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Multikulti

Inmigración e identidad

En agosto de 2015, en Heidenau, una pequeña población de las afueras de Dresde, una multitud de unas seiscientas personas atacó a un grupo de inmigrantes durante su traslado a un refugio temporal instalado en una fábrica en desuso. Cuando alguien llamó a la policía, ya entrada la noche de aquel viernes, fue recibida a botellazos y pedradas. Treinta agentes resultaron heridos, uno de ellos de gravedad. La policía respondió lanzando gases lacrimógenos y espray irritante para dejar libre el acceso al refugio. Pasados unos días, cuando la violencia ya se había calmado, Angela Merkel visitó el lugar. «No puede haber tolerancia para quienes ponen en entredicho la dignidad de otras personas; no puede haber tolerancia para quienes no están dispuestos a ayudar a aquellos que necesitan asistencia jurídica y humanitaria», declaró con su solemnidad característica. Alguien entre la multitud replicó: «Die schaut uns nicht mal mit dem Arsch an». «Esta no nos mira ni siquiera con el ojo del culo».

Otro caso ocurrido ese mismo año, en Berlín: una pareja de mediana edad quiso dedicar un edificio abandonado a fines parecidos. Hardy Schmitz y Barbara Burckhardt tuvieron noticia de que el Senado (el Gobierno de la ciudad) se había hecho cargo de una antigua clínica psiquiátrica próxima a su casa con la intención de transformarla en un albergue para cuatrocientos refugiados sirios y de otros lugares. En vez de quejarse, Schmitz, Burckhardt y un grupo de vecinos y vecinas activos crearon una asociación, organizaron la recogida de fondos y obtuvieron autorización para ocupar la primera planta de una bonita mansión que llevaba quince años desocupada, con la intención de convertirla en un lugar de encuentro para los recién llegados, con un taller y una biblioteca. El proyecto económico estaba bien diseñado. Sus credenciales —empresario exitoso, él; crítica teatral reconocida, ella— eran impecables. El único problema lo plantearon los vecinos. Los distinguidos ciudadanos de esa parte acomodada de Charlottenburg distribuyeron una octavilla en la que se quejaban de la propuesta. Piensen en el prestigio de su calle. Piensen en la seguridad de sus hijas. No podrán regresar andando a casa por la noche. Por no hablar de la cotización de sus viviendas…

Amenazaron con acudir a los tribunales, una amenaza no desdeñable. Pocos meses antes, los denunciantes de una zona acomodada de Hamburgo habían ganado un caso parecido. Burckhardt creó un grupo para intentar neutralizarlos. «Enviamos octavillas de réplica donde decíamos: “Si nosotros no podemos asumirlo, ¿quién podrá?”», me explicó mientras tomábamos el té en el salón de la mansión. Siguiendo la táctica del palo y la zanahoria, también buscó la colaboración de figuras destacadas de la escena cultural berlinesa y pidió a actores, empresarios teatrales y autores que acudiesen a dar charlas o a presentar películas o veladas musicales. E invitó a esos mismos vecinos a participar en las actividades junto con los refugiados. La oportunidad de codearse con celebridades culturales era demasiado tentadora para dejarla escapar y la resistencia comenzó a ceder. La asociación se amplió rápidamente. Algunos socios se ofrecieron para organizar tertulias donde poder practicar el idioma, una bolsa de trabajo, asistencia jurídica. Muchas de las personas voluntarias eran señoras ya mayores que compartían las tareas con hombres veinteañeros, en su mayoría árabes. Al principio se plantearon algunos problemas de adaptación intercultural. ¿Era adecuado servir bebidas alcohólicas en las veladas? Las sirvieron. También hubo alguna situación embarazosa cuando resultó que la película programada contenía escenas de contenido sexual. A partir de entonces, Burckhardt las seleccionó con mayor cuidado. Cuando el ambiente se fue distendiendo y aumentó la confianza, organizaron sesiones dedicadas a propiciar el encuentro entre artistas sirios y alemanes. Durante el día, Schmitz y otros voluntarios organizan cursos de formación para la búsqueda de empleo, en sus locales y también fuera, e intentan conseguir puestos de aprendizaje o de trabajo en prácticas para los inmigrantes. Visitan las oficinas de empleo para hablar con los funcionarios que tienen dificultades para atender a esos nuevos solicitantes. Trabajan incesantemente para recaudar fondos solicitando donativos tanto a personas con altos ingresos y a grandes empresas como mediante una hucha instalada en el local.

La aceptación entre el vecindario no es general, pero algunas personas están arrimando el hombro. Unos cuantos vecinos han acogido en su casa a refugiados a título individual. Burckhardt y Schmitz tuvieron alojado a un joven llamado Mohammed, que ha estado compaginando los estudios con un trabajo a tiempo parcial para Oxfam. Cuando se topa con actitudes racistas u hostiles (algo que no ocurre a diario, pero sí con suficiente frecuencia como para llegar a formar parte de su experiencia vital), Mohammed intenta quitarle importancia. «Alles unter Kontrolle» (todo controlado), dice. En diciembre de 2016, un tunecino a quien habían denegado el asilo irrumpió al volante de un camión en uno de los mercados navideños más populares de Berlín causando la muerte a doce personas y lesiones a más de cincuenta. Mohammed y sus amigos se quedaron petrificados, temiendo una posible venganza. «Acudió a nosotros preguntándose qué podían hacer —recuerda Schmitz—. Se organizaron a través de Facebook y decidieron acudir al hospital de la Charité para donar sangre como un gesto de solidaridad».

Conocí a Burckhardt y Schmitz a través de su hija, que trabaja en la puesta en marcha de empresas tecnológicas. Son unas personas extraordinarias. Cuando les pregunté si creían que la situación estaba mejorando o iba a peor, Burckhardt respondió que lo uno y lo otro. «Tenemos grandes altibajos».

Hago el ejercicio mental de comparar la hostilidad de la gente de Heidenau con la reacción de los vecinos de Charlottenburg. Un grupo está irritado, enfadado, se siente menospreciado, su reacción es violenta. La única actividad viable en esa población de Sajonia, próxima a la frontera checa, es una fábrica de neumáticos. Es un ejemplo típico de lugar donde la extrema derecha confluye con una situación económica convulsa que genera resentimiento sumada a la llegada de extranjeros con una tonalidad de piel distinta. En el segundo caso, en el arbolado extremo occidental de Berlín, la llegada de solicitantes de asilo alteró momentáneamente la tranquilidad de un vecindario acomodado. Su respuesta fue legalista, pasivo-agresiva. ¿Qué es peor? Yo diría que unos y otros son tal para cual.

Uno de los numerosos ejemplos estimulantes de iniciativas empresariales con fines sociales es un restaurante llamado Lawrence. Se encuentra en mi zona preferida de Berlín, el Scheunenviertel, el barrio de las cocheras, donde se concentran galerías de arte, cafeterías y cooperativas. El restaurante está en una esquina frente a la sinagoga principal de la ciudad, uno de sus edificios más dolorosamente evocadores (y más fuertemente vigilados). Lo abrió Frank Alva Buecheler, un director teatral que a lo largo de sus cuarenta años de carrera ha trabajado en diversos lugares del mundo con algunas de las figuras más destacadas del panorama escénico. En 2015, tuvo una experiencia de esas que marcan un punto de inflexión en la vida. Una organización de ayuda humanitaria lo invitó a visitar un campo de refugiados en el norte del Líbano. «Ese viaje me cambió la vida. Estaba cerca de la frontera con Siria. Podía oír los bombardeos y las ráfagas de ametralladora. Tenía cincuenta y ocho años y era la primera vez que veía directamente una guerra». Sus padres y sus abuelos no tuvieron una vida tan protegida.

El Gobierno de Berlín había abierto otro albergue para refugiados en un hospital en desuso cerca de la sinagoga. Buecheler acababa de regresar de su viaje cuando tuvo noticia de que iban a renovar el hospital para destinarlo a otros fines. Los refugiados quedarían dispersos, redistribuidos en diversos lugares de la ciudad. Necesitaban un sitio donde poder reunirse y él encontró el local donde estábamos sentados en aquel momento, una antigua farmacia y barbería. «Había cuarenta aspirantes a ocupar este espacio, entre ellos Starbucks». El ayuntamiento se lo otorgó a él, impresionado por su proyecto de abrir una galería y un foro cultural en la segunda planta, que se financiarían en parte con los ingresos de un restaurante instalado en la planta baja. De inmediato me pregunté: ¿qué otro ayuntamiento de una capital internacional habría cedido un codiciado inmueble de alto precio a una organización sin afán de lucro como la suya? Allí se celebran casi a diario lecturas y conferencias sobre temas relacionados con la cultura árabe y de Oriente Medio. En el espacio dedicado a las muestras de arte se han presentado más de una docena de exposiciones. Buecheler dice que alrededor de una tercera parte de las personas que acuden al restaurante y al foro cultural son originarias de Oriente Medio, un tercio procede de otras partes del mundo y el otro tercio son alemanes y alemanas. La mayor parte del personal lo integran refugiados de guerra. Su organización, llamada Freeartus, está en la cresta de la ola. A la gente le gusta ser vista allí. Un exministro de Economía forma parte de la junta directiva. La esposa del presidente Steinmeier come en el restaurante y a veces pide una fiambrera para llevarle a su marido los restos de la comida que ha compartido con su grupo cuando él tiene que trabajar hasta tarde. Buecheler dice que tienen pensado hacer un intercambio y abrir un restaurante de comida alemana en Beirut.

En 2015, la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) cifró en sesenta millones el número de personas desplazadas en el mundo, el máximo alcanzado desde 1945. El año siguiente, la guerra en Siria había desplazado a unos trece millones de ciudadanos, según las estimaciones.[81] La mitad habían huido fuera de sus fronteras; la mayoría recalaron en el Líbano, un país ya atenazado por la violencia, la inestabilidad y la miseria. Jordania también acogió a bastante más de un millón. Un número equivalente acabó llegando a Europa. Muchos de ellos residen ahora en Alemania.

«Wir schaffen das»,[82] declaró Angela Merkel después de visitar un campo de refugiados dentro de su propio país. Y lo repetiría reiteradamente durante las semanas siguientes: podemos asumirlo. Ella pudo y a la vez no pudo con ello. En septiembre de 2015, Alemania recibió con los brazos abiertos a los desamparados del mundo. Lo hizo para ayudar a Grecia e Italia, que estaban sufriendo los efectos de su posición como primeros puertos de llegada. Lo hizo por compasión y para exhibir ante el mundo una nueva Alemania. También lo hizo en calidad de dirigente europea y no solo alemana. Centenares de ciudadanos locales acudieron a la estación central de Múnich los días siguientes para aplaudir a los refugiados que iban llegando. Los locales abrieron sus puertas para ofrecer «cenas de bienvenida». Se habilitaron polideportivos y centros comunitarios como puntos de ayuda de emergencia. Los centros de salud se hicieron cargo de los enfermos. Las escuelas acogieron a los niños y niñas.

Alemania mostró su mejor cara. ¿Qué falló, entonces? ¿Realmente falló alguna cosa? Para Merkel, ciertamente algo salió mal. No volvió a recuperar su anterior prestigio. Se vio obligada a adelantar la fecha de su retirada. Muchos cuestionaron su motivación o, alternativamente, su competencia. Por mi parte, no lo veo así. Para mí, fue uno de los momentos más extraordinarios de la rehabilitación de Alemania después de la guerra.

Desde luego, la situación cogió desprevenidos a la canciller y sus funcionarios. Durante el periodo 2014-2015, en que enormes oleadas de personas desamparadas comenzaron a acumularse en el sur de Europa —las que no habían muerto en alta mar durante la travesía—, los dirigentes europeos estaban ocupados atendiendo a otra crisis. La saga del endeudamiento y el rescate de Grecia había absorbido toda su atención y provocado divisiones. En virtud de un tratado firmado en Dublín en 1997, la Unión Europea había decidido que los solicitantes de asilo debían registrarse y permanecer en el primer país de entrada en la Unión. En otras palabras, el Estado donde primero llegase un inmigrante tenía que hacerse cargo de su caso, aunque la persona no tuviera intención de quedarse allí. Una solución aparentemente sencilla, pero también injusta y poco práctica. En 2004 se había creado una nueva agencia dedicada a la protección de las fronteras, Frontex, encargada de colaborar en el control de la frontera exterior. Esta actuaba sobre todo como organismo asesor y era sumamente ineficaz. Grecia e Italia, situadas en el flanco meridional fronterizo con Oriente Medio y el norte de África, no estaban en condiciones de afrontar solas la situación.

El historial de Alemania en materia de inmigración desde el final de la guerra era desigual. Además, se basaba en una definición tradicional de ciudadanía que la vinculaba a la ascendencia familiar. Desde la década de 1950 hasta la de 1990, el país se había estado apoyando progresivamente en un contingente de centenares de miles de Gastarbeiter, «trabajadores invitados», procedentes sobre todo de Turquía e Italia. Ellos gestionaban las tiendas y las cafeterías. Trabajaban como peones en las fábricas y también en la industria pesada, en el sector del carbón y en la siderurgia, por ejemplo. Tenían muy pocos derechos. La integración era escasa y su representación, aún menor. El Gobierno no tenía la menor intención de modificar su situación legal. Si no les gustaba, podían regresar a su país cuando quisieran. Una actitud que contrasta con la política de puertas abiertas aplicada en el caso de los alemanes del Volga. En el siglo XVIII, cuando la «princesa alemana» Catalina la Grande ocupó el trono imperial ruso, decenas de miles de alemanes se desplazaron hacia el este y fundaron asentamientos, sobre todo a lo largo del curso del río Volga. Esas comunidades conservaron su lengua y sus costumbres. En la época soviética contaron con su propia «república autónoma», con una capital llamada (apropiadamente) Engels. Cuando Hitler invadió el lugar en 1941, los alemanes del Volga fueron perseguidos y muchos de ellos recluidos en campos de trabajos forzados. Una tercera parte no sobrevivió a las privaciones. Durante la perestroika, bajo el gobierno de Mijaíl Gorbachov, se los autorizó a marcharse si así lo deseaban. Como resultado, en Alemania residen ahora más de dos millones de esos Aussiedler, emigrantes que debido a su ascendencia étnica fueron acogidos de inmediato sin ninguna condición. El ius sanguinis, «derecho de sangre», es un factor determinante para acceder al derecho de ciudadanía en muchos países del mundo. Dada la historia de Alemania, llama la atención que este principio se siguiera aplicando, con característico rigor, durante tanto tiempo.

Esta política se modificó en 2000. El Gobierno de Schröder aprobó una norma que otorgaba el derecho a disponer de pasaporte alemán a determinados grupos de hijos de padres extranjeros, pero nacidos y criados en el país. En 2014, se hizo extensivo ese derecho a todos los nacidos en Alemania. Es decir que, pese a todo el furor desencadenado contra Merkel, la composición demográfica del país ya había cambiado antes de la oleada migratoria de 2015. Actualmente, una de cada cuatro personas residentes en Alemania, casi veinte millones en total, es de «origen inmigrante», con al menos un progenitor no alemán. Hay más de cuatro millones de personas de origen turco, un 5 por ciento de la población total. Según datos de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), Alemania es actualmente el segundo destino más popular entre quienes desean emigrar (detrás de Estados Unidos, que mantiene la primera posición pese a todos los esfuerzos de Donald Trump).[83] Alemania aventaja a Australia, que levantó los puentes levadizos ya hace tiempo, e incluso a Canadá, que ha exhibido durante años con orgullo su cultura de acogida.

El cambio de rumbo de Alemania con respecto a la inmigración estuvo motivado por numerosas y complejas consideraciones. En parte respondió al deseo de una nueva hornada de políticos, sobre todo de centro y de izquierdas, de promover un país más heterogéneo y abierto. Y en parte fue fruto de la necesidad, impulsado por una reducción de la población en edad de trabajar y un aumento de la proporción de personas jubiladas ya mayores. Alemania se estaba quedando sencillamente sin trabajadores. La escasez era particularmente acusada en los servicios sanitarios, los servicios sociales y el sector de la construcción. Los demógrafos indican que esto se explica por unas tasas de natalidad continuadamente bajas y una población cada vez más envejecida. Actualmente todavía necesita importar a unos quinientos mil trabajadores cada año. Una nueva ley de inmigración laboral, con el sonoro título de Fachkräftezuwanderungsgesetz, autoriza ahora a los trabajadores cualificados, especialistas en tecnologías de la información, por ejemplo, a permanecer durante seis meses en el país mientras buscan un empleo, con la condición de que puedan asumir personalmente sus gastos. La ley ofrece la posibilidad de obtener un permiso de residencia permanente a los solicitantes de asilo que encuentren un empleo y tengan un dominio adecuado del alemán. Desde 2015, una tercera parte de los inmigrantes llegados con la gran oleada han encontrado trabajo. ¿Esto significa un éxito o un fracaso? Yo diría que no es un mal resultado.

Dos imágenes se han convertido en la representación icónica de un episodio extraordinario que tuvo lugar en un intervalo de cuarenta y ocho horas a principios de septiembre de 2015. Todo el mundo recuerda las fotografías del cuerpo sin vida de un niñito sirio de tres años, llamado Alan Kurdi, tumbado boca abajo junto a la orilla de una playa turística próxima al balneario turco de Bodrum. Él y su familia habían intentado cruzar hasta la isla griega de Kos. Muchas personas pagaban cantidades exorbitantes a los traficantes de seres humanos para subirse a un bote desvencijado como el que ocupaban ellos, solo para acabar naufragando. Y lo siguen haciendo, con la única diferencia de que muchos europeos parecen ahora más indiferentes a su sufrimiento.

El día siguiente, 3 de septiembre, a más de tres mil kilómetros de distancia, en la estación central de Múnich, se desarrolló una escena totalmente distinta. Centenares de ciudadanos locales se alinearon junto a las vías con pancartas que decían: «Welcome to Germany» (en inglés). Llevaban ramos de flores, regalos y comida para el primer contingente de refugiados que finalmente habían sido autorizados a salir de Hungría por la frontera austriaca y continuar su épico viaje hasta alcanzar un lugar seguro. La televisión emitió en directo esa manifestación desbordante de compasión. Las redes sociales retransmitieron al instante las imágenes al mundo entero. Los refugiados habían encontrado al fin quien los acogiera. Su odisea parecía haber terminado.

Mientras iba creciendo descontroladamente la afluencia de refugiados a través de Lampedusa, Kos y otras islas y puertos del sur de Europa, la procesión de la miseria seguía avanzando a través de los Balcanes. Desde Serbia intentaron cruzar a Hungría, solo para encontrarse con una barrera de alambradas erigida a toda prisa, vigilada por perros. Los que intentaban cruzarla eran repelidos con gases lacrimógenos, espray irritante y cañones de agua. El Gobierno nacionalista de derechas de Viktor Orbán se mostró inflexible y comparaba a los refugiados con una horda invasora. Este antiguo disidente anticomunista fue el primer dirigente europeo en aprovechar en beneficio propio (o fomentar) un creciente desasosiego entre la población autóctona. El presidente Trump lo cubriría más adelante de elogios.

Merkel había visto lo que estaba ocurriendo y decidió actuar sin demora. Ordenó que Alemania abriese sus puertas y solo en ese primer fin de semana llegó una oleada de veinte mil personas, la mayoría procedentes de Siria. Los donativos de las tiendas y de familias particulares recibidos en los puntos establecidos para la recogida de alimentos, ropa, artículos de aseo y juguetes fueron tan abundantes que la policía tuvo que emitir un comunicado pidiendo a los ciudadanos que no llevasen nada más. Acababa de nacer una nueva palabra, Willkommenskultur, cultura de la bienvenida. Según el Instituto Allensbach, una empresa demoscópica, la mitad de la población alemana mayor de dieciséis años contribuyó de algún modo a prestar ayuda a los refugiados durante los primeros meses. Algunas personas hicieron donativos, otras ofrecieron ayuda más práctica, como intérpretes o gestores de trámites burocráticos. En el plazo de pocas semanas, centenares de miles de personas llegaron en tropel al país, en tren, en autobús y también a pie. La mayoría sin dinero, muchas enfermas. Entre ellas había muchos menores no acompañados, traumatizados por los enfrentamientos fratricidas y los largos y penosos desplazamientos. En inimitable estilo alemán, las autoridades adoptaron medidas para hacer frente al problema. Se construyeron campamentos y se habilitaron edificios desocupados. Se formaron equipos de médicos, enfermeros y psiquiatras voluntarios con el apoyo de intérpretes. En la segunda fase de la operación, se asignó a cada estado federado un número determinado de inmigrantes, calculado según una fórmula que tenía en cuenta su población y sus ingresos tributarios.

Ningún país manifestó ni por asomo una generosidad equiparable. Europa Central quería cerrar las puertas. Francia y el Reino Unido manifestaron a regañadientes que intentarían acoger algunos refugiados más, pero solo de manera escalonada a lo largo de bastante tiempo. Ninguna de esas respuestas era de utilidad inmediata. El contraste saltaba a la vista. Una columnista del diario británico Mirror lo resumió así: «Soy capaz de imaginar muchas cosas, pero me resulta imposible visualizar la imagen de centenares de británicos escribiendo “Wilkommen zu Britannien” sobre sábanas y enarbolándolas desde lo alto de los acantilados de Dover».[84] Y señalaba que, incluso antes de la afluencia reciente, las Naciones Unidas ya situaban a Alemania como el tercer país del mundo con la mayor población inmigrante. El Reino Unido ocupaba el noveno lugar en la lista. «Sin embargo, entre nosotros es donde la inmigración despierta más pánico. Ellos aprendieron la lección, descubrieron la humildad y han hecho un gran esfuerzo para actuar correctamente. Nosotros nos limitamos a burlarnos y a proclamar ante el mundo que éramos moralmente superiores. Y ahora corremos un serio riesgo de perder el derecho a hacer ni lo uno ni lo otro».[85]

Los países vecinos deberían avergonzarse de no haber sabido mostrar la misma generosidad. Desde 2014 hasta julio de 2019, más de 1,4 millones de personas solicitaron asilo en Alemania, casi la mitad del total de solicitudes presentadas en el conjunto de la Unión Europea y seis veces más que las recibidas en Francia. El Reino Unido no ha aceptado prácticamente ningún inmigrante y ha erigido barreras aún más altas en los puertos franceses y belgas. Cuando unos pocos botes inflables cargados de iraníes llegaron a las playas de Kent en diciembre de 2018, el entonces ministro de Interior, Sajid Javid, hizo saber que había «regresado a toda prisa del safari que estaba realizando con su familia» en Sudáfrica para actuar ante lo que calificó como un «incidente grave». Reubicó dos buques de la Fuerza de Fronteras que estaban destacados en el Mediterráneo con el fin de dedicarlos a la protección de las costas británicas. Los medios de comunicación del Reino Unido lo describieron como una actuación firme y decidida, en vez de presentarlo como la bochornosa exhibición de cara a la galería que realmente era.

Antes de la crisis de 2015, el enfoque general del Gobierno de Merkel con respecto a la inmigración había sido fluctuante. La CDU había intentado impedir en años anteriores la entrada de solicitantes de asilo procedentes de Albania, Montenegro y Kosovo, con el argumento de que ya eran países de origen seguros. Sus socios de coalición del SPD frenaron esos intentos. Dos meses antes de las escenas de Múnich, Merkel había sido entrevistada en un programa de preguntas en directo llamado Vivir bien en Alemania, con la participación de un grupo de estudiantes desde el plató. La canciller ya había participado en programas parecidos en otras ocasiones y este empezó bien, pero luego todo se torció. El panel de entrevistadores incluía a la joven palestina de catorce años Reem Sahwil, llegada cuatro años antes tras huir con su familia del campo de refugiados de Baalbek, en el valle libanés de la Becá. Con voz temblorosa y en un tono sumamente educado, en lo que los comentaristas describirían luego como un perfecto alemán (perfektes Deutsch), dijo que en Alemania todo el mundo la había tratado muy bien. Su objetivo era estudiar en la universidad, pero temía que acabasen deportándola. «No es agradable ver que otros pueden disfrutar de la vida y yo, en cambio, no puedo —dijo—. Yo también quiero estudiar como ellos». En vez de simpatizar con ella, Mutti Merkel la sermoneó. Si Alemania permitía que se quedase en el país, miles de refugiados palestinos y miles de personas procedentes de África acudirían en tropel a Alemania, le espetó. «No podemos asumir algo así».[86]

Reem rompió en sollozos y la situación fue de mal en peor. «¡Oh, Dios mío! Pero si has estado magnífica», intentó consolarla una desconcertada Merkel. «No creo que a ella le preocupe si ha estado magnífica o no —replicó la moderadora—, lo que ocurre es que está viviendo una situación angustiosa». «Ya sé que su situación es angustiosa. Por eso quisiera darle una palmadita», respondió Merkel mientras se acercaba a la joven para ponerle una mano en el brazo. La palabra que utilizó, streicheln, se suele emplear en alemán para describir el gesto de acariciar a un gatito o algún otro animal de compañía de pequeño tamaño. La grabación de ese momento se hizo viral y generó una etiqueta muy popular en Twitter, #merkelstreichelt. Al día siguiente, la prensa acudió al colegio de Sahwil en Rostock, en el noreste de Alemania. Allí averiguaron que, además de ser refugiada, la joven había entrado en el país con un visado por motivos médicos. Nacida prematuramente dos meses antes de lo previsto, había sufrido una insuficiencia de oxígeno al nacer y había acabado con graves dificultades para caminar. Una condición que empeoró después de verse involucrada en un accidente de coche a los cinco años. Hija de un soldador, había llegado a Alemania con escasos estudios formales y sin conocer el idioma. En aquel momento era la primera de su clase.

Merkel fue acusada de falta de tacto y de no tener corazón. Al parecer, otras preocupaciones distraían en aquel momento su atención. Acababa de regresar de una conflictiva reunión de los jefes de Gobierno de la UE para tratar sobre la crisis de endeudamiento europea. Se había alcanzado un acuerdo para el rescate de Grecia, pero todo el país, empezando por su primer ministro, se había sentido humillado por Merkel y por Alemania. Su prestigio mundial se había hundido.

¿Influyó este hecho en sus siguientes decisiones? Cabe suponer que sí. En aquel momento también la reconcomía otra crítica. Los comentaristas alemanes coincidían en definir su estilo de liderazgo como monótono y caracterizado por la aversión al riesgo. Este podría ser, por lo tanto, un motivo por el cual —un mes más tarde, después de ver las imágenes televisadas de la alambrada en la frontera húngara y los refugiados desesperados— dejó de lado toda cautela e hizo lo que le dictaba el corazón. Sin pararse a coordinar la decisión con sus socios europeos o recabar la aprobación del Parlamento. Simplemente les abrió las puertas. Y moralizó al respecto. «Si tenemos que pedir disculpas por mostrar una cara amable en una situación de emergencia, este ya no es mi país»,[87] declaró.

¿Lo hizo sobre todo o exclusivamente por compasión? ¿O sus motivos eran únicamente políticos: mantener unida a la UE (desgarrada por la crisis griega), salir de un atolladero o cubrir los puestos de trabajo vacantes en las empresas alemanas? ¿O de hecho fue —como sugirieron excéntricamente algunos comentaristas— una nueva manifestación de nacionalismo alemán, ahora bajo la guisa de superpotencia humanitaria?

Dos libros sobre la crisis publicados simultáneamente fueron sendos éxitos de ventas. Die Getriebenen (Los motivados), de Robin Alexander, un periodista que escribe para Die Welt, se lee como una novela política de misterio. Insinúa que Merkel estuvo considerando la posibilidad de adoptar una posición dura hasta que leyó las encuestas. En el momento de máximo apogeo de la oleada global de compasión, antes de que volvieran a entrar en juego otros intereses, un 93 por ciento de los alemanes estaban a favor de liberalizar la política inmigratoria. El libro de Konstantin Richter Die Kanzlerin. Eine Fiktion (La canciller. Una ficción) es más bien un psicodrama que examina la personalidad de Merkel, a su entender más compleja de lo que perciben tanto sus detractores como quienes la aplauden. Richter se remonta al Tercer Reich y la Vergangenheitsaufarbeitung, la elaboración del pasado. «Los alemanes han asumido ahora el papel de líderes morales. Durante los años de la postguerra, otros países nos envidiaban por nuestro éxito económico, pero no nos consideraban personas agradables ni de buen corazón. Ahora, millones de personas en el mundo sueñan con venir aquí y nos sentimos halagados».[88] Sus comentarios sobre Merkel no son demasiado generosos. Le reprocha haberse subido al carro de Los Verdes, que fueron quienes organizaron la bienvenida en Múnich y otras ciudades. Y dice que le encanta que los refugiados se agolpen a su alrededor y se hagan selfis con ella. «Fue una manifestación de narcisismo colectivo. Los refugiados nos hicieron sentirnos orgullosos de nosotros mismos».[89]

Me chocó la vehemencia con que resume lo ocurrido. Últimamente he empezado a oír una cantinela parecida en boca de otros. El jefe de una pequeña empresa de Leipzig me describió todo lo ocurrido como un Schuldschein, un pagaré, que debe saldar Alemania. «Tenemos que salvar al mundo, ahorrar energía, acoger a gente». En la Universidad de Mainz escuché un mensaje parecido en boca de Andreas Rödder, profesor de Historia Moderna y autor de un nuevo libro titulado Wer hat Angst vor Deutschland? (¿Quién teme a Alemania?):[90] «Fue el gran acto de reparación moral por las culpas de guerra de Alemania».

En un cierto sentido, no importa por qué actuó Merkel como lo hizo, si obró influida por consideraciones éticas, por mezquinos intereses políticos o arrastrada por la marea de la historia. Lo hizo y lo que hizo cambió a Alemania.

Los ánimos no tardaron mucho en agriarse por ambas partes. Los refugiados tenían grandes expectativas. Los traficantes les habían dicho que prosperarían y encontrarían trabajo muy pronto. Meses después de llegar, seguían languideciendo en dormitorios colectivos temporales, llenos de añoranza y con dificultades para aclimatarse. La población local había dado por supuesto que los refugiados manifestarían una gratitud duradera por la acogida recibida. En algunos círculos se puso de moda menospreciar el voluntariado como un privilegio liberal. Se describía despectivamente a los voluntarios como Gutmenschen (buenistas).

Cuanto más arreciaban las críticas contra ella, más apasionadamente empecinada se mostraba Merkel. Compareció en el programa de debate de Anne Will, el de mayor audiencia del domingo por la noche, para explicar por qué hacía lo que estaba haciendo. «Estoy luchando por ello», declaró. No tenía un plan B. «Es mi condenada responsabilidad y mi deber hacer todo lo posible para encontrar una salida común europea a esta situación». Veía cómo se iban desintegrando a ojos vistas el apoyo público y la cohesión europea. No podía permitir que eso ocurriera.

Incluso a esas alturas, la animosidad contra los inmigrantes permanecía todavía en gran parte soterrada. Un incidente hizo aflorar el resentimiento que se estaba cociendo. Las agresiones sexuales masivas perpetradas por grupos organizados contra numerosas mujeres durante el fin de año de 2015 en Colonia dieron un vuelco a la situación. Los primeros días después del suceso solo salieron a la luz noticias esporádicas sobre el caos vivido. De hecho, según la nota de prensa difundida por la policía el día de Año Nuevo, el ambiente había sido «distendido» y las celebraciones «en su mayor parte pacíficas».[91] No obstante, ese mismo día, empezaron a aparecer mensajes en grupos de Facebook que hablaban de agresiones sexuales en la estación central y sus alrededores. El 4 de enero, el jefe de policía cambió el relato. Se habían cometido actos delictivos de «una dimensión completamente nueva»,[92] anunció Wolfgang Albers. Los presuntos agresores parecían ser árabes o norteafricanos. Esta declaración fue noticia de primera página en todo el mundo. El Bild advirtió de la presencia de «bandas de agresores sexuales en toda Alemania».[93] Mientras tanto no paraba de aumentar el número de denuncias de agresiones cometidas esa noche. El primer día, la policía recibió treinta denuncias. Finalmente, un total de 492 mujeres acabaron denunciando incidentes de violencia sexual, una categoría que incluye el acoso, las agresiones y la violación.[94] Los sucesos de Colonia tuvieron repercusiones inmediatas. Se empezó a hablar de «nuestras mujeres» y de la necesidad de defenderlas.

¿Por qué los hechos se dieron a conocer solo con cuentagotas? En un seminario restringido para periodistas celebrado en Berlín unos años después, un reportero destacado reconoció: «Tardamos demasiado en reaccionar, fuimos demasiado cautelosos al informar sobre los problemas registrados con personas refugiadas. Al principio sin duda fue así. Eso exacerbó los problemas de desconfianza».[95] Así fue, en efecto. Ese acobardamiento liberal, como lo describió uno de los presentes, no se limitó a ese incidente ni fue exclusivo de Alemania. Y no afectó solo a los medios de comunicación. La policía y las autoridades municipales también se mostraron remisas a darle excesiva importancia. En toda Europa se dieron otros ejemplos en la misma época. Uno de esos casos ocurrió en el norte del Reino Unido, en la ciudad de Rotherham, donde se supo que grupos de hombres, sobre todo musulmanes, habían estado acosando sexualmente a niñas vulnerables, predominantemente blancas, durante años (desde finales de los años ochenta hasta principios de los 2000). Incluso cuando The Times informó al respecto, las autoridades no se decidieron a intervenir. El informe oficial era escandaloso y revelaba que una mezcla de opacidad, incompetencia, sexismo y temor a ofender a una minoría étnica había tenido por efecto que durante muchos años no se prestase atención al problema.

En las décadas de 1970 y 1980, Alemania creía haber encontrado la fórmula para evitar cualquier posible resurgir de la extrema derecha: dar voz a la derecha, pero asegurándose de que no traspasase los límites de lo respetable. El político más importante de aquella categoría en aquel tiempo fue Franz Josef Strauss. En su calidad de ministro de Defensa bajo el gobierno de Adenauer, se manifestó firmemente a favor de la OTAN y también abogó por la distensión con la URSS. Desde su puesto de ministro de Hacienda y posteriormente primer ministro de Baviera apoyó el desarrollo de la industria alemana. Llegó a ser una figura tan destacada que el canciller Kohl siempre lo vio como un perenne competidor. Strauss se situaba claramente a la derecha y se preciaba de ello. Patriota confeso, elogiaba el papel de las fuerzas armadas (que diferenciaba de los nazis y sus unidades especiales) en la Segunda Guerra Mundial y no era partidario de darle vueltas al pasado. Entre los numerosos jefes de Estado que asistieron a su funeral en 1988 estaba el presidente P. W. Botha de la República Sudafricana del apartheid. Los Verdes se negaron a rendirle tributo y el SPD lo hizo con sordina. Strauss y su partido, la Unión Social Cristiana (CSU), cumplieron una función fundamental como representantes de una porción importante de la opinión pública que no era del agrado de muchos, pero estaba dentro de los límites de lo aceptable y no cuestionaba la constitución. Más allá de ella comenzaba la zona de peligro. «Ningún partido legítimo puede estar situado a la derecha de la CSU»,[96] advirtió Strauss.

Durante bastante tiempo tuvo razón. Hasta que llegó la AfD, Alternative für Deutschland, la Alternativa para Alemania.

Los orígenes de esta formación se sitúan en el mundo cerrado de la academia. En septiembre de 2012, un grupo de economistas, expolíticos y otros acólitos diversos fundaron la Alternativa Electoral, un colectivo contrario al rescate de Grecia. A su entender, la eurozona era inherentemente inestable, dado que requería que los países del Sur, débiles y poco hacendosos, se adecuasen a unas estructuras para las que no estaban preparados, mientras que Alemania y otros países «responsables» y «trabajadores» se veían obligados a apechugar con las consecuencias. Algunos de los primeros miembros del grupo jugueteaban con la idea de reinstaurar el amado Deutschmark. Su primera figura pública fue Bernd Lucke, un economista de la Universidad de Hamburgo. Sus debates no llegaron a tener prácticamente ningún eco en la política convencional. Se los desestimó tachándolos de excéntricos y chalados.

Al cabo de seis meses cambiaron de nombre y se configuraron como un partido en toda regla. Frauke Petry, una empresaria de Dresde y química de formación, se sumó a Lucke. Su discurso euroescéptico empezó a obtener publicidad y ganar popularidad, por lo menos en un cierto nicho. Su primer despegue tuvo lugar en las elecciones al Parlamento Europeo de 2014, las mismas en que el Partido de la Independencia de Nigel Farage obtuvo el porcentaje mayor de votos en el Reino Unido, para desconcierto del establishment. Otros grupos de derechas obtuvieron buenos resultados en otros países. Pocos meses después, la AfD ya había logrado superar con facilidad el umbral del 5 por ciento, accediendo así a los Parlamentos de los estados federados de Sajonia, Turingia y Brandemburgo. No obstante, nada más llegar comenzó a fraccionarse y sus dirigentes se escindieron para formar sus propios grupos.

La crisis de los refugiados salvó al partido de caer en el olvido y lo convirtió en lo que ahora es. La AfD cultivó un relato según el cual las preocupaciones de la «población blanca laboriosa» no estaban siendo atendidas, la clase dirigente liberal de izquierdas estaba urdiendo un gigantesco engaño y los medios de comunicación no eran de fiar. No actuaba en solitario. Donald Trump legitimaba las mismas ideas; los promotores del brexit también las estaban utilizando. Mientras partidos populistas, como el Frente Nacional en Francia y el PVV de Geert Wilders en los Países Bajos, iban ganando terreno en otros países europeos en la década de 2000 y principios de la siguiente, Alemania creyó que, tras las lecciones de la guerra, su población había quedado inmunizada frente a los discursos extremistas.

Sin embargo, pocos meses después de la llegada de los inmigrantes, la AfD se abrió paso en las elecciones regionales y obtuvo un 15 por ciento de los votos en el rico estado federado de Baden-Wurtemberg y un 12 por ciento en Renania-Palatinado, ambos en el oeste del país. En Sajonia-Anhalt, en el este, consiguió una asombrosa cuarta parte de los sufragios y fue el segundo partido más votado. De improviso pasó a formar parte del elenco político.

Y eso fue solo el comienzo. El resultado de las elecciones generales de septiembre de 2017 provocó un terremoto político. La CDU de Merkel las ganó, por los pelos. Su cuarta victoria consecutiva tendría que haber monopolizado los titulares de los periódicos. Pero no fue así. El éxito asombroso de la AfD eclipsó todo lo demás, con el 12 por ciento de los votos emitidos a escala nacional, que le otorgaron noventa y cuatro escaños en el Parlamento, más que los obtenidos por Los Verdes o el FDP. Cuando Merkel se vio obligada a formar otra GroKo, otra gran coalición, con un reacio SPD, la AfD se convirtió en el mayor partido de la oposición. Fue un suceso extraordinario, algo que la mayoría de los alemanes pensaban que no llegaría a ocurrir, no podía ocurrir, jamás. El sistema político se veía directamente amenazado y también la autoestima del país.

Entre tanto, la popularidad de la AfD no ha menguado. La gente ha proyectado lo que ha querido en este partido contestatario. Se convirtió en un Sammelbecken, un receptáculo donde poder depositar toda una serie de agravios, en parte económicos pero sobre todo relacionados con la identidad. Que fuera bien acogida en el Este es una cosa, pero ¿cómo se explican sus buenos resultados también en el Oeste? La AfD ha absorbido votantes de todos los partidos, de la CDU, del SPD, de Die Linke, hasta de Los Verdes. Se convirtió en el desembarcadero natural para quienes ya habían desistido de acudir a las urnas. La imagen de los votantes de la AfD que se ha generalizado —los rezagados ya mayores residentes en pequeñas ciudades del Este— solo refleja una parte de la historia. La Alianza ha cosechado recientemente algunos de sus éxitos más impresionantes en la franja de población de veinticinco a treinta y cinco años. Muchos de sus seguidores de esta generación más joven en el Este tienen empleos relativamente bien remunerados en la industria o puestos seguros en la enseñanza universitaria. Diríase que se están tomando un desquite con retraso, procesando los traumas que experimentaron sus padres durante los años convulsos de principios de la década de 1990 (aunque ellos mismos no pudieron vivirlos porque aún no habían nacido). Es posible que sus padres perdieran el empleo o el sentimiento de pertenencia durante la conmoción de los años noventa. Sienten nostalgia de la RDA sin tener apenas memoria de ella. Son conservadores, sienten aversión al riesgo y ven la globalización como un problema añadido.

La AfD ha entrado en un círculo virtuoso. Cuantos más escaños consigue, mayor es la financiación que recibe del Estado y dispone de más minutos en la televisión, lo cual le reporta un mayor número de votos. En octubre de 2017, los telespectadores tuvieron la oportunidad de conocer el mundo de Alexander Gauland y Alice Weidel, una extraña pareja que acababa de asumir conjuntamente la dirección del partido. Ella era una elección curiosa en un partido que detesta los «estilos de vida alternativos». Devota de Hayek, ha trabajado para el Banco de China en varios lugares del mundo y habla con fluidez el mandarín. Comparte con Steve Bannon, antaño máximo estratega de Donald Trump, el honor de ser posiblemente la exbanquera de Goldman Sachs más de derechas del mundo. Lo más enigmático es que vive en Suiza, donde está criando dos hijos varones con su pareja lesbiana, una cineasta suiza de treinta y seis años nacida en Sri Lanka. El vínculo que la une a un partido de varones blancos ya maduros que defienden los valores familiares tradicionales es su común aversión a los extranjeros (excepto su pareja y una refugiada siria que, según una información publicada en Die Zeit, tuvieron empleada ilegalmente como criada). Gauland, un antiguo periodista en la setentena, es un anglófilo declarado que piensa que Margaret Thatcher, nada menos, destruyó los viejos valores británicos al abrir las puertas al multiculturalismo y la globalización. En el verano de 2018, en un discurso dirigido a las juventudes del partido, quitó importancia a los crímenes de Hitler. «Tenemos una historia gloriosa y que ha durado mucho más que esos doce años, amigos míos», declaró, para luego describir el periodo nazi como «una cagadita de pájaro en medio de un milenio de exitosa historia alemana».[97]

Pese a sus opiniones de extrema derecha, los sucesivos intentos de conseguir la prohibición de la AfD o la restricción de sus actividades por la vía judicial han fracasado. En febrero de 2019, un tribunal regional rechazó una petición del servicio de inteligencia interior, el BfV, para que el partido fuese clasificado como un «caso que investigar». La AfD ha procurado asegurarse de no cruzar la raya de lo permitido, conforme a una estricta interpretación de la ley. Pese a su proximidad a organizaciones de agitadores de extrema derecha, asegura que no mantiene vínculos formales con ellas. La más importante es Pegida (Patriotas Europeos contra la Islamización de Occidente), creada por Lutz Bachmann, un responsable de relaciones públicas que invitó a los residentes de Dresde a acompañarle en un «paseo nocturno». Cada lunes se encontraban en uno de los puntos de referencia de la ciudad, frente al edificio restaurado de la Frauenkirche o en el mercado antiguo cercano a esta. En pocas semanas había empezado a atraer a multitudes de decenas de miles de personas. A finales de 2015, Pegida ya reunía aglomeraciones de veinticinco mil personas en Leipzig y Dresde. «El islam no tiene cabida en Alemania»[98] era una de sus consignas preferidas. O también: «Abajo el asilo turístico».[99] Alguna vez gritaban: «Habría que dejar que se ahoguen todos los refugiados».[100] Hubo contramanifestaciones de rechazo y la policía tuvo que interponerse entre ambos grupos, con los consiguientes altercados. Otros ciudadanos manifestaron su desaprobación de manera más discreta. El director del auditorio y teatro de la ópera de Dresde, la Semperoper, apagaba las luces del vestíbulo en señal de protesta cuando los manifestantes de Pegida pasaban por delante. Los enfrentamientos callejeros empezaron a ser más frecuentes en las poblaciones del Este (y a veces también en el Oeste). Grupos de extrema derecha animaban a los ciudadanos a comunicar la localización de los nuevos centros de acogida de inmigrantes abiertos en su población, como parte de la campaña «ningún campamento de refugiados en mi patio trasero». Google se vio obligado a eliminar de su servicio My Maps un mapa elaborado por uno de esos grupos que señalaba con banderitas rojas la localización exacta de esos centros de acogida. Lo cual se interpretó como una invitación directa a atacarlos.

En un primer momento, las policías locales, sobre todo en el Este, parecían mostrarse reacias a actuar frente a esta intimidación. La prensa especuló con la posibilidad de que la AfD se hubiera infiltrado en las filas policiales. En algunos casos, se desplazaron mandos de otras zonas con objeto de agilizar la respuesta. El informe más reciente del servicio de inteligencia interior identifica la presencia en Alemania de veinticuatro mil extremistas de derechas, la mitad de ellos presuntamente dispuestos a hacer uso de la fuerza. Según los resultados de una encuesta realizada en el marco de un documental para la televisión, un 50 por ciento de los funcionarios municipales reciben cartas insultantes y otras amenazas. Alrededor de un 8 por ciento de los ayuntamientos han denunciado ataques contra funcionarios locales.[101]

Las amenazas y la violencia comenzaron un mes después de iniciarse la afluencia de inmigrantes. Henriette Reker fue apuñalada en el cuello mientras estaba haciendo campaña para las elecciones municipales en Colonia. Era teniente de alcalde, aliada del SPD pero independiente. Como parte de sus funciones estaba a cargo del alojamiento de los inmigrantes en la ciudad. Había manifestado muy abiertamente su firme apoyo a la inmigración. El atacante era un pintor de paredes en paro con vinculaciones de extrema derecha que en el momento de atacarla gritó algo a propósito de la «afluencia de inmigrantes». En un conmovedor gesto de solidaridad, Reker fue elegida alcaldesa el día siguiente, con el respaldo de todos los partidos tradicionales, pese a encontrarse en coma inducido. Se recuperó y pudo ocupar el cargo al cabo de un mes. El atacante fue condenado a catorce años de cárcel. Reker declaró en el juicio que seguía teniendo pesadillas.

Los ataques no se dirigieron únicamente contra personas de centroizquierda. Andreas Hollstein, alcalde de Altena por el partido conservador CDU, fue apuñalado en el cuello en un local de kebabs. Su ciudad, en el estado federado de Renania del Norte-Westfalia, era famosa por haber aceptado un número de inmigrantes superior a la cuota asignada. Hollstein sobrevivió gracias a la rápida reacción de los dos empleados del local. Ahora ya se ha reincorporado al trabajo y ha rehusado disponer de escolta policial. «No tiene sentido que un político local no sea accesible para las ciudadanas y los ciudadanos a quienes representa»,[102] declaró. Los políticos de ciudades pequeñas y de las zonas rurales se consideran especialmente vulnerables. En junio de 2019 se cruzó otra espantosa línea roja. Walter Lübcke, un funcionario del estado federado de Hesse, murió asesinado de un tiro en la cabeza en la entrada de su casa en un pueblo cercano a Kassel. También él se había manifestado abiertamente a favor de la inmigración y en una ocasión había llegado a decir en público que quienes no quisieran colaborar en la integración de los inmigrantes eran muy libres de marcharse de Alemania. Su asesinato conmocionó al país. En Kassel se convocó una concentración con el lema «Juntos somos fuertes». El Parlamento celebró una sesión extraordinaria de debate sobre la violencia de extrema derecha, durante el cual se señaló que esta ya había llegado a constituir una amenaza tanto o más grave que la del terrorismo islámico militante. Thomas Haldenwang, jefe del servicio de inteligencia interior, responsabilizó de ello en gran parte a los mensajes difundidos a través de Internet. «Una persona que defiende la construcción de campamentos para refugiados es objeto de ataques masivos en las redes sociales, recibe una lluvia de mensajes de odio y finalmente acaba ejecutada en su jardín»,[103] declaró.

Las autoridades aumentaron la vigilancia contra los delitos de odio por parte de extremistas de derechas, pero esto no frenó las amenazas y los ataques. Reker, ya alcaldesa de Colonia, anunció que después del asesinato de Lübcke está recibiendo más amenazas de muerte que nunca. La AfD se cuidó de distanciarse de esos hechos y acusó a los políticos y los medios de comunicación tradicionales de utilizar esos incidentes para denigrarla, además de ser los causantes de los problemas, para empezar. «Si la canciller Angela Merkel no hubiera abierto ilegalmente las fronteras —señalaba un comunicado de prensa del partido—, Walter Lübcke seguiría vivo».[104] El asesinato aclaró las ideas en el ala derecha de la CDU. Políticos destacados, incluidos los aspirantes al puesto de canciller, que durante los meses anteriores habían estado flirteando con el lenguaje populista para describir el problema de los refugiados, se apresuraron a dar marcha atrás. Entre ellos estaba Annegret Kramp-Karrenbauer, quien, en un intento de distanciarse de Merkel, había cultivado la imagen de candidata dispuesta a hablar claro, contraviniendo la corrección política. En cambio, en aquel momento declaró sin ambages que cualquier sugerencia de posibles pactos electorales con la AfD en los estados federados era impensable y cualquier político que considerase tan solo por un momento formar coalición con ese partido «debería cerrar los ojos y pensar en Walter Lübcke».[105]

La AfD ha sido experta en el uso de un lenguaje incendiario al amparo del victimismo. Cuando la policía de Renania del Norte-Westfalia tuiteó una felicitación de Año Nuevo en árabe (un año después de las agresiones de Colonia), una de sus figuras más destacadas, Beatrix von Storch, respondió: «¿Qué demonios está pasando en este país? ¿Pretendemos acaso aplacar a las hordas bárbaras de violadores musulmanes?».[106] La AfD predomina en YouTube (donde tiene más suscriptores que todos los demás partidos juntos) y en Facebook. «Desde el principio dedicamos mucha atención a Facebook —reza una cita de Christian Luth, un portavoz del partido, reproducida en un análisis realizado por la Universidad Técnica de Múnich—. Es un medio más rápido, más directo y más eficiente en términos de costes para llegar a los votantes».[107] Operan principalmente en los entornos que ellos mismos han cultivado. Por su parte, dicen haber abierto un «corredor de opinión» que permite debatir los problemas relacionados con la identidad, la cultura y la inmigración sin ser denunciados periódicamente por la «brigada woke».[108] Hablan de un control dictatorial de las opiniones. Su mantra es que los medios de comunicación convencionales no representan a la «gente real». Las cadenas de radiotelevisión y los periódicos están controlados por fuerzas oscuras al servicio de la elite liberal.

Durante un paseo por Leipzig, un tranquilo atardecer de domingo, pasamos frente a la sede central de MDR, la Radiotelevisión de la Alemania Central, la cadena regional de los estados federados de Sajonia, Sajonia-Anhalt y Turingia. Me acompañaba una política local que, sin llegar a identificarse directamente con la AfD, compartía algunos de sus puntos de vista. «Lügenpresse», gritó al pasar. Esta expresión, «prensa mentirosa», se empezó a usar en 1914 para desautorizar a la propaganda enemiga. Los nazis la usaron para acusar a los judíos, los comunistas y otras fuerzas extranjeras cosmopolitas de difundir información falsa. Pegida la recuperó en 2016. Le pregunté por qué estaba molesta con la MDR. Nunca dijeron la verdad sobre las violaciones y agresiones que sufrieron «nuestras mujeres», afirmó. Difundieron fake news sin parar (en Alemania no han acuñado un término propio para designarlas y usan la expresión en inglés). ¿Qué casos concretos se habían silenciado y no se había informado al respecto? Parecía ciertamente difícil que en la era del periodismo al alcance de todos pudiera mantenerse completamente en secreto la noticia de un delito. Se limitó a encogerse de hombros ante cada una de mis ligeras provocaciones y respondió sin más aclaraciones: «Ocurre continuamente».

El efecto Trump ha fortalecido la confianza de la alt-right, la derecha alternativa, en sus potencialidades. Ven que si opiniones como las suyas pueden imponerse en «el país de los libres», ¿por qué no también en el suyo? Trump ha legitimado entre los alemanes un discurso que hace solo unos años se habría considerado totalmente inaceptable. Al mismo tiempo, su éxito (y el éxito de hombres como Viktor Orbán en Hungría y Matteo Salvini en Italia) ha alertado a los políticos y a quienes controlan los medios de comunicación convencionales. Entre los numerosos incidentes, causó especial consternación y tuvo muchísimo eco en Alemania la reacción de Trump ante la violencia desencadenada en Charlottesville en 2017. Cuando, en una conferencia de prensa, Trump no quiso distanciarse de los supremacistas blancos que habían estado coreando «los judíos no nos desplazarán», a los medios de comunicación alemanes, oficialmente imparciales, les costó disimular su estupor. «Tenemos un nuevo motivo para estar preocupados por el estado en que se encuentra Estados Unidos», proclamó Claus Kleber, uno de los presentadores del principal boletín informativo de la ZDF, Heute Journal, en tono algo ampuloso. Ocho años después de la elección del primer presidente negro, «creíamos que Estados Unidos ya había superado el pecado original del esclavismo y el racismo. ¿Estamos ante una regresión?».[109]

Los grandes empresarios alemanes, igual que sucede en otros países, prefieren mantener una actitud discreta. Uno de los pocos dispuestos a pronunciarse es Joe Kaeser, presidente de Siemens. Cuando la dirigente de la AfD, Alice Weidel, se refirió despectivamente a las mujeres musulmanas como «esas chicas con pañuelo»,[110] Kaeser le respondió: «Preferimos chicas con pañuelos a una Liga de Muchachas Alemanas —la organización juvenil nazi de mujeres—. Con su nacionalismo, la señora Weidel está dañando la reputación de nuestro país en el mundo, que es la fuente principal de la prosperidad alemana». Y añadió: «Quizás ha vuelto a llegar la hora de arrancar los brotes antes de que crezcan». Kaeser —cuyo tío se negó a unirse a las Juventudes Hitlerianas, fue deportado a Dachau y posteriormente asesinado en el campo de concentración de Mauthausen en Austria— ha animado a los directores de otras grandes empresas incluidas en el índice bursátil DAX a oponerse con más firmeza al populismo de derechas, pero hasta el momento ha tenido pocos seguidores. Le pregunté en su despacho de Berlín por qué se exponía tan a menudo. Su respuesta fue conmovedoramente sincera y pragmática: «En todas las empresas son frecuentes las contradicciones entre valores e intereses. En este caso, estamos ante una situación excepcional en la que ambos coinciden. Antes teníamos que tener en cuenta a los clientes, los trabajadores y los accionistas. Ahora se ha añadido una cuarta consideración: la sociedad».

Siemens, una de las mayores empresas industriales del mundo y uno de los portaestandartes de Alemania, con presencia en todos los continentes y una capitalización de mercado de 100.000 millones de dólares, podría procurar ser prudente. No lo hace. Kaeser y su director ejecutivo en el Reino Unido, Jürgen Maier (de origen mitad austriaco, mitad de Yorkshire), criticaron de entrada abiertamente el brexit. Es posible que esta actitud sea menos problemática para ellos, dado que sus operaciones se desarrollan principalmente entre empresas. El riesgo de perder clientes que no estén de acuerdo con sus opiniones es menor que en el caso de un fabricante de automóviles, por ejemplo. Siemens no es una empresa angelical, como señalaré luego al examinar su historial en materia de protección del medio ambiente. Ninguna multinacional lo es. Sin embargo, después de haber podido contemplar desde un asiento de primera fila la cobardía de la mayoría de las empresas británicas y su respuesta frente al brexit, me parece de agradecer que, al menos en relación con algunas cuestiones, Siemens tenga una cultura corporativa que no teme decir lo que piensa. Kaeser es aficionado a tuitear. En julio de 2019, respondió al mensaje de Trump donde este instaba a «mandar a su casa» al «escuadrón», el grupo de mujeres congresistas de izquierdas sin pelos en la lengua que acababan de tomar al asalto Washington. «Me parece deprimente que el cargo político más importante del mundo se esté convirtiendo en la cara visible del racismo y la exclusión»,[111] escribió Kaeser. Su mensaje tuvo enorme eco.

La mayor parte de las dificultades de Alemania con la inmigración son comunes a todo Occidente: asesinatos o intentos de asesinato de personalidades políticas (recuerden los casos de Jo Cox en Yorkshire, o Gabby Giffords en Arizona), la brecha que divide a la población entre dos burbujas de opinión ensimismadas, la cobardía del mundo empresarial, que no se manifiesta, y el papel de las redes sociales, que contribuyen a alimentar el extremismo. No obstante, para los alemanes resulta particularmente delicado determinar, en este contexto sumamente volátil, los límites entre lo ilegal y lo que es desagradable y ofensivo pero legal. Reconocen el derecho fundamental a la libertad de expresión y hacen lo posible por favorecerla, aunque tengan que taparse la nariz.

Roland Tichy es un presentador de televisión de derechas que se burla de las elites liberales y se pregunta cómo es posible que no sean capaces de entender que haya gente que se siente orgullosa de Alemania. Su mediático currículum incluye un periodo como director del semanario financiero Wirtschaftswoche y trabajos como asesor gubernamental y para empresas como Daimler, entre otras. También es un colaborador apreciado de algunos laboratorios de ideas, como la Fundación Hayek y Mont Pelerin, y su programa semanal de debate en Internet Tichy Talk incluye a tertulianos de parecida orientación. Desde su lanzamiento, en 2004, el semanario Cicero ha conseguido tener una difusión de casi cien mil ejemplares entre un público atraído por sus comentarios iconoclastas, de tendencia mayoritariamente conservadora. Una de las personas a quienes suele entrevistar con agrado es Thilo Sarrazin. Todo el mundo tiene formada una opinión sobre él. Imagínense una combinación de Steve Bannon y Jordan Peterson. Su ascenso hasta ocupar el primer puesto entre los polemistas conservadores ha seguido un recorrido infrecuente para un firme defensor del establishment. Sarrazin trabajó como funcionario en varios ministerios y en los ferrocarriles alemanes antes de ocupar durante siete años el puesto de senador de Finanzas del estado federado de Berlín hasta que se vio obligado a dimitir por un presunto fraude que incluía un pago a un club de golf. Formó parte durante un breve tiempo de la junta directiva del Bundesbank y estuvo afiliado al Partido Social Demócrata. Su primera obra importante, Deutschland schafft sich ab (Alemania se aniquila), causó sensación y reacciones enconadamente contrapuestas. El libro censuraba al islam y el multiculturalismo en unos términos actualmente habituales, pero se publicó en 2010, mucho antes del ascenso de la AfD o de la aparición de Donald Trump y la alt-right global. El texto incluía unas consideraciones sobre la inteligencia donde decía: «Los judíos tienen un gen especial». Sarrazin fue expulsado del Bundesbank. Un abochornado SPD intentó expulsarlo varias veces sin resultado, al parecer por culpa de su esotérico reglamento. Su segundo libro, Feindliche Übernahme: Wie der Islam den Fortschritt behindert und die Gesellschaft bedroht (Apoderamiento hostil. Cómo el islam frena el progreso y amenaza a la sociedad), seguía un planteamiento similar, basado en consideraciones genéticas.

Sarrazin forma parte de un movimiento europeo y también mundial, de hecho, anterior a la crisis de los refugiados. Uno de los textos más influyentes dentro de esta categoría se publicó en 2011. Le Grand Remplacement (El gran reemplazo), del autor francés Renaud Camus, argumenta que la globalización y la libre circulación de personas han puesto en peligro a la población autóctona europea blanca. Camus acusa a los Gobiernos de «genocidio por sustitución». Esta teoría conspirativa nativista se ha generalizado desde entonces en los círculos de derechas. En septiembre de 2019, el primer ministro de Hungría Viktor Orbán celebró en Budapest una «cumbre demográfica» a la cual asistieron, entre otros, el primer ministro checo, el presidente serbio y el ex primer ministro de Australia, Tony Abbott.

A diferencia de otros dirigentes, Merkel ha hecho denodados esfuerzos para establecer un cordón sanitario entre la corriente principal de la vida política y los márgenes radicalizados. Dos hechos ocurridos en 2020, uno en su propio país y el otro en el Reino Unido, ponen de manifiesto cuán esencial es su propósito, pero también cuán difícil resulta mantener su posición.

En el Reino Unido, el principal asesor de Boris Johnson, Dominic Cummings, escribió en uno de sus numerosos mensajes pintorescos con los que ataca regularmente desde su blog al «magma» del establishment —funcionarios, la BBC y otros— que buscaba a «tipos excéntricos e inadaptados», preferiblemente avispados especialistas en análisis de datos, para incorporarlos al Gobierno. Uno de ellos era Andrew Sabisky, quien, en un mensaje de 2014, había sugerido que los políticos deberían tener en cuenta al diseñar el sistema de inmigración «las diferencias raciales muy reales en los niveles de inteligencia».[112] En otro mensaje de ese mismo año sugería que las personas negras tenían un cociente de inteligencia medio inferior al de la gente blanca. En otro escrito argumentaba que se debería fomentar que los solicitantes de ayudas sociales tuvieran menos hijos que las personas con un empleo y «personalidades más prosociales». Downing Street defendió obstinadamente su nombramiento y, aunque se vio obligado a dimitir, el entorno de Johnson y muchos comentaristas lo interpretaron simplemente como un forcejeo político más. ¿Se imaginan qué habría ocurrido si en Alemania se hubiese permitido que alguien con opiniones parecidas llegase a ocupar un lugar remotamente próximo al poder? El escándalo habría sido mayúsculo, en Alemania misma y en todo el mundo, no en último lugar entre los británicos, tan aficionados a demonizar a ese país.

Más o menos por la misma época, una disputa en el estado federado oriental de Turingia dio lugar a una extraordinaria controversia nacional y un angustiado debate sobre el estado de salud de la política alemana. Los detalles son complejos y un poco crípticos. Muy resumidamente: la AfD había triunfado unos meses antes en tres elecciones regionales. Hasta aquel momento Turingia había estado gobernada por el partido de izquierdas Die Linke en coalición con el SPD y Los Verdes. El resultado electoral imposibilitaba que esta coalición se repitiera. En ese estado federado, la AfD estaba en manos de un personaje particularmente extremista, Björn Höcke, famoso por haber abandonado un plató de televisión en mitad de una entrevista tras ser invitado a comparar sus ideas con las de los nazis. Höcke y sus colegas en el Parlamento idearon un ardid e impusieron la elección de un candidato liberal centrista, pese a que solo contaba con un 5 por ciento de los votos y dependería de su apoyo. De ese modo obtenían acceso al poder por intermedio de un tercero. La sección local de la CDU de Merkel aceptó la propuesta de la AfD y aprobó la elección de ese candidato títere ante la cólera de la canciller. La jefa del partido, Kramp-Karrenbauer, había acudido a toda prisa a Turingia para instar al jefe de la sección local a modificar su posición, pero este la mandó a paseo con el consiguiente desprestigio público. Hubo protestas en todo el país ante el temor de los votantes a que lo ocurrido en Turingia fuese el anuncio de males peores.

Merkel, que se encontraba de viaje oficial en Sudáfrica, compareció ante las cámaras para hacer una declaración que caló hondo por su simplicidad. Calificó de «imperdonable» la decisión de Turingia. Otra posible traducción de la palabra que utilizó sería «inadmisible». Con ella apelaba a la conciencia de la población. La desventurada Kramp-Karrenbauer se vio obligada a anunciar su dimisión, con lo cual volvía a dejar abierta la sucesión de Merkel como canciller. Varios dirigentes locales del partido también renunciaron a sus puestos. Con una sola palabra, Merkel había activado el freno de emergencia. Con ese gesto dejaba claro que estaba dispuesta a hacer todo lo posible para intentar mantener el consenso político moderado. Provocó un desbarajuste a corto plazo, pero había llegado a la conclusión de que no había otro remedio.

La decisión de Merkel de abrir las fronteras ha cambiado a Alemania de manera permanente. En eso todo el mundo coincide.

A pesar de haber seguido defendiendo firmemente su política de apertura de fronteras, con el tiempo cambió de rumbo y en marzo de 2016 cerró un acuerdo con Turquía que, pese a la complejidad y fragilidad de sus términos, permitía la devolución desde Grecia a ese país de cualquier inmigrante ilegal que no hubiese solicitado asilo o cuya petición de asilo hubiese sido rechazada. Como contrapartida, la Unión Europea aceptaría un cierto número de refugiados sirios, equivalente al número de los retornados. Los turcos podrían desplazarse libremente por el espacio Schengen sin necesidad de visado y se acelerarían las negociaciones para la adhesión de Turquía, que además recibiría una ayuda de 6.000 millones de euros como contribución a la atención de los refugiados. Este acuerdo se ha incumplido repetidamente. El autoritario dirigente turco Recep Tayyip Erdoğan sabe que tiene la sartén por el mango. Si no hubiesen transferido el problema fuera de sus fronteras, Alemania y Europa tendrían dificultades para responder de nuevo a la situación. Mientras tanto, se ha reforzado la guardia de fronteras de Frontex, antes impotente, que ha pasado de apenas mil trescientos agentes respaldados por efectivos de los Estados miembros a disponer de un destacamento de más de diez mil. Por primera vez, la Unión Europea ha podido destinar guardias armados con el uniforme de la Unión a patrullar sus zonas limítrofes. Una cuestión que no parece haberse resuelto es la capacidad para forzar de manera rápida y eficaz la salida de quienes han agotado su último permiso de permanencia en el país.

Al reflexionar sobre las sociedades multiétnicas, enseguida viene a la mente el caso de Estados Unidos. Otros países con una larga historia imperial, como Francia (en África occidental y el Magreb) y Gran Bretaña (en el subcontinente indio, África oriental y el Caribe), también han desarrollado una marcada identidad multiétnica. Alemania no ofrece esa imagen. Sin embargo, en la práctica la situación es muy distinta y el proceso se había iniciado mucho antes de la crisis de 2015. Actualmente unos veinte millones de alemanes, una cuarta parte de la población, son de origen inmigrante en uno u otro grado. Solo un 15 por ciento llegaron como solicitantes de asilo, el resto entraron como inmigrantes corrientes. Alrededor de dos tercios de la inmigración que recibe Alemania procede del interior de la Unión Europea. A diferencia de lo ocurrido en la Gran Bretaña del brexit, la población alemana no ha tenido demasiados problemas para aceptar a las personas procedentes de la Europa del Este, siempre que su presencia haya sido rentable. La relación con las personas de etnia turca ha sido más difícil. Pero ¿quién tiene derecho a juzgarlos? Recuerden el caso de Francia y Argelia; recuerden el escándalo de la generación del Windrush en Gran Bretaña.[113]

Estuve sentado con Cihan Sügür en la cantina de la sede central de Porsche en Zuffenhausen, un suburbio acomodado de la zona norte de Stuttgart. Él es un joven que está progresando rápido dentro de la organización, un prototipo de asimilación, éxito y armonía. Un influencer corporativo integrado dentro del equipo central de técnicos informáticos, que ya había trabajado antes para IBM, Deutsche Bahn y Olympus. Y solo tiene veintinueve años. Su abuelo era minero del carbón llegado de Turquía, uno de los Gastarbeiter originales de la década de 1950. Parte de su familia procede de Georgia. Sügür comenzó a participar en política desde muy joven. De estudiante, escribió una carta abierta dirigida a los políticos y presentadores de debates televisivos para protestar contra la negativa del Gobierno a conceder la doble nacionalidad a los turcoalemanes (a diferencia de lo que ocurría con los ciudadanos de otros países). Lo invitaron a participar en un programa de la ZDF dirigido a la juventud. Luego hizo algo que hacen muy pocos jóvenes de minorías étnicas: se afilió al partido de centroderecha. La Fundación Konrad Adenauer, el laboratorio de ideas de la CDU, le invitó a formar parte de una delegación que visitaría Israel. Hasta ese momento, todo iba viento en popa. Pero cuando fundó el Consejo Musulmán dentro del partido detectó un cambio de actitud. Solo una treintena del aproximadamente un millar de afiliados musulmanes se unieron al Consejo. Tras invitar a la agrupación local a celebrar el Iftar, la fiesta con la que concluye el periodo de ayuno del Ramadán, la gente empezó a murmurar. «Estos se están apropiando del partido». Todos sabemos a quiénes se refería ese «estos».

Sin dejarse amilanar, Sügür sigue acumulando méritos. Forma parte de la comunidad de Global Shapers —generadores de proyectos— del Foro Económico Mundial y ha creado un eje local en Stuttgart. Forma parte del grupo de trabajo sobre inteligencia artificial del Consejo Económico del estado federado de Baden-Wurtemberg. También colabora con una fundación que acompaña y tutoriza a inmigrantes locales. Sügür es un típico inmigrante de tercera generación, plenamente integrado y que se siente totalmente a sus anchas en Stuttgart (no se imagina viviendo en otro lugar). No obstante, como otros, también se pregunta hasta qué punto es realmente bienvenido. «Cuanto más exitosa es la integración, mayor es el conflicto —me comentó secamente—. Cuando llegas hasta el núcleo central de las estructuras de poder, te conviertes en una amenaza». Piensa que nunca llegará a ser biodeutsch, biológicamente alemán, el término que utilizan los seguidores de la AfD para designar a los alemanes auténticos. Al contrario, como el as futbolístico Mesut Özil y más de un millón más, siempre será un «alemán de plástico», otra expresión acuñada por la extrema derecha para referirse a algo sintético, artificial, falso. En 2018 hubo un conflicto en torno a la figura de Özil, el mediocampista de la selección alemana y del Arsenal. Özil, nacido en Alemania de ascendencia turca, fue denostado por los medios de comunicación por haberse dejado fotografiar junto al presidente turco Erdoğan. Esto ocurrió en una época en que su rendimiento en su club y en la selección era bajo. «Soy alemán cuando ganamos y un inmigrante cuando perdemos»,[114] tuiteó a la vez que anunciaba su retirada del equipo nacional. Luego, en un gesto deliberado de desafío contra sus detractores, invitó a Erdoğan a oficiar como padrino en su boda, que se celebraría un año más tarde en un lujoso hotel a orillas del Bósforo.

La política inmigratoria alemana está basada en la expectativa o incluso la exigencia de una integración. El idioma se considera un prerrequisito esencial para la asimilación. Se ofrecen cursos de manera rutinaria. Profesores de secundaria dedican las mañanas libres de los sábados a impartir clases y hacer pruebas. Los alemanes se precian de su buen dominio del inglés y de otras lenguas, pero ese talento (y una marcada obstinación) oculta la importancia que otorgan a su lengua materna como confirmación de su identidad. Se está produciendo una suave pero intensa reacción (aunque parezca un oxímoron) contra lo que se percibe como una intrusión del inglés. Hace poco un grupo de parlamentarios de diferentes partidos escribió una carta a Merkel para pedirle que insistiese en reclamar la paridad del alemán, en igualdad de condiciones con el inglés y el francés, en las diversas instituciones de la Unión Europea. Uno de los aspirantes a ocupar el trono de la cancillería, el ministro de Sanidad Jens Spahn, lanzó una invectiva contra el uso prácticamente ubicuo del inglés en los restaurantes de Berlín: «Me exaspera ver que los camareros de los restaurantes de Berlín solo hablan inglés. La coexistencia solo podrá funcionar en Alemania si todos hablamos alemán».[115]

Políticos como estos intentan conciliar, aunque de manera algo desmañada, un sentimiento de orgullo nacional más seguro de sí con la contrición por el pasado y una actitud vigilante con vistas al futuro. En algunos aspectos se inspiran en periodos anteriores de la historia alemana. El primero de todos es el concepto de Kulturnation, una teoría cuyos orígenes se remontan al filósofo racionalista del siglo XVII Gottfried Leibniz, quien argumentó que un pueblo se define por su cultura más que por unas fronteras u otros símbolos propios de un Estado. La lengua, afirmó, «une a un pueblo de manera sólida, aunque invisible».[116] Filósofos y autores como Friedrich Schiller desarrollaron este planteamiento y definieron el concepto de nación alemana (Deutschtum) —que entonces todavía se aplicaba a un conjunto de ciudades-Estado y principados— como una unión basada en la lengua y la cultura. En 2015, un antiguo presidente del Parlamento y destacado político del SPD en la Alemania del Este, Wolfgang Thierse, describió el término Kulturnation como «una bella y magnífica palabra»[117] manchada por los nazis.

Más problemático es el concepto de Leitkultur, «cultura rectora». Una idea que implica que cualquiera que quiera vivir en Alemania debería aceptar que los valores y la cultura alemanes tienen precedencia. Esto no excluye la posibilidad de identidades múltiples, pero una de ellas ocupa el primer lugar. En cierto modo no difiere mucho del juramento de lealtad estadounidense. En 2017, el entonces ministro de Interior, Thomas de Maizière, presentó un controvertido plan de diez puntos en relación con la Leitkultur. Estos incluían la aceptación sin matices de la culpabilidad histórica de Alemania, su relación especial con Israel y la importancia de la unidad europea, junto con la diversidad cultural, los derechos humanos y la tolerancia. Hasta aquí, todo favorable. La cosa se complica cuando todo ello se presenta envuelto en lo que los conservadores han designado como un sistema de valores cristiano-occidental. Algunos alemanes y austriacos han apelado a dicho sistema de valores como motivo para rechazar la adhesión de Turquía a la Unión Europea; el argumento que reza «no son como nosotros».

Cuando empecé a trabajar por primera vez como reportero en Alemania en la década de 1980, en las raras ocasiones en que escaseaban las noticias tenía un recurso fácil. Peinaba la prensa local en busca de cualquier noticia sobre los neonazis. Siempre era posible encontrar algo: una panda de matones que cantaban canciones hitlerianas en Bochum o Bielefeld o que acababan de enfrentarse con un grupo de antinazis. Mi periódico estaba encantado. Si allá tenían un día con pocas noticias, incluso podían llegar a publicarlo en primera página. Si una panda de seguidores de un club de fútbol inglés, neerlandés o italiano hacía lo mismo, quizás se consignarían los hechos en una breve nota, pero no se les daría la misma relevancia. De vez en cuando, un partido de una fracción de la extrema derecha, como Die Republikaner o el Partido Nacional Democrático (NPD), conseguía un concejal en un ayuntamiento. En su momento de máximo esplendor, esos grupos incluso podían llegar a superar la barrera del 5 por ciento y obtener representación en algún parlamento regional. Pero desaparecían con la misma rapidez con que habían llegado.

Este cacareo desde la distancia contra los alemanes todavía continúa. A finales de 2019, el artista chino disidente Ai Weiwei anunció que se marchaba de Berlín para trasladarse a Cambridge y citó una serie de motivos. Uno de ellos era la mala educación. Los taxistas eran especialmente rudos. En esto, no se equivoca. Los berlineses están orgullosos de sus modales bruscos, que a menudo comparan con los de los neoyorquinos. No es agradable que los camareros, los dependientes de las tiendas o los policías te ladren. Pero un posible consuelo, para él o para quien sea, es saber que lo hacen con todo el mundo. Las críticas de Ai Weiwei eran, sin embargo, de mayor calado. Alemania, según dijo, no había criticado a China por su actuación en Hong Kong por temor a poner en peligro las relaciones comerciales. En realidad sí lo hizo, por lo menos con tanta vehemencia como otros países occidentales. De ahí pasó a la consabida monserga «en el fondo todos son unos fascistas». «Alemania es una sociedad muy meticulosa. Sus ciudadanos adoran la comodidad de estar oprimidos. En China también vemos lo mismo. Una vez que te has acostumbrado a la opresión, puede ser muy agradable. Y es posible apreciar cómo la eficiencia, el espectáculo, la sensación del propio poder se amplían a través de ese estado de conexión mental». Luego añadió: «Visten trajes distintos, ya no se parecen a los que usaban en los años treinta, pero su función es la misma. Se identifican con el culto a esa mentalidad autoritaria». Al preguntarle concretamente si estaba comparando la Alemania actual con el periodo nazi, respondió: «Pensar que una ideología es superior a otras e intentar purificar esa ideología desdeñando otros modos de pensar es fascismo. Es nazismo. Y ese nazismo está claramente presente en la vida cotidiana alemana actual».[118]

Esa entrevista, publicada en el diario The Guardian, causó un nuevo episodio de ansiedad. Pero también fue acompañada de un cierto pesar. Alemania le había puesto una alfombra roja al artista. Él tenía todo el derecho a mudarse a otro sitio, pero ¿por qué había sentido la necesidad de hacer unas críticas tan generalizadas? No es que los alemanes no se interroguen al respecto, casi a diario. Saben demasiado bien que la amenaza del extremismo es real. Las turbulencias de los últimos cinco años dejaron estupefacta a mucha gente en Alemania, obligándola a reconocer que un país que confiaban desesperadamente en ver inmune a un resurgimiento del odio racial, religioso y étnico estaba tan expuesto a ello como cualquier otro. ¿Qué se ha conseguido con el incesante examen de conciencia de los últimos veinte o treinta años? ¿Habrá sido un esfuerzo inútil?, no paran de preguntarse los alemanes.

El mayor motivo de inquietud gira en torno a la relación del país con su población judía. En octubre de 2019, un hombre armado con una pistola intentó forzar la entrada en una sinagoga de Halle, una ciudad cercana a Leipzig, con la esperanza de acribillar a todos los judíos que encontrase. La congregación había estado celebrando el Yom Kippur, el Día de la Expiación, la festividad más sagrada del calendario judío. El pistolero no consiguió abrirse paso a través de la puerta blindada. Para dar rienda suelta a su frustración, mató a un transeúnte que pasaba por allí y a un hombre en un local de venta de kebabs, y dejó heridas a varias personas más. El terrorista, un simpatizante de la extrema derecha, filmó su carnicería y colgó la grabación en una plataforma de videojuegos en directo.

Muchos alemanes estaban orgullosos de que su país empezara a ser aceptado de nuevo por la comunidad judía mundial. Su población judía registraba desde hacía varias décadas el mayor crecimiento entre todas las de Europa occidental y Berlín volvía a ser un núcleo importante. La mayoría ha llegado sobre todo procedente de Israel, las repúblicas de la antigua Unión Soviética y otros países donde los judíos se han sentido amenazados. Su número, poco más de cien millares, es aún reducido. En los últimos años, desde la eclosión del populismo nacionalista en Estados Unidos y en Europa, han aumentado los incidentes de acoso antisemita en toda Alemania, con ataques verbales e incluso físicos. Según los datos del Ministerio del Interior, en 2018 se registró un aumento del 20 por ciento en esta clase de delitos, atribuidos en nueve de cada diez casos a la extrema derecha. Que su número no sea tan alto como en Francia, por ejemplo, es un triste consuelo.

En 2018, el Gobierno creó un nuevo puesto de comisionado contra el antisemitismo. Fue una buena medida, pero también cabía lamentar que fuese necesaria. En mayo del año siguiente, el comisionado Felix Klein manifestó en una de sus primeras declaraciones públicas: «No puedo recomendar a los judíos el uso de la kipá en todas partes y en todo momento en Alemania».[119] Explicó que había cambiado de opinión sobre el nivel de riesgo porque una «cada vez mayor desinhibición y difusión de ciertas ideas crea un caldo de cultivo funesto para el antisemitismo».[120] Instó a los responsables de velar por el cumplimiento de la ley a estar más alerta. Con esta declaración, Klein creía haber actuado de manera responsable. Sin embargo, fue acusado de condescendencia con los extremistas y de humillar a las víctimas, ambas cosas muy lejos de su intención. Sus comentarios causaron un sobresalto en el país y fuera de él. Se convocaron marchas de protesta contra el antisemitismo. El diario sensacionalista Bild repartió casquetes recortables para la ocasión. El New York Times cargó las tintas, como también hicieron otras publicaciones. Alemania volvía a mostrar su peor cara, declaró. Los judíos ya no estaban seguros.

En diciembre de 2019, Merkel visitó Auschwitz la víspera del septuagésimo quinto aniversario de su liberación. Acompañada por el presidente del Consejo Central de los Judíos de Alemania, cruzó las puertas con la inscripción «Arbeit macht frei» (El trabajo os hace libres) para guardar luego un minuto de silencio. Recordar esos crímenes, declaró, «es una responsabilidad que no acaba nunca. Y es inseparable de nuestro país. Ser conscientes de esta responsabilidad forma parte de nuestra identidad nacional y define quiénes somos como sociedad ilustrada y libre».[121]

Dos meses después tuvo lugar uno de los peores atentados registrados hasta entonces, con los inmigrantes, sobre todo musulmanes, como blanco. Nueve personas cayeron muertas cuando un hombre de cuarenta y tres años abrió fuego en el interior de dos locales de shisha en la ciudad de Hanau, muy cerca de Fráncfort. Luego se supo que el atacante llevaba un largo tiempo difundiendo mensajes «profundamente racistas» a través de Internet. La reacción ante la atrocidad terrorista cometida en Hanau fue de dolor, acompañado de exasperación. El Frankfurter Allgemeine reflejaba un punto de vista muy extendido al manifestar: «Los órganos del Estado […] ahora deberán […] armarse hasta los dientes porque los inmigrantes y otros extranjeros residentes en este país están rodeados de enemigos mortales».[122] Aunque se tratase de un lobo solitario, los políticos y los medios de comunicación destacaron la presencia de un entorno de intolerancia e instaron a la policía y las fuerzas de seguridad a reconsiderar sus prioridades y prestar más atención al extremismo de derechas. Merkel, pese a encontrarse en los últimos meses de su mandato, no había perdido su capacidad para captar el estado de ánimo imperante. Después de la atrocidad de Hanau declaró: el racismo es un veneno. Sabía que las palabras no bastarían. Las fuerzas de seguridad recibieron instrucciones de actualizar sus métodos. «La amenaza contra la seguridad que representan el extremismo de derechas, el antisemitismo y el racismo es muy grande», declaró el ministro del Interior Horst Seehofer después de alcanzar un acuerdo con los dirigentes regionales para aumentar las medidas de seguridad en un esfuerzo para evitar nuevos ataques miméticos. El extremismo de derechas —añadió— constituía «la mayor amenaza para la seguridad con que se enfrenta Alemania».[123]

El auge de los nacionalismos populistas en todo el mundo y de la AfD frente a su propia puerta ha conducido a los alemanes a poner en entredicho la durabilidad de la democracia, en particular la suya. En los programas de debate se discute sobre un posible retorno de los años treinta. Vuelve a ser cada vez más habitual una línea de pensamiento que habla del Sonderweg, el «camino especial». Amigos alemanes se preguntan si su país no tendrá una predisposición particular a desarrollar una política desagradable y peligrosa que esperaban haber abolido de manera definitiva. Ese estado de alerta es vital, pero no hay nada que corrobore cualquier sospecha de que esas tendencias sean más pronunciadas en Alemania. El aumento de la intolerancia durante los últimos años es global. Incluso los supuestos parangones de la democracia liberal, los países nórdicos, han tenido sus versiones propias. Lo que distingue a Alemania es el contexto histórico. Y ese mismo contexto es el que permite abrigar la esperanza de que resistirá frente a la era de la intolerancia, a diferencia de otras democracias liberales que han optado por un programa populista.

[81] Véase «Global Trends: Forced Displacement in 2018», ACNUR, 20 de junio de 2019, unhcr.org/5d08d7ee7.pdf (consultado el 10 de octubre de 2019) [en cast.: https://www.acnur.org/5d09c37c4.pdf].

[82] Véase J. Delcker, «The phrase that haunts Angela Merkel», Politico, 19 de agosto de 2016, politico.eu/article/the-phrase-that-haunts-angela-merkel (consultado el 2 de febrero de 2020).

[83] Véase «One in every four German residents now has migrant background», The Local, 1 de agosto de 2018, thelocal.de/20180801/one-in-every-four-german-residents-now-has-migrant-background (consultado el 30 de noviembre de 2019); L. Sanders IV, «Germany second-largest destination for migrants: OECD», Deutsche Welle, 18 de septiembre de 2019, dw.com/en/germany-second-largest-destination-for-migrants-oecd/a-50473180 (consultado el 30 de noviembre de 2019).

[84] S. Boniface, «It’s starting to look like Germany won WW2 in every way bar the fighting», Mirror, 7 de septiembre de 2015, mirror.co.uk/news/uk-news/its-starting-look-like-germany-6397791 (consultado el 1 de diciembre de 2019).

[85] Ibid.

[86] A. Taub, «Angela Merkel should be ashamed of her response to this sobbing Palestinian girl», Vox, 16 de julio de 2015, vox.com/2015/7/16/8981765/merkel-refugee-failure-ashamed (consultado el 29 de abril de 2020).

[87] «Pressekonferenz von Bundeskanzlerin Merkel und dem österreichischen Bundeskanzler Faymann», Berlín, 15 de septiembre de 2015, www.bundesregierung.de/breg-de/aktuelles/pressekonferenzen/pressekonferenz-von-bundeskanzlerin-merkelund-demoesterreichischen-bundeskanzler-faymann-844442 (consultado el 1 de diciembre de 2019).

[88] K. Richter, «Germany’s refugee crisis has left it as bitterly divided as Donald Trump’s America», Guardian, 1 de abril de 2016, theguardian.com/commentisfree/2016/apr/01/germany-refugee-crisis-invited-into-my-home-welcoming-spirit-divided (consultado el 1 de diciembre de 2019).

[89] Ibid.

[90] Andreas Rödder, Wer hat Angst vor Deutschland?, Fráncfort del Meno: S. Fischer, 2018.

[91] «Ausgelassene Stimmung – Feiern weitgehend friedlich», POL-K: 160101-1-K/LEV, 1 de enero de 2016, presseportal.de/blaulicht/pm/12415/3214905 (consultado el 29 de abril de 2020). Véase también «‘Ausgelassene Stimmung - Feiern weitgehend friedlich’», Süddeutsche Zeitung, 5 de enero de 2016, sueddeutsche.de/panorama/uebergriffe-in-koeln-ausgelassene-stimmung-feiern-weitgehend-friedlich-1.2806355 (consultado el 2 de diciembre de 2019).

[92] «Germany shocked by Cologne New Year gang assaults on women», BBC, 5 de enero de 2016, bbc.co.uk/news/world-europe-35231046 (consultado el 2 de diciembre de 2019).

[93] Véase Y. Bremmer y K. Ohlendorf, «Time for the facts. What do we know about Cologne four months later?», Correspondent, 2 de mayo de 2016, thecorrespondent.com/4401/time-for-the-facts-what-do-we-know-about-cologne-four-months-later/1073698080444-e20ada1b (consultado el 2 de diciembre de 2019).

[94] Ibid.

[95] Intervención de un periodista en el «Brown Bag Lunch: ‘Populism and its Impact on Elections: A Threat to Democracy?’», Aspen Institute, Berlín, 4 de septiembre de 2019.

[96] T. Abou-Chadi, «Why Germany – and Europe – can’t afford to accommodate the radical right», Washington Post, 4 de septiembre de 2019, washingtonpost.com/opinions/2019/09/04/why-germany-europe-cant-afford-accommodate-radical-right (consultado el 20 de noviembre de 2019).

[97] Véase M. Fiedler, «Alexander Gauland und der ‘Vogelschiss‘», Tagesspiegel, 2 de junio de 2018, tagesspiegel.de/politik/afd-chef-zum-nationalsozialismus-alexander-gauland-und-der-vogelschiss/22636614.html (consultado el 3 de diciembre de 2019).

[98] J. Wells, «Leader of German Anti-Muslim Group Reinstated After Hitler Photo Controversy», BuzzFeed News, 23 de febrero de 2015, buzzfeednews.com/article/jasonwells/leader-of-german-anti-muslim-group-reinstated-after-hitler-p (consultado el 29 de abril de 2020).

[99] «Pegida mobilisiert Tausende Demonstranten», Süddeutsche Zeitung, 6 de octubre de 2015, sueddeutsche.de/politik/dresden-pegida-mobilisiert-tausen es-ESmonstranten-1.2679134 (consultado el 29 de abril de 2020).

[100] M. Bartsch, M. Baumgartner et al., «Is Germany Lurching To the Right?», Spiegel, 31 de julio de 2018, spiegel.de/international/germany/german-immigration-discourse-gets-heated-after-footballer-s-resignation-a-1220478.html (consultado el 3 de diciembre de 2019).

[101] C. Erhardt, «Hasswelle: Kommunalpolitik – Aus Hetze werden Taten», Kommunal, 25 de junio de 2019, kommunal.de/hasswelle-alle-Zahlen (consultado el 3 de diciembre de 2019).

[102] En una entrevista para The Guardian: P. Oltermann, «Germany slow to hear alarm bells in killing of Walter Lübcke», Guardian, 2 de julio de 2019, theguardian.com/world/2019/jul/02/germany-slow-to-hear-alarm-bells-in-killing-of-walter-lubcke (consultado el 3 de diciembre de 2019).

[103] Thomas Haldenwang, en una conferencia de prensa con motivo de la presentación del «Informe anual sobre protección de la Constitución» (Verfassungsschutzbericht), Berlín, 27 de junio de 2019. Véase H. Bubrowski y J. Staib, «Mord an Walter Lübcke: Versteckt im braunen Sumpf», Frankfurter Allgemeine Zeitung, 28 de junio de 2019, faz.net/aktuell/politik/inland/was-der-mord-an-luebcke-mit-dem-nsu-zu-tun-hat-16257706.html?printPagedArticle=true#pageIndex_2 (consultado el 3 de diciembre de 2019).

[104] M. Hohmann, MdB, «Hohmann: Ein missbrauchter politischer Mord», 25 de junio de 2019, afdbundestag.de/hohmann-ein-missbrauchter-politischer-mord (consultado el 3 de diciembre de 2019).

[105] P. Oltermann, «Germany slow to hear alarm bells in killing of Walter Lübcke», Guardian, 2 de julio de 2019, theguardian.com/world/2019/jul/02/germany-slow-to-hear-alarm-bells-in-killing-of-walter-lubcke (consultado el 3 de diciembre de 2019).

[106] Véase M. Eddy, «German Lawmaker Who Called Muslims ‘Rapist Hordes’ Faces Sanctions», New York Times, 2 de enero de 2018, nytimes.com/2018/01/02/world/europe/germany-twitter-muslims-hordes.html (consultado el 4 de diciembre de 2019).

[107] J. C. M. Serrano, M. Shahrezaye, O. Papakyriakopoulos y S. Hegelich, «The Rise of Germany’s AfD: A Social Media Analysis», SMSociety ’19: Proceedings of the 10th International Conference on Social Media and Society, julio de 2019, 214-223, p. 3, doi.org/10.1145/3328529.3328562 (consultado el 4 de diciembre de 2019). Véase también J. Schneider, «So aggressiv macht die AfD Wahlkampf auf Facebook», Süddeutsche Zeitung, 14 de septiembre de 2017, sueddeutsche.de/politik/gezielte-grenzverletzungen-so-aggressiv-macht-die-afd-wahlkampf-auffacebook-1.3664785-0 (consultado el 4 de diciembre de 2019).

[108] De stay woke, «estar alerta», expresión usada tradicionalmente por las comunidades negras en Estados Unidos. El movimiento Black Lives Matter generalizó su uso, que posteriormente se ha extendido al movimiento #MeToo contra el acoso y el abuso sexual y otros movimientos contra diferentes injusticias.

En el Reino Unido, woke se utiliza para designar todo lo que también se podría englobar bajo la etiqueta de lo «políticamente correcto». (N. de la T.).

[109] Heute Journal, ZDF, 15 de agosto de 2017. Véase también T. Escritt, «In Charlottesville, Germans sense echoes of their struggle with history», Reuters, 18 de agosto de 2017, reuters.com/article/us-usa-trump-germany/in-charlottesville-germans-sense-echoes-of-their-struggle-with-history-idUSKCN1AY1NZ (consultado el 3 de diciembre de 2019).

[110] Véase P. McGee y O. Storbeck, «Fears over far-right prompt Siemens chief to rebuke AfD politician», Financial Times, 20 de mayo de 2018, ft.com/content/046821ba-5c17-11e8-9334-2218e7146b04 (consultado el 3 de diciembre de 2019).

[111] Joe Kaeser, @JoeKaeser, Twitter, 20 de julio de 2019, twitter.com/JoeKaeser/status/1152502196354859010 (consultado el 22 de julio de 2019).

[112] Véase K. Proctor y S. Murphy, «Andrew Sabisky: Boris Johnson’s ex-adviser in his own words», Guardian, 17 de febrero de 2020, theguardian.com/politics/2020/feb/17/andrew-sabisky-boris-johnsons-ex-adviser-in-his-own-words (consultado el 17 de febrero de 2020).

[113] Se designa por extensión como generación del Windrush (por el nombre del barco que transportó hasta el Reino Unido a uno de los primeros grupos de inmigrantes procedentes de las Indias occidentales en 1948) a los inmigrantes llegados antes de 1973, procedentes sobre todo de países del Caribe. A pesar de ser ciudadanos británicos de nacimiento y tras todos esos años de residencia en el Reino Unido, en 2018 fueron amenazados con la deportación, se les impidió la reentrada y al menos en ochenta y tres casos llegaron a ser deportados debido a una orden dictada por la entonces ministra de Interior Theresa May. (N. de la T.).

[114] Mesut Özil, @MesutOzil1088, Twitter, 22 de julio de 2018, twitter.com/MesutOzil1088/status/1021093637411700741 (consultado el 6 de diciembre de 2019).

[115] J. Spahn, «Berliner Cafés: Sprechen Sie doch deutsch!», Zeit, 23 de agosto de 2017, zeit.de/2017/35/berlin-cafes-hipster-englisch-sprache-jens-spahn (consultado el 6 de diciembre de 2019).

[116] G. W. Leibniz, «Ermahnung an die Deutschen, ihren Verstand und Sprache besser zu üben, samt beigefügten Vorschlag einer Deutschgesinten Gesellschafft», Sämtliche Schriften, serie 4, tomo 3, Berlín: Akademie-Verlag, 1986, p. 798.

[117] W. Thierse, «Von Schiller lernen?», Die Kulturnation, Deutschlandfunk Kultur, 3 de abril de 2005.

[118] S. Hattenstone, «Ai Weiwei on his new life in Britain: ‘People are at least polite. In Germany, they weren’t’», Guardian, 21 de enero de 2020, theguardian.com/artanddesign/2020/jan/21/ai-weiwei-on-his-new-life-in-britain-germany-virtual-reality-film (consultado el 21 de enero de 2020).

[120] Ibid.

[121] A. Merkel, «Rede zum zehnjährigen Bestehen der Stiftung Auschwitz-Birkenau», Auschwitz, 6 de diciembre de 2019, https://www.bundesregierung.de/breg-en/chancellor/speech-by-federal-chancellor-dr-angela-merkel-marking-the-10th-anniversary-of-the-auschwitz-birkenau-foundation-auschwitz-6-december-2019-1704954 (consultado el 7 de diciembre de 2019).

[122] E. Reents, «Morde in Hanau: Böser, als die Polizei erlaubt», Frankfurter Allgemeine Zeitung, 20 de febrero de 2020, faz.net/aktuell/feuilleton/morde-in-hanau-jetzt-ist-der-staat-am-zug-16644270.html (consultado el 28 de febrero de 2020).

[123] Bundesinnenminister Seehofer: «Wir müssen den Rassismusäachten», Bundesministerium des Innern, für Bau und Heimat, 21 de febrero de 2020, bmi.bund.de/SharedDocs/kurzmeldungen/DE/2020/02/pk-hanau.html (consultado el 23 de febrero de 2020).