Lamentablemente, la paz entre Israel y los palestinos, y entre Israel y el mundo árabe, sigue siendo exclusivamente una cuestión de esperanza, de conjeturas y de especulaciones. Desde hace algunos años parece como si cada vez se alejara más de nosotros. Pero, precisamente ahora —y tal vez con mayor ímpetu—, no debemos dejar de pensar en la imagen de esta paz que se aleja y hacer una especie de «masaje» permanente a nuestra forma de pensar en ella y en cómo nos la imaginamos.
Tras el fracaso de los acuerdos de Oslo, hace unos diez años, muy pocos han tenido el valor de liberarse del infierno de la cotidianidad —tanto en Israel como en Palestina— para recordar que existe la posibilidad de una vida distinta y pacífica entre estos enemigos encarnizados. Si dejamos de recordar que existe una posibilidad de paz, si no hacemos esfuerzos continuos para imaginarla como una opción realista, como una alternativa a la situación existente, solo nos quedaremos con la desesperación generada por la guerra, la ocupación y el terrorismo, con la desesperación que instiga la guerra, la ocupación y el terrorismo.
Esta tarde quisiera referirme a un aspecto de las posibles repercusiones de la paz entre Israel y sus vecinos, es decir, en qué medida esta paz podría ayudar a Israel a sanar de las enfermedades y disfunciones que perturban su salud y su desarrollo normal como Estado y como sociedad. Debido a la escasez de tiempo, no trataré de cuestiones no menos importantes, como el efecto de una posible paz en Oriente Medio en general, y con el mundo árabe y con los palestinos en particular. Tampoco podré referirme a un tema que considero importante: el futuro de las relaciones entre la mayoría judía y la minoría árabe en el Estado de Israel. Pero trataré de hacer hincapié en temas que generalmente obviamos cuando intentamos describir e imaginar la paz que un día llegará.
En primer lugar, me parece que lo esencial de la capacidad y de la disposición para imaginar una situación de paz es creer que nosotros, los israelíes, tenemos un futuro. Ni siquiera me refiero a un futuro bueno o malo, sino a lo esencial de la posibilidad de tener un futuro. A la firme creencia de que Israel seguirá existiendo muchos años. Una posibilidad de la que mucha gente en Israel no está completamente convencida.
Tal vez la raíz del vínculo casi inconsciente entre «paz» y «futuro» en la lengua hebrea se deba a que la corta historia del Estado de Israel, y la mucho más extensa del pueblo judío, casi no han conocido largos períodos de paz, de sensación de tranquilidad, de seguridad y de ausencia de peligros. De manera que, en la conciencia judía e israelí, la palabra paz siempre va unida a un voto de esperanza, y no precisamente a una situación existencial concreta. Parece que, en hebreo, la palabra paz tiene una característica que la hace única: es un sustantivo en el interior del cual se esconde, como un pasajero clandestino, un verbo con una flexión permanente de futuro.
La esperanza de paz también es uno de los elementos fundamentales de la plegaria judía y de los oráculos de consolación de los profetas de Israel. Solo en el futuro o, mejor dicho, solo al final de los tiempos, dice el profeta Isaías, «no levantará espada nación contra nación, ni se adiestrarán más para la guerra»,1 y solo en el futuro, al final de los tiempos, el rey David promete a Jerusalén que «habrá paz en tus muros y tranquilidad en tus palacios».2
Dice también el profeta Isaías (Is 65, 19-20): «Me alegraré por Jerusalén y me regocijaré por mi pueblo, y ya no se oirán en ella gemidos ni llantos; ya no habrá allí niño que viva pocos días o viejos que no colmen sus días, pues el joven morirá a los cien años». (Seguro que se imaginan cómo repercute esta frase en la realidad israelí actual, donde hay tantos padres que entierran a sus jóvenes hijos.) Cierto, ese vínculo entre la «paz» y el «fin de los tiempos» tiene esperanza y belleza, pero por otro lado, dado que en la conciencia judía-israelí el «fin de los tiempos» se concibe generalmente como una noción abstracta, utópica e imposible, la paz también se considera un concepto abstracto, utópico e imposible. Una especie de horizonte que, cuanto más te acercas a él, más se aleja él de ti.
Así pues, reflexionar seriamente en una esperanza de paz equivale a desear la posibilidad de un futuro. De un futuro como pueblo y como Estado. No debemos tomarnos esto a la ligera: para la mayoría de los israelíes no es una posibilidad evidente por sí misma. Me parece que no hay muchos otros pueblos que tengan una visión tan desconfiada y escéptica con respecto a la probabilidad de un futuro, de una continuidad y de una permanencia en el lugar donde viven. Cuando en un periódico norteamericano leemos, por ejemplo, que Estados Unidos planifica la producción de trigo para el año 2025, nos parece algo absolutamente lógico y natural. Pero ¿qué israelí se atrevería a hablar de la planificación de la producción lechera en Israel dentro de veintiún años?
En cuanto a mí, cuando pienso en conceptos temporales futuros con respecto a Israel, inmediatamente siento remordimientos, como si hubiera transgredido algún «tabú», como si me hubiera permitido una cantidad excesiva de futuro.
Es interesante subrayar que, a pesar de que el judío sea un pueblo tan antiguo e ininterrumpido desde el punto de vista de su conciencia histórica y su identidad, parece como si una parte sustancial de su autodefinición fuera la sensación de una destrucción inminente, de que el infortunio se cierne sobre él. Todo judío expresa este sentimiento durante la celebración de la Pascua, cuando lee en la Hagadá:3 «Porque en cada generación se levantan contra nosotros para aniquilarnos». Evidentemente, este es un sentimiento que no cristalizó debido a delirios paranoicos, sino por motivos históricos. Pero la pregunta que nos interesa es: ¿acaso vivir en una situación prolongada de paz y de seguridad existencial puede, en algún momento, hacer cambiar esta sensación, esta amarga concepción del mundo tan profundamente arraigada en el alma del judío, esta autoaprehensión que configura su existencia entre las otras naciones como una existencia «condicionada», frágil, problemática y anómala?
Otra cuestión se desprende de la anterior: ¿cómo sería vivir sin el enemigo?
Imagino que a algunos esta pregunta les puede parecer extraña. Especialmente a los que han nacido después de la Segunda Guerra Mundial. Pero yo, como cualquier israelí, no sé lo que es vivir sin el enemigo. Ignoro lo que significa vivir sin la presencia permanente de una amenaza existencial, sin verme obligado a parapetarme, a defenderme y a ser agresivo con los que amenazan mi casa y, en más de una ocasión, mi vida.
Imagino que, aunque en un futuro se alcance un acuerdo de paz, este será —por lo menos durante los primeros años— muy inestable y estará impregnado de atentados terroristas y de actos de violencia por ambas partes, de manera que no nos enfrentaremos inmediatamente al «problema» de vivir sin el enemigo. Pero deseo que las futuras generaciones deban hacerlo.
Será un gran desafío: aprender a llevar una existencia que no esté rodeada de hostilidad, angustia y violencia. Vivir con la sensación de una existencia ininterrumpida y mirando hacia el futuro. Educar a los hijos partiendo de conceptos y creencias que no estén inevitablemente moldeados por el miedo a la muerte. Criar a los hijos sin el temor cotidiano de que te los pueden arrebatar en cualquier momento. Quizás entonces descubramos poco a poco que, además de desprendernos de los temores, también podemos empezar a renunciar a ciertos elementos del ethos israelí que no pocos de nosotros hemos forjado durante los conflictos armados: el considerar la fuerza como un valor por sí misma.
En virtud de la desmesurada admiración por la fuerza y sus agentes —el ejército y sus mandos—, una y otra vez se elige a militares para dirigir al Estado, los cuales lo obligan a actuar según su estrecha mentalidad castrense, a llevar a cabo una guerra interminable.
(Es absolutamente lógico que un pueblo en permanente estado de guerra quiera que sus dirigentes sean hombres de guerra. Pero ¿no será que el hecho de que los dirigentes sean militares hace que este pueblo se encuentre siempre en una situación de guerra, de conflicto continuo?)
Si tuviéramos una vida de paz, tal vez podríamos curarnos un poco de la necesidad compulsiva que muchos de los nuestros tienen de una existencia con cierta «unidad» artificial, para ellos santificada, destinada a fortalecer, por así decirlo, nuestra posición frente a todo lo que sea susceptible de perturbar nuestra estabilidad como sociedad y como pueblo. Pero en la situación de ansiedad existencial en la que estamos inmersos, un nuevo desafío, una nueva expectativa, incluso una nueva esperanza, más de una vez son percibidos como una amenaza para la estabilidad, aunque se trate de una estabilidad bastante lastimosa. Observen, si no, la inquietante y obstinada respuesta de Israel a las insinuaciones de paz que últimamente vienen repitiéndose desde Siria.
La sensación de asedio y el miedo ante lo que se trama contra nosotros al otro lado de la frontera, crean inevitablemente el ansia de un consenso interior a cualquier precio; consenso que a veces se parece más al instinto de repliegue apresurado de un rebaño atemorizado. Pero el día que no nos veamos obligados a definirnos permanentemente en términos de guerra o de asedio, cuando podamos liberarnos lentamente de las fórmulas rígidas, estrechas y unidimensionales del «quién está con nosotros», «quién está contra nosotros», quién pertenece al «nosotros» y quién es un perfecto extranjero (y, como tal, sospechoso de ser un enemigo), tal vez aprendamos paulatinamente a ser más pacientes con las opiniones y las voces de los otros en todos los ámbitos, tanto en el de la política como en el del arte, el de las orientaciones sexuales, el de las relaciones hombre-mujer y, por supuesto, el de las tensas relaciones, siempre presentes, entre árabes y judíos en el seno del Estado de Israel.
Si alguna vez llegamos a la situación de no tener enemigos, tal vez también consigamos liberarnos de la tan conocida tendencia israelí a afrontar la realidad con la actitud del eterno superviviente, una actitud casi «programada» —o condenada— a, antes que nada, definir las situaciones con las que se enfrenta en términos de amenaza, de peligro, de trampa o de salvación audaz. El superviviente que intenta ignorar lo que puede distorsionar la imagen de su mundo y frenar su reacción, también tiende a ignorar los medios tonos, los matices, de manera que, al final, ya no percibe la complejidad de la realidad con todas sus tonalidades, contradicciones y promesas. En otras palabras: casi se obliga a seguir manteniendo su visión fraccionaria, distorsionada, sospechosa y temerosa de la realidad, y en consecuencia, desgraciadamente, a materializar sus miedos y obsesiones.
¿Conseguiremos liberarnos por fin de la paralizante paradoja existencial del pueblo judío, cuya historia ha sido la de sobrevivir para vivir, y que actualmente, por lo menos en Israel, se limita a vivir para sobrevivir?
Los instintos de lucha y de supervivencia siguen minando los fundamentos de la sociedad israelí. Como si, tras más de un siglo de incesantes luchas militares y políticas, de guerras, de operaciones militares, de permanentes estados de alerta y de interminables ciclos de venganzas y de represalias, la desconfianza y la hostilidad hacia el otro, hacia el enemigo, a las que los israelíes están acostumbrados, se hubieran transformado en un método de respuesta y de comportamiento casi automático hacia todos, aunque sea un familiar, incluso un hermano.
Nosotros, los israelíes, demostramos muy poca comprensión hacia los israelíes que no pertenecen a nuestro «grupo» o a nuestra «tribu». ¡Con qué rabia y con qué desprecio tratamos los auténticos sufrimientos de los israelíes que no son «nosotros»! Como si nuestro prolongado y automático rechazo a reconocer el más mínimo sufrimiento de los palestinos —no fuera caso que afectara a nuestra integridad— hubiera terminado haciendo mella en nuestro recto entendimiento y en nuestro natural instinto de familia. Así, progresivamente, se ha ido debilitando la simpatía y la solidaridad que muchos israelíes sienten hacia otros grupos de su comunidad. Así se ha desarrollado la profunda hostilidad entre laicos y religiosos, entre nuevos inmigrantes, inmigrantes de antiguo e israelíes de nacimiento, entre pobres y ricos, entre judíos israelíes y árabes israelíes. Así se ha menoscabado la cohesión social y cívica, y la identificación con el Estado y sus objetivos. Así se ha erosionado un valor judío básico, el del beneplácito recíproco. Así los israelíes han perdido lentamente uno de los bienes más preciados de un pueblo: el sentimiento de identidad nacional.
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Unas palabras acerca de la seguridad. No soy un experto en la materia, y podría ser que los profesionales tacharan mis palabras de intuición de un auténtico aficionado. Sin embargo, intentaré decirles cosas que incluso un ignorante como yo puede comprender.
El concepto de seguridad no solo tiene explicación en un ejército fuerte. En un sentido más amplio, también explica una economía fuerte y estable, pocas fracturas sociales y mucha cohesión nacional, una buena educación, un sólido estado de derecho, la identificación de los distintos grupos sociales con el Estado y sus objetivos, la elección de las élites de permanecer en el país y poner sus capacidades a su servicio.
Hoy Israel tiene un ejército fuerte, y esto es bueno. Oriente Medio sigue siendo una región peligrosa, violenta e imprevisible. Si algún día reina en ella la paz, Israel siempre deberá permanecer en guardia y prepararse para las sorpresas. Israel tiene un ejército fuerte, a pesar de que se va debilitando, incluso desde el punto de vista moral, porque buena parte de sus operaciones van dirigidas contra civiles, mujeres y niños en los territorios ocupados palestinos. En Israel, el ejército sigue cumpliendo su función de defender la seguridad del Estado, pero muchos de los componentes de la seguridad tienen defectos o están ausentes: cuatro años después del estallido de la intifada, la economía israelí se encuentra sumida en una recesión que no se daba desde los años cincuenta del siglo pasado. En el transcurso de estos cuatro años, el déficit se cifra en 90 billones de shekels. La pobreza, la hambruna y el desempleo aumentan a una velocidad alarmante y son testimonio de la mala situación en la que se encuentran los sistemas de ayuda y de bienestar social, así como el estado de derecho. La diferencia entre los ingresos de la población más favorecida y los de la más desfavorecida es una de las más elevadas del mundo. Cuanto más grave es la situación de la seguridad, más aumenta el peso sobre el PIB y más se debilita la posibilidad del gobierno de disminuir esa diferencia entre clases sociales. Por primera vez en Israel, la ciudadanía habla de una amplia —y violenta— insurrección social.
Pero las fisuras en lo concerniente a la seguridad son todavía más profundas y significativas: en los últimos años, los de la segunda intifada, los israelíes están sumergidos en una realidad en la que la gente está literalmente destrozada. Familias enteras han sido aniquiladas en un abrir y cerrar de ojos, miembros humanos han quedado esparcidos por bares, centros comerciales y autobuses. Estos son los componentes, que se mezclan unos con otros sin diferenciación alguna, de la realidad y de las pesadillas de los israelíes. A los niños no se les permite ver películas violentas, pero ven los peores horrores en los telediarios. Actualmente, la cotidianidad israelí transcurre en gran medida en las franjas precivilizadas, primitivas y bestiales del terrorismo. Se actúa contra los israelíes con una gran violencia, pero no menor que la que ellos utilizan contra los palestinos. Hoy, ser israelí significa vivir, en gran medida y en todos los sentidos, en un estado de perdición y de desintegración: la del propio cuerpo, la privada —cuya fragmentación queda expuesta a la vista una vez tras otra—, y la pública, la general. En los últimos años han aparecido profundas grietas en diversos órganos del gobierno, en el poder judicial y en los tribunales, en la credibilidad del ejército y de la policía, y en la confianza que el público concede a la integridad personal y pública de sus dirigentes.
Según una encuesta llevada a cabo el año pasado, con ocasión de la festividad del Año Nuevo, la mayoría de los israelíes no confían en que Israel pueda asegurar un futuro mejor a las nuevas generaciones; una cuarta parte de los encuestados dijeron que estaban sopesando seriamente la posibilidad de emigrar. Cientos de israelíes se amontonan semanalmente ante las puertas de la embajada de Polonia en Tel Aviv para pedir la nacionalidad polaca. (Piensen en la terrible ironía que hay en eso: ¡Polonia!) Así pueden solicitar otro pasaporte que les facilite la entrada en un país de la Comunidad Europea, ya sea por necesidades económicas como, por supuesto, para tener otra opción de refugio y de huida de Israel.
Porque, tras cincuenta y seis años de soberanía e independencia, la tierra sigue temblando debajo de nuestros pies. Israel todavía no ha conseguido que sus habitantes tengan la sensación de que el país es su casa. Tal vez tengan el sentimiento de que es su fortaleza, pero todavía no su hogar. El Estado de Israel todavía no ha conseguido calmar, en el corazón de muchos de sus habitantes, el impulso tan judío, humano y comprensible, de buscar sin cesar posibilidades de existencia alternativas y posibles lugares de refugio.
La responsabilidad de esta situación no es única y exclusivamente de Israel. Los miedos israelíes no solo son producto de la imaginación ni fruto de los errores israelíes. Oriente Medio nunca ha considerado que Israel fuera una parte integrante de la región, que existiera por sus méritos, no como un favor. Los países árabes nunca han demostrado tolerancia ni comprensión por la especial posición de Israel ni por el destino del pueblo judío, y no se les puede eximir de su parte de responsabilidad en la tragedia de la región. Así pues, no es sorprendente que, teniendo en cuenta a sus vecinos, los israelíes no se sientan en casa en su patria histórica.
Aunque la mayoría de los israelíes piensen —como dice una canción popular— que «no tengo otro país», parece que, tras cincuenta y seis años de independencia y soberanía, el sentimiento dominante del israelí con respecto a su patria es menos el de saber que se encuentra en su lugar natural, e incontestablemente seguro, que el de que vive en un territorio que debe disputar a sus vecinos, que probablemente también tengan derechos sobre él. Un lugar que sigue siendo un territorio de contiendas y calamidades, un territorio que quizás alguna vez, en un futuro imprevisible, sea un hogar de verdad y conceda a los israelíes lo que una casa debe dar a sus moradores.
¡Qué duro sentimiento! El objetivo central del sionismo —por no hablar de la aspiración religiosa y espiritual hacia Sión durante los siglos que precedieron al sionismo político— era que los judíos pudieran volver a su hogar y crear un lugar único en el mundo donde el judío, como individuo y como pueblo, se sintiera realmente en casa. No como un huésped ni como un extranjero, con más o menos sufrimientos, ni como un parásito, sino como uno más de la casa y como el dueño de la misma. Porque todavía no hemos merecido el descanso y la heredad.4
No pretendo en absoluto minimizar los importantes logros de Israel. A pesar de las «condiciones iniciales» casi imposibles, y en un contexto de lucha continua por la supervivencia, Israel ha instaurado un régimen democrático, absorbido a millones de inmigrantes, creado una cultura, renovado una lengua, producido una de las agriculturas más avanzadas del mundo, organizado uno de los ejércitos más fuertes del planeta (en el mundo de la guerra, con el trasfondo de la historia judía en la que el pueblo de Israel había estado desprovisto de medios de defensa, un ejército también es motivo de orgullo), y se ha convertido en líder en el mundo de la alta tecnología. En resumen, Israel tiene en su haber grandes logros y, además, un enorme potencial todavía no completamente materializado, entre otros, por los motivos que les estoy diciendo.
Por ejemplo, el tema de «sentirse en casa»: creo que la convicción personal de los israelíes en lo que concierne a la definición de «hogar» —de hecho, a la definición de su identidad nacional como israelíes—, será mucho más fuerte cuando Israel se haya retirado de los territorios ocupados y separado del pueblo palestino sometido. Quiero precisar que, a mi modo de ver, la ocupación no es la causa primordial de la hostilidad de los países árabes hacia Israel. Esa hostilidad existía ya antes de la guerra de 1967, cuando se conquistaron los territorios que actualmente son el quid de la cuestión. También creo que, si algún día la ocupación termina, nada cambiará rápidamente. Pero el fin de la ocupación podría empezar a desenredar la madeja de este conflicto, a reducir gradualmente la llama del odio histórico, nacional y religioso hacia Israel y, en consecuencia, a deshacer algunos «enredos» en el seno de la sociedad israelí.
Me parece que parte de la dura segmentación de la sociedad israelí de hoy en día se debe a que, en el pensamiento de la mayoría de los judíos que viven en Israel, los «territorios ocupados» no coinciden —consciente y emocionalmente— con las fronteras de la identidad israelí. Evidentemente, en la conciencia del judío religioso estos territorios forman parte de su identidad porque estaban comprendidos en la promesa divina a Abraham. En Hebrón se encuentra la cueva de la Majpelá; en Belén, la tumba de Raquel; en Silo, el arca de la alianza, y en los campos de Belén José pastaba el rebaño de su padre, Jacob.
Sin embargo, parece que el calor de la «combustión interna» de la identidad israelí y del sentimiento auténtico de hogar llega, en la conciencia de la mayoría de los israelíes, hasta la línea verde, pero no más allá. Esto tiene una demostración muy simple: en las últimas décadas, los gobiernos de Israel han invertido cientos de millones de dólares en los asentamientos y los colonos. Lo que se ha dado en llamar «el proyecto de asentamientos» ha sido la empresa nacional más vasta y dispendiosa de Israel desde su creación. Un gigantesco mecanismo de propaganda, de seducción y de persuasión —ideológica, religiosa y nacional— aplicado por todos los gobiernos de Israel, de derechas y de izquierdas, para que los israelíes se afincaran allí en masa. A los interesados se les ofrecían unos beneficios económicos exagerados, escandalosos. Sin embargo, casi cuarenta años después, en los asentamientos viven menos de 250.000 israelíes, la mayoría niños nacidos allí. Es decir, la población de colonos es aproximadamente la misma que la de una ciudad israelí de tamaño medio.
De manera permanente, en todas las encuestas y sondeos que se han hecho en los últimos once años, después de los acuerdos de Oslo, alrededor de un 70 por ciento de los israelíes están de acuerdo con la partición del país en dos estados. Tal vez la idea no les entusiasme mucho, pero comprenden que no hay otra salida. Cualquier israelí sensato comprende que la ratificación del plan de partición de Ariel Sharón en la Knéset, el pasado octubre, significa el reconocimiento, por parte de la derecha, del fracaso de su ideología, que creía en la posibilidad de dominar todos los territorios de la Tierra de Israel. Por ello vuelvo a decir que el calor de la «combustión interna» de la identidad israelí y del sentimiento auténtico llega, para una mayoría en Israel, hasta la línea verde, pero no más allá. A partir de esta línea, cambia su naturaleza: o se enfría y debilita con indiferencia, ajena a lo que allí ocurre, o se transforma en el exagerado apasionamiento de los colonos y de los judíos mesiánicos.
Dicho en otros términos: se ha creado una situación absurda y devastadora en la que, desde hace casi cuarenta años, las instituciones oficiales del Estado invierten gran parte de la energía nacional, de las inversiones económicas, emocionales y humanas, y del entusiasmo político y nacional, en un territorio por el que la mayoría de los israelíes no tienen un sentimiento de pertenencia plena, natural y armoniosa.
Quiero tener la esperanza de que renunciar a los territorios, y también a la ocupación, devuelva a la mayoría de los israelíes el sentimiento auténtico de la experiencia de su identidad. Entonces, por primera vez desde hace años, tal vez desde el inicio del sionismo político, desde que se trazaron las fronteras del futuro Estado —y luego las del Estado de Israel—, estas coincidirán con las fronteras de la identidad.
Se trata de una percepción casi intangible. No me resulta fácil formularla, tal vez porque todavía no la he experimentado y solo puedo soñar con ella. Me refiero a la manera en que un pueblo toma conciencia de sí mismo y de su identidad, como cuando un cuerpo sano puede establecer una relación afectiva y «neuronal» completa con todas sus partes, superficies y límites, cuando se ha liberado de los conflictos, dilemas y rivalidades entre sus miembros. Unas rivalidades que le amargaban la vida hasta el punto de amenazar su existencia.
Por no hablar del gran alivio que podremos sentir cuando termine la ocupación. Creo que ni siquiera la mayoría de los israelíes que desean controlar el Gran Israel quieren ser ocupantes. Reivindican la tierra, pero no desean la situación de ocupación ni, por supuesto, ningún contacto con los sometidos, contacto que a cualquier persona normal, aun siendo un extremista, le provoca sentimientos de injusticia y de culpabilidad.
No me cabe ninguna duda de que la mayoría de los israelíes, incluso aquellos cuyas opiniones políticas se sitúan en el centro, o a la derecha de él, son conscientes del dilema moral que plantea la ocupación. Aunque la justifiquen con argumentos bien elaborados o que eficientemente la sitúen debajo del umbral del conocimiento, siguen siendo conscientes de la gravedad del dilema moral. Viven en una situación continua de conflicto, pero no solo con el exterior —con sus enemigos—, sino también consigo mismos y con sus valores.
Porque, en su fuero interno, nadie ignora cuándo comete una injusticia o participa en ella. En el fondo del corazón de cualquier «ser racional» y sano de espíritu, hay un lugar en el que no puede desentenderse de sus actos ni de las consecuencias de los mismos. Aunque se reprima, la desazón que crea la injusticia sigue existiendo, con sus efectos y su precio. ¡Qué alivio y qué sensación de reparación, en el sentido espiritual más profundo del término, sería verse liberado de la ocupación y de los conflictos —evidentes u ocultos— que esta provoca a cada momento!
Tal vez sea preciso recordar algunos trastornos que no se suelen evocar cuando se habla del precio que Israel debe pagar en la actual situación, un estado de ocupación en el que no se vislumbra ninguna esperanza de paz: el gran sentimiento de pérdida que se propaga entre aquellos para los cuales Israel era un sueño y una esperanza de construir una sociedad moral y justa, con una visión humanista y espiritual, y que consiguiera combinar la vida moderna con la moral de los profetas y los valores más sublimes del judaísmo. Y también la decepción que nos hace sentir el hecho de que nosotros, los judíos, que siempre hemos sido recelosos y cautelosos con el poder, en cuanto lo hemos ostentado se nos ha subido a la cabeza. Ebrios de poder y de autoridad, sufrimos los males que un poder absoluto provoca a naciones mucho más potentes y sólidas que Israel: fuerza y autoridad ilimitadas, y una tentación no acotada de causar daño a los desprotegidos, explotarles económicamente, humillarles culturalmente y ridiculizarles desde el punto de vista personal.
También quiero hablar del precio de una vida sin esperanza. Del fatalismo y del derrotismo por culpa de los cuales tantos israelíes viven creyendo que la situación jamás cambiará, que la espada siempre les devorará, que una especie de «sentencia divina» nos condena a matar y a ser matados eternamente. A este respecto pienso que, hace cincuenta o sesenta años, las comunidades judías que vivían en el joven Israel estaban dispuestas a cualquier sacrificio porque sabían que su objetivo era justo. Pero, actualmente, a no pocos en Israel dicho objetivo ya no les parece justo, y más de una vez ni siquiera ven con claridad cuál es. Esta ausencia de sentido y la falta de confianza en la autoridad y en su proceder, corroen lentamente lo que es más profundo: creer en la justa existencia del Estado de Israel. Esta desconfianza interior refuerza las posiciones de determinados círculos para los cuales todo el Estado —no solo los asentamientos— es una injusticia colonial y capitalista de un régimen de apartheid carente de motivos históricos, nacionales y culturales, y, en consecuencia, desprovisto de legitimidad.
El fin de la ocupación podría sanar algunas de esas heridas internas. No creo que un cambio tan rotundo vaya a tener lugar dentro de poco, pero, aunque ocurra dentro de una o dos generaciones, Israel podría empezar a enderezar la desviación de su ethos. Si esto sucediera, tal vez se abriría una nueva posibilidad: la creación de una síntesis fascinante entre dos modelos fundamentales del pueblo judío; por un lado, el modelo del judío israelí que vive en su país formando parte de su tierra y de su paisaje, el hombre enraizado que vive su cotidianidad y su realidad, con sus diferentes estratos y sus contradicciones, y por otro, el modelo del judío universal y cosmopolita que tiene la aspiración y la visión de cumplir una misión espiritual y moral, de llevar la «luz a los gentiles», de ser el portavoz de los débiles y de los oprimidos, estén donde estén, de ser el representante de un sistema de valores claro y firme, y que saca la fuerza de las ideas, del razonamiento, de una responsabilidad ética para la que cada individuo es una gran creación, singular y única, en el espíritu del profeta Isaías y en el de pensadores modernos como Franz Rosenzweig, Martin Buber y George Steiner.
¡Piensen un momento en la posible fusión de estos dos modelos! Piensen en un Israel capaz de hacerse un lugar, nuevo e insólito, en la familia de las naciones; en un Israel como Estado soberano, seguro de sí mismo, para el cual una parte importante de su identidad, de su herencia y de su potencia fuera el compromiso humano universal, la implicación en las miserias del mundo, la posición moral en cuestiones sociales, políticas y económicas, y la ayuda humanitaria allí donde fuera requerido. En otras palabras, un Estado de Israel que volviera a ocupar su lugar y a cumplir la vocación histórica y moral de su pueblo en la historia de la humanidad.
A veces un pensamiento se introduce en mi corazón: ¿qué habría pasado si Israel hubiera conseguido constituirse y mantenerse como una creación nacional única en su género y no se hubiera transformado, con una rapidez sorprendente, en una pálida imitación de los estados y sociedades occidentales? ¿Qué habría sucedido si Israel, desde un buen principio, hubiera optado por una elección nacional y social valiente y muy alejada de aquella en la que hoy en día se encuentra atrapada? ¿Por una opción que hubiera combinado lo que se acostumbra a denominar «el genio judío» y los más sublimes valores judíos y universales con un sistema económico y social humano que diera más valor al hombre que al dinero y a la competitividad destructora? ¿Por una alternativa que hubiera tenido una chispa particular, incluso genial, como la que en un principio tuvo la idea del kibutz, antes de que se erosionara y desintegrara, o como la de los éxitos del judaísmo en muchas y variadas áreas del conocimiento humano: ciencia, economía, arte y filosofía?
Sé que mis palabras son utópicas, incluso ingenuas. Todo lo que aquí digo tiene algo de utópico, de anhelo del corazón. Podría ser que parte de mi proceso de curación —tal vez no solamente mío— de la enfermedad casi crónica llamada «situación», fuera volver a creer en la posibilidad de escapar de la cotidianidad restrictiva y desesperante, del gran error que se apega a nosotros y nos ahoga, del cinismo que aplasta cualquier esperanza y elevación espiritual.
Debo admitir que soy un gran adepto de la «ingenuidad adquirida». Es decir, de la decisión firme y consciente de ser un poco ingenuo precisamente en una situación casi descompuesta debido a la sobriedad y el cinismo que desde hace años nos están conduciendo a la ruina. Se trata de una ingenuidad que sabe y conoce bien lo que tiene delante, frente a ella, pero también que la desesperación crea más desesperación, odio y violencia, mientras que lo que lentamente puede provocar la esperanza —aunque sea fruto de esta misma «ingenuidad adquirida»— son mecanismos de expectación, de creencia en una posibilidad de cambio, de escapatoria de un sentimiento de sacrificio permanente.
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He hablado del sentimiento de identidad y de hogar que un acuerdo de paz podría otorgar a Israel. Pero no se puede hablar de una casa sin referirse a sus paredes, a las fronteras. Durante sus cincuenta y seis años de existencia, Israel no ha conocido una década con fronteras permanentes y estables. En 1947 se estableció la frontera internacional que, como consecuencia de la guerra de 1948, enseguida fue otra. En 1956, la frontera sur cambió tras la guerra con Egipto y la conquista de la península del Sinaí. Después de la guerra de los Seis Días, en 1967, la superficie de Israel se quintuplicó y sus fronteras norte, este y sur cambiaron radicalmente. La guerra de 1973 y la paz con Egipto, en 1977, volvieron a cambiar las fronteras, dejando a Israel fuera de la península del Sinaí. Durante la guerra del Líbano, en 1982, el ejército israelí penetró en territorio libanés y, de hecho, la frontera norte avanzó unas decenas de kilómetros durante dieciocho años. Los acuerdos de Oslo, en 1993, y la paz con Jordania, en 1994, cambiaron la frontera oriental con Jordania y con la Autoridad Palestina. Se trata de una frontera absolutamente porosa e ilusoria debido a la masiva presencia de asentamientos en el corazón del territorio palestino.
A propósito, para los israelíes la única frontera clara y perceptible de forma casi automática es la oriental, el mar. Si estuviera diciendo estas cosas en Israel, todos lo aceptarían de inmediato, a pesar de no ser «políticamente correcto» recordarlo. (Es interesante que precisamente el mar, con su paisaje inestable, cambiante e ilusorio, sea para nosotros la única frontera estable.)
Los israelíes no tienen una clara conciencia de la noción de frontera. Vivir en Israel significa vivir en una casa cuyas paredes se mueven, se desplazan y se caen constantemente. Y cuando las paredes de una casa son inestables es muy difícil saber dónde «termina» la de uno y dónde «empieza» la del otro. Y entonces uno siempre se defiende y se «opone» a los que le amenazan. Esta actitud incita a nuestros vecinos a invadirnos, y nuestra actitud defensiva se caracteriza por una tendencia a defendernos más, es decir, a volvernos agresivos. En momentos de amenaza o de duda, solemos tomar decisiones desproporcionadas, precipitadas y enérgicas. Las lecciones que sacamos de la historia son generalmente extremistas y, en consecuencia, más de una vez muy simplistas y sin matices. Y pueden hacernos perder el sentido de la realidad.
En cierto sentido, el Estado de Israel reproduce una de las graves anomalías del pueblo judío en la diáspora y de la tragedia de su existencia en los dos últimos milenios: la de un pueblo que vive entre otros que generalmente le son hostiles, con fronteras problemáticas y no bien definidas, y cualquier contacto entre ellos puede ser considerado, por ambas partes, como una intrusión peligrosa en terrenos de identidad muy sensibles.
Yo sueño en un tiempo en el que el Estado de Israel por fin tenga fronteras permanentes, estables, defendibles y reconocidas por la ONU y por todo el mundo, incluidos los países árabes. Unas fronteras negociadas con los que eran nuestros enemigos y sobre la base de un acuerdo recíproco, no impuestas unilateralmente y por la fuerza, como actualmente hace Israel con el muro que construye a su alrededor. Esta nueva frontera significará seguridad, identidad y hogar.
Tener una frontera reconocida también significará que el pueblo de Israel resuelva por fin el dilema de casi toda su existencia: la cuestión de saber si es «un pueblo en un espacio» o «un pueblo en un tiempo». Es decir, ¿es un «pueblo eterno», que no está relacionado con un lugar físico ni pertenece a él, capaz de existir también en la única esfera universal de la religión, de la cultura y de la espiritualidad? ¿O está ya maduro para iniciar una nueva etapa que será la plena y auténtica materialización del proceso iniciado en 1948 con la creación del Estado de Israel?
Dicho en otras palabras, un acuerdo sobre la delimitación de las fronteras de Israel y la normalización de las relaciones con sus vecinos, podría resolver gradualmente la muy complicada cuestión de saber si los judíos quieren, y aceptan, vivir en un Estado con unas fronteras claramente establecidas, según una definición nacional clara y neta, o si están condenados —por motivos en los que aquí no entraré y que tal vez sean más psicológicos que políticos— a seguir buscando una existencia «carente de fronteras», en el sentido más profundo, en una situación de movimiento continuo, de exilios y de retornos, de asimilación en otras identidades y de vuelta a la identidad judía, es decir, a la situación de huida como resultado de toda definición aceptada, de intrusión en las fuerzas que actúan a su alrededor y que a veces lo enriquecen y lo fecundan, y otras, como ha sucedido más de una vez, intentan aniquilarlo.
También es posible esperar que un acuerdo de paz y unas fronteras seguras y estables puedan mitigar una profunda deficiencia: el sentimiento de los israelíes de no ser aceptados en una «normalidad» política, internacional, más o menos normal, un sentimiento que no han tenido desde hace siglos, cuando su Estado tiene casi sesenta y cinco años.
Tal vez esta sea la mayor tragedia del pueblo judío: que a lo largo de su historia, las otras naciones y religiones, especialmente el cristianismo y el islam, siempre lo han considerado más como un símbolo o una metáfora de otra cosa. Una parábola, una consecuencia del castigo recibido por el pecado original. Y en menor medida como «la cosa en sí», una nación entre las naciones, un hombre entre los hombres.
Durante casi dos mil años, el judío ha sido alejado y exiliado de la realidad política tangible, de lo que se denomina «la familia de las naciones». Se le ha denegado su humanidad mediante toda clase de medios sofisticados, desde la demonización a la idealización, que son las dos caras de la deshumanización. Se le han imputado toda clase de creencias y supersticiones, se le ha tratado de entidad anormal, misteriosa, metafísica, poseedora de una legitimidad interior distinta de la de los demás y de unas fuerzas ocultas sobrenaturales (a veces infranaturales, como cuando los nazis definieron al judío como Untermensch, «infrahumano»).
Judas Iscariote, el asesino de Dios, el Anticristo, el judío errante, el judío eterno, el judío envenenador de pozos y propagador de epidemias, los Sabios de Sión que quieren dominar el mundo, y otras imágenes satánicas y grotescas, los Shylock y los Fagin, han penetrado en el folclore, la religión y la literatura, incluso en la ciencia. Tal vez por eso los judíos encontraron refugio en la autoidealización, viéndose como un pueblo especial, el pueblo elegido, una aprehensión por sí misma problemática y dificultosa que todavía les aislaba más.
Me estoy refiriendo a una noción muy delicada y emotiva. Al sentimiento de sentirse extranjero en el mundo, el sentimiento existencial del pueblo judío entre las naciones. A la soledad existencial que tal vez solo pueda comprender un judío. A un aura enigmática y misteriosa que, a lo largo de generaciones, ha flotado alrededor del judío como pueblo y como individuo. Un enigma que los otros pueblos han intentado descifrar de múltiples maneras: otorgando a los judíos definiciones racistas y raciales, encerrándoles entre muros y en guetos, limitando su espacio vital, sus campos de actividad y sus derechos, hasta la tentativa más radical y terrible de la «solución final».
Si retrocedemos unos diez años, al principio del «proceso de Oslo», podremos recordar el drástico cambio que se produjo en la opinión pública mundial y en la percepción que los israelíes tenían de sí mismos. En aquella época, muchos israelíes empezaron a sentir el sabor embriagador de su nueva relación con el mundo moderno, el de una especie de «aceptación» en la universalidad progresista, civil, liberal y esencialmente laica, el de una cierta normalidad de una nación entre las naciones. Durante un muy breve período de tiempo, se creyó en la posibilidad de poder establecer un marco de relaciones distinto y recíproco, más igualitario y menos reivindicativo, entre Israel y el «resto del mundo». Incluso me atrevería a denominar esta percepción de una forma algo «literaria» y metafórica como una sensación de admisión dentro de la realidad.
Pero en los últimos cuatro años —como consecuencia de la terrible amenaza que han representado la intifada, los atentados, la fuerte hostilidad mundial hacia las actuaciones de Israel, y a menudo hacia su existencia, y el aumento del antisemitismo y de la demonización del país— los israelíes se han vuelto a ver atrapados en la trágica herida del judaísmo, en las cicatrices más dolorosas e inhibidoras de sus recuerdos. El carácter israelita, siempre dirigido hacia el futuro, en constante efervescencia y lleno de promesas, en los últimos años ha tendido a replegarse en sí mismo y a ser absorbido hacia el interior de los canales del trauma y del dolor de la historia y la memoria judías. En consecuencia, los «nuevos» israelíes vuelven a formular con ímpetu el miedo del destino judío, la angustia del perseguido y de la víctima, el profundo sentimiento de soledad y de anomalía existencial del pueblo judío entre las naciones.
(En este orden de cosas, también es interesante señalar que, incluso para sus ciudadanos, Israel sigue siendo «la tierra prometida». No «la tierra segura» ni «la tierra de seguridad», sino, aparentemente, la tierra que sigue estando en situación de «prometida». Incluso después del retorno a Sión y del establecimiento del Estado de Israel soberano, para sus ciudadanos es como si no se hubiera materializado en su totalidad, como si no hubiera alcanzado todo su potencial oculto para el bien de los que en él viven.
Por supuesto, en una situación de «promesa eterna» hay esperanza de estímulo, y también un potencial de gran liberación, de pensamiento y de obra, y un punto de vista flexible sobre cosas que se solidificaron dentro de sus muros. Pero una situación así también está contaminada por una especie de maldición, de «falta de realización eterna» en la oculta sensación interior de no poder merecer una realización completa, un contacto pleno con la realidad, a todos niveles y posibilidades, y, en consecuencia, de no poder resolver cuestiones fundamentales de identidad, de plena pertenencia al lugar, de fronteras claras y de la relación con los vecinos que se encuentran al otro lado de la frontera.)
¿Una paz verdadera podría iniciar el proceso de curación del judío israelí de la angustia y de las anomalías? También es preciso preguntar si «el mundo» —es decir, el mundo cristiano y musulmán, así como el de las otras creencias y religiones que lo componen, y los estados en los que, más o menos abiertamente, impera el antisemitismo— podrá modificar su deformada visión de Israel y del judaísmo. ¿Podrá liberarse de su racismo contra el judío? Esta cuestión fundamental la dejo abierta. Yo no puedo responder a ella.
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Hay otra pregunta que sigue sin tener respuesta: ¿qué le ocurrirá a la sociedad israelí, polarizada y conflictiva, cuando no tenga la amenaza exterior que la protege de las luchas internas, que incluso la «ayuda» a no afrontarlas directamente?
A un observador externo, esta cuestión puede parecerle infundada y quimérica, pero ya hace años que aletea sin parar en el espacio público israelí, y hasta tal punto que a veces se pueden oír comentarios del tipo: «La guerra con los árabes nos salva de una guerra civil».
No me cabe ninguna duda de que una retirada del peligro exterior abriría un amplio espacio para que Israel se ocupara de sus graves problemas internos. La ocupación, motivo principal del antagonismo entre la «derecha» y la «izquierda», se debilitará mucho, pero entonces aparecerán en la escena del conocimiento y de la realidad las grandes diferencias sociales y económicas, las tensas relaciones entre judíos laicos y religiosos, y entre judíos y árabes, y entre distintos grupos de emigrados que ni están dispuestos ni quieren intentar comprenderse. Todo esto puede dejar al descubierto la fragmentación de la heterogénea sociedad de inmigrantes que se ha creado. Además de la debilidad del concepto de democracia, que no parece haber sido interiorizado de verdad por muchos ciudadanos, bien porque son originarios de países que jamás han conocido una democracia, bien porque una democracia de verdad no es posible cuando el Estado practica al mismo tiempo un régimen de ocupación y de represión.
Pero solamente alguien que no estuviera en su sano juicio y que fuera un cínico total prefería el estado de guerra en el que Israel está sumido desde hace más de cien años a una situación de paz, por mala que fuera, aunque entonces estallaran los conflictos internos, aunque se liberaran los espíritus maléficos todavía encerrados en sus botellas, porque serían «nuestros espíritus», los elementos de identidad, internos y auténticos, del Estado de Israel y de la sociedad israelí. En cierto sentido, los procesos que se desarrollarían, aun siendo muy dolorosos, serían mucho más pertinentes para la construcción de la identidad israelí y de sus «códigos» más internos que los procesos en los que se encuentra a causa del litigio con los árabes.
Sin embargo, el hecho de que esas dudas puedan ser oídas abiertamente y de que muchos tomen en consideración este tipo de reflexiones, ya es una señal indicadora de la intensidad destructora y de la degeneración en la que uno puede caer tras someterse demasiado tiempo a la fatal radiación de las guerras.
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«Aquí, en el dulce país de nuestros padres, se harán realidad nuestras esperanzas», cantaban nuestros antepasados, los pioneros que llegaron a Israel hace cerca de cien años. Hoy es evidente que han de pasar todavía muchos años para que consigamos hacer realidad, aunque solo sea en parte, «las esperanzas» de las que habla la canción. Será muy difícil superar las consecuencias de la violencia y del miedo, de la misma manera que, a veces, a un esclavo le cuesta liberarse de sus cadenas, o a un individuo de cierto defecto alrededor del cual se ha construido su personalidad.
Porque la situación que se vive en Israel, en Palestina y en Oriente Medio, nos ha convertido en una especie de tara nacional y personal. Muchos están tan habituados a ella que les cuesta creer en la posibilidad de una existencia distinta, y otros se crean ideologías políticas y religiosas para asegurar la continuidad de la situación actual.
El filósofo Hegel dijo que la gente mala es la que hace la historia. A mí me parece que en Oriente Medio conocemos muy bien la inversa de este enunciado, porque vemos cómo determinada historia puede hacer que la gente sea mala. Vemos cómo vivir continuamente en una situación de hostilidad y tener la necesidad de comportarse de una manera más obstinada, desconfiada, cruel y «militar», destruye lentamente algo dentro del alma y acaba paralizando, como una máscara mortuoria interior, la conciencia, la voluntad, la lengua y la simple y natural alegría de vivir.
Estos son los peligros reales de los que Israel necesita deshacerse lo antes posible. Debe experimentar lo que es una vida de paz, no solo porque es vital para su seguridad y su economía, sino para que, en cierto sentido, pueda conocerse. Descubrir el potencial que todavía sigue latente en él, las facetas de su identidad y de su personalidad, y sus posibilidades —que están como en suspense, hasta que pase la cólera, hasta que termine la guerra, hasta que se pueda tener una vida plena— de materializar todas sus dimensiones, no solo la limitada de la supervivencia a cualquier precio.
Elias Canetti escribe en uno de sus ensayos que, de hecho, la supervivencia solo es la experimentación recurrente de la muerte. Una especie de práctica de la muerte y del miedo que esta da. A veces tengo la sensación de que un pueblo de supervivientes empedernidos como nosotros, los judíos, es un pueblo que, en cierta medida, afronta la muerte con la misma intensidad con la que afronta la vida. Un pueblo cuyo interlocutor íntimo, insondable y permanente, es la muerte tanto como la vida. No se trata de romanticismo, de idealización ni de enamoramiento de la muerte (en el sentido de las corrientes que hubo en Alemania a finales del siglo XIX, por ejemplo), sino de algo distinto y más profundo. Se trata de un conocimiento de primera mano, amargo y transmitido a través del cordón umbilical: el de la especificidad, la realidad, la cotidianidad y la disponibilidad de la muerte. El conocimiento de la «insoportable levedad de la muerte», cuya expresión más triste la oí por vez primera en boca de una pareja israelí el día anterior a su boda. Les preguntaron cuántos hijos les gustaría tener, y la joven y dulce novia respondió inmediatamente que querrían tener tres «porque, si les mataban a uno, todavía les quedarían dos».
Más de una vez, cuando escucho hablar a los israelíes, incluso a los muy jóvenes, de sí mismos, de sus inquietudes y de su falta de confianza en un futuro mejor, y constato —en la gente que me es cercana y en mí mismo— la intensidad de la angustia existencial y de la influencia de la trágica memoria histórica judía, me estremezco al notar la profundidad de la deficiencia que nos ha causado la historia, la terrible inclinación a considerar la vida como una muerte latente.
Si tuviéramos una paz estable y continua tal vez podríamos superar esta deficiencia y estos miedos. Si Israel viviera en paz con sus vecinos, tendría la oportunidad de articular sus aptitudes y su singularidad. De ver, en condiciones normales, de qué es capaz como pueblo y como sociedad. De descubrir si puede desarrollar una existencia espiritual y material plena, creativa, inspirada, compasiva y humana. De examinar si sus ciudadanos judíos son capaces de escapar de la metáfora destructiva y letal que les han atribuido las naciones —un pueblo de eternos extranjeros, apátridas y nómadas sin fronteras— y volver a ser un «pueblo de carne y hueso», no solamente un símbolo, un concepto casi abstracto, una alegoría, un estereotipo, un ideal o un demonio. Un pueblo en su tierra, un pueblo cuyo Estado esté delimitado por fronteras internacionales reconocidas y defendibles; un pueblo que goce no solo de una sensación de seguridad y de continuidad, sino también de la singular experiencia de la materialidad, de ser, por fin, «parte de la vida», no únicamente «un gran relato de la vida» como ha sido siempre.
Quizás entonces los israelíes puedan saborear lo que, tras cincuenta y seis años de independencia, todavía desconocen: el profundo sentimiento de seguridad, de «solidez de la existencia», como lo expresa la simple y emotiva plegaria del shabat: «Y echaremos raíces en nuestras fronteras».
Quisiera terminar con el deseo que ya expresé en el libro Véase: amor. En realidad se trata de la última frase del libro, cuando un grupo de judíos encuentran a un recién nacido abandonado en el gueto de Varsovia y decide hacerse cargo de él. Estos judíos, unos ancianos rotos y torturados, rodean al bebé y sueñan con la vida que quisieran ofrecerle, en cómo será de mayor y en qué mundo crecerá. A su espalda, el mundo está arrasado. Sangre, fuego y nubes de humo. Y juntos rezan diciendo: «Rezamos por una sola cosa: que este bebé viva siempre sin conocer una guerra. Lo que pedimos es muy poco: que en este mundo un hombre pueda vivir toda la vida, desde el principio hasta el final, sin conocer ninguna guerra».
Conferencia pronunciada en la Convención del Círculo Levinas,
París, 5 de diciembre de 2004