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No más paños calientes

El cambio climático y los coches privados

El movimiento verde alemán, uno de los más antiguos e influyentes del mundo, nació hace medio siglo en un pueblo llamado Wyhl, situado en un extremo de la región vitivinícola de Kaiserstuhl, en el suroeste del país.

En 1960, la Alemania occidental aprobó la Ley de la Energía Atómica, que tenía por objeto dar un impulso a la energía nuclear. Los expertos venían debatiendo desde finales de los años cincuenta las posibilidades de desarrollar la nueva tecnología, pero solo con la crisis del petróleo de principios de los setenta quedó patente la urgencia de ponerse manos a la obra. Empezaron a buscar posibles localizaciones y Wyhl, una tranquila población de Baden-Wurtemberg junto a la frontera con Francia, fue elegida como el lugar perfecto. Toparon con recelos entre la población local, pero confiaban en poder superarlos con facilidad. No tardaron en obtener autorización para iniciar el proyecto; se acordonó el terreno y en febrero de 1975 comenzaron las tareas de excavación. Entonces empezaron las dificultades. El día siguiente, un grupo de residentes locales ocupó el terreno. Las imágenes televisadas de la policía desalojando por la fuerza a los agricultores y sus esposas, arrastrados por el barro, convirtieron el incidente en una noticia de interés nacional. Eclesiásticos y viticultores locales recuperaron los terrenos expropiados con el apoyo de estudiantes de la cercana Universidad de Friburgo. Se abandonó la idea de desalojar a los manifestantes y al cabo de poco más de un mes, se revocó el permiso de obras. Las instalaciones nunca llegaron a construirse y los terrenos acabaron siendo declarados reserva natural.

El éxito de las protestas de Wyhl difundió la problemática entre un público más amplio e inspiró la creación de grupos de acción ciudadana dondequiera que se pusiera en marcha un proyecto nuclear o donde estuviera previsto trasladar residuos nucleares. Esta vinculación entre la agenda antinuclear y el programa ecologista más amplio es el rasgo distintivo del enfoque alemán. El debate en torno a la energía nuclear genera mucha menos pasión en Francia, el Reino Unido o Estados Unidos. De hecho, en opinión de mucha gente, el armamento nuclear disuasorio francés y británico es lo que permite que ambos países se sigan considerando potencias mundiales. Los asientos que ocupan en el Consejo de Seguridad de la ONU (justificados tal vez en 1945, pero absurdamente anacrónicos setenta y cinco años más tarde) se explican en gran parte por su nuclearización. La preocupación de los alemanes por la guerra nuclear y la energía atómica es muy anterior al debate sobre el cambio climático. Ahora ambas cuestiones van de la mano: una doble dosis de angustia existencial.

A principios del verano de 2019, paseando por Mönchengladbach, al pasar frente a una escuela camino de su museo de arte contemporáneo tuve un sobresalto al oír un zumbido atronador que casi me hizo trastabillar. Le pregunté qué era a una viandante. Es la sirena nuclear, me dijo sin darle mayor importancia. Al parecer, la prueban un sábado al mes. Aquí se toman muy en serio las alertas frente a un incidente nuclear. «Cierre bien todas las ventanas y las puertas, desconecte todos los aparatos de calefacción y aire acondicionado. Tómese las pastillas de yodo. Diríjase rápidamente a un sótano u otro lugar protegido donde pueda recibir adecuadamente la señal de radio».[218] Estas recomendaciones figuran en el folleto de instrucciones de las autoridades municipales, publicado en octubre de 2018. Ocupa veintidós páginas y se puede obtener en formato virtual o impreso. En toda esta región, los habitantes de los centros de población próximos a la frontera belga realizan simulacros y tienen siempre a punto una reserva de agua embotellada y alimentos no perecederos. Algunos tienen trajes protectores en el armario o debajo de las camas.

A unos ciento diez kilómetros de allí en dirección suroeste, en la pequeña ciudad belga de Huy, se encuentra la central nuclear de Tihange, una enorme estructura que ha estado dando sustos a los residentes desde hace años. En 2012, un examen con ultrasonidos de los recipientes de presión de Tihange y Doel, otra central belga situada un poco más lejos, en las proximidades de Amberes, revelaron unas misteriosas grietas en la cara interior de las paredes de acero. En marzo de 2018 se clausuró un reactor en cada una de las centrales. Los recipientes de presión son componentes esenciales de una central de generación de energía nuclear; consisten básicamente en unas cápsulas de acero que contienen las barras de combustible y en cuyo interior tiene lugar la reacción nuclear en cadena. Las pruebas habían revelado que el número de grietas había aumentado hasta dieciséis mil. Si uno de los recipientes se rompiera, el resultado sería un vertido nuclear. En un plazo de pocas horas tras un accidente de este tipo, los vientos del oeste dominantes podrían empujar la nube radiactiva hasta los Países Bajos y Alemania.

Los habitantes de la región pensaban que no se permitiría que el reactor dañado de Tihange volviera a entrar en funcionamiento. Sin embargo, la Agencia Federal de Control Nuclear belga (FANC) revocó su decisión y en noviembre de 2015 autorizó a la operadora responsable de la central la entrada en funcionamiento de Tihange 2 pese a los recelos. La FANC y la operadora Electrabel habían encontrado otra explicación del origen de las grietas. La empresa anunció que nuevas inspecciones habían revelado que estas habían existido siempre y no eran consecuencia del funcionamiento de la central. En palabras de la empresa, eran «láminas de hidrógeno generadas durante el proceso de forjado».[219] Su número creciente se explicaba, según rezaba el comunicado, por la mayor sensibilidad de los instrumentos de pruebas, que se habían perfeccionado con los años. La FANC insistió en que la integridad estructural de los recipientes en cuestión era solo «ligeramente más reducida» y seguía superando en un 50 por ciento los límites que establecía la ley. No tomó en consideración que Tihange ya tenía más de cuarenta años y había sido construida para un periodo de vida de solo treinta.

El Gobierno belga, que depende de las centrales nucleares para cubrir la mitad de las necesidades de electricidad del país, ha prometido desnuclearizarse para 2025. Los residentes locales de Mönchengladbach temen que no transcurrirá tanto tiempo antes de que se produzca un accidente. No confían en la administración belga. La región ha llegado a ser la sede de uno de los movimientos antinucleares más fuertes. El lema «Stop Tihange», en letras negras sobre fondo amarillo, puede verse por todas partes: en adhesivos sobre los coches, en pancartas colgadas en las ventanas de los edificios de apartamentos. Aquisgrán, la hermosa ciudad catedralicia, se encuentra a solo sesenta y cuatro kilómetros del reactor. La opinión pública belga está dividida. Igual que ocurre en Francia, muchos votantes consideran importante la energía nuclear, que ven como una tecnología más limpia, e insisten en que los alemanes y los neerlandeses sacan partido político al poner en entredicho su seguridad. Pero la hostilidad contra la instalación ha ido en aumento. Un informe del Comité de Seguridad neerlandés daba a entender que todos los países que podrían verse potencialmente afectados no estaban coordinando sus respuestas ante un posible accidente. Y señalaba que esto provocaría «confusión e intranquilidad».[220] Los alemanes se han esforzado por alcanzar una posición común. Merkel parece tener suficientes problemas en relación con la cohesión en el seno de la Unión Europea para enemistarse además con los belgas. El Gobierno regional alemán reclamó el cierre de Tihange antes de caer en la cuenta de que su fondo de pensiones tenía 23.000 millones de euros invertidos en bonos y certificados sobre índices de la compañía propietaria de la central. Enseguida se apresuró a vender todos esos activos.

Cuando los alemanes piensan en la energía nuclear, se acuerdan de Chernóbil y Fukushima. Ambos desastres parecen haberlos afectado psicológicamente de manera más profunda que en otros países; no hay que olvidar que la Alemania dividida estuvo en el epicentro de la guerra fría entre dos potencias nucleares. Y quizás también interviene una combinación de aversión general al riesgo, desconfianza de las grandes sociedades anónimas y también las lecciones de la historia. Las armas nucleares y la energía nuclear se ven como otra manifestación del peligro que supone conceder a los humanos un poder ilimitado para causar terribles daños.

El primer accidente nuclear que tuvo un impacto sobre la población alemana ocurrió en el otro lado del mundo. Cuando en 1979 el núcleo de un reactor sufrió una fusión parcial en Three Mile Island, cerca de Harrisburg, en el estado de Pensilvania, unas 120.000 personas se manifestaron en Bonn frente a los edificios del Gobierno. No obstante, a pesar del número de personas implicadas y a la victoria inicial conseguida en Wyhl, las protestas no siempre han logrado su objetivo. Las empresas energéticas han intensificado su presión sobre los Gobiernos en el curso de los años y Alemania ha construido hasta la fecha diecisiete centrales nucleares. Los enfrentamientos más violentos registrados en las protestas contra su construcción tuvieron lugar en el extremo de la costa noroccidental del país. En febrero de 1981, unas cien mil personas participaron en un choque contra la policía en Brokdorf, al noroeste de Hamburgo. Para hacerles frente se movilizaron más de diez mil policías, en la mayor operación policial organizada hasta el momento en toda la historia de la Alemania occidental. Hubo muchas docenas de heridos por ambas partes, pero la construcción de la planta siguió finalmente adelante a pesar de todo al cabo de cinco años.

El desastre de Chernóbil de 1986 lo cambió todo. Toda Europa entró en pánico y especialmente Alemania, que se encontraba directamente en la trayectoria de la nube radiactiva que avanzaba desde el este. En aquel momento, yo estaba destinado en Moscú. Durante días, los ciudadanos soviéticos no tuvieron idea de lo ocurrido. Recuerdo que aproximadamente un mes después del accidente aterricé en Milán y tuve un sobresalto al ver que nos hacían abandonar el avión de uno en uno en un rincón alejado del aeropuerto, donde hombres vestidos con trajes protectores nos examinaron con contadores Geiger. Mientras la nube radiactiva iba avanzando sobre el continente, los alemanes hicieron grandes esfuerzos para luchar contra la contaminación. Las regiones, ciudades y pueblos elaboraron planes de emergencia. Se incineraron las cosechas; bomberos equipados con trajes protectores descontaminaban los vehículos procedentes de otros países al cruzar la frontera; se cambió la arena del rincón de juegos en los patios de las escuelas. En el aspecto político, a partir de aquel momento la construcción de nuevas instalaciones nucleares se convirtió en una empresa prácticamente imposible.

Chernóbil dio un fuerte impulso al movimiento verde alemán. El partido de Los Verdes se había creado en 1980 en una asamblea que reunió a unos doscientos cincuenta grupos de acción ciudadana en la ciudad de Karlsruhe. Esa variopinta agrupación de ecologistas, feministas, estudiantes y redes contraculturales aprobó un programa que propugnaba la disolución del Pacto de Varsovia y también de la OTAN, la desmilitarización de Europa y el fraccionamiento de las grandes empresas económicas en unidades de menor tamaño. Querían ser un partido «antipartidos», que rechazaba las estructuras tradicionales. Con el fin de promover la igualdad y una estructura horizontal de poder, los representantes elegidos para ocupar un escaño en las asambleas regionales o federales estaban obligados a dimitir a mitad de mandato para ceder el puesto a quien ocupaba el siguiente lugar en la lista. Esta política se abandonaría más adelante. La igualdad de género se impuso rigurosamente, con un 50 por ciento de mujeres en los puestos directivos, y esta norma se mantiene. El número de afiliados fue creciendo de manera continuada. El partido se configuró como una formación híbrida que agrupaba a dos sectores diferenciados: urbanitas radicales y estudiantes, y residentes rurales más conservadores. Los unía su distanciamiento del capitalismo industrial y su aspiración a un estilo de vida menos acelerado y más tradicional. En aquel momento todavía se consideraba un movimiento marginal. Su irrupción en la política tendría lugar poco después, pero ya entonces estaba claro que en Alemania se estaba cociendo algo que era difícil de apreciar en la mayoría de otros países.

El tiempo que pasé allí a mediados de los años ochenta fue la primera ocasión en que me veía expuesto a algún tipo de debate serio sobre el medio ambiente. Me resultó inspirador, pero también molesto. Alemania incorporó pronto el reciclaje de residuos, pero a menudo la vigilancia de su cumplimiento parecía una excusa para la intromisión y la imposición de normas irrelevantes. Una vez, llamaron al timbre y al abrir la puerta me encontré con un barrendero equipado con un par de guantes gruesos que me impartió un severo rapapolvo por no haber separado correctamente el vidrio, el plástico y el papel. En el Reino Unido no se reciclaba nada en aquella época y no entendí por qué el hombre estaba tan alterado. Me pareció una versión a gran escala del Estado-niñera, además de una hipocresía. ¿Cómo compaginaban sus credenciales ambientalistas con una de las culturas más fervorosamente devotas del automóvil en el mundo entero?

Y esta pregunta me lleva de Mönchengladbach a Múnich. La mayoría de la gente de mi edad recuerda los anuncios de Audi en la televisión de los años ochenta que acababan con la frase: Vorsprung durch Technik, «Adelantados gracias a la técnica». Pero el lema que mejor describe el amor de los alemanes por sus coches no es el de Audi sino sobre todo el de Freude am Fahren, «El placer de conducir». Para entenderlo, hay que visitar uno de los templos del automóvil, BMW World, en la zona exterior del Parque Olímpico de Múnich. Es el destino turístico más visitado de Baviera y uno de los más populares del país. Inaugurado en 2007 (con un año de retraso, lo cual le impidió coincidir con la Copa del Mundo de fútbol), es en parte un museo, en parte un parque temático y en parte también un espacio de exposición, repleto de eslóganes escalofriantes como: «Esto es el mañana. Ya aquí». Lo visité un caluroso día de verano, rodeado de emocionadas familias alemanas y grupos de visitantes chinos y emiratíes. Admiraban boquiabiertos los diferentes modelos, deslizando los dedos sobre el esmaltado; se montaban en las motos que se exhibían en el exterior. Compraban recuerdos en la tienda, pero la verdadera actividad comercial se desarrollaba en las salas de reuniones de la segunda planta donde los compradores potenciales (el equipo de ventas sabe distinguir a los visitantes con intenciones serias de los oportunistas) pasan revista a su vehículo soñado y los detalles que incluye. La operación puede cerrarse en el acto allí mismo.

A una cierta distancia de allí, en el distrito de Zuffenhausen, al norte de Stuttgart, la sede central de Porsche es casi igualmente popular. Aquí, junto a su museo particular con su pared táctil y pantallas de realidad virtual, también es posible comprar un coche. Pero es preciso esperar para recibirlo ya que los Porsche solo se fabrican a demanda. Pese al rápido crecimiento de la empresa, la demanda ha superado a la oferta. Cuando se anunció el nuevo Taycan eléctrico en 2015, ya había una larga lista de espera para un coche que cuesta más de cien mil euros. Los empleados de la empresa pueden obtener los vehículos con un contrato de arrendamiento con cuotas muy rebajadas que se descuentan directamente de su salario. En la industria automovilística alemana no se escatiman esfuerzos para retener a los mejores ingenieros.

Andreas Kraemer, fundador del Instituto Ecológico de Berlín, me explicó la obsesión de Alemania con los automóviles. Empezó por rememorar su historia. En 1876, un ingeniero llamado Nikolaus Otto inventó una nueva generación de motores de combustión interna, los precursores de la versión moderna alimentada con gasolina. Colaboró con el diseñador Gottlieb Daimler, pero luego se separaron y se convirtieron en fervientes competidores; a partir de ahí se desarrolla la historia de la industria automovilística alemana. Diecisiete años después, el ingeniero alemán Rudolf Diesel presentó el prototipo de un tipo distinto de motor con un consumo de combustible más eficiente, que luego se conocería por su nombre durante más de un siglo y actualmente es objeto de tan gran oprobio. Según Kraemer, el mejor lugar para entender la psicología del automóvil como símbolo de estatus es el aparcamiento de las empresas. «En muchas profesiones, la gente piensa: “Si no acudo al trabajo en un BMW del último modelo no me tomarán en serio”. El coche establece un orden jerárquico. También denota solidez, respetabilidad. Con él un médico les está diciendo a sus pacientes o un ingeniero a sus socios: “Pueden confiar en mí, conduzco un Mercedes” —me dijo Kraemer—. El coche ha representado durante décadas un ritual de paso. Significa libertad. Es un motivo de orgullo».

Más de la mitad de las familias alemanas son socias de ADAC, el club del automóvil. Su revista, reservada a los suscriptores, tiene una tirada de once millones de ejemplares, lo que la convierte en la publicación de mayor circulación del país con mucha diferencia. Un coche solía ser el regalo habitual que recibían los jóvenes al alcanzar la mayoría de edad a los dieciocho años o tras aprobar los exámenes finales del bachillerato, la Abitur. Pasaban el examen de conducir a los diecisiete, anticipando ese momento. Ahora esta costumbre está cambiando. Kraemer dice que sus hijas y sus amigas preferirían recibir un ordenador o un viaje al extranjero. Pero el cambio se reduce a las grandes zonas metropolitanas. En Berlín es tan estresante, lento y costoso desplazarse en coche como en Nueva York, París o Londres. Sin embargo, en las ciudades pequeñas y los pueblos nada ha cambiado.

En la Autobahn, la autovía, es donde se olvidan las normas, a menudo agobiantes, que suelen regir en Alemania. Los doce mil kilómetros de vías rápidas asfaltadas ofrecen a muchas personas, sobre todo de las generaciones mayores, una libertad de la cual sienten que no pueden disfrutar en otros contextos. Los sucesivos intentos de imponer un límite de velocidad han sido rechazados hasta la fecha. En las zonas urbanas existen restricciones específicas, para mitigar el ruido y por razones de seguridad, pero estas abarcan menos del 30 por ciento de la red. Donde las hay, se ha reducido un 25 por ciento la tasa de accidentes mortales. «Entre todas las medidas concretas, esta es la que tendría un mayor impacto medioambiental. Y su coste es nulo —dice Dorothee Saar, de Deutsche Umwelthilfe, una organización de defensa del medio ambiente sin ánimo de lucro—. Pero cuando se trata del coche, el debate tiende a la irracionalidad».[221] Michael Cramer, un eurodiputado de Los Verdes con una larga trayectoria, estableció una comparación que también he escuchado en boca de otros, sobre todo entre los jóvenes: «En el caso de los estadounidenses es el rifle, el lobby de las armas de fuego. En el caso de los alemanes es el pedal del acelerador, el lobby del automóvil».[222]

Los jefes de empresa, políticos y economistas alemanes coinciden todos en que si la industria del automóvil se viene abajo, la economía alemana seguirá el mismo camino. El sector del automóvil se considera el barómetro de la salud económica del país, mucho más de lo que lo son los servicios financieros en el caso de Estados Unidos y el Reino Unido. Solo desde esta perspectiva es posible empezar a comprender la controversia en torno a la actuación de Volkswagen. «Las compañías automovilísticas creían que el Gobierno dependía de ellas y no a la inversa. Las rodeaba una aureola de invencibilidad», declaró Stefan Mair, de la BDI, la federación empresarial. Una gran parte del mundo empresarial y político alemán y también muchos consumidores siguen rechazando las acusaciones contra Volkswagen. Sin la intervención estadounidense, es posible que el escándalo de las emisiones ni siquiera hubiera salido a la luz. En septiembre de 2015, la Agencia de Protección del Medio Ambiente estadounidense descubrió que algunos coches con motores diésel habían sido manipulados para que sus controles de emisiones funcionasen solo durante las pruebas de laboratorio. Una vez que llegaban al mercado, el programa de control dejaba de funcionar, de manera que los niveles de emisiones de óxido de nitrógeno contaminantes podían superar los límites establecidos en la normativa estadounidense. A lo largo de seis años, se habían vendido en el mercado global unos once millones de coches equipados con este software destinado a alterar los resultados de los controles técnicos.[223]

El director ejecutivo de Volkswagen, Martin Winterkorn, dimitió. Fue acusado de fraude y conspiración para defraudar en Estados Unidos, pero es poco probable que llegue a ser juzgado allí. Los fiscales alemanes acabaron imputándolo junto con Rupert Stadler, presidente de la compañía hermana Audi. Winterkorn, su sucesor en el cargo y el presidente de la compañía fueron acusados luego de manipulación del mercado bursátil por no haber comunicado el escándalo. La fiscalía alega que Winterkorn estaba al corriente del engaño al menos un año antes de que quedara al descubierto. Su defensa insiste en que, si bien es posible que recibiera algún mensaje electrónico significativo, cabe la posibilidad de que no los leyera. Hasta el momento, Volkswagen ha pagado 30.000 millones de euros en multas y costes procesales en diversos lugares del mundo.[224] En septiembre de 2019, tuvo que responder a un enorme desafío judicial. Por primera vez, el sistema judicial alemán siguió el camino estadounidense de las acciones colectivas. En una denuncia encabezada por la Federación de Organizaciones de Consumidores Alemanas (VZBV), decenas de miles de consumidores demandaron a la empresa por venta abusiva. Volkswagen se ha negado a pagar la corrección de la tecnología fraudulenta en los vehículos trucados y el Gobierno está asumiendo ahora este coste. Un escándalo de estas dimensiones habría acabado con muchas empresas. Volkswagen y sus filiales han sufrido, pero no demasiado.

Lo que más perjudicó a las futuras expectativas de la industria automovilística alemana fue su complacencia. Dio por sentado que siempre seguiría liderando el sector a escala mundial y se olvidó de prestar atención a la competencia. La investigación y desarrollo de vehículos híbridos y eléctricos fue avanzando a buen ritmo en Estados Unidos y en Asia mientras Volkswagen, Mercedes, BMW y Audi dormían. Al cabo de una década, las marcas alemanas comienzan a situarse en el mercado de las nuevas tecnologías, pero es una carrera cuesta arriba. Tesla, la compañía estadounidense rebelde que apunta a un mercado selecto, no está reparando en gastos para construir una «gigafábrica» al este de Berlín. El proyecto ha dividido a la opinión pública. Sus defensores destacan la creación de doce mil puestos de trabajo y la producción de cincuenta mil automóviles equipados con la tecnología verde más avanzada. Sus detractores protestan por la tala de una enorme superficie forestal y otros daños medioambientales. La idea de que desde Estados Unidos se produzca una nueva generación de automóviles en el corazón de Alemania resulta dolorosa para algunos. Pero sus coches están teniendo buena acogida entre los consumidores alemanes.

La calidad del aire en docenas de zonas urbanas es tan mala que los tribunales han empezado a imponer restricciones temporales a los vehículos con motores diésel. La ciudad más afectada es Stuttgart, la meca del automóvil. En 2004, los ciudadanos emprendieron acciones legales para reclamar indemnizaciones por los daños sufridos. El Gobierno regional prohibió la circulación de camiones por el centro de la ciudad, pero sin grandes resultados. Hubo nuevas denuncias sin que se hiciera gran cosa. La opinión pública estaba dividida. El número de personas indignadas por la posibilidad de que se prohibieran los vehículos con motores diésel era equivalente al de aquellas preocupadas por la calidad del aire. En 2013, Stuttgart eligió a un alcalde de Los Verdes que empezó a tomar medidas y estableció una «alerta asociada al nivel de partículas finas». Los días en que la contaminación supera los límites fijados por la Unión Europea, se insta a los residentes a no encender las chimeneas y estufas de leña y usar el transporte público. Como incentivo, el precio de los billetes se reduce a la mitad. Una vez más, las medidas parecen haberse quedado cortas. En 2018, Stuttgart superó los niveles diarios de PM10 autorizados por la Unión Europea en un total de sesenta y tres días, casi el doble de los treinta y cinco permitidos.[225] Se trata de un caso excepcional: una ciudad situada en una hondonada rodeada de montañas por tres lados y sin una carretera de circunvalación que alivie el tráfico; pero otras ciudades de Alemania también han vivido problemas parecidos y no le van demasiado a la zaga. Ahora, en las grandes ciudades, no es raro que los propietarios de utilitarios deportivos y otros grandes consumidores de gasolina encuentren notas sobre el parabrisas con mensajes como «Tu coche es demasiado grande» o «¿Tu ego necesita un coche tan aparatoso?».

El medio ambiente siempre ha sido un asunto político importante en Alemania. Ahora ocupa la primera línea en su guerra cultural.

El movimiento Fridays For Future comenzó a animar a los jóvenes a actuar pocos días después de que Greta Thunberg iniciara su huelga escolar en Suecia en agosto de 2018. Su rama alemana es una de las más activas y organiza manifestaciones periódicas en todas las principales ciudades. En noviembre de 2019, en medio del frenesí consumista del Black Friday, centenares de miles de manifestantes participaron en las protestas en más de quinientas ciudades alemanas, grandes y pequeñas. Thunberg visita el país con frecuencia y no se limita a hablar en las concentraciones sino que también participa en acciones directas, como la que tuvo lugar en Hambach, al oeste de Colonia, para evitar la destrucción de una antigua zona forestal. Dondequiera que va es acogida con adoración por las masas, pero Alemania también cuenta con su propia estrella del activismo, una joven de veintitrés años con muchas tablas llamada Luisa Neubauer. Su influencia ha llegado a ser tan grande que, en enero de 2020, Joe Kaeser, el presidente de Siemens, la invitó públicamente a participar en un nuevo consejo de sostenibilidad que la multinacional se disponía a crear. Ella rechazó la invitación, también de manera pública, recordando que Siemens acababa de decidir su participación en uno de los mayores proyectos de extracción de carbón, en Australia, donde los incendios forestales causados por el cambio climático estaban devastando gran parte del país. Y en cualquier caso, no quería condicionar su mensaje. La Alemania empresarial se ha apresurado a subirse al carro, deseosa de exhibir sus recién descubiertas credenciales verdes. Cuando Thunberg hizo llegar a sus cinco millones de seguidores, a través de un tuit, una fotografía donde aparecía sentada en el pasillo de un tren alemán atestado durante su trayecto de treinta horas de regreso desde Madrid, donde había asistido a una conferencia de las Naciones Unidas sobre el cambio climático, hasta su casa en Suecia, Deutsche Bahn entró en acción de inmediato para subrayar que le había ofrecido un asiento de primera clase. El servicio de ferrocarriles alemán destaca el incremento continuado del número de pasajeros, que atribuye en gran parte a las protestas contra el cambio climático. En 2019 se realizaron un total de 150 millones de viajes; un incremento del 25 por ciento en un lapso de cuatro años que aumenta la presión sobre un sistema que ya chirría. Mientras tanto, los viajes interiores en avión se han reducido un 12 por ciento.[226]

En Alemania, las concentraciones de Fridays for Future son apasionadas pero ordenadas. Las autoridades locales que simpatizan con la protesta colaboran aportando tarimas y sistemas de sonido. Los progenitores firman autorizaciones para que sus hijos puedan asistir a las convocatorias, a las cuales se suman enseñantes, artistas y científicos. La primera de esas protestas tuvo lugar en el Invalidenpark berlinés, un espacio cargado de historia. El parque servía a menudo como acuartelamiento de la policía de la Alemania oriental, la VoPo, que custodiaba el Muro de Berlín. Allí tienen su sede los ministerios del Clima y de Transportes, junto con varios centros de estudios económicos y de investigaciones científicas. «Aquí reside el centro de pensamiento de Berlín», me dijo Johannes Vogel, director del Museo de Historia Natural. Y añadió sonriendo que muy cerca de allí también se encuentra el centro de formación y vigilancia del BND, el servicio de inteligencia exterior. Vogel está orgulloso de la participación de su institución en el movimiento a favor del clima. Después de cada concentración organiza un debate con la participación de Fridays For Future junto a Scientists for Future (Científicos a favor del Futuro). «Los jóvenes se han reunido con científicos y en cada ocasión han mantenido intensos debates durante cuatro horas». También se aseguró de que los activistas pudieran celebrar una conferencia de prensa en el museo con asistencia de los medios internacionales, que luego ocupó el primer lugar en los noticiarios televisivos de la noche. «Este es ahora un espacio de celebración de una revolución», señaló.

Paralelamente a Fridays For Future, acaba de surgir Fridays for Hubraum (Viernes a favor de la Cilindrada), un grupo de Facebook iniciado por un mecánico llamado Christopher Grau. Este «adicto a la gasolina», como él mismo se describe, publicó un vídeo donde daba rienda suelta a su frustración ante las protestas contra el cambio climático. La imagen estaba movida y el sonido era espantoso, pero aun así más de 150.000 personas visionaron su diatriba de una hora. Según la descripción del grupo, su propósito es «contrarrestar la manía climática rampante con un poco de humor». El grupo, cerrado, superó el medio millón de participantes en pocos días. Grau capitalizó su repentina celebridad ofreciendo una serie de entrevistas en los medios de comunicación. El grupo alega que la electrificación no es el buen camino y propugna, en cambio, el uso de combustibles alternativos, como el hidrógeno o el biodiésel. Insisten en que estos son más favorables para el clima y se pueden usar en motores de combustión. El contexto en el que se sustenta su popularidad es una mezcla de libertarismo («quitémonos de encima el Estado») y antimetropolitanismo. El taller de reparación de automóviles de Grau, «Beast Factory», está situado en las afueras de la pequeña población de Nordkirchen, a unos seis kilómetros de la estación de ferrocarril más próxima y con solo un servicio de autobús poco fiable operado por voluntarios. Se encuentra a una cierta distancia de Dortmund en dirección sur y de Münster hacia el norte, o sea, cerca de ningún lugar destacable. «Aquí necesitas un coche o no puedes moverte». Grau dice que las restricciones impuestas a los automóviles atentan contra el modo de vida de su comunidad. Niega ser un negacionista del cambio climático o que la AfD se haya infiltrado en su grupo. Si bien, aunque él no lo haya buscado, desde luego lo han adoptado.

Su iniciativa tal vez sea relativamente inofensiva, pero otras no lo son. Thunberg, Neubauer y otros activistas medioambientales son objeto de incesantes ataques e insultos en las redes sociales. La AfD da por sentado que el clima es, después de la inmigración y el euro, el tercer tema que más preocupa a sus bases. Un documento interno del partido señalaba que cada vez que los ambientalistas metropolitanos se manifiesten en favor de algo, «la AfD tiene que oponerse automáticamente y viceversa».[227]

Ahora los negacionistas han encontrado su propia portavoz juvenil. Se llama Naomi Seibt, y es una joven de diecinueve años de Münster que se convirtió en la favorita de las instituciones de derechas estadounidenses, alemanas y de todas partes después de presentar un vídeo en YouTube donde expresaba su oposición al socialismo, el feminismo y la «histeria en torno al cambio climático». En febrero de 2020, un laboratorio de ideas estadounidense de derechas llamado Heartland Institute la invitó a intervenir como oradora en el Congreso de Acción Política Conservadora celebrado en Maryland, que contó con la asistencia de nada menos que Donald Trump y el vicepresidente Mike Pence. En Estados Unidos, igual que en Alemania, el lobby a favor de los combustibles fósiles y la derecha alternativa han encontrado una causa común.

La ciudad de Cottbus, en el extremo oriental de Alemania, cuenta con un pintoresco barrio antiguo y una impresionante galería de arte con un dinámico director. Fuera de esto, no parece tener gran cosa a su favor. La edificación por la que probablemente es más famosa está situada en las afueras de la ciudad, cerca de la frontera polaca. Sus efectos se pueden ver desde todas partes: una densa nube blanca suspendida en el cielo. Es Jänschwalde, una central termoeléctrica alimentada con lignito. Según algunas estimaciones, esta planta ocupa el cuarto lugar entre los mayores emisores de dióxido de carbono de Europa.[228] Además, según otro informe, cuatro de las cinco centrales más contaminantes de Europa se encuentran en Alemania. Los argumentos medioambientales a favor del cierre de la central de Jänschwalde son indiscutibles, pero luego intervienen los intereses políticos. A poca distancia de allí se encuentra la planta de energía solar Lieberose, una de las mayores de Alemania. Inaugurada hace diez años, ocupa una superficie equivalente a más de veinte campos de fútbol. Produce suficiente electricidad limpia para cubrir las necesidades de una pequeña ciudad con quince mil hogares. Dispone de una licencia para seguir funcionando durante otros diez años, tras lo cual se prevé su desmantelamiento para dejar que los prados ocupen el terreno. Su construcción se financió con una astuta combinación de inversiones públicas y privadas. Hasta aquí, todo muy verde y virtuoso. El problema es que toda la central puede funcionar con apenas una docena de trabajadores o poco más. En cambio, más de ocho mil puestos de trabajo dependen de Jänschwalde.

Alemania (o más bien la Alemania occidental) comenzó a reducir la dependencia del carbón en la década de 1970, pero no la habrá eliminado por completo hasta 2038. Hay tres grandes zonas de minas de lignito: Lausitz, donde se encuentra Cottbus; la región de Harz, en el centro del país; y la zona altamente industrializada del Ruhr, en el oeste. Son regiones pobres y políticamente inflamables. Sin las ayudas estatales, todas las minas quebrarían entre los próximos cinco y diez años, pero su supervivencia se ha prolongado para salvar puestos de trabajo en unas zonas donde resulta difícil encontrar un empleo atractivo. Es una historia habitual en todo el mundo. Trabajos de verdad para hombres de verdad. Cuando cerró una conocida cadena de farmacias alemanas y dejó sin empleo a decenas de miles de personas, sobre todo mujeres, apenas se escuchó algún murmullo entre la clase política o los medios de comunicación.

A pesar de las muy proclamadas reformas alemanas en el sector de la energía, ahora ya es seguro que el país no alcanzará su objetivo central: una reducción del 40 por ciento en las emisiones globales de co2 con respecto a los niveles de 1990 antes de 2030. Berlín ha descartado prácticamente esa meta inicial. Ahora el Gobierno se conformaría con una reducción del 30 por ciento. Las emisiones de carbono no se han reducido en los últimos diez años; las emisiones del transporte no han disminuido desde 1990. Alemania sigue siendo el sexto mayor emisor de co2, responsable de aproximadamente un 2 por ciento del total mundial. «Tenemos que hacer un balance muy realista. Y lo cierto es que hemos perdido toda una década»,[229] dice Ottmar Edenhofer, director del Instituto de Investigación sobre el Impacto Climático de Potsdam. Incluso Estados Unidos, donde supuestamente tragan gasolina a espuertas, ha reducido sus emisiones en un porcentaje superior a Alemania en los últimos años.[230]

La política populista y la ciencia avanzan a la par. Alemania cuenta con algunos de los centros de estudios medioambientales más antiguos y más respetados del mundo. Actualmente, más de un millar de investigadores —más que en ningún otro país— trabajan en el estudio del medio ambiente y el clima en centros no gubernamentales, y en las universidades se encuentra un número equivalente. La primera organización especializada, el Instituto de Ecología Aplicada o Öko-Institut, nació en la ciudad suroccidental de Friburgo a partir del movimiento antinuclear, ya en 1977. Al cabo de tres años publicó un texto muy avanzado a su tiempo, Energie-Wende, Wachstum und Wohlstand ohne Erdöl und Uran (El cambio energético. Crecimiento y prosperidad sin petróleo ni uranio). La palabra Wende (cambio) también se utilizaría luego para designar el periodo de la reunificación, un momento de cambios significativos en el que fue preciso asumir riesgos.

¿Qué ha ocurrido entonces? ¿Merkel no recibió acaso el apodo de «canciller del clima»? ¿Alemania no fue uno de los países que situaron al partido de Los Verdes en el Gobierno? ¿Y no fue también uno de los primeros en adoptar políticas verdes y promover las energías renovables, el reciclaje, el uso de la bicicleta y todos los productos ecológicos?

Parte de lo ocurrido se explica por la ausencia de una amenaza inminente y tangible. Durante años, los efectos del cambio climático no fueron el problema principal en Alemania. El peligro más inmediato era la subida del nivel del mar, pero incluso esta afectaba más a los países vecinos del norte y el oeste, como Dinamarca y los Países Bajos. El problema era sobre todo político. Merkel ha topado con la resistencia de varias fuerzas contrarias: el lobby nuclear, el lobby del automóvil y el lobby del carbón. La reunificación estableció un nuevo orden de prioridades que retrasó el proyecto. Las políticas y la economía de la zona oriental reorientaron la atención pública hacia el mantenimiento de los puestos de trabajo y la estabilidad social, prácticamente a cualquier coste. Mientras tanto, el socio de coalición de la canciller, el SPD, estaba dividido entre la necesidad de conservar su base de electores de clase trabajadora y la de no alienar a sus votantes más urbanos y más jóvenes.

Alemania es un país pobre en energía y densamente poblado. A diferencia del Reino Unido o Francia, o España, Portugal o los Países Bajos, no pudo contar en el pasado con el suministro ilimitado de recursos procedentes de las colonias. Antes de la guerra, el carbón era la única reserva estratégica a su disposición. Un tesoro natural, fuente de la grandeza del país. A partir de 1945, los estadounidenses se aseguraron de promover la dependencia alemana de suministros de petróleo y gas llegados a través de corredores marítimos fuera de su control. Quedó supeditada a la alianza occidental. La seguridad energética es esencial para todos los países. Un pueblo que en el plazo de un siglo había vivido dos episodios de destrucción y castigo se especializó en el cultivo de aquello que poseía.

En 2000, Alemania fue la primera gran economía que apostó a fondo por la energía eólica y solar con la aprobación de una ley, muy imitada luego, que ofrecía una tarifa elevada garantizada para las energías renovables. Más que dar respuesta al cambio climático, la legislación tenía sobre todo como finalidad desprenderse del maleficio de la energía nuclear. Pasados dos años, tras unas largas negociaciones con las operadoras de las centrales, entró en vigor la «Ley sobre el Abandono Gradual Estructurado del Uso de la Energía Nuclear para la Generación Comercial de Electricidad». Esta preveía el cierre de todas las instalaciones nucleares para 2021 aproximadamente; varias cerraron antes, coincidiendo más o menos con su esperanza de vida operativa y atendiendo a su historial en materia de seguridad.[231] En 2005, las energías renovables representaban apenas un 10 por ciento de la producción de electricidad.[232] Los inversores se apresuraron a construir parques eólicos terrestres y marítimos. Se pusieron en marcha más de un millón y medio de instalaciones solares. Fue un periodo de considerable optimismo, que en parte se ha demostrado justificado. La parte de las renovables en la producción total de electricidad ha ido aumentando de manera sostenida y ahora representa más del 40 por ciento, una de las proporciones más elevadas del mundo. El objetivo es elevarla hasta el 65 por ciento antes de 2030 y llegar al 80 por ciento para 2050. El programa cuesta dinero. Cada año se destinan unos 25.000 millones de euros a subvencionar las energías renovables, si bien la mayor parte procede de tasas adicionales que pagan los consumidores.[233]

El sector eólico emplea por sí solo a unas 160.000 personas. Ocho veces más que el sector del carbón, aunque a partir de las declaraciones de los políticos nadie lo diría, dada la percepción de que el carbón es un elemento intrínseco de la identidad alemana. El boom de las renovables coincidió con otras presiones. A mediados de la década de 2000, cuando Putin empezaba a volverse contra Occidente, el Gobierno alemán comenzó a preguntarse si podía seguir confiando con tranquilidad en el gas y la electricidad rusos. La energía solar y la eólica no podían colmar la brecha y se empezó a cuestionar si era prudente abandonar la energía nuclear. En 2008, Der Spiegel proclamó en portada: «Energía nuclear. Un retorno que aterra».[234] A finales de 2010, Merkel y sus socios de coalición, el centrista FDP, pusieron de improviso sobre la mesa una propuesta legislativa destinada a ampliar las condiciones de funcionamiento de las centrales nucleares todavía operativas. Este golpe de mano ha pasado a formar parte del acervo popular del ecologismo como la gran traición, la gran emboscada. Aumentaron las protestas y las demandas judiciales. Se presentó un recurso de inconstitucionalidad contra la ley, que los ministros habían presentado al Bundestag por el procedimiento de urgencia, sin consultarla previamente a los estados federados. Los Verdes vieron crecer su popularidad y se situaron en cabeza de los sondeos de opinión, con un 30 por ciento del voto popular, un récord mundial sin precedentes. Tres cuartas partes de los votantes encuestados se declararon contrarios a la energía nuclear. Hasta los expertos del Gobierno condenaron su actuación.

Luego se produjo el accidente de Fukushima. El desastre nuclear ocurrido en Japón brindó a Merkel una oportunidad para salvar la cara. Tres meses después se aprobó una nueva ley que ponía fecha al abandono de la energía nuclear: el año 2021. La hostilidad que suscitaba estaba tan profundamente enraizada y la reacción política había sido tan intensa que Merkel no tenía alternativa. Cabe argumentar que, desde el punto de vista del cambio climático, empezar por ahí no era lo más acertado. Alemania debería haber eliminado primero el uso del carbón y otras fuentes de energía intensivas en emisiones de co2. Los países que actualmente van por delante de Alemania en la reducción de emisiones —el Reino Unido, Francia y Suecia— incluyen un componente nuclear entre sus fuentes de energía. La canciller presentó ese giro de ciento ochenta grados como un gesto radical, pero lo hizo obligada.

Según los activistas verdes, queda una importante tarea pendiente: Tihange y las otras centrales próximas. Mientras Alemania avanza hacia un futuro no nuclear, en el conjunto de la Unión Europea alrededor del 30 por ciento de la energía es de origen nuclear, con un total de ciento treinta centrales instaladas en catorce países. Los Estados miembros fundadores de la Comunidad Económica Europea suscribieron en 1957 el Tratado Euratom, por el que Europa se compromete a desarrollar la energía nuclear con fines pacíficos. Su objetivo es «promover la cooperación» y garantizar unos niveles de seguridad compatibles. Euratom y otros acuerdos internacionales también limitan la responsabilidad transfronteriza en el caso de un accidente nuclear. ¿Por qué no renunciar a esos tratados cuando la última central alemana quede cerrada en 2021?, se preguntan los activistas. ¿Qué motivo hay para que cualquier Gobierno alemán niegue a sus ciudadanos el derecho a reclamar compensación por los daños sufridos después de un accidente en Francia o Bélgica con el viento en su dirección? Y, sin embargo, abandonar un tratado europeo sería un acto muy poco alemán.

El verano de 2018 hizo patente por primera vez la magnitud de la crisis. Alemania sufrió temperaturas sofocantes, peligrosamente elevadas. Se perdieron cosechas. Se secaron los ríos. Durante la segunda mitad del año, el bajo nivel del agua obligó a suspender el transporte fluvial de mercancías por el Rin, algo que ni los más ancianos recuerdan. La paralización del tráfico fluvial afectó al corazón industrial del país. La planta siderúrgica gigante de ThyssenKrupp, que domina la zona del Ruhr, se vio obligada a reducir su producción. Las multinacionales del sector químico BASF y Bayer tuvieron que introducir sistemas de refrigeración de apoyo en sus industrias porque la reducción del cauce del río había provocado un calentamiento del agua. Ese mismo año, hubo incendios forestales de una intensidad jamás vista. Para muchos alemanes que hasta entonces se habían mostrado indiferentes al cambio climático, ver arder los bosques fue un detonante decisivo. Sería difícil exagerar la importancia de los bosques para la psique alemana. Desde las crónicas de Tácito sobre Germania y la victoria sobre los romanos en la batalla del bosque de Teutoburgo, hasta los hermanos Grimm, pasando por la poesía romántica de Von Eichendorff, que los describe como «una piadosa morada del alma», los bosques están considerados casi como una esfera primigenia.

Con la mirada puesta en su legado, Merkel comprendió que había llegado el momento de actuar. «No más paños calientes», dijo, dirigiéndose a su grupo parlamentario en junio de 2019. No podían seguir perdiendo el tiempo. Era una expresión curiosa para describir la inacción frente a la emergencia climática, la fusión del casquete polar ártico, los bosques en llamas, las inundaciones y las olas de calor o la contaminación letal del aire en su región natal. Parecía una crítica dirigida contra ella misma.

La Ley de Protección del Clima estaba pensada para dar lustre a las credenciales verdes de la canciller. Como de costumbre, con el fin de llegar a un consenso, el Gobierno empezó por crear una comisión de investigación. Esta propuso el cierre de todas las centrales térmicas de carbón antes de 2038. Las mayores empresas energéticas estarían obligadas a cerrar el equivalente a veinte grandes centrales eléctricas antes de 2022. En 2030, la producción de carbón quedaría reducida a menos de la mitad. En septiembre de 2019, tras quince horas de negociaciones entre los socios de coalición, que se prolongaron hasta bien entrada la noche, Merkel anunció un paquete de medidas con un coste de 54.000 millones de euros. Las empresas productoras y comercializadoras de gasolina, carbón, gasóleo y otros combustibles análogos tendrían que adquirir certificados de emisiones como compensación por las emisiones de dióxido de carbono generadas por sus productos. Este sistema ya existe a escala de la Unión Europea, aunque solo para la industria pesada, la aviación y el sector energético. El carbón alemán pagaría, no obstante, una tasa significativamente más baja, de diez euros por tonelada en 2021, que se incrementaría progresivamente luego hasta alcanzar los treinta y cinco euros por tonelada en 2025. La CSU se opuso con éxito a una tasa inicial de veinte euros por tonelada. Otras medidas estaban encaminadas a fomentar la reducción de emisiones por parte de las empresas y los hogares privados: se abaratarían los billetes de tren mediante una reducción del IVA, a la vez que se gravarían con un tipo impositivo más alto los billetes de avión; a partir de 2026 quedaría prohibida la instalación de sistemas de calefacción de gasóleo en los edificios de nueva construcción; se incrementaría el impuesto de circulación para los vehículos más contaminantes mientras que los vehículos eléctricos tendrían un trato fiscal más favorable. Se preveía instalar un millón de puntos de recarga para los vehículos eléctricos hasta 2030. La repoblación forestal también constituía una parte importante del paquete. Cada sector de la economía estaría obligado por ley a velar por el cumplimiento de las disposiciones y los diferentes ministerios se encargarían de supervisar todo el proceso.

Este paquete de medidas es complejo, y la traducción de todas sus partes en forma de ley es incierta. Pero el Gobierno tenía un gran interés en maximizar su impacto. El acuerdo se anunció con una cierta solemnidad. La ministra de Medio Ambiente, Svenja Schulze, describió esas medidas como el «inicio de una nueva etapa en la política climática alemana».[235] Muchos lo consideraron una oportunidad perdida, sobre todo la tasa de diez euros para el carbón, tan baja que a su entender no modificaría el comportamiento de los consumidores. Los expertos han señalado otras deficiencias. Destacan que la subvención continuada del carbón ha generado un exceso de producción y la exportación de energía barata a los países vecinos. Uno de los problemas de los que menos se ha hablado es el freno a la producción de energía eólica en las instalaciones costeras. En varias regiones, la población local ha impuesto un cambio de la normativa con el fin de garantizar que no se erijan turbinas a menos de un kilómetro de distancia de cualquier «asentamiento», un término deliberadamente ambiguo. Muchas turbinas de primera generación están alcanzando el fin de su vida útil y es posible que no se reemplacen. Ahora se pone el acento en las energías marinas renovables, cuyas instalaciones solo están al alcance de las empresas multinacionales.

En su mensaje de Año Nuevo de 2020, con la mirada puesta en su legado, Merkel se comprometió a otorgar la máxima prioridad a la emergencia climática durante su último mandato. «A mis sesenta y cinco años, por mi edad ya no experimentaré por mucho tiempo todas las consecuencias que tendrá el cambio climático si los políticos no actúan —declaró ante el país—. Serán nuestros hijos y nuestros nietos quienes tendrán que vivir con las consecuencias de lo que hagamos, o dejemos de hacer, ahora. Por esto estoy usando toda mi influencia para asegurarme de que Alemania contribuya como le corresponde —en el aspecto ecológico, económico y social— a atajar el cambio climático».[236] Con esas observaciones, Merkel parecía dar a entender que era consciente de haber causado decepción en los últimos años después de haber sido una pionera de la agenda verde durante sus primeros tiempos en el cargo.

Más allá de la presión de los lobbies del carbón y del automóvil y de la derecha política en el Este del país, su sucesor sabe que Alemania tiene la oportunidad de abrir un nuevo camino. Posee la pericia tecnológica para ello, y también las estructuras políticas. Pese a todo el impulso perdido, los alemanes han enraizado el ecologismo en el corazón de sus comunidades como pocos países lo han hecho.

Y, sobre todo, Alemania ahora podría —solo podría— llegar a tener el primer canciller verde para una nueva época, una vez que Merkel haya dejado el cargo. Desde que asumieron conjuntamente la dirección del partido hace dos años, Robert Habeck y Annalena Baerbock han visto crecer su popularidad. Los Verdes ahora superan regularmente al SPD en las elecciones regionales y lo adelantan de manera sostenida en las encuestas a escala nacional. Si eso llegara a ocurrir, se enfrentarían al dilema de tener que decidir cuál de sus dos dirigentes debería ser canciller. La revista estadounidense Foreign Policy describió hace poco a Habeck como «la respuesta de Alemania a Macron»,[237] un calificativo quizás un poco forzado pero que da fe de cuánto ha cambiado la percepción con respecto a Los Verdes. Como muchos políticos alemanes —y a diferencia de muchos otros en Estados Unidos o en el Reino Unido— Habeck no se avergüenza de su pasado académico. Se doctoró con una tesis sobre estética literaria y ha publicado un libro sobre el poeta ilustrado Casimir Ulrich Boehlendorff. Continuó escribiendo novelas hasta 2009, poco antes de acceder al Parlamento de la región rural de Schleswig-Holstein, en el norte del país, donde fue viceprimer ministro y ministro de Energía. Ha propugnado una redefinición de la dinámica entre sistemas políticos abiertos y cerrados: «Ahora intentamos ser nuevos actores capaces de abrir el juego […] Los partidos verdes también pueden abordar problemas centrales que no encajan dentro del arco político tradicional izquierda-derecha. ¿Cómo debemos proceder para alcanzar un consenso en una sociedad diversa?».[238] Luego añadió que la emergencia climática no se resolvería con actitudes moralistas o una interferencia excesiva en la vida de la gente. «No puede haber políticas que no incluyan prohibiciones. Tenemos un código de circulación, un código civil; el mundo está lleno de prohibiciones destinadas a salvaguardar nuestra libertad. Establecer unos criterios de conducta en un plano político más general es bueno. Decirle a la gente que debe llevar un control personal de su consumo total de calorías procedentes de proteínas animales no es una buena idea».[239] Baerbock, más inclinada a actuar entre bastidores, es una experta en derecho internacional. Diputada federal por Potsdam desde 2013, obtuvo el mejor resultado jamás registrado, un 97,1 por ciento, en unas elecciones a la presidencia de Los Verdes.

Las probabilidades de que uno de los dos llegue a ser el jefe de gobierno todavía son escasas, pero la mera posibilidad ya es un hecho destacable. Tanto si resultan ser el partido más votado como si no, casi con toda seguridad constituirán una parte importante del siguiente Gobierno y formarán parte del ejecutivo por primera vez desde los tiempos de Gerhard Schröder y la guerra de Kosovo, a finales de la década de 1990 y principios de este siglo. La alternativa será o bien una coalición con la CDU del sucesor o sucesora de Merkel —la primera coalición verdinegra, como se las conoce, de la historia alemana (si bien ya las ha habido, con buenos resultados, en los estados federados de Hesse y Baden-Wurtemberg)—. Alternativamente, podrían formar una coalición de centro-izquierda de tres partidos, junto con el SPD y Die Linke, como las que ya gobiernan en los estados federados de Berlín, Bremen y Turingia.[240]

Muchos ecologistas más jóvenes y más radicales acusan a Los Verdes de haberse vuelto moderados y acomodaticios. Desde luego han hecho suyos los rasgos distintivos de la política alemana: la búsqueda del compromiso y el arte de lo posible. Mientras tanto, las empresas alemanas se están viendo obligadas a repensar sus modelos, a menudo a regañadientes. Un sector del automóvil caído en la ignominia comienza a ponerse al día en el ámbito de la electrificación, pero todavía le falta recuperar mucho terreno. Un país que fue de los primeros en abordar la crisis medioambiental y situarla en el centro de la acción política y social aún puede tener la oportunidad de recuperar sus credenciales. Con Los Verdes como nuevos mediadores de poder, muy pocos países cuentan con unos antecedentes tan positivos como los suyos en estos tiempos oscuros. Y muy pocos se toman la política tan en serio como lo hace Alemania.

[218] «Information für die Bevölkerung in der Umgebung des Kernkraftwerkes Tihange», Fachbereich Feuerwehr der Stadt Mönchengladbach, octubre de 2018. Véase también H. Hintzen, «Neue Broschüre in Mönchengladbach: Stadt erklärt Verhalten bei Atomunfall», RP Online, 8 de febrero de 2019, rp-online.de/nrw/staedte/moenchengladbach/moenchengladbach-verhaltenstipps-bei-unfall-im-atomkraftwerk-tihange_aid-36550915 (consultado el 1 de marzo de 2020).

[219] Véase C. Parth, «Tihange Nuclear Power Plant: Fear of a Meltdown», Zeit, 1 de junio de 2018, zeit.de/wirtschaft/2018-06/tihange-nuclear-power-plant-residents-opposition-english (consultado el 1 de marzo de 2020).

[220] «Cooperation on nuclear safety», Dutch Safety Board, 31 de enero de 2018, onderzoeksraad.nl/en/page/4341/cooperation-on-nuclear-safety (consultado el 1 de marzo de 2020). Véase también D. Keating, «Belgium’s Neighbors Fear a Nuclear Incident», Forbes, 4 de febrero de 2018, forbes.com/sites/davekeating/2018/02/04/belgiums-neighbors-fear-a-nuclear-incident/#55c658216ca2 (consultado el 1 de marzo de 2020).

[221] Véase K. Bennhold, «Impose a Speed Limit on the Autobahn? Not So Fast, Many Germans Say», New York Times, 3 de febrero de 2019, nytimes.com/2019/02/03/world/europe/germany-autobahn-speed-limit.html (consultado el 1 de marzo de 2020).

[222] Ibid.

[223] Véase «Abgasaffäre: VW-Chef Müller spricht von historischer Krise», Spiegel, 28 de septiembre de 2015, spiegel.de/wirtschaft/unternehmen/volkswagen-chef-mueller-sieht-konzern-in-historischer-krise-a-1055148.html (consultado el 2 de marzo de 2020).

[224] J. Miller, «VW offers direct payouts to sidestep emissions lawsuit», Financial Times, 14 de febrero de 2020, ft.com/content/f41adade-4f24-11ea-95a0-43d18ec715f5 (consultado el 14 de febrero de 2020).

[225] P. Nair, «Stuttgart residents sue mayor for “bodily harm” caused by air pollution», Guardian, 2 de marzo de 2017, theguardian.com/cities/2017/mar/02/stuttgart-residents-sue-mayor-bodily-harm-air-pollution (consultado el 2 de marzo de 2020).

[226] Véase «DB 2019: Long distance patronage over 150 million for the first time», DB Schenker, 26 de marzo de 2020, dbschenker.com/global/about/press/db2019-631574 (consultado el 29 de marzo de 2020); «German domestic airtravel slump points to increase in “flight shame” and carbon awareness», AirportWatch, 19 de diciembre de 2019, airportwatch.org.uk/2019/12/german-domestic-air-travel-slump-points-to-increase-in-flight-shame-and-carbon-awareness (consultado el 29 de marzo de 2020).

[227] Véase «Fridays for Horsepower: The German Motorists Who Oppose Greta Thunberg», Spiegel, 15 de octubre de 2019, spiegel.de/international/germany/fridays-for-horsepower-german-motorists-oppose-fridays-for-future-a-1290466.html (consultado el 5 de marzo de 2020).

[228] K. Gutmann, J. Huscher, D. Urbaniak, A. White, C. Schaible y M. Bricke, «Europe’s Dirty 30: How the EU’s coal-fired power plants are undermining its climate efforts», Bruselas, CAN Europe, WWF European Policy Office, HEAL, EEB y Climate Alliance Germany, julio de 2014, awsassets.panda.org/downloads/dirty_30_report_finale.pdf (consultado el 5 de marzo de 2020).

[229] S. Kersing y K. Stratmann, «Germany’s great environmental failure», Handelsblatt, 19 de octubre de 2018, handelsblatt.com/today/politics/climate-emergency-germanys-great-environmental-failure/23583678.html?ticket=ST-1141019-0RgHHhpypfii593mjbq0-ap1 (consultado el 5 de marzo de 2020).

[230] Ibid.

[231] Véase «Germany 2020: Energy Policy Review», International Energy Agency, febrero de 2020, pp. 27-28, bmwi.de/Redaktion/DE/Downloads/G/germany-2020-energy-policy-review.pdf?__blob=publicationFile&v=4 (consultado el 5 de marzo de 2020).

[232] Véase el gráfico «Entwicklung des Anteils erneuerbarer Energien am Bruttostromverbrauch in Deutschland», Bundesministerium für Wirtschaft und Energie, marzo de 2020, erneuerbare-energien.de/EE/Navigation/DE/Service/Erneuerbare_Energien_in_Zahlen/Entwicklung/entwicklung-der-erneuerbaren-energien-in-deutschland.html (consultado el 31 de marzo de 2020).

[233] Ibid.

[234] Spiegel, 7 de julio de 2008.

[235] T. Buck, «Germany unveils sweeping measures to fight climate change», Financial Times, 20 de septiembre de 2019, ft.com/content/26e8d1e0-dbb3-11e9-8f9b-77216ebe1f17 (consultado el 25 de septiembre de 2019).

[236] A. Merkel, «Neujahrsansprache 2020», 31 de diciembre de 2019, www.bundesregierung.de/breg-de/service/bulletin/neujahrsansprache-2020-1709738 (consultado el 10 de febrero de 2020).

[237] P. Hockenos, «How to Say Emmanuel Macron in German», Foreign Policy, 8 de diciembre de 2019, foreignpolicy.com/2019/12/08/robert-habeck-greens-merkel-emmanuel-macron-in-german (consultado el 11 de marzo de 2020).

[238] P. Oltermann, «Robert Habeck: could he be Germany’s first Green chancellor?», Guardian, 27 de diciembre de 2019, theguardian.com/world/2019/dec/27/robert-habeck-could-be-germany-first-green-chancellor (consultado el 11 de marzo de 2020).

[239] Ibid.