PRÓLOGO

 

 

Proceso de escritura, 1798-1817

 

La abadía de Northanger fue la primera novela que Jane Austen dio por terminada y lista para su publicación, a pesar de que había emprendido antes Sentido y sensibilidad y Orgullo y prejuicio. Según el memorándum de Cassandra Austen, Susan (como se tituló en un primer momento) «se escribió entre [17]98 y 99». La escritora tenía en aquella época veintitrés o veinticuatro años, y todavía vivía en la casa de su infancia, la rectoría del pequeño pueblo de Steventon, en Hampshire.1

La mayor parte de la novela se sitúa en la ciudad balneario de Bath, que Jane Austen visitó en noviembre de 1797, durante una temporada que pasó con unos tíos adinerados, los Leigh-Perrot, y en mayo de 1799, cuando se alojó en Queen Square con el más rico de sus hermanos, Edward (Austen) Knight. Más tarde, en 1801, se mudó a vivir allí con sus padres, en el número 4 de Sidney Place, después de que su padre cediera la rectoría a su coadjutor, su hijo mayor, James. Su visión del Bath de los turistas y visitantes enriquece ostensiblemente los dos primeros tercios de la novela, ambientados en los salones, las calles próximas y los lugares a los que se podía llegar con facilidad a pie o en coche.

En la «Nota previa», escrita en 1816 para preceder a lo que se convertiría en La abadía de Northanger, Jane Austen afirma que «terminó de escribirse en el año 1803, y estaba planeado publicarla de inmediato», lo que indica que se hicieron al menos algunos cambios en el manuscrito en el último momento. En la primavera de 1803, la firma editorial londinense Benjamin Crosby and Co. pagó diez libras por la novela al hermano de Austen, Henry, y anunció su publicación. Sin embargo, sin que la editorial diera ninguna explicación, no llegó a las librerías. Seis años después, Austen, bajo el seudónimo de Mrs. Ashton Dennis, escribió una dura carta a Crosby pidiéndole una explicación y ofreciéndole otra copia de la novela en caso de que la primera se hubiese perdido; amenazaba con contactar a otro editor si no cooperaba. El hijo de Crosby, Richard, le respondió que en tal caso la empresa tomaría medidas legales contra el editor rival. Lo mejor que podía ofrecerle era el retorno del manuscrito «por lo mismo que pagamos por él».2

Para entonces, Jane Austen había pasado por dos años de incertidumbre económica, yendo de un lado a otro, tras la muerte de su padre en 1805. En 1809 se instaló en su último hogar, con su madre y su hermana: una pequeña y agradable casa de campo que pertenecía a su hermano Edward Knight, en el pueblo de Chawton, en Hampshire, cerca de la aldea de Alton, en un cruce de carreteras principales que unían Londres con Winchester y Portsmouth. A pesar de la decepción de su primera experiencia editorial, Austen estaba por fin en condiciones de considerar seriamente dedicarse a escribir: de ahí, suponemos, el intento de publicar o recuperar Susan. Pero, en ese momento, no pagó para recuperar el manuscrito; en su lugar escribió Sentido y sensibilidad (1811) y más tarde Orgullo y prejuicio (1813). No fue hasta después de publicar Emma, en diciembre de 1815, cuando, otra vez por mediación de Henry, compró Susan, y más adelante, en 1816, dio algunos pasos que indican su intención de publicarla. Lo único que sabemos con seguridad es que incorporó un cambio en el nombre de su heroína, y en consecuencia también en el título, ahora Catherine, y que escribió esa escueta «Nota previa».

En el otoño de 1816 Austen cayó gravemente enferma debido a la afección renal que causaría su muerte el 18 de julio de 1817. El 13 de marzo de 1817 le escribía a su sobrina Fanny Knight: «Por el momento, he dejado a Miss Catherine en un cajón, no sé si saldrá de ahí algún día». Rebautizada como La abadía de Northanger, y precedida de una relevante e influyente «Nota biográfica de la autora», escrita por su hermano Henry, la novela apareció póstumamente a finales de diciembre de 1817 (1818 en la página de títulos). Eran los dos primeros volúmenes de un conjunto de cuatro que incluirían Persuasión. Ni una ni otra novela pasaron por una última revisión de la autora; quien tampoco, como es lógico, vio las galeradas.

Austen conservó siempre su propia copia de Susan, como demuestra la carta de 1809, en la que ofrece a Crosby una segunda copia. Pudo haber trabajado en ella en cualquier momento a partir de 1803, pero difícilmente tendría ganas de hacerlo mientras la editorial conservara los derechos de publicación. Comprar el manuscrito era un requerimiento legal, pero también un gasto innecesario en aquellos años de auténtica pobreza tras la muerte de su padre, y desde luego hasta que el éxito de sus otras novelas la llevara a confiar en otro editor para su primer proyecto. Si bien éstos son motivos bastante válidos para explicar por qué es posible que no la revisara antes de 1816, ¿encontró alguna vez el momento y la disposición más adelante?

Casi en solitario, entre los críticos reputados de Austen, Brian Southam sostiene la teoría de que sí realizó cambios sustanciales, probablemente en 1816, tras terminar Persuasión en julio. Señala al respecto el elaborado retrato satírico del general Tilney, al que presenta como un consumista, algo que, considera Southam, refleja preocupaciones muy extendidas en el período de posguerra de 1816. De entre el resto de obras de Jane Austen, lo más próximo a nivel temático se encuentra, en opinión de Southam, en la novela inconclusa Sanditon, en la que la autora trabajó de enero a marzo de 1817.3 Sin embargo, sabemos que Austen estaba ya gravemente enferma aquel otoño. Además, también hay argumentos que demuestran la vigencia del consumismo como tema de interés, tanto en la ficción como en la crítica social, ya antes de 1800, y también en 1809. Fue sin duda el hecho de que la novela siguiera tocando un tema candente lo que la llevó a sentir un renovado interés por ella en diversos puntos de su carrera; sólo para descubrir, de manera igualmente inevitable, que otras partes habían quedado anticuadas. Sin llegar a afirmar que la novela que ahora presenta sea idéntica a la que entregó con el título de Susan en 1803, en su «Nota previa» de 1816 confiesa que no la ha actualizado en la manera en que, al parecer, ella, al igual que muchos de sus lectores, habría considerado deseable para que la representación de la sociedad resultara plenamente actual. (A fin de cuentas, acababa de esbozar en Persuasión un retrato muy distinto de un Bath muy de moda; un retrato en el que los ricos y los nobles se entretienen unos a otros en privado.) Si fue incapaz de hacer esos cambios, prácticos y comerciales, ¿hay algún motivo para suponer que hiciera mejoras de naturaleza literaria, y por ende más sutiles?

La mayoría de críticos y editores de Austen defienden, de hecho, una postura contraria a la de Southam: creen que se hicieron relativamente pocos cambios en La abadía de Northanger pasado 1803. La mayoría afirma que hay muy pocas referencias a sucesos públicos, aunque se trata, sin duda, de una opinión que habría que revisar. Otro argumento parece sostenerse mejor: las referencias que pueden datarse pertenecen al período anterior a 1803. James King, maestro de ceremonias de los salones de baile y de concierto en la vida real, que en el capítulo 3 presenta a Henry Tilney y a Catherine, se trasladó en 1805. Los disturbios en los que piensa Eleanor Tilney cuando, en el paseo a Beechen Cliff, Catherine explica que le han llegado noticias terribles de Londres, parecen ser una referencia a los peores altercados que tuvieron lugar en la metrópolis de los que había memoria: los disturbios de Gordon de 1780. Sir Benjamin Thompson, conde de von Rumford (1753-1814), se hizo un nombre en 1796 como inventor de una modernísima chimenea, que el general Tilney ha instalado recientemente en su salón. El extenso artículo de Rumford sobre cómo hacer una chimenea económica, que desprenda calor pero no humo, aparece en el primer volumen de sus Essays Political, Economic and Philosophical (Londres, Cadell, 1796), pero las modificaciones, de mayor envergadura, realizadas en la cocina del general Tilney se basan en el ensayo «The Management of Fire and the Economy of Fuel» (3.ª ed., 1797, vol. II, pp. 1-196).

La campaña de promoción de la mejora de Rumford es igual de pública y más fechable por su singularidad que ningún disturbio. Y además es más propia de La abadía de Northanger, donde los sucesos del exterior acostumbran a ser acontecimientos mediáticos: Austen hace referencia de forma intencionada a hechos que da por sentado que comparte con los lectores porque han aparecido por extenso en los periódicos y revistas recientes. La abadía de Northanger contiene también muchas más alusiones literarias, y más librescas, que ninguna otra novela de Austen, y las fechas de las obras citadas constituyen un poderoso argumento para la tesis de que es en esencia una obra de finales de siglo. Salvo un par de referencias a obras de Edgeworth de 1800 y 1801, cada una de las alusiones a otros textos remite a publicaciones anteriores a 1800. La novelas góticas que enumera Isabella en Bath (6), y que según dice están haciendo furor, pertenecen todas al período de 1794-1799. Las que se mencionan más a fondo en la novela (esto es, las que Austen habría leído) incluyen una serie de obras de la década de 1780, algunas incluso anteriores; y las tres novelas góticas citadas, todas de Ann Radcliffe, se publicaron entre 1790 y 1794. Otros temas culturales de primer orden —como el pintoresquismo, la jardinería, la gestión de fincas y la modernización de edificios antiguos— son igualmente característicos de finales de siglo, y tal vez incluso específicos de esa década, si examinamos con más detenimiento algunos de los detalles.

 

 

La abadía de Northanger y los libros

 

1. El mundo del romance

 

Si los críticos han estado construyendo complejas teorías a partir de revisiones e inserciones, y dándole vueltas a la posible fusión de dos parodias (de las novelas de Bath y de las novelas góticas), es porque sospechan que el libro no se sostiene sin más. Mientras que la mayoría de admiradores de Austen del siglo XIX recibieron con entusiasmo La abadía de Northanger, sus sucesores se lamentan a menudo de que la novela va dando bandazos de la comedia social de las escenas de Bath a la parodia gótica de la secuencia más breve en la abadía de Northanger. O se quejan de que dicha parodia está fuera de lugar en una obra que trata por lo demás de ser naturalista. A ratos afectadamente literaria, o tal es el consenso, La abadía de Northanger está más cerca de las obras de juventud que Austen escribió durante su precoz adolescencia a principios de la década de 1790, que de las consistentes obras maestras naturalistas que generó en su madurez, Mansfield Park, Emma y Persuasión.

Como sucede con Fanny Price en Mansfield Park, La abadía de Northanger nos presenta a Catherine Morland como una niña. La coherencia de los pensamientos de Fanny, a medida que se adentra en el mundo adulto, es una de las extraordinarias hazañas técnicas de la escritura posterior, más madura, de Jane Austen. A Catherine, crecer le lleva casi toda la novela, un hecho que queda patente en su inconexa e irreflexiva vida interior. De nuevo, las comparaciones con Emma y con Anne Elliot de Persuasión (heroínas decididamente adultas cuando se nos presentan) pueden hacer que La abadía de Northanger parezca inmadura, como su heroína. Sin embargo, la crítica de las seis novelas de Austen se ha centrado demasiado en las heroínas, como si cada una de ellas funcionara a modo de depositaria de la conciencia del lector y fuese una guía fiable por el mundo de la novela. En La abadía de Northanger, en muchos aspectos la obra más individual de las seis, es donde esta idea se sostiene con mayor dificultad.

Cualquier tendencia crítica que denueste el élan y la elegancia mozartiana de Orgullo y prejuicio debería hacernos sospechar. La abadía de Northanger, alegre, juvenil y afable, está más cerca de Orgullo y prejuicio que las otras obras por su sostén en los diálogos; pero es más peculiar, más experimental y mucho más desafiante hacia su medio, la novela. Ya es hora, de hecho, de abordar La abadía de Northanger por lo que es: una obra ambiciosa e innovadora, intelectualmente inquisitiva sobre la ficción en sí.

La formación de Austen como escritora se basó, en primer lugar, en una formación como lectora, dado que creció junto a sus seis hermanos en el campo con unos padres a los que les encantaba actuar y leer en voz alta. Leer novelas no era para los Austen una actividad privada, sino algo social y comunal; una ocasión para la participación, la crítica y los debates interpretativos de los lectores. La abadía de Northanger, tan cuidadosamente cimentada en la infancia de la heroína en una rectoría, se ocupa también de un modo paradigmático de la lectura de novelas, y de otras lecturas, como los ensayos serios, las guías y hasta los periódicos (en Bath había tres, todos ellos semanales). Del mismo modo que los personajes de Austen tienen prehistorias lectoras distintas, lo mismo ocurre con sus lectores, pero prevé que partimos con un considerable fondo común de conocimientos cuando nos embarcamos en ésta, su novela más social y referencial.

¿Qué experimento se está llevando a cabo aquí? Austen nos invita a ser sus compañeros de juego: para ello tenemos que ser lectores de novelas, si no, no hallaremos las pistas; y hay que ser un lector habitual para sacar una buena puntuación. A pesar de todo el humor que contiene, La abadía de Northanger puede resultar desconcertante, ya que desde el primer párrafo se dispone a caracterizar a la lectora romántica y naíf como a una principiante; la engatusa y la abochorna para que se vuelva más ambiciosa. En este proceso educativo, es Catherine, la heroína, quien nos muestra el camino. Poniendo en primer plano este inusual contrato con nosotros, Austen empieza la novela con un repaso rápido a la lista de convenciones narrativas a las que nos supone acostumbrados: la belleza excepcional de las heroínas, las dificultades que suelen salir a su paso y los defectos de las habituales figuras guardianas: los padres, las carabinas y los hombres casaderos. Mientras avanzamos en La abadía de Northanger debemos tener en mente los numerosos libros y relatos que hemos leído antes.

El resultado final es una anatomía de cierto tipo de narrativa de la época, centrada en la heroína y destinada a un público femenino, en alguna de sus variantes. La abadía de Northanger es, de un modo único entre las novelas de Austen, consciente de ser lo que es: un modo popular de representar el mundo. Esta conciencia de sí misma hace de ella un verdadero retrato de los sofisticados 1790, la década en que se acuñaron los términos «ideología» e «ideólogo», y en la que otros como «discurso» y «cultura» adquirieron sus significados modernos. Y también anticipa nuestra propia fascinación fin de siècle por rehacer sin fin lo que ha sido hecho antes.

La denominada revolución romántica estaba centrada en este género: tomó su nombre del resurgimiento de un género antiguo, empleado para desafiar o desbancar a otros más recientes. El romance, la balada y el soneto, todas ellas formas arcaicas, reaparecieron en el último cuarto del siglo XVIII a costa de las formas que el gusto neoclásico había privilegiado: la épica, la tragedia, la sátira y la historia. Dentro de la novela, un impulso hacia la proliferación escandalosa de tramas, o hacia la fragmentación de las mismas, fue más notorio a lo largo de todo el siglo que cualquier intento de ajustarse a las unidades clásicas. Esa complacencia en la multitud de ramas argumentales, o en frustrarlas lúdicamente competía con una tendencia opuesta, la de contar una historia sencilla y contundente partiendo del acervo común de relatos folclóricos o míticos. A finales de siglo, un subgénero que pretendía revivir las viejas historias y creencias se instauró con el nombre de novela gótica; y un formato sofisticado basado en la conversación, o el diálogo filosófico socrático, gozó de prestigio intelectual, pero, por razones obvias, nunca alcanzó la misma popularidad.4 Ambas tradiciones se utilizan en La abadía de Northanger, ese analizador compulsivo de novelas.

El lector inteligente de ficción del año 1800 conocía seguramente la clásica defensa de la novela que Johnson había hecho en el siglo XVIII, en un famoso análisis publicado en The Rambler (núm. 4). Austen debió de entusiasmarse con su elocuente elogio del estilo de Richardson y sus seguidores (pero no de Fielding) por su observación certera del personaje, la mezcla naturalista de virtudes y debilidades, y la intención moral y educativa. «El propósito de estos escritos no es sólo ilustrar a la humanidad, sino [...] mostrar los medios de evitar las trampas que tiende la Traición a la Inocencia.» Pero en un contundente párrafo, Johnson (propenso a este tipo de escritura) se burla de los lectores de novela ignorantes; por su parte, es típico de Austen, e igual de malicioso, seleccionar un párrafo potencialmente incómodo para ella misma y para el círculo de personas con ideas afines al que se dirige. Éste tuvo que ser sin duda el punto de partida de la trama de Austen y del personaje de una heroína que es también ella una ávida lectora. Dice Johnson:

 

Estos libros se escriben principalmente para los jóvenes, los ignorantes y los vagos, a quienes sirven de lecciones de conducta y de introducciones a la vida. Son el entretenimiento de mentes desprovistas de ideas, y por tanto fácilmente susceptibles a impresionarse; sin principios que las sujeten, y por tanto fácilmente llevadas por corrientes caprichosas; sin fundamento en la experiencia, y por consiguiente abiertas a cualquier indicación falsa y relato parcial.5

 

En efecto, Catherine hace gala en un momento u otro de cada uno de estos defectos. Para un lector sofisticado de novelas y libros sobre novelas, la protagonista interpreta a la lectora simplona arquetípica, una caricatura hostil de tal lectora. Del mismo modo, actúa como esas chicas tontainas a las que reprende otro ensayo de The Rambler (núm. 97), al parecer una colaboración de Richardson. Catherine hace justamente lo que no debería al enamorarse de un hombre sin esperar a que él dé el primer paso, y al descuidar los asuntos domésticos «por las galas, veladas, bailes, reuniones y ese tipo de mercados para mujeres».6 Pero si bien puede parecer por momentos tan tonta que nos distanciamos de ella, tales situaciones rara vez duran mucho. Es posible que hasta Johnson hubiera pensado que su honesta e inquebrantable atracción hacia Henry, así como su complacencia igualmente honesta en (la mayoría de) bailes y reuniones, hacía de este personaje afable y espontáneo una de esas personas admirables que se recomendaban de hecho en el número 4 de The Rambler como los mejores ejemplos, y los más morales, que podían presentarse a los lectores impresionables.

Quince años después de la muerte de Johnson, sus implacables advertencias sobre el peligro potencial del romance se veían tenazmente cuestionadas por los defensores del mismo, que para 1799 estaba ya en el punto álgido de su resurgimiento arrollador. Tras la History of English Literature to 1603 (1774-1781), de Thomas Warton, y el diálogo filosófico de Clara Reeve, The Progress of Romance (1785), la reputación de la novela aumentó significativamente al proclamarse heredera del romance medieval y clásico, y por tanto de una tradición que se remontaba hasta los griegos. El argumento de Reeve se queda en nada de un modo decepcionante, pero defiende la sugerente tesis feminista de que las mujeres poseen sus propios géneros literarios antiguos, lo que implica su presencia desde el principio, como creadoras y como público, en las tradiciones culturales basadas en formas preliterarias primitivas.

Joanna Baillie, en el «Discurso introductorio» de sesenta páginas a su Plays on the Passions (1798); y William Godwin, en un largo ensayo inédito, Of History and Romance (c. 1797), siguen la línea de Reeve y sacan partido de la asociación tanto del romance como de la novela con las mujeres escritoras y lectoras, en lugar de excusarla. Sostienen que la épica y la historia formal son, por el contrario, los géneros desbancados de las culturas arcaicas y militaristas. El lector moderno es por lo general una persona hogareña y por consiguiente, se insinúa, una mujer. Ésta prefiere las novelas históricas, centradas en personas, a la narración de sucesos externos (Godwin), y el drama doméstico, basado en las pasiones generadas por las relaciones personales, a la alta tragedia o la épica (Baillie).7 Por usar el término genérico escogido por Reeve, Godwin y Baillie, la edad moderna está presenciando una vuelta del romance, pero bajo una forma sofisticada, y no regresiva, cuyo mérito pueden atribuirse los escritores de ambos sexos.

Con todo, tampoco es que Catherine, inmune a la mayoría de libros, sepa nada de ese debate de actualidad. Mientras pasea con los Tilney por Beechen Cliff (14), suelta encantadoras quejas adolescentes contra lo tedioso de la historia. Y sin embargo, sin saberlo, se convierte en una participante del diálogo filosófico todavía vigente que, instigado por Reeve, se desarrolló a finales de la década de 1790 en revistas, artículos y obras de prestigio.

La conversación en Beechen Cliff tiene una interpretación muy distinta, por tanto, en función de quién esté leyendo. Austen nos reta a entrar en el juego de alusiones del texto; todo el que no lo haga, que lea la escena desde el nivel de la principiante Catherine, se perderá una capa de comedia irónica y una referencia cruzada clave en las reivindicaciones actuales sobre el lugar de la mujer en la cultura como lectora y creadora de géneros propios. Si ese es el caso por defecto, resulta natural asumir, como hace la mayor parte de los críticos, que Henry se impone a Catherine en la conversación de Beechen Cliff, simplemente porque defiende la historia «adulta». Al contrario, el primer asalto lo gana Eleanor, la instruida aliada de Catherine, por defender el uso de la ficción (esto es, de hilos de pensamientos y parlamentos inventados) por parte de algunos historiadores antiguos: un argumento de debate más hábil y más culto que la defensa de la novela que hace Austen con burlona solemnidad en el capítulo 5, y que ataca a Henry en un punto débil, pues éste ha cedido ya terreno a la ficción histórica en su forma más extravagante al confesar cuánto disfruta con las novelas históricas de Ann Radcliffe.

Pero aunque el romance «femenino» marca primero, Henry contraataca con éxito desde el bando masculino cuando la sensata y leída Eleanor cree que Catherine anuncia noticias terribles llegadas de Londres. En realidad, Catherine se está refiriendo a las últimas y horrorosas publicaciones de Minerva Press.8 El embrollo que crean las mujeres da a Henry, como polemista, el pie que necesita para ridiculizar a Eleanor, dejando fuera a Catherine e, igualmente destacable, dejando intactas la reivindicaciones del romance. Los géneros son sistemas, cada cual con sus propias reglas; la lectora debe asumir la responsabilidad de saber en qué género se encuentra. El error nos prepara para la confusión potencialmente dañina que comete Catherine con las mismas categorías cuando, después de llegar a Northanger, toma al general Tilney por el villano de una novela, pero eso también hace que la confusión resulte humana y perdonable.

En La abadía de Northanger, vivir en el mundo implica leer a la gente, su comportamiento, sus trajes y conversaciones tanto como leer libros. La lectura incorpora más y más géneros; hay tanto que aprender que todo el mundo avanza mediante ensayo y al menos algún error. Las mujeres no son más estúpidas que los hombres, parece mostrar el debate de Beechen Cliff, pero a cualquier joven le queda mucho camino por delante, y necesita avanzar hacia el conocimiento allí donde esté, en todas sus formas. En cuanto a asuntos de economía y justicia social —a los que llega Henry haciendo y deshaciendo paisajes—, Catherine demuestra estar poco preparada: «Temeroso de cansarla con un exceso de saber, Henry trató de cambiar de tema, y así pasó a hablar de árboles en general, de bosques, de terrenos improductivos, de los patrimonios reales, de los gobiernos, y, finalmente, de política, hasta llegar al punto suspensivo de un completo silencio».9 Henry, que se ha designado a sí mismo como el que abrirá todas las puertas a Catherine, cierra ésta suavemente de momento.

La conversación en Beechen Cliff establece el trío central de personajes de la novela: dos mujeres y un hombre (un eco, tal vez, del Progress of Romance de Reeve, un diálogo entre un trío de estas características). Desplazando así las conversaciones anteriores de Catherine a solas con Henry, el formato de trío, conversando con ambos Tilney, se impone en general en la segunda mitad. En Beechen Cliff emerge entre los tres personajes una armonía subyacente, sólo igualada por la agradable excursión a Woodston hacia el final de la novela. Mientras tanto, en algún punto del camino a Clifton, en un coche para dos, James Morland e Isabella Thorpe se han prometido: un «falso clímax» de la narración que proporcionará temas de conversación al trío central. Como es característico de Austen, las salidas sirven para poner el foco en las relaciones. Pero la excursión de la pareja a Clifton, descubrimos de segunda mano por medio de la menor de las Thorpe, acaba siendo una salida mal planeada e incómoda, un adelanto de cómo resultará la unión entre James e Isabella.

En Beechen Cliff, en una conversación en apariencia natural, los personajes principales intercambian principios importantes, prioridades que revelan su sistema de valores y su filosofía de vida. En gran parte gracias a los Tilney (y no menos a su primera mentora, Isabella), Catherine descubre, no uno, sino muchos mundos que se abren ante ella a través de los libros. Henry desarrolla y da por concluido el tema principal de su cortejo hasta el momento, esto es explorar el mundo a través del juego. La comprensión se alcanza al ver cuántos juegos distintos hay. Los géneros son para los adultos lo que los juegos para los niños (y también para los adultos): sistemas especiales que reducen la realidad a un orden provisional y permiten sacar conclusiones. Henry le muestra a Catherine, que llegados a este punto ya sólo lo oye a medias, que la mente ordena el mundo por medio de los géneros, vive en ellos y juega entre ellos.

 

 

2. Otras tres mujeres novelistas

 

La abadía de Northanger presenta la lectura como un pasatiempo trivial, una forma de vinculación social, una búsqueda de placer y satisfacción y una preparación para leer el mundo. La omnipresencia del tema de la lectura, del primer párrafo al último, pone en duda la habitual afirmación de que la obra no tiene unidad; sin embargo, tampoco la despeja por completo, dado que Austen hace referencias cruzadas a tipos muy distintos de novela. Hablando en rigor, las escenas de Bath están construidas ampliamente sobre motivos argumentales tomados de la novela richardsoniana centrada en la heroína, y se apoyan en otras conocidas novelas de un modo tan literario e inconfundible como las escenas de Northanger. Desde los dos primeros capítulos, y a lo largo de toda la visita a Bath, es evidente que el modelo que Austen quiere que el lector tenga presente es el de la importante sucesora de Richardson, Frances Burney: en cierta medida su Evelina (1778), que está ambientada parcialmente en Bath, o Cecilia (1782), en la que el héroe pertenece a una esnob familia aristocrática, pero de manera mucho más dominante Camilla (1796), una novela a la que Austen se suscribió antes de que se publicara.

Las circunstancias familiares de Catherine, en cuanto hija mayor de un clérigo afectuoso pero apurado y su eficiente y eficaz esposa, son idénticas a las de Camilla. Y si a Camilla la dejan al cuidado de su respetable tío, sir Hugh Tyrold, por otra parte estúpido, desatento y causante inadvertido de muchas de sus dificultades; a Catherine la envían con la tonta Mrs. Allen, que permite que caiga en las garras de los Thorpe. Estaba previsto que Camilla se convirtiese en la heredera de sir Hugh, y a lo largo de la novela esta posibilidad surge de nuevo y le crea problemas; de manera similar, los rumores sobre las expectativas en torno a los Allen marcan la trama de La abadía de Northanger.

Los recordatorios de estos precedentes literarios aparecen con frecuencia. Austen se detiene en el capítulo 2 para ofrecer una descripción completa de Mrs. Allen, «con el objeto de que [los lectores] aprecien hasta qué punto influyó en el transcurso de esta historia y si entrañará el carácter de dicha señora capacidad para labrar la desgracia de Catherine». John Thorpe no es un vulgar charlatán, a la manera de Mr. Dubster en Camilla, ni una parodia richardsoniana del villano que secuestra a la heroína en un carruaje: él mismo saca a colación el tema de Camilla (7) cuando se jacta de no querer leer la novela. Cualquier lector que sí lo haya hecho detectará no sólo las carencias de John Thorpe como crítico de la novela de Burney, sino también su costumbre de actuar como si viviera en ella. A su vez, la propia Catherine es en algunos aspectos Camilla: joven, inexperta, impetuosa, encantadora y en esencia virtuosa.10 Henry Tilney, como el amante que a su vez es mentor, tiene el papel, si bien no la sosa personalidad, del Edgar Mandelbert de Burney. Isabella, hermosa, ignorante y rapaz, es más lista que la prima mimada de Camilla, la bonita Indiana, pero similar a ésta en su papel de contrapunto antipático de la amigable heroína. Los numerosos paralelismos, que se extienden a los incidentes cotidianos —por lo general excursiones fallidas—, minan sin cesar las atribuciones de naturalidad de Austen. Una vez más, el lector habitual advierte una Abadía de Northanger diferente de la del lector que no sabe leer entre líneas la capa de texto que reproduce a Camilla.

Sería exagerado afirmar que Austen exige que hayamos leído cada uno de esos libros, ni siquiera Camilla, su favorito, o la actual ocupación de su heroína, Los misterios de Udolfo. En la mayoría de casos, basta con reparar en la diversidad de funciones que tienen en el texto las novelas tan sólo con su vaga presencia. Las charlas sobre libros fomentan la sociabilidad, incluso la amistad, basada tan a menudo en actividades e intereses compartidos: dos estilos muy distintos de amistad se revelan en Beechen Cliff y por parte de Isabella cuando le da a Catherine el listado de libros de la biblioteca de Miss Andrews en el capítulo 6. De idéntica manera, hay aspectos nuevos de La abadía de Northanger que se revelan sólo si los lectores tienen una idea del mundo de las novelas del siglo XVIII; aspectos de sus personajes principales, por ejemplo, o del esquema de las tramas. Las novelas que se enumeran en el capítulo 5 (Cecilia, 1782, y Camilla, 1796, de Burney, y Belinda, 1801, de Edgeworth) son todas ellas historias que presentan la peligrosa entrada en el mundo adulto de una heroína inexperta y vulnerable. Y también lo es, para el caso, la novela de Richardon Sir Charles Grandison (1753), que Isabella desdeña en el capítulo 6. El mismo argumento, con los peligros clásicos aquí amplificados y pasados por un tamiz psicológico, encontramos en las novelas históricas de Radcliffe El romance siciliano (1790), El romance del bosque (1791) y Los misterios de Udolfo (1794); Henry hilvana con habilidad episodios clave de estas tres obras en la parodia gótica con la que entretiene a Catherine de camino a Northanger. En otras palabras, las principales convenciones de la escritura gótica no pueden separarse limpiamente de las convenciones de la tradición de apariencia más natural de Richardson-Burney. Al combinar los subgéneros de la novela contemporánea para construir su trama continua, Austen llama nuestra atención sobre una similitud familiar y un fondo común de motivos que se encuentran muy dispersos en el tiempo. En último término, de hecho, La abadía de Northanger depende para su propio interés, suspense y colorido del hecho de ser un romance. Catherine comparte aventuras con Juan y las habichuelas mágicas, Simbad el Marino, la errante Constanza y la novia ingénue encerrada en el castillo de Barbazul.11

A pesar de que Austen adopta su pose más digna para elogiar las tres novelas escogidas en el capítulo 5 —ni siquiera Radcliffe es admitida en esta compañía de élite—, también ella tiene fuentes no canónicas y bastante modestas. Los elegantes e innovadores cuentos infantiles de Edgeworth recogidos en la colección titulada The Parent’s Assistant (1796, segunda edición ampliada en 1800) están en deuda con las fábulas francesas y los cuentos árabes, a la vez que ofrecen a los jóvenes lectores ingleses un curso acelerado de capitalismo de la pequeña empresa. Son estos cuentos, y no Belinda, más elaborada, los que más se acercan en estilo, ambientación y manejo de personajes a la Austen de La abadía de Northanger.

De igual manera, puede que sea de estos cuentos, y no de Hannah More y de la tradición de manuales de conducta de la primera década del siglo XIX, de donde Austen extrae su sorprendente obsesión con el mundo de los objetos.12 Los volúmenes clásicos de narrativa infantil de Edgeworth se incluyen con razón entre los logros literarios de la década de 1790 por su inteligente adaptación a la realidad social de la era comercial y empresarial. Aquí las pequeñas cosas comerciables adquieren un alto grado de visibilidad, y su valor se analiza cuidadosamente. Las conchas y guijarros se venden como decoración para la pared o una gruta en el jardín, y ayudan así a salvar la economía familiar en una historia titulada «Lazy Lawrence». Por lo que respecta al resto, el valor de estos objetos deseables y coleccionables es negativo: en «The Bracelets», los regalos se consideran una forma barata de comprar popularidad; en «The Purple Jar», Rosamond le compra a un boticario un frasco de agua coloreada sin utilidad alguna cuando lo que le hacía falta era un par de zapatos. El niño edgeworthiano de ciudad es un consumidor de artículos de lujo; el niño de pueblo acostumbra a pertenecer a una familia que cultiva frutas o flores caras que vende a los residentes de Bristol en excursiones en carro el fin de semana. Chispeante, actual, entendida en economía, la narrativa infantil de Edgeworth analiza los móviles del boom consumista de finales de siglo y al mismo tiempo lo incorpora a la humilde vida cotidiana.

En La abadía de Northanger, Austen presenta los objetos con una versión revisada del nuevo vocabulario evaluador de Edgeworth. Este autor, en general, celebra el espíritu emprendedor por considerarlo más igualitario y beneficioso para el conjunto que un orden jerárquico. Austen coincide en esta postura pero con matices, por ejemplo, insistiendo en cuestiones de valor, analizando la función específica de los intercambios y regalos, y señalando cosas que por un motivo u otro cuestan demasiado dinero. Donde sí traza una línea es en el hecho de asignar un valor a los artículos: en su lugar, en La abadía de Northanger utiliza las cosas para delinear personajes y motivos dentro de un sentir tradicional y moralizado. Más adelante, en la carrera de Austen, este enfoque relativamente predecible permitirá alcanzar matices de caracterización de una sutileza sorprendente mediante la correspondencia cómica y exacta entre posesión y poseedor. En Emma, el cabo de lápiz de Harriet y el avenate claro y suave de Mr. Woodhouse nos hablan del mundo de sus poseedores, mientras que en La abadía de Northanger, Mrs. Allen, Isabella e incluso Catherine son todas capaces, sin mucha diferencia entre ellas, de darle mil vueltas a su tocado.

Sin embargo, a pesar de que Austen aprendió más adelante a destacar las posesiones de sus personajes con más precisión, el sutil cambio de foco de la novelista, pasando de la gente a sus cosas, tenía significancia más allá de esto. La abadía de Northanger exhibe artefactos, una técnica protoantropológica, porque su acumulación retrata por sí misma una sociedad próspera presta al placer y la adquisición. Las tiendas y los salones de Bath, la casa y los jardines de Northanger, son arcas del tesoro igualmente consumistas, llenas de signos coloridos y cambiantes que sirven de marcadores de los ingresos y del gusto. Los personajes secundarios que representan «el Mundo» en la novela exhiben sus objetos a modo de signos de su riqueza, estatus y gusto. Hasta la tonta Mrs. Allen examina con ojo clínico el encaje que lleva en la esclavina su antigua compañera de clase, Mrs. Thorpe, pues este marca la diferencia de ingresos entre ellas. Austen no es una observadora neutral de esta reflexión, y menos aún conviene con el espíritu modernizante y empresarial. En algunos momentos, esta distancia la vuelve analítica; en otros, sentenciosa. Mrs. Allen se condena a sí misma ante los ojos del lector por usar algo tan trivial como un encaje y una muselina a modo de patrón de calidad.

Tendemos a aceptar el moralismo de Austen y a dejarnos convencer cuando contrapone de un modo desfavorable el valor material a las cualidades mentales, morales y corteses que no llevan ninguna etiqueta de precio visible: la sensatez, el gusto, los sentimientos sinceros y la capacidad de hablar en frases y párrafos. Aun así, es la apariencia de las cosas, y su sofisticado tratamiento, lo que resulta tremendamente interesante tanto de las novelas de Austen como de sus contemporáneos, y parece marcar un cambio de período en el estilo representativo. Todo el mundo en el Bath de Austen acaba participando en la exhibición o la lectura de signos. La propia autora participa también al permitir que el valor de tantos de sus personajes quede cuantificado ante nosotros por las cosas que han comprado. Esta preeminencia de los artefactos presenta la novela como un artículo más, un producto del editor-librero comercial, compañero de fatigas de una prensa popular en manos de la publicidad.

En la primera versión de La abadía de Northanger, Austen parece reconocer el surgimiento de un nuevo estilo aludiendo en el título al cuento para niños más largo, más adulto y más reflexivo de Edgeworth, «Simple Susan» (1800). La heroína de esta nouvelle, Susan Price, de unos trece años, logra rescatar a su familia de la crisis financiera que atraviesan cuando su padre es llamado a filas y su madre cae gravemente enferma. La niña empieza ganando dinero cocinando y lavando; cuando eso ya no es suficiente, vende a regañadientes al carnicero del pueblo un corderito que le regaló su madre, que acaba siendo servido en la mesa dominical del nuevo terrateniente. Susan va creciendo en el curso del cuento a medida que aprende diferentes maneras de añadirle valor al cordero, y también cómo «arreglárselas sola» en un mundo adulto en el que hay depredadores. Lo mismo hace el primero de los personajes a los que Austen, supuestamente, bautizó así por ella: la joven, inexperta y familiar Susan que acabaría convirtiéndose en la Catherine de La abadía de Northanger. Y lo mismo hacen otras buenas hijas de Austen: Fanny y Susan Price de Mansfield Park.

Se ha convertido en un dato aceptado por los estudiosos que Austen cambió el nombre del manuscrito porque en 1809 apareció una novela anónima con ese título.13 Después de decidir que debía cambiarle el nombre a la novela si alguna vez se publicaba, era libre de usarlo en cualquier otra parte, como en Mansfield Park. Pero la posterior Abadía de Northanger acusó la pérdida. Si ya en el título de Susan se hubiese aludido a la presencia de Edgeworth, una destacable voz nueva en 1801-1802, esto habría puesto de manifiesto la afirmación de Austen de estar uniéndose a un nuevo y sofisticado grupo de mujeres novelistas.

De todas las referencias cruzadas de la novela, las de la visita a la abadía son las más extensas y complejas. Allí, a lo largo del capítulo 2, Catherine se lleva consigo al lector a la atmósfera y el argumento de una novela radcliffeana de terror, misterio y fantasías autoinducidas. Ya las escenas de Bath prefiguran por un momento los efectos surrealistas y supersticiosos que emplea Radcliffe en su construcción de la trama gótica. Henry se marcha y vuelve inexplicablemente; Mrs. Allen desea y desea encontrar amigos en Bath y, como en un cuento de hadas, su deseo se ve cumplido de forma irónica con la aparición de unos falsos amigos, los Thorpe. Luego, en el viaje camino de Northanger, Henry hace un ensayo general de lo que podría ocurrir allí: destila secuencias clave de tres novelas de Radcliffe, Un romance siciliano (1790), El romance del bosque (1791) y Los misterios de Udolfo (1794), para elaborar una hábil revisión, deliciosa para el omnívoro lector gótico, de la utilería externa que ese autor incorpora a su situación más característica: la exploración, de noche, de un vasto y antiguo edificio.

Desde mediados del siglo XIX hasta finales del XX, el gótico romántico fue a menudo menospreciado, como arquitectura barata, de cartón piedra, y como subgénero sensacionalista destinado deliberadamente al lector semiculto. De hecho, la editorial Minerva Press, de William Lane, fundada en 1790, en la que se publicaron los Misterios horribles de la lista de libros de Isabella (6), se creó con el único fin de atraer a las mujeres de clase media baja.14 Los contemporáneos no clasificaban ni mucho menos en la misma categoría las principales novelas góticas de Radcliffe. Austen consideraba, como hacían Scott, Coleridge, Godwin, Byron y Shelley, que Radcliffe había inaugurado un género narrativo tremendamente imaginativo e intelectualmente ambicioso. Cierto, Radcliffe basa la acción y la atmósfera en las convenciones que había establecido Horace Walpole en El castillo de Otranto (1764), y que desarrollaron varios de sus sucesores; convenciones que se centran por lo general en la figura de un tirano cruel que emplea su enorme fortaleza, similar a una cárcel, como escenario para sus crímenes. Pero Radcliffe va más allá del despliegue rutinario y mecánico de los recursos de Walpole y traslada el énfasis de manera muy significativa. Desvía la atención del lector del fascinante, aunque algo teatral, villano a la conciencia exacerbada y paranoica de su víctima femenina; esto es, del suceso a la recepción e interpretación del suceso. Este grado de interiorización rebaja, o al menos hace más complejo, lo que en la obra del rival de Walpole y Radcliffe, Matthew Gregory Lewis, es una alegoría política algo obvia, en la que el barón feudal representa la dominación y la injusticia en la familia y el estado.

Henry Tilney, lector experto, extrae de las novelas de Radcliffe ciertas escenas que condensan su estilo: esencialista y psicológicamente agudo. La heroína de Radcliffe está aislada y rodeada de extraños, enemigos o amigos dudosos. Sus padres están muertos, o es probable que lo estén, o no se sabe con certeza quiénes son; este último caso es un indicador contundente y sugestivo de su alienación. En el punto o los puntos nodales de la historia, la heroína llega a un edificio que podría proveerle un aparente refugio durante el día, pero que se convierte en un laberinto amenazante y fantasmal durante la noche: «Un misterio parece flotar sobre estas estancias, que tal vez sea mi destino desvelar».15 Siempre a medianoche, con miedo a ser descubierta por el resto de habitantes de la casa o a encontrarse fantasmas u otra cosa peor, abre puertas secretas, avanza a tientas por oscuros corredores y acaba encontrando las claves equívocas al pasado: un retrato de aspecto familiar, una daga ensangrentada, un pergamino o un arcón lo bastante grande para contener un esqueleto humano.

Cuando la heroína de Radcliffe decide explorar el mundo nocturno oculto pone a prueba su coraje al mismo tiempo que revela su inmadurez. El miedo a la oscuridad pertenece al yo de su niñez, que acaba apenas de dejar atrás. Al dominarlo y optar por la racionalidad está eligiendo el mundo tal como es, un estado de civilización comprometido con el orden y la razón. Aunque Chesterfield se mofaba de las mujeres tildándolas de «niñas grandes», Radcliffe nos muestra a heroínas emergiendo de la dependencia y el miedo irracional hacia la autonomía; facultándose a sí mismas, por tanto, para una sociedad moderna a la luz del día en los mismos términos de ciudadanía que los hombres. Adeline y Emily toman las riendas de sus propios destinos, y al hacerlo dejan tras de sí la injusticia, la superstición y la lamentable dependencia del reino de sombras medieval. El argumento de Radcliffe en torno al rito de transición a la madurez de una mujer particular puede leerse también, por consiguiente, como una alegoría histórica y cívica. Los valores protestantes de autonomía han reemplazado, aunque no en todas partes ni en toda la gente, los valores del antiguo orden mundial católico y aristocrático.

Gran parte de la mejor crítica moderna de Radcliffe ha mostrado, de un modo apasionante, lo moderna que resulta. Enseñó a sus sucesores, Austen incluida, cómo darle al lector acceso a la conciencia de la heroína. Y todavía es más sofisticado el uso impresionante que hace Radcliffe de la imagen espacial, una arquitectura de extremos: de celdas y corredores estrechos como ataúdes a enormes pasillos, o (en Un romance siciliano) una escalera de caracol rota que recuerda a los dibujos fantásticos que hizo Piranesi de una cárcel romana, I Carceri, en los que ni el techo ni el suelo son visibles. Para los posfreudianos, los escenarios aluden al paisaje del inconsciente, mientras que las tramas de violencia paterna, culpa y sufrimiento reinterpretan los traumas reprimidos de la infancia. Estas imágenes nos hablan, atravesando épocas, del miedo de las mujeres a los hombres sexualmente activos, ya sean extraños, amantes o padres.16

Esa visión moderna y comprensiva de Radcliffe da que pensar cuando leemos sus novelas hoy en día, y aunque Austen diera una respuesta imaginativa a su contemporánea, nunca acabó de entenderla bajo esta luz. Da muestras de ello en las tres imitaciones —posiblemente parodias— que hay en La abadía de Northanger: una por parte de Catherine, cuando imagina su inminente visita a la abadía (17); otra de Henry Tilney, en el viaje desde Bath (20), y por último los intentos de exploración en sí que lleva a cabo Catherine (22 y 23). Estos episodios constituyen un tratamiento de Radcliffe de mayor alcance que las referencias dispersas a distintas novelas que incluyó Austen en el primer volumen; su extensión y la fidelidad textual introducen la voz de Radcliffe en dos o tres capítulos de La abadía de Northanger, una invasión del texto sin comparación en ningún otro lugar de su obra. Pero la forma en que Austen presenta a su colega novelista es calculada y selectiva. No hay ninguna fantasía arquitectónica de las regiones ocultas de la casa, en lugar de ello, Catherine se ve obligada a soportar el tour pormenorizado del general, con el lenguaje informativo de un subastador y demasiado exhaustivo para que quede algún ala o sótano sin visitar. Hubo una madre —la de Eleanor, no la de Catherine—, y está muerta; pero sus últimos días, y el problema estomacal recurrente que acabó con ella, descartan de nuevo la idea de que su marido la envenenara. Catherine no imagina un motivo sexual para el supuesto crimen del general, pese a que las heroínas de Radcliffe viven con miedo a la violación, y la lujuria siempre es el origen del mal de ese pasado violento, primitivo y pasional de la autora. Austen no permite en ningún momento que las sombras oscuras del pasado invadan el presente, ya sea en forma política, como el despotismo, o en términos psicológicos, con el retorno de un subconsciente trágico o traumático. Estas omisiones eliminan los contrastes de la extraordinaria perspectiva espacial de Radcliffe, y también de la temporal: el general y la difunta Mrs. Tilney habitan el mismo mundo diurno y espacioso que la generación moderna.

De todos modos, Austen sí que anima a los lectores a fusionar la trama simbólica de Radcliffe con la suya, aunque con sustituciones sorprendentes. Eleanor, al menos, reproduce el estereotipo gótico de la mujer joven. Pasiva y pensativa, aislada y reprimida, tiene que soportar las constantes restricciones, poco menos que una reclusión, de un padre insensible, y no ha superado nunca la pérdida de su madre. Pero tan pronto queda descartada su estúpida hipótesis radcliffeana, Catherine, intuyendo su dolor y su necesidad de hablar, es libre de abordar la infelicidad de Eleanor de una manera más adecuada y natural. Su amistad fraternal con ella, una relación dibujada con delicadeza, sutilmente emocional pero asexual, viene a compartir de hecho el espacio narrativo central junto con el cortejo de Henry. Conversando con Eleanor y con Henry, desentraña incluso algunas verdades sobre la sexualidad por medio de las tramas secundarias de la novela: los flirteos de Isabella con James Morland y Frederick Tilney. De nuevo, la narración indirecta, de segunda mano, de los amores de Isabella ocupa el espacio que Radcliffe otorga en sus capítulos finales a las intensas fantasías de la sexualidad prohibida e insaciable de mujeres mayores.

Si bien Radcliffe se considera la tercera de las tres mentoras importantes de Austen, junto con Burney y Edgeworth, es también, como las demás, a un tiempo fuente, colaboradora involuntaria y objeto de una reescritura exhaustiva y coherente. La relación literaria que emerge entre Austen y Radcliffe no es en modo alguno obvia, al menos para los lectores modernos, que a menudo toman a la primera por paladín de la modernidad. De hecho, la protestante Radcliffe aborda con actitud crítica el pasado católico; por el contrario, Austen, pese a aferrarse a un certero marco moderno, ha heredado la tendencia tory, más católica que reformada, que defendió frívolamente en su obra de juventud History of England. La propia La abadía de Northanger insinúa que su autora respeta la Inglaterra rural y sus costumbres no escritas como fuente de las leyes y la constitución, y a la Iglesia y el clero de los tiempos monásticos por su compromiso social. Por tanto, irónicamente, Austen es, de las dos, la «antigua» en sus simpatías.

 

 

Tres personajes y la heroína

 

Puede que la generalización menos cuestionada sobre Austen sea que los lectores ven el mundo de sus novelas a través de los ojos de la heroína. Pero si el personaje y las acciones de Susan/Catherine derivan por entero, o en parte, de otras heroínas, y reparamos en ello, es poco probable que podamos sumergirnos inocentemente en sus aventuras. Sea como sea, la poca fiabilidad de los juicios de Catherine, aunque no de sus sentimientos, queda a menudo expuesta. Al menos otros tres personajes de la novela transmiten información más útil y sin duda más certera sobre su mundo. Son, en orden de importancia, el general Tilney, Isabella Thorpe y Henry Tilney.

Los dos primeros parecen a primera vista muy sencillos. Comparados con los personajes secundarios de sus obras posteriores, concebidos de un modo más naturalista, sus discursos son planos y faltos de originalidad hasta cierto punto. Pero el general e Isabella realizan también funciones bastante elaboradas que no forman parte de la caracterización naturalista. En sus novelas, Austen insta a los lectores a ejercer de intérpretes inusualmente activos, y a ser inusualmente conscientes del artificio, la intriga y la construcción de la trama. Estos dos personajes son unos eminentes embusteros cuyas maquinaciones se acaban demostrando causantes de casi todo lo que ocurre. Son tan activos, en conjunto, que puede que no reparemos en la escasez de personajes secundarios que hay en realidad, incluso en una novela donde las multitudes son lo bastante nutridas para poner en peligro la muselina y el tocado de Mrs. Allen. En parte gracias a sus vínculos con el mundo de Radcliffe, muestran tipos de villanía que sus otras novelas eluden: la crueldad y la opresión masculinas, la lujuria femenina, la traición y la corrupción.

El general es, por su profesión, rol familiar y temperamento, un personaje estricto que cree que tiene derecho a mandar en todo. Interviene en los asuntos nacionales y del condado, dirige su finca, ha escogido las profesiones de sus hijos varones y en estos momentos está decidiendo con quién deberían casarse los más jóvenes de sus hijos. Cuando él está presente, estos niños grandes no pueden disponer libremente de su tiempo, pues su palabra es la ley en lo que respecta a las horas de las comidas, del ejercicio y de las salidas. Su «estereotipo» es el del déspota o, en la narrativa de finales de siglo XVIII, el aristócrata. Sus predecesores incluyen al conde Manfredo de El Castillo de Otranto (1764), de Horace Walpole, y a Dorriforth, el sacerdote católico, noble y severo padre y esposo de la fábula radical de Elizabeth Inchbald A Simple Story (1791).

A la aprendiz y lectora de novelas Catherine sólo se le ocurre un modelo para el general: Montoni, tío político y autoproclamado guardián de la heroína huérfana en Los misterios de Udolfo (1794), de Ann Radcliffe. Identificando a uno con el otro, Catherine sospecha que el general, igual que sospecha Emily de Montoni, se ha deshecho de su mujer. Se equivoca, como se equivocaba Emily: las dos son retratadas como histéricas, y Radcliffe desaprueba la irracionalidad tanto como Austen. Sin embargo, aunque inocentes en este punto, el general y Montoni representan un comportamiento desagradable más común en el mundo moderno que asesinar esposas. Un inventario meticuloso de sus posesiones y algún que otro diálogo evasivo pero certero aportan las pruebas de otros cargos en contra del general. De hecho, como sin duda reconocerá cualquier persona leída, es uno de esos hacendados ricos y derrochadores que aparecen criticados y satirizados sistemáticamente en los textos del siglo XVIII, desde los Ensayos morales de Pope hasta un conjunto enorme de libros, tratados y poemas didácticos sobre los usos y abusos de la tierra ya en tiempos de Austen, en las dos décadas finales del siglo.

Como analogía sirve un caso notorio y extremo que ocurrió en vida de Jane Austen: en 1763, Joseph Damer, al que pronto nombrarían primer barón Milton, y miembro de una familia que había hecho fortuna con los préstamos, compró una bonita finca en Dorset. Ésta incluía la iglesia de una abadía, enorme, antigua y en su mayor parte intacta, y las ruinas de la abadía en sí, que colindaba con la ciudad de Milton Abbas. Lord Milton contrató a Capability Brown para que diseñara un parque que supondría el traslado de parte importante de la ciudad y la reubicación de su instituto a dieciséis kilómetros de distancia. A principios de la década 1770, mandó llamar al arquitecto sir William Chambers para que diseñara una mansión exótica al estilo oriental, contigua a la iglesia de la abadía, que quedó transformada, y en el proceso «embellecida» en una enorme capilla. El emplazamiento de la inmensa casa requería la destrucción de casi todo lo que quedaba de la abadía. A principios de 1790, la casa, recién construida, atraía ya a los turistas, incluida Fanny Burney, que quedó admirada.

Pero para entonces había disponible ya una abundante «literatura de queja». Un estudioso local, el reverendo George Bingham, publicó una biografía del difunto director del instituto, quien a su vez había escrito una historia de Dorset, Biographical Anecdotes of the Rev John Hutchins MA (1785). El libro exponía algunas de las estratagemas a las que había recurrido lord Milton para deshacerse de la escuela, y lo condenaba como un vulgar y egoísta tirano, indiferente a los intereses de sus arrendatarios y a la gente de la localidad. Bingham era amigo del jurista William Blackstone, lo cual es significativo, puesto que su Commentaries on the Laws of England (1765-1769) era en ciertos aspectos una obra consensuada. Blackstone expone el que desde Locke es el hecho que fundamenta la sociedad inglesa: el derecho a garantizar la propiedad del patrimonio, concebido por encima de todo como el patrimonio de tierras. Pero acepta asimismo formas más antiguas de derecho cuando afirma que la constitución y la ley inglesa son consuetudinarias, es decir, reconoce las prácticas locales no escritas. Esta advertencia iba dirigida a los numerosos hacendados de finales del siglo XVIII que querían cercar las tierras o que, reorganizando el uso de éstas en nombre de la eficiencia, abolían los derechos consuetudinarios de los pobres a pastorear, espigar o recoger leña. Resulta relevante para los casos de lord Milton y del general Tilney que compare con acierto la «common law», el derecho común, que contempla las costumbres, con un edificio venerable —una imagen evocadora de las abadías y los castillos góticos— que deben ser conservados por motivos no estéticos, sino morales y sociales.17

El general Tilney es uno de los groseros reformadores de Austen; los Rushworth de Sotherton en Mansfield Park son otros. Ambas familias llevan disfrutando de sus fincas, muy significativamente, desde los tiempos de la destrucción de monasterios en la época Tudor, cuando las tierras monásticas se distribuyeron entre las familias que gozaban del favor real. En estas dos novelas donde se menciona el tema de las reformas, Austen lleva a su heroína hacia el matrimonio con un clérigo, empujando así a los lectores a percibir el contraste entre el hedonismo egoísta de las familias ricas, tanto en la época Tudor como en el presente, y el uso originario de la tierra para servir a la religión y a los pobres. El clérigo desempeñaba un papel tradicional en este debate como paladín de los pobres, especialmente en visiones más conservadoras y nostálgicas de la tradición. Austen, en resumen, tiene una visión histórica de las normas y obligaciones sociales, de las prácticas legítimas e ilegítimas en cuanto a gestión de tierras, y por extensión, también en lo referente al comercio y la molienda. Puestas todas juntas, esta red de obligaciones mutuas, incluidas las protecciones paternalistas, constituyen lo que E. P. Thompson ha denominado «la economía moral de los pobres».18

Los choques entre ricos y pobres en la última década del siglo XVIII no siempre se debían al cercado o la reorganización de la tierra. En 1795, una mala cosecha llevó a una escasez exacerbada por los granjeros y comerciantes, que retenían el grano con el fin de hacer subir el precio del pan. Los granjeros más importantes y los comerciantes de grano se hicieron visiblemente más ricos, mientras que los pobres eran cada vez más pobres o se morían de hambre. Los incidentes tanto a nivel local como nacional que ponían de relieve el conflicto de intereses entre la comunidad y los capitalistas aparecían con regularidad en la prensa, y el problema constitucional salió a relucir. El presidente del Tribunal Supremo, lord Kenyon, por ejemplo, instruyó a un Gran Jurado en Shropshire en 1795, y repitió la misma postura en otro caso en 1800, que era un delito tipificado contra «el derecho común, coetáneo de la constitución», el «acaparar», esto es, retener el grano para que subieran los precios.19 A Austen debió de despertarle un especial interés el ensayo de Gilpin de 1791 sobre la historia económica del New Forest, en Hampshire, lugar de nacimiento de ambos, en el que afirma que la «ley de bosque» es una mala ley desde su concepción, porque las tierras pobladas y cultivadas se expropiaron para albergar un enorme terreno de caza real para los reyes normandos, y se exigían multas salvajes, nunca vistas con los monarcas anglosajones, cuando se infringían las leyes. «La ley de bosque fue sin duda una de las mayores violaciones de los derechos naturales de la humanidad que se ha cometido jamás, y [...] uno de los mayores insultos de la tiranía».20

En la mayor controversia que hubo acerca de las «reformas» de la década, Uvedale Price y Richard Payne Knight, dos hacendados de Hereford (condado vecino del Gloucestershire del general Tilney), la emprendieron entre 1794 y 1797 contra las teorías puramente estéticas de Humphry Repton, el jardinero paisajista más de moda de la época. En particular, Price pedía que los hacendados presentaran sus fincas como el entorno natural de actividad humana que eran, y las reformas, como cambios que reportasen beneficios a los arrendatarios y a los trabajadores agrícolas y no únicamente al hacendado.21

El general es claramente un reformador de los tiempos de Austen, no de los de Pope. Vándalo de las ruinas de la abadía, ha continuado con lo que su padre empezó. Está incluso más actualizado que lord Milton, pues le interesa más lo que es casi una nueva tecnología (la jardinería hortícola) que el paisajismo de un parque. De un modo de lo más tópico, exhibe la cara inaceptable del capitalismo contemporáneo: su ultraeficiencia no beneficia a nadie más que a sí mismo. No vemos por ninguna parte arrendatarios ni agricultores: los jardineros trabajan como empleados dentro de los muros del general, mientras las palabras de Austen recuerdan con ironía su estatus anterior: «Los muros que rodeaban la abadía eran inacabables en longitud y en número. Amparado por ellos había un número incontable de invernaderos, y en el recinto formado por ellos trabajaban hombres suficientes para formar una parroquia» (22). El general cultiva frutas exóticas para comerlas fuera de temporada, y moderniza sus habitaciones para suscitar la envidia de los invitados. Siente un orgullo de estrella del espectáculo por el servicio de mesa y las instalaciones de cocina rumfordizadas, que evidencian no sólo su riqueza neta sino también su pericia tecnológica. Esto, junto con la actitud de estrella, lo coloca en esa clase de ricos hacendados que más se han imbuido de la ideología capitalista. Por consiguiente, a pesar de todo su orgullo familiar y del sonido venerable de su oratoria, el general ha caído en la fiebre modernizadora y ha perdido todo el derecho a presentarse como el buen terrateniente de la vieja mitología tory y folclórica.

En términos iconográficos, el aristócrata rico y egoísta ha formado a menudo una pareja de contrastes con el pobre pero benigno y paternalista clérigo rural. Goldsmith ofrece un clásico ejemplo de cada uno de ellos: en el poema «The Deserted Village» (1770), el hacendado ha despejado un paisaje en su día humano con el fin de crear un parque «natural» no humano; y en El vicario de Wakefield (1766), el héroe, un clérigo, es el padre bondadoso de una familia numerosa y pastor de su rebaño. Con ecos a este patrón, el hijo más joven del general, Henry, ha recibido el curato de una parroquia alejada, Woodston, propiedad también de su padre. El estilo de vida de Henry, que ha sido el mismo que el de la infancia de Catherine, y que será el del futuro de ésta, implica un rechazo goldsmithsiano del ejemplo del general. Pero Austen también ha actualizado de forma sutil Woodston para señalar la misma cuestión de una forma moderna. Catherine, para entonces completamente cansada del general, anhela escaparse de su pomposa abadía y de su ejército de sirvientes anónimos y ociosos. Lo primero que ve a su llegada son las señales de trabajo y de actividad comercial en el «populoso» pueblo, del que la parroquia está sólo «tolerablemente alejada». Del todo atenta a los comentarios del general, quien afirma que los pueblos tenían que ser pequeños, ruinosos de un modo pintoresco y estar ubicados en terrenos accidentados, «Catherine no se atrevía a expresar su admiración [...], pensaba que era el lugar más bello que había visto en su vida. Con profundo placer observó las casas y las tiendas por delante de las que pasaban» (26). Su carácter y la educación que ha recibido la inclinan hacia una perspectiva local y comunitaria, y la escudan frente a la campaña de aburguesamiento de la parroquia para la que el general está a punto de intentar reclutarla.

Desde principios de los sesenta —antes de la llegada de la crítica feminista—, empezó a ser casi obligatorio que los críticos de La abadía de Northanger insistiesen en que Catherine estaba básicamente en lo cierto, en un primer momento, cuando identificaba al general como un Montoni. Las críticas feministas recuperaron el tema a partir de los setenta, tentadas por su interés en la narrativa gótica como género que simboliza el poder masculino y la subordinación femenina. Austen se inspira en esa polaridad, aunque no está en modo alguno satisfecha con ella. Los lectores que se empeñan en compartir la obsesión gótica de Catherine avanzan con ella sólo por un tiempo, y se les pasan por alto las explicaciones sociales y naturales que se ofrecen para los motivos y fechorías del general.

Como personaje más dinámico de la novela, Isabella Thorpe está cerca de dominar las escenas de Bath, y hace mucho más que cualquiera de los demás por tipificar para nosotros la sociedad del lugar. Si el personaje de Catherine está sacado de las novelas y manuales de conducta, Isabella viene de las novelas e incluso de las guías que promueven Bath, el hábitat en el que ella florece. Como afirma con entusiasmo la más conocida de estas guías:

 

Los jóvenes, los mayores, los serios, los alegres, los enfermos y los sanos, todos ellos acuden a este torbellino de entretenimiento. Toda ceremonia más allá de las reglas básicas de la educación está completamente desterrada; todo el mundo se mezcla en los salones en igualdad [...]. El callejeo constante del sector más joven es muy alegre y vivificante.22

 

Isabella callejea, desde luego, en esta república de buscadores de placer. Su seguridad al moverse, patente en la «gracia» y la «elegancia» de su paso (4), es lo primero que Catherine admira de ella, y tal vez lo primero que empieza a imitar, si hacemos caso del halago del general a la gracia de su andar (13). Isabella va de una punta a otra, siempre dentro del moderno centro de la ciudad en el que los mozos de silla ejercen su oficio, un área de unos quinientos metros de radio desde el balneario. Pero en cuanto su hermano John aparece con un calesín, Isabella quiere hacer una salida tras otra fuera del pueblo, en todas direcciones. No deja pasar ni una sola oportunidad que le ofrezca la constitución formal de los dos salones de reunión, cuyas reglas proclaman que los abonados a los salones y los conciertos son sus propios legisladores. Ella decide dónde hay que pavonearse, observar y concertar citas. Y es también la autoproclamada Maestra de Ceremonias del cuarteto de jóvenes formado por los Morland y los Thorpe, que dirige según su capricho y dictado, y (si hacemos caso a Mr. Allen) sin respeto alguno al decoro.

Desde su primer encuentro, Isabella le marca a Catherine su programa de conversaciones —«el vestido, los bailes, el cuchicheo y las chanzas»— desde la posición privilegiada que le concede ser «cuatro años mayor que Catherine y [disponer], por lo tanto, de otros tantos de experiencia más que ésta» (4). Ella sabe dónde dejarse ver, cuándo y con qué estilo. Esto consiste como mucho en un sombrero nuevo —un turbante color violeta, quizás—, y con frecuencia en una ilusión de novedad lograda con una cinta o una pieza de tul, porque mientras que Mrs. Allen puede permitirse cambiar de vestido cada día, Isabella tiene que alcanzar la elegancia por medio de accesorios baratos. Y Austen parece ansiosa por regodearse en los recursos literalmente baratos de Isabella. Medio siglo más tarde, la aventurera Isabella aparecerá rescrita de la mano de Thackeray en La feria de las vanidades como Becky Sharp, una arribista más agradable que asciende por los resbaladizos peldaños de la escala social.

Pese a que convierte al instante a Catherine en una admiradora de Mrs. Radcliffe, Isabella no es una gran lectora. Los libros le sirven como gancho para entablar conversación, igual que a su hermano John los caballos o los deportes. La lista de las «diez o doce» novelas sensacionalistas recientes (en realidad sólo siete) que le dicta a Catherine de su libreta (6) le llegan de segunda mano de su amiga Miss Andrews. Y de las siete, seis son de la editorial Minerva Press, de William Lane. Miss Andrews y sus amigos debieron de leerlas en la red de bibliotecas propiedad de Minerva que Lane instaló, a menudo en tiendas pequeñas, por todo el país.23 De un modo muy típico en la cultura consumista moderna, Isabella difunde las noticias sobre las últimas novedades en artículos y sobre dónde pueden encontrarse por debajo de su precio. Por el contrario, si un libro no es actual, sino que tiene casi cincuenta años, como el Sir Charles Grandison de Richardson, no se le ocurre en absoluto hablar de él o leerlo. Sus noticias son en realidad como un flash informativo, lo justo para el espacio publicitario y las columnas de opinión y sociedad de un periódico: qué hay en los escaparates, qué hay en el teatro, y quién está contemplando el adulterio con quién. Para el médico, químico y crítico social Thomas Beddoes, esta búsqueda febril de novedades que tipifican los jóvenes Thorpe es síntoma y origen de las enfermedades nerviosas que considera endémicas de la sociedad moderna.24 Austen no alienta generalizaciones de corte tan pesimista, pero el elogio que hace Isabella de las novelas en el capítulo 6 sí viene a contrarrestar con ironía la celebración de las novelas que la autora nos había ofrecido en el capítulo anterior.

Si bien es raro que los Thorpe sean recordados con afecto entre los personajes clásicos de Austen, la novela difícilmente podría funcionar sin al menos Isabella, antiheroína que aporta muchos más incidentes, intrigas y descripciones sustanciosas y antropológicas de las que puede aportar la heroína. Su inquietud y su buen oído para las noticias nos muestran cómo funciona Bath y, dado que no dejamos de verla y escucharla, parece sumergirnos en él. Pero esto pone al lector en un aprieto, porque si Isabella es tan vulgar como parece, no deberíamos, en rigor, tratar con ella, y mucho menos desfilar a su lado por el Crescent o perseguir a jóvenes desconocidos por Milsom Street. Isabella nos implica en acciones indecorosas, imprudentes o vulgares, y nos hace cómplices de su astucia. Aunque queremos a Catherine con todo nuestro corazón, nuestra mente nos lleva a Isabella.

Los tres personajes clave que a Catherine le cuesta descifrar se nos presentan todos con cierto grado de misterio: se nos pide que nos andemos con cuidado con el general y con Henry Tilney, y también con la aparentemente cristalina Isabella. Desde luego, los personajes de la novela no se ponen de acuerdo sobre ella. Mrs. Thorpe, Catherine y James Morland la admiran, y John Thorpe, insolente con su madre y sus hermanas pequeñas, la trata a ella con circunspección. Mr. Allen, por su parte, cuestiona su comportamiento, yendo por ahí con James en un calesín; y los Tilney, pese a contenerse en lo que dicen por la inocencia de Catherine, están unidos en su censura. Están seguros de que Frederick jamás la contemplaría como esposa, y que si lo hiciera, su padre no la aceptaría como nuera. Esto es, hasta cierto punto, el juicio de gente educada sobre una persona vulgar. Sin embargo, al atribuirle a ella la principal responsabilidad del flirteo con su hermano, la ven también como una agente moral, que está sin duda más cerca de cómo lo vemos nosotros que de la idea de Catherine de que es una víctima pasiva de Frederick.

Dado que no tenemos acceso a la conciencia de Isabella, carecemos de información fiable sobre sus sentimientos más allá de lo que indican sus acciones. En una conversación inusualmente seria y prolongada que mantiene con Catherine en el capítulo 18, hace conjeturas sobre los sentimientos de Catherine hacia John Thorpe, y al hacerlo nos ofrece lo que podría ser una imagen bastante precisa de sus pensamientos: «Cierto que, a veces, de un coqueteo inocente se derivan consecuencias que más tarde no nos conviene aceptar [...] Lo que se quiere un día se rechaza al siguiente; cambian las circunstancias, y con ellas la opinión» (18).

¿Podría haber estado «enamorada» de Frederick, al menos durante un día, a la manera febril de la sociedad cazanovedades? ¿O es simplemente que ha calculado la gran diferencia de ingresos entre los hijos mayores de un desconocido clérigo rural y de uno de los hacendados más importantes de Gloucestershire? Aunque es difícil sentir lástima por Isabella cuando pierde a ambos hombres, no está claro que no sufra, sólo un poco. Pero la trama de La abadía de Northanger se parece a la de Emma: las dos son novelas de detectives sin el detective. Un lector que vuelva sobre las pistas puede sustentar acusaciones más oscuras contra Isabella que nada de lo que se haya llegado a decir de ella.

¿Es sólo que los acontecimientos parecen conspirar contra la inocente heroína? Isabella, la mayor de los hermanos Thorpe, huérfanos de padre, debe de haber oído el nombre de una de las pocas amigas prósperas de su madre, Mrs. Allen de Fullerton. Seguro que no es ninguna coincidencia que cuando John Thorpe conoce en Oxford a un compañero de estudios llamado James Morland, de Fullerton, lo animen a invitarlo a casa esas mismas vacaciones de Navidad. Durante la semana que pasa con los Thorpe en Putney, James queda fascinado por Isabella. Y pronto ella consigue que éste le hable de su familia, y de los Allen y de la visita inminente de su hermana Catherine a Bath con ellos. La primera estratagema de Isabella es la de conducir a Bath un destacamento familiar formado por su madre y sus hermanas. De otro modo, John y James no irían a Bath a ver a Isabella; y no a Catherine, como cree ésta. Isabella tiene su compromiso en mente desde el principio, y es de suponer que también el de John, o no estaría cooperando; pero la fortuna que dejarán algún día los Allen, que no tienen hijos, podría ser el objetivo que tuviera fijado para ella y para James, aunque John Thorpe crea que será para él. Isabella se preocupa de volver a casa con Catherine el día que se conocen, y los «ocho o nueve días» previos a la llegada de John y James los pasa todos en compañía de Catherine y Mrs. Allen.

Más dura que su madre y más determinada que John, Isabella es, siguiendo esta interpretación, la conspiradora que en Bath maneja los hilos de la trama. Pronto está llenando de planes la agenda diaria de todo su círculo. Su control efectivo de Catherine no sólo impone a ésta la compañía constante de John, ya sea en un lugar cerrado o al aire libre, sino que interrumpe la amistad de Catherine con los Tilney. Éstos regresan a Bath el mismo día de la llegada de John y James, y durante los días siguientes Henry ve frustrados sus intentos de contactar con Catherine. Los Thorpe la envuelven en una red de compromisos con pleno conocimiento de su declarado interés por Henry: siguiendo este hilo, Isabella se erige en una Yago o una Iachimo femenina que está a punto de dar al traste con la felicidad de Catherine y la de su hermano.

Dentro de la novela, sólo Henry sabe leer el juego de Isabella, porque si ella es provisionalmente la Maestra de Ceremonias, él es siempre el Maestro de Juegos. Sus escenas con Catherine son a menudo juegos en sí mismas. Pero en su repentina primera escena juntos en el tercer capítulo, él casi podría ser el mago Comus, tentándola a jugar:

 

—[...] y adoptando una expresión de exagerada seriedad, y bajando afectadamente la voz, preguntó—: ¿Cuánto tiempo lleva usted en Bath?

—Una semana, aproximadamente —contestó Catherine, tratando de hablar con la gravedad debida.

 

Catherine le proporciona las respuestas que él quiere, pues es lo bastante rápida y lo bastante joven para desentrañar los juegos por instinto. Henry es la primera persona con la que trata que conoce Bath, y éste intenta comprobar cuáles son sus conocimientos del calendario semanal de la ciudad; algo que Catherine, que aprende rápido, ya sabe.25 Henry, de hecho, complementa a Isabella como guía del lugar: mientras que ella se pasea por allí para ver, para ser vista, para conocer a gente a la que pretende utilizar, Henry celebra la vida vacacional pues ésta ofrece un modelo de placer variado y regulado en el que ninguna actividad llega a hacerse aburrida porque, llegados a ese punto, ya está dando paso a otra. En un pasaje de la guía que encaja con Isabella, dado que trata de la libertad y la movilidad de las multitudes de Bath, hay una frase que la conversación de Henry parece evocar: «Los entretenimientos están regulados tan sabiamente que, aunque no hay nunca cesación de ellos, no hay tampoco esa lasitud que provoca el trasnochar o el exceso de disipación».26

Cuando Henry afirma que Catherine lleva un diario, y se inventa las entradas, ella lo desafía. En cuanto se aparta del camino y dice las partes del diálogo que le corresponderían a ella, comienza a arruinar un juego que fue inventado para los dos: Catherine deja de jugar instintivamente y retoma su voz natural para advertirle que ni siquiera el que ha inventado las reglas tiene poder alguno sobre otro jugador una vez comienza el juego. Una chica que ha pasado años jugando con otros niños es de manera natural una jugadora más rápida e independiente que Mrs. Allen, a la que Henry manipula con facilidad para que se interprete a sí misma en un interludio cómico de su invención. Cuando después de una ausencia de diez días baila de nuevo con Catherine en Bath, vuelve adonde lo dejaron comentando que el baile es una versión emblemática o teatral del matrimonio: «En el momento de decidirnos a bailar juntos contraemos la obligación de sernos mutuamente agradables por determinado espacio de tiempo» (10). En tal caso, como tal vez verá el lector informado (pero no Catherine), es también emblemático de la sociedad, en la que los ciudadanos y los gobernantes han aceptado tácitamente un contrato que conlleva obligaciones mutuas.

El epigrama de Henry también se demuestra cargado de significado para la novela en conjunto, para otras novelas de Austen y para las novelas como forma artística. Teórico de actividades metódicas como los juegos y el arte, Henry tiene más de filósofo que ningún otro personaje que inventara Austen. Es en el juego y en los libros, los placeres que conoce, donde Catherine lo sigue mejor; mucho más que cuando toca temas como los contratos y las obligaciones de la esfera pública, en una comunidad y una sociedad fuera de los parámetros familiares. En ese primer encuentro, Catherine teme que las elaboraciones teóricas de Henry estén fuera de su alcance, aunque desde un comienzo esto es sólo verdad a medias. Después de negar que el baile sea como el matrimonio, ella adopta de hecho el principio del contrato, que cumple fielmente, como regla operativa de conducta. Las escenas de su cortejo en Bath son ya verdaderos diálogos que prefiguran las escenas de sparring amoroso de Orgullo y prejuicio, y sugieren que Catherine está equipada para una relación en los términos de igualdad que exigen los juegos.

Los diálogos en Northanger han cambiado de registro, no obstante, y se han vuelto más amables y serios. En la famosa escena en la que Catherine le confiesa a Henry que cree que su padre es un asesino (24), el reproche de éste consiste en advertirle que se fije en la comunidad en la que vive: «Recapacite acerca de lo que ocurre en torno a nosotros. ¿Es acaso la educación que recibimos una preparación para cometer atrocidades? ¿Lo permiten nuestras leyes?». Más que la restricción impuesta por la ley, son las óptimas conexiones de la buena sociedad y sus mecanismos de intercambio cultural los que hacen improbables sus exaltadas fantasías: «¿Podrían ser perpetradas y no descubrirse en un país como éste, en el que es tan general el intercambio social y literario, en el que todos estamos rodeados por espías voluntarios y donde los periódicos sacan todos los acontecimientos a la luz?».

La buena educación es un ideal social; es el principio que Henry contrapone en Bath a la actitud interesada de Isabella y su talento para sembrar el desorden y la mala fe. La comunidad, un concepto más tradicional, es la respuesta implícita que da Henry en los capítulos de Northanger al programa egoísta de ostentación de su padre. En su referencia taquigráfica al intercambio social y literario moderno, Henry reúne los diversos escenarios de la novela, tremendamente distintos, en una única metáfora de nuestra interconexión urbana/suburbana.

El hecho de que Henry, con veinticuatro o veinticinco años, le hable a Catherine, de diecisiete, como un hermano mayor, y que se disponga educarla, ha despertado la antipatía de algunos críticos recientes, que lo han tachado de paternalista o, aún peor, de abusón.27 Es evidente que en la construcción de esta relación, Austen intercala escenas de juego con escenas de instrucción: en este aspecto, Henry recuerda a uno de esos educadores progresistas de la nueva ola que popularizaron Thomas Day y las familias Barbauld y Edgeworth. Muchos padres de finales del siglo XVIII estaban interesados en educar a los niños más pequeños, en particular, en casa: los manuales escritos especialmente para ello mostraban cómo dar las lecciones en forma de conversaciones familiares, afectuosas, y hasta cierto punto guiadas por el niño.28 Así, Henry quita importancia a los meros hechos, y en su lugar presenta reglas básicas por medio de proposiciones sorprendentes —un baile es como un matrimonio— que invitan al niño a ponerlas a prueba. Catherine aprende de Henry de un modo informal, con giros y saltos, y no se da cuenta de que lo esté haciendo. En comparación, otros novelistas que permitieron que el héroe instruyera a la heroína mostraron mucha menos delicadeza. Harriet Byron tiene que soportar las lecciones interminables de sir Charles Grandison; y Burney parodia con astucia pero también copia a Grandison con su Edgar Mandelbert, el censurador prometido de Camilla.

Henry es un jugador muy distinto de Isabella (y de su hermano John, deportista), y un mentor muy diferente de su padre, el general Tilney. Aun así, se está volviendo cada vez más habitual meter dentro del mismo saco a los tres autoproclamados guardianes masculinos como si, tal vez siguiendo el ejemplo marcado en Cecilia y en Camilla, de Burney, Austen mostrara al «Hombre» o al patriarcado uniendo fuerzas para manipular y coaccionar a Catherine. Lejos de alinearse con su padre y con Thorpe (ambos, como Frederick Tilney, hombres viriles), Henry es una figura misteriosa, casi alegórica, que encarna ideas andróginas, el juego jovial, el espíritu cómico, el romance. Se llama así en honor al hermano favorito de Austen, cuatro años mayor que ella. Sin embargo, en un nivel más profundo, el Henry de la novela hace las veces de Jane Austen, por partida doble: porque tiene más o menos su edad (veinticuatro) en el momento en que la escribió, varios años mayor que la adolescente Catherine; y porque representa, con su inventiva y espíritu lúdico, la voz y el papel creativo de la autora.

Tenemos que conocer a Catherine tal como lo hacen el resto de personajes, en sus conversaciones. Aunque siempre tiene que lidiar con gente mayor que ella, se desenvuelve con firmeza desde el principio. Se planta frente al hostigamiento de Isabella, John y su hermano James a propósito de la excursión a Clifton, y caza al vuelo las intenciones de John Thorpe. Como estamos más acostumbrados a admirar los pensamientos de otras heroínas, puede que pasemos por alto cuántos detalles descubrimos de esta protagonista a través de los diálogos brillantes e infravalorados de la novela. Es paciente y agradable con Mrs. Allen, por ejemplo, una niña buena que se porta excepcionalmente bien; pero luego, al final del libro, devuelta al fin a su familia, la vemos cansada, malhumorada y poco cooperadora, un creíble regreso a su comportamiento adolescente cuando está en casa.

Como joven de diecisiete años, parece sacada de la vida real: no es ni demasiado buena, ni desde luego demasiado sabia. El lector, junto con los Tilney, está presente en su aprendizaje. Es siempre capaz de decir algo bueno: ya sea algo que viene al caso, o sincero, o leal a sus padres, hermanos y hermanas. Cada unas de sus conversaciones con Henry demuestra que es capaz de plantarle cara. Y lo hace con la mayor contundencia cuando éste parece querer decirle que la forma en que Frederick se aprovecha de las mujeres no tiene importancia, siempre y cuando sean mujeres como Isabella. Su contenido comentario —que es comprensible que Henry se ponga de lado de un hermano— trasluce muchísimo más de lo que hay a simple vista. Catherine está aprendiendo a emplear los dobles sentidos, una característica propia del discurso adulto, y también a confiar en su juicio al igual que en el de Henry.

Junto a Eleanor, Catherine es la única «natural» en cierto sentido. Las pocas escenas que tienen juntas pertenecen a un elegante relato de patetismo y sentimiento que celebra los valores del corazón por encima de los de la razón. Cuando Henry interroga a Catherine sobre su visión de la muerte de su madre, ella corre fielmente a absolver a Eleanor de toda culpa. Puesto que la novela trata de gente verosímil —y los Morland y los Tilney desde luego lo parecen—, no alcanza su clímax con la tópica metedura de pata de Catherine, inventar un asesinato que nunca ocurrió, sino con la escena de la última mañana de domingo en Northanger, cuando Eleanor se levanta para despedir a Catherine y cada una le hace a la otra un regalo valioso. Eleanor le presta el dinero que necesitará para llegar a casa. Catherine, al principio demasiado ofendida con el general para decir que escribirá, cambia de parecer cuando se da cuenta de lo mucho que necesita las cartas Eleanor. Se han convertido en hermanas instintivamente.

Si las respuestas del resto de personajes condicionan nuestro conocimiento de Catherine y de su historia, también lo hace esa secuencia clásica de la excursión a Woodston, la única que merece el nombre de reunión de placer. Al igual que la salida a Sotherton en Mansfield Park, o las fiestas de Emma en Box Hill y Donwell Abbey, la escena realza a los personajes principales y sus motivaciones con un brío teatral, en contraste con la narración casi día por día de la secuencia de las tres semanas previas. La excursión, que tiene lugar entre la abadía de Northanger, el caserón del que Catherine está a punto de ser expulsada, y Fullerton, la vicaría desvencijada a la que pronto regresará, muestra la práctica comunión de valores entre Henry y Catherine, pero también complica el clímax al establecer con detalle el valor material del futuro hogar matrimonial de ella.

El general se supera a sí mismo en infamia aquí, en un discurso que recuerda a la tentación del diablo a Jesús en el desierto, y con el lenguaje que mejor conoce, el de un vendedor inmobiliario. Al mismo tiempo, también se ridiculiza al instar a Catherine a gastar aún más dinero en reformar el salón, aunque añadir una ventana vaya en contra del buen gusto. El general accede, además, en una deferencia extravagante, a conservar la casita que ocupa el centro de la vista y que tenía hasta entonces intención de derruir. Al igual que su aprobación del pueblo al cruzar las puertas de la parroquia, su intervención en favor de la casita nos muestra que los sentimientos y valores de Catherine se acercan a los de Henry. Significativamente, es ella quien decide ahora lo que piensa: en esta escena, que introduce de forma paulatina el tema del matrimonio, Henry apenas habla. El general habla por él, de modo que Catherine comprende al fin cuál es su meta: la aparición de los contratos matrimoniales. Para escapar de él, Catherine huye al aire libre y encuentra calma en una ocupación infantil: «Un rato de alegre expansión y jugueteo con los cachorros»(26).

En menos de una semana, el general ha echado a Catherine de la casa; en domingo, además, un atentado al decoro, especialmente para la hija de un clérigo, lo que sirve para sellar de forma definitiva el insulto del general hacia su familia. Pero el recentísimo recuerdo del día feliz que pasaron en Woodston es aún otro ejemplo de la cómica mala suerte del general como estratega. Henry es capaz de yuxtaponer los cínicos esfuerzos de su padre por embaucar a Catherine con la naturalidad con la que ésta se siente como en casa en un pueblo y una parroquia «bien conectada», en lugar de en una abadía pomposamente espuria.

La parroquia de Woodston es para el lector moderno tremendamente concebible, no en términos históricos, como un poema bucólico en el estilo de Goldsmith, sino como un hogar ideal que le ha tocado a Catherine, junto con un marido, en una lotería afortunadísima. Pero los primeros lectores debieron de sentir la misma satisfacción. De todos los placeres consumistas, algunos de los más sólidos y trasmisibles son aquellos que corresponden a montar una casa, un cuarto sin amueblar tras otro. Del mismo modo que el recorrido de Elizabeth por Pemberley, la casa y la finca de Darcy en Derbyshire, ofrece a los lectores de Orgullo y prejuicio un avance profundamente gratificante de la riqueza, comodidad y posición futuras de la heroína, el día que pasa Catherine en Woodston nos permite imaginar qué le depara el futuro: una holgada existencia familiar en lo que el general dice que es, esperamos que sin exagerar demasiado, una pequeña parroquia de las mejores del país. Resulta irónico que el personaje más criticado de la novela, el avaricioso y acumulador general, nos haya engatusado a todos, aun cuando se nos diga que no está consiguiendo seducir a Catherine, con la propiedad más pequeña que tiene para ofrecer.

El método narrativo de Austen, incluso en esta forma inusualmente descentrada, nos ofrece la clásica y universalmente sancionada recompensa del romance para los románticos: journey’s end in lovers’ meeting, el fin del viaje con el encuentro de los amantes. Pero no sólo eso, también le da a la boda un matiz actualizado, oportuno en torno a 1800, e igual de novedoso después de casi dos siglos. El pacto de Austen con sus lectores nunca es puritano. Las historias tradicionales acaban con la satisfacción de los deseos; y con una frecuencia sorprendente, esto incluye los deseos materiales. La felicidad llega a La abadía de Northanger como un salón con ventanales hasta el suelo y vistas a los manzanos.

 

MARILYN BUTLER

Exeter College, Oxford

Julio de 1994