XXXIV
¿Debemos vacunar a nuestros hijos?
Pocas cuestiones médicas han causado tanta preocupación en padres y madres como las afirmaciones de que vacunas a bebés y niños pueden causar una serie de enfermedades. La epidemia de la gripe A de 2009, durante la cual el gobierno estadounidense recomendó que se vacunara a los niños en las escuelas, no fue más que la punta del iceberg de un debate que lleva abierto más de una década. Según quienes se oponen a la vacunación, ésta, en lugar de proteger frente a enfermedades mortales, puede causar graves problemas de salud, desde síndrome de muerte súbita del lactante a autismo. Estas afirmaciones, que no se apoyan en estudios científicos legítimos, han resultado en una reducción del número de niños que son vacunados y que con ello ponen sus vidas —y las de los otros niños con quienes están en contacto— en peligro. Se trata de un problema muy serio, que ha causado ya la muerte a niños.
La afirmación de que las vacunas son peligrosas es un buen ejemplo del poder de atención que tienen los titulares alarmistas. ¿Qué padre puede hacer oídos sordos a una advertencia de que la vida de su hijo puede estar en peligro?
La vacunación ha logrado eliminar plagas que periódicamente azotaban a la humanidad, entre ellas enfermedades mortales e incapacitadoras, desde la viruela a la polio. Ha salvado millones de vidas y es sin duda la iniciativa sanitaria pública más efectiva y más rentable desde el punto de vista económico. Aunque se atribuye al medico inglés Edward Jenner el haber demostrado el valor protector de las vacunas a finales de la década de 1700, existe constancia escrita de una forma de vacunación llamada variolación que data de hace casi mil años. Después de descubrirse que los supervivientes de la viruela eran inmunes a la enfermedad durante el resto de sus vidas, una monja budista comenzó a moler costras arrancadas a enfermos hasta reducirlas a polvo y después las insuflaba en el interior de las fosas nasales de quienes no habían tenido aún la enfermedad. Aunque algunas de estas personas llegaron a contraer la viruela, la incidencia de la enfermedad se redujo drásticamente. Para 1700 la variolación era una práctica común en China, India y Europa.
La peripecia de Jenner es un hito en la historia de la medicina. Este médico reparó que las lecheras, que por su trabajo estaban expuestas habitualmente a la viruela vacuna, rara vez desarrollaban la enfermedad. De hecho, las legendarias fábulas sobre hermosas lecheras estaban basadas en parte en el hecho de que sus rostros no solían estar desfigurados por la viruela. En 1796 Jenner inoculó a un niño de 8 años con fluido drenado de una pústula de viruela vacuna de una lechera —la vaca se llamaba Blossom— y seis semanas más tarde le expuso al virus de la viruela. El chico no desarrolló síntoma alguno. Aunque al principio Jenner fue criticado, conforme se hizo evidente que su método podía salvar la vida a muchas personas, las vacunas, del latín vaca, empezaron a emplearse en todo el mundo.
Hoy comprendemos que las vacunas protegen a personas de todas las edades de enfermedades al exponerlas al virus o a las bacterias que las causan, en una forma extremadamente débil, lo que hace que su sistema inmune produzca anticuerpos que lo protegen. Las vacunas modernas también contienen determinadas sustancias químicas que se han añadido para evitar el contagio y reforzar la protección. Los médicos recomiendan que lactantes y niños pequeños sean vacunados por primera vez de una serie de enfermedades potencialmente peligrosas y contagiosas que incluyen paperas, sarampión, meningitis y varicela, nada más cumplir un año, y una segunda dosis cuando empiezan la escuela infantil[69]. Por el contrario, los críticos de la vacunación afirman que ésta es por lo común innecesaria y que, en lugar de brindar protección, expone a los niños a una serie de problemas médicos graves. Citando estadísticas que parecen demostrar poca diferencia de resultados entre niños que han sido vacunados y niños que no, argumentan que los niños cuyo sistema inmune no se ha desarrollado por completo son más vulnerables, y que «sustancias aditivas altamente tóxicas» como formaldehído, mercurio y acetona pueden causar otras enfermedades, entre ellas daños cerebrales, ataques, parálisis, asma, trastornos de aprendizaje, ceguera y muerte súbita del lactante.
Aunque estas afirmaciones llevan haciéndose muchos años ya, la polémica saltó a la palestra en 1998, con la publicación de un artículo de un investigador británico llamado Andrew Wakefield en la respetada revista The Lancet. El doctor Wakefield, principal autor de este pequeño estudio, informaba de que estaba tratando a doce pacientes jóvenes aquejados de un problema intestinal cuando reparó en que seis de ellos que eran autistas habían recibido la vacuna triple vírica: sarampión, paperas y rubeola. La teoría era que la sustancia química timerosal, encontrada en el mercurio, afectaba al cerebro. A partir de ahí se dedujo, directamente, que ¡la vacuna causaba autismo! El hecho de que se publicara en una revista de sobrada solvencia le dio todavía más proyección y la historia llegó a titulares de todo el mundo. Los padres no sabían qué hacer, ya que esto parecía probar que todo en lo que habían creído era falso. En particular despertó un sentimiento de culpa entre padres de hijos autistas a los que habían vacunado. Debido a este estudio muchos padres empezaron a decidir no vacunar a sus hijos.
El verdadero problema de esta historia es que era una falacia. De hecho, con el tiempo The Lancet publicó una retractación. «Queremos dejar claro que en dicho artículo no se establecía una relación causal entre la vacuna triple vírica y el autismo, puesto que los datos eran insuficientes. Sin embargo, la posibilidad de que exista tal vínculo ha tenido implicaciones importantes en la salud pública, a la vista de lo cual consideramos apropiado retractarnos formalmente de la interpretación que hacía el artículo de los resultados». De hecho, diez de los trece autores que firmaban la publicación se retractaron también de algunas de sus conclusiones. En febrero de 2009 el Sunday Times londinense informaba: «El médico que prendió la chispa que hizo cundir la alarma sobre la seguridad de la vacuna triple vírica en niños e interpretó de forma errónea los resultados de su investigación, sugiriendo un vínculo entre la vacuna y el autismo [...] documentación médica confidencial y entrevistas con testigos han establecido que Andrew Wakefield manipuló los datos de sus pacientes, lo que disparó las alarmas».
Aunque el doctor Wakefield siguió negando haber actuado mal, en febrero de 2010 The Lancet se retrajo formalmente del artículo, admitiendo que «varios elementos incluidos en él [...] son incorrectos».
Pero a pesar de todas las retractaciones, el doctor Wakefield ha causado un daño tremendo. La puesta en cuestión de la seguridad de las vacunas ha invadido Internet y también la conciencia pública. Según el doctor Brian Ward, jefe del servicio de enfermedades infecciosas de McGill University Health Centre, «la renuencia de los padres a inocular a sus hijos como resultado del miedo generalizado a la triple vírica [sarampión, rubeola, paperas] generado por estos estudios tempranos ha resultado en epidemias de sarampión y con toda probabilidad a la muerte de varios lactantes en el Reino Unido». En 1998, antes de la publicación del artículo de Wakefield, en el Reino Unido había cincuenta y seis casos registrados de sarampión. En 2007 se dieron mil trescientos cuarenta y ocho casos confirmados y dos muertes, conforme las cifras de vacunación descendieron peligrosamente del 92 al 80 por ciento.
De hecho, desde las declaraciones de Wakefield se han hecho varios estudios serios, todos los cuales han concluido que no existe prueba alguna de un vínculo entre la vacuna y el autismo. Entre ellos hay uno publicado en 2002 en New England Jorunal of Medicine que informaba de un estudio danés en el que quinientos treinta y siete mil niños —la cifra más alta de niños estudiada hasta el momento— algunos de los cuales vacunados de la triple vírica y otros no, fueron seguidos durante seis años. Al cabo de ese plazo no se observaron diferencias entre los dos grupos; el número de casos de autismo era aproximadamente el mismo, lo que probaba que la vacuna no tenía influencia alguna en esta enfermedad.
El Departamento de Psiquiatría de la Universidad McGill investigó los efectos de la exposición al timerosal en niños pequeños haciendo un seguimiento de veintisiete mil setecientos cuarenta y nueve niños nacidos entre 1987 y 1998. Y aunque en general del número de niños aquejados de un desorden de desarrollo en la ciudad era alto, «las conclusiones descartaron una asociación entre trastornos de desarrollo generalizados y exposición a altos niveles [de timerosal] comparables a aquellos experimentados en Estados Unidos en la década de 1990 o [...] los contenidos en la vacuna triple vírica».
En enero de 2009 la vicepresidenta ejecutiva encargada de la comunicación de Autism Speaks, una asociación estadounidense dedicada al apoyo y la difusión del autismo, dimitió por la insistencia de la organización en gastar dinero para investigar sobre las vacunas. «Docenas de estudios científicos solventes han exonerado a las vacunas de ser responsables del autismo», escribió más tarde a modo de explicación. «Es una pregunta que ha sido formulada y respondida. [...] Tenemos que poder decir: “Sí, estamos convencidos de que la tierra es redonda”. La ciencia ha demostrado ya en repetidas ocasiones que no existe vínculo causal entre vacunas y autismo».
Por desgracia como pudo comprobarse durante del debate suscitado por la epidemia de gripe A, hay demasiados padres a quienes estas pruebas no han convencido aún. Un interesante estudio israelí realizado en el Safra Children’s Hospital trató de determinar por qué algunas madres se negaban a permitir que sus hijos recién nacidos fueran vacunados contra la hepatitis B. Sorprendentemente, de algo menos de doscientas madres, el 25 por ciento que no autorizaba a que su hijo fuera vacunado tenían un nivel de estudios elevado y una renta más alta que el 75 por ciento que «se fiaba del médico». La conclusión extraída fue que la negativa era una elección inteligente antes que una decisión fruto de la ignorancia, y ha llevado a muchas organizaciones a invertir más tiempo y dinero en educar a los padres novatos.
En 2004 los suizos llevaron a cabo una encuesta fascinante. Aunque una encuesta no posee el valor científico de un ensayo clínico como es debido, si incluye suficiente número de respuestas puede contestar a preguntas interesantes e importantes. Dado que los médicos ejercen un gran control sobre sus pacientes, investigadores de la Universidad de Ginebra se preguntaron cuántos médicos vacunaban a sus propios hijos. De mil diecisiete médicos que vacunaban a niños en su consulta —aproximadamente la mitad de los cuales eran pediatras— el 92 por ciento informaban de que seguían las recomendaciones oficiales referidas a vacunación para sus hijos pero, sorprendentemente, los que no eran pediatras tenían una mayor tendencia a no vacunar a sus hijos contra enfermedades propias de la infancia y esperaban a que fueran mayores. Los investigadores concluyeron que incluso los médicos continuaban teniendo ideas equivocadas sobre los peligros de la inmunización.
De manera que si un número significativo de personas con educación, incluidos médicos, continúan creyendo que las vacunas pueden ser peligrosas. ¿Cómo se les puede convencer de que el peligro verdadero reside en no vacunar a sus hijos?
No podemos subestimar el valor general de las vacunas a la hora de salvar vidas. Tomemos por ejemplo la viruela. Hubo un tiempo en que prácticamente cada niño debía ser inoculado contra tan temida enfermedad. Pero para 1980 los médicos dejaron de vacunar contra la viruela porque la vacuna había conseguido erradicar la enfermedad. La polio estuvo un tiempo entre las enfermedades infantiles más temidas, hasta que las vacunas de Salk y Sabin prácticamente la erradicaron. La hepatitis B es a menudo mortal. En el mundo hay ahora mismo cuatrocientos millones de personas con hepatitis B crónica y el 50 por ciento de los varones que están infectados y el 15 por ciento de las mujeres morirán de cáncer de hígado o de cirrosis. En Taiwán en las décadas de 1970 y 1980 se calculaba que el 15 por ciento de la población total estaba infectada de hepatitis B.
Después de que la FDA aprobara la vacuna contra la hepatitis B, el doctor Blumberg, que ganó el Premio Nobel de Medicina por el descubrimiento del virus de la hepatitis B, la saludó como la primera vacuna contra el cáncer. Y era cierto. Taiwán empezó a vacunar a todos los niños hace algo más de dos décadas, y desde entonces la incidencia de la hepatitis B crónica en el país ha caído hasta el 1,5 por ciento y la mortalidad por cáncer de hígado se ha reducido en un 75 por ciento. Esta primera vacuna anticáncer ha salvado decenas de millones de vidas y ahorrado miles de millones de dólares en gastos hospitalarios.
Aunque en algunas áreas el debate sea saludable, existe un gran peligro si los padres deciden no vacunar a sus hijos. Por ejemplo, el sarampión en Estados Unidos y Europa, donde la mayoría de los niños están vacunados, se ha convertido en una enfermedad relativamente infrecuente y que en general no reviste gravedad. Pero en todo el mundo se diagnostican veinte millones de casos al día y en 2005, trescientos once mil niños menores de 5 años murieron por su causa, una tragedia que convierte el sarampión en una de las principales causas de mortalidad infantil que pueden prevenirse con vacunas.
Pero debido a la publicidad negativa que tuvieron las vacunas en 2008 hubo en Estados Unidos algunos brotes de sarampión de importancia más o menos una década después de que el virus se hubiera declarado erradicado, cuando unas ciento veintisiete personas de varios estados enfermaron. Los trabajadores de los centros de control de enfermedades rastrearon la causa y descubrieron que gente que había viajado al extranjero la había contraído allí y contagiado a otros a su regreso al país.
Este tema ha dado lugar a situaciones complejas. En 2009 una familia de Rockland County, Nueva York, demandó a la archidiócesis de Nueva York por prohibir a su hija acudir a clases de religión por no estar vacunada. Aunque pidió ser exenta por motivos religiosos, la archidiócesis declaró: «Por la seguridad y el bienestar de nuestros estudiantes y comunidad escolar, nuestra política es que todos los alumnos deben estar vacunados. Todos los padres están de acuerdo y aceptan que se trata de un requisito para que sus hijos estudien en nuestros centros».
No hay duda de que las vacunas funcionan y que son perfectamente seguras. Antes de que una vacuna sea aprobada ha sido testada de forma extremadamente rigurosa, también con seres humanos. Incluso después de que una vacuna sea comercializada, si se tiene noticia de algún problema, éste se examina con todo cuidado, aunque sólo afecte a un reducido número de personas. Existe un consenso absoluto en la comunidad médica de que nunca antes en la historia han sido las vacunas más seguras ni beneficiosas para la salud general de un país. Aunque ninguna vacuna es eficaz al cien por cien, es decir, que ofrece protección total a la persona inoculada, sí protegen a la abrumadora mayoría de quienes las reciben.
Y sin embargo, todavía hay gente que se resiste a reconocer el mérito de las vacunas, aduciendo que la mejora de la higiene y las condiciones sanitarias así como otros tratamientos médicos ya estaban reduciendo las tasas de enfermedad antes de que las vacunas estuvieran disponibles. Citan brotes en los que tanto personas vacunadas como no vacunadas contrajeron la enfermedad, y estadísticas que parecen apoyar sus afirmaciones de que las vacunas no sólo no tienen valor médico, sino que son peligrosas. Aunque la frase «el 51 por ciento de las personas vacunadas contrajeron la enfermedad» puede sonar alarmante, me trae al recuerdo la observación de Mark Twain: «Hay mentiras, malditas mentiras. Y luego están las estadísticas». Estas cifras no cuentan toda la historia. Así es como mienten las estadísticas. Supongamos que novecientas noventa y cinco personas de una población total de mil son vacunadas contra el sarampión, lo que quiere decir que cinco personas no lo fueron. Durante un brote de sarampión estas cinco personas no vacunadas enfermaron, como también lo hicieron seis de las vacunadas. Técnicamente, se puede afirmar que gente que fue vacunada también enfermó, una afirmación que proyectaría dudas sobre la eficacia de la vacuna, que en realidad protegió a novecientas ochenta y nueve personas de las novecientas noventa y cinco que fueron vacunadas. Ésta es la clase de matemáticas que a menudo emplean los detractores de las vacunas.
También se podría argumentar que aquellas personas que no fueron vacunadas no llegaron a contraer la enfermedad. La razón de que esto sea posible es un fenómeno interesante conocido como inmunidad del rebaño. La premisa es bien sencilla. Cuantas más personas son inmunizadas contra una enfermedad contagiosa, más difícil es que dicha enfermedad se extienda a las personas que no han sido vacunadas. Si la primera persona que enfermó estuvo en contacto únicamente con una segunda persona vacunada, el contagio se detiene aquí, de modo que una tercera persona no estaría expuesta. Cuanto mayor es el rebaño vacunado, más segura estará la comunidad, incluso aquellos miembros que no hayan recibido la vacuna. Cuando un porcentaje suficiente de la comunidad es vacunada, la enfermedad probablemente no se extenderá. Hay un modelo matemático para esto que calcula qué porcentaje del grupo necesita ser inoculado para que el resto esté protegido, y también funciona a la inversa. Cuantas menos personas vacunadas, mayores las probabilidades de que toda la comunidad resulte afectada. El gran peligro del número de padres que deciden no vacunar a sus hijos es que su decisión afecta a todo el mundo. Puede dar lugar a un punto de apoyo para el virus, que puede extenderse y hacerse más fuerte[70].
El doctor Frank Domino, director del Family Medicine Clerkship y profesor adjunto de la Facultad de Medicina de la Universidad de Massachusetts, es también el editor de un libro y de la base de datos electrónica 5-Minute Clinical Consult, que médicos, enfermeras y profesionales de la salud de todo el mundo consultan habitualmente. El doctor Domino ha combatido en primera línea la batalla contra el miedo. «Además de médico soy padre, y tengo un sobrino autista profundo. Mis pacientes me preguntan y también he visto a mi familia hacerse preguntas sobre la conveniencia o no de las vacunas. Cuando me expresan sus preocupaciones les pido que me cuenten lo que han oído y lo que saben al respecto. Les explico que las vacunas han reducido o eliminado el riesgo de algunas enfermedades muy graves, como la Haemophilus influenzae, una bacteria que puede causar meningitis e incluso la muerte. Desde que se encontró la vacuna, la tasa de enfermedad ha desaparecido prácticamente, pasando de miles de niños muertos al año a menos de doscientos o trescientos, y los infectados casi siempre son niños no vacunados. Les digo también que las vacunas no son algo malo y que salvan muchas vidas. Siempre les pregunto si dejarían a sus hijos ir en coche sin el cinturón de seguridad puesto. La respuesta es: claro que no. Entonces les recuerdo que el riesgo de tener un accidente de coche de camino a casa es mayor que el de que sus hijos tengan una reacción inversa a una vacuna. Si les preocupa en concreto el problema del autismo, les muestro estudios médicos que prueban que la tasa de inmunización en determinadas poblaciones ha permanecido sin cambios en las últimas dos décadas y que sin embargo, la tasa de autismo se ha disparado. Las tasas de vacunación no han cambiado, el diagnóstico del autismo, sí. Entiendo a los padres. Mi sobrino tiene 17 años y autismo profundo. Sus padres se preguntan si ello es resultado de las vacunas que recibió de pequeño. El autismo se le manifestó más o menos cuando fue vacunado de la triple vírica y no estoy seguro de que sus padres no sospechen de una correlación entre ambas cosas. Lo han pasado muy mal, y he podido ver cómo afecta esta enfermedad a una familia entera. Por lo general les digo a mis pacientes que si deciden no vacunar a sus hijos seguiré siendo su médico, pero les advierto de los peligros que corren. También les recuerdo la teoría de la inmunidad del rebaño, señalándoles que al decidir no tenerlos están poniendo en peligro también a otros niños. Hago todo lo posible por que no se sientan culpables, pero les dejo claro que están asumiendo un riesgo grande y del todo innecesario».
Todas las organizaciones de salud estadounidenses importantes, incluido el National Institutes o Health, la American Academy of Pediatrics y los Centros para el Control de Enfermedades, recomiendan que la mayor parte posible de los cuatro millones de niños que nacen cada año en el país reciban las vacunas correspondientes antes de los 6 años. Y para aquellos padres que siguen preocupados, por razones varias —y ninguna de ellas relacionada con el autismo— el timerosal está siendo retirado de la composición de las vacunas en que se utilizaba[71].
Las vacunas son armas muy poderosas en la batalla contra la enfermedad. Quienes proclaman sus efectos negativos han sido científicamente refutados. Las vacunas salvan vidas. Punto.
El consejo del doctor Chopra
La ecuación es bien simple: está demostrado que las vacunas salvan vidas mientras que no existen casi pruebas de que supongan un riesgo para la salud de los niños. Por lo tanto hay que vacunar a los niños. Toda organización médica responsable aconseja a los padres que vacunen a sus hijos. Aquellos que se niegan deben entender que su decisión supone un peligro para la comunidad y el riesgo de que regresen enfermedades que se creían erradicadas.