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Objeto de admiración

El milagro económico y sus secuelas

Un polígono industrial de Neuss, en las afueras de Düsseldorf, es el epicentro del sushi europeo. O así lo remarca Tim Hornemann. Uno de sus antiguos compañeros de estudios, Tom Bolzen, acaba de recogerme en el aeropuerto en su Porsche. En el aparcamiento de la fábrica, su coche no desmerece junto a la colección de últimos modelos de Mercedes, BMW y Audi. Tras unas breves presentaciones, Hornemann nos invita a pasar al interior de la fábrica. Con alguna dificultad, consigo acomodar mi volumen al mono desechable de un tejido finísimo y ajustarme la redecilla para el pelo y la mascarilla. Las normas son las normas. Ningún germen debe interponerse entre el maki y el cliente.

La empresa de Hornemann es puramente alemana. Opera a escala global, pero sus lealtades son locales. Es una de los centenares de miles de pequeñas y medianas empresas (que facturan hasta cincuenta millones de euros al año y tienen una plantilla de doscientos cincuenta trabajadores como máximo) repartidas entre las poblaciones de toda Alemania. Este Mittelstand —estrato medio— emplea a alrededor de tres cuartas partes de la fuerza de trabajo del país y genera más de la mitad del producto económico. Es la columna vertebral de la economía y también de la sociedad.

Hornemann ha copado buena parte del mercado del sushi de bajo coste que se vende en las grandes cadenas de supermercados Edeka, Rewe, Aldi y Lidl. Tim estaba destinado a seguir los pasos de su padre en la producción de embutidos, pero un viaje a California lo indujo a cambiar de rumbo. Impresionado por los mostradores que ofrecían pescado crudo en los grandes almacenes, trasladó el exótico producto a su país. Los inicios no fueron buenos. Junto con su hermano pusieron en marcha el Tsunami Sushi Bar. «Nadie conocía entonces la palabra». Corría el año 2004 y él, justo es decirlo, solo tenía veintiocho años. Ahora es el rey de los mares. Natsu —así se llama su empresa— importa gambas y salmón congelados de Noruega. Maquinaria de última generación descongela el pescado, cuece al vapor el arroz (procedente de Valencia) y dosifica el wasabi (llegado de China). Los trabajadores, en su mayoría del este de Europa, distribuyen a gran velocidad las porciones cortadas con matemática precisión. Luego se expiden en camiones y contenedores a toda Alemania y a Europa, donde llegan hasta Escocia.

Hablamos de la actividad empresarial y su ética. Les comento que dondequiera que vaya siempre me sueltan una perorata sobre la gran conciencia social de los empresarios alemanes y estoy empezando a tomármelo con un cierto escepticismo. No debería, me insisten Hornemann y Bolzen. Una diferencia importante que distingue a Alemania de otros países es que aquí los dueños de las empresas tienen un intenso sentimiento de lealtad local. «Cuando pienso en la posibilidad de vender mi empresa, se me contrae el estómago», dice Tim. «Los vecinos no respetarían tu decisión —añade Tom—. Estarías eludiendo tus responsabilidades. Te tacharían de cobarde». Un jefe de empresa tampoco debe distinguirse con prepotencia del resto. El objetivo ha de ser formar parte de la mejor organización sin intentar destacar como individuo. La jactancia no está bien vista. La expresión que usan es demütig sein, ser humilde. Reconocen que ellos lo han tenido fácil, sobre todo si se comparan con la generación de postguerra de sus padres, que tuvieron que reconstruir desde cero sus empresas y comunidades. Y qué me dicen del comportamiento de la dirección de Volkswagen durante el escándalo de las emisiones. «Esos tipos fueron estúpidos —me responden—. Destruyeron su reputación. Se creyeron dioses». Las multinacionales son una cosa, me dicen. El Mittelstand, el mundo de las pymes, es algo totalmente distinto.

De las empresas locales se espera una buena actitud ciudadana. No reciben aplausos por patrocinar a los equipos o los clubes musicales locales. Se considera obligado que lo hagan. Mitmachen. Hay que implicarse. También lo esperan de mí. Paso un largo fin de semana inmerso en la vida cotidiana de las pequeñas ciudades alemanas. Una localidad parece fundirse con la siguiente. El Porsche nos traslada hasta Mönchengladbach. Bolzen es arquitecto y diseña bloques de apartamentos con un impacto neutro o negativo en materia de emisiones de carbono. Me lleva a visitar uno de esos edificios y me muestra las baterías solares instaladas en el sótano. Los residentes pueden vender el excedente de energía no utilizada a cambio de un alquiler reducido. Su propia casa, en un barrio residencial impoluto, es perfecta, de película, moderna, estilosa y ecológica. No me animo a preguntarle cómo casa eso con el Porsche, el Lexus y los otros dos coches de la familia.

El tercer miembro de este grupo de colegas del Mittelstand es Roger Brandts. Mönchengladbach es conocido desde mediados del siglo XIX por su industria textil. La mayor parte de la producción ya se ha trasladado lejos de aquí, deslocalizada hacia centros de producción más baratos en países como China y Turquía. Ahora la ciudad destaca por la presencia de varias empresas de ingeniería especializada. Uno de los padres del textil, Franz Brandts, aprendió el manejo de los telares mecánicos en Inglaterra e importó la maquinaria que permitiría industrializar la producción. Brandts era, sin embargo, todo lo contrario de un patrón dickensiano. En la década de 1880, bajo el gobierno de Bismarck, creó una asociación encargada de velar por el bienestar de su personal y sus familias, impregnada de catolicismo, la primera que consagró unos derechos de los trabajadores, incluida la vivienda, la escuela y la atención sanitaria. Su planteamiento era paternalista y fue uno de los precedentes del concepto alemán actual de una economía social de mercado. Roger forma parte de la cuarta generación de descendientes de Brandts. Nos reunimos en el edificio donde antaño tenía su sede la empresa familiar, que ahora parece una cabaña de safari transportable. El negocio familiar cesó sus operaciones hace algún tiempo, pero a nadie se le ocurrió cambiar de sector de actividad. Después de estudiar tecnología textil (¿qué si no?), Roger entró a trabajar en la gerencia de los centros comerciales Peek & Cloppenburg que ofrecía buenas oportunidades de promoción. En 1998, lo destinaron a Sudáfrica para realizar seis meses de prácticas. Allí vio casualmente la película Memorias de África y decidió que le gustaría crear una colección de ropa inspirada en las prendas que vestían los personajes de la película.

«Mi padre estuvo seis meses sin hablarme», me explicó. A un extranjero le resulta difícil entenderlo, pero pocos alemanes renuncian a un buen empleo seguro por un capricho. Brandts calculó que necesitaría sesenta mil marcos alemanes (unos cuarenta mil euros actuales) para adquirir una colección de ropa, un coche y un ordenador. Tuvo que pedir un crédito al banco. A los bancos tampoco les gusta correr riesgos y le cobraron un interés alto, del 7 por ciento, con vencimiento a cinco años. Bautizó a su nueva empresa con el nombre de Fynch-Hatton en memoria de uno de los personajes principales de la película, el aristocrático cazador de grandes presas Denys Finch Hatton. Le pregunté qué imagen intentaba evocar con su colección de prendas de vestir. «Un momento relajado al atardecer en un espacio abierto bajo una acacia bebiendo un gin-tonic». Muy colonial y ¡oh, tan británico! Ha tenido éxito. Fynch-Hatton exporta ahora a cincuenta y cinco países, desde Rusia hasta China, desde Nueva Zelanda hasta Pakistán.

Mönchengladbach es una ciudad cuidada y discreta, con su parte alícuota de problemas sociales: drogadicción, conductas antisociales entrada la noche y una calle principal afeada por la sucesión de tiendas con las persianas bajadas ante la imposibilidad de competir con los pasillos bajo techo del centro comercial. Con un buen sistema de transporte público que abarca toda la región, muchas personas la utilizan como ciudad dormitorio desde donde se desplazan a diario hasta lugares más prósperos, como Düsseldorf. El único espacio donde se congrega todo el mundo es el Borussia Park, el estadio del club de fútbol local. La ciudad recibe el apodo de la Mánchester alemana: tejidos, industria y fútbol. El Borussia Mönchengladbach ya no es lo que fue en otro tiempo y no es rival para el City o el United, pero cuenta con una base de aficionados inasequible al desaliento. Brandts y Hornemann tienen localidades de tribuna, dado que sus empresas son patrocinadoras del equipo. Subí a las gradas con Bolzen, su hijo y su hija adolescentes y me sentí transportado a los años setenta o los ochenta: solo localidades de pie como en los buenos viejos tiempos. La gente fumaba (una de mis quejas favoritas contra Alemania) y camareros con gigantescos barriles de cerveza cargados a la espalda hacían rondas para llenar las jarras de los aficionados. El fútbol mueve mucho dinero, pero, sin embargo, todos los clubes de la Bundesliga alemana excepto dos son mayoritariamente propiedad de sus socios. La idea de vender su participación a cualquier oligarca ruso o emiratí se consideraría una traición.

Llegué a la anodina ciudad industrial de Mannheim, al sur de Fráncfort, para entrevistarme con Markus Schill, fundador de VRmagic, una empresa especializada del sector sanitario. Una vez finalizados sus estudios universitarios de Física en la cercana ciudad de Heidelberg, Schill cursó un postgrado en Modelado, dedicado a estudiar la respuesta de los tejidos blandos sometidos a una presión. Su objetivo era la craniectomía, una técnica quirúrgica consistente en retirar parte del cráneo para aliviar la presión de los hematomas causados por una contusión. En aquel tiempo —me explicó— un cirujano requería cuatro días de formación para llegar a dominar el procedimiento. Su supervisor, un tutor muy exigente, le dijo que era necesario agilizar el proceso de formación para ajustarlo al tiempo real. Casualmente, Schill estaba leyendo entonces un libro sobre la realidad virtual. Decidió construir un simulador, similar al que se utiliza en la formación de los pilotos de avión. Hasta entonces, los cirujanos tenían que practicar con sus pacientes y los fallos se consideraban parte del proceso de formación. En 1998, Schill solicitó una primera subvención, pero la Fundación Alemana para la Investigación desestimó su petición. Después de leer su plan de empresa, tuvieron dudas sobre las posibilidades de llevarlo a cabo. «Cuando en el banco me preguntaron por las dimensiones del mercado, les respondí que no tenía ni idea. No había pensado en ello». Encontró otra vía para conseguir financiación a través de inversores de capital riesgo y fundaciones familiares locales. Pasados tres años, creó su propia empresa. Los comienzos fueron duros. «Construimos un aparato. La primera versión tenía un sinfín de errores técnicos». La conserva en su despacho como un recuerdo para la posteridad. Sus inversores mantuvieron la confianza en él. «En Alemania, el mundo financiero es conservador. Hay que conocer a alguien que conozca a alguien. Les cuesta decidirse a aprovechar las oportunidades, pero no es raro que una vez que la idea ha triunfado en otro sitio, se muestren dispuestos a invertir».

Otro rasgo fundamental del Mittelstand, junto con la vinculación regional, los lazos familiares y la responsabilidad social, es el acento en la especialización. Entre los emprendedores más exitosos hay muchos que han ideado un solo producto, una máquina-herramienta concreta o un electrodoméstico. Su pericia es limitada, pero a menudo acaban copando el mercado global merced a una incesante atención a la conquista y ampliación de su clientela, procurando adelantarse siempre a la competencia. Los simuladores quirúrgicos de Schill dominan el mercado en la mayoría de países. VRmagic suministra y opera centenares de modelos para la simulación de operaciones de cataratas en el mundo entero, con setenta trabajadores en Mannheim y una base de operaciones en Estados Unidos, en Cambridge (Massachusetts). Le pregunté cuándo pensaba vender la empresa o si tenía intención de hacerlo. Me miró perplejo. «Adoro la ciencia y siento que lo que hago es útil para la medicina. No lo hago por dinero».

Hay dos datos estadísticos destacables: las empresas familiares generan alrededor del 80 por ciento del PIB alemán y dos terceras partes de las pymes que han triunfado a escala global tienen su sede en localidades de menos de cincuenta mil habitantes. Si centramos la atención exclusivamente en la zona occidental de Alemania, veremos que las ciudades pequeñas han sufrido una cierta pérdida de población, pero el éxodo hacia otras de mayor tamaño es mucho menor que en otros países, como Francia, el Reino Unido, Polonia o España. Y no solo las empresas familiares no mudan de sitio. Las multinacionales se encuentran dispersas por todo el país: Mercedes y Bosch tienen su sede en Stuttgart; Siemens y BMW, en Múnich; ThyssenKrupp, en Essen; Volkswagen, en Wolfsburg, en el lado occidental de la antigua frontera interior alemana; Adidas, en Herzogenaurach, al norte de Núremberg; la sede central de BASF se encuentra en el puerto fluvial de Ludwigshafen, a orillas del Rin; y la sede el gigante informático SAP (uno de los pocos éxitos tecnológicos alemanes de primera hora) está situada al sur de Heidelberg, en una localidad llamada Walldorf. En muchos otros países del mundo occidental, la actividad industrial y comercial ha quedado muy centralizada en las grandes ciudades. En cambio, en Alemania, innovación industrial, presencia internacional y regionalismo van de la mano.

El mayor rasgo diferencial de Alemania son las empresas de menor tamaño. El estratega empresarial y también autor Hermann Simon ha acuñado la expresión «campeones ocultos» para designar a empresas como las que he citado, dedicadas a un nicho de mercado. Son experiencias exitosas de la globalización y la liberalización del comercio. Al frente de estas hay personas monomaníacas prototípicas, voluntariosas y dedicadas a una sola causa o a un producto concreto. Suelen evitar la luz de los focos. «Bien oculta bajo los titulares que anuncian éxitos comerciales sensacionales subyace una fuente de liderazgo que ha pasado completamente desapercibida»,[167] escribe Simon y enumera 2.700 empresas de estas características en el mundo entero. La mitad proceden de Alemania. A continuación, y a mucha distancia, la siguen Estados Unidos, Japón y China. Los demás países europeos no figuran en la lista.

Las reformas radicales adoptadas por Ludwig Erhard en 1948 tuvieron un efecto instantáneo a favor de la revitalización de la economía alemana después de la guerra. Los alemanes tenían que dedicar unas diez horas a la semana a recorrer su barrio en busca de alimentos y otros productos básicos. Pocos meses después de introducirse las reformas, ese tiempo se había reducido a cuatro horas. En vísperas de la reforma monetaria y la supresión del control de precios, la producción industrial equivalía aproximadamente a la mitad del nivel alcanzado en 1936. A finales de 1948 se había elevado hasta el 80 por ciento de esa cifra.[168] Henry Wallich, economista de la Universidad de Yale y posteriormente gobernador de la Reserva Federal de Estados Unidos, escribió en su libro publicado en 1955, The Mainsprings of the German Revival (Los resortes principales del renacimiento alemán): «El estado de ánimo del país cambió de la noche a la mañana. Las siluetas grises, hambrientas, apagadas, que deambulaban por las calles en su eterna búsqueda de comida cobraron vida».[169] En 1958, la producción industrial había cuadruplicado la de solo diez años antes. La economía creció una media del 8 por ciento anual durante ese periodo (el ritmo que en la China actual se ha tomado como valor de referencia para una economía emergente); un crecimiento que duplicaba el registrado en cualquier otra gran economía europea. En 1968, cumplidas apenas dos décadas desde el fin de la guerra que dejó al país en ruinas, la economía de la Alemania federal superaba a la del Reino Unido. Una tendencia que se mantuvo sin dar tregua. En 2003, Alemania llegó a ser el mayor exportador a Europa oriental. En 2005, superó a Estados Unidos como primer suministrador de maquinaria de importación a India. Es el mayor exportador de vehículos a China. Y el dato más impresionante: en 2003 Alemania adelantó a Estados Unidos para convertirse en el mayor exportador total de bienes del mundo entero, una posición que mantuvo hasta 2010, cuando la perdió frente a China.

Datos como los citados solo reflejan una parte de lo ocurrido. El milagro económico también fue un proyecto social. Erhard, que fue ministro de Economía entre 1949 y 1963 y canciller desde 1963 hasta 1966, es conocido como el padre del Wirtschaftswunder, lo que internacionalmente se designó como el milagro del Rin, la transformación económica de Alemania en la segunda mitad del siglo XX. En su base estaba la idea de la economía social de mercado, una expresión acuñada por un economista y sociólogo, Alfred Müller-Armack, que aspiraba a una «nueva síntesis» entre la libertad de mercado y la protección social. Según reza la teoría, los responsables de diseñar las políticas orientan al mercado hacia la maximización de la riqueza producida, que luego se redistribuye para promover la justicia social. O dicho de otro modo: se trata de que cada uno sepa que está cumpliendo su papel. La gobernanza de las empresas tiene como eje central la práctica de la codeterminación. En 1976, esto quedó plasmado en una ley que obligaba a las grandes empresas a ceder a los representantes de los trabajadores, elegidos habitualmente por la vía sindical, la mitad de los puestos en el consejo de administración. En el caso de las empresas de tamaño medio, la cuota es de un tercio. Los trabajadores no se sienten fuera de lugar en el consejo de administración y muchos jefes alemanes tampoco tienen ningún reparo en sentarse a comer en la cantina.

En otros países, en Estados Unidos y el Reino Unido en particular, semejante reparto del poder entre empleadores y sindicatos se suele considerar peligrosamente socialista; en cambio, Alemania ha tenido variaciones de este reparto desde los primeros tiempos de la Revolución Industrial. El único intento colectivo de acabar con las organizaciones de trabajadores tuvo lugar bajo los nazis. Más adelante, en la década de 1980, en el momento de mayor auge del thatcherismo y el reaganismo, en Alemania algunos empezaron a tener dudas sobre su sistema y a preguntarse si el enfoque anglosajón basado en «contratar y despedir sin miramientos» no favorecería más el crecimiento y la productividad. Helmut Kohl intentó introducir dos cambios en las relaciones laborales: uno encaminado a reducir el alcance de la negociación colectiva y el otro destinado a reducir el poder de los comités de empresa. Ambos fueron barridos pronto por los empresarios, que habían llegado ya hacía tiempo a la conclusión de que un sistema con sindicatos fuertes y canales de participación regulados era preferible a tratar con una representación de los trabajadores más débil y airada y menos predecible.

Hablé con algunas personas que conocían bien ambos modelos. Jürgen Maier nació en Austria, pero a los diez años fue a vivir a Leeds cuando su madre se casó por segunda vez con un inglés. (Recuerda haber sufrido acoso e insultos en la escuela… Alemán, austriaco, era a ojos de los demás lo mismo). Empezó a trabajar como operario en la fábrica de Siemens en Congleton, en el condado de Cheshire, donde fue ascendiendo hasta dirigirla y llegar a presidir luego la gran sección británica de la empresa. Maier aprecia la informalidad de los centros de trabajo ingleses, pero enumera varios atributos que distinguen a Alemania: liderazgo, tejido social, formación y largoplacismo. «A principios de los años noventa ya empecé a vaticinar que el modelo alemán fracasaría —me dijo—. Estaba equivocado, como ha quedado demostrado una y otra vez. El modelo alemán acaba funcionando a la larga».

Un estudio reciente del Instituto de Tecnología de Massachusetts (MIT), la Universidad de California en Berkeley y el Instituto Alemán de Estudios sobre el Empleo comparó varias empresas con representantes de los trabajadores en su consejo de administración con otras que no los tenían. Los resultados fueron sorprendentes. El stock de capital fijo a largo plazo de las empresas del primer grupo era entre un 40 y un 50 por ciento superior al de las empresas del segundo grupo. En otras palabras, incorporar a los trabajadores al consejo de administración se traduce en un incremento significativo de la inversión. Los salarios aumentaron más en las empresas con gobernanza compartida, pero solo en proporción a la productividad de la fuerza de trabajo. Los ingresos crecieron aproximadamente al mismo ritmo en ambos grupos y la rentabilidad de las empresas con representación de los trabajadores en el consejo de administración fue ligeramente superior o igual a la del otro grupo, según el criterio de medida adoptado. En resumen, la codeterminación resultó tener efectos neutros o muy positivos según todos los criterios de evaluación del éxito empresarial. Y, en cambio, por regla general, los clásicos defensores del libre mercado esperan que los representantes de los trabajadores que participan en el consejo de administración miren solo por sus propios intereses, frenen los cambios e intenten mejorar sus salarios.

Durante una visita a la sede berlinesa de la BDI, la federación empresarial alemana, saqué a colación el tema del «capitalismo responsable», un término que en otros países solo ha empezado a ser de uso habitual hace poco. Stefan Mair, miembro de la junta directiva, ensalzó las virtudes de los sindicatos. También se refirió a la redistribución. Para los jefes de empresa alemanes —me dijo— la creación de valor para los accionistas es un objetivo importante pero no el único. «La cohesión social es una buena inversión», me indicó. Le pedí más detalles. Se trata de crear un marco de actuación favorable a la competencia de mercado pero a la vez establecer instituciones y normas que determinen una distribución equitativa de los beneficios económicos, me explicó. Y hay que cuidar al personal. Durante la crisis financiera e inmediatamente después, las empresas alemanas hicieron todo lo posible para evitar despedir a nadie. Aplicaron reducciones de jornada, adelantaron las vacaciones anuales e invitaron a los trabajadores a tomarse un periodo de baja no remunerada, lo que fuese con tal de no alterar la cadena de producción. Confiaban en que los pedidos no tardarían en aumentar y no querían tener que empezar a contratar y formar nuevo personal. Los trabajadores aceptaron los sacrificios a corto plazo con el fin de conservar sus puestos de trabajo. «Esto nos ayudó a recuperarnos con relativa rapidez. Fue una decisión racional».

Industria manufacturera e ingeniería; exportación; finanzas públicas sólidas; mano de obra altamente cualificada; solidaridad social. La fórmula alemana.

Alemania ha experimentado recientemente algunos baches económicos, pero los ha superado. A lo largo de las décadas de 1990 y 2000, el crecimiento fue inferior a la media de la eurozona. El choque de la absorción de la economía de la Alemania oriental, con una población de dieciséis millones, miles de fábricas obsoletas con sus chimeneas y la herencia de cincuenta años de planificación centralizada, habría colapsado a cualquier otra economía. En aquel momento, todo el mundo empezó a caricaturizar a Alemania como un dinosaurio. El famoso editorial de The Economist de junio de 1999, que los legisladores y políticos berlineses parecen saberse de memoria, decía: «Ante el nuevo estancamiento del crecimiento, Alemania comienza a ser calificada como la enferma (o incluso el Japón) de Europa».[170] Sus fortalezas se empezaron a ver de repente como puntos débiles. El anhelo de estabilidad había dado lugar a un mercado laboral demasiado rígido y un estado del bienestar excesivamente generoso.

La autoestima del país quedó tocada. En 2003, Gerhard Schröder remató su sorpresiva reelección con un paquete de reformas económicas radicales como no se habían visto desde las introducidas por Erhard en 1948. El país pasaba un mal momento: el desempleo había aumentado hasta un 9,5 por ciento y el déficit presupuestario se aproximaba al 4 por ciento del PIB.[171] El crecimiento económico se había detenido en seco. El mercado laboral estaba estrangulado. Las personas en paro tenían derecho a rechazar cualquier oferta de trabajo que no correspondiese a su profesión presente. El mercado de empleo prácticamente no funcionaba. La respuesta del Gobierno fue crear una comisión. Peter Hartz, director de recursos humanos de Volkswagen, presidía el grupo de quince personas. Muchas de las reformas que propusieron, en materia de formación, fiscales y con respecto a la seguridad social, no fueron controvertidas. La mayor disparidad surgió en torno al cuarto de los cinco elementos: las prestaciones sociales. Cuando presentó su propuesta, Schröder recibió más apoyo de la CDU, desde la oposición, que de su propio partido. Tuvo que amenazar con su dimisión para doblegar al SPD. Agradeció cualquier posible apoyo. Los jerarcas de las Iglesias protestante y católica dieron un paso del todo desusado y expresaron públicamente su respaldo a las propuestas del Gobierno, con el argumento de que no veían otra manera de conseguir que la gente volviera a tener un empleo.

El Bundestag aprobó las medidas en diciembre de 2003 y entraron en vigor en enero de 2005. Todavía en la actualidad suscitan intensos debates. El paquete englobó la prestación por desempleo y las prestaciones sociales en un único sistema, redujo los incentivos a la jubilación anticipada y facilitó los contratos a tiempo parcial y por obra y servicio. La medida más controvertida fue la reducción instantánea de la prestación por desempleo al 50 por ciento del último salario; hasta entonces equivalía a dos terceras partes del mismo. También limitó su percepción a un solo año, mientras que antes se podía cobrar de manera indefinida. Faltar a una sola citación en la oficina de empleo podía ser motivo para una reducción parcial de la prestación. El lema era «Fördern und Fordern», dar apoyo y exigir. Schröder, como su amigo Tony Blair, era amante de la jerga global y el texto de las reformas estaba salpicado de anglicismos, como jobcenter y mini-job.

Schröder aproximó a Alemania a las duras realidades de los mercados globales y la alejó del consenso social. El SPD lo pagó. Schröder perdió las elecciones que había decidido convocar en 2005. Desde la izquierda, muchos buscaron chivos expiatorios. En campaña, el presidente del partido, Franz Müntefering, atacó a los inversores extranjeros cuyas «estrategias para maximizar sus beneficios» calificó como una amenaza para la democracia. «No tienen rostro, se abalanzan sobre las empresas como una plaga de langostas hasta dejarlas en los huesos para pasar luego a la siguiente»,[172] declaró. El concepto «langostas» era habitual en la propaganda antisemita nazi. Müntefering tuvo que pedir excusas.

Cuando sucedió a Schröder, Merkel cosechó los beneficios económicos de las reformas, mientras se distanciaba de sus políticas; tuvo la astucia de no hacer suya su obra. La competitividad y la productividad aumentaron. Disminuyó el desempleo. Volvieron a afluir las inversiones. Las empresas alemanas tendieron una línea directa hacia la Europa del Este y los BRICS, países florecientes y con abundante crédito. Las exportaciones volvieron a expandirse. Durante los siete años anteriores a la crisis financiera, las exportaciones alemanas crecieron un 75 por ciento, frente a solo un 20 por ciento en el caso de sus rivales.[173] Deutschland AG, Alemania S. A., volvía a dominar el mundo. Y lo había conseguido aplicando su propio modelo de capitalismo, una economía social de mercado que, pese a sus defectos, había alcanzado el doble logro de un crecimiento económico consistente junto con una relativamente mayor cohesión social.

En 2005, el historiador económico Werner Abelshauser publicó una obra seminal titulada The Dynamics of German Industry: Germany’s Path toward the New Economy and the American Challenge (Dinámica de la industria alemana. La vía alemana hacia la nueva economía y el desafío estadounidense). En ella afirmaba que las dos economías dominantes del siglo XX, Estados Unidos y Alemania, siguieron caminos muy parecidos hasta la década de 1980 y solo empezaron a divergir con la introducción de la desregulación y la cultura del enriquecimiento rápido promovidas por Reagan y Thatcher y su gurú Milton Friedman. Posteriormente, en una entrevista con Die Zeit titulada «¿No somos acaso los más ricos?», argumentó que la crisis financiera de 2008 había demostrado la rectitud ética y la eficacia de la vía alemana, a la vez que daba a entender que los alemanes no basaban su satisfacción en la adquisición individual de bienes materiales en tan gran medida como en otros países. Por el contrario buscaban un sentimiento de enriquecimiento común. «En Alemania, se ha considerado tradicionalmente al Estado como garante»,[174] explicó.

Los datos lo corroboran. En Alemania, el número de ciudadanos que participan en el mercado de valores es muy inferior al de otros países. Lo suyo es ahorrar y ahorrar, por muy bajos que sean los tipos de interés y aunque a veces sean incluso negativos. Casi todos esos ahorros se invierten en fondos de pensiones y seguros de vida. En total se han adquirido más de cien millones de pólizas, por encima del número de habitantes que tiene el país. No se genera valor por medio de inversiones de alto riesgo. Evidentemente, también es posible caer en el error de exagerar las diferencias. Los bancos alemanes han demostrado ser tan voraces como otros; Alemania cuenta con su propia cuota de evasores fiscales; los alemanes adoran sus pequeños lujos domésticos y sus vacaciones; veneran sus coches. Hechas estas salvedades, el Estado social alemán constituye un choque cultural para las personas con una mentalidad forjada en el libre mercado anglosajón.

Incluso después de las reformas del plan Hartz, todo se ha dispuesto con el propósito de mitigar los riesgos. Langsam aber sicher. Lentos pero seguros. La búsqueda del consenso en los consejos de administración se podría considerar un obstáculo para la espontaneidad o la rapidez en la toma de decisiones. Los alemanes no ven ninguna contradicción entre el éxito económico y la cohesión social. Lo extraordinario es que, salvo breves periodos, la economía del país se ha mantenido sólida de manera continuada, aparentemente sin que el trabajo obsesione a la gente. Francia tiene su ley de las treinta y cinco horas, que impide que un empresario pueda obligar a nadie a trabajar más de ese máximo, aunque por mutuo acuerdo se pueden complementar con un cierto número de horas extras. Se aprobó en 2000 para promover el empleo y la productividad. Los resultados han sido ambiguos, dependiendo del criterio que se aplique. En Alemania no existe tanta rigidez, pero en algunos aspectos ha llegado más lejos que Francia. Con la participación de los sindicatos en los consejos de administración, lo ha conseguido sin la sucesión aparentemente inacabable de huelgas que ha caracterizado las relaciones laborales francesas durante décadas. Cuando en Alemania se convoca una huelga, se trata invariablemente de un último recurso, y la mayoría suelen desembocar en un compromiso.

A principios de 2018, los trabajadores consiguieron, no obstante, una concesión que inauguraría una nueva etapa. IG Metall, el sindicato más grande, logró un acuerdo en virtud del cual todos los trabajadores del sector eléctrico y del metal podían optar por reducir su jornada laboral a veintiocho horas semanales durante un periodo de dos años para ocuparse del cuidado de sus hijos o de familiares mayores o enfermos, a lo cual se sumaba un importante aumento de la remuneración por hora trabajada.[175] Los empresarios están obligados a recolocarlos a jornada completa (si el trabajador así lo desea) una vez finalizado ese periodo. Esto tuvo un efecto dominó en toda la industria, empezando por el sindicato de ferrocarriles y transporte EVG, que alcanzó un acuerdo similar. Es significativo el caso de los trabajadores del servicio de correos, Deutsche Post, a quienes se ofreció la posibilidad de escoger entre un aumento salarial del 5 por ciento o alrededor de cien horas más de días libres a lo largo de dos años. Cuando el sindicato que los representa junto con otros trabajadores de servicios realizó una encuesta entre sus afiliados, un 56 por ciento optaron por disponer de más tiempo libre frente a un 41 por ciento que preferían cobrar más.

Los alemanes lo llaman Entschleunigung, literalmente «desaceleración», o lo que en otros lugares se designa como conciliación entre el trabajo y la vida personal. Y se ha conseguido sin que el volumen de producción se haya visto afectado. La productividad alemana ha sido objeto de envidia durante años, no en último lugar para los británicos, que trabajan algunas de las jornadas laborales más largas. En 2017, el ministro de Empresa británico, Greg Clark, observó: «En Alemania la gente produce en cuatro días lo que en el Reino Unido tarda cinco días. Y esto significa que su remuneración puede ser más alta o no es necesario que trabajen tantas horas. Este es un reto que la economía británica tiene planteado desde hace tiempo».[176]

Curiosamente para un país que se enorgullece de su economía social de mercado, Alemania no introdujo hasta 2015 un salario mínimo a escala nacional. Cuarenta y cinco años después de Francia y dieciséis años después del supuestamente despiadado Reino Unido. La resistencia no procedió solo de los empresarios (suelen oponerse en todos sitios), sino también de los sindicatos. Los sindicatos alemanes consideraban que eso mermaría su poder de negociación. Argumentaban que, si bien en otros países era necesario porque los trabajadores carecían de otras salvaguardas, en Alemania ya los protegía la codeterminación. Una posición motivada más por interés propio que por una cuestión de principios, visto que la sindicación está descendiendo, aunque a un ritmo más lento que en el resto del mundo. Antes de que se aprobase por fin esta norma, en 2013, y comenzara a aplicarse, en 2015, se estimaba que un 10 por ciento de alemanes, casi todos no sindicados, cobraban menos de los 9,90 euros por hora fijados inicialmente como retribución mínima.

En Alemania, el bienestar personal y la estabilidad social no se definen solo por el hecho de llevar un salario a casa. Muchos trabajadores han buscado tradicionalmente consejo y protección en sus empleadores. Las empresas los han resguardado de algunas de las incertidumbres de las fuerzas del mercado, con la oferta de pólizas de seguros, clubes sociales y un sentimiento de pertenencia. «La economía social de mercado es buena para los ciudadanos que siguen el camino marcado —explica Christian Odendahl del Centre for European Reform—. Si uno se desvía, acaba en el sector servicios, donde se le considerará un trabajador de segunda clase». Se refiere a quienes trabajan en la economía bajo demanda (gig economy) en tareas de limpieza, vigilancia o como mensajeros o riders, con contratos temporales de cero horas. El trabajo autónomo o free-lance se considera arriesgado y eso no es del agrado de los alemanes. En un plano más general, mucha gente menosprecia el trabajo en el sector servicios. Hay algunas excepciones. El sector de los seguros se considera una opción madura. También la banca, aunque públicamente no se la ve exactamente con simpatía, igual que sucede en el resto del mundo. En el Reino Unido, el sector servicios representa el 80 por ciento del producto económico, una proporción muy superior al caso alemán, y muchos lo consideran el sector del futuro, mientras que la producción industrial se ve como un «legado del pasado». Las industrias creativas del Reino Unido aportan conjuntamente más de 100.000 millones de libras esterlinas anuales a la economía.[177] Para los alemanes gran parte de esa actividad es «entretenimiento». La alta cultura es otra cosa. Los intérpretes y compositores de música clásica son sumamente respetados, por ejemplo, pero se los valora por su talento artístico, no según criterios de utilidad económica.

Alemania es lenta a la hora de innovar. En país está rezagado en muchos aspectos de la informatización, desde el pago sin dinero hasta la administración digital. «Nosotros solemos ser los responsables de su implementación —me dijo el presidente de Siemens, Joe Kaeser—. Eso genera un entorno defensivo frente a una innovación disruptiva». Hablamos sobre el estigma del fracaso. Le cité el ejemplo de un empresario surcoreano, de apenas unos veinticinco años, que en un congreso declaró con orgullo que estaba poniendo en marcha su quinta empresa. Todas las anteriores habían fracasado, pero esa vez había dado en el clavo. En Estados Unidos y el sureste asiático, la expresión «fracasar deprisa» es de uso corriente en los consejos de administración. Kaeser me hizo notar que los estadounidenses pueden presentar una declaración de insolvencia acogiéndose al capítulo 11 de la Ley de Quiebras en una sala del juzgado de distrito y luego subir a la segunda planta para registrar una nueva empresa. En Alemania, no. La empresa de creación más reciente incluida en el índice bursátil alemán DAX es el gigante del software SAP, fundado en 1972, lo cual quizás contribuya a explicar por qué Alemania inicialmente fue lenta a la hora de adoptar la tecnología e incorporar la cultura de la innovación empresarial. El valor de mercado de la compañía más grande del mundo, Apple, es actualmente equivalente al de la suma de todas las que figuran en el DAX.

Sin embargo, los alemanes están ganando terreno. A mediados de la década de 2010, Berlín contaba con el porcentaje más alto de empresas emergentes (startups) entre todas las ciudades de Europa. En los últimos años, la inversión de capital riesgo en tecnología de origen alemán ha aumentado un promedio del 60-80 por ciento, año tras año. La mayor parte afluye a la capital, que ahora compite con Londres por los cerebros más dotados. Fráncfort y Múnich también empiezan a resultar más atractivas para los inversores. No faltan historias alemanas de éxito, sobre todo en los ámbitos del comercio electrónico y las cadenas de bloques (blockchain): la tienda online de moda Zalando, el servicio de comidas a domicilio Delivery Hero, la aplicación de música SoundCloud, junto con inversores y business angels como Rocket Internet y Cherry Ventures. El abuelo de todos ellos es el comparador de precios Idealo, que se inauguró en 2000, cuando no había prácticamente nada adaptado para el sector tecnológico. Ahora todo el mundo está acudiendo en masa. Bill Gates ha invertido en una red científica; su sucesor al frente de Microsoft, Steve Ballmer, inauguró un acelerador en el corazón de Berlín.[178] Las grandes compañías alemanas se están sumando también. Springer, el antaño rancio grupo editor de prensa, ha unido fuerzas con Porsche para inaugurar un acelerador llamado APX. Tiene su sede, junto con otras compañías de su clase, en la poco céntrica Berlin Strasse, cerca de donde estaba situado el checkpoint Charlie. En su interior puede encontrarse el conjunto habitual de millennials y miembros de la generación X vestidos con sudaderas con capucha y camisetas. Resulta difícil distinguir quién es alemán y quién no, dado que todo el mundo habla en inglés. Katy Campbell, escocesa, imparte un curso para emprendedoras los lunes por la mañana. Dice que no cambiaría Berlín por ningún otro sitio. Otras ciudades han tenido su momento y han desaparecido.

El ambiente particular de Berlín tiene ventajas y desventajas para el sector tecnológico. Google ocupa un lugar destacado en el centro de la ciudad, pero querría ampliarse más. Sus planes de construir su séptimo campus (un centro de operaciones para empresarios tecnológicos como los que ya tiene en Londres, Madrid, Tel Aviv, Varsovia y otros lugares) se vieron frustrados tras dos años de protestas. Había elegido una subestación eléctrica abandonada en Kreuzberg. Parecía la localización perfecta; Mozilla, WeWork y otros ya estaban allí. Pero no había contado con la población local, que no estaba dispuesta a permitir que las megaempresas de Silicon Valley invadieran su espacio. Como contrapartida, tienen Factory Berlin. Recorro la antigua fábrica de cámaras fotográficas Agfa en compañía de Martin Eyerer. Durante el día es el responsable de innovación, pero también uno de los mejores disc-jockeys de Alemania. El lugar combina la gran empresa (Siemens, Audi, Daimler) con lo más en la onda. Las zonas de reuniones incluyen una cama de bolas para tumbarse. Una tercera parte de las cuatro mil personas que se han asociado a la Factory, en uno u otro de los dos locales que tiene en la ciudad, son alemanas. La reciente afluencia de hipsters no es del agrado de los residentes hippies originales de Kreuzberg. Los consideran demasiado «capitalistas», me dice Eyerer y luego añade: «Aquí es donde el 68 confluye con la RDA».

Su frustración es comprensible. No solo las personas mayores oponen resistencia al cambio, sino también un sector apreciable de los jóvenes y de la izquierda. Aun así, una pequeña parte de mí también respeta la idea de que las comunidades locales, en Berlín y en otras ciudades, se resistan a ser obviadas. La economía social de mercado, el sentimiento de pertenencia a una comunidad, están profundamente arraigados.

Alemania es menos desigual que muchos otros países, pero más de lo que cabría suponer. El coeficiente Gini, el conjunto de datos aceptado como medida de la desigualdad en los distintos países, sitúa a Alemania hacia la mitad de la lista de los treinta y seis países de la OCDE, justo por debajo de los países nórdicos, pero muy por encima de Estados Unidos y el Reino Unido, y en una posición marginalmente mejor que Francia. La desigualdad ha aumentado desde que Schröder introdujo las reformas del plan Hartz. En 2019, la revista Forbes incluyó a ciento veinte alemanes en su lista de titulares de fortunas superiores a los mil millones de dólares, más del doble que en el Reino Unido y equivalentes a uno por cada 727.000 alemanes, no muy lejos de la cifra estadounidense de uno por cada 539.000. Irlanda, con una renta per cápita no muy inferior a la alemana, solo tiene seis milmillonarios.[179] Un informe reciente del Instituto de Estudios Económicos alemán (DIW) llegó a la llamativa conclusión de que la riqueza en manos de cuarenta y cinco de las familias más opulentas de Alemania era equivalente a la de la mitad de la población.[180] En Estados Unidos y otros países, los ultrarricos consultan ávidamente las listas de grandes fortunas que publica Forbes, o el Sunday Times en el Reino Unido. Consideran un desdoro descender un grado en el escalafón. En Alemania, se observa un detalle distinto. Estén atentos o no a las listas, los superricos en general hacen todo lo posible para no llamar públicamente la atención.

Solo una parte muy pequeña de esas fortunas son «dinero antiguo»; la dictadura nazi y las dos guerras mundiales se llevaron la mayor parte. Muchos de los superricos han hecho fortuna desde la pequeña y mediana empresa. El tercer lugar en la lista de ricos alemanes lo ocupa Dieter Schwarz, de Lidl. Los propietarios de la cadena de supermercados rival Aldi, la familia Albrecht, los siguen en el quinto puesto. En décimo lugar figura la familia Würth, cuya empresa, con sede en Künzelsau, una pequeña ciudad de Baden-Wurtemberg, fabrica tornillos y otro material de ferretería. Muchos de ellos mantienen sus empresas en régimen de propiedad privada. Algunos han creado fondos fiduciarios y fundaciones. Suelen tener un buen número de automóviles, grandes mansiones, casas de campo y los accesorios habituales de la riqueza, pero rarísimas veces hacen ostentación pública de su fortuna. Se consideraría de mal gusto.

El lugar de residencia ideal en Alemania es una bonita vivienda familiar, rodeada de un buen vecindario sólido, que no cause problemas, formado por personas ni demasiado ricas ni demasiado pobres. Las calles no deben estar dejadas ni tampoco ser ostentosas. Los ingresos medios netos per cápita de los hogares rondan los treinta mil euros anuales, aproximadamente un 10 por ciento por encima de la media de la OCDE. El consumo doméstico no refleja esta ventaja. Aparte del ubicuo automóvil, los electrodomésticos adecuados y las vacaciones de verano en un lugar soleado, la sociedad alemana no es particularmente consumista, como evidencian los horarios comerciales restringidos. Lo importante es gestionar con prudencia los recursos propios. Las familias alemanas ahorran casi el doble que las estadounidenses o las del Reino Unido. La familia alemana típica dispone de ahorros e inversiones por valor de 8.600 libras esterlinas, frente a las 5.000 de una familia media del Reino Unido.

Casi la mitad de la población declara en las encuestas de opinión que le abochornaría tener que comprar algo a crédito. Compárese esta actitud con la que se observa en otros países, sobre todo en Estados Unidos y el Reino Unido. En Gran Bretaña, hasta diciembre de 2019, el endeudamiento privado total había aumentado de 180.000 millones de libras esterlinas hasta 225.000 millones en el plazo de una década. Como media, cada ciudadano adulto acumula una deuda de 4.300 libras esterlinas en descubiertos bancarios, créditos personales y pagos con tarjeta de crédito.[181] Para un alemán esto sería una herejía. No dan valor a las adquisiciones obtenidas a cambio de incurrir en un riesgo (la proporción de viviendas de propiedad es una de las más bajas del mundo occidental) sino a asegurarse un futuro libre de riesgos. El sistema de jubilación es relativamente estándar, con tres pilares: el sistema nacional de pensiones obligatorio, planes de pensiones de empresa y planes privados. Como ocurre en otros países, el Gobierno alemán procura hacer frente a los problemas que plantea una población envejecida sin causar demasiada conmoción social. Está previsto que la edad de jubilación se eleve gradualmente hasta los sesenta y siete años, y algunos sugieren aplazarla hasta los sesenta y ocho. También aumentarán las cotizaciones, a la vez que la pensión máxima se acabará reduciendo a un 67 por ciento del salario neto, frente al 70 por ciento actual. Estas decisiones han requerido considerables deliberaciones.

Desde la crisis financiera, un motivo fundamental de malestar público ha sido el estancamiento de los salarios, que se ha cebado sobre todo en el 50 por ciento de asalariados con ingresos más bajos. Las decisiones de evitar los despidos han tenido como contrapartida acuerdos de contención salarial. Los recuerdos de la Gran Depresión de principios de los años treinta todavía alimentan el temor al desempleo y la inflación. El peso otorgado a las exportaciones también ha influido. Uno de los motivos por los que Alemania ha llegado a dominar tantos mercados ha sido la contención de los costes laborales por unidad de producto.

En 1993 abrió sus puertas en Berlín la primera Tafel, que repartía verduras y frutas a las personas sin hogar. Tafel significa «mesa» en alemán y ese fue el primer banco de alimentos del país. Sus organizadores dicen que la demanda ha aumentado de manera exponencial desde las reformas del plan Hartz. Alrededor de la mitad de quienes se abastecen de alimentos en sus puntos de reparto son pensionistas y menores de edad. Las donaciones públicas han ido aumentando de manera continuada, pero no llegan a contrarrestar el incremento del número de beneficiarios, que ha crecido por efecto de la afluencia de inmigrantes a partir de 2015. El impacto de esta oleada repentina ha planteado un doble desafío para los políticos: responder a las necesidades reales de los refugiados, pero sin descuidar las implicaciones políticas. En 2018, hubo un enconado enfrentamiento cuando un banco de alimentos de Essen dejó de ofrecer alimentos a los inmigrantes para priorizar a la población local. Hasta Merkel intervino en la refriega para declarar que «no estaba bien»[182] hacer distinciones entre las personas necesitadas. «No permitiremos que la canciller nos reprenda por algo que es consecuencia de sus políticas», replicó furioso el responsable de la Tafel, Jochen Brühl, mientras le recordaba el «enorme problema de la pobreza» en Alemania, sus «salarios increíblemente bajos» para un determinado sector, unas «prestaciones sociales básicas inadecuadas» y una «política de inmigración poco meditada».[183]

Unos doce millones de alemanes, un poco más del 15 por ciento de la población, están clasificados como pobres, según la definición internacional estándar de unos ingresos inferiores al 60 por ciento de la media nacional de todos los hogares, lo que supone menos de novecientos euros al mes.[184] Es el número más elevado desde los años difíciles de la reunificación. Muchas de estas personas forman parte del grupo de «trabajadores pobres». Las prestaciones sociales complementan sus ingresos, pero no de manera significativa. En 2015 casi tres millones de niños y jóvenes, una quinta parte del total, estaban en riesgo de pobreza en Alemania. La verdadera pobreza oculta se da entre las personas mayores. El número de jubilados en situación de pobreza ha aumentado un 33 por ciento en los últimos diez años, un incremento muy superior al registrado en otros grupos de población.[185]

En el Reino Unido, la expresión en boga en el Gobierno de Johnson es «igualar», colmar la brecha crónica en inversiones y nivel de vida entre el norte y el sur del país. En Alemania esto se ha hecho siempre desde la postguerra. Se instauraron transferencias compensatorias destinadas a garantizar la equidad entre el centro y las regiones y también entre estas últimas. La reunificación elevó estas medidas a otra categoría con la introducción del impuesto de solidaridad. No obstante, pese a todos los esfuerzos, los desequilibrios regionales están creciendo, y no solo entre el Este y el Oeste. En el curso de la última década, la pobreza se ha reducido en treinta y cinco de un total de noventa y cinco distritos, incluidos muchos del Este. Pero en más de una cuarta parte del total, aumentó más de un 20 por ciento durante el mismo periodo.[186]

La ciudad de Bremen, en el norte del país, en el estado federado de menor tamaño, tiene la mayor tasa de pobreza —un 22 por ciento de la población— sobre todo debido al cierre de los astilleros sin que se hayan creado nuevos empleos sostenibles en la zona. Además de los estados federados de la antigua RDA, entre las regiones con niveles elevados de pobreza también figuran Hamburgo (que incluye asimismo algunas de las zonas más ricas) y Schleswig-Holstein, en el norte y el noroeste. El estado central de Hesse ha pasado de una situación de relativo bienestar a sufrir penurias. Renania del Norte-Westfalia, el estado más poblado de Alemania, sigue siendo la región más problemática. No es difícil comprender el motivo. Lo notable en el caso de las tres empresas de la zona de Mönchengladbach que he descrito al principio de este capítulo son sus buenos resultados en esta zona deprimida, que en general cuenta con pocas pymes. En otro tiempo, ciudades como Dortmund, Bochum y Gelsenkirchen constituían el corazón industrial de Alemania, basado en la producción de productos químicos, acero y carbón. Essen se precia de haber sido la cuna del industrial siderúrgico y fabricante de armamento por excelencia del siglo XIX, Alfred Krupp.

La zona del Ruhr fue uno de los principales objetivos de los bombarderos aliados. «Allí reside el corazón del poder industrial de Alemania —escribió Henry Morgenthau, secretario del Tesoro estadounidense, en un memorando dirigido al presidente Roosevelt—. No solo habría que eliminar toda la industria existente en esa zona, sino dejarla tan debilitada y mantenerla tan controlada que no pueda volver a transformarse en una zona industrial en un futuro previsible».[187] El Ruhr quedó debidamente arrasado con numerosos bombardeos. Cuatro quintas partes de las edificaciones quedaron destruidas o muy dañadas. Muchos de los supervivientes huyeron a otras regiones. Después de la guerra, a pesar del Wirtschaftswunder, el milagro económico, las ciudades del Ruhr vivieron el ciclo clásico de pobreza postindustrial y desmoralización. Han perdido población y el desempleo duplica la media nacional. Varios distritos se han convertido en zonas a las que nadie quiere ir. Sus ayuntamientos han intentado las respuestas habituales con la construcción de parques tecnológicos y outlets gigantescos u ofreciéndose para albergar la sede de algún organismo paragubernamental. Algunos de estos proyectos han cuajado, pero muchos otros no.

Fráncfort debe hacer frente a otros retos. El corazón financiero de Alemania ha puesto toda la carne en el asador para atraer a la banca global después del brexit. Un marketing inteligente destaca muchas de las ventajas de su vida empresarial, social y cultural. La ciudad comienza a ganar animación, aunque desde un punto de partida pobre. La nueva «ciudad vieja» (a nadie le pasa inadvertido el oxímoron) ha mejorado mucho su atractivo. Desde su aeropuerto se puede llegar a cualquier parte del mundo. Los colegios internacionales son de gran calidad. El parque de viviendas es bueno. El campo está a una distancia accesible.

Pero hay un problema. Los bancos alemanes, globales y locales, son un desastre. Una combinación de mal gobierno, decisiones de inversión inadecuadas, insuficiente inversión en tecnología y excesiva burocracia ha impedido durante años que Fráncfort pudiera competir con Londres y Nueva York como centro financiero global. Los bancos de todos los niveles presentan carencias. El Deutsche Bank, que solía estar considerado como el campeón nacional, ha sido motivo de vergüenza nacional durante los últimos diez años. Su caída en desgracia es similar a la de otros bancos en el mundo entero, pero la arrogancia, el aventurerismo y la incompetencia se suponía que no formaban parte del estilo alemán. El mal comenzó a extenderse cuando, a finales de los años ochenta, decidió competir con los tiburones de Wall Street. Todo empezó con la adquisición del banco mercantil británico de sangre azul Morgan Grenfell. Luego comenzó a penetrar en los mercados europeos, con la adquisición del Banco de Madrid. En 1999, se hizo con el Bankers Trust, con sede en Nueva York. Cotizar en la bolsa de Nueva York era el siguiente paso inevitable. A continuación, el Deutsche Bank hizo como todos y quedó enmarañado en el fraude de las hipotecas de alto riesgo. Incluso cuando el mercado empezó a flaquear siguió vendiendo títulos de inversión tóxicos basados en dichas hipotecas. Finalmente empezó a apostar directamente en contra de esos productos de un valor cada vez más bajo.

Cuando la red comenzó a estrecharse en torno a los culpables, la reacción del banco no fue pedir excusas y aprender la lección, sino intentar intimidar a quienes estaban dando la voz de alerta. Una investigación interna descubrió que se habían contratado detectives privados para espiar a personas consideradas una amenaza para el banco, incluidos un accionista, un periodista y un ciudadano corriente. En 2008, por primera vez en cincuenta años, el banco registró pérdidas en sus cuentas anuales, por un total de 4.000 millones de euros. «Cometimos errores, como todo el mundo»,[188] dijo su director ejecutivo suizo Josef Ackermann, quitándole hierro al asunto a la vez que intentaba difuminar la responsabilidad. Fue destituido, pero solo después de diez años en el cargo. Los problemas se seguían acumulando. En 2016, los reguladores estadounidenses y del Reino Unido impusieron al banco una multa récord de 2.000 millones de euros por haber manipulado la tasa de interés interbancaria LIBOR. El año siguiente se le impuso otra multa de quinientos millones de euros por no intervenir contra el blanqueo de dinero ruso. En 2019, el Congreso de Estados Unidos conminó al banco a entregar diversos documentos relacionados con sus tratos comerciales con Donald Trump. El Deutsche Bank era uno de los mayores acreedores de Trump y continuó apoyando al magnate inmobiliario incluso después de que los bancos estadounidenses se negasen a seguir concediéndole más crédito.

El antaño venerable banco, con ciento cincuenta años de antigüedad, había caído en una espiral descendente de ingresos menguantes, tecnología obsoleta, fuga de cerebros y duras multas. Con la bendición del Gobierno, diseñó un plan para la absorción del Commerzbank, la fusión de dos casos perdidos, pero luego cayó en la cuenta de que tampoco sería ninguna solución y optó por iniciar una serie de operaciones de reducción de costes. Se desprendió de más de una quinta parte de su personal a escala mundial y redujo sus secciones de inversión. La cotización de las acciones tanto del Deutsche Bank como del Commerzbank se redujo a la mitad, mejorando su atractivo potencial para los inversores externos.

Las entidades multinacionales no fueron las únicas que se vieron en apuros. Alemania solía preciarse de su sistema de bancos regionales, los Landesbanken. Estos también se dejaron tentar por la codicia e invirtieron en productos que resultaron ser basura. La misión de estos bancos era ofrecer capital fiable a las empresas locales. La gente depositaba allí sus ahorros. Nadie imaginaba que pudieran llegar a quebrar. Para salvar a los bancos, los Gobiernos regionales, muchos de los cuales estaban representados en los consejos de administración y habían consentido el fraude, tuvieron que rescatarlos. Algunos se hundieron, algunos se fusionaron y otros se privatizaron. Con el sector atenazado por unos tipos de interés negativos, bajos niveles de confianza y una actitud cautelosa, los bancos alemanes quedaron prácticamente excluidos del terreno de juego global. Fue una suerte que la economía general, todavía saneada, dispusiera de abundante efectivo y pudiera funcionar prácticamente sin verse afectada por los apuros de los bancos.

La clasificación anual de Transparency International en general ha otorgado a Alemania una calificación bastante alta durante los últimos veinticinco años. En 2019, ocupó el noveno lugar entre los países menos corruptos del mundo, predeciblemente por detrás de los países nórdicos y de otros como Nueva Zelanda y Singapur, pero por delante del Reino Unido y significativamente por encima de Estados Unidos y Francia. Sin embargo, cuando estalla algún escándalo, suelen ser espectaculares. El caso Wirecard no solo sacó a la luz actuaciones ilícitas sino también alarmantes fallos estructurales por parte del Estado. Cuando el Financial Times empezó a informar sobre posibles fraudes y uso de contabilidad creativa en dicha compañía de pagos con sede en Múnich, la reacción de la autoridad de supervisión financiera, BaFin, fue atacar a los periodistas e inversores. Luego prohibió temporalmente la venta en corto de acciones de Wirecard después de que esta registrara una caída de 10.000 millones de euros en su valor de mercado y, en gesto aún más escandaloso, presentó una demanda judicial contra dos periodistas del Financial Times. La reacción inicial de buena parte de los medios de comunicación alemanes fue mantenerse al margen o apoyar al regulador, en vez de hacer piña.

En junio de 2020, Wirecard presentó finalmente una declaración de insolvencia, con una deuda acumulada de 3.500 millones de euros. Su director general, Markus Braun, fue detenido bajo la acusación de presunto fraude contable. El jefe de operaciones huyó del país. Faltaban unos 1.900 millones de euros consignados en su cuenta de resultados; es posible que fuesen cantidades inventadas para inflar los números. ¿Qué había fallado? Durante todo ese tiempo, mientras se iban acumulando las pruebas incriminatorias, la autoridad supervisora no hizo nada. ¿Qué papel tuvo en ello la firma auditora, EY? ¿Y cómo se explica que no detectaran nada?

Fue un episodio profundamente preocupante que atrajo mucho la atención y evidenció deficiencias crónicas. Puso de manifiesto un fallo en el sistema regulador. BaFin carece de recursos coactivos y le falta convicción. Todos los organismos que deberían haber controlado a la empresa incumplieron su deber; casi todos dependen del Ministerio de Finanzas. El ministro y candidato del SPD al puesto de canciller, Olaf Scholz, anunció una remodelación del sistema, pero muchos dedos apuntaban directamente hacia él. Wirecard era un indicio de la presencia de insuficiencias más generales en la gobernanza del sector empresarial. Los integrantes de los consejos de supervisión se designan demasiado a menudo en el marco de un circuito de puertas giratorias entre altos directivos con una larga carrera que se conocen demasiado entre ellos. Lo paradójico es que Wirecard estaba considerada parte de una nueva generación, una empresa dedicada a promover la sociedad tecnológica, sin dinero circulante, una de las niñas bonitas del DAX-30.

La economía y el nivel de vida de la población alemana también se ven afectados por otra deficiencia estructural: la infraestructura del país chirría. Los problemas van haciendo mella: edificios escolares deteriorados, puentes en malas condiciones (el estado de uno de cada ocho de los cuarenta mil puentes que tiene el país se considera deficiente, al igual que el de las autopistas y carreteras principales), un Internet poco fiable y un ejército infrafinanciado. A todo lo cual se suman los trenes… cuya puntualidad es nula. Puedo dar fe de ello. Durante una visita a Alemania, en seis de los siete trayectos que hice sufrí retrasos de veinte minutos o más. Y para empeorar las cosas, los demás pasajeros se limitaron a encogerse de hombros. «Ocurre continuamente», fue la respuesta habitual a mi inquieta inquisición sobre la puntualidad alemana. El motivo principal parece ser la complejidad de una red sobrecargada que en veinte años ha incrementado un 25 por ciento los servicios, todos ellos —interurbanos, regionales y de mercancías— obligados a circular por las vías existentes. Los alemanes contemplan con envidia el TGV francés. Hasta en España, comentan, tienen líneas de alta velocidad. El sector ferroviario y también los pasajeros actúan como en otros países con servicios deficientes: programan su actividad incorporando los retrasos. Desde luego, no es la manera más eficiente de salir del paso y choca con la obsesión alemana por la puntualidad. Por lo menos, los vagones son cómodos.

Todo país tiene una historia de grandes proyectos que han descarrilado con enormes desviaciones presupuestarias. El Reino Unido cuenta con una larga lista, desde el estadio de Wembley hasta la red de alta velocidad HS2; desde The Dome, la cúpula del milenio, hasta la línea subterránea de trenes rápidos Crossrail. España tiene sus ciudades fantasma que jamás han llegado a ocuparse una vez construidas. Francia proyectó la construcción de un inmenso aeropuerto en las afueras de Nantes que nunca vio la luz. Y ¿qué decir de Alemania? Uno de sus proyectos ha adquirido tanta notoriedad que incluso ha inspirado un juego de mesa. La finalidad del «juego del aeropuerto desquiciado» (Das verrückte Flughafenspiel) es perder cuanto más dinero mejor. Los jugadores van cogiendo cartas con instrucciones como, por ejemplo, construir escaleras mecánicas demasiado cortas. Todos los casos incluidos están basados en situaciones reales.

La idea inicial era bastante simple. El Berlín dividido tenía dos aeropuertos, ambos construidos inmediatamente después de la guerra: Tegel en la zona occidental y Schönefeld en Berlín Este. Ambos han quedado terriblemente obsoletos. La capital no puede acoger grandes reactores. El centro de conexiones principal para los vuelos intercontinentales es Fráncfort, con Múnich como segunda alternativa. Tegel es tan pequeño y está tan sobrecargado que el Gobierno se ve obligado a tener aparcados sus jets en el aeropuerto de Colonia-Bonn y trasladarlos a Berlín cuando se necesitan. En 2006, en un momento en que Berlín vivía un auge de la construcción, el Gobierno central y la región decidieron construir otro aeropuerto en un nuevo emplazamiento en el sureste, cerca de Schönefeld. Se llamaría aeropuerto de Berlín-Brandemburgo Willy Brandt, con las siglas BER. En 2012 se completó la construcción y se enviaron las invitaciones para la solemne inauguración, en la que la canciller iba a pronunciar el discurso principal. De improviso, el funcionario local encargado de certificar el cumplimiento de las medidas de seguridad contra incendios lo frenó todo. Había descubierto que el sistema supuestamente avanzado de detectores de humo y puertas cortafuegos automatizadas no funcionaba. Con mucho bochorno, se retrasó la puesta en marcha y se nombró una nueva dirección. Esta descubrió medio millón de defectos, incluido un cableado inseguro que fue preciso sustituir por completo. Con el paso de los años, el BER se ha convertido en un hazmerreír, una «ciudad Potemkin», una mera fachada que es preciso mantener en funcionamiento para evitar que se convierta en un desecho. Desde su estación circula un tren diario. En el hotel del aeropuerto, una plantilla mínima mantiene las habitaciones libres de polvo y abre los grifos para hacer circular el agua. Los carruseles de equipajes se hacen girar a diario durante un rato. Se encienden y se apagan los indicadores luminosos, que exhiben listas de llegadas y salidas de vuelos, pero basadas en los datos de los otros aeropuertos de la ciudad. Se han fijado nuevas fechas para la puesta en marcha, que luego se han ido abandonando. La familia Brandt estaba tan irritada que pidió que se retirara su nombre. Se ha escrito y se ha hablado mucho sobre las posibles causas del fracaso. Gran parte del caos parece haber tenido su origen en la multiplicidad de niveles de gestión superpuestos. Nadie tenía autoridad para conseguir que se hicieran las cosas. A finales de octubre de 2020 se inauguró por fin, sin grandes ceremonias. La inauguración tuvo lugar en plena segunda ola de la pandemia, cuando muy poca gente volaba, y tampoco había nada que celebrar.

Otro caso es el del proyecto Stuttgart 21 para la construcción de una nueva estación y un centro de conexiones de las grandes líneas ferroviarias europeas que, como sugiere su nombre, estaba pensado para celebrar la entrada en el siglo XXI. Los planos se aprobaron en 1994, pero la construcción tardó quince años en iniciarse. El proyecto, muy ambicioso y sin precedentes, prevé la construcción de toda una estación subterránea bajo una ciudad en funcionamiento. Para ello será preciso erigir un edificio de siete pisos y quince mil toneladas de peso sobre unos cimientos de nueva construcción formados por cuarenta pilares de varios metros de altura, todo esto tan solo para poder excavar un túnel. También requiere abrir sesenta kilómetros de túneles a través de las montañas circundantes. La población local deseaba un proyecto más reducido y protestó ante los tribunales y en las calles contra la demolición de la fachada norte de la estación original. La polémica se dirimió finalmente mediante un referéndum. El proyecto no se terminará hasta 2024. Mientras tanto, toda la zona está hecha un caos estruendoso.

Estos son posiblemente los dos ejemplos más chocantes de proyectos fracasados y retrasados, pero Alemania también ha vivido algunos éxitos en materia de rehabilitación. La redefinición de Bonn como centro cultural, con su impresionante Milla de los Museos, fue una propuesta audaz de la ciudad, las autoridades municipales y el estado federado, si se considera que las obras ya se habían iniciado mucho antes de la reunificación y el traslado de la sede del Gobierno. En todo el Este se han renovado carreteras y vías férreas y también muchos centros urbanos. Quizás el ejemplo más espectacular es el caso de Hamburgo, donde se ha creado todo un barrio nuevo junto al puerto, que sigue operativo. HafenCity (Ciudad del Puerto) es la mayor operación urbanística en un centro urbano desarrollada en Europa; incluye una gran extensión de muelles hacia el sur y el mayor conjunto de bodegas del mundo, la Speicherstadt, con edificios construidos sobre una base de troncos. El edificio más emblemático es el impresionante nuevo auditorio, sede de la Filarmónica del Elba, la Elbphilharmonie, más conocida por su apodo, die Elphi. Se ven muchísimas grúas, pero los proyectos deben cumplir dos requisitos rigurosos: protección frente a las inundaciones y oferta de viviendas sociales. Que Hamburgo, la segunda ciudad de Alemania, sea un lugar tan acogedor se debe a la herencia que han ido dejando los urbanistas a lo largo de los años. Un incendio destruyó una tercera parte de la ciudad en 1842, y los bombardeos aliados la arrasaron durante la guerra.

Aun así, una infraestructura que en otro tiempo fue la envidia del mundo ya no es lo que era. Algunos problemas son imputables a una mala administración, otros a la resistencia del Gobierno central a invertir dinero allí. Muchos lo achacan al «cero negro», die schwarze Null, la siniestra expresión con que se designa una ley destinada a garantizar una buena gestión fiscal. Sus antecedentes se remontan a la década de 2000, cuando un alto nivel de desempleo y una hacienda pública debilitada tenían atenazada a Alemania. Inmediatamente después de la crisis financiera de 2008, el Gobierno adoptó una ley de equilibrio presupuestario que prohibía a los dieciséis estados federados incurrir en déficits fiscales y limitaba el déficit estructural del Gobierno federal a un 0,35 por ciento del producto interior bruto. Desde 2014, el Gobierno ha presentado cada año unas cuentas saneadas. En 2018, la hacienda pública registró un superávit de 54.000 millones de euros, solo en ese ejercicio.[189]

El «freno al endeudamiento», una camisa de fuerza fiscal que pocos países han implantado de manera tan metódica, fue una de las pocas políticas auténticamente conservadoras del periodo de gobierno de Merkel. Obligó a las regiones a aplicar una versión alemana de la austeridad. Lo que más llama la atención es que también la apoyara el socio de gobierno de la canciller en la gran coalición, el SPD. El mismo partido que simultáneamente intentaba disociarse por todos los medios de las reformas de las prestaciones sociales del plan Hartz. Con la progresiva desaceleración de la economía, crecieron las voces que reclamaban un cambio de rumbo. En un primer momento, Merkel se negó en redondo. La proverbial ama de casa suaba no gastaría por encima de sus medios. No se podía hacer recaer sobre la población joven cada vez más reducida «el peso de una deuda creciente»,[190] insistía. Sin embargo, con su poder en horas bajas, estaba presionada. El ministro de Finanzas del SPD, Olaf Scholz, dejó claro su propósito de liberar recursos para las ciudades de menor tamaño, que tenían dificultades para sufragar los servicios públicos y los gastos de infraestructura, permitiéndoles transferir sus deudas al Gobierno federal. El mantra a favor del ahorro y contra el gasto estaba a punto de ser desobedecido.

Resulta tentador llegar a la conclusión de que, con todos los problemas aquí expuestos, Alemania está abocada al fracaso. Los años de fuerte crecimiento continuado sin duda se han acabado. Cada vez que Alemania pierde fuelle, los demás países se regocijan. También ahora. El modelo económico alemán ya no funciona, insisten sus detractores. Y no, no es así. Pero necesita introducir algunos cambios. En 2019, Alemania retrocedió cuatro lugares hasta el séptimo puesto en la clasificación del informe sobre competitividad global del Foro Económico Mundial (Singapur desbancó a Estados Unidos del primer lugar; el país mejor situado de la Unión Europea fueron los Países Bajos, en el cuarto puesto; el Reino Unido ocupó el noveno). Dicho informe, que se viene elaborando desde hace cuarenta años, evalúa los resultados conseguidos en doce ámbitos, incluida la estabilidad económica, la sanidad, las infraestructuras, la innovación y el progreso tecnológico. Alemania, desde luego, necesita mejorar en el campo de los conocimientos tecnológicos. Ha sido demasiado lenta en la introducción de la informática cuántica y la inteligencia artificial. Tiene que poner orden en sus servicios financieros. Necesita incentivar la asunción de riesgos adecuada: innovadores digitales en vez de banqueros temerarios. Tendrá que abrirse paso al lado de China entre los mares tormentosos de la exportación, agitados por la guerra comercial de Trump contra Pekín. Tendrá que impulsar el consumo doméstico y el gasto en infraestructuras. Y sobre todo, tiene que insuflar a los jefes y directivos de las grandes empresas y a los sindicatos un estado de impaciencia por adaptarse a las futuras tendencias y tecnologías. Marcel Fratzscher, presidente del Instituto Alemán de Estudios Económicos (DIW), argumenta: «Lo que necesitamos para los próximos veinte años no es estabilidad. Lo que dio un buen resultado durante los ciento cincuenta años pasados no es necesariamente idóneo para el momento presente».

Desde luego, la estabilidad por sí sola no será suficiente. Pero como punto de partida no está mal. Su resiliencia intrínseca ayudará a Alemania a superar el periodo difícil que la espera. El gasto en investigación y desarrollo ha sido durante decenios superior al de otros países de características equivalentes. La productividad, aunque mermada, sigue siendo alta. Aunque se haya apoyado tal vez en exceso en la industria mecánica, sus procedimientos quizás sean excesivamente deliberativos y la aceptación de los cambios demasiado lenta, la potencia industrial de Alemania, sus reservas líquidas y su fuerza de trabajo altamente cualificada le permitirán recuperar el terreno perdido. Y podríamos aventurarnos a apostar que acabará superando a sus rivales incluso en ámbitos en los que actualmente está rezagada. La demografía tendrá un impacto ambivalente. Una población cada vez más envejecida requiere un crecimiento sostenido de la productividad de la fuerza de trabajo y un incremento del gasto. La próxima generación de asalariados tendrá un contexto favorable porque no habrá muchos entre quienes escoger. Económicamente, el país no tiene más alternativa que cubrir las carencias del mercado laboral con trabajadores venidos de fuera. Los riesgos políticos de esta opción son, sin embargo, evidentes.

En 2014 Stewart Wood, uno de los principales asesores del ex primer ministro británico Gordon Brown, expuso el siguiente análisis comparativo:

No podemos copiar la economía alemana ni transponer la cultura en la cual se inserta. Pero podemos aprender mucho de las instituciones y las políticas que han contribuido a poner en pie la economía más exitosa de la época moderna, con salarios altos y un elevado nivel de cualificación. Lo más inspirador de la economía alemana no son las políticas desarrolladas, sino el consenso en torno a los valores que están en su base. Alemania está comprometida con la economía liberal de mercado, pero bajo una modalidad en la que el capitalismo funciona de manera organizada y responsable. Esta «economía social de mercado» se basa en unas normas y unas prácticas ampliamente aceptadas: fomentar una perspectiva a largo plazo; promover la colaboración en el mercado laboral, más que el conflicto; fomentar la inversión de las empresas en la cualificación y la productividad de sus trabajadores; y procurar garantizar que la prosperidad esté al alcance de los alemanes de todas las regiones y no solo los de una.[191]

Muy de acuerdo. Alemania se propuso impulsar una combinación de crecimiento económico e inclusión social mucho antes de que esto estuviera en boga en el mundo anglosajón. Creó riqueza sin recurrir a la liberalización ilimitada de los mercados y a los excesos thatcheristas. Comprendió mucho antes que otros que los países no pueden obtener buenos resultados si no remedian los desequilibrios regionales. Alemania ha vivido su periodo más largo de crecimiento ininterrumpido del último medio siglo, con los niveles más altos de empleo registrados después de la reunificación e ingresos tributarios crecientes. Desde 2014 ha registrado superávits y ha saldado una parte importante de sus deudas, a la vez que seguía incrementando el gasto y garantizando un casi pleno empleo. Pese a todas las dificultades, el país sigue obteniendo mejores resultados que sus rivales. Capeó la crisis financiera con relativa comodidad (invirtiendo en vez de recortar su presupuesto). Ha absorbido un país entero. Ha abierto las puertas a más de un millón de personas entre las más desfavorecidas del mundo. El potencial probado de la industria mecánica en la que se apoya la economía alemana, de su mirada larga, de la importancia que concede a la formación profesional y al aprendizaje y otras modalidades de formación en el empleo es tal que el país ya ha demostrado ser capaz de adaptarse a las turbulencias y los cambios. Cualquier Schadenfreude, cualquier regodeo, podría durar muy poco.

[167] Citado en R. Zitelamann, «The Leadership Secrets of the Hidden Champions», Forbes, 15 de julio de 2019, forbes.com/sites/rainerzitelmann/2019/07/15/the-leadershipsecrets-of-the-hidden-champions/#54b7640e6952 (consultado el 6 de enero de 2020).

[168] Véase D. R. Henderson, «German Economic Miracle», en D. R. Henderson (ed.), The Concise Encyclopedia of Economics, Liberty Fund, 2007, econlib.org/library/Enc/GermanEconomicMiracle.html (consultado el 5 de noviembre de 2019).

[169] H. C. Wallich, Mainsprings of the German Revival, New Haven: Yale University Press, 1955, p. 71.

[170] «The sick man of the euro», Economist, 3 de junio de 1999, economist.com/special/1999/06/03/the-sick-man-of-the-euro (consultado el 6 de enero de 2020).

[171] C. Odendahl, «The Hartz myth: A closer look at Germany’s labor market reforms», Centre for European Reform, julio de 2017, p. 3, cer.eu/sites/default/files/pbrief_german_labour_19.7.17.pdf (consultado el 6 de enero de 2020).

[172] U. Deupmann y B. Kellner, «Manche Finanzinvestoren fallen wie Heuschreckenschwarme uber Unternehmen her», Bild am Sonntag, 17 de abril de 2005.

[173] V. Romei, «Germany: from “sick man” of Europe to engine of growth», Financial Times, 14 de agosto de 2017, ft.com/content/bd4c856e-6de7-11e7-b9c7-15af748b60d0 (consultado el 10 de enero de 2020).

[174] Véase E. von Thadden, «Sind wir nicht die Reichsten?», Zeit, 27 de marzo de 2013, zeit.de/2013/14/europa-reichtum-werner-abelshauser (consultado el 30 de abril de 2020).

[175] W. Martin, «Workers at BMW, Mercedes and Porsche can now work a 28-hour week», Business Insider, 7 de febrero de 2018, businessinsider.com/german-workers-can-now-work-a-28-hour-week-2018-2?r=US&IR=T (consultado el 11 de enero de 2020).

[176] G. Clark, Question Time, BBC One, 23 de noviembre de 2017.

[177] N. Adams, «UK’s Creative Industries contributes almost £13 million to the UK economy every hour», Department for Digital, Culture, Media and Sport, 6 de febrero de 2020, gov.uk/government/news/uks-creative-industries-contributes-almost-13-million-to-the-uk-economy-every-hour (consultado el 12 de febrero de 2020).

[178] El Microsoft Venture Accelerator ofrece formación y apoyo para impulsar las primeras fases de desarrollo de una startup. (N. de la T.).

[179] «Germany’s business barons are finding it harder to keep a low profile», Economist, 15 de junio de 2019.

[180] S. Bach, A. Thiemann y A. Zucco, «Looking for the missing rich: Tracing the top tail of the wealth distribution», German Institute for Economic Research, 23 de enero de 2018, diw.de/documents/publikationen/73/diw_01.c.575768.de/dp1717.pdf (consultado el 15 de enero de 2020). Véase también F. Diekmann, «45 Deutsche besitzen so viel wie die ärmere Hälfte der Bevölkerung», Spiegel, 23 de enero de 2018, spiegel.de/wirtschaft/soziales/vermoegen-45-superreiche-besitzen-so-viel-wiedie-halbe-deutsche-bevoelkerung-a-1189111.html (consultado el 15 de enero de 2020).

[181] Véase R. Wearn, «“Drowning” in debt as personal borrowing tops £180bn», BBC News, 20 de enero de 2016, bbc.co.uk/news/business-35361281 (consultado el 15 de enero de 2020).

[182] «Merkel kritisiert Aufnahmestopp für Ausländer – Dobrindt widerspricht», Zeit, 27 de febrero de 2018, zeit.de/politik/deutschland/2018-02/tafel-essen-angela-merkel-aufnahmestopp-auslaender (consultado el 17 de enero de 2020).

[183] Véase «“Wir lassen uns nicht von der Kanzlerin rügen”», Süddeutsche Zeitung, 1 de marzo de 2018, sueddeutsche.de/politik/debatte-um-essener-tafel-wir-lassen-uns-nicht-von-der-kanzlerin-ruegen-1.3888853 (consultado el 17 de enero de 2020).

[184] Véase N. Sagener, «Minimum wage unlikely to remedy rising poverty in Germany», Euractiv, 20 de febrero de 2015, trad. de E. Kïrner, euractiv.com/section/social-europe-jobs/news/minimum-wage-unlikely-to-remedy-rising-poverty-in-germany (consultado el 17 de enero de 2020).

[185] Véase N. Sagener, «Child poverty in Germany increasingly the norm», Euractiv, 13 de septiembre de 2016, trad. de S. Morgan, euractiv.com/section/social-europe-jobs/news/child-poverty-in-germany-increasingly-becomes-the-norm/ (consultado el 17 de enero de 2020).

[186] «Pressemeldung: Paritätischer Armutsbericht 2019 zeigt ein viergeteiltes Deutschland», Der Paritätische Gesamtverband, 12 de diciembre de 2019, der-paritaetische.de/presse/paritaetischer-armutsbericht-2019-zeigtein-viergeteiltes-deutschland (consultado el 17 de enero de 2020).

[187] H. Morgenthau, «Suggested Post-Surrender Program for Germany», 1944, Franklin D. Roosevelt Presidential Library and Museum, Hyde Park, Nueva York. Se puede consultar una copia escaneada del memorando en docs.fdrlibrary.marist.edu/PSF/BOX31/t297a01.html (consultado el 17 de enero de 2020).

[188] Véase «Ackermann räumt Mitschuld der Bankmanager ein», Spiegel, 30 de diciembre de 2008, spiegel.de/wirtschaft/finanzkrise-ackermann-raeumt-mitschuld-der-bankmanager-ein-a-598788.html (consultado el 17 de enero de 2020).

[189] M. Hüther y J. Südekum, «The German debt brake needs a reform», VoxEU, 6 de mayo de 2019, cepr.org/voxeu/blogs-and-reviews/german-debt-brake-needs-reform (consultado el 17 de enero de 2020).

[190] «Sommerpressekonferenz von Bundeskanzlerin Merkel», Berlín, 19 de julio de 2019, www.bundesregierung.de/breg-de/aktuelles/sommerpressekonferenz-von-bundeskanzlerin-merkel-1649802 (consultado el 17 de enero de 2020).

[191] S. Wood, «Whisper it softly: it’s OK to like Germany», Guardian, 13 de julio de 2014, theguardian.com/commentisfree/2014/jul/13/germany-world-cup-final-football (consultado el 17 de enero de 2020).