelzeit es la temporada de los espárragos, pero a los alemanes les gusta la variedad blanca, que crece bajo tierra sin ver la luz. Los llaman oro blanco y se calcula que en un año corriente se consumen unas 125.000 toneladas.[195] Se sirven en todos sitios, desde los restaurantes más elegantes (recubiertos de mantequilla, con patatas hervidas y jamón) hasta los tenderetes situados frente a las estaciones donde inevitablemente se forman colas. Pero sería un sacrilegio servir espárragos fuera de su temporada, que empieza en abril y acaba el día de la celebración cristiana de San Juan, el 24 de junio.

Las tradiciones del Karneval parecen representar una época ya pasada. El carnaval comienza el jueves anterior al Miércoles de Ceniza, el llamado «día de las mujeres mayores» o «día de las mujeres», durante el cual las mujeres toman por asalto el barrio blandiendo tijeras con las que cortan con gran alboroto las corbatas de los hombres. También los besan por sorpresa. La tradición procede de las lavanderas que se tomaban libre ese día. El Lunes de Rosas (Rosenmontag) marca el inicio del principal espectáculo, con los desfiles de gente de todas las edades por las calles, con carrozas, bandas de música y bailes. Las carrozas están meticulosamente decoradas, con motivos actuales y a menudo hacen mofa de los políticos. En el desfile de 2020, una exhibía un monstruo con las palabras «Facebook», «odio» y «radicalización»; otra representaba al gran jefe de la AfD en Turingia, Björn Höcke, haciendo el saludo nazi, con el brazo extendido sostenido por la CDU de Merkel y el FPD. Una de las más jocosas mostraba el pecho de Boris Johnson cubierto con la bandera del Reino Unido, con una falda escocesa y un par de calcetines con las estrellas de la Unión Europea que se alejaban de él. El carnaval culmina el martes con un baile de disfraces. Se celebra en todas partes, pero con más intensidad en el oeste y el centro del país y las celebraciones se concentran sobre todo en Colonia, Düsseldorf (que las inaugura haciendo emerger una persona de un frasco de mostaza) y la antigua ciudad catedralicia de Mainz.

Todas estas tradiciones se siguen escrupulosamente y creo que esto se explica por varios motivos. En primer lugar, descontando las victorias futbolísticas, los alemanes consideran inadecuado congregarse para conmemorar efemérides nacionales. En segundo lugar, cualquiera que sea su procedencia, los alemanes siempre se identifican con un origen local, ya sea Baviera o Hamburgo o Renania o Sajonia. Los dialectos varían y la comida, la bebida y las costumbres también, y celebrarlas es una manifestación importante del orgullo local. En tercer lugar, da la impresión de que la tesis de Werner Abelshauser sobre la precedencia de la comunidad frente al individuo en verdad se cumple en Alemania.

Evidentemente, todos los países tienen tradiciones y festividades locales. En el Reino Unido, la población se reúne para celebrar la fiesta local, los juegos de fuerza del día de San Jorge, el festival del queso rodante,[196] juegos de pelota entre pueblos, etc. Los rasgos distintivos se celebran, pero se deberían considerar complementarios de otras identidades, sin entrar en competencia con ellas. En 1993, en un intento de tranquilizar a los votantes y asegurarles que la pertenencia a la Unión Europea no iría en detrimento de la tradición, John Major anticipó que al cabo de cincuenta años el país aún sería famoso por «las largas sombras que se proyectan sobre los terrenos de juego comunales, la cerveza tibia, los invencibles barrios verdes y los amantes de los perros».[197] Perdió el debate sobre la Unión Europea. Sin embargo, los alemanes han conservado sus peculiaridades locales, sin dejar de ser orgullosamente europeos.

Alemania exhibe gustosa sus credenciales feministas en diversos frentes. Con Angela Merkel, ha contado con la dirigente más influyente, con mucha diferencia, desde los mandatos de Indira Gandhi o Margaret Thatcher. Como también sucede en otros países, las mujeres obtienen mejores resultados en la universidad y en las etapas iniciales de su carrera profesional. Las leyes alemanas contra la discriminación son equiparables a las de los países nórdicos por su amplitud y exhaustividad. La presencia femenina en los consejos de administración ha sido siempre terriblemente baja, pero en 2016 se aprobó una ley que obliga a las empresas del sector público a incorporar un mínimo de un 30 por ciento de mujeres en sus consejos de administración. Los hombres siguen predominando, en una proporción de ciento cincuenta por cada diez mujeres, en los consejos de administración de las grandes empresas incluidas en el índice DAX. El afán por reclutar a mujeres es tan grande que su remuneración ha aumentado anualmente un 7 por ciento más que la masculina, si bien a partir de un nivel más bajo.[198]

En 2013, se puso en marcha a través de Twitter un movimiento llamado #Aufschrei (Clamor), cuatro años antes del mucho más famoso #MeToo iniciado desde Estados Unidos. Nació a partir del relato de una periodista sobre una conversación que había mantenido con el exministro de Economía Rainer Brüderle, donde afirmaba que este le había hecho insinuaciones de contenido sexual y, mirándole los pechos, había comentado que «llenaría muy bien un Dirndl» (el traje tradicional de las mujeres bávaras).[199] Dos años antes, el presidente del Deutsche Bank, Josef Ackermann, había lamentado no haber podido encontrar ninguna mujer para su equipo de alta dirección, para a continuación añadir: «Pero espero que muy pronto pueda ser más colorido y atractivo».[200]

Sin embargo, nos encontramos ante una curiosa ambivalencia. En aspectos más básicos que afectan más directamente a los bolsillos de la población como la política tributaria o la oferta de guarderías, el Estado alemán lleva mucho retraso comparado con otros países. Las madres con un trabajo remunerado se enfrentan a muy diversas trabas, que abarcan desde la fiscalidad hasta los horarios escolares. Llama la atención que este no sea un tema políticamente candente. Solo un 14 por ciento de las madres alemanas con un hijo y solo un 6 por ciento de las que tienen dos siguen trabajando a jornada completa, una cifra muy inferior a la media de la Unión Europea.[201] La presión para las madres que desarrollan un trabajo remunerado es tal que la mayoría de las mujeres con ambiciones profesionales optan por no tener hijos o por quedarse en casa la mayor parte de la jornada o todo el día. La participación de las mujeres en la fuerza de trabajo ha ido aumentando de manera sostenida, pero la mayoría trabaja a tiempo parcial. El problema es de carácter social y también económico. Los alemanes más conservadores tienen una expresión para designar a las mujeres que se reincorporan «demasiado pronto» a su lugar de trabajo: Rabenmütter, madres cuervo, hembras de cuervo que abandonan a sus polluelos en el nido. Aunque actualmente muy pocas personas reconocerían que siguen usando esa palabra, la percepción persiste, sobre todo en las localidades pequeñas. A lo cual se suman los problemas logísticos cotidianos. Solo recientemente ha empezado el Gobierno a reformar el sistema de escolarización a media jornada. Los parvularios, llamados Kita, están muy subvencionados y son de buena calidad, pero su horario es todavía más reducido. Y prácticamente no existe oferta privada. Quienes contratan a una cuidadora externa acaban pagando en impuestos casi el equivalente a los ingresos adicionales que pueden obtener. Últimamente ha aumentado el número de hombres que hacen uso del permiso parental. Uno de los progenitores tiene derecho a doce meses de baja y el otro, a dos. Muchas parejas de clase media se van de vacaciones con la criatura durante ese tiempo compartido; no es exactamente lo que se pretendía conseguir.

El sistema fiscal también tiene una buena parte de responsabilidad. Katharina Wrohlich, del Instituto de Estudios Económicos alemán (DIW), ha seguido la evolución de la igualdad económica desde la perspectiva de género durante casi dos décadas. El elemento fundamental que mantiene rezagadas a las mujeres es lo que se designa como «fraccionamiento» en el caso de los matrimonios. Básicamente, sucede que si el marido y la esposa ganan aproximadamente lo mismo, acaban tributando más que si tuvieran un solo ingreso o si uno de los dos ganara muchísimo más que el otro. En otras palabras, cuando ambos miembros de la pareja trabajan a jornada completa, la desventaja fiscal es considerable. «Otros países, como Austria, Suecia e Italia, han eliminado esta norma, pero aquí nada ha cambiado», me dijo Wrohlich. Y dado que ningún partido presiona a favor de una reforma, «parece haber pocas perspectivas de que nada cambie», añadió.

En el Este, las mujeres estaban más emancipadas bajo el régimen anterior. Los niños y niñas iban a guarderías estatales desde muy pequeños y ambos progenitores trabajaban fuera de casa, uno de los poquísimos aspectos favorables del antiguo sistema. Merkel siempre se ha mostrado reacia a que se la identifique con los «temas de mujeres». En enero de 2019, respondió a una desusada entrevista sobre el tema con la escritora Jana Hensel, publicada en Die Zeit. En su estilo característico, Merkel habló de los obstáculos, incluidos los que había encontrado ella misma mientras trabajaba como física. Luego añadió: «No soy solo la canciller de las mujeres de Alemania. Y tampoco tengo nada claro que las mujeres esperen que me ocupe específicamente de ellas».[202] Quizás porque procede del Este, Merkel siempre ha subestimado la desigualdad de género. Dado que estas reformas tienden a originarse en las grandes ciudades cosmopolitas, esta podría ser tal vez una de las pocas consecuencias negativas de la preponderancia de las ciudades de menor tamaño en Alemania. Más probable es que en ello intervenga una cuestión generacional y el cambio acabe llegando algún día, aunque será más lento.

Se da por sentado que, para ser considerada parte de la economía productiva e integrada en la sociedad en sentido amplio, una persona tiene que tener estudios superiores o bien una formación profesional adquirida por la vía del aprendizaje, según el camino que haya seguido. El sistema educativo selecciona muy pronto. El alumnado académicamente mejor dotado acude a los institutos de bachillerato, Gymnasien. La Realschule atiende a los niveles intermedios y quienes van a los centros de enseñanza básica, Hauptschulen, suelen acabar ocupando puestos de trabajo manual o técnico. La trayectoria de un niño o una niña no queda esculpida en piedra a los once años, pero el sistema es bastante prescriptivo. La política educativa es sobre todo competencia de los estados federados, y no del Gobierno central, y por consiguiente varía según las regiones. Por ejemplo, algunas tienen centros integrales, Gesamtschulen, que acogen a todos los niveles educativos. Algunos estados son más favorables a los centros privados, un sector reducido pero que está creciendo. El programa de estudios tampoco es uniforme para todo el país. En la región de Baviera, más tradicional, la educación religiosa tiene asignados dos módulos, uno para la fe protestante y otro para la católica. El programa más liberal de Berlín incluye módulos sobre diversidad, igualdad de género y «educación para la ciudadanía». El alumnado recibe formación sobre resolución de conflictos y sobre migraciones. En todas partes, los centros de enseñanza reservan un tiempo para impartir clases sobre Europa y la Unión Europea.

Andreas Schleicher está considerado una eminencia mundial en sistemas educativos comparados, su cometido en la sede central de la OCDE en París. También es responsable del Programa para la Evaluación Internacional de los Estudiantes (PISA) de dicha organización, que evalúa el rendimiento académico del alumnado en una treintena de países. Cuando se hicieron públicos los primeros resultados, en 2000, Alemania quedó en estado de shock. Creía que ocuparía uno de los primeros lugares y, en cambio, sus resultados quedaron entre los últimos en matemáticas, ciencias y lectura, y fue calificada como el país con mayores desigualdades en el rendimiento escolar. Lo que se acabó designando como la «conmoción PISA» (PISA-Schock) generó una clamorosa protesta pública. Varios pedagogos cuestionaron su metodología. Sin embargo, consiguió espolear a los responsables de diseñar las políticas públicas. Se alargó la jornada escolar, una de las más reducidas entre los países industrializados. Se otorgó la máxima prioridad a la educación en la primera infancia. Se exigió una mejora del rendimiento en los centros con peores resultados. Se crearon más centros integrales con el fin de garantizar que el alumnado con mayores dificultades —incluido el 22 por ciento aproximadamente que no tiene el alemán como lengua materna— reciba más apoyo. Se establecieron unos criterios nacionales que todo el sistema educativo, que depende de los estados federados, estaría obligado a seguir. Las posteriores evaluaciones, que se han realizado cada tres años, constataron una mejora inmediata y continuada de la posición de Alemania en la tabla de clasificación, aunque en la más reciente registró un retroceso.

Schleicher me explicó que demasiados jóvenes recibían una formación basada en las necesidades de un empleador local concreto, en vez de identificar las capacidades singulares que les serían útiles en una época en que la creatividad y la inteligencia artificial están pasando a un primer plano.

Los legisladores están debatiendo una nueva tanda de reformas. Como es habitual, tardarán algún tiempo, ya que se intenta alcanzar un consenso en el sector educativo y entre los partidos políticos. En Alemania, el profesorado en general está bien pagado y su cualificación es buena. Pero es frecuente que los edificios escolares precisen reparaciones y una puesta al día. Las restricciones del gasto de los estados federados han exacerbado el problema. Sin embargo, como señalan Schleicher y otros expertos, no todo se reduce a una cuestión presupuestaria. Por ejemplo, en los Países Bajos el gasto por alumno es inferior al de Alemania, Francia o el Reino Unido, pero obtienen mejores resultados y dedican más atención a las competencias propias del siglo XXI.

Alrededor de la mitad de los jóvenes alemanes optan por la formación profesional una vez completada la enseñanza básica.[203] La primera vez que oí decir que a un dependiente de comercio se le podían exigir hasta tres años de formación, lo descarté como una leyenda urbana. Pero es cierto. Había dado por sentado que Schleicher se reiría de esta absurda exigencia, pero no lo hizo. Me indicó que al personal de las panaderías se le ofrece la posibilidad de seguir cursos avanzados de matemáticas por las noches. «No es tan mala idea. Aprender las tareas del presente puesto de trabajo es solo una parte. El enfoque alemán encamina a la persona en una dirección; contempla su trayectoria profesional a largo plazo. China y Japón son los países más avanzados en este aspecto». Las competencias adquiridas a menudo no guardan relación con las exigidas del trabajador en aquel momento. La expresión «sobrecualificado» raras veces se oye en Alemania. Se prioriza el futuro por encima del presente, a partir de la presunción de que la persona continuará bastante tiempo en la empresa. Schleicher lo comparaba con la situación en el Reino Unido: «Allí solo un 5 por ciento de la fuerza de trabajo tiene una cualificación superior a la que requiere su puesto de trabajo presente. Esto es un enorme riesgo para la productividad».

En 2015, justo cuando Alemania suprimía el pago de matrículas para los estudiantes universitarios en la mayor parte del país, el Instituto de Política Universitaria de Londres publicaba un opúsculo titulado Keeping up with the Germans? (¿Estamos a la altura de los alemanes?), que presenta una comparación detallada entre el sistema universitario alemán y el del Reino Unido y otros lugares. De hecho, señala que existen más paralelismos entre Alemania y Escocia que con Inglaterra. Básicamente, las universidades alemanas son menos autónomas y disponen de menor financiación, pero son más igualitarias. Algunas (Heidelberg y Múnich, por ejemplo) tienen más fama que otras, pero no existe nada equivalente a la jerarquía encabezada por Oxbridge y el resto del grupo Russell. Como en muchos otros países de Europa, la mayoría del alumnado estudia en una universidad de su ciudad o cercana a esta. A diferencia de lo que ocurre en Francia, donde la tasa de abandono es alta, los estudiantes tienden a completar todo el curso. Las instituciones no quedan tan bien situadas en los cuadros de calificación a escala mundial porque la investigación se desarrolla con frecuencia en institutos específicos separados. Las universidades de la Ivy League estadounidense copan los lugares más altos de las tablas con una pequeña presencia del Reino Unido (Oxford y Cambridge, Imperial College). Muchos pedagogos europeos continentales discuten la metodología empleada para elaborar estas tablas. Otra ventaja inherente es el uso de la lengua inglesa. Varias universidades alemanas han introducido cursos en inglés para participar en el mercado altamente competitivo de estudiantes procedentes de China, India y otros lugares. Según los últimos datos disponibles, en 2016, Alemania solo tenía poco más de 250.000 alumnos internacionales, un dato que la sitúa en el cuarto lugar, por detrás de Estados Unidos, el Reino Unido y Australia.[204] Esa cifra ha ido aumentando de manera sostenida y continuará creciendo.

El profesor Martin Rennert presidió la Universidad de las Artes (Universität der Künste, UdK) de Berlín durante catorce años hasta que a principios de 2020 renunció al cargo. Judío de Brooklyn, como me dijo con orgullo, estudió en la famosa Escuela Juilliard de Nueva York. Es un admirador entusiasta del enfoque alemán en el campo de la educación superior, sobre todo la artística. El acceso a la UdK es sumamente competitivo, pero una vez dentro, todo es gratuito, también para los estudiantes internacionales. «Es una medida de intervención político-cultural, una oferta para el mundo, una inversión en relaciones internacionales, un ejercicio exitoso de poder blando», me dijo Rennert. En vez de izar el puente, el Gobierno ha suavizado todavía más los requisitos para los graduados universitarios que permanezcan en el país. Anja Karliczek, la ministra de Educación, declaró que los estudiantes extranjeros representan un «potencial significativo y creciente» para cubrir la demanda alemana de competencias especializadas. Rennert ofrece una justificación menos utilitaria. «¿No es cierto que la educación superior beneficia a toda la nación? No es necesario apelar a consideraciones intrínsecas para justificar el valor del aprendizaje». Los estudiantes pueden prolongar sus estudios muchos años y pasar de una licenciatura a un máster o un doctorado. Algunos alemanes no se incorporan a la fuerza de trabajo hasta pasados los treinta años. ¿Lentos y perezosos, o reflexivos y con una mirada larga? Probablemente hay de todo.

El teatro Am Marientor de la ciudad de Duisburgo estaba pasando momentos difíciles. La siguiente obra programada, basada en la figura del independentista escocés William Wallace, estaba vendiendo pocas entradas. Su representación se canceló; la bancarrota estaba a la vuelta de la esquina. El teatro era, por lo tanto, un lugar perfecto para instalar un centro para la realización de test de detección del COVID. Alemania, igual que el resto de Europa, no supo apreciar la importancia de las imágenes que llegaban de la ciudad china de Wuhan en enero y febrero de 2020. Pero cuando se tuvo noticia de que en Italia los hospitales de Bérgamo y otras ciudades estaban desbordados, reaccionó con rapidez. En Duisburgo, una ciudad pobre de una región pobre, se cancelaron las intervenciones quirúrgicas no urgentes programadas. Se liberaron camas de hospital. Se encontró la manera de ampliar la disponibilidad de quirófanos. En el ínterin, se organizó de inmediato un centro para la realización de test. Se reclutó a centenares de voluntarios. Cuando se agotaron las primeras reservas de desinfectante y gel hidroalcohólico, comenzaron a fabricarlo y lo distribuyeron a los hospitales y residencias de mayores. Los estados federados y las ciudades actuaron de manera autónoma, bajo la coordinación de los departamentos de salud, pero mantuvieron un intercambio de información y aprendieron unos de otros. Durante los difíciles meses de la primavera de 2020, Alemania respondió lo mejor posible. El número de muertos, unos nueve mil, fue muy bajo en relación con el volumen de población. Las existencias de equipos de protección personal y respiradores no se agotaron nunca. Los hospitales estuvieron muy presionados en los peores momentos, pero el servicio de salud consiguió capear la situación. Admirablemente. Cuando me invitaron a visitar el teatro de Duisburgo, justo cuando empezaba a apuntar la segunda ola, no podía dar crédito a lo que estaba viendo. El centro, gestionado conjuntamente por el servicio contra incendios y el servicio local de salud, tenía tres puertas de acceso: para las personas que debían realizar el test por indicación de su médico; para aquellas cuya presencia en un lugar de contagio había sido detectada por el sistema de rastreo; y para quienes acababan de llegar de un país de alto riesgo. Iban entrando y saliendo después de ser atendidas con precisión cronométrica, hasta cuatrocientas al día, según me dijeron. Cuando les hablé de todos los apuros sufridos en el Reino Unido, de la escasez de equipos de protección, de los fallos en el sistema de rastreo y localización, de las dificultades para acceder a un test, su respuesta fue una sonrisa cohibida. Hemos tenido suerte, dijeron. Solo eso.

La modestia, por atractiva que resulte, no ayuda a explicar lo ocurrido.

Ningún ámbito de las políticas públicas revela con tanta nitidez la resiliencia de un Estado y su mirada a largo plazo como lo hace su servicio de salud. El de Alemania no es perfecto ni mucho menos. Es caro. Y es burocrático. Alemania, al igual que Francia, no cuenta con el sistema de atención primaria que ha prestado un buen servicio en el Reino Unido. Sin embargo, las tasas de supervivencia para las enfermedades más habituales, como el cáncer de mama, de cuello uterino y de colon, figuran entre las más altas del mundo industrializado, aunque los progresos se han estancado en los últimos años.

El gasto en salud, un 11 por ciento del PIB, es relativamente alto, aunque dista mucho de ser el mayor de Europa. La atención sanitaria se ofrece por intermedio de un seguro público obligatorio; los trabajadores pagan una cuota equivalente al 7 por ciento de su salario bruto antes de impuestos y la empresa aporta la misma cantidad. Uno de cada diez ciudadanos, los más ricos, los trabajadores autónomos y los funcionarios (una curiosa combinación), están obligados a sufragar un seguro privado, aunque tienen acceso a los mismos servicios. Todos esperan recibir una atención de calidad, tener acceso a especialistas sin largas listas de espera y a exámenes y pruebas y medicación prácticamente a demanda.

En conjunto, el servicio estatal de salud alemán, el más antiguo de Europa, ha prestado una atención comparativamente buena a la población. Cuando la pandemia del COVID-19 lo sometió a la última prueba se encontraba en una situación envidiable. Al inicio de la crisis, Alemania estaba mucho mejor preparada que otros países, con más laboratorios para hacer pruebas, más respiradores y más equipos de protección. Todo ello gracias a la combinación de una planificación a largo plazo y una base industrial como núcleo central de la economía, encabezadas por una sólida red biotecnológica y unas empresas farmacéuticas capaces de responder con rapidez a situaciones de emergencia que requieran conocimientos técnicos altamente especializados.

El sistema también era más resiliente frente a situaciones de crisis, con más camas de hospital por paciente que la mayoría de los países de un nivel equivalente. En Alemania la relación era de 8,2 camas por cada 1.000 habitantes, frente a 7,2 en Francia y 5,2 como media para el conjunto de la Unión Europea. En el Reino Unido era de un lamentable 2,7 por cada 1.000 habitantes, gracias en parte a una infrafinanciación crónica y una planificación cortoplacista, pero también a una tendencia a dar de alta muy pronto a los pacientes para liberar espacio en vez de permitirles pasar la convalecencia en el hospital. El Gobierno venía instilando desde hacía décadas el mantra de la eficiencia y la reducción de costes a la gerencia de los hospitales. Casi todos los inviernos, los hospitales se veían presionados hasta el límite para hacer frente a la gripe estacional. El sistema no disponía de margen para responder a cualquier incidencia más grave.

Alemania contaba con un total de 28.000 camas en sus unidades de cuidados intensivos, frente a las 4.100 del Reino Unido,[205] una diferencia enorme en un momento de máxima necesidad. En el caso del personal, la diferencia era similarmente flagrante. Alemania contaba con 4,1 médicos por cada 1.000 habitantes, frente a una media de 3,5 para el conjunto de la Unión Europea y 2,8 en el Reino Unido. En el caso del personal de enfermería, las cifras eran de 13,1 por cada 1.000 habitantes en Alemania frente a 8,2 en Gran Bretaña. Detrás de estos fríos datos estadísticos hay historias de una atención adecuada en Alemania y no tan buena en otras partes. Y eso en tiempos normales.

La Constitución alemana de postguerra, con sus controles y contrapesos frente al Gobierno central y una fuerte descentralización, podría había provocado un caos durante la pandemia. Sin embargo, Merkel actuó deprisa para garantizar la coordinación de las decisiones. La mayor parte del tiempo lo logró. Los gobernantes regionales mantuvieron su autonomía, lo cual les permitió gestionar con mucha mayor flexibilidad las compras urgentes. Pero siempre de manera coordinada. Se cursaron rápidamente los pedidos de equipos de protección individual y se hicieron llegar a los servicios médicos de atención directa. En conjunto, el sistema respondió admirablemente, con algunas variaciones regionales.

Gran Bretaña está orgullosa, con razón, de su Servicio Nacional de Salud, que ya cuenta con más de setenta años de antigüedad. Es una de las pocas instituciones en torno a las cuales confluye todo el país. Pero también es burocrático, sumamente centralizado y su financiación es inestable. Durante la pandemia, el sistema británico falló a cada paso, con insuficientes reservas de material vital y escasa planificación para hacer frente a situaciones de emergencia. Johnson instó a las empresas a que empezaran a fabricar respiradores para completar la pobre reserva de ocho mil disponibles, un recurso que bautizó frívolamente como «Operación Último Suspiro». En aquel momento, Alemania ya había encargado diez mil respiradores a un fabricante en activo para complementar los veinte mil que ya tenía. En lo que respecta a los test de detección del virus, al inicio de la crisis ambos países trabajaban aproximadamente al mismo ritmo, pero al cabo de pocas semanas los laboratorios alemanes estaban quintuplicando con creces el ritmo de producción británico. Los trabajadores del Servicio Nacional de Salud fueron aclamados como héroes. La gente salía a los portales y los balcones todos los jueves a aplaudirlos. Pero eran enviados a trabajar en primera línea con una protección inadecuada. Un mes después de iniciarse la crisis, apenas se habían realizado test de detección del virus a cinco mil de los quinientos mil trabajadores de primera línea del Servicio Nacional de Salud.

Durante la pandemia, el Reino Unido fue tomando decisiones sobre la marcha. El Gobierno tardó en decretar un confinamiento, en un intento de mantener la máxima actividad posible, pero lo hizo de manera tan incompetente que ni la ciudadanía ni la economía salieron beneficiadas. Lo único meritorio fue la rapidez con que inició el proceso de vacunación. A principios de 2021, la respuesta alemana ya había perdido brillo. La tasa de mortalidad aumentó rápidamente y también las hospitalizaciones. El acceso a las vacunas era frustrantemente lento. Pero incluso en su peor momento, el sistema alemán evitó caer en el caos del Reino Unido de Johnson y el Estados Unidos de Trump.

Todos los Gobiernos y todos los votantes han reconsiderado sus prioridades a la luz de lo ocurrido durante la pandemia. En todo el mundo, los países han dedicado miles de millones a hacer frente a las consecuencias económicas del COVID-19. En Alemania ya existía desde hacía largo tiempo un consenso en torno a los principios de una contribución generosa deducida directamente del salario a cambio de un servicio de alta calidad. También gozan de un apoyo similarmente amplio los principios que sustentan una fiscalidad alta y reconocen el papel del Estado; a saber, que no se tributa solo por el propio beneficio, y el de la propia familia, sino también para cubrir las necesidades de la sociedad en general. Este es un planteamiento aceptado en Alemania desde hace décadas.

También existen desequilibrios regionales y una cierta impresión de que las ciudades más pequeñas están quedando rezagadas con respecto a las grandes metrópolis que lo concentran todo, sobre todo, de manera más acusada, en los estados federados orientales. Pero Alemania se diferencia de otros países en un aspecto importante. La capital no lo domina todo. El poder de Berlín no es comparable con el de Londres o París, que ocupan un lugar central para buena parte de la actividad política, empresarial, científica y cultural de sus respectivos países y atraen una afluencia desproporcionada de inversiones, dinero y talento. Otros países más pequeños también tienen problemas parecidos. Sin Atenas, Grecia perdería el 20 por ciento de su PIB, mientras que en el caso de Eslovaquia y Bratislava la proporción es del 19 por ciento. Para Francia y París, la cifra es del 15 por ciento y del 11 por ciento en el caso del Reino Unido y Londres. Alemania es el único país donde el PIB per cápita es más bajo en la capital que en el conjunto del país. Alemania sin Berlín sería un 0,2 por ciento más rica.[206] Dicho de otro modo, Berlín viene a ser un lastre para el resto del país. Y lo polariza. De hecho, muchas ciudades más ricas, como Hamburgo o Múnich, lo menosprecian por su ineficiencia y su estado de abandono.

Un ejemplo perfecto de la idiosincrasia de Berlín es Tempelhof, el lugar que en otro tiempo albergó el aeropuerto más importante del mundo, desde donde se izó el globo aerostático Humboldt en 1893, donde Albert Speer planeó erigir un grandioso portal de entrada a una nueva «Germania» nazi y donde los aliados occidentales llevaron a cabo sus audaces misiones para sortear el bloqueo soviético. Norman Foster lo llamó «la madre de todos los aeropuertos».[207] Los tres últimos aviones alzaron el vuelo desde Tempelhof en noviembre de 2008, un mes después de la clausura oficial del aeropuerto. A partir de ese momento, no se supo qué hacer con esa extensión equivalente a una vez y media el principado de Mónaco.

Ahora se ha convertido en un caos desvencijado, pero los berlineses están orgullosísimos de él.

A cualquier otra ciudad de estatura mundial se le habría hecho la boca agua ante esa cantidad de espacio por urbanizar. Piensen en todos los posibles rascacielos con apartamentos de lujo, o grandiosos hoteles, o galerías de arte, o centros comerciales. Después de la reunificación, Berlín estaba muy necesitado de espacio y ese terreno, a pocos kilómetros de distancia, al sur de la ciudad, era un sueño para los promotores inmobiliarios. En 2011, presentaron un proyecto para la construcción combinada de un conjunto de edificios dedicados a oficinas y casi cinco mil viviendas (incluida una parte apreciable con un coste asequible) y una gran biblioteca pública. El entonces alcalde, Klaus Wowereit, insistió en limitar la superficie edificable a una cuarta parte del total.[208] Incluso esto le pareció excesivo a la población local que se organizó para paralizar el proyecto. En cuanto los terrenos quedaron a disposición de la ciudadanía, en mayo de 2010, la zona se convirtió en el acto en un polo de atracción para horticultores urbanos, entusiastas del yoga, hipsters, fumadores de porros, sofisticadas mamás, aficionados a las barbacoas y fanáticos del deporte. El espacio recibió el nuevo nombre de Tempelhofer Freiheit, Libertad en Tempelhof. En mayo, tras años de disputas internas, Berlín celebró un referéndum (un hecho poco frecuente en un país que teme los ejercicios de democracia directa, en contraposición a la democracia representativa). Casi dos terceras partes de las personas con derecho a voto optaron por mantener los terrenos tal como estaban. Actualmente el Decreto de Conservación de Tempelhof prohíbe la construcción en toda la extensión del antiguo aeropuerto y garantiza una urbanización muy limitada, por lo menos hasta 2024.[209]

Algunos de los edificios originales del aeropuerto —construcciones de referencia en el campo de la ingeniería civil— se han reutilizado. El ejército alemán sigue usando la torre del radar de setenta y dos metros de altura para controlar el tráfico aéreo. La cavernosa terminal del periodo nazi, incluidos los hangares curvilíneos que se extienden a lo largo de casi un kilómetro y medio bajo una cubierta sin columnas, está ocupada en su mayor parte por alrededor de un centenar de arrendatarios. La policía berlinesa ha utilizado una parte para sus programas de formación. También hay un depósito central de objetos perdidos, un parvulario, una escuela de danza y uno de los teatros de variedades más antiguos de la ciudad. Tempelhof también alberga el mayor campo de refugiados de Alemania. Una serie de contenedores blancos situados en uno de los laterales, ampliados con una parte de los hangares, conforman un pequeño poblado de acogida de refugiados, que se utiliza como primer lugar de tránsito antes de proceder a su redistribución por todo el país.

Durante los cuarenta y cinco años en que la ciudad estuvo dividida y los tres aliados ocuparon parcialmente la mitad occidental, Berlín Oeste fue un caso sin parangón en Alemania y también en el mundo. Una isla alternativa donde la población estaba exenta del servicio nacional, vigente en el resto de Alemania occidental, y donde a las personas formales y con fortuna (con unas pocas excepciones) no les apetecía vivir. Esto, evidentemente, ha cambiado mucho en los últimos treinta años de «normalidad». Desde la reunificación, gran parte del centro de la ciudad ha sido cedido a los relucientes (o fríos, según el punto de vista) edificios del Gobierno. Potsdamer Platz, resucitada rápidamente a principios de los noventa, es un espantoso monumento al mal gusto globalizado bajo fachadas de vidrio. Pero Berlín sigue teniendo un aspecto y un estilo que lo distinguen. Para quienes prefieren las ciudades de tamaño medio ordenadas y pulcras, es un lugar detestable. Todas las demás ciudades grandes funcionan mucho mejor. Hamburgo y Múnich compiten en las revistas ilustradas como Monocle y Forbes con ciudades como Viena y Copenhague por el primer puesto entre aquellas con la mejor calidad de vida. Los hamburgueses presumen de su templanza. Múnich inspira, en verano, una sensual y lánguida sensación de bienestar.

Ninguna de las dos posee la firmeza de carácter del brusco Berlín. La capital ha vivido dos procesos de desindustrialización: al acabar la guerra, con la división, y como parte del desmantelamiento de la economía de la RDA por la agencia fiduciaria. Aparte del pujante sector tecnológico, no es conocida por hacer o producir nada en particular y solo es famosa por la presencia de políticos, periodistas, lobistas, artistas, estudiantes y hippies: una panda de degenerados enganchados a los subsidios. Por lo menos, eso piensan muchos ciudadanos burgueses de Baviera. Los atractivos de Berlín son totalmente ajenos a las principales virtudes del país. Atender a las cuestiones básicas no es sencillo. La burocracia, que en el resto de Alemania se espera que funcione como un reloj, a menudo no está a la altura. Muchos recién llegados, e incluso algunos berlineses, comparten anécdotas sobre las numerosas ineficiencias. Las más habituales son las relacionadas con la matriculación de un coche. Según parece, es más rápido tomarse un día libre y desplazarse hasta Hamburgo que hacerlo allí. «Ya no somos tan pobres, pero seguimos teniendo encanto», dice Michael Müller, alcalde de Berlín [2021]. La ciudad comienza a parecerse más a otras capitales del mundo, pero aún le queda mucho camino por recorrer. Muchos berlineses, o por lo menos los habitantes originales, más que los venidos de fuera, están decididos a mantenerla tal como es. Su principal terreno de batalla es el de la vivienda, un ámbito en el que predomina una animosidad visceral contra la gentrificación.

Los alemanes no están obsesionados con el escalafón habitacional. Pocas personas adquieren una vivienda antes de tener hijos. No le ven el sentido, dado que los alquileres suelen ser asequibles y las casas están en buen estado de conservación. Alemania cuenta con la proporción más baja de viviendas en propiedad (la relación entre el total de unidades ocupadas por sus propietarios y el total de unidades residenciales) de toda la OCDE, con la excepción de Suiza: poco más de un 50 por ciento. En el Reino Unido, Estados Unidos y Francia suman unos dos tercios, aunque desde la crisis en todos esos países ha descendido la ocupación por los propietarios y ha aumentado el alquiler. La proporción más alta de Europa se registra curiosamente en Rumanía, con un 96 por ciento. En Berlín, en cambio, solo un 15 por ciento de las propiedades están ocupadas por sus dueños y a pocas personas se les ocurriría comprar una vivienda como inversión y no para vivir o como un seguro para su familia.[210] También hay, evidentemente, muchos arrendadores (algunos privados, otros cooperativas de viviendas u otros colectivos) y mucha oferta de apartamentos a través de Airbnb y otros intermediarios, pero raras veces se oirá hablar en una reunión social de los beneficios que puede reportar la «compra para alquilar». Quienes se embarcan en tales proyectos no suelen comentarlo con sus amigos. Más bien se percibe un desprestigio del propietario absentista. En países como Estados Unidos y el Reino Unido, la relación entre ingresos del trabajo y rentas es muy desequilibrada desde hace tiempo y las diferencias en el salario bruto anual resultan insignificantes en comparación con los ingresos de quienes poseen cemento y ladrillos en zonas en expansión.

¿En qué otro lugar del mundo, o del mundo occidental por lo menos, la expropiación podría llegar a formar parte de la opinión aceptada? En Berlín, se llegó a considerar seriamente como objetivo político en 2019 y todavía no se ha descartado por completo como una posible alternativa para la ciudad. Una iniciativa ciudadana que solicitaba la celebración de un referéndum sobre la expropiación de inmuebles privados recibió apoyo de los residentes (mayoritario, según el diario Tagesspiegel). La propuesta se presentó durante una acción de protesta contra la «locura de los alquileres» con la finalidad de recoger firmas suficientes para obligar al ayuntamiento a someter a votación si se debía obligar a los tenedores de más de tres mil inmuebles a revenderlos a la ciudad. Aunque las indemnizaciones habrían sumado miles de millones, el objetivo era que los inmuebles fuesen gestionados por un ente público. La inmobiliaria privada Deutsche Wohnen era el blanco principal. Es propietaria de 167.000 unidades en toda Alemania, entre las cuales más de 100.000 apartamentos en Berlín que ha ido adquiriendo progresivamente desde mediados de la década de 1990. El ayuntamiento, acuciado por la escasez de fondos, empezó a privatizar parte de las infraestructuras, desde el suministro de agua hasta la mitad del suministro público de electricidad. También vendió 65.000 unidades residenciales al bajo precio de 400 millones de euros, transfiriendo así a inversores privados una parte significativa de la deuda municipal. Cada apartamento se tasó en solo unos treinta mil euros. En total, entre 1989 y 2004 se vendieron doscientas mil unidades. Deutsche Wohnen no paraba de crecer. En 2017 obtuvo 2.000 millones de euros de beneficios y se ha convertido en el blanco preferido de los detractores del capitalismo agresivo.

La idea de la Enteignung, expropiación, se basa en una interpretación novedosa de dos cláusulas constitucionales. Los impulsores de esta campaña argumentan que el artículo 14 permite reclamar la restitución de una propiedad al dominio público si se hace un uso indebido de ella: «La propiedad implica obligaciones. Su uso debe estar también al servicio del bien común». Y afirman que así lo corrobora el artículo 15 subsiguiente que dice: «La tierra, los recursos naturales y los medios de producción se podrán transferir a la propiedad pública u otras formas de empresa pública mediante la promulgación de una ley que determine el carácter y el importe de la compensación». El diario sensacionalista Bild de gran tirada puso toda la carne en el asador para arremeter contra la propuesta. «Un fantasma recorre Alemania, el fantasma de la expropiación»,[211] declaró. En su programa de debate en la cadena ARD Hart aber Fair (Duro pero imparcial), el presentador, Frank Plasberg, dijo que le parecía increíble encontrarse debatiendo esa idea. Los comentaristas conservadores denunciaron lo que describieron como infiltración del socialismo de Estado de la RDA por la puerta trasera. Pero la propuesta se debatió seriamente y muchísima gente la apoyaba. Y fue uno de esos momentos en que un espectador extranjero realmente se queda perplejo al constatar cuán diferente es la concepción de la sociedad y del capitalismo que tienen muchos alemanes. La propuesta decayó (momentáneamente al menos) cuando el socio mayor de la coalición que gobernaba Berlín, el SPD, votó en contra de llevarla adelante. La decisión lo enfrentó con sus dos socios menores, Die Linke y Los Verdes.

En los diez últimos años, según varias encuestas realizadas entre las agencias inmobiliarias, los alquileres han aumentado más de un 100 por ciento en Berlín, con un incremento anual del 20 por ciento en los últimos tiempos, el más rápido registrado en cualquier lugar del mundo. Mientras tanto, la ciudad ha ganado cuarenta mil habitantes al año, la mayoría personas con una trayectoria económica y social ascendente venidas de otras partes de Alemania y del extranjero. Como resultado, los residentes con ingresos bajos se han visto expulsados hacia el extrarradio.

Es algo que está sucediendo en todo el mundo. Grandes secciones de Manhattan son prácticamente zonas vedadas para la gente «corriente». En Londres, los promotores fingen preocuparse de atender a las necesidades de vivienda social, mientras reducen al mínimo el número de viviendas asequibles, a veces con entradas separadas, descritas como «puertas de los pobres». Los vecindarios ricos a menudo están desiertos. Se han convertido en meros refugios de potentados rusos, chinos y emiratíes que dejan sus propiedades desocupadas durante semanas, mientras los trabajadores se tienen que hacer sitio en trenes hacinados para trasladarse a sus lugares de trabajo en la ciudad después de realizar trayectos de hasta dos horas. Las tensiones sociales en las banlieues de París están bien documentadas.

Los berlineses se preciaban de ser distintos y de haberse mantenido a salvo de los peores excesos de la globalización. En algunos aspectos, aún lo están. A la vez que dejaban en vía muerta la propuesta de expropiación, las autoridades municipales aprobaron una ley controvertida que limita la subida de los alquileres. Como resultado, un millón y medio de hogares de la capital tendrán el alquiler congelado durante cinco años. Los arrendadores no pueden cobrar un alquiler superior al que pagaba el arrendatario anterior y si este supera el límite fijado en una tabla, el nuevo inquilino puede solicitar incluso una rebaja. La ley por la que se impone un tope al alquiler, Mietendeckel, no es una particularidad exclusiva de Berlín. España y los Países Bajos han introducido medidas de control de los alquileres de ámbito nacional, y en Estados Unidos también las han adoptado cuatro estados: California, Nueva York, Nueva Jersey y Maryland. Canadá cuenta con algún tipo de regulación de los alquileres desde 2006 y París tiene previsto introducirla después de observar los resultados del experimento berlinés. La ley berlinesa incluye una definición legal de «alquiler abusivo», a partir de un 120 por ciento del valor fijado en una tabla. Si el alquiler es superior a ese límite, los arrendatarios pueden reclamar judicialmente una rebaja y la devolución de las cantidades pagadas en exceso, independientemente de lo que diga el contrato.

La escasez de vivienda en Berlín y la consiguiente presión sobre el precio del alquiler puede atribuirse en gran parte a un error de planificación cuando a principios de siglo no se acertó a prever cuán popular llegaría a ser la ciudad y, por tanto, cuánto crecería su población, tanto de nuevos residentes como de visitantes. Entonces ya era uno de los destinos más populares entre los europeos para una escapada de fin de semana. Las autoridades municipales calculan que alrededor de una tercera parte de los visitantes acuden atraídos únicamente por sus clubes nocturnos. La afluencia de turistas genera una presión adicional sobre la oferta de alojamiento y de servicios.

Múnich es la ciudad donde el precio de la vivienda es más alto, tanto si es de compra como de alquiler. La siguen Fráncfort y Hamburgo, y luego Stuttgart. Berlín ocupa el quinto lugar. Hace unos años, solo estaba en el octavo puesto entre las catorce ciudades sobre las que se recopilan datos anuales. En la lista figuran dos ciudades de la antigua RDA y ambas han pasado por delante de algunas de la zona occidental. Dresde ocupa el décimo lugar y Leipzig ha pasado al duodécimo. Cuando los berlineses se quejan de los precios poco asequibles, justo es reconocer que tienen razón… hasta que uno los compara con la situación en otras ciudades de Europa y del mundo.

En Moabit, un barrio emergente de Berlín, menos gentrificado que otros, como Prenzlauer Berg, visité una inmobiliaria pública llamada Gewobag. El nombre completo es Cooperativa Sindical de Vivienda y Construcción, pero no es un proyecto socialista nacido en la estela de 1968. Acaba de celebrar su centenario como organismo dependiente del Gobierno municipal, dedicado a la construcción y el alquiler a precios asequibles. Los beneficios se reinvierten en nuevas construcciones. Al igual que las otras dos grandes constructoras públicas, Degewo y Gesobau, Gewobag se concentra sobre todo en proyectos inmobiliarios de uso mixto. Y todas lo hacen en una escala que deja en mal lugar a otras capitales. Johannes Noske me expuso sin disimulos los problemas de vivienda que aquejan a la ciudad. Seguirá creciendo —me dijo—, pero la capacidad de actuación del ayuntamiento, con sus recursos restringidos, tiene un límite. Uno de los problemas está asociado a la generación del baby boom, «personas que se instalaron en lugares como Charlottenburg en los años setenta, cuando eran barrios deteriorados y descuidados. Ahora están de moda y se han vuelto sumamente deseables, y esa gente no piensa moverse de allí».

La presión se ha mitigado un poco gracias a que más de trescientas mil personas —en su mayor parte millennials que comienzan a formar una familia— se han mudado a los barrios periféricos o aún más lejos. Berlín ocupa el centro de una rosquilla, rodeado por el estado de Brandemburgo. Parte de este territorio es rural y semirrural, con brezales, bosques y docenas de lagos. Una de las zonas más populares es el Spreewald, en el sureste. También hay otras menos espectaculares y ya construidas. Los alemanes tienen su propio mote para designar el cinturón de primeras residencias desde donde la gente se desplaza a diario para acudir al trabajo; lo llaman Speckgürtel, el «cinturón de la panceta», para indicar que quienes allí residen tienen la vida un poquitín demasiado fácil. El crecimiento de la población suburbana es casi tan rápido como el de las ciudades y esto no es del agrado de todos. «Quedan muchísimos menos espacios libres —añadió Noske—. Y los alemanes los aprecian mucho».

La ciudad de Wittenberge, en el estado de Brandemburgo, no ocupa uno de los primeros lugares en la lista de visitas imprescindibles de ningún turista. Decidí visitarla durante una de las semanas más conmemorativas, cuando se celebraban los treinta años de la caída del Muro. Wittenberge está a mucho mayor distancia que el «cinturón de la panceta». Durante casi cincuenta años estuvo situada al borde de la frontera interior alemana, en la ribera oriental del río Elba, separada de las ciudades y pueblos del estado federado occidental de la Baja Sajonia. Fundada en el siglo XIII por el rey sajón Otto I, tuvo su mejor momento en el siglo XIX, cuando fue una ciudad industrial floreciente, con una gran fábrica de tejidos, un molino de aceite y una planta de producción de material rodante que abastecía al ferrocarril Berlín-Hamburgo. Su estación era una de las más importantes para la economía del país. Su edificio más emblemático es una gigantesca fábrica de máquinas de coser. Cuenta con la torre del reloj más alta del continente europeo (el Big Ben la supera ligeramente), visible desde varios kilómetros a la redonda, construida en los albores del siglo XX por la compañía estadounidense Singer, como parte de su mayor centro de producción en el extranjero. Según se dice, aquí se fabricaron seis millones de máquinas de coser entre 1904 y 1943. Después de la guerra, los soviéticos se incautaron de la maquinaria como una medida de reparación y la trasladaron a su fábrica de máquinas de coser de Podolsk, cerca de Moscú. Posteriormente la fábrica se volvió a equipar y la RDA la puso nuevamente en marcha en los años cincuenta bajo el nombre de la empresa estatal Veritas. Desde la reunificación, Wittenberge ha perdido una tercera parte de su población, toda una generación, que se trasladó al Oeste. La fábrica abandonada y su torre del reloj siguen en pie como un monumento a una época pasada.

Recorrí el centro de la población en compañía de Frederik Fischer, mientras íbamos dejando atrás una hilera tras otra de edificios en ruinas. Un panorama especialmente desolador ya que estaba lloviendo. Un año y medio atrás, ese joven emprendedor bávaro tuvo una idea para ayudar a la ciudad, relacionada con la oferta de vivienda. ¿Por qué no construir uno o dos centros de operaciones o, más bien, retiros rurales para nómadas digitales que deseasen alejarse de la ciudad de Berlín? Esto podría contribuir a la recuperación de unas comunidades empobrecidas y despobladas. Escribió una carta abierta donde explicaba su proyecto de establecer unos centros de operaciones creativos e invitaba a los alcaldes de toda la zona oriental a manifestar si estarían interesados. A cambio de vivienda barata y un espacio de trabajo, personas jóvenes contribuirían a mejorar los conocimientos tecnológicos de los residentes locales. «Mi buzón no daba abasto», me explicó. A continuación, invitó a quienes designó como «pioneros» a presentar ofertas y acabó eligiendo a treinta de ellos como acompañantes en ese entorno desierto.

El ayuntamiento le cedió la parte posterior del molino de aceite (la mitad delantera se transformó en un hotel). Algunos pioneros ya se han instalado y pagan solo ciento cincuenta euros al mes, con una subvención del Gobierno local, para establecerse allí durante un periodo de prueba de seis meses. Fischer me explicó que su intención era llevar infraestructuras urbanas al campo, a la vez que ofrecía a sus tecnólogos un espacio de co-working acompañado de acceso a la naturaleza. Ha acuñado la palabra Co-Dorf, co-pueblo. La comunidad dispone de su propio bar a orillas del Elba (para los días de calor en verano) y bicicletas para desplazarse hasta el centro de la nada en apenas diez minutos. Esta sigue siendo la zona menos densamente poblada de Alemania, pero las conexiones ferroviarias también fueron importantes en otro tiempo. Wittenberge fue elegida como la única ciudad de la antigua RDA que contaría con una estación de enlace en la línea de alta velocidad Berlín-Hamburgo, de manera que los nuevos residentes pueden trasladarse en un plis plas al centro de la movida hipster para pasar el fin de semana allí si así lo desean. «Es solo un contrarrelato frente a la idea de la decadencia de las zonas rurales», dice Fischer. Él ha visitado unas quince poblaciones con la idea de poner en marcha otros proyectos análogos, y ya ha iniciado el segundo en Wiesenburg, al suroeste de Berlín, que ocupará las instalaciones en desuso de una empresa maderera, contiguos a la estación.

Fischer y su proyecto han encontrado muy buena acogida en los medios de comunicación, todo un cambio para Wittenberge, que solo había recibido comentarios terriblemente negativos durante los últimos treinta años. «Lugares como este sufren una falta de autoestima. Pensaban que solo una o dos personas aguantarían. Pero la gente está realmente muy contenta de haber venido. Este es el lugar donde comienza a nacer el futuro», me aseguró con un optimismo que resulta contagioso y que en el Este es bastante difícil de encontrar.

En abril de 2013, David Cameron visitó a Angela Merkel. Antes del primer ministro británico, solamente otros dos mandatarios europeos habían sido invitados a la residencia oficial de la canciller en Schloss Meseberg, al norte de Berlín y no muy lejos de Templin, su ciudad natal. Sería un fin de semana en familia, con la presencia de la esposa de Cameron, Samantha, sus tres hijos y el marido de Merkel. Los acompañaba un grupo selecto de personalidades culturales y políticas con vinculaciones con ambos países. Cameron había anunciado solo unos meses antes su compromiso de convocar un referéndum sobre la permanencia del Reino Unido en la Unión Europea. Tenían mucho de que hablar. La anfitriona quería hacerlo en un entorno lo más agradable e informal posible.

El sábado por la noche, durante la cena, Merkel llevó la conversación hacia el terreno artístico. Habló de las óperas con las que había disfrutado más en Bayreuth. Mencionó las representaciones teatrales y las exposiciones a las que había asistido de incógnito. Le preguntó a su huésped qué espectáculo recomendaría de los que estaban en cartel en aquel momento en Londres. Cameron tartamudeó que él era aficionado a ver televisión. Añadió que le encantaría ir a algún concierto pero cada vez que los primeros ministros se aventuraban a hacer una salida de ese tipo la prensa se les echaba encima acusándolos de elitismo y de querer codearse con la gente de la farándula. Aquel diálogo puso de manifiesto una diferencia de mayor calado entre Alemania y la realidad política de una gran parte del resto del mundo. Los alemanes se sienten cómodos hablando de temas culturales. El interés de los políticos por las artes no solo se tolera, sino que se espera de ellos.

El arquitecto británico David Chipperfield es una de las personas a quienes desespera esta disparidad. Colaboré con él en la construcción del museo Turner Contemporary en Margate en 2011, un encargo británico, algo poco habitual para su despacho. En cambio, en Alemania es una personalidad conocida, autor de muchos edificios importantes del país, el más famoso, el Neues Museum, de Berlín, por el cual fue distinguido con la Orden del Mérito. La inauguración de su obra más reciente, la galería James Simon, también en Berlín, contó con la presencia de la canciller. Uno de sus muchos encargos fue la reconstrucción de la Neue Nationalgalerie de Mies van der Rohe en la parte occidental de la ciudad. En una cena convocada para celebrar la finalización de las obras, con la presencia de personalidades destacadas del mundo de las artes y de la política (la ministra de Cultura alemana estaba presente; su homólogo británico también estaba invitado, pero no se tomó la molestia de asistir), Chipperfield habló de la importancia del ámbito de lo público en Alemania. «Es un cambio estimulante ver que la arquitectura es objeto de un debate tan sólido aquí —declaró, a la vez que lamentaba la ausencia de ese discurso en Gran Bretaña—. Aquí te tienen realmente sobre ascuas, lo que resulta duro en el momento, pero el trabajo sale beneficiado». Y añadió: «Sin duda, la guerra y el hecho de que Alemania se tuviera que reconstruir espiritualmente además de materialmente la han convertido en una sociedad mucho más reflexiva que la nuestra. La nuestra es una cultura que se guía por el éxito. Mientras que aquí se debate mucho sobre el significado de las cosas».

La financiación pública de la cultura es importante y fiable en Alemania. La ciudad de Berlín dedica siete millones de euros anuales a subvencionar el alquiler de espacios de trabajo para artistas de todas las disciplinas. También invierte otros siete millones en la adquisición y reforma de nuevos espacios. Esto se podría considerar un parche, dada la situación precaria en que se encuentran muchos de los ocho mil artistas de la ciudad debido a la fuerte subida de los alquileres. Aunque un buen número se han visto obligados a trasladarse a poblaciones más pequeñas o a ciudades de otros países (Atenas y Lisboa han sido destinos especialmente populares), Berlín sigue teniendo un gran atractivo para los músicos, artistas, diseñadores, arquitectos y otros que hace tiempo que no pueden instalarse en Nueva York, París o Londres. Otras ciudades alemanas todavía dedican más dinero per cápita que Berlín, siempre escasa de fondos, a apoyar a los artistas (y subvencionar al público). Si bien en Francia y el Reino Unido se ha realizado una gran labor de renovación urbana impulsada por propuestas culturales (en Margate, Nantes, Gateshead, Marsella), en Alemania la descentralización ha garantizado de entrada una distribución más equitativa de los recursos y el talento. Las políticas culturales y educativas son competencia de los estados federados y el Gobierno federal solo tiene una función coordinadora. Dondequiera que se dirija la mirada, todas las ciudades pequeñas y medianas cuentan con abundantes museos, teatros y auditorios de renombre; las pymes y la cultura contribuyen conjuntamente al arraigo y la autoestima locales. Sajonia, por ejemplo, con una población total de solo tres millones de habitantes, cuenta sin embargo con dos de las mejores orquestas del mundo, la de la Gewandhaus en Leipzig y la Staatskapelle de Dresde.

Personalmente diría que la comunidad cultural es, sin duda, más radical en Alemania que en el Reino Unido, y también que en la mayor parte de Europa. Estética, política e intelectualmente se espera más de un artista. Este es uno de los motivos que indujeron a la directora de teatro británica Katie Mitchell a coger los bártulos y trasladarse a Colonia y Berlín hace más de diez años. Un crítico la había acusado de «ignorar a conciencia los textos clásicos»,[212] algo que no estaría mal visto en Alemania. Ella ha alegado que en el Reino Unido con demasiada frecuencia se ofrecen al público dosis de nostalgia y seguridad, mientras que en su ciudad de adopción los aficionados al teatro esperan verse cuestionados y sus ideas y sensibilidades amenazadas. «Los críticos alemanes siempre reaccionan instintivamente con escepticismo cuando una obra parece demasiado redonda; temen que eso disimule su escasa profundidad»,[213] declaró.

En las diversas conversaciones que he mantenido con dirigentes del sector cultural, destacan varios planteamientos comunes. Como ocurre siempre en Alemania, los aspectos positivos y negativos son muy marcados, y representan dos caras de la misma moneda. Las instituciones artísticas alemanas no tienen que sufrir cada poco tiempo la angustia de no saber si podrán seguir funcionando. Muchas reciben donaciones de empresas y fondos fiduciarios familiares, lo que evita a sus directores y consejos de administración tener que dedicar una cantidad desproporcionada de tiempo a buscar financiación, como les ocurre en Estados Unidos, el Reino Unido y otros lugares. Libres de exigencias crematísticas, pueden experimentar con mayor facilidad. Cuando viajo a Alemania y sobre todo a Berlín percibo entre los artistas una pasión agitada, una sed de activismo político que lamentablemente solo se ven muy raras veces en el Reino Unido. Es cierto que se escribe mucho sobre problemas identitarios en el plano personal y se representan muchas obras centradas en estos, pero a la hora de abordar la problemática más importante con que nos hemos enfrentado en varias décadas —el brexit— al mundo cultural británico le han temblado las piernas en su afán por congraciarse con el Gobierno y no crearse problemas con sus fuentes de financiación.

En Alemania se consideraría perfectamente adecuado que una personalidad cultural destacada se posicione políticamente y ejerza influencia sobre el Gobierno. Recíprocamente, el Gobierno también se siente autorizado a intervenir en el ámbito cultural. Nunca había quedado esto tan patente como en el caso de la Volksbühne (Teatro del Pueblo) de Berlín. Fue una de aquellas situaciones en que salió a la luz lo mejor y también lo peor de Alemania. Sobre la puerta de entrada del teatro, fundado en 1914, había una inscripción con el lema Die Kunst dem Volke, «El arte para el pueblo». Durante el periodo de la República de Weimar fue un semillero de teatro experimental, una sala declaradamente de izquierdas, con entradas baratas para atraer a un público de clase obrera. Grandes figuras, como el director Max Reinhardt, trabajaron allí. Sobrevivió durante la RDA rozando el límite de la respetabilidad sin llegar a traspasarlo, pero hacia el final del régimen sus producciones sutilmente subversivas atrajeron a masas de disidentes. Después de la reunificación, volvió a renacer con un dinámico director. Frank Castorf estuvo al frente del teatro durante veinticinco años, a partir de 1992, y lo convirtió en uno de los más innovadores del país, sin concesiones a los usos establecidos ni al éxito comercial. Le era indiferente que los críticos dejasen por los suelos sus representaciones o que el público no las entendiese. Lo suyo era el arte didáctico y a paseo todo el resto. En 2013, en Bayreuth, la cuna de la ópera, el público abucheó a Castorf al final de su adaptación de El anillo del nibelungo, de Wagner. Cuanto más ruidosamente se manifestaba la desaprobación de los aficionados, más satisfecho parecía él, mientras les respondía alzando el pulgar y dedicándoles un irónico aplauso. Finalmente, en 2015, el Gobierno de Berlín le mostró la puerta de salida. Los tradicionalistas y los radicales (que en Alemania muchas veces coinciden) quedaron horrorizados. Una reacción que se trocó en furia cuando se anunció el nombre de su sucesor, Chris Dercon. De origen belga, Dercon es un personaje impresionante, un hombre con las ideas claras y una presencia ubicua en el mundo londinense de las artes visuales. Y para muchos en Berlín, esa era la raíz del problema.

Mientras finalizaba sus anteriores compromisos antes de tomar posesión de su nuevo cargo, más de ciento cincuenta actores y otros trabajadores publicaron una carta abierta donde expresaban su «profunda preocupación» por su nombramiento, epítome de «una destrucción y un borrado históricos de las señas de identidad».[214] Curiosamente, veían a los anteriores patronos de Dercon, la Tate, como un caballo de Troya de la dominación cultural angloestadounidense. Interpretaban su nombramiento como una ocupación, el inicio de una gestión «corporativista». Y, lo más grave, Dercon era un «neoliberal». Castorf lanzó una pulla a su futuro sucesor poniendo en escena como acto de despedida una versión de Fausto con el telón de fondo de la colonización y la ocupación. Dercon no se hizo ningún favor al quitar importancia a las protestas como una reacción nostálgica: «Ese Berlín ya es cosa del pasado. Berlín comienza a ser una ciudad normal con intereses normales».[215] Cuando llegó, algunos trabajadores intentaron impedirle la entrada en el edificio y después organizaron una ocupación que duró seis días. Cuarenta mil personas firmaron una petición contraria a su nombramiento. Dercon duró menos de un año en el puesto. Su primera temporada, que inauguró con un espectáculo de danza en un espacio alternativo, situado en un hangar del aeropuerto de Tempelhof, y una obra de Samuel Beckett, no tuvo buena acogida. En agosto, alguien defecó frente a la puerta de su apartamento. Un hombre le tiró una cerveza encima en una fiesta. Otro le gritó «¡Perro!» por la calle. Dercon se había incorporado a un teatro con una fuerte identidad y una resistencia igualmente fuerte al cambio. Acabó dejándolo y encontró un lugar más satisfactorio en la dirección del Grand Palais de París.

Neil MacGregor, una de las grandes figuras del mundo museístico británico, goza, como Chipperfield, de considerable prestigio en Alemania. Su exposición Memories of a Nation (Memorias de una nación) en el Museo Británico reunió doscientos objetos en un recorrido a través de seiscientos años de historia alemana. Después se trasladó al museo Martin-Gropius-Bau en Berlín. MacGregor publicó un libro con el mismo título, que recibió grandes elogios al igual que la exposición. Tras dejar el Museo Británico (donde le sucedió un alemán, Hartwig Fischer), MacGregor empezó a trabajar en lo que describió como «el proyecto museístico más importante de Europa». El Foro Humboldt de Berlín será una de las mayores muestras antropológicas, etnológicas y artísticas del continente, con materiales y obras del mundo entero. Poca parte del contenido será alemán, pero el edificio mismo se está reconstruyendo siguiendo el estilo del Stadtschloss, el palacio barroco prusiano que se alzaba en el mismo sitio hasta que fue bombardeado durante la guerra y los soviéticos lo derribaron unos años después. En los años setenta construyeron en su lugar el Palacio de la República, que ahora está siendo motivo de mucho malestar y disputas. Ese edificio moderno con la fachada de vidrio albergó la Volkskammer, el falso Parlamento de la RDA con una función meramente aquiescente. Quizás perversamente, los berlineses del Este estaban orgullosos de él. El vestíbulo era un espacio glamuroso (a su manera) donde poder reunirse para tomar un café y el edificio también albergaba una bolera y una sala de conciertos. Mucha gente no se creyó la explicación de que era necesario derribarlo por su alto contenido de amianto y lo consideraron una excusa para proceder a su demolición tras la reunificación. Cuando pasados unos años comenzaron los trabajos, grupos de manifestantes intentaron impedir el acceso a las grúas. Algunos de los materiales allí expuestos se conservaron para exhibirlos más adelante en la Kunsthalle de Rostock, el único museo construido en tiempos de la RDA.

La construcción del nuevo, o más bien antiguo, palacio de Berlín tardó aún diez años en iniciarse. Muchos alemanes orientales se preguntaban qué necesidad había de construir un edificio que celebraba el poder y el colonialismo alemanes, y además con un coste de seiscientos millones de euros. La tarea que tenía por delante MacGregor cuando menos no era fácil. Como él mismo escribió a propósito de la represión de una rebelión en Tanganika (ahora Tanzania) entre 1905 y 1907 y la aniquilación de las tribus indígenas de Namibia, calificada como «el primer genocidio del siglo XX»: «Cada vez se reclama con más fuerza que los crímenes coloniales cometidos por Alemania, que algunos consideran comparables a los de los nazis, se reconozcan públicamente y se dedique un esfuerzo equivalente a investigarlos».[216] La Fundación Alemana para la Recuperación de las Obras de Arte Perdidas, que se ha encargado de investigar el paradero de las que fueron expoliadas por los nazis, anunció que ampliaría su mandato para otorgar ayudas a los museos para la investigación de los orígenes de las piezas de procedencia colonial. En Canadá y Australia ya se está haciendo. El presidente Macron ha incitado a Francia a devolver los objetos robados de las colonias. Aunque en el Reino Unido en algunos sectores se empieza a considerar el Imperio británico desde esta perspectiva, en buena parte del discurso público se lo sigue mencionando con miope reverencia.

A MacGregor también le aguardaban otras tareas más inmediatas. Tendría que reunir cinco museos independientes bajo un único paraguas y gestionar una estructura de gobierno laberíntica y unos cuantos grandes egos. Quería que el acceso al nuevo espacio fuese gratuito (como lo son muchos museos del Reino Unido y de otros países) y el Gobierno federal también lo deseaba, pero las autoridades municipales eran de otro parecer.

En una conversación con MacGregor sobre las particularidades del mundo museístico y del mundo artístico en general en Alemania, me comentó que todavía se sigue priorizando mucho la investigación y la formación. Los conservadores son los reyes. Gozan de la llamada «soberanía de interpretación». En otras palabras, prácticamente imponen qué se podrá exhibir en las salas que dependen de ellos. Si como director de una institución artística, uno desea introducir cambios y conseguir que se materialicen, será imposible lograrlo por imposición. Es preciso convencer hasta a la última persona implicada, y cuando la mayoría son funcionarios, resulta difícil hacerles cambiar de opinión. Comentamos otra expresión: verharmlosen, la mejor traducción de la cual sería «quitarle hierro» a un asunto. En las artes visuales, como en las artes escénicas, los cambios han de ser progresivos.

El Museo de Historia Natural, situado en el extremo norte de la zona céntrica de Berlín, es el dominio particular de Johannes Vogel, portador del bigote retorcido seguramente más trabajado de Alemania. Vogel, que está casado con Sarah Darwin, una descendiente de Charles Darwin, estuvo durante muchos años en el museo homónimo de Londres. Su problema inmediato era de otro orden que los que encontraron Dercon o MacGregor. Su museo se estaba cayendo literalmente a trozos. Estaban perdiendo aves e insectos. Secciones enteras comenzaban a ser inseguras. Menos de una décima parte del espacio se seguía utilizando.

Me condujo hasta el almacén situado en las profundidades del edificio, todavía con carteles con la imagen de Erich Honecker en las paredes y una bandera de la FDJ (la organización de la juventud comunista) sobre un maltrecho escritorio. «Dije que necesitábamos cuatrocientos millones de euros para rehabilitar el edificio y crear algo fantástico. Acudí al Parlamento tres veces. Sin resultado. Luego, en 2018, en Alemania no llovió en absoluto entre abril y noviembre. Y un incendio destruyó un museo en Río de Janeiro [el Museo Nacional de Brasil]». Pocos días después de la tragedia, Vogel escribió un comentario en el Financial Times, en el cual relacionaba la seguridad de los museos y su financiación pública. Tras una noche de regateo, le concedieron la asombrosa suma de 740 millones de euros hasta 2030, para una organización con un presupuesto de funcionamiento anual de apenas 17 millones. Ahora quiere transformar el museo en uno de los grandes centros mundiales dedicados a las ciencias y la naturaleza, con especial atención a los recursos didácticos digitales e interactivos.

En Alemania no se considera pretencioso iniciar una conversación hablando de alta cultura, como pudo comprobar con bochorno Cameron durante la cena con Merkel. La otra cara es que las instituciones alemanas no se esfuerzan demasiado por ampliar su capacidad de atracción. Algunas están empezando a cambiar y ofrecen acceso gratuito los domingos, localidades más baratas y actividades dirigidas a las escuelas, pero a muchas no les preocupa especialmente que su público provenga de un estrato social bastante reducido. La diversidad y la accesibilidad tienen bastante camino por recorrer. Las mesas de debate en los congresos culturales (o de otro tipo) a menudo están copadas por varones blancos de una determinada edad y procedencia.

El espacio político y literario alemán es rico en debates. Los alemanes, al igual que los franceses y los italianos, se sienten cómodos con la idea de que los intelectuales sean figuras públicas. Los diarios y revistas serios han cambiado poco con los años (para bien y para mal) y conceden más valor al rigor y la inteligencia que a una mayor difusión. Los suplementos y las secciones de reseñas no rebajan el nivel. Recuerdo la edición dominical de un diario que, en vísperas de una cumbre entre la Unión Europea y África, dedicaba toda su primera página a un análisis del desarrollo en el continente africano. Podríamos encontrar ejemplos parecidos también en Francia, pero ¿dónde más? Recuerdo haber visto ya hace algún tiempo, a finales de los años ochenta, una tarde entre semana, un concurso de preguntas y respuestas que no pretendía ser sesudo. Todos preparados con el dedo listo para pulsar el botón: «¿Quién es el jefe de la oposición en el Reino Unido?». Ambos equipos anunciaron de inmediato sus respuestas, con una diferencia de décimas de segundo: «Neil Kinnock». ¿Cuántos británicos o estadounidenses habrían sido capaces de nombrar al jefe de la oposición (o incluso del Gobierno) de otro país? No lo digo para ridiculizarlos —los programas de los sábados por la noche en la televisión alemana incluyen música pachanguera, celebridades que intentan chutar una pelota de fútbol a través de un aro y su versión particular de Love Island—, sino para poner de manifiesto que la exigencia de seriedad a ultranza e interés por los asuntos generales es mayor en Alemania. La diferencia cultural más llamativa es la actitud lingüística. Mientras que Gran Bretaña vive prisionera de la mediocridad monolingüe, con referentes que alcanzan hasta Estados Unidos y poco más, la mayoría de los alemanes aprenden dos lenguas extranjeras en la escuela. Tal vez como resultado de ello, siempre me llama la atención observar una curiosidad cultural que es auténticamente internacional.

Si la cara positiva del periodismo alemán es su resistencia a prescindir del debate inteligente, la negativa es su reticencia a hurgar demasiado. Cuando en 2019 Merkel sufrió visiblemente temblores en al menos tres actos públicos, la mayoría de los periódicos alemanes consideraron inadecuado indagar los motivos. La respuesta habitual entre los directores de periódicos y cadenas televisivas para justificar esta actitud distante apela a la distinción entre el ámbito privado (la salud, la vida sentimental) y el público (el uso de los fondos públicos o las decisiones políticas).

Como ocurre con tantos otros aspectos de la vida en Alemania, el pasado influye en el presente. Cualquier injerencia en la privacidad, sea gubernamental o comercial, se considera sumamente grave. Me quedé asombrado cuando, hace diez años, intervine en un congreso sobre la libertad de expresión organizado por la Fundación Friedrich Ebert, el laboratorio de ideas del SPD, y una participante manifestó que por su parte preferiría una red social pública antes que una de Silicon Valley. No confiemos nuestros datos a Facebook o Google, declaró. Ese comentario sonaba desfasado en aquel momento, una muestra más de la excesiva cautela alemana. No abundan los políticos con cuentas populares de Twitter o Facebook. Sus entradas son a menudo formales y aburridas. Esto está cambiando, pero ningún político destacado del país estaría dispuesto a hacer como Donald Trump y sustituir los procedimientos habituales de comunicación de los mensajes del Gobierno por fanfarronadas en las redes sociales tecleadas desde su cama mientras sigue el noticiario matutino Fox & Friends.

Una persona que ha vivido la situación desde ambos lados de la barrera es Ulrich Wilhelm, antiguo alto cargo del Gobierno de Merkel. Según sus palabras: «El periodismo agresivo no contribuye a fortalecer la democracia, sino que por el contrario la amenaza. Se utilizó como instrumento de agresión y para generar hostilidad contra la democracia durante el ascenso de Hitler». Wilhelm argumenta que la destrucción deliberada y sistemática de la reputación de personalidades destacadas de la República de Weimar por los propagandistas pronazis ha dejado huella.

Las encuestas indican que la confianza en los medios de comunicación tradicionales es más alta en Alemania que en otros países comparables, pese a los esfuerzos de la AfD por socavar la confianza en las instituciones convencionales. Según el sondeo más reciente del Instituto Reuters, un 47 por ciento de alemanes confían en lo que leen, tanto en Internet como en papel. La proporción ha bajado un poco, como en todas partes, pero sigue siendo mayor que en países de características equivalentes. Entre un total de treinta y ocho países, los medios de comunicación alemanes ocupan el duodécimo lugar en materia de confianza pública. El Reino Unido se sitúa en el vigésimo primer puesto, Estados Unidos en el trigésimo segundo y Francia ocupa el penúltimo lugar de la lista, con solo un 24 por ciento de encuestados que dan crédito a lo que leen. Cerca de un 70 por ciento de los británicos temen que las noticias sean falsas, mientras que solo un 38 por ciento de alemanes comparten ese temor.[217] Aun así, hay otros motivos de preocupación. Los partidos políticos alemanes consolidados son un desastre en lo que respecta al uso de redes sociales.

Alemania es uno de los países más ricos del mundo, pero sin embargo muchos alemanes consideran un poco vulgar la importancia que se concede en el mundo anglosajón a las adquisiciones. El hecho de que las tiendas no estén abiertas a todas horas se podría interpretar tal vez, más que como un desagradable inconveniente (mi primera reacción), como manifestación de un orden de prioridades más equilibrado, con la vida comunitaria como eje central. Las calles principales de las poblaciones alemanas, a diferencia de sus equivalentes en otros países, aún conservan un carácter distintivo, las tiendas independientes no se han visto expulsadas por unos alquileres excesivamente altos. En muchas ciudades alemanas pequeñas o de tamaño medio, uno de los placeres es encontrar de improviso una librería, situada en un lugar prestigioso, junto al auditorio y el museo.

Y entre los escritores, ¿cuántos países pueden presumir de tener un jefe de Estado que es un prolífico autor de ensayos filosóficos? Dos años después de dejar la presidencia, Joachim Gauck —uno de los pocos alemanes del Este, junto con Merkel, que han ocupado puestos de la máxima responsabilidad— publicó un libro sobre el valor ilustrado de la tolerancia, por qué es importante y en qué circunstancias se ve amenazada. En el texto recorre su historia desde las guerras de religión del siglo XVII hasta Voltaire, Mill, Kant y finalmente Goethe. Profundiza en los límites de la individualización y la necesidad de un sentido más amplio de un propósito compartido. Fue un éxito de ventas. ¿Dónde habría sido esto posible salvo en Alemania?

[192] T. Fontane, «Richmond», Ein Sommer in London, Dessau: Gebrüder Katz, 1854, p. 75.

[193] «In Profile: The Federal Ministry of the Interior», Bundesministerium des Innerns, octubre de 2016, bmi.bund.de/SharedDocs/downloads/DE/publikationen/themen/ministerium/flyer-im-profil-en.html (consultado el 10 de febrero de 2020).

[194] Véase M. Grosekathöfer, «Früher war alles schlechter: Zahl der Vereine», Spiegel, 15 de abril de 2017, p. 50; A. Seibt, «The German obsession with clubs», Deutsche Welle, 6 de septiembre de 2017, dw.com/en/the-german-obsession-with-clubs/a-40369830 (consultado el 10 de febrero de 2020).

[195] C. Dietz, «White gold: the German love affair with pale asparagus», Guardian, 14 de junio de 2016, theguardian.com/lifeandstyle/wordofmouth/2016/jun/14/white-gold-german-love-affair-pale-asparagus-spargelzeit (consultado el 10 de febrero de 2020).

[196] El Cooper’s Hill Cheese-Rolling and Wake se celebra anualmente en el distrito de Gloucester el último lunes de mayo. Consiste en una carrera donde los competidores deben intentar atrapar un queso Gloucester lanzado por una pendiente inclinada desde la cima de una colina de 182 metros, con lo cual llega a alcanzar una velocidad considerable. (N. de la T.).

[197] J. Major, «Speech to the Conservative Group for Europe», Londres, 22 de abril de 1993.

[198] Véase «Mixed Compensation Barometer 2019», Ernst & Young, noviembre de 2019, p. 4, ey.com/de_de/news/2019/11/gehaltseinbussen-fuer-deutsche-vorstaende (consultado el 15 de febrero de 2020).

[199] L. Himmelreich, «Der Herrenwitz», Stern, 1 de febrero de 2013, stern.de/politik/deutschland/stern-portraet-ueber-rainer-bruederle-der-herrenwitz-3116542.html (consultado el 17 de febrero de 2020).

[200] «Kritik an Deutsche-Bank-Chef: Ackermann schürt die Diskussion um die Frauenquote», Handelsblatt, 7 de febrero de 2011, handelsblatt.com/unternehmen/management/kritik-an-deutsche-bank-chef-ackermann-schuert-die-diskussion-um-die-frauenquote/3824928.html?ticket=ST-957390-MTISlcC9d2pPjTw9uzYC-ap1 (consultado el 20 de febrero de 2020).

[201] Véase K. Bennhold, «Women Nudged Out of German Workforce», New York Times, 28 de junio de 2011, nytimes.com/2011/06/29/world/europe/29iht-FFgermany29.html?_r=1&src=rechp (consultado el 20 de febrero de 2020).

[202] J. Hensel, «Angela Merkel: “Parität erscheint mir logisch”», Zeit, 23 de enero de 2019, zeit.de/2019/05/angela-merkel-bundeskanzlerin-cdu-feminismus-lebensleistung (consultado el 20 de febrero de 2020).

[203] Véase «The German Vocational Training System», Bundesministerium für Bildung und Forschung, www.bmbf.de/bmbf/en/education/the-german-vocational-training-system/the-german-vocational-training-system_node.html (consultado el 20 de febrero de 2020).

[204] Véase F. Studemann, «German universities are back in vogue for foreign students», Financial Times, 22 de agosto de 2019, ft.com/content/a28fff1c-c42a-11e9-a8e9-296ca66511c9 (consultado el 21 de febrero de 2020).

[205] G. Chazan, «Oversupply of hospital beds helps Germany to fight virus», Financial Times, 13 de abril de 2020, ft.com/content/d979c0e9-4806-4852-a49a-bbffa9cecfe6 (consultado el 13 de abril de 2020).

[206] M. Diermeier y H. Goecke, «Capital Cities: Usually an economic driving force», Institut der deutschen Wirtschaft, 20 de octubre de 2017, www.iwkoeln.de/presse/iw-nachrichten/matthias-diermeier-henry-goecke-usually-an-economic-driving-force.html (consultado el 21 de febrero de 2020).

[207] Citado en R. Mohr, «The Myth of Berlin’s Tempelhof: The Mother of all Airports», Spiegel, 25 de abril de 2008, spiegel.de/international/germany/the-myth-of-berlin-s-tempelhof-the-mother-of-all-airports-a-549685.html (consultado el 21 de febrero de 2020).

[208] C. Fahey, «How Berliners refused to give Tempelhof airport over to developers», Guardian, 5 de marzo de 2015, theguardian.com/cities/2015/mar/05/how-berliners-refused-to-give-tempelhof-airport-over-to-developers (consultado el 21 de febrero de 2020).

[209] S. Shead, «The story of Berlin’s WWII Tempelhof Airport which is now Germany’s largest refugee shelter», Independent, 20 de junio de 2017, independent.co.uk/news/world/world-history/the-story-of-berlins-wwii-tempelhof-airport-which-is-now-germanys-largest-refugee-shelter-a7799296.html (consultado el 21 de febrero de 2020).

[210] Véase L. Kaas, G. Kocharkov, E. Preugschat y N. Siassi, «Reasons for the low homeownership rate in Germany», Research Brief 30, Deutsche Bundesbank, 14 de enero de 2020, bundesbank.de/en/publications/research/research-brief/2020-30-homeownership-822176 (consultado el 25 de febrero de 2020); «People in the EU – statistics on housing conditions», Eurostat, diciembre de 2017, ec.europa.eu/eurostat/statistics-explained/index.php/People_in_the_EU_-_statistics_on_housing_conditions#Home_ownership (consultado el 25 de febrero de 2020).

[211] T. Lokoschat, «Kommentar zur Enteignungsdebatte: Ideen aus der DDR», Bild, 8 de marzo de 2019, bild.de/politik/kolumnen/kolumne/kommentar-zur-enteignungsdebatte-ideen-aus-der-ddr-60546810.bild.html (consultado el 25 de febrero de 2020).

[212] Véase C. Higgins, «The cutting edge», Guardian, 24 de noviembre de 2007, theguardian.com/books/2007/nov/24/theatre.stage (consultado el 25 de febrero de 2020).

[213] P. Oltermann, «Katie Mitchell, British theatre’s true auteur, on being embraced by Europe», Guardian, 9 de julio de 2014, theguardian.com/stage/2014/jul/09/katie-mitchell-british-theatre-true-auteur (consultado el 25 de febrero de 2020).

[214] «Open Letter», Volksbühne, Berlín, 20 de junio de 2016, volksbuehne.adk.de/english/calender/open_letter/index.html (consultado el 25 de febrero de 2020).

[215] C. Dercon, intervención en el Goethe-Institut de Londres, vídeo publicado en Facebook, 27 de abril de 2018, facebook.com/watch/live/?v=10160588326450529&ref=watch_permalink (consultado el 30 de abril de 2020).

[216] N. MacGregor, «Berlin’s blast from the past», The World in 2019, Londres: The Economist Group, 2018, p. 133, worldin2019.economist.com/NeilMacGregorontheHumboldtForum (consultado el 26 de febrero de 2020).

[217] Hölig y U. Hasebrink, «Germany», en N. Newman, R. Fletcher, A. Kalogeropoulos y R. K. Nielsen (eds.), Reuters Institute Digital News Report 2019, Reuters Institute, 2019, pp. 86-87, reutersinstitute.politics.ox.ac.uk/sites/default/files/inline-files/DNR_2019_FINAL.pdf (consultado el 26 de febrero de 2020).