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Un país adulto

La política exterior en tiempos de populismos

En el hervidero político de Berlín abundan los analistas obsesivos. Todos se conocen y se relacionan con sus homólogos instalados en la zona interior de Washington o en los aledaños de Westminster. Y en materia de política exterior, todos se hacen la misma pregunta: ¿cuándo empezará a actuar Alemania como una potencia de primer orden? Los politólogos la han descrito como una «superpotencia a pesar suyo» y un «nuevo poder civil».[124] O bien, en palabras de Henry Kissinger: «Alemania es demasiado grande para Europa y demasiado pequeña para el mundo».[125]

Desde el final de la guerra, los alemanes siempre han tenido alguien en quien apoyarse. Encargaron su defensa y seguridad a otros: Estados Unidos, la OTAN y últimamente la Unión Europea. Desempeñaron una leal función de apoyo, aportando información, colaborando en misiones humanitarias y sumándose a sus aliados en las votaciones decisivas, pero sin tenerse que ensuciar las manos. Alemania era una criatura protegida.

La reunificación modificó las expectativas. Las fuerzas aliadas empezaron a retirarse poco a poco de la zona occidental (el último contingente británico no se marchó hasta 2019); los rusos se fueron casi de inmediato. La Alemania ampliada adquirió un nuevo estatus y, con él, también aumentaron las exigencias. La primera intervención militar del periodo posterior a la Guerra Fría fue la operación Tormenta del Desierto, la «coalición de la voluntad» liderada por Estados Unidos que expulsó a Sadam Huseín de Kuwait en 1990. Esta agrupó a unos treinta y cinco países, un despliegue de unidad que no conseguiría emular diez años más tarde George W. Bush hijo. No fue necesario presionar al entonces canciller alemán, Helmut Kohl, que aportó material pesado y ayuda económica por valor de miles de millones de dólares. La Constitución (o la lectura que de ella hacían los políticos) no había cambiado. Alemania tenía vedada la participación en cualquier acción militar directa.

En 1992, meses después de la disolución de la Unión Soviética y el colapso definitivo del comunismo europeo, un libro que sintetizaba el momento —y el dilema alemán—, El fin de la historia y el último hombre, de Francis Fukuyama, proclamó el predominio de la democracia liberal. Inspirándose en Hegel y Marx, Fukuyama argumentaba que la humanidad había progresado hasta un nuevo estadio. O, por decirlo con otras palabras: Occidente había vencido. Bill Clinton y Tony Blair trasladaron esta idea al desarrollo de una política exterior más asertiva: el intervencionismo liberal. Occidente tenía el deber de acabar con la opresión dondequiera que la encontrase, por la fuerza si fuese necesario, e implantar los valores del respeto de los derechos humanos y la democracia.

La crisis de Kosovo no podía haberse producido en un momento más difícil para Alemania. Hacía poco que Kohl había sido expulsado del poder tras dieciséis años al timón. El SPD acababa de recuperarlo con una cara nueva al frente. Gerhard Schröder llevaba solo unos pocos años como diputado en el Bundestag y carecía de experiencia en materia de política exterior. En octubre de 1998, pocas semanas después de asumir su cargo, tuvo que hacer frente a un reto terriblemente difícil. La opinión pública había contemplado horrorizada las acciones de limpieza étnica ejecutadas por los serbios en todos los Balcanes. La negativa a intervenir durante la invasión serbia de Bosnia, ni tampoco en el genocidio de Ruanda —a pesar de la presencia de un gran número de soldados franceses y belgas desplegados allí—, había avergonzado a la opinión pública.

La presión permanente de Clinton y Blair era intensa. Para su sorpresa, Schröder y sus ministros accedieron sin problemas. Alemania destacó fuerzas de combate por primera vez desde la Segunda Guerra Mundial. Y sin que mediara una resolución de la ONU. La OTAN llevó a cabo 38.000 misiones de combate (incluido el bombardeo de la embajada china en Belgrado, supuestamente por error). En ellas participaron catorce aviones de combate alemanes. En sus memorias, publicadas en 2006, Schröder escribió: «Tal vez fue una jugarreta de la historia que una coalición rojiverde, nada menos, tuviera que ocupar el poder político para que Alemania asumiera sus responsabilidades».[126] ¿Tal vez fue otro caso parecido al de la ópera Nixon en China? Si en Estados Unidos fue precisa la intervención de un republicano para normalizar las relaciones con el presidente Mao, quizás en Alemania se requería la presencia de dos partidos identificados con el antimilitarismo para destinar efectivos a acciones de primera línea. El Tribunal Constitucional había examinado el principio relativo a la intervención armada en 1994 y había dictaminado que Alemania podía participar en misiones multilaterales pero solo con la aprobación del Parlamento. El principal artífice de esa aprobación fue el ministro de Asuntos Exteriores de la coalición. Joschka Fischer tuvo que apelar a los argumentos éticos más nobles posibles: «No más Auschwitz. No más genocidios. No más fascismo. Todo eso va unido para mí»,[127] declaró en una emocionada intervención en el Bundestag. Y lo decían Los Verdes, el ala política del movimiento pacifista. Un general alemán fue elegido para dirigir las fuerzas de mantenimiento de la paz de la OTAN, la KFOR, una vez que Slobodan Milošević hubo retirado sus tropas en junio de 1999. La participación de Alemania en la campaña fue aplaudida por sus aliados. Lo vieron como el inicio de una nueva fase en su política exterior y de seguridad.

Dos años después, Schröder tuvo que hacer frente a otro dilema igualmente crucial. Acababa de expresar su «solidaridad sin límites»[128] a George W. Bush tras los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001. Estados Unidos había invocado el artículo 5 del tratado fundacional de la OTAN, según el cual un ataque contra uno de sus miembros es un ataque contra todos. El canciller estaba decidido a que Alemania demostrase de manera manifiesta su apoyo, pero sabía que la aritmética parlamentaria era complicada. En octubre de 2001 decidió vincular la decisión de apoyar la invasión de Afganistán encabezada por Estados Unidos a un voto de confianza a su gobierno. Era una estrategia arriesgada, pero logró sacarla adelante. Tropas alemanas estuvieron presentes en Afganistán a lo largo de las dos décadas del conflicto. Murieron más de cincuenta soldados. Una proporción mínima con respecto al total de bajas sufridas por las fuerzas estadounidenses y británicas. Las fuerzas alemanas operaban en el norte del país, más tranquilo, pero aun así fue un duro choque para una generación a la que se había inculcado la oposición a la guerra. «A menudo me preguntan si creo que el despliegue de soldados alemanes en Afganistán estaba justificado y ha logrado su objetivo», escribió Schröder en 2009. Y a continuación recordaba su visita a una escuela recién inaugurada en 2002 en Kabul. «Me recibieron unas jóvenes sin velo. Esas alumnas estaban haciendo algo que nosotros damos por descontado: asistir a la escuela y aprender. Muchos hemos olvidado que eso era justamente lo que los talibanes impidieron durante años que pudieran hacer esas niñas y esas jóvenes. Eso ratificó mi convencimiento de que Alemania tenía que contribuir a derrocar a los talibanes». Luego añadía: «La decisión del Bundestag cerró el capítulo de la soberanía limitada de Alemania que siguió a la Segunda Guerra Mundial. Nos situó en un plano de igualdad con los demás socios de la comunidad de naciones, con unas obligaciones que cumplir, como las derivadas de la pertenencia a la Alianza Atlántica en el caso de Afganistán. Pero a la vez los alemanes también hemos adquirido algunos derechos, como el de decir no en el caso de la guerra de Irak, porque no estábamos convencidos de los méritos de una intervención militar».[129]

Schröder no solo se opuso a la guerra de Irak; ese posicionamiento también definió la segunda mitad de su mandato. Ante las críticas de Bush contra la reticencia francesa y alemana a entrar en guerra, contraponiendo la vieja Europa a la nueva Europa, el tema dominó la campaña a las elecciones alemanas de septiembre de 2002. El planteamiento de Schröder tuvo una acogida espectacular y consiguió dar un vuelco a los sondeos, que hasta entonces apuntaban hacia una posible victoria de la CDU-CSU. La Casa Blanca, furiosa, acusó a alemanes y franceses de «cobardía».

Luego siguió la crisis de Libia, en 2011. David Cameron y Nicolas Sarkozy estaban deseosos de intervenir, evitar que Bengasi fuera arrasada y forzar la salida del coronel Gadafi. En esta ocasión quien estuvo en contra fue Angela Merkel. Alemania, que solo tres meses antes había pasado a formar parte del Consejo de Seguridad de la ONU por un periodo de dos años, se abstuvo en la votación de una resolución destinada a imponer una zona de exclusión aérea, alineándose con Rusia y China y en contra de todos sus aliados occidentales. A diferencia de lo ocurrido en el caso de Irak, en esta ocasión no contaba con la cobertura de Francia. «No fue una decisión sencilla», comentó el ministro de Asuntos Exteriores, Guido Westerwelle, con estudiada modestia.

En los casos de Irak y Libia, la posición alemana se acabaría demostrando del todo acertada. La aventura del tándem Bush-Blair en Irak convirtió un país fracturado en terreno abonado para el terrorismo internacional. Y aunque Gadafi fue derrocado, Libia se ha convertido en un Estado fallido y sus ciudadanos han pasado a engrosar las filas de los que, procedentes de otros países, están dispuestos a arriesgar la vida en busca de una oportunidad en Europa. El emotivo discurso de Joschka Fischer sobre Kosovo parecía de otra época. Irak, Libia y Afganistán (un caso más complicado) reactivaron una revulsión contra las acciones militares en la opinión pública alemana.

A principios de cada año, diplomáticos y políticos del mundo entero se reúnen para celebrar la Conferencia de Seguridad de Múnich, un Davos dedicado a la defensa. Esta ha sido escenario de muchos momentos dramáticos. Uno de ellos fue el discurso pronunciado por el presidente alemán en 2014. Joachim Gauck, un pastor protestante del norte rural de la RDA, había sido un participante destacado del movimiento de protesta antes de su elección como diputado del efímero Parlamento de los últimos meses de la Alemania oriental. Después de la reunificación estuvo al frente de la organización encargada de gestionar los archivos de la Stasi. En 2012 fue elegido presidente de Alemania, una decisión que contó con un gran respaldo popular. Durante unos años, el país tendría dos alemanes del Este en los más altos cargos; un acontecimiento inédito.

«Esta es una buena Alemania, la mejor que hemos conocido», declaró Gauck ante quienes le escuchaban en Múnich. Su país era un socio fiable. Gauck enumeró todas sus aportaciones: en el ámbito del desarrollo internacional, en materia de medio ambiente, al multilateralismo, a favor del europeísmo. Después abordó sin rodeos el tema de sus complejos con respecto a la intervención. Se acusaba a Alemania de «escurrir el bulto» —dijo—, de ser «un país demasiado propenso a eludir las situaciones difíciles». No lo negó. El pasado no debería ser un motivo para mirar hacia otro lado. Su país debería estar dispuesto a asumir más responsabilidad en la promoción de la seguridad mundial. «¿Estamos dispuestos a asumir la parte que nos corresponde de los riesgos? —preguntó y enseguida procedió a responder él mismo la pregunta—. Quien no actúa también es responsable. Nos estaríamos engañando si concebimos Alemania como una isla, a resguardo de las vicisitudes de nuestro tiempo».[130] El ministro de Asuntos Exteriores Frank-Walter Steinmeier (que le sucedería luego en la presidencia) y la ministra de Defensa Ursula von der Leyen (posteriormente presidenta de la Comisión Europea) le apoyaron. Steinmeier enumeró una serie de principios cuidadosamente ponderados: «El uso de la fuerza militar es un instrumento de último recurso. Es apropiado hacer uso de ella con contención. Sin embargo, una cultura de la contención no debe convertirse en una cultura del distanciamiento. Alemania es demasiado grande para limitarse a comentar los asuntos internacionales desde los márgenes».[131] Fue lo que luego se conocería como el Consenso de Múnich.

Un pueblo vinculado a Estados Unidos a la vez ha sentido también una estrecha afinidad con su adversario durante la Guerra Fría, Rusia. Un sentimiento motivado por la geografía, la cultura, la historia… y también la culpabilidad por la guerra. Antes de 1989, el dilema resultaba más manejable. La imposición del comunismo soviético en la Europa oriental, la represión de los alzamientos populares de 1953 en Berlín Este, 1956 en Hungría y 1968 en Praga, y la construcción del Muro de Berlín en 1961 empujaron a todos los alemanes salvo los más empedernidos izquierdistas hacia la órbita de Occidente. Konrad Adenauer declaró que la integración de Alemania en la comunidad occidental era más importante que su unificación. En 1955 una Alemania occidental rearmada se incorporó a la OTAN. La doctrina elaborada por Walter Hallstein, la máxima autoridad civil dentro del Ministerio de Defensa, estableció que la República Federal no tendría relaciones con ningún país que hubiera reconocido a la RDA. Sin embargo, en el momento de la guerra de Vietnam, la lealtad hacia Estados Unidos ya empezaba a deshilacharse. Los socialdemócratas acuñaron algunas expresiones que distinguían entre una occidentalización positiva y una negativa, equiparada al sometimiento a un belicoso Tío Sam. Coincidió con la época en que el canciller Willy Brandt estaba desplegando su política de apertura al Este, Ostpolitik, que intentaba llegar a un acomodo con la RDA y con el Pacto de Varsovia en general. La Ostpolitik tuvo dos facetas. La primera consistía en un enfoque suave, con la promoción de contactos individuales, el turismo y colaboraciones en el ámbito académico y cultural. La segunda tuvo un doble filo: en su intento de mejorar las relaciones con la URSS y sus satélites, Brandt y sus sucesores acabaron legitimando y consolidando esos regímenes. Los disidentes se sintieron abandonados. Así, por ejemplo, cuando Lech Walesa y su sindicato Solidaridad pusieron en pie el primer movimiento de oposición exitoso en Polonia, a mediados de los años ochenta, el establishment germano occidental dio la impresión de estar más interesado en mantener el statu quo en la región.

Estados Unidos consideró a Helmut Kohl, como antes a Adenauer, un socio fiable, a diferencia de los recelos manifestados por el Reino Unido y Thatcher, por lo menos en lo que respecta a la reunificación. Su relación con Schröder fue mucho más difícil, no solo por su oposición a la invasión de Irak sino también por la estrecha relación de amistad que mantenía con Vladímir Putin. Los lazos comerciales ruso-alemanes fueron importantes durante toda la Guerra Fría. La Unión Soviética tenía gas natural, pero necesitaba apoyo tecnológico y financiero para desarrollar su industria. El intercambio de «gas por gasoductos» era satisfactorio para ambas partes. El proyecto Nord Stream suponía la construcción de un gasoducto a través del mar Báltico, desde Vyborg, al noroeste de San Petersburgo, hasta la frontera germano-polaca. El accionista mayoritario del proyecto era Gazprom, el gigante energético ruso, inextricablemente vinculado a Putin y sus compinches en el ámbito de la política de seguridad. El acuerdo para la construcción del gasoducto se firmó apresuradamente diez días antes de las elecciones de 2005, que Schröder perdió por un estrecho margen frente a la nueva dirigente de la CDU, Angela Merkel. Al cabo de pocas semanas, cuando Schröder ya se disponía a abandonar el cargo, el Gobierno alemán cerró un trato extraordinario con los rusos, por el cual garantizaba que cubriría el coste de mil millones de dólares del proyecto Nord Stream si Gazprom no estaba en condiciones de devolver un crédito. Unas semanas más tarde, Schröder era nombrado presidente de la junta de accionistas de Nord Stream AG.

Hubo muchos murmullos sobre el conflicto de intereses, pero nadie hizo nada al respecto. Los aspectos personales y políticos parecían entremezclarse. Aunque Schröder ya tenía sesenta años, él y Doris Schröder-Köpf, su esposa (la cuarta de un total de cinco), fueron autorizados a adoptar dos niños de corta edad en San Petersburgo (la ciudad natal de Putin). En aquel momento, los trámites para la adopción de menores rusos se habían vuelto muy difíciles para los occidentales, pero a los Schröder se les allanó el camino. Schröder no disimulaba su admiración por el presidente ruso. En tres ocasiones distintas, en 2004, 2006 y 2012, utilizó la misma expresión, lupenreiner Demokrat, un demócrata cristalino, para describir a Putin. La segunda vez, durante la presentación de sus memorias, fue más lejos: «El logro histórico del presidente Vladímir Putin es haber restablecido el Estado [ruso] como fundamento de la democracia».[132]

Schröder mantuvo sus adulaciones a Rusia sin que pareciera importarle cuán deplorables podían llegar a ser sus acciones, desde la invasión de Georgia hasta el envenenamiento en Londres de Alexander Litvinenko promovido por el Estado. Defendió al Kremlin durante su disputa con Estonia en mayo de 2007, cuando la retirada del centro de Tallin de un memorial de guerra erigido en tiempos soviéticos desembocó en un ciberataque… contra un Estado miembro de la OTAN. En vez de proceder como hicieron todos en Occidente y condenar a Rusia, Schröder dijo que Estonia había contravenido «todas las pautas de comportamiento civilizado».[133] En marzo de 2014, Schröder describió como justificable el «temor a quedar rodeado» que a su entender había llegado a sentir Putin. Describió Crimea como un «antiguo territorio ruso»[134] y consideró legal su invasión, dado que contaba con el apoyo de la población local. En 2014, mientras Occidente debatía la posible adopción de sanciones contra Rusia, Putin brindaba por Schröder en la fiesta de su septuagésimo aniversario celebrada en el palacio Yusupov de San Petersburgo. Ucrania, supuestamente aliada de Alemania, se enfureció. «Gerhard Schröder es el lobista más importante de Putin a escala mundial»,[135] declaró su ministro de Asuntos Exteriores. En 2016, Schröder pasó a ocupar la presidencia del proyecto Nord Stream 2, una expansión aún más controvertida, con Gazprom como único accionista. Un año más tarde, fue designado para ocupar un puesto no ejecutivo en la mayor empresa petrolera del Estado ruso, Rosneft. Los servicios de inteligencia usan el término «captación de las elites». Más coloquialmente, en Twitter se creó la etiqueta #Schroederization para designar la corrupción de las elites políticas. «Imagínense que Barack Obama actuase ahora como lobista de, pongamos por caso, el Gobierno chino en Estados Unidos»,[136] dijo el portavoz de Los Verdes en materia de asuntos exteriores, Omid Nouripour.

En la burbuja de Berlín, algunos reaccionaron con esnobismo y recordaron que Schröder el Vendedor (como le llamaban por su imagen de persona codiciosa) había abandonado los estudios muy pronto para trabajar como peón de construcción. ¿Qué otra cosa cabía esperar? Otros sugirieron con sorna que necesitaba ganar dinero para pagar la pensión a sus exesposas. Parecía muy satisfecho de su imagen de conquistador. Cuando celebró su cuarto matrimonio, le apodaron Audi Man, por los cuatro anillos del logotipo de esa marca, pero al llegar al quinto, él mismo anunció que ya había alcanzado categoría olímpica.

La reacción intuitiva de Merkel con respecto a Rusia no podía ser más distinta de la de su predecesor. Por primera vez una criatura del comunismo gobernaba Alemania. Como todos los colegiales en la RDA, Merkel aprendió ruso. Y no solo para salir del paso, sino que fue premiada como la tercera alumna con mejor dominio del ruso de todo el país. El premio incluía un viaje a Moscú, donde compró su primer disco de los Beatles. Rusia siempre la ha fascinado. En una pared de su despacho en la cancillería tiene colgado un retrato de Catalina la Grande, la princesa pomerana que llegó a ser emperatriz de Rusia.

Putin fue el primer dirigente ruso que había trabajado en Alemania, como agente de rango medio del KGB destacado en Dresde. En diciembre de 2018, se encontró en los archivos alemanes su carné de identidad de la Stasi. Emitido en 1986 con el número de serie B217590, lleva la firma de Putin junto a la fotografía en blanco y negro de un joven encorbatado. En el reverso, los sellos trimestrales indican que estuvo en uso hasta el último trimestre de 1989. Cuando cayó el Muro, Putin había sido ascendido a comandante. Algunos relatos biográficos, que él no ha desmentido, dicen que empuñó una pistola para evitar que una muchedumbre enfurecida saquease las dependencias del KGB en Dresde y se llevase los archivos. Junto con otros camaradas quemaron grandes pilas de documentos.

Pese a encontrarse en campos opuestos de la historia, diríase que Merkel y Putin tenían suficientes puntos de referencia en común para poder llevarse bien. Tras su relación de amor con Schröder, Putin quedó anonadado al encontrarse ante una mujer —vaya temeridad— que le tenía tomada la medida. Después de reunirse por primera vez con él —en 2002, en el Kremlin, cuando todavía era jefa de la oposición—, Merkel les comentó a sus asistentes que había superado la «prueba del KGB»[137] y sostenido su mirada. (Puedo dar fe, después de haber pasado cuatro horas y media junto a él en una pequeña reunión nocturna en su residencia de las afueras de Moscú, que la mirada de Putin es intimidante y se requiere una cierta fortaleza de ánimo para devolvérsela). El encuentro más curioso tuvo lugar en 2007, en el palacio de Putin a orillas del mar Negro. Aparentemente informado de que su huésped tenía terror a los perros de gran tamaño como secuela de un incidente sufrido en la infancia cuando uno la mordió, Putin hizo entrar a su gran perra labrador negra a la sala donde estaban conversando. La perra, llamada Konnie, permaneció a su lado, mientras ambos estaban sentados frente a frente. En las fotos del encuentro se puede apreciar la expresión angustiada de Merkel mientras la voluminosa perra la olfatea y luego se echa cerca de sus pies. Ella permanece impertérrita sin moverse. Putin la mira con una sonrisa malévola. «Espero que la perra no la moleste. Es muy amistosa y seguro que se portará bien».[138] A lo cual Merkel respondió con otra pulla, en perfecto ruso: «Por lo menos no se come a los periodistas».[139]

Según afirma uno de sus biógrafos, Merkel tiene un perfecto control de sus impulsos. Raras veces manifiesta ninguna reacción emocional de inmediato, aunque luego expresa su disgusto. Putin se excusó posteriormente, alegando que desconocía su fobia a los perros. Funcionarios alemanes han dado a entender que casi con toda seguridad se le habría informado al respecto. El incidente del perro no es algo que pudiera influir demasiado en la actitud de Merkel; sin embargo, marcó una pauta de desconfianza. Ella no le debía ningún favor a Putin y en 2014, ante la tácita satisfacción estadounidense y de otros en Europa, dejó claro que estaba dispuesta a plantarle cara. Unas semanas después de las crisis de Crimea y de Ucrania, hubo sospechas de que los rusos habían intervenido en el derribo del vuelo 17 de Malaysian Airlines, que causó la muerte de la totalidad de los 283 pasajeros y 15 tripulantes. Merkel respondió asegurándose de que la Unión Europea impusiese las sanciones más amplias jamás adoptadas desde el colapso de la URSS. Asumió el papel de halcón en jefe y presionó hasta conseguir su aprobación pese a las resistencias en el seno de su coalición. Las sanciones se fueron endureciendo en sucesivas rondas. En noviembre de 2014, Merkel declaró: «¿Quién habría creído posible que ocurriera una cosa así en el corazón de Europa veinticinco años después de la caída del Muro de Berlín? No debemos permitir que sigan prevaleciendo los viejos planteamientos sobre esferas de influencia, al amparo de las cuales se pisotea la legalidad internacional».[140]

Junto con su decisión sobre los inmigrantes, la línea dura con respecto a Rusia fue otro de los grandes riesgos, muy poco característicos de su estilo, que han definido el mandato de Merkel. Obsesivamente atenta a los sondeos y los resultados de los grupos de opinión, Merkel estaba perfectamente al tanto de las amplias simpatías que suscitaba Rusia entre la opinión pública y las grandes empresas la presionaban continuamente para inducirla a obrar con tiento. Su osadía era en parte fruto de su historia personal: los años vividos en la RDA le habían generado un rechazo visceral hacia matones despiadados como Putin. Pero yo diría que también era una cuestión de principios. Cuando consideraba llegado el momento de abandonar la prudencia, así lo hacía.

El único ámbito en el que sintió que no podía intervenir fue el del gasoducto Nord Stream. Cuando el primer proyecto ya estaba casi acabado, el Parlamento aprobó la construcción de un segundo gasoducto adicional. La posición oficial alemana era que la ampliación del proyecto no implicaba ningún riesgo. Al contrario, generaría una interdependencia mutua que aproximaría más a Rusia a la órbita de Occidente. El comportamiento de Putin sugería, no obstante, otra cosa. Los dirigentes empresariales instaron a Merkel a ignorar las preocupaciones de Estados Unidos en materia de seguridad y ella así lo hizo. Las grandes empresas alemanas no fueron el único grupo de presión que intervino. Todos los dirigentes de los estados federados del Este, sin distinciones de partidos, la instaban a mejorar las relaciones con Rusia. Michael Kretschmer, primer ministro de Sajonia y de su mismo partido, la CDU, manifestó en septiembre de 2019 durante su campaña para la reelección: «Como político alemán, pienso en las numerosas empresas, sobre todo en los estados de la antigua Alemania del Este, que se han visto especialmente afectadas por las consecuencias de la política de sanciones».[141] Añadió que, según datos de la Cámara de Comercio de Dresde, las empresas sajonas, que venían manteniendo lazos comerciales con Rusia desde hacía largo tiempo, en 2018 habían visto reducirse en un 60 por ciento sus exportaciones a ese país, comparadas con el volumen de 2013. Dietmar Woidke, de Brandemburgo, declaró en vísperas de las elecciones en su estado federado, que iban a celebrarse en la misma fecha: «En la Alemania del Este son muchas las personas que mantienen una relación personal con Rusia, cultivan amistades rusas y hablan su lengua. Como resultado muchos han desarrollado una vinculación emocional».[142]

Las encuestas de opinión indican reiteradamente que una gran mayoría de votantes, sobre todo en el Este, desean mantener relaciones más estrechas con Rusia. Puede parecer incongruente vistas las ansias desesperadas de muchos por huir de la RDA rumbo al Occidente, pero esa afinidad tiene profundas raíces culturales, geográficas e históricas. Aun así, buena parte de la credulidad con respecto a Rusia es contemporánea y perniciosa. Putin y su sofisticado aparato de propaganda han conseguido disociar su Rusia de los antecedentes del comunismo soviético en la Alemania del Este. Se sospecha que Rusia insufla dinero tanto a la AfD como a Die Linke, aunque hasta la fecha las investigaciones no han conseguido aportar pruebas decisivas (a diferencia de lo ocurrido en el caso del Rassemblement National, antes Front National, de Marine Le Pen en Francia, la vinculación económica con el cual nadie niega). El Kremlin es ecléctico en sus preferencias, apoya a partidos de extrema derecha y de extrema izquierda, campañas de independización y, evidentemente, el brexit, lo que sea con tal de socavar la democracia liberal y la cohesión europea. Ha creado un circuito de información. La AfD sigue los dictados del Kremlin. Sus dirigentes han apoyado la anexión de Crimea y la invasión del este de Ucrania, incluso con el envío de lo que designó ridículamente como «observadores electorales». También se han reunido con miembros del grupo de jóvenes nacionalistas. RT, la cadena de televisión internacional rusa, suele hacer suyos los planteamientos de la AfD y transmite en directo las marchas tóxicas del grupo Pegida. Sus emisiones en lengua alemana tienen una fuerte implantación en los estados federados orientales y capitalizan la hostilidad de algunos contra los medios convencionales Wessis. Uno de los programas más vistos es Der fehlende Part (La parte que falta), que ofrece con regularidad un menú de reportajes alarmistas sobre la inmigración y la seguridad en el empleo. Muchos de los alrededor de tres millones de inmigrantes de etnia alemana llegados de Rusia, los llamados reasentados tardíos, siguen simpatizando con el Kremlin. Al parecer esperaban encontrar un país étnicamente más homogéneo y tradicional, como el que les habían descrito sus abuelos. En cambio, se encontraron con un país cosmopolita y quedaron horrorizados. Esas personas reasentadas fueron blanco inmediato de la AfD. Dado que acceden automáticamente al derecho al voto, constituyen un cuerpo de electores significativo.

En 2016 el libro blanco sobre temas de defensa que publica anualmente Alemania mencionó por primera vez el uso de técnicas de guerra híbrida por parte de Rusia. «El uso creciente por parte de Rusia de instrumentos híbridos para difuminar deliberadamente las fronteras entre la guerra y la paz genera incertidumbre sobre el carácter de sus intenciones».[143] Los rusos, decía el informe, estaban difuminando esos límites de varias maneras. El GRU, el servicio de inteligencia militar, había coordinado una serie de ciberataques a través de una de sus unidades, la APT28, conocida en el mundo de los piratas informáticos como «Fancy Bear». El más peligroso había sido una infiltración en el sistema de mensajería electrónica del Bundestag en 2016. Habían robado una gran cantidad de datos que ahora podrían filtrar para desprestigiar a determinados partidos e instituciones. Die Zeit, en una investigación titulada «Merkel y Fancy Bear», reveló el alcance de las acciones de jaqueo rusas, pero también la lamentable ausencia de medidas preventivas por parte del equipo de ciberseguridad del Parlamento. Citaba al responsable de políticas cibernéticas del Ministerio de Asuntos Exteriores, que había reclamado una respuesta. La expresión utilizada fue «jaqueémoslos también». El Consejo de Seguridad de Merkel decidió no responder con un contraataque y optó por redactar, en cambio, un proyecto de ley que establecía un marco jurídico que permitiera orquestar contraataques digitales en caso de futuros incidentes.

Durante el periodo previo a las elecciones de 2017, los políticos y responsables de seguridad alemanes estuvieron atentos a posibles nuevos sabotajes y filtraciones. Durante los últimos días de la campaña, hubo una avalancha de mensajes de apoyo a la AfD lanzados desde diversos bots. A esas alturas, su efecto fue probablemente limitado. La labor de desinformación más eficaz se había llevado a cabo mucho antes. En los últimos años se han publicado y difundido muchas noticias falsas, todas con un sesgo contrario a la inmigración. El caso «Lisa» fue el más notorio. Una niña de trece años de origen étnico ruso residente en la zona oriental de Berlín había sido secuestrada y violada por una banda de hombres de aspecto árabe y africano. La población local indignada organizó una manifestación de protesta contra los inmigrantes, a la cual se sumaron ciudadanos indignados llegados de más lejos. Pero todo había sido una invención. Resultó que la chica estaba con una amiga y había hecho novillos. Finalmente, así lo reconoció ante sus padres y en el colegio, pero mientras tanto la noticia había tenido un impacto internacional. Un sitio web ruso en alemán inició y promovió su difusión. La televisión rusa informó sobre el suceso en directo. La web preferida de Donald Trump, Breitbart, también la promocionó. Otra noticia afirmaba que un hombre había prendido fuego a la iglesia más antigua de Alemania al grito de «Allahu Akbar». Todo era falso. Lo que en realidad había ocurrido era que una iglesia de Dortmund, no la más antigua ni mucho menos, había sufrido un pequeño incendio provocado por un cortocircuito. Se habían quemado las mallas de protección de unos andamios y el fuego había quedado apagado en unos doce minutos.

Según los expertos en ciberseguridad alemanes y de la Unión Europea, Merkel ha sido blanco de más ataques que ningún otro político europeo importante, con un goteo diario de noticias falsas destinadas a desprestigiarla y, sobre todo, a desautorizar su política de mano dura con respecto a Rusia. Algunas surten efecto, otras son fantasías. Así, al parecer estaba informada de que se produciría un ataque terrorista en el mercado navideño de Berlín y guardó silencio. Parece ser que era hija de Adolf Hitler (y tenían una foto —trucada— que lo demostraba). Él no había muerto en el búnker y había engendrado una criatura más tarde, o bien, alternativamente, se había conservado su esperma congelado. Aún no habían conseguido desentrañar ese enigma.

Mientras tanto, el pirateo ruso de las comunicaciones del Parlamento ha continuado sin tregua. En diciembre de 2018 una cuenta falsa de Twitter, diseñada para publicar noticias serializadas a lo largo de varios días, a semejanza de un calendario de adviento, difundió documentos y datos personales de diversos políticos que no eran del agrado del Kremlin, diputados destacados de la mayoría de los partidos con la notoria excepción de la AfD. Los Verdes fueron blanco especial de los ataques. A diferencia del SPD, han mantenido un marcado escepticismo con respecto a Rusia.

Merkel siguió adelante con su habitual resiliencia y resistencia a dejarse desplazar. Justamente cuando los estadounidenses y otros pensaban que se había ablandado, les sorprendió. En agosto de 2019, un exiliado checheno que en los años noventa había estado al mando de fuerzas separatistas en la guerra contra Rusia fue asesinado en un parque de Berlín cuando se dirigía a la mezquita. El asesino, disfrazado con una peluca, se le acercó por la espalda montado en una bicicleta y le disparó con una pistola Glock equipada con un silenciador. Poco después detuvieron a un hombre, pero la policía de Berlín no consiguió sonsacarle nada. En las embajadas extranjeras se sospechaba que el Gobierno estaba intentando barrer el caso bajo la alfombra para minimizar los daños diplomáticos. Entonces, de repente, en diciembre se decidió trasladarlo al fiscal federal, como se debería haber hecho desde un principio. Al cabo de veinticuatro horas, se anunció la expulsión de dos diplomáticos rusos. Quizás no parezca una represalia demasiado importante, pero fue la medida de mayor calado adoptada contra Rusia por una potencia europea desde la expulsión en 2018 de más de un centenar de diplomáticos rusos por parte de veinte países occidentales como protesta por el envenenamiento de Serguéi Skripal y su hija con gas nervioso en la ciudad inglesa de Salisbury. Merkel tuvo un papel crucial en la coordinación de esa acción en toda la Unión Europea; hecho que los británicos no le agradecieron especialmente.

En 2020 ocurrió otro incidente aún más delicado, esa vez iniciado en un lugar distante. En agosto de ese año, el dirigente más destacado de la oposición rusa, Alexéi Navalni, fue envenenado. Mientras yacía casi moribundo en un hospital de la ciudad siberiana de Omsk, Merkel convenció a Putin para que autorizase su traslado en avión, al cuidado de médicos alemanes, al hospital de la Charité de Berlín. La petición finalmente fue aceptada y al cabo de un tiempo Navalni comenzó a recuperarse, fue dado de alta y se le proporcionó una vivienda segura. Médicos alemanes, franceses y suecos confirmaron el método utilizado: novichok, la misma sustancia ya empleada contra Skripal. Con el lenguaje directo que últimamente la caracterizaba, Merkel calificó lo ocurrido como «un atentado criminal contra los valores fundamentales que nosotros defendemos» y denunció abiertamente al Estado ruso por el intento de asesinato. En enero de 2021, Navalni regresó a Moscú a sabiendas de que un largo encarcelamiento era una perspectiva casi segura, y otro intento de asesinato por parte del Estado, una probabilidad. En todo el país hubo manifestaciones, mientras Putin era consciente de que en esa ocasión se enfrentaba a una amenaza más potente. Su respuesta por defecto fue recurrir a la violencia y la intimidación. ¿Reaccionaría por fin el mundo con mayor contundencia contra él? Muchas miradas estaban puestas en Alemania.

Merkel nunca se ha dejado intimidar por Putin. Y es una hazaña notable. En cambio, el historial de Schröder en sus relaciones con Rusia fue espantoso y la propensión de muchos votantes a conceder al Kremlin el beneficio de la duda resulta preocupante. Pero —y es un gran pero— antes de criticar a Alemania, otros deberían considerar primero más atentamente qué ocurre en su propio país. A lo largo de las décadas de 1990 y 2000, Londres se convirtió bajo sucesivos Gobiernos en el centro mundial para el lavado de dinero, con el apodo de Londresgrado. Los oligarcas rusos fueron agasajados por ministros, miembros de la realeza, miembros del Parlamento y de la Cámara de los Lores, celebridades, altos ejecutivos, directores de colegios privados, abogados especializados en querellas por difamación y, naturalmente, gestores financieros. El establishment británico extendió la alfombra roja ignorando deliberadamente el origen de la riqueza de sus nuevos amigos predilectos. Recuerdo habérselo reprochado a un ministro del Gobierno de Tony Blair en 2005, poco más o menos. «No hay que ser tan puntilloso —me respondió—. Todo el dinero es bueno, sobre todo si nos ayuda a construir escuelas y hospitales». Varios asesinatos espectaculares obligaron al Reino Unido a endurecer sus medidas de seguridad, pero en el aspecto financiero los vínculos son al menos tan poco edificantes como cualquier actuación que haya tenido Alemania. El Partido Conservador gobernante ha aceptado repetidamente donativos de oligarcas, que han llegado a sumar un total de 3,5 millones de libras esterlinas a lo largo de la pasada década,[144] incluida la absurda idea de pagar decenas de miles de libras esterlinas por jugar al tenis con David Cameron o Boris Johnson. Cuando la Comisión de Inteligencia y Seguridad del Parlamento expresó su preocupación por esos sórdidos tratos, Johnson se resistió a hacerlo público durante varios meses. Otros países también se han dejado comprar, como por ejemplo Italia. Y, evidentemente, subsisten los continuos interrogantes sobre Donald Trump y sus vinculaciones con el Kremlin.

Trump detestó a Merkel desde el primer momento. Y no se la puede culpar a ella por no haberse esforzado. A finales de 2016, durante el periodo de transición, Obama la visitó antes de dejar la presidencia. Dedicaron la velada a pasar revista a los problemas del mundo. Merkel tenía claro que lo echaría de menos. Trump la había insultado de manera rutinaria, más que a ninguna otra personalidad extranjera, a lo largo de su campaña electoral. «Han elegido a la persona que está arruinando a Alemania —comentó a propósito de su elección como Persona del Año por la revista Time. Lo que más le molestó fue que la revista la describiese como canciller del mundo libre—. Lo que Merkel ha hecho a Alemania es lamentable, una lamentable vergüenza».[145]

Y sin embargo, la mujer que adoraba a Reagan y quería cruzar las llanuras norteamericanas en coche es, por instinto, una atlantista acérrima. Quería que Estados Unidos siguiese considerando a Alemania como su socio de mayor confianza. Recordemos la pregunta de Henry Kissinger que se hizo famosa: «¿A quién tengo que llamar si quiero hablar con Europa?».[146] Desde George Bush padre hasta Obama, la respuesta no fue la que habrían deseado escuchar los británicos. Invariablemente fue Alemania. La llamada «relación especial» con el Reino Unido, que fue vital durante los primeros decenios después de la guerra, se había convertido en un recurso retórico de los diplomáticos estadounidenses para contentar a los británicos. Y los primeros ministros, desde Blair hasta Johnson, vieron la subordinación como la mejor manera de congraciarse.

Merkel hizo las cosas a su manera. Pero también topó con contratiempos difíciles de capear. Y hubo varios, ya mucho antes de Trump. Algunas de las revelaciones más perjudiciales que sacaron a la luz las decenas de miles de cablegramas altamente secretos desvelados por el delator Edward Snowden hacían referencia a Alemania. La más grave era que la Agencia Nacional de Seguridad estadounidense (NSA) había tenido intervenido el teléfono móvil personal de Merkel durante varios años. En 2013, gracias a un examen de los archivos filtrados por Snowden realizado por la revista Der Spiegel salió a la luz que la embajada de Estados Unidos en Berlín había estado actuando como centro de operaciones de inteligencia de la NSA. Desde allí se habían estado interceptando y almacenando durante años las comunicaciones entre políticos alemanes de alto rango, incluidas las de la misma Merkel, usuaria obsesiva del teléfono móvil. Todos los datos reunidos por la operación Einstein, así se la llamaba, eran remitidos a la sede central de la NSA donde quedaban almacenados en una base de datos de «información focalizada». Un documento de 2009 y publicado en 2014 indicaba que Merkel formaba parte de un grupo de ciento veintidós dirigentes mundiales incluidos en dicha base de datos, conocida también como Nimrod. Figuraba en la primera página de la lista ordenada alfabéticamente por los nombres de pila, debajo del presidente de Mali e inmediatamente antes del sanguinario presidente sirio Bashar al-Asad. Esto ocurrió bajo el régimen de Obama. Alemania era supuestamente uno de los más firmes aliados de Estados Unidos. Merkel se enfureció al saberlo y perdió por una vez su famoso control de las reacciones impulsivas. En una airada conversación telefónica con Obama, que luego compartió deliberadamente con Der Spiegel, le dijo: «Esto es actuar como la Stasi».[147]

Las relaciones se siguieron deteriorando tras dos casos de espionaje directo: se descubrió que un funcionario de bajo rango del servicio de inteligencia exterior alemán destinado en Múnich y un soldado destinado en el Ministerio de Defensa estaban pasando información a los estadounidenses. En uno de los casos, elementos de prueba confidenciales presentados ante la comisión parlamentaria encargada de investigar el espionaje del teléfono de la canciller volvieron a acabar en manos estadounidenses. Merkel ordenó la expulsión del jefe del destacamento de la CIA, una medida sin precedentes entre dos países aliados. La cooperación en materia de inteligencia quedó suspendida temporalmente. Merkel invitó a Obama a suscribir un pacto de no espionaje, algo que Estados Unidos no tiene ni con sus aliados más próximos en el ámbito de la seguridad. El conflicto puso de manifiesto la magnitud de las suspicacias entre Estados Unidos y Alemania. Su relación en materia de seguridad dista mucho de la que mantienen los miembros del grupo Five Eyes, en cuyo seno Australia, Canadá, Nueva Zelanda, el Reino Unido y Estados Unidos comparten información con mayor facilidad. Obama rechazó la petición de Merkel. En el momento culminante de la disputa, los sondeos de opinión indicaron que un 60 por ciento de alemanes consideraban a Snowden como un héroe. Según una encuesta de la cadena de televisión ARD, el apoyo a favor de Obama, que era del 88 por ciento en el momento de su toma de posesión, se había reducido al 43 por ciento. Solo un 35 por ciento de alemanes consideraban a Estados Unidos como un buen socio, una cifra solo marginalmente superior a la de quienes opinaban lo mismo de Rusia.[148]

Y todo esto antes de que Trump entrara en escena.

En marzo de 2017, Merkel voló hasta Washington para celebrar su primera reunión con el nuevo presidente. Se había preparado diligentemente. Había repasado una entrevista publicada en 1990 en la revista Playboy que había llegado a ser un texto de referencia sobre el trumpismo —o lo que más se le aproximaba— para los responsables políticos. Había leído su libro de 1987, El arte de la negociación. Incluso había visionado algunos episodios de su programa de televisión, The Apprentice.

El encuentro empezó mal. Ella le tendió la mano en el despacho oval, delante de las cámaras. Él no le correspondió. Su estudiada contención, su mente profundamente analítica, eran anatema para él. Sus asistentes dicen que Merkel aprendió a exponerle los problemas complejos troceándolos para reducirlos a un tamaño digerible. Trump interpretaba toda su manera de actuar como una muestra de arrogancia. Desde luego, él tenía todo un historial misógino y algunos señalaron esta misoginia como la causa de su antipatía. Otros la atribuyeron a un resentimiento narcisista por el hecho de que otra persona recibiese el apelativo de defensora de la democracia en todas partes del mundo. Detestaba que otros recibiesen los elogios.

A los dieciocho meses del mandato de Trump, Merkel concluyó con pesar que sería imposible establecer ningún tipo de relación significativa con él. Lo máximo que podía esperar era llegar a gestionar el problema. En 2018, anticipándose a la cumbre del G7 que se iba a celebrar en Canadá, Trump impuso aranceles a las importaciones de acero y aluminio. Un mes antes había anunciado que Estados Unidos abandonaba el pacto internacional con Irán (JCPOA), en virtud del cual este país se comprometía a eliminar sus reservas de uranio enriquecido a cambio de una retirada gradual de las sanciones. Trump no solo se negó a ser parte del acuerdo, sino que además restableció las sanciones con efecto inmediato e impuso otras adicionales a cualquier empresa internacional que mantuviese relaciones comerciales con Irán. Esto fue un duro golpe para las empresas alemanas.

El periodo previo a la cumbre del G7 fue difícil y durante su celebración reinó un ambiente espantoso. Llegado un momento, todos los asistentes, con Merkel a la cabeza, plantaron cara a un sedentario y enfurruñado Trump. La imagen tomada por el fotógrafo oficial del Gobierno alemán se hizo viral y llegó a todas partes del mundo. Al acabar las conversaciones habían conseguido pergeñar un comunicado anodino en el que todos los dirigentes allí reunidos declaraban su compromiso a favor de un «comercio libre, justo y mutuamente beneficioso».[149] Trump se marchó antes para acudir a un encuentro en Singapur con Kim Jong-un, el dictador norcoreano, un hombre con quien parecía tener mayor afinidad personal que con aquellos con quienes acababa de reunirse. Durante el vuelo nocturno de regreso a casa, un funcionario despertó a Merkel para comunicarle que el presidente de Estados Unidos había roto el acuerdo del G7. Molesto, según le dijeron, por algún comentario de Justin Trudeau durante su conferencia de prensa final, Trump había lanzado una diatriba contra el primer ministro canadiense.

La relación se siguió deteriorando. El año siguiente, Trump se retiró del Acuerdo de París sobre el cambio climático. Pese a ello, el presidente de Francia, Emmanuel Macron, decidió adoptar un enfoque distinto al de Merkel. En vez de miradas impasibles, se abocó a promover un romance. Invitó a Trump a inspeccionar las tropas con motivo del desfile del día de la toma de la Bastilla. Trump quedó fascinado y lamentó que Estados Unidos no dispusiera de una marcha militar parecida que él pudiera presidir. Al cabo de un año, la táctica de Macron no había resultado más exitosa. Sin embargo, en Merkel había algo que irritaba a Trump como no lo hacía ningún otro dirigente. Aprovechaba cualquier oportunidad para atacarla, a través de su vehículo preferido: Twitter. «En Alemania la gente comienza a volverse en contra de sus gobernantes mientras la inmigración zarandea la coalición ya frágil que gobierna en Berlín. La delincuencia está aumentando en Alemania —tuiteó incorrectamente—. En toda Europa están cometiendo un gran error al permitir la entrada de millones de personas que acaban de pasar por un cambio tan intenso y tan violento de cultura».[150]

Nombró a un halcón de toda la vida, reciclado como comentarista provocador de Fox News, Richard Grenell, como embajador de Estados Unidos en Berlín. Este empuñó de inmediato el hacha de guerra, comenzó a atacar de manera rutinaria al Gobierno y se declaró dispuesto a «empoderar a los conservadores»[151] en toda Europa. No se refería a Merkel, sino al creciente número de nacionalistas autoritarios que tenía a su alrededor. Varios diputados instaron al ministro de Asuntos Exteriores a declararle persona non grata. Merkel se resistió, pero todo ello decía mucho sobre el deterioro de las relaciones.

El estilo de Trump no estaba diseñado para atraer simpatías, pero esto no implica que todas sus críticas fuesen injustificadas. Sus recelos con respecto a Rusia y el proyecto Nord Stream eran legítimos. El conflicto más visible giraba en torno al gasto de defensa y era anterior a su mandato. En 2014, en una cumbre de la OTAN celebrada en Cardiff, los países miembros acordaron «avanzar progresivamente» hacia el cumplimiento del objetivo de un presupuesto de defensa equivalente al 2 por ciento del PIB para 2024. Un progreso lento, pero que suponía un cambio. En aquel momento, solo tres países cumplían ese objetivo. Alemania no era el único rezagado. Pero sí el más visible, por su tamaño y su capacidad económica. Pasados cinco años, ocho países habían superado en mayor o menor medida el umbral del 2 por ciento. Varios se habían quedado terriblemente por debajo, entre ellos Canadá, Italia y España. Alemania dedicaba a defensa solo un 1,24 por ciento de su PIB. Con la promesa de elevar esa proporción hasta el 1,5 por ciento para 2025. Y el cálculo aún podría ser optimista.

Hasta 1990, Alemania había cumplido el objetivo de la OTAN. A mediados de la década de 1980, su presupuesto de defensa era aproximadamente equivalente al dedicado a gastos sociales. La reunificación cambió muchas de las prioridades de la población. Cuando las tropas soviéticas empezaron a retirarse de la RDA, los votantes quisieron obtener dividendos de la paz. Vista la enorme cantidad de dinero que era preciso dedicar a reanimar la economía moribunda y las infraestructuras del Este, ¿por qué no obtenerlo reasignando el gasto militar superfluo? Los políticos señalan las encuestas de opinión siempre que reciben reproches por el bajo presupuesto de defensa.

La encuesta más reciente del Pew Research Center sobre actitudes de la población mundial, realizada en 2019,[152] pone de manifiesto la ambivalencia de muchos alemanes con respecto a la Alianza Atlántica, junto con el deseo de una aproximación a Rusia. El número de alemanes que valoran positivamente la OTAN ha descendido de un 73 a un 57 por ciento en los últimos cinco años. (Este retroceso es aún mayor en Francia, del 71 al 49 por ciento. La popularidad de la OTAN solo ha aumentado en los países que se sienten directamente amenazados por Rusia, como Lituania y Polonia). A la pregunta sobre si su país debería actuar en cumplimiento del artículo 5, el que establece la obligación de defensa mutua entre los miembros de la Alianza, solo un 34 por ciento de alemanes respondió afirmativamente, muy por debajo de la media europea. A la pregunta de si consideran más importante mantener una relación sólida con Estados Unidos o con Rusia, un 39 por ciento de alemanes se inclinaron por el primero, frente a un 25 por ciento más favorables a la segunda. Solo los búlgaros manifestaron una actitud más favorable a Rusia y por un margen reducido.

En 1990, las fuerzas armadas alemanas, la Bundeswehr, sumaban quinientos mil efectivos. En 2018, el reclutamiento fue el más bajo jamás registrado. Solo veinte mil reclutas se incorporaron ese año. Un número equivalente de puestos de oficiales y suboficiales quedaron sin cubrir. Las fuerzas armadas cuentan actualmente con un total aproximado de doscientos mil efectivos. La Bundeswehr ha iniciado una campaña de reclutamiento y ha empezado a experimentar con el recurso a vídeos de YouTube para atraer a más jóvenes. Con niveles de ocupación cercanos al pleno empleo, muchos jóvenes alemanes no parecen inclinados a contemplar la idea de iniciar una carrera en las fuerzas armadas. Su presencia raras veces es visible. En Alemania no se organizan actos de aclamación pública hacia las fuerzas armadas, como se hace en Francia, Rusia, el Reino Unido y otros países. Cuando salen de sus cuarteles, los soldados visten casi siempre de civil. La decisión de suprimir el servicio militar obligatorio, adoptada en 2011, fue insólita para un Gobierno de centroderecha. Hasta entonces el servicio militar había sido obligatorio para todos los varones jóvenes, aunque podían optar por un servicio civil si formulaban una objeción de conciencia. La exención más amplia se aplicó antes de la unificación a los ciudadanos de Berlín occidental, todavía formalmente bajo control aliado, una particularidad que contribuyó a dotar a la ciudad-isla de un carácter singular. Desde que se suprimió el servicio militar obligatorio y se cerraron las bases, vastas zonas del país no tienen ningún contacto con las fuerzas armadas. Algunos políticos de la CDU han intentado presionar a Merkel para que reintroduzca un servicio civil universal, pero ella se sigue resistiendo. El Ejército también ha perdido especialistas. Bastantes ingenieros lo han dejado por empleos mejor remunerados en el sector privado. El problema más significativo es el deterioro del material. Hubo un momento en que menos de la mitad de la flota de aviones militares de transporte, Tornados y turborreactores Eurofighter estaban en condiciones de entrar en combate. Los seis submarinos estaban todos inoperativos.[153]

Las acciones de Rusia en Crimea y Ucrania oriental impusieron un replanteamiento. El presupuesto de defensa se ha incrementado un 40 por ciento desde 2014, pero a partir de un nivel todavía bajo. En palabras de Merkel, este aumento del gasto significa «un gran paso desde el punto de vista alemán».[154] Dicho de otro modo: sean indulgentes. Pese a las críticas, Alemania mantiene una red de relaciones de colaboración militar más amplia que ningún otro país europeo. Mantiene unidades militares conjuntas con seis de sus nueve países vecinos. Como parte del esfuerzo para respaldar a los miembros de la OTAN situados en la línea más avanzada frente a Rusia, bajo la llamada Presencia Avanzada Reforzada (Enhanced Forward Presence), se encomendó a Alemania el destacamento de tropas en Lituania, junto con las que enviarían el Reino Unido a Estonia, Canadá a Letonia y Estados Unidos a Polonia. La fuerza aérea alemana también opera en Estonia, donde colabora con la fuerza aérea nacional para repeler las incursiones de aviones rusos en su espacio aéreo. Alemania mantiene una fuerza conjunta con Polonia y Dinamarca, y otra con los Países Bajos. Ha adiestrado a los peshmergas, las fuerzas kurdas en Irak, y les ha suministrado armas en el marco de la campaña multilateral contra el Estado Islámico. Aviones de combate Tornado alemanes han realizado acciones de reconocimiento en Irak y Siria en apoyo de las fuerzas estadounidenses allí destacadas. Uno de los mayores despliegues de la Bundeswehr tiene lugar en Mali, en África occidental, en el marco de una misión de mantenimiento de la paz de la ONU.

Una de las novedades más importantes ha sido la creación de PESCO, la Cooperación Estructurada Permanente en materia de Defensa, en cuyo marco veinticinco Estados de la Unión Europea han emprendido más de treinta proyectos militares conjuntos. Estos incluyen ámbitos como los drones de combate, la vigilancia espacial, la formación en el manejo de helicópteros, el comando médico, los equipos de respuesta cibernética rápida y las medidas contra las minas marítimas. También está prevista la creación de una academia de espionaje. La dirección de dicha Escuela Conjunta de Inteligencia de la Unión Europea estará a cargo de Chipre y Grecia, una decisión tal vez no demasiado acertada teniendo en cuenta que ambos Estados miembros mantienen estrechas relaciones con Rusia y China. Uno de los objetivos de PESCO es desarrollar conjuntamente «capacidades de defensa y ponerlas a disposición de las operaciones militares de la Unión».[155] A principios de 2019, Ursula von der Leyen, entonces ministra de Defensa alemana, declaró: «El ejército europeo ya empieza a tomar forma».[156] Franceses y alemanes mantienen discrepancias con respecto a la estrategia que seguir. En 2018, Macron encabezó la propuesta de crear una Iniciativa de Intervención Europea (EI2), encargada de la preparación para hacer frente a futuras crisis. Francia concibe la Unión Europea como una fuerza militar potencial. Alemania se muestra más cautelosa. Merkel se ha resistido a promover la UE como una alternativa a la OTAN. Ya tiene suficientes problemas con los estadounidenses en las presentes circunstancias.

Estratégicamente, no obstante, el mayor quebradero de cabeza para Alemania en el ámbito de las relaciones internacionales lo plantea China. Duisburgo es una de las ciudades de la región del Ruhr, intensamente industrializada y que ahora pasa por momentos difíciles. Hace unos años, su alcalde puso en marcha un proyecto de rehabilitación que la ha transformado. China ha tenido un papel estelar. Pude hablar con el portavoz de China en Duisburgo en el ornamentado edificio del ayuntamiento de la ciudad. Johannes Pflug me explicó cómo había llegado a ocupar ese cargo. Hace unos años, siendo diputado en el Bundestag, encabezó una delegación parlamentaria a China. El grupo fue invitado a visionar una presentación en PowerPoint. Esta empezaba directamente con un mapa de Alemania sobre el cual aparecían señaladas dos ciudades: Berlín y Duisburgo. A Pflug se le escapaba el motivo. «Les comenté, muy educadamente, que quizás se referían a Hamburgo o Múnich. O a lo mejor había habido un error en la transliteración y su intención era escribir “Düsseldorf”».

No era un error. Los chinos ya habían examinado el lugar. Querían convertir a Duisburgo en su destino más importante en toda Europa. Al igual que la Alemania imperial había planificado la construcción del ferrocarril que uniría Berlín y Bagdad, los chinos tenían ahora su «Iniciativa de la Franja y la Ruta» (Belt and Road). ¿Y por qué habían elegido Duisburgo? Su localización siempre ha sido el mayor activo de la ciudad. En el siglo XVI, el gran cartógrafo flamenco Gerardus Mercator pasó los últimos treinta años de su vida en Duisburgo y allí publicó un volumen de mapas de Europa, el primer «atlas» designado con ese nombre. Cerca del edificio del ayuntamiento, el Rathaus, hay una estatua de Mercator. De hecho, si clavásemos un alfiler en el punto central de un mapa actual de Europa, quedaría situado más o menos en ese punto. Duisburgo se alza en la confluencia de los ríos Rin y Ruhr. Hasta allí llegan autopistas procedentes del norte, el sur, el este y el oeste. Cuenta con el puerto fluvial más grande de Europa. El aeropuerto internacional de Düsseldorf no queda lejos. Y la ciudad se encuentra en el punto central de la red ferroviaria europea.

La Iniciativa de la Franja y Ruta, que el presidente Xi Jinping puso en marcha en 2013, también es conocida como la Ruta de la Seda del siglo XXI o el Plan Marshall de China para el resto del mundo. Es una red de distribución de la actividad comercial y la influencia chinas, una «franja» de corredores terrestres y una «ruta» marítima con diversos trayectos que abarcan setenta y un países, la mitad de la población mundial y una cuarta parte del PIB global. Un proyecto aterrador para Occidente.

Duisburgo fue elegida como su destino final. Un lugar barato, con una localización perfecta y… ansioso de recibir inversiones. Las mercancías se podrían trasladar desde aquí a toda Europa y más allá por carretera, ferrocarril, barco o barcazas. El alcalde de la ciudad se apresuró a firmar el acuerdo. Un año después, Xi realizó una parada especial en Duisburgo durante una visita oficial a Alemania. Su llegada, programada para hacerla coincidir con la entrada de un tren de mercancías adornado con guirnaldas rojas, fue recibida con canciones mineras ejecutadas por una orquesta tradicional y grupos de niños y niñas de la ciudad con pancartas estampadas con caracteres chinos. Treinta trenes semanales realizan actualmente el trayecto entre China y Alemania a través de la Franja y Ruta. Salen de Shanghái, Wuhan, Chongqing o Chengdu rumbo al norte pasando por Almaty, en Kazajistán, Moscú y Varsovia. Llegan cargados de prendas de vestir, juguetes y productos electrónicos. Luego emprenden el camino de regreso en dirección contraria con un cargamento de coches alemanes, whisky escocés, vinos franceses y otros productos. Pueden verse letreros que proclaman: «Somos la ciudad china en Alemania».

El dinero chino tuvo efectos inmediatos. Duisport, la empresa creada para gestionar el puerto, se está expandiendo con tanta rapidez que ya comienza a disputar a Hamburgo la posición de primer puerto de Alemania. Se está construyendo un centro de negocios contiguo, que servirá de base de operaciones desde donde las empresas podrán gestionar sus relaciones con los mercados europeos. En Duisburgo no abundan las críticas contra la Franja y Ruta, desde luego no entre los políticos ni en los medios de comunicación. Según Martin Ahlers, periodista del Westdeutsche Allgemeine Zeitung, el periódico regional, lo que cuenta son los puestos de trabajo creados. Luego recordó el pinchazo del teléfono de la canciller por obra de la NSA. La prensa alemana expresó la sospecha de que Cisco, la empresa de telecomunicaciones estadounidense que gestiona una parte importante de los datos del Gobierno y las fuerzas de seguridad alemanes, había facilitado el acceso encubierto. «Solo se habla de los chinos. ¿Por qué no dicen nada de los estadounidenses? Cisco le clavó la puñalada a Merkel», me dijo.

Las inversiones realizadas en Duisburgo forman parte de un marco más amplio. China está consolidando su poder económico y político en toda Europa. Ha invertido mil millones de euros en un ferrocarril entre Budapest y Belgrado. Ha comprado el puerto griego del Pireo, de crucial importancia estratégica. Está construyendo una nueva ciudad en medio del bosque en las afueras de Minsk, la capital de Bielorrusia, con el fin de establecer un centro de operaciones manufactureras a caballo entre la Unión Europea y Rusia.

Las exportaciones son vitales para el éxito económico de Alemania. También son un canal para la proyección de Alemania a escala mundial. Ya hace décadas que el país apostó a largo plazo por China. Ahora está más expuesto que la mayoría a las vicisitudes de las ambiciones globales chinas. En cuanto Deng Xiaoping abrió la economía china, las empresas alemanas acudieron en tropel. China era una fuente continua de beneficios. China quería adquirir automóviles, productos tecnológicos de alta gama y conocimientos técnicos. Alemania vio en ella un socio comercial fiable y un mercado inagotable, con la progresiva incorporación de millones de nuevos consumidores. Los empresarios alemanes proclamaban que, con una ideología y un modelo económico triunfante, estaban en condiciones de hacer negocios en cualquier lugar. Una vez «recuperado» el mercado de la RDA y consolidada su presencia en la Europa oriental, ampliaron su campo de acción, especialmente en Asia. Dejaron la política a los políticos, sin dejar de guiarse por el lema «Wandel durch Handel», promover un cambio a través de las relaciones comerciales. Partían de la base de que cuanto más crecieran los intercambios comerciales, mayor sería la apertura del país.

Veinte años más tarde, dos sucesos pusieron en duda esa premisa. Uno de carácter local, el otro a escala global. En 2016, una de las empresas más preciadas del sector industrial puntero alemán fue objeto de una operación de adquisición hostil. Pese a todas sus proclamas de lealtad al libre mercado, los alemanes siempre han protegido celosamente a sus joyas nacionales. KUKA era una de ellas. Nacida en la hermosa ciudad sureña de Augsburgo en 1898 como una típica empresa familiar dedicada al diseño y fabricación de un solo producto (farolas callejeras), al cabo de un siglo se había convertido en uno de los primeros diseñadores y productores mundiales de robots industriales. Los chinos iban a la caza de adquisiciones adecuadas para cubrir las necesidades de dos planes gubernamentales a largo plazo: Made in China 2025 y su propia versión de Industria 4.0 (inspirado en gran parte en el modelo alemán). Dos proyectos pensados para transformar la economía china de productora de imitaciones de bajo coste intensivas en trabajo, en un líder mundial en el campo de la innovación. Pekín animaba a las empresas chinas a operar fuera del país e invertir en objetivos extranjeros como una vía para aumentar sus capacidades tecnológicas y encontrar nuevos mercados en un momento de desaceleración de su propia economía. A lo largo de ese año, diversas empresas chinas anunciaron o completaron la adquisición de empresas alemanas por valor de 11.000 millones de euros en total.[157]

Inopinadamente, la empresa china Midea, fabricante de frigoríficos y acondicionadores de aire, inició una operación de compra de KUKA con una oferta de 115 euros por acción, que elevaba a 4.600 millones de euros el valor total de la empresa; un incremento de casi el 60 por ciento. A pesar de las protestas de algunos accionistas, de una parte de la dirección y del sindicato, y después de fracasar los intentos de encontrar otro comprador, Midea consiguió hacerse con una participación de más del 90 por ciento.[158] Muchos participantes en el mercado vieron en esta compra privada un modelo para otras operaciones de compra exitosas por parte de empresas chinas. Pese a las voces que reclamaban una intervención, Merkel no se movió. El Ministerio de Economía anunció que no tenía ningún motivo para frenar la operación. De la noche a la mañana, una de las joyas de la corona empresarial alemana había pasado a ser una empresa china. El director general alemán dimitió al cabo de dos años. Los dirigentes empresariales estaban alarmados. Los chinos querían robarles el almuerzo. Ninguna compañía alemana estaba a salvo. ¿Y qué ocurriría con el Mittelstand, las pequeñas y medianas empresas? ¿Y si China decidía ir a por la industria automovilística?

La federación empresarial alemana, Bundesverband der Deutschen Industrie (BDI), elaboró un informe detallado sobre la estrategia china. En su investigación ocupaban un lugar central las ramificaciones del XIX Congreso del Partido celebrado en 2017, donde Xi dejó claro que el Partido Comunista mantendría su papel rector al frente de la actividad empresarial y de la política. «Comprendimos que la convergencia no conduciría a una democratización paralela a la liberalización de los mercados. Eso era solo una ilusión —me dijo un dirigente empresarial—. Además, eso significaba que el Estado subvencionaría a las empresas. Los chinos estaban pagando sus adquisiciones por encima del precio de mercado gracias a las subvenciones del Estado. Esto provocaba una distorsión del mercado». En un seminario de la BDI consideraron tres posibles alternativas. La primera era que las empresas decidiesen que no tenían más remedio que aceptar la realidad y aprovechar los entre cinco y siete años siguientes para obtener beneficios antes de ser expulsadas del mercado. La segunda alternativa era apartarse de China de inmediato. La tercera sería desarrollar un nuevo modus operandi. Las empresas podrían decidir en qué ámbitos podían trabajar con China y en cuáles no y proteger de este modo al sistema en la mayor medida posible. Optaron por esta tercera opción de compromiso. Aun así, este enfoque suponía un gran cambio. La publicación del informe causó un enorme revuelo. El texto se refería a China como un «competidor sistémico» y destacaba que Occidente estaba enfrentado al capitalismo chino subvencionado por el Estado en una «competencia entre sistemas económicos».[159] Proponía más de cincuenta medidas políticas, incluido un uso más proactivo de la legislación de la Unión Europea en materia de subvenciones públicas.

Coincidiendo con ello, el Parlamento aprobó una ley que autorizaba al Gobierno a examinar y llegado el caso impedir cualquier inversión en sectores sensibles que supongan la adquisición de más de un 10 por ciento de una empresa alemana por parte de una compañía no comunitaria. Hasta entonces el límite máximo era de un 25 por ciento. El campo de aplicación de la ley incluía las empresas de los sectores de defensa y seguridad y las que gestionan «infraestructuras estratégicas», como el suministro energético y las telecomunicaciones, y también los medios de comunicación. El ministro de Economía, Peter Altmaier, adoptó la «Estrategia Industrial Nacional 2030», con el propósito de apoyar a los «campeones nacionales» en los sectores estratégicos, desde la industria aeroespacial hasta las tecnologías verdes, la impresión 3D y, evidentemente, los automóviles.

La Unión Europea siguió luego el ejemplo con la adopción de un plan de diez puntos que marcó un cambio de rumbo en favor de una estrategia industrial más defensiva. Alemania comenzaba a ser más abiertamente proteccionista. La primera adquisición china vetada fue la del fabricante de componentes electrónicos Aixtron. Pasado un año, el Gobierno pergeñó una nueva táctica para evitar otra adquisición. Se encomendó a un banco de propiedad estatal la compra de una participación del 20 por ciento de la distribuidora eléctrica 50Hertz, con objeto de desbancar una oferta de la distribuidora estatal china SGCC (State Grid Corporation of China). Los ministerios de Economía y de Hacienda declararon tener un «gran interés en la protección de una infraestructura energética estratégica».[160] Alemania y otras potencias occidentales se enfrentaban al clásico problema de la compra de aquiescencia política a cambio de inversiones económicas. La adquisición de materias primas por parte de China condujo a Australia a un periodo de subordinación política y económica. La misma tendencia se manifiesta ahora en una parte de la Unión Europea, sobre todo en la Europa central y suroriental. En junio de 2017, Grecia impidió la aprobación de una declaración del Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas que criticaba la actuación de China en este ámbito; por primera vez la Unión Europea no pudo emitir una declaración conjunta. Tres meses antes, Hungría también había roto el consenso al negarse a suscribir una carta de condena ante las denuncias de torturas a abogados detenidos en China.

Merkel apoyó firmemente la posición más dura adoptada por la Unión Europea, si bien procuró proceder de manera diplomática. Luego surgieron dos complicaciones. La decisión del presidente Trump de atacar comercialmente a China con la imposición de aranceles sobre la importación de una amplia gama de productos y acusándola de devaluar su moneda y otras prácticas abusivas fue un golpe potencialmente devastador. El otro problema lo plantearon las propias empresas. Al poco de haber aceptado adoptar una posición más dura, los jefes de las grandes empresas empezaron a tener dudas. Algunos tacharon de exagerado el documento elaborado por la BDI. Por citar solo un ejemplo entre varios: Volkswagen obtiene más de la mitad de sus beneficios globales en China y, como han podido constatar otras empresas, enemistarse con el Gobierno chino nunca compensa. Daimler Benz tuvo que excusarse profusa y repetidamente por un anuncio en Instagram en el que se citaba al dalái lama. En ello no se diferenciaron de Christian Dior o de la Asociación Nacional de Baloncesto estadounidense. Los ciudadanos chinos fueron advertidos de que la compra de un Mercedes se consideraría un acto antipatriótico.

China está haciendo todo lo posible para condicionar lo que se dice de ella en el mundo. Las empresas están obligadas a aplaudirla si quieren conseguir contratos. Cuando Merkel realizó en septiembre de 2017 la última de sus visitas oficiales a China (casi una anual desde que ocupó el cargo), la acompañaba una delegación de dirigentes empresariales. De camino hacia allí, estos le presentaron una lista de cuestiones sensibles que deseaban plantearle al primer ministro chino Li Keqiang, incluidas las restricciones del acceso a los mercados y el riesgo de espionaje a través de la tecnología. Cuando ella así lo hizo, se negaron a apoyarla. Según el agente de seguridad alemán de alto rango que me contó la anécdota, la canciller se puso hecha un basilisco al ver que los empresarios alemanes la dejaban en la estacada.

Merkel tenía otro dilema. La infraestructura digital se estaba quedando rezagada. La OCDE sitúa la velocidad 4G alemana en el vigésimo cuarto lugar entre un total de veintinueve países. La compañía que ofrecía la solución más eficaz era Huawei. Esta compañía china ya ocupa un lugar importante en las telecomunicaciones europeas. Deutsche Telekom utiliza su tecnología desde hace años. Sus teléfonos móviles son los segundos más populares en Alemania después de los de Samsung, pero por delante de los iPhone de Apple. Los únicos rivales de Huawei en redes 5G son Cisco, no demasiado apreciada en Alemania después del escándalo del espionaje, y Ericsson o Nokia entre las compañías europeas. La propuesta de Huawei parece ser la más avanzada tecnológicamente y con la mejor relación coste-efectividad. Sin embargo, las implicaciones desde el punto de vista de la seguridad eran considerables. Durante meses, el Gobierno estuvo dividido con respecto a esta cuestión. La Cancillería con Merkel al frente y el Ministerio de Economía, muy enfocado hacia el mundo empresarial, eran partidarios de otorgar el contrato a Huawei. Los ministerios del Interior y de Asuntos Exteriores eran contrarios a esta idea. Merkel, sin comunicarlo previamente a su gabinete, anunció que el Gobierno no excluiría a ninguna empresa del concurso de ofertas. Los grupos de presión empresariales habían logrado convencerla. «Actuó influenciada por los fabricantes de automóviles —me dijo un diputado con una larga trayectoria—. Temía sufrir represalias económicas». El rechazo parlamentario fue intenso y se vio obligada a reconsiderar su decisión. Por lo menos, pudo tener el consuelo de no ser la única que se veía en esa tesitura. Otros Gobiernos se enfrentaban al mismo dilema en toda Europa. Tenían que decidir qué pesaba más: ¿la buena relación coste-efectividad de la tecnología china o la ira de Estados Unidos? En el Reino Unido, el Parlamento aprobó la decisión de Johnson de seguir adelante con Huawei, con ciertas condiciones. Esto no cayó demasiado bien en Washington, pero las quejas de Trump llegaron al parecer demasiado tarde.

Divide y vencerás es la mejor arma de China. Ha puesto un pie en los países del sureste de Europa que todavía siguen luchando para recuperarse tras años de guerras y abandono y de las humillaciones sufridas durante la crisis de endeudamiento. También ronda a los Estados nacional-populistas de Europa central, como Hungría. Merkel intenta avanzar con tiento. Anhelaba desesperadamente poder aprovechar la presidencia alemana de la Unión Europea para concluir un acuerdo en materia de inversiones con China. Lo logró, tras años de negociaciones encalladas, pero las concesiones que hizo no la favorecieron.

Las críticas contra la política exterior y de seguridad alemana, tachada de débil y confusa, han llegado a ser un tema de conversación recurrente en Berlín y más allá. La resistencia a cumplir con las exigencias de gasto de la OTAN constituye sin duda un problema, que devalúa el compromiso declarado del país con la Alianza Atlántica. El deterioro del material militar merma su capacidad para participar en campañas, incluso las de carácter defensivo. Son dos cuestiones que es preciso abordar.

¿En qué medida ha cambiado el lugar que ocupa Alemania en el mundo después de la reunificación? Jan Techau, del German Marshall Fund, me expuso un análisis interesante. A su entender, Kosovo no marcó un cambio tan grande como pareció en aquel momento. «Cuando empecemos a razonar las decisiones militares en función del interés nacional y no de Auschwitz, entonces habremos cambiado de verdad», fueron sus palabras.

Alemania sigue encerrada en su caparazón de la postguerra, reticente a participar en acciones militares. Desde los años cincuenta hasta los ochenta, esta posición fue aceptable y, de hecho, era la que se le exigía que mantuviese. Pero después de la reunificación y ante el poder menguante de las otras potencias occidentales, ya no resulta sostenible. «La demanda en el ámbito de la seguridad está creciendo más deprisa de lo que puede satisfacer nuestra oferta —añadió—. Creemos que ya hemos alcanzado el límite, mientras que otros piensan que nos quedamos cortos». Hay quien ofrece otras explicaciones. «El pacifismo alemán deriva de un bucle de opinión negativo que se retroalimenta, entre la opinión pública, en los medios de comunicación, en el ámbito de la política… —sugiere Ulrike Franke, adscrita al Consejo Europeo de Relaciones Exteriores—. Es fuente de orgullo y de superioridad moral». ¿Una exhibición de las propias virtudes en vez de desarrollar una política exterior? El punto de vista de Franke no es infrecuente entre los expertos en política exterior alemanes. Según este análisis, la posición alemana no es fruto de la prudencia o de una falta de confianza, sino de la idea de que, a diferencia de los países anglosajones más intrépidos, ellos han «superado» la conducta agresiva. Puede que haya en ello algo de un falso sentimiento de superioridad, pero no se debería exagerar esta interpretación. Como siempre, el pasado interfiere aquí. Techau compara Alemania con Gran Bretaña. «Ustedes piensan que están en el lado correcto de la historia, incluso cuando se equivocan. Los británicos tienen sus propios complejos particulares; ustedes han construido su identidad en torno a una grandeza pasada. Se sienten cómodos improvisando. Nosotros necesitamos normas. Los alemanes no confían en absoluto en que si se arriesgan acabarán cayendo de pie. Por eso no quieren correr riesgos». Una Alemania en guerra —contra quien sea— no es una idea que agrade a los votantes. ¿Quizás en este aspecto han aprendido demasiado bien las lecciones del pasado?

Comoquiera que sea, ¿cuántas intervenciones militares convencionales más veremos en los próximos años en el mundo? Cuando la oposición siria necesitaba desesperadamente ayuda, Obama definió unas líneas rojas pero no actuó. El Parlamento británico rechazó el envío de tropas que pedía Cameron. Es dudoso que el Reino Unido disponga de la capacidad militar o la influencia suficientes para hacer gran cosa más allá de actuar a rebufo de Estados Unidos. Mientras tanto, el enfoque de Trump con el lema «América primero» constituye una burda reafirmación del interés nacional por encima de cualquier otra consideración. La disposición a entrar en guerra es solo un aspecto de la política exterior y de seguridad. La otra cara de la cautela alemana ha sido una reflexividad que, en cambio, a menudo ha estado ausente en las culturas políticas más arrogantes de Estados Unidos, el Reino Unido y en cierta medida también de Francia. Alemania ha puesto mucho énfasis en el mantenimiento de la paz y el multilateralismo.

Alemania ya se está preparando para abordar un futuro más incómodo. En mayo de 2017, en un mitin del partido celebrado en una cervecería de las afueras de Múnich, Merkel dijo algo digno de ser tenido en cuenta: «Los tiempos en que podíamos apoyarnos en otros han quedado atrás. Es una lección que he aprendido últimamente. En adelante tendremos que hacernos cargo de nuestro destino con mucho mayor ahínco si queremos ser fuertes».[161] Posteriormente desarrolló esta idea y en una entrevista sugirió que los vínculos con Estados Unidos se habían debilitado, más que a causa de su relación con Trump, sobre todo porque sus prioridades habían cambiado. «Europa ya no ocupa, por decirlo así, el lugar central en los acontecimientos mundiales […] Estados Unidos presta menos atención a Europa; esto será así con cualquier presidente».[162]

Con o sin Trump, ¿ha tocado a su fin la Pax Americana? Estados Unidos aportó el pegamento para la reconstrucción de la Alemania de postguerra. Por ruidosamente que se expresase el antiamericanismo entre algunos, la mayoría de los alemanes valoraba la contribución del Tío Sam que permitió la reconstrucción del país y que este prosperase, con la seguridad de saber que alguien se encargaría de defenderlo. Las fuerzas armadas estadounidenses, estacionadas allí durante tanto tiempo después de la guerra, hicieron posible que los alemanes volvieran a confiar en sí mismos. El proyecto europeo no habría despegado sin su presencia. Como ha ocurrido siempre en la Alemania moderna, los momentos de turbulencias generan una fuerte corriente de introspección. «Casi podríamos estarle agradecidos a Donald Trump —escribieron los comentaristas de Die Zeit Bernd Ulrich y Jörg Lau—. El hecho de que el Gobierno estadounidense cuestione los componentes constantes y los principios de la política exterior alemana —la integración europea, el multilateralismo, el compromiso con la defensa de los derechos humanos y el Estado de derecho, una globalización regulada— representa un enorme reto intelectual y estratégico. En el futuro, Europa, por necesidad, tendrá que empezar a hacer ya todo esto por sí misma sin la ayuda de Estados Unidos o tal vez incluso en contra de su Gobierno».[163]

Que Alemania pudiera llegar a concebirse a sí misma como adversaria habría sido impensable antes de Trump. Todavía resulta difícil de imaginar. Los alemanes habían estado contemplando impotentes cómo el hombre que supuestamente lideraba el mundo libre pisoteaba los valores que les eran tan preciados.

De vez en cuando sucede que una persona dice o hace algo que sintetiza las circunstancias de un momento. Fue lo que ocurrió cuando Thomas Bagger, jefe del Departamento de Política Exterior del presidente alemán, publicó a finales de 2018 un artículo en una revista académica relativamente desconocida, el Washington Quarterly. Empezaba diciendo que la tesis de Fukuyama, o más bien la lectura simple de la misma, había marcado el tono en la Alemania reunificada. «Próximo ya el final de un siglo marcado por el hecho de haberse encontrado en dos ocasiones en el lado equivocado de la historia, Alemania se encontró por fin en el lado correcto». La gente anhelaba desesperadamente poder creer que la guerra fría había terminado, la democracia había triunfado y todo el mundo podría continuar ocupándose tranquilamente de sus asuntos. Procedieron así porque ese era el recurso que tenían. Despojada de su historia, en eso consistía la identidad alemana. «Mientras otros pueden recuperar sus antiguas tradiciones gaullistas en la concepción de su política exterior, con un conjunto más o menos claro de intereses nacionales bien definidos que no dependen de la integración con otros, en Alemania resta poca cosa que no haya quedado contaminada». Desde 1945, los alemanes han albergado expectativas absolutamente lineales con vistas al futuro, basadas en una serie de premisas que se consolidaron a partir de 1990. El Acta Final de Helsinki de 1975 —con las cláusulas de reconocimiento de fronteras y respeto de los derechos humanos— fue el gran hito. Tras el colapso del comunismo, la Europa central y oriental se propuso emular a su homónima occidental. China seguiría luego el mismo camino. Las primaveras árabes reforzaron esta tendencia. Los retrocesos se consideraron transitorios. «Dado que el autoritarismo no tenía cabida en nuestro imaginario sobre el fin de la historia, solo podía tratarse de unos últimos estertores y aberraciones».[164]

Sentado con Bagger en las oficinas del presidente en Schloss Bellevue, estuvimos hablando —inevitablemente— del brexit, pero también de lo que está fallando de manera más general en Europa. Le comenté que Trump critica con gusto a Merkel y Macron, al mismo tiempo que abre los brazos a los dirigentes de la derecha populista iliberal, desde Orbán hasta Le Pen, desde Matteo Salvini en Italia hasta Jarosław Kaczyński en Polonia. «El desafío que plantea Trump va mucho más allá de unas meras discrepancias políticas —dijo Bagger—. Su planteamiento deja en el aire toda la concepción de la política exterior alemana. Alemania ha perdido sus puntos de apoyo». Y a continuación me expuso una reflexión que se me ha quedado grabada: «Nuestro problema es que esperamos que todo el mundo aprenda las mismas lecciones que hemos aprendido nosotros».

Joe Biden será un dirigente de una categoría muy distinta. Pero la amenaza que plantea el populismo nativista alrededor del mundo entero no ha menguado. Es posible que Trump mismo intente dar batalla en 2024, pero sus políticas, como un virus, pueden mutar para transformarse en otra cosa, como mínimo igualmente peligrosa.

Este es el mayor reto para Alemania, pero también su mayor logro. Merkel ofreció dar estabilidad a su pueblo. Y se la aportó. Pero ahora que se dispone a dejar la escena mundial, su sucesor tendrá que convencer a los votantes de la necesidad de renunciar a las antiguas seguridades; el fin de la historia era un espejismo, la supervivencia de la democracia liberal ya no se puede dar por sentada. La tarea comienza en las fronteras de Alemania.

Para comprender a Alemania inserta en Europa hay que visitar la hermosa ciudad fronteriza de Aquisgrán. Deambulo por sus calles estrechas. Las señales indicadoras muestran el camino hacia la pequeña población de Vaals, en los Países Bajos, o la de Kelmis, en Bélgica, a apenas un corto trayecto en bicicleta. Un billete de tren «EUREGIO» comunica los tres países. Es un lugar hermoso, sede de conocimiento, ciencia, cultura y tragedia: un microcosmos de la historia alemana y europea. Aquí estaba situada la línea del frente desde la cual los alemanes enviaron sus tropas a invadir Flandes al inicio de la Primera Guerra Mundial y por aquí cruzaron los estadounidenses la Línea Sigfrido en octubre de 1944. Durante seis meses enteros, hasta la capitulación de Hitler, esta pequeñísima porción de Alemania estuvo bajo control aliado. La ciudad se convirtió en un banco de pruebas para la reconstrucción democrática de la postguerra.

Aquisgrán se presenta como el centro de Europa, la cuna de la civilización occidental. Es sinónimo de Carlomagno o Karl der Grosse, como le llaman los alemanes, el rey franco del siglo IX que extendió su dominio sobre la mayor parte de Europa. En los siglos posteriores muchos de los grandes guerreros, dirigentes, pensadores y eclesiásticos europeos, desde Otón el Grande hasta Napoleón, invocaron el nombre de Carlomagno. Sobre su figura proyectaron sus aspiraciones, cualesquiera que estas fuesen: monarca benévolo, defensor de la fe, conquistador imperial. «Je suis Charlemagne», declaró el invasor Napoleón en 1806 mientras inspeccionaba su nuevo dominio. Y también Hitler intentó apropiarse de su figura.

En 1949, un comerciante local llamado Kurt Pfeiffer propuso instaurar un premio para honrar a los estadistas que hubiesen trabajado al servicio de Europa. Pfeiffer no era un personaje importante. En los años veinte se hizo cargo del negocio de ropa de sus padres y durante el periodo de Weimar apoyó a diferentes partidos democráticos, pero luego, instigado por sus amigos y colegas, en 1933 se afilió al partido nazi. Se negó a participar en el boicot a los negocios judíos y fue obligado a dimitir de la presidencia de la asociación local de comerciantes minoristas. Aun así, se le consideró contaminado y su solicitud para emigrar a Canadá recién finalizada la guerra fue rechazada. Pese a ello, los estadounidenses le eligieron para formar parte del grupo de nueve ciudadanos que dirigirían el gobierno de transición. Pfeiffer presentó en un grupo de lectura su propuesta de crear un premio internacional «a la contribución más valiosa al servicio del entendimiento y la cooperación en Europa occidental, y también al servicio de la humanidad y de la paz mundial. Esta contribución podrá haber tenido lugar en el campo literario, científico, económico o político».[165] En 1950, la ciudad concedió por primera vez su Premio Carlomagno. En el edificio gótico restaurado del ayuntamiento, una pantalla plurilingüe presenta una breve biografía de todos los premiados. La lista de laureados con el Premio Carlomagno es un «quién es quién» del proyecto europeo. La primera década incluye a Jean Monnet y Robert Schuman, junto con Adenauer y Churchill. Les siguieron Jacques Delors, Bill Clinton, el papa Juan Pablo II y Václav Havel. También figuran en la relación Roy Jenkins, Ted Heath y Tony Blair. Eran los tiempos en que la gente todavía se atrevía a soñar con una Europa donde Gran Bretaña desempeñase un papel central.

Después del ayuntamiento, pasando por el museo de la ciudad, mi destino final es la catedral. El deán me conduce hasta el trono de la coronación, de mármol, transportado supuestamente hasta allí desde la iglesia del Santo Sepulcro de Jerusalén. Treinta reyes germanos fueron coronados aquí. El magnífico edificio, con su famoso techo octogonal, se ha reconstruido varias veces, después de un incendio que arrasó la ciudad en 1656 y después de los bombardeos aliados sufridos durante la Segunda Guerra Mundial. Contiene elementos procedentes de toda Europa, desde Bizancio hasta Rávena en el norte de Italia, una amalgama de todo el continente, de este a oeste, en palabras del deán. Al despedirnos, me ofrece este comentario: «Si la basílica de San Pedro de Roma es patrimonio del mundo y la catedral de Colonia lo es de Alemania, entonces podemos decir que Aquisgrán es en verdad el hogar de Europa». Como si formara parte del guion, justo al salir, en una de las plazas centrales, un grupo de hombres y mujeres, jóvenes y mayores, con mochilas, cascos de ciclista o portabebés, cogidos de la mano, entonan el himno de la Unión Europea, el «Himno a la alegría» de Beethoven al compás de la música que suena atronadora a través de un altavoz. Siguen invocando el espíritu de Carlomagno y un continente unido.

Los presidentes franceses y los cancilleres alemanes, desde Adenauer y De Gaulle hasta Macron y Merkel, han elegido esta ciudad para sellar su reconciliación y renovar sus votos europeos. Europa fue un intento de resolver el problema alemán, de una vez y para siempre. Para los franceses se trataba de garantizar que nunca más verían amenazada su frontera oriental sin repetir el error que supusieron las reparaciones de Versalles. La interdependencia industrial y la seguridad energética, junto con la reconstrucción política y la defensa colectiva, eran requisitos necesarios. El plan, concebido por Monnet y que Schuman presentó en 1950, proponía la creación de una Comunidad Europea del Carbón y del Acero. A partir de ella nació la Comunidad Económica Europea en virtud del Tratado de Roma de 1957, modificado luego por el Acta Única Europea de 1987 y el Tratado de Maastricht de 1992.

Es probable que casi ningún británico, fuera del mundo cerrado de la política exterior, sepa gran cosa sobre estos hitos europeos. En cambio, en Alemania la Unión Europea forma parte del plan de estudios. En el primer curso de secundaria, se enseña al alumnado cómo se articulan los cuatro pilares: la Comisión, el Parlamento, el Consejo y el Tribunal de Justicia. Acaban teniendo una idea general bastante clara sobre qué se decide en el ámbito nacional y qué competencias se han transferido a Bruselas. Por lo que he podido constatar, los alemanes en general no están embelesados con Europa. Aceptan que todos los países tienen intereses nacionales legítimos y a veces divergentes. Saben que ellos mismos siguen siendo objeto de suspicacias. Saben que toda su reconstrucción y rehabilitación después de la guerra está basada en una concepción de Europa que requiere inevitablemente compromisos en el ámbito de la soberanía. Considérese, por ejemplo, el caso de la moneda: el Deutschmark era objeto de veneración y posiblemente, junto con Mercedes Benz o BMW, el símbolo global del que más se enorgullecía Alemania. Renunciar a él, como hicieron en 2002, por mor de la integración europea fue sencillamente un gesto extraordinario. Alemania siempre ha aceptado su papel de pagadora dentro de Europa, con una contribución muy superior a la del Reino Unido después de que Thatcher consiguiera rebajar la suya. La unión monetaria exacerbó el desequilibrio entre Estados ricos y pobres, prudentes y malgastadores (desde el punto de vista de quienes los juzgan) y entre el Norte y el Sur. La crisis de endeudamiento posterior a la debacle financiera de 2007-2008 resucitó el fantasma de una Alemania arrogante para muchos en Europa. Grecia no fue la única afectada, el contagio se extendió también hasta Irlanda, Portugal y otros países. Entre 2011 y 2012, el gobierno entró en crisis en casi la mitad de los Estados miembros de la eurozona. El Banco Central Europeo y el Fondo Monetario Internacional fueron los principales artífices de un rescate para Grecia, pero solo bajo unas condiciones extremadamente rigurosas. Entre bastidores, Alemania tuvo un papel protagonista. Al fin y al cabo, sería quien aportaría la mayor parte del dinero. Inmediatamente a continuación se planteó un debate más amplio sobre las causas de la debacle, la incapacidad de las economías para mejorar los niveles de vida después de lo ocurrido, los pros y contras de los excedentes comerciales y de la austeridad frente a las políticas económicas keynesianas. No obstante, lo que es indiscutible es que Grecia sufrió fuertes penurias económicas y los alemanes fueron caricaturizados como teutones belicosos, no solo allí sino en buena parte de Europa. La hostilidad pública visceral que se manifestó en Grecia —en Atenas se pudo ver un cartel con la imagen de Merkel con un bigote hitleriano pintado encima— fue dolorosa para los alemanes. La mayor parte de los sondeos de opinión revelaron, no obstante, un amplio apoyo a la posición de dureza adoptada por el Gobierno. A los alemanes les cuesta entender a quienes consideran financieramente irresponsables, y no digamos ya simpatizar con ellos.

La relación más importante para el éxito del proyecto europeo, de la que casi todo depende, es la de Alemania y Francia. El sustrato de esta relación de dependencia mutua —y de la centralidad de Europa— es el Tratado del Elíseo, que ya ha cumplido sesenta años. Con un Estados Unidos díscolo y distante y el Reino Unido fuera del núcleo decisorio, Alemania necesita a Francia más que nunca. Las tensiones entre dirigentes no son nada nuevo, pero siempre que ha sido necesario ambos países han confluido en los momentos cruciales. Schmidt y Giscard d’Estaing lo hicieron a finales de los años setenta en relación con la crisis monetaria global; Kohl y Mitterrand, con respecto a la reunificación; Schröder y Chirac, sobre Irak.

Merkel colaboró estrechamente con los presidentes Nicolas Sarkozy y François Hollande. Durante sus respectivos mandatos, la canciller alemana siempre fue primum inter pares en su relación con el presidente francés. Desde que Emmanuel Macron arrasó en las elecciones y ascendió al poder con su revolución centrista En Marche, Merkel ha tenido dificultades. A ella le desagradan sus gestos grandilocuentes. Considera ingenuas y poco fiables sus ostentosas aproximaciones a Trump y Putin. Macron no se tomó la molestia de pedirle su opinión y ni siquiera le comunicó sus intenciones. A su vez, al presidente le han resultado frustrantes las llamadas a la prudencia de Merkel, su resistencia a sumarse a sus intentos de forjar una nueva Europa.

Resulta irónico que el socio con quien Alemania probablemente ha convergido más en el plano de las políticas haya sido el Reino Unido. Por esto, el malestar que ha generado su salida de la Unión Europea es real, pero ambos países ya han pasado página. En una cena germano-británica celebrada en 2019 en Berlín, la entonces ministra de Justicia, Katarina Barley, formuló esta dolorosa predicción: «En el futuro, aunque estemos de acuerdo con ustedes, siempre mantendremos mayor distancia, porque lo primero es la familia y ustedes ya no forman parte de la nuestra». Sabía de qué hablaba, dada su ascendencia mitad británica. La familia de su padre es originaria del condado pro-brexit de Lincolnshire. Pocas semanas después de consumarse el brexit, la predicción de Barley parecía cumplirse. Los diplomáticos y otros ciudadanos británicos pudieron constatar con cuánta rapidez quedaban excluidos de los debates importantes, o relegados a un comentario de última hora.

Alemania necesita una Europa unida, no solo con fines comerciales sino también como fuente de sentido. Merkel misma lo comentó con tristeza: «Veo la Unión Europea como nuestro seguro de vida. Alemania es demasiado pequeña para ejercer influencia geopolítica por sí sola».[166] Alemania tendrá que asegurarse de que la Unión Europea sobreviva, pese a las sacudidas del brexit y de la derecha populista. Mientras tanto, el distanciamiento de Estados Unidos con respecto a Europa no se acabará después de Trump.

Alemania siguió siendo una criatura protegida durante muchísimo más tiempo del debido. Esto ya se ha acabado. La pérdida de credibilidad de Estados Unidos y el Reino Unido la ha dejado en la posición terriblemente incómoda de portaestandarte de la democracia liberal. Es la piedra angular de Europa. Le corresponde representar un gran papel, y se verá obligada a tomar decisiones difíciles. Este será el mayor reto para quien suceda a Merkel y para las futuras generaciones de alemanes.

[124] Véase T. Barber, «Germany and the European Union: Europe’s Reluctant Hegemon?», Financial Times, 11 de marzo de 2019, ft.com/content/a1f327ba-4193-11e9b896-fe36ec32aece (consultado el 10 de diciembre de 2019); H. W. Maull, «Germany and Japan: The New Civilian Powers», Foreign Affairs, vol. 69, n.º 5, invierno de 1990-1991, foreignaffairs.com/articles/asia/1990-12-01/germany-and-japan-new-civilian-powers (consultado el 10 de diciembre de 2019).

[125] Citado en G. Will, «Today’s Germany is the best Germany the world has seen», Washington Post, 4 de enero de 2019, washingtonpost.com/opinions/global-opinions/todays-germany-is-the-best-germany-the-world-has-seen/2019/01/04/abe0b138-0f8f-11e9-84fc-d58c33d6c8c7_story.html (consultado el 5 de octubre de 2019).

[126] «Schröder on Kosovo: “The Goal Was Exclusively Humanitarian”», Spiegel, 25 de octubre de 2006, spiegel.de/international/schroeder-on-kosovo-the-goal-was-exclusively-humanitarian-a-444727.html (consultado el 15 de diciembre de 2019).

[127] J. Fischer en un discurso pronunciado en el congreso del partido de Los Verdes, Bielefeld, 13 de mayo de 1999. Véase «Auszüge aus der Fischer-Rede», Spiegel, 13 de mayo de 1999, spiegel.de/politik/deutschland/wortlaut-auszuege-aus-der-fischer-redea-22143.html (consultado el 13 de diciembre de 2019).

[128] Véase «Stenographischer Bericht: 186. Sitzung», Deutscher Bundestag, Berlín, 12 de septiembre de 2001, dipbt.bundestag.de/doc/btp/14/14186.pdf (consultado el 15 de diciembre de 2019).

[129] G. Schröder, «The Way Forward in Afghanistan», Spiegel, 12 de febrero de 2009, spiegel.de/international/world/essay-by-former-chancellor-gerhard-schroeder-the-way-forward-in-afghanistan-a-607205.html (consultado el 15 de diciembre de 2019).

[130] J. Gauck, «Speech to open 50th Munich Security Conference», Múnich, 31 de enero de 2014, bundespraesident.de/SharedDocs/Reden/EN/JoachimGauck/Reden/2014/140131-Munich-Security-Conference.html (consultado el 16 de diciembre de 2019).

[131] F. Steinmeier, «Speech by Foreign Minister Frank Walter Steinmeier at the 50th Munich Security Conference», Múnich, 1 de febrero de 2014, auswaertiges-amt.de/en/newsroom/news/140201-bm-muesiko/259556 (consultado el 16 de diciembre de 2019).

[132] «Schröder lobt Putin erneut», Spiegel, 11 de diciembre de 2006, spiegel.de/politik/ausland/staatsaufbau-schroeder-lobt-putin-erneut-a-453795.html (consultado el 15 de diciembre de 2019).

[133] H. Gamillscheg, «Denkmalstreit in Tallinn eskaliert», Frankfurter Rundschau, 28 de abril de 2007.

[134] Véase T. Paterson, «Merkel fury after Gerhard Schroeder backs Putin on Ukraine», Telegraph, 14 de marzo de 2014, telegraph.co.uk/news/worldnews/europe/ukraine/10697986/Merkel-fury-after-Gerhard-Schroeder-backs-Putin-on-Ukraine.html (consultado el 15 de diciembre de 2019); «Der Altkanzler im Interview: Schröder verteidigt Putin und keilt gegen Merkel», Bild, 22 de diciembre de 2017, bild.de/politik/ausland/gerhard-schroeder/vertraut-wladimir-putin-54277288.bild.html (consultado el 15 de diciembre de 2019).

[135] «Das “Wall Street Journal” stellt eine unbequeme Frage: Warum gibt es keine Sanktionen gegen Schröder?», Bild, 18 de marzo de 2018, bild.de/politik/inland/gerhard-schroeder/warum-gibt-es-keine-sanktionen-gegen-schroeder-55137570.bild.html (consultado el 15 de diciembre de 2019).

[136] Véase S. S. Nelson, «Why Putin’s Pal, Germany’s Ex-Chancellor Schroeder, Isn’t on a Sanctions List», NPR, 18 de abril de 2018, npr.org/sections/parallels/2018/04/18/601825131/why-putins-pal-germanys-exchancellor-hasnt-landed-on-a-sanctions-list (consultado el 16 de diciembre de 2019).

[137] J. D. Walter y D. Janjevic, «Vladimir Putin and Angela Merkel: Through good times and bad», Deutsche Welle, 18 de agosto de 2018, dw.com/en/vladimir-putin-and-angela-merkel-through-good-times-and-bad/g-45129235 (consultado el 18 de diciembre de 2019).

[138] Véase G. Packer, «The Quiet German: The astonishing rise of Angela Merkel, the most powerful woman in the world», New Yorker, 24 de noviembre de 2014, newyorker.com/magazine/2014/12/01/quiet-german (consultado el 18 de diciembre de 2019).

[139] Ibid.

[140] A. Merkel, conferencia en el Instituto Lowy, Sídney, 17 de noviembre de 2014, www.lowyinstitute.org/publications/2014-lowy-lecture-dr-angela-merkel-chancellorgermany (consultado el 19 de diciembre de 2019).

[141] C. Hoffmann, T. Lehmann, V. Medick y R. Neukirch, «Relations with Moscow Emerge as German Election Issue», Spiegel, 29 de julio de 2019, spiegel.de/international/germany/east-german-politicians-see-advantage-in-pro-putin-views-a-1279231.html (consultado el 19 de diciembre de 2019).

[142] Ibid.

[143] «White Paper 2016: On German Security Policy and the Future of the Bundeswehr», Berlín: Ministerio Federal de Defensa, 2016, p. 32.

[144] S. Thevoz y P. Geoghegan, «Revealed: Russian donors have stepped up Tory funding», Open Democracy, 5 de noviembre de 2019, opendemocracy.net/en/dark-money-investigations/revealed-russian-donors-have-stepped-tory-funding (consultado el 6 de noviembre de 2019).

[145] Véase Donald Trump, @realDonaldTrump, Twitter, 9 de diciembre de 2015, twitter.com/realDonaldTrump/status/674587800835092480 (consultado el 19 de diciembre de 2019); S. B. Glasser, «How Trump Made War on Angela Merkel and Europe», New Yorker, 17 de diciembre de 2018, newyorker.com/magazine/2018/12/24/how-trump-made-war-on-angela-merkel-and-europe (consultado el 19 de diciembre de 2019).

[146] Citado en G. Will, «Today’s Germany is the best Germany the world has seen».

[147] I. Traynor y P. Lewis, «Merkel compared NSA to Stasi in heated encounter with Obama», Guardian, 17 de diciembre de 2013, theguardian.com/world/2013/dec/17/merkel-compares-nsa-stasi-obama (consultado el 20 de diciembre de 2019).

[148] R. Hilmer y R. Schlinkert, «ARD-DeutschlandTREND: Umfrage zur politischen Stimmung im Auftrag der ARD-Tagesthemen und DIE WELT», Berlín, 2013, infratest-dimap.de/fileadmin/_migrated/content_uploads/dt1311_bericht.pdf (consultado el 19 de diciembre de 2019). Véase también «Bürger trauen Obama und den USA nicht mehr», Spiegel, 7 de noviembre de 2013, spiegel.de/politik/deutschland/ard-deutschlandtrend-mehrheit-der-deutschen-ist-mit-obama-unzufrieden-a-932455.html (consultado el 19 de diciembre de 2019).

[149] J. Borger y A. Perkins, «G7 in disarray after Trump rejects communique and attacks ‘weak’ Trudeau», Guardian, 10 de junio de 2018, theguardian.com/world/2018/jun/10/g7-in-disarray-after-trump-rejects-communique-and-attacks-weak-trudeau (consultado el 21 de diciembre de 2019).

[150] Donald Trump, @realDonaldTrump, Twitter, 18 de junio de 2018, twitter.com/realDonaldTrump/status/1008696508697513985 (consultado el 19 de diciembre de 2019).

[151] K. Martin y T. Buck, «US ambassador to Germany backs European right wing», Financial Times, 4 de junio de 2019, ft.com/content/3b61a19e-67c7-11e8-b6eb-4acfcfb08c11 (consultado el 19 de diciembre de 2019).

[152] J. Poushter y M. Mordecai, «Americans and Germans Differ in Their Views of Each Other and the World», Pew Research Center, marzo de 2020.

[153] G. Allison, «Less than a third of German military assets are operational says report», UK Defence Journal, 21 de junio de 2018, ukdefencejournal.org.uk/less-third-german-military-assets-operational-says-report/ (consultado el 22 de diciembre de 2019). Véase también T. Buck, «German armed forces in “dramatically bad” shape, report finds», Financial Times, 20 de febrero de 2018, ft.com/content/23c524f6-1642-11e8-9376-4a6390addb44 (consultado el 22 de diciembre de 2019).

[154] L. Barber y G. Chazan, «Angela Merkel warns EU: “Brexit is a wake-up call”», Financial Times, 15 de enero de 2020, ft.com/content/a6785028-35f1-11ea-a6d3-9a26f8c3cba4 (consultado el 16 de enero de 2020).

[155] «PESCO: The Proof is in the Field», European Defence Matters, n.º 5, 2018, eda.europa.eu/webzine/issue15/cover-story/pesco-the-proof-is-in-the-field (consultado el 22 de diciembre de 2019).

[156] U. von der Leyen, «Europe is forming an army», Handelsblatt, 1 de octubre de 2019, handelsblatt.com/today/opinion/ursula-von-der-leyen-europe-is-forming-an-army/23851656.html?ticket=ST-166577-7jifWCpsKUzfXhWetQ0v-ap2 (consultado el 22 de diciembre de 2019).

[157] P. Köhler, «China continues German shopping spree», Handelsblatt, 25 de enero de 2018, handelsblatt.com/today/companies/international-investments-china-continues-german-shopping-spree/23580854.html?ticket=ST-5042-VvXmnInrGnIliTrJj0IW-ap5 (consultado el 28 de diciembre de 2019).

[158] D. Weinland y P. McGee, «China’s Midea makes offer for German robotics group Kuka», Financial Times, 18 de mayo de 2016, ft.com/content/90f9f7ae-1cd4-11e6-b286-cddde55ca122 (consultado el 28 de diciembre de 2019).

[160] «KfW erwirbt im Auftrag des Bundes temporär Anteil am deutschen Übertragungsnetzbetreiber 50Hertz», Bundesministerium für Wirtschaft und Energie, 27 de julio de 2018, bmwi.de/Redaktion/DE/Pressemitteilungen/2018/20180727-kfw-erwirbt-im-auftrag-des-bundes-temporaer-anteil-am-deutschen-uebertragungsnetzbetreiber-50hertz.html (consultado el 29 de diciembre de 2019).

[161] Véase «“Wir Europäer müssen unser Schicksal in unsere eigene Hand nehmen”», Süddeutsche Zeitung, 28 de mayo de 2017, sueddeutsche.de/politik/g-7-krise-wireuropaeer-muessen-unser-schicksal-in-unsere-eigene-hand-nehmen-1.3524718 (consultado el 30 de diciembre de 2019).

[162] Véase L. Barber y G. Chazan, «Angela Merkel warns EU».

[163] J. Lau y B. Ulrich, «Im Westen was Neues», Zeit, 18 de octubre de 2017, zeit.de/2017/43/aussenpolitik-deutschland-usa-transatlantischebeziehungen-werte (consultado el 30 de diciembre de 2019).

[164] T. Bagger, «The World According to Germany: Reassessing 1989», Washington Quarterly, vol. 41, n.º 4, 2018, p. 55.

[165] K. Pfeiffer, «Vortrag von Dr. Kurt Pfeiffer», Aquisgrán, 19 de diciembre de 1949, karlspreis.de/de/karlspreis/entstehungsgeschichte/vortrag-von-dr-kurt-pfeiffer (consultado el 30 de diciembre de 2019).

[166] Véase L. Barber y G. Chazan, «Angela Merkel warns EU».